Un jesuita comediante
Mi director no conocía sobre “el Fringe”, cuando le comenté mi interés en participar simplemente me miró con una expresión de no comprender porqué me llamaba tanto la atención. Le sonaba más como una burda celebración que incluía de alguna forma el uso de casacas de cuero antiguas, que tenían adornos como “flecos” (fringe en español). Finalmente logré obtener su permiso para viajar y cumplir el sueño que para mí significaba participar de ese festival.
Me enteré de “el Fringe” muchos años atrás, cuando era un joven comediante en Chicago, y tan solo un par de actos al año (de los que conocía) se presentaban en Edimburgo. Era un festival que tenía un aura mítica y la mayoría de cómicos que conocía hacían el esfuerzo por viajar y participar aunque sea una vez. Es un hecho que yo también quería participar, sin embargo al final se dio de una forma que no esperaba, al menos no me veía asistiendo a tan solo tres años de mi ordenación sacerdotal. Como ya habrán leído, soy jesuita, la Orden religiosa más grande del mundo (o al menos eso decían los boletines que me dieron cuando me presenté). Ingresé a la Compañía de Jesús en agosto del 2004, después de haber pasado mis años anteriores trabajando como comediante.
Como muchos comediantes, trabajé duro esperando mi gran oportunidad, el momento de éxito que hiciera despegar mi carrera. Sin embargo lo que pasó fue algo un poco diferente, observé que mis compañeros cercanos tenían su momento de fama y en lugar de ser una vida con una meta establecida, lineal, era más bien circular. No había un momento de plenitud y felicidad, sino que siempre surgía algo más y era como una persecución que no tenía fin, obtenían el trabajo soñado, el programa de TV, la aparición en una película, un libro o algo similar, y nunca era suficiente, siempre querían más y más. Entendí que en mi carrera como comediante nunca llegaría esa satisfacción personal que necesitaba, al menos no del exterior, y cometí un error al intentar buscar ahí la plenitud de la vida, cuando debí hacerlo en mi interior.
En ese momento comencé a evaluar mi vida y mis prioridades, y Dios tuvo desde ese instante un rol mucho más importante. Eventualmente se convirtió en la figura más importante de mi vida y me hizo considerar seriamente iniciar mi preparación para ordenarme sacerdote. Consideré varias opciones: Diocesano, Franciscano, Dominico, pero fue con los jesuitas que me sentí realmente en casa. Les pareció estupendo que haya sido comediante y en ningún momento intentaron convencerme de que dejara de hacerlo.
En mis ocho años como jesuita he tenido numerosas oportunidades de hacer presentaciones: Hice stand-up en Nueva York y Chicago, participé en varios grupos de comedia e incluso escribí un libro sobre la historia de mi única y singular vocación (“What’s So Funny About Faith: At the Intersection of Holy and Hilarious” – “¿Qué tiene de gracioso la fe: Entre lo Sagrado y lo Hilarante” [Loyola Press, 2012]), pero “el Fringe” ni siquiera estaba en mi radar. Y luego continué con mi formación.
Entre mis estudios de Teología y Filosofía me dediqué a enseñar teatro en una secundaria en las afueras de Chicago. Por casualidades de la vida (yo no sabía), cada dos años, la escuela llevaba a un grupo de estudiantes de teatro para actuar en “el Fringe”. Me pidieron que fuera como acompañante. Acepté de inmediato y así fue como hace dos años tuve mi primera experiencia en aquel festival, como un profesor de secundaria acompañando a un grupo de revoltosos adolescentes estadounidenses a través de las caóticas calles de Edimburgo.
Esa primera experiencia me asombró y sin duda quería regresar. Para mi “el Fringe” agrupa muchos elementos importantes de la espiritualidad ignaciana. Dios estaba en todas partes: desde los artistas en las calles entregando su alma por amor al arte hasta la enorme comunidad que se forma al juntarse miles de personas de todo el mundo solo por la oportunidad de poderse expresar artísticamente.
Quería regresar, pero esta vez para participar. Tenía las ganas de vivir la experiencia de ser parte de este gran festival. Así que preparé una presentación, me levantaba a las 4 de la mañana antes de enseñar para ir escribiendo mis guiones. Tuve además el apoyo de Bill Cain SJ, un escritor muy reconocido en los EEUU, quien me ayudó a mejorar el aspecto narrativo de varios monólogos disparatados que se me habían ocurrido.
Hice todo eso sin ningún interés en fama o fortuna y con la bendición de mi provincia (Chicago – Detroit), finalmente llegué a Edimburgo el 9 de agosto, lleno de nervios y sin haber podido ensayar mi presentación en EEUU por falta de tiempo, así que mi nuevo material debutaría en “el Fringe”.
Los jesuitas en la comunidad de Lauriston en Edimburgo me dieron todas las facilidades en lo que se refiere al hospedaje y estuvieron presentes en mis presentaciones (a pesar de lo tarde que empezaban) y siempre se rieron en los momentos apropiados. Si bien no logré ninguna cosa excepcional con la cantidad de público asistente, la verdad tampoco esperaba que fuera así, era un norteamericano desconocido y con poca publicidad, que además me presentaba por primera vez.
Lo que resaltaría como más importante de esta experiencia vivida fueron los amigos que hice en estas casi dos semanas que estuve en Edimburgo. Presentarse en el festival de por sí ya implica cierta presión, sin embargo la presencia de los compañeros artistas hace que todos se apoyen entre sí y es una fuerza común.
Algunas personas me han preguntado si el hecho de presentarme ante un público reducido no hace difícil manejar la situación, y la verdad es que a mi me gusta de esa forma, ese fue precisamente el tipo de experiencia que quería vivir asistiendo a “el Fringe”, ser uno más, presentarme ante un público con la esperanza de cambiarles sus mentes y sus corazones. Mientras que los estilos pueden variar entre un comediante y otro, al final la idea es la misma, alterar la perspectiva del público y ofrecer una mirada diferente del mundo que ellos creen conocer muy bien.
Artículo publicado en el blog Thinking Faith.