En Semana Santa comprometidos con la fe
3.00 p m| 26 mar 13 (RyL/BV).- La Fe sin compromiso no es fe aunque se vista de ropajes, capuchones, películas, imágenes, procesiones, tambores y teatros. Todos los años vemos a muchas personas participar en las celebraciones de Semana Santa, sobre todo en procesiones, a las que a veces les damos un gran formato teatral.
En cambio participamos menos en las celebraciones que tienen en sí una mayor densidad y compromiso, y la deberían tener también en nosotros, y aquí está el problema, porque la fe sin compromiso no es fe, aunque se vista de ropajes, capuchones, imágenes, procesiones, tambores, etc. Lo que le sucedió a Jesús tenemos que traducirlo y aplicarlo a la realidad de nuestro tiempo. Jesús recibe un homenaje popular de gente que lo aclama, pero no de todos. Lo recibe de los pobres en quienes despertó la esperanza.
Jueves Santo
Sin duda recordamos aquella escena en la que Jesús lava los pies a los discípulos. Este trabajo era propio de esclavos. Esto hizo Jesús; hacerse esclavo entre los esclavos para liberar a los esclavos. Y les dice; “Ustedes dicen que soy el Maestro y el Señor, y dicen bien. Pues si yo, el Maestro y Señor, les he lavado los pies, ejemplo les he dado para que hagan ustedes lo mismo”. ¿Cuándo aprenderán y practicarán esto los de arriba? ¿Cuándo serán los más humildes y sencillos de todos? ¿Cuándo empezarán a ponerse en el último puesto, empezando por los jerarcas eclesiásticos que deberían ser los primeros en aprender de Jesucristo?
En aquella memorable cena donde la comida del cordero pascual recordaba la liberación del pueblo de la opresión y esclavitud de Egipto, nos hace entender que toda Eucaristía tiene que ser amor convertido en lucha por la liberación. Jesús sienta a sus discípulos y discípulas en torno a una misma mesa para compartir todos juntos una misma comida y un mismo pan.
En el mundo actual, y entre los llamados cristianos, unos ricos y otros pobres, unos bien vestidos y otros desnudos, unos con comida de sobra y otros pasando hambre, unos en casas bien dotadas y otros en chabolas, unos durmiendo en camas confortables y otros en la calle, unos con calefacción y otros pasando frío, unos con mucha ropa de sobra y otros con harapos, ¿eso es sentarse en torno a una misma mesa y compartir un mismo pan?
Seguro que Jesús invitó a aquella cena de despedida a sus discípulos y discípulas; ahora somos solo hombres los que consagramos el pan y el vino de la Eucaristía y nunca las mujeres: ¿eso es sentarse en torno a una misma mesa y compartir un mismo pan? ¿Jesús discriminó a la mujer de esta manera? No me cabe en la cabeza que Jesús hiciera semejante cosa. Esto fue y sigue siendo en la Iglesia una gran discriminación y muy injusta, que no tiene base ni fundamento doctrinal ni en la Biblia ni en la tradición.
En aquella cena compartida y eucarística Jesús por cuatro veces les dice a ellos y a ellas: “Un mandamiento nuevo les doy, que se amen unos a otros”. Este mandamiento es el primer compromiso de toda Eucaristía. Toda Eucaristía es para amar más a los demás, sino no es Eucaristía. Ese amor tiene que traducirse en actos concretos de amor a la esposa, al esposo, a los hijos, a los padres, a los hermanos, a los abuelos, a los nietos, a los vecinos, a los compañeros de vida y trabajo, a los amigos y amigas, y sobre todo a los empobrecidos, maltratados y abatidos de este mundo, y en especial a las mujeres pobres que son más del 70% de los empobrecidos del mundo.
Hoy hay muchas personas verdaderamente buenas en el mundo hasta el punto de exponer su vida por los demás, que viven austeramente para poder compartir algo con los más pobres (dinero, tiempo, trabajo), que les duele en carne propia el sufrimiento ajeno y luchan por curarlo. Estas están celebrando la Eucaristía cada día en el altar de la vida y desde ahí son dignas del altar del cuerpo y la sangre de Jesús. Solo las dos unidas es cuando son verdaderas y completas.
Viernes Santo
La Religión, confabulada con los políticos, condenó y mató a Jesús, que fue perseguido, torturado y asesinado. Se le aplicó una tortura terrible; la flagelación (algunos reos ya morían en ella); luego se le aplicó la muerte más cruel, importada de los persas por los romanos: ser crucificado. Fueron los sumos sacerdotes del templo de Jerusalén, es decir, la religión oficial, los que instigaron a la gente a pedir la muerte de Jesús, y forzaron al procurador romano Pilatos para que lo condenara a morir crucificado: la ambición de conservar el poder le traicionó, a pesar de que se daba cuenta de que Jesús era inocente.
La muerte de Jesús no fue un acto de expiación a Dios por los pecados de los hombres, ni de ofrenda sacrificial. El Dios verdadero no puede necesitar ni exigir esas cosas. La muerte de Jesús fue un crimen, un asesinato; fue la ejecución de un condenado injustamente por los opresores por haberse puesto de parte de los oprimidos, oprimidos también por la religión oficial.
Hoy tenemos Viernes santo en las cárceles, en las chabolas y los basureros del Tercer Mundo, en los desempleados, en las mujeres maltratadas, en los desahuciados, en los niños muriendo de hambre cada día, en los torturados, en los enfermos desatendidos, en los matrimonios rotos, en los hijos víctimas de la separación de sus padres, en las torturas de Siria o en la India, en los vagabundos, en los bosques quemados, en los ríos y mares contaminados, en los animales injustamete torturados, en los gastos militares.
Jesús sigue hoy crucificado en los crucificados del mundo; perseguidos, maltratados, abatidos, angustiados, asesinados por los cuchillos y las balas criminales, torturados, expulsados de sus tierras en Guatemala, Colombia o Africa por las multinacionales apoyadas por el ejército, la policía o los sicarios. ¿Cuándo llegará la hora en que bajemos a Jesús de tantas y tantas cruces, que hace siglos que deberían haber desaparecido? ¿Dónde están todavía hoy las fábricas y los fabricantes de tantas cruces, tan pesadas, tan dolorosas, tan indignas del Ser Humano y de la Madre Tierra?
Jesús tuvo un Cirineo que le ayudó a llevar la cruz, unas mujeres valientes que lo acompañaron hasta el final, otra mujer decidida que le secó la frente y limpió la cara y unas personas que lo bajaron, ya muerto, de la cruz y le dieron sepultura.
¿Quiénes bajan hoy de la cruz a Jesucristo crucificado en las cruces de los crucificados de nuestro tiempo?
– Los que sienten como suya la causa de los pobres.
– Los que denuncian las injusticias y a los injustos.
– Los que aceptan vivir austeramente y ahorrar para ayudar a los empobrecidos.
– Los que van a donde están los más pobres de los pobres para conocerlos, acompañarlos y ayudarles.
– Los que se interesan y acompañan a quienes una desgracia o un mal paso llevó a la cárcel, para darles esperanza de rehacer su vida.
– Los que anónima pero realmente aportan su ayuda económica para atender las necesidades de los demás.
– Los que desde la política, la administración pública, la empresa, la enseñanza, la sanidad, desarrollan su trabajo con lealtad, honradez, eficacia y compromiso, hasta el punto de hacer algo por los demás sin esperar nada a cambio.
– Los que se preocupan de la Madre Tierra, respetando y cuidando los animales, peces, aves, árboles, plantas…
– Los que, como voluntarios, dedican, generosa y desinteresadamente, algún tiempo a hacer algo por los demás, prestar un servicio a la comunidad, etc.
Resurrección de Jesús
Jesús resucitado ya no pertenece a la historia humana con sus limitaciones, sufrimientos, impotencias, frustraciones. La resurrección trasciende esta vida, inicia otra existencia que es de plenitud, que colma todos los anhelos que nos podamos imaginar y mucho más.
La resurrección se sitúa más allá de la historia, no pertenece a este mundo. Es metahistórica. A Jesús nadie de este mundo pudo verle resucitar, porque la resurrección pertenece a otra dimensión más allá de esta vida. Esto no es comprobable por los sentidos ni por la razón, sino solo aceptable por la fe en Jesús mismo. Lo más que alcanzamos a comprender es que responde a nuestros anhelos más profundos de vivir para siempre y en plenitud, y no de morir para quedar muertos. Jesús se esforzó una y otra vez en convencer a los discípulos de que estaba vivo de nuevo, de que no había muerto para quedar muerto.
Los evangelistas cuentan de muchas maneras la experiencia de haber tratado con Jesús resucitado, pero todos coinciden en afirmar lo mismo; Jesús ha resucitado. Fueron muy honestos en sus narraciones, pues a pesar del absoluto machismo imperante, recogen las apariciones a María Magdalena y a otras mujeres como las primeras que hizo Jesús, e incluso recogen cómo les manda a ellas ir a anunciar a los discípulos que ha resucitado. A partir del hecho de la resurrección de Jesús, todos los apóstoles y discípulos empiezan a llamarle Señor. Y estaban tan convencidos de ello que dieron su vida por esta causa. La resurrección de Jesús fue lo primero que empezaron a enseñar y a atestiguar, porque se dieron cuenta de que era el hecho cumbre y más importante de su vida, para El y para nosotros.
Si no fuera así, ¿quién compensaría a tantos seres humanos y tantos seres vivos, que son víctimas de una muerte injusta por el hambre, la sed, las guerras, la violencia, las torturas, la injusticia, como le pasó al propio Jesús? Nosotros ya nada podemos hacer para repararles un daño tan grande. Por eso, morir para quedar muertos es inadmisible e insoportable. La aspiración de todo ser vivo es vivir para siempre y feliz: la respuesta a esta aspiración es Jesús resucitado, y no solo para los seres humanos, sino también para toda la creación. Sin duda tiene que haber y va a haber plenitud para todos y para todo.
A la luz de la resurrección, todo lo que mata, destruye, hace sufrir, daña, perjudica, es indigno; y ya solo es digno aquello que potencia y facilita la vida, la felicidad, la alegría, la igualdad, la esperanza, la fraternidad, el amor, para todos y para todo. Esto anticipa un poco la resurrección, y nos hace dignos de poseerla un día en su plenitud.
Extracto de artículo de Faustino Vilabrille publicado en Reflexión y Liberación