Católicos, prestar más atención al Espíritu Santo
11:00 a.m. | 1 abr 23 (NCR).- Una escasa presencia del Espíritu Santo en nuestras oraciones diarias, pastoral y estudios ha motivado una serie de reflexiones. Un primer paso nos lleva a observar las causas de una pérdida de importancia de la figura del Espíritu, para luego pensar cómo ser sensibles para reconocer su presencia, tanto exterior como interiormente. El P. Daniel Horan, director de un centro de espiritualidad universitario, nos invita a concebir al Espíritu de manera creativa y accesible, y también revisa su incidencia en la vida consagrada y en el camino (sinodal) de la Iglesia universal.
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En 1957, un teólogo holandés llamado George Johan Sirks publicó un artículo en la Harvard Theological Review titulado en tono provocativo: “La Cenicienta de la Teología: La doctrina del Espíritu Santo”. Sirks observó que algunos teólogos habían empezado a referirse al Espíritu Santo de manera informal como la “Cenicienta de la teología” debido al olvido del Espíritu en la reflexión y la investigación teológicas. El popular pastor evangélico Francis Chan llegó a describir al Espíritu Santo como el “Dios olvidado” por razones similares.
Aunque algunas personas podrían considerar de mal gusto estas expresiones desenfadadas sobre la ausencia de una pneumatología (el estudio del Espíritu Santo) sostenida, me es inevitable pensar que lo que Sirks, Chan y otros -como el teólogo del Vaticano II, el padre Yves Congar, o más recientemente en la obra de la teóloga histórica Elizabeth Dreyer- quieren decir sigue siendo tristemente cierto. La mayoría de la gente no se fija mucho en la tercera persona de la Trinidad.
Numerosos factores -históricos, prácticos y teológicos- se han combinado para propiciar la pérdida de protagonismo del Espíritu en la oración cotidiana, el ministerio pastoral y la reflexión teológica académica. Uno de ellos es la dificultad que tienen la mayoría de las cristianas y los cristianos para pensar al Espíritu Santo. Como bien resume la teóloga Elizabeth Johnson en su texto clásico She Who Is, “Mientras que el Hijo ha aparecido en forma humana y podemos al menos hacernos una imagen mental del Padre, el Espíritu no es gráfico y sigue siendo teológicamente la más misteriosa de las tres personas divinas”.
No ayuda que las imágenes bíblicas que se han tomado de la tradición, tanto en la Biblia hebrea como en el Nuevo Testamento, resulten para algunos abstractas o literalmente invisibles (aliento, viento) o fantásticas o incluso sin sentido (forma de ave, lenguas de fuego flotantes). Tanto las Escrituras como la tradición nos dan un importante sustento para proclamar la creencia en el Espíritu, pero muy poco en forma de referencias tangibles que la mayoría de los cristianos puedan adoptar y comprender fácilmente. Además, entre los pocos cristianos que dan prioridad al Espíritu en la oración y la reflexión, muchos se encuentran en comunidades de culto especializadas.
Otra consideración surge de la prevalencia del individualismo en nuestra cultura actual. A algunos lectores puede parecerles que esto no tiene nada que ver, pero si la forma operativa de valorar el mundo y moverse por él se centra en la propia persona, excluyendo el reconocimiento de la interdependencia, se preocupa por desarrollar la propia “marca” y la identidad en las redes sociales, y corre el riesgo de caer en el solipsismo, entonces es fácil pasar por alto o ignorar la labor activa del Espíritu Santo como fuente divina de comunión e interconexión.
El Espíritu Santo es el unificador, el puente divino que cruza la división del tiempo y el espacio para unirnos, mediante el bautismo, unos a otros en Cristo. Pero las actitudes que reflejan la creencia de que sólo somos mónadas independientes que se mueven por la vida según nuestra propia voluntad e iniciativa desalientan ver y reconocer la presencia divina dentro de nosotros y entre nosotros como el “Señor, dador de vida”, que nos recuerda el Credo de Nicea.
Como escribí hace cuatro años en NCR, creo que factores como éstos tienen consecuencias prácticas y pastorales reales, a menudo devastadoras. Denominé “ateísmo del Espíritu Santo” a esta tendencia a olvidar o ignorar este aspecto de la presencia de Dios en la Iglesia y en el mundo. Creo que debemos prestar más atención al Espíritu Santo. Como cristianos, profesamos creer en “El Espíritu Santo, el Señor dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado, que ha hablado por los profetas”. Pero, ¿comprendemos lo que eso significa? Tenemos que considerar no sólo lo que significa pensar y hablar del Espíritu teológicamente, sino también ver qué implicaciones existen para nuestra vida cotidiana y nuestro ministerio pastoral, y lo que esto significa para la Iglesia y el mundo en general.
¿Cómo podemos reconocer al Espíritu Santo?
Al reflexionar sobre dónde empezar a descubrir al Espíritu Santo, en su libro The Holy Spirit: Setting the World on Fire, los teólogos Richard Lennan y Nancy Pineda-Madrid escriben: “Desarrollar una mayor sensibilidad es el primer paso. El movimiento del Espíritu Santo en nuestras vidas, y en el mundo, es a menudo esquivo, no fácilmente discernible”.
Señalan que: El Espíritu Santo sale a nuestro encuentro allí donde estamos. En nuestras experiencias de alegría y serenidad, culpa y angustia, asombro y admiración, dolor y rabia, el Espíritu está presente. Permanece presente en todo lo que comprende el camino de nuestra vida; más cerca de nosotros que nosotros mismos, y fuente de fortaleza para nuestro “ser interior” (Efesios 3:16). Es más, el Espíritu invita continuamente a una vida mejor, animando nuestro presente. El Espíritu Santo habita en nuestros cuerpos y hace posible nuestra vida y nuestro vivir, fortaleciéndonos con la gracia de Cristo. Al estar con nosotros, es y permanece comprensivo de nuestra situación y circunstancias vitales. Por nuestra parte, nosotros, como el profeta Elías, tenemos que aprender a prestar atención, a profundizar en nuestra conciencia de la presencia del Espíritu.
Lo que tenemos ante nosotros es una cuestión de sintonía, de aprender a ver, oír y experimentar de nuevo la presencia de Dios en nuestras vidas y en nuestro mundo. Este último punto sobre la experiencia es esencial. Tanto el cardenal dominico Yves Congar, ya fallecido, como, más recientemente, el teólogo protestante Clark H. Pinnock han subrayado la naturaleza experiencial del conocimiento del Espíritu Santo.
Congar comienza su amplio estudio en tres volúmenes, Creo en el Espíritu Santo, con la experiencia como punto de partida metodológico para el estudio. Basándose primero en la experiencia de la auto-revelación de Dios recibida y transmitida por los autores humanos de la Sagrada Escritura, Congar señala que nuestra “experiencia del Espíritu ha continuado desde entonces”. Nos llama a prestar atención a cómo Dios sigue acercándose como Espíritu, pero que con demasiada frecuencia nos coge desprevenidos y no lo vemos.
Pinnock retoma asimismo el tema de la aparente elusividad del Espíritu y de cómo debemos ajustar nuestra perspectiva y sintonía. “De todos los temas teológicos, el Espíritu es uno de los más escurridizos. Conocer el Espíritu es experiencial, y el tema se orienta hacia la transformación más que hacia la información”. Que el conocimiento de Dios como Espíritu sea experiencial puede ser una de las fuentes de resistencia que muchos tienen a la hora de reflexionar, rezar o incluso recordar al Espíritu Santo. Las prácticas y conversaciones cristianas occidentales suelen centrarse en la intelectualización de la fe, en lugar de en la realidad encarnada, corpórea y sacramental que debe experimentarse y vivirse.
Del mismo modo, que el Espíritu se acerque a nosotros en nuestra propia imperfección, condición humana y caos, puede ser algo que incomode a algunos cristianos. Si la imagen que uno tiene de Dios es estática, inmutable, impasible, la idea de que Dios no sólo se acerca, sino que habita en nosotros y en el resto de la creación puede resultar inquietante.
Esta es también la razón por la que muchos cristianos creen a ultranza en el docetismo, una herejía que afirma que Jesús de Nazaret no era en realidad plenamente humano, sino sólo plenamente divino, aparentando o fingiendo ser humano durante su vida, ministerio y muerte. En ambos casos -lo que podríamos llamar “ateísmo del Espíritu Santo” y docetismo cristológico- esos cristianos quieren un Dios que se ajuste a sus ideas de lo que constituye la divinidad y no el Dios real que se revela a sí mismo en el Verbo hecho carne y en la palabra de la Escritura inspirada por el Espíritu.
Pero el Espíritu Santo desafía muchas de nuestras nociones preconcebidas de Dios. El Espíritu es dinámico, imprevisible, inmediato, creativo, fortalecedor y generador de vida. Este último punto es enfatizado por la teóloga y Hermana de San José Elizabeth Johnson. “En palabras del Credo Niceno, el Espíritu es vivificante, vivificador o dador de vida. Esta designación se refiere a la creación no sólo al principio de los tiempos, sino continuamente: el Espíritu es el flujo incesante y dinámico del poder divino que sostiene el universo, dando vida”, dijo Johnson en la Conferencia Madeleva de 1993.
Con esto en mente, podemos empezar a reconocer la actividad del Espíritu de Dios en nuestras vidas y en el mundo que nos rodea a través de nuestra experiencia. Por finitos e imperfectos que seamos, todos tenemos la capacidad de reconocer el don de la presencia divina entre nosotros. Sólo necesitamos sintonizarnos con la presencia del Espíritu. Cada aliento que tomamos, cada experiencia de amor que encontramos, nuestra propia existencia como parte de una creación radicalmente contingente, son sólo una muestra de los momentos ordinarios en los que la presencia residente de Dios como Espíritu puede ser reconocida cuando estamos atentos al movimiento del amor divino en nuestra experiencia del mundo.
Más allá de las palomas y las flamas: Pensemos en el Espíritu Santo como música de jazz
Una paloma o una flama. Tradicionalmente, éstas son las imágenes más utilizadas como metáforas del Espíritu Santo. La metáfora ornitológica suele remontarse a Lucas 3:22 cuando, en el bautismo de Jesús por Juan en el Jordán, se nos dice que “el Espíritu Santo descendió sobre él en forma corporal como una paloma”. La segunda metáfora, más pirotécnica, se remonta a la continuación de Lucas en el Nuevo Testamento, los Hechos de los Apóstoles, y su relato de Pentecostés. Junto con un “fuerte viento”, se nos dice que los apóstoles estaban en una habitación cerrada cuando “se les aparecieron lenguas como de fuego, que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos” (Hechos 2:3).
Y con estas dos metáforas bíblicas nació la práctica de representar al Espíritu de estas maneras en toda una serie de formas artísticas, desde los candidatos a la confirmación que hacían carteles y pancartas adornados con palomas blancas y llamas de fuego flotantes hasta la famosa representación en vidrieras de una paloma detrás del santuario de la basílica de San Pedro de Roma. A pesar de la aparente hegemonía de las aves y las flamas, a lo largo de la historia se ha utilizado una amplia gama de metáforas para designar al Espíritu. Dado que no existe ninguna afirmación doctrinal sobre cómo debe representarse, los cristianos disponen de un amplio margen de maniobra para recurrir a la experiencia y a las imágenes que les ayuden a atender, pensar y rezar al Espíritu Santo.
Esta variedad se refleja en las diversas metáforas utilizadas por algunos de los santos y místicos más famosos del cristianismo. En su excelente estudio, Holy Power, Holy Presence: Redescubrir las metáforas medievales del Espíritu Santo, la teóloga histórica Elizabeth Dreyer repasa algunos de los clásicos medievales.
Por ejemplo, nos recuerda la metáfora profundamente encarnada y física de San Bernardo de Claraval del Espíritu Santo como beso; la descripción de San Buenaventura del Espíritu como agua que fluye, como transformador de los afectos y de la abundancia divina; y la imagen de Santa Catalina de Siena del Espíritu como misericordia y mesero. Esta segunda imagen de Catalina es particularmente conmovedora. Ella concibe la Santísima Trinidad como “mesa, alimento y mesero”, en la que el Espíritu es el que nos sirve la Palabra que es nuestro alimento. Una gran imagen eucarística.
Uno de los aportes del estudio de Dreyer es que ayuda a abrir nuestra imaginación y el modo en que el Espíritu Santo se nos revela en nuestros diversos contextos. Una de mis metáforas favoritas del Espíritu Santo es la de un músico. Así lo expresa la gran mística y compositora Hildegarda de Bingen. En su “Himno al Espíritu Santo”, escribe:
Alabado seas
¡Espíritu de fuego!
A ti que tocas el timbal
y la lira.
Tu música enciende
la fuerza de nuestras almas La fuerza de nuestras almas
espera tu llegada
en la tienda del encuentro.
Además, en una de sus cartas a una priora benedictina, Hildegarda imagina el cielo como “una sinfonía del Espíritu Santo”, captando aún más la musicalidad del movimiento dinámico de Dios como Espíritu.
LEER. Artículo completo “Pensemos en el Espíritu Santo como música”
Información adicional
- ¿Está escuchando la Iglesia la llamada del Espíritu Santo en la vida religiosa actual?
- ¿Te está guiando -o conduciendo- el Espíritu Santo hacia la sinodalidad?
Fuentes
National Catholic Reporter (2 y 3) / Video: Bernardin Center / Fotos: Gregory A. Shemitz (CNS)
Muy interesante artículo. Me encantó, yo soy fiel devota del espíritu santo y veo cada día sus bendiciones y su mano milagrosa que me guía en todos mis actos. Es algo difícil de describir, es algo más que sublime.