Una Iglesia ‘excéntrica’ para el siglo XXI
Ante la inminente celebración del cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II (1962-2012), se hace nuevamente necesario tomar entre las manos la constitución Lumen Gentium (LG) para seguir ofreciendo a los hombres de nuestro tiempo el rostro siempre renovado a la luz de Cristo de la Iglesia.
Es hora de desempolvar nuestro olvidado Vaticano II y volverlo a colocar en el estante de los libros frecuentemente usados de nuestra biblioteca. Una cuestión que cobra especial carácter de urgencia al encontrarnos con generaciones de cristianos adultos que comienzan a tomar responsabilidades en la tarea evangelizadora de la Iglesia sin la perspectiva histórica del profundo cambio que supuso el acontecimiento conciliar.
Es importante en este período de recepción sosegada del Concilio que las nuevas generaciones de cristianos aprendan a valorar el viraje hacia Cristo y hacia el mundo con el que los Padres conciliares orientaron a la Iglesia para emprender su travesía rumbo al tercer milenio.
Intentamos refrescar la memoria a los olvidadizos y hacer extensible la onda del Concilio a las nuevas generaciones, para afrontar el reto de ser Iglesia en el mundo y tiempo que nos ha tocado vivir.
En este nuevo escenario, marcado por grandes avances tecnológicos, cambios en la jerarquía de valores e incluso en la misma concepción de la realidad, que ahora pasa a ser virtual, cabe preguntarse: ¿sigue hoy el hombre necesitando a Dios?, ¿sigue hoy Dios queriendo establecer su diálogo con el hombre? O, siguiendo a Juan Ramón Jiménez, ¿sigue siendo hoy Dios deseado y deseante?
El ser deseado depende del hombre, y cabe la respuesta afirmativa o negativa. El ser deseante es siempre afirmativo por depender de Dios. Y, en este divino deseo de salir y venir al hombre de todos los tiempos, la Iglesia cobra una renovada actualidad al seguir mostrando por los caminos del mundo a Cristo como Luz de los pueblos (Lumen gentium).
Un título “excéntrico” para una Iglesia “excéntrica”
El mismo título de la constitución dogmática sobre la Iglesia nos obliga a redirigir la mirada hacia Aquél que ha de ser centro y fundamento de todo el existir eclesial: Jesucristo. Solo Él es Lumen gentium (Luz de los pueblos), y la Iglesia ha de “iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre su rostro” (LG 1). Como si de la luna se tratara (mysterium lunae), ella refleja una luz que no le es propia.
Si la Iglesia preconciliar se había replegado sobre sí misma comprendiéndose como sociedad perfecta (autosuficiente en orden a su fin), haciendo hincapié en la visibilidad y legitimidad de sus instituciones (infalibilidad, jurisdicción del papa, etc.) frente a un mundo por el que se sentía amenazada; la Iglesia del siglo XXI se proyectaba como una realidad excéntrica, no por ser rara o extravagante, sino por encontrar su centro paradójicamente fuera de sí.
Ha sido el cardenal Angelo Scola, antes patriarca de Venecia y hoy arzobispo de Milán, en su obra ¿Quién es la Iglesia? (2005), el que últimamente se ha referido a la Iglesia del Concilio como una “realidad elíptica”, que se dibuja desde dos puntos focales con los que se relaciona intrínsecamente: Cristo y el hombre en el drama de su realidad concreta.
Desestimar alguno de estos polos, ya sea el divino o el humano, supondrá la desfiguración del rostro de la Iglesia, tendiendo nuevamente a la circularidad sobre un solo punto concéntrico.
La Iglesia del siglo XXI no está exenta del peligro del repliegue y el espiritualismo salvífico, así como de un moralismo basado en valores de un cierto humanismo religioso.