Noland, el país de los que no tienen país
En realidad, Noland es un Estado virtual promovido por la ONG jesuita Entreculturas, que pretende así concienciar sobre la difícil situación de los refugiados, que, huidos de sus hogares por distintos motivos (generalmente, por conflictos armados, desastres naturales o por persecución ideológica, religiosa o racial), se han convertido en desplazados en tierra extranjera. Y lo que es peor: sin fecha de retorno.
Cristina Manzanedo, responsable de Migraciones y Desarrollo de Entreculturas, presentó una realidad, la del refugiado y el desplazado (de los 44 millones, 27 son desplazados forzosos dentro de su propio país), que es algo diferente de la que guardamos como imagen prototípica: “El 70% de las personas refugiadas y desplazadas se encuentran dispersas en áreas urbanas, quedando el 30% restante en campos de refugiados”.
¿Qué quiere decir esto? Que si la situación de quienes residen (a veces durante años) alojados en tiendas de campaña en un espacio acotado suele ser enormemente complicada, no lo es menos la de quienes se hacinan en las grandes ciudades. Con el agravante de que los refugiados urbanos suelen ser invisibles y anónimos, confundiéndose su situación con la genérica de la pobreza.
Acompañar, servir y defender
Pablo Funes, responsable de Proyectos para África de Entreculturas, destaca hasta qué punto este, el de la invisibilidad, es uno de los grandes problemas: “En Tailandia, por ejemplo, hay dos millones de refugiados, que se concentran en gran parte en la capital. Pero como el país no ha firmado el Estatuto del Refugiado, estamos ante cientos de miles de personas que no tienen ningún derecho. Un hecho que, por desgracia, se da en muchos otros lugares”.
De ahí que el gran esfuerzo de la ONG jesuita –explica Pablo– se centre en “acompañar, servir y defender a la población refugiada”.
Una labor que conoce muy bien la portuguesa Irene Guía, presente en la puesta de largo de Noland, donde contó su experiencia durante muchos años como directora del Servicio Jesuita al Refugiado en Ruanda y en Kivu, en la R. D. del Congo, donde su actividad se ha centrado en los campos de refugiados, surgidos de las terribles guerras étnicas.
Por eso habla con la fuerza que otorga el conocimiento directo de quien busca “acompañar y compartir el mismo pan” con las víctimas de una tragedia nunca buscada: “Nadie está en un campo de refugiados porque lo quiera. Es una situación forzada, en la que el que huye es el más débil y desprotegido, con su movilidad restringida y por un tiempo indefinido… Todos tienen la esperanza de volver a casa, pero no tienen el control sobre sus propias vidas. En Ruanda llevan 16 años en campos, y en el Congo, cuatro”.
En todos estos años, Irene ha ido aprendiendo cómo actuar hasta en las circunstancias más difíciles: “Cuando un niño o un anciano muere en un campamento, tratamos de ocultarlo durante ese día para que los organizadores del campamento no eliminen su ración de comida y esta se pueda repartir. Por eso enterramos a los muertos por la noche”.