¿Qué pasará con la reforma litúrgica?

10:00 a m| 10 feb 17 (BLOGS/BV).- Dos comentarios recientes de los teólogos Jorge Costadoat SJ. y José María Castillo buscan explicar los motivos y el momento actual de la iniciativa de reforma sobre la reforma a Sacrosanctum concilium -la constitución sobre liturgia del Vaticano II-, que planteó el año pasado el cardenal Robert Sarah, prefecto de la Congregación del Culto Divino. El 5 de julio del 2016 en Londres, en la apertura del Congreso Sacra Liturgia, manifestó su deseo que desde el I Domingo de Adviento, todos los sacerdotes celebren la Eucaristía “hacia el Oriente” (dando la espalda a los fieles, como antes del Concilio).

Según el cardenal Sarah, esta iniciativa era parte de la labor que Francisco le encargó de estudiar e impulsar una mejora del culto, en el sentido de profundizar en una mayor sacralidad en el rito. Y aunque el entonces portavoz del Vaticano, el P. Lombardi SJ. anunció días después que “no están previstas nuevas directrices litúrgicas a partir del próximo Adviento, como algunos, impropiamente, han deducido de algunas palabras del cardenal Sarah”, el debate parece estar aún sobre la mesa.

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Texto de Jorge Costadoat SJ.

Los que creen que el cardenal Sarah es pintoresco, se equivocan. El intento de introducir un cambio litúrgico del Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos del año recién pasado, no debe ser visto como estrambótico. ¡Cuidado! Su propuesta para que los sacerdotes celebren la misa cara al Oriente o hacia el ábside de los templos, espaldas al pueblo, no fue un traspié de un eclesiástico africano. El prefecto es uno entre otros que quieren una “reforma de la reforma” de Sacrosanctum concilium, la constitución sobre liturgia del Vaticano II.

El antecedente más importante de este principio de claudicación del cambio más visible del Concilio, es la ruptura de la unidad litúrgica de la Iglesia católica ocurrida con la reintegración del Misal de Pío V por voluntad de Benedicto XVI (Faggioli, Santiago 2017). Francisco, sin embargo, parece querer ir en la dirección contraria. Este es el primer papa que no fue actor en el Vaticano II, pero no parece ignorar que Sacrosanctum concilium fue aprobado por 2162 contra 46 votos. La Santa Sede paró en seco la iniciativa de Sarah.

Pero, ¿irá el actual Papa más lejos, continuará la reforma comenzada por el Concilio, o simplemente contrarrestará a las maniobras de los católicos que preferirían la misa en latín? El impulso de Francisco en favor de una Iglesia “en salida”, una Iglesia acogedora e integradora de otras culturas y formas de humanidad, va en dirección contraria del retraimiento antimodernista hostil al mundo de una Iglesia empeñada en afirmar su propia salvación.

Los documentos del Vaticano II se comprenden en relación unos con otros. No por nada los lefebvristas lo rechazan por completo. Lo consideran “herético”. Pero, ¿es herético el ecumenismo? ¿El diálogo interreligioso? Y la participación de los fieles, la misa como mesa fraterna (en vez de ara para sacrificios) y las guitarras, ¿desvirtúan el cristianismo? Quien va por lana puede salir trasquilado. Puede, porque el acercamiento con los descendientes de Marcel Lefebvre hace pensar que el Concilio en realidad no expresa la fe de la Iglesia y que todo da lo mismo. ¿Qué hará Francisco? ¿Romperá la unidad dogmática de la Iglesia? ¿Seguirá a Pablo VI o a Benedicto XVI?

Lo que se necesita, a mi juicio, es continuar la reforma litúrgica.

Nuevos textos litúrgicos tendrían que incorporar, aún más, dos conclusiones dogmáticas del Vaticano de extraordinaria importancia. La primera tiene que ver con haber recuperado el Concilio el carácter fundamental del bautismo. Si la dignidad fraternal del bautismo debiera regir las relaciones entre los cristianos, urge “desclericalizar” la misa. Muchas de las palabras rituales aún sacralizan papas, obispos y sacerdotes, y consagran la separación entre lo sagrado y lo profano de la que Cristo, en principio, nos liberó. Si hay algo que no se soporta ya más en la Iglesia, es el clérigo que marca su diferencia; y una clase de sacerdotes que demoniza del mundo sin reconocer su propia mundanidad.

La otra gran innovación dogmática del Concilio es la contundente afirmación de la voluntad salvífica universal de Dios. Ningún palabra de la misa ha podido expresar con más fuerza esta reiterada convicción del Vaticano II que la fórmula de consagración “por todos”. Los textos litúrgicos, además de abrogar el “por muchos” de Benedicto, tendrían que ampliar la mirada y dialogar con “todas” las expresiones de humanidad, religiosas o filosóficas, porque la Iglesia puede no saber cómo Dios salva a los “otros”, pero está obligada a creer que sí es capaz de hacerlo.

Otros ajustes litúrgicos urge implementar: los textos tienen que reformularse en un lenguaje que incluya a la mujer (actualmente ignorada); es indispensable, además, que asuman una perspectiva eco-social; debieran también ayudar a ver la historia en clave de “signos de los tiempos”; en fin, las lecturas veterotestamentarias que hablan de la violencia de Dios, de sus venganzas o castigos, debieran sacarse de los leccionarios. Se ha vuelto insufrible que el lector diga: “palabra de Dios”, después que el profeta Elías ha degollado a 450 profetas de Baal y todos repitan: “te alabamos, Señor”.

Será necesario todavía realizar un cambio mayor: suprimir el lenguaje sacrificialista de las plegarias eucarísticas que impide ver que los verdaderos sacrificios son los del amor (inspirados en el Jesús que entregó su vida por anunciar el reino a los excluidos, los despreciados, los endemoniados, los pecadores y toda suerte de infelices) y no el sufrimiento y la sangre a modo de reparación sado-masoquista del Hijo al Padre (como si Dios fuera un ser colérico necesitado de aplacamientos). El sacrificialismo es la madre de la marcada distancia entre el sacerdotes y los laicos, y el padre de las repetidas condenas de la Iglesia al mundo.

Lo que la Iglesia necesita no es “reformar” la reforma litúrgica, sino “continuarla”. La implementación de Sacrosanctum concilium aún debiera poder impulsar mejoras que hagan más comprensible el amor de Dios; en vez de traicionar su impulso a celebrar la eucaristía en una lengua y símbolos comprensibles a las distintas culturas en las que la Iglesia quiere arraigar.


La reforma de la liturgia. Texto de José M. Castillo

La Iglesia se ha organizado de manera que la liturgia, como “culto sagrado”, da la impresión de que, para mucha gente y en la práctica diaria de la vida, es más importante que Dios. Y, por supuesto, es más determinante de sus costumbres y hábitos de vida que el Evangelio. Por eso resulta comprensible que el cardenal Sarah, prefecto de la Congregación del Culto Divino, pretenda detener la reforma litúrgica que puso en marcha el concilio Vaticano II.

¿Qué explicación puede tener esta pretensión de inmovilismo y conservadurismo del cardenal Sarah? ¿Por qué hay todavía gente que echa de menos la misa en latín o las ceremonias litúrgicas a la antigua usanza? El problema, que plantean estas preguntas, es más serio de lo que algunos se imaginan. El “hecho religioso” es tan antiguo como el ser humano. O sea, la religión nació hace unos cien mil años.

Pero la religión nació de tal manera que lo primero, lo más original, en el hecho religioso, no fue Dios, sino los ritos. Concretamente, los ritos de sacrificio. Se mataba un animal, según un ceremonial predeterminado, y eso aglutinaba al grupo (de cazadores trashumantes) y, según parece, producía un efecto tranquilizante y pacificador de los naturales sentimientos de culpa, que brotan en todo ser humano.

Seguramente el trasfondo de estas conductas se comprende a partir de lo que es el sacrificio en sí. En efecto, la práctica sacrificial expresa simbólicamente que toda vida se mantiene y perdura a costa matar otras vidas (H. Seiwert, G. Theissen). Esto es duro. Pero es así. Y vale también para los vegetarianos (los vegetales son vidas). Sí, podemos seguir viviendo porque matamos otras vidas.

Esto supuesto, lo que se puede asegurar (como hecho sobradamente demostrado), es que “Dios es un producto tardío en la historia de la religión” (G. van der Leeuw, K. Lorenz, W. Burkert). ¿Cuándo empezaron los humanos a pensar en Dios? No es posible precisarlo. Se sabe con seguridad que la idea de Dios está indisociablemente unida a la práctica del sacrificio. En todo caso, en las prácticas religiosas, que conocemos hasta el Neolítico (unos 11.000 años a. C.), al menos en Europa, no hay rastro de creencias o relación alguna con Dios. O sea, el ser humano practicó rituales religiosos relacionados con la caza, con la muerte, con el paso a otra posible forma de vida. Y ésa fue su religión durante unos 90.000 años.

Se comprende por eso que, por ejemplo, la profesora Ina Wunn (Universidad de Hannover) haya escrito una historia, de más de 500 páginas, sobre “Las religiones en la Prehistoria”, un gran volumen donde ni se menciona a Dios. Sin duda alguna, el ser humano tiene integrada, en su larga existencia de 100.000 años, la práctica fija y firme de los rituales sagrados. Una experiencia que los humanos tenemos más integrada en nosotros que la idea de Dios o nuestra relación con él.

Esto es lo que explica que haya tanta gente que es más fiel a la exacta observancia de los ritos sagrados, que a su correcta relación con Dios. Y es que los ritos son acciones que, debido al rigor en la observancia de las normas, llegan a constituir un fin en sí mismos. De donde resulta que, en el ámbito de la conducta, ocurre con frecuencia que el “rito” se sobrepone al “ethos” (G. Theissen). Y, entonces, nos encontramos con el hecho, tan frecuente entre los cristianos, de quienes son fieles observantes de normas y ceremonias sagradas, pero al mismo tiempo dejan mucho que desear en su conducta. O son sencillamente gente sin vergüenza.

Pues bien, habida cuenta de lo que acabo de explicar, se comprende que, ya en el Antiguo Testamento, el enfrentamiento de los Profetas con los Sacerdotes fue frecuente y hasta mortal. Pero, sobre todo, esto es lo que explica la originalidad de la vida, la conducta y las enseñanzas de Jesús. La relación de Jesús con los observantes (sacerdotes, levitas, fariseos, maestros de la Ley) fue un constante enfrentamiento. Como fue un conflicto su relación con el Templo. Jesús no instituyó ningún ritual. Ni la cena de despedida fue un ritual, cosa que dejó patente el IV evangelio. Ni la muerte de Jesús fue un sacrificio sagrado. Aquella muerte no podía ser un “sacrificio ritual”. Fue un “sacrificio existencial”, como quedó patente en la carta a los Hebreos (7, 27; 9, 9-14) (A. Vanhoye). De ahí, la exhortación final: “No os olvidéis de la solidaridad y de hacer el bien, que esos sacrificios son los que agradan a Dios” (Heb 13, 16).

El integrismo litúrgico del cardenal Sarah es un asunto grave, muy grave. Es un asunto que toca el corazón mismo del Evangelio. El que tranquiliza su conciencia porque va a misa, reza por la mañana y por la noche o cosas por el estilo, si no es honrado, transparente y practica la justicia, por encima de todo, es un farsante que, más que engañar a la sociedad y a la Iglesia, es un indeseable que se engaña a sí mismo. Mientras la Iglesia no resuelva esta gran mentira, no va a ninguna parte. ¿Se comprende por qué hay tantos cristianos que no soportan al Papa Francisco?

Fuentes:

Blog Cristo en Construcción / Blog Teología sin censura

Puntuación: 5 / Votos: 3

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