Juan XXIII: temas centrales de su teología y espiritualidad (COMPLETO)
De: Felipe Zegarra Estas líneas pretenden mostrar la relación entre el papa Juan XXIII, que convocó el concilio Vaticano II, el evento eclesial más importante de los últimos siglos, y el propio concilio. Por momentos, la distancia temporal y las diferencias lingüísticas pueden dificultar en algo la comprensión, si los lectores no hacen un pequeño esfuerzo.
El tema es para mí vital. Fue un regalo el estar en Roma durante la segunda mitad de la primera sesión conciliar (1962) y durante las otras tres sesiones (1963-1965), cuando Juan XXIII ya se había reunido con el Padre. Por coincidencia, en la tarde del mismo día en que llegué, pasé en una Vespa por la plaza de San Pedro, precisamente cuando el Papa hacía una de sus “escapadas” habituales.
Juan XXIII fue un cristiano cabal, un real bienaventurado (“beato”, se dice habitualmente). Le preocupó permanentemente la santidad, y ella fue su meta, a la que se orienta con un dinamismo constante. Por eso mismo manifestó a la vez su confianza total en la gracia de Dios y la conciencia de su propia debilidad humana.
“El secreto de mi ministerio está en el crucifijo… Esos brazos abiertos han sido el programa de mi pontificado: me están diciendo que Cristo murió por todos, por todos. Ninguna persona queda excluida de su amor y su perdón”. Nótese bien su insistencia en la universalidad de la gratuidad de Dios. Asimismo, si bien el texto se centra en Jesús crucificado, él autor asume la consecuencia para su propia vida … y para la de todo el que quiera ser digno del nombre de cristiano.
Puede decirse del papa Roncalli que se consideraba simul iustus et peccator, como ha sido y es característico de los grandes santos:
“Ante el Señor soy pecador y polvo; vivo por la misericordia de Jesús, a la que debo todo y de la que espero todo”2. Esa compasión era manifiesta en su relación con los otros: “En el trato con el prójimo, siempre dignidad, sencillez, bondad: bondad serena y luminosa” (DA n. 289). Al despedirse de su misión en Bulgaria, lo expresó muy bellamente:
“Dondequiera que vaya, si una persona de Bulgaria pasa por mi puerta, aunque sea de noche o aunque sea pobre, encontrará la vela prendida en mi ventana. Llamad, llamad. No se os va a preguntar si sois o no católicos. El título de búlgaros es suficiente. Entrad. Dos brazos fraternales os darán la bienvenida y el corazón cálido de un amigo lo celebrará” (JM p. 36). Es la actitud que tiene cuando fue nombrado cardenal y escribe a sus hermanos y familiares, “gente humilde del verdadero pueblo cristiano”; como gracias a su impulso y al Concilio, así como a lectura latinoamericana del mismo, podemos decir con gratitud permanente de muchísimos pequeños y sencillos.
Pero esa compasión resulta también básica para entender su concepción del Concilio: “En nuestro tiempo… la esposa de Cristo prefiere usar de la medicina de la misericordia más que de la severidad. Piensa que hay que remediar a los necesitados mostrándoles la validez de su doctrina más que condenándolos”.
Juan XXIII supo poner el acento donde debe estar puesto: “Jesucristo bendito, su santa Iglesia, su evangelio, y en el evangelio sobre todo el Padre Nuestro en el espíritu y en el corazón de Jesús” (DA n. 426). “El Evangelio es la plenitud de la santidad. Nos proporciona su imagen más atractiva, como la luz moderada, la que más conviene a nuestra debilidad … El evangelio predica la adoración en espíritu y verdad, liberada de la vieja observancia, que se ha vuelto estéril, de la ley antigua: el amor a Dios, en vez del temor; la piadosa familiaridad del hijo hacia su padre, más que el respeto tembloroso del siervo a su amo; la pobreza de espíritu … la entrega de la riqueza a los pobres, la simplicidad, la virginidad de corazón, la humildad; incluso el amor a los oprobios; la alegría del sufrimiento; el perdón de las ofensas; el amor a los enemigos, el olvido de sí.,,” (JM p. 49). El evangelista Mateo encontró en él un lector atento. Sobre todo si se tiene en cuenta lo escrito como de memoria en un retiro, en 1950: “Bienaventurados los pobres, los mansos, los pacíficos, los misericordiosos, los que tienen sed de justicia, los puros de corazón, los atribulados, los perseguidos” (JM 53). Lo que se completa con notas de un retiro de 1959, cuando ya era papa, al recordar a Jesús en única invocación a imitarlo, como “manso y humilde de corazón” (Mateo II,29; JM p. 54).
Juan XXIII nos remite a Francisco de Asís cuando habla del Evangelio “sine glossan, sin interferencias (JM p. 22). “La verdad que brota del evangelio, y que debe reducirse a la práctica en la vida”, dice sin vacilaciones (JM p. 80). Y lo dice comprendiendo que “no es que haya cambiado el evangelio, es que hemos comenzado a entenderlo mejor”, como escucharon el cardenal Cicognani y monseñor Dell – Acqua, sus cercanos colaboradores.
Por eso es comprensible que se refiera al amor como el “vértice de la virtud humana y cristiana”, manifestado en la encarnación y consiguiente humanidad de Jesús, del que recuerda con libertad las palabras centrales de Mateo 25: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, pobres, abandonados, necesitados, a mí me lo hicisteis” (JM p. 142).
No cabe duda, después de lo transcrito, que a lo largo de su vida, Angelo Giuseppe Roncalli se alimentó directamente de las fuentes, de la Fuente: Jesús mismo. Pero es conveniente tratar de ver qué situaciones y actividades le facilitaron poner en práctica el seguimiento de Cristo.
El Papa nació el 25 de diciembre de 1881 en el seno de una familia campesina del norte de Italia (Sotto il Monte, Bérgamo), a la que siempre se mantuvo unido. A los once años entró al seminario y antes de los 23 fue ordenado sacerdote. Durante tres años sirvió como capellán en un hospital para heridos de la primera guerra, sobre todo tuberculosos. Hasta entonces, nada hubo de fuera de lo común.
Ecumenismo sin fronteras. Ocurre que, a los 40 años, Roncalli fue encargado para Italia de la Congregación de Propaganda Fide, el organismo vaticano que promueve el compromiso misionero de la Iglesia, y tuvo que hacer un largo viaje para cumplir esa tarea.
Probablemente, esa fue la experiencia a la que se debió que en 1925 fuese nombrado visitador apostólico en Bulgaria, país de mayoría ortodoxa, que carecía de relaciones con el Vaticano, y donde, desde 1931, fue el primer delegado apostólico. En 1934 fue trasladado a la Delegación apostólica de Grecia (con abierta mayoría ortodoxa) y en Turquía (con población predominantemente musulmana). Practicó entonces un ecumenismo más abierto, especialmente porque durante la Gran Guerra ayudó a muchísimos judíos a escapar de la Shoa. Dice discretamente la página oficial del Vaticano que “durante la Segunda Guerra Mundial mantuvo una prudente actitud de neutralidad que le permitió realizar una eficaz labor de asistencia a favor de los hebreos, salvados por millares del exterminio. Algunos afirman que fueron 300,000 judíos los que cruzaron el Bósforo hacia la tierra que hoy ocupa Israel. Más tarde, sus gestos de respeto y fraternidad hacia todos fueron múltiples. Y quedó para la posteridad una manera de tratar a los miembros de otras confesiones cristianas: “hermanos separados”, expresión que hay que reivindicar actualmente.
La política internacional. Su siguiente destino diplomático lo orientó en otra dirección: en diciembre de 1944, a los pocos meses de la libración de París, debió enfrentar el conflicto relacionado con 30 obispos considerados “colaboracionistas” con la ocupación alemana del norte y oeste de Francia; sólo tres de ellos fueron obligados a renunciar. En ese tiempo colaboró con Eleanor Roosevelt en la redacción de la Declaración Universal de Derechos Humanos (10 de diciembre de 1948), y fue el primer observador permanente del Vaticano en dos asambleas de la UNESCO (1951 y 1952). En 1953 fue creado cardenal y, a fines de ese año, patriarca o arzobispo de Venecia. Con más de 70 años, pudo fácilmente pensar que en esa zona acabaría su servicio apostólico. Sabemos que no fue así.
La visión de la historia. He dejado para ahora la actividad intelectual de Roncalli. Debió enseñar patrología e historia de la Iglesia. De hecho, escribió un voluminoso libro sobre la visita a Bérgamo de san Carlos Borromeo, nacido también -tres siglos antes- en el norte de Italia (Lugano, cerca de Milán), y otro sobre el cardenal Baronio. Su lectura de los Padres de la Iglesia y de la actuación de notables obispos, más allá de mantenerlo en contacto con los temas cristianos que lo apasionaron, le permitió entender el sentido más auténtico de la tradición de la Iglesia y le dio a la vez una visión del “largo plazo” de la historia, fundamental para la comprensión de su propia vida y tareas.
EL PAPA DEL CONCILIO
Muchos saben que, cuando fue elegido sucesor de Pío XII, a los casi 77 años, se le consideró y se le trató en ciertos ambientes clericales como “un papa de transición”. Eso hace imaginar la sorpresa que tuvieron los cardenales, reunidos en consistorio en la basílica de San Pablo fuori le mura, cuando, el 25 de enero de 1959, manifestó su decisión de convocar el concilio Vaticano II.
Pero la sorpresa no correspondía a la claridad de intenciones del Papa. Fueron evidentes en la constitución apostólica Humanae salutis, por la que convocó el Concilio el día de Navidad de 1961: “La Iglesia asiste en nuestros días a una grave crisis de la humanidad, que traerá consigo profundas mutaciones. Un orden nuevo se está gestando, y la Iglesia tiene ante sí misiones inmensas … Porque lo que se exige hoy de la Iglesia es que infunda en las venas de la humanidad actual la virtud perenne, vital y divina del evangelio” (n. 3, citado en JM p. II9); el Papa, frente a aquello que ha definido como crisis, dice: “Nos, sin embargo, preferimos poner toda nuestra confianza en el divino Salvador de la humanidad, quien no ha abandonado a los hombres por él redimidos” (n. 4, JM p. 120). Su conocido optimismo tuvo fundamentos claramente cristológicos.
No es posible ahora presentar las múltiples y discretas intervenciones de Juan XXIII en el largo tiempo de preparación del Concilio, durante los dos meses de la primera sesión, yel período que fue de diciembre de 1961 hasta el desencadenamiento de su enfermedad, a fines de mayo de 1962. Por lo demás, este año 2012, en que la Iglesia celebra los 50 años del Vaticano II, aclarará muchos aspectos aquí dejados de lado. Interesa ahora una visión muy general que completa lo expresado páginas atrás.
Como lo evidencian numerosos documentos conciliares, sobre la revelación (Dei verbum), la Iglesia (Lumen gentium) y su misión (Ad gentes) y la liturgia (Sacrosanctum concilium), el Papa quiso poner claros y comprensibles fundamentos doctrinales: “Lo que principalmente atañe al Concilio ecuménico es esto: que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz”. Pero la evangelización no fue entendida con prescindencia de lo que en documentos de sus sucesores y episcopales ha dado en llamarse “promoción humana”; así, a renglón seguido, el discurso afirma que “tal doctrina comprende al hombre entero, compuesto de alma y cuerpo”, yeso es lo que explica documentos sobre la Iglesia en el mundo actual (Gaudium et spes) y sobre la libertad religiosa de todos los seres humanos (Dignitatis humanae personae). Efectivamente, “los gozos y esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo”, dice en el inicio el documento sobre la Iglesia en el mundo actual, y agrega una frase tomada de Terencio, autor latino: “Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón” (GS 1).
MATER ET MAGISTRA
Terminada la Segunda Guerra Mundial, se inicia casi de inmediato un gran movimiento de descolonización en Asia y algo después en África. Surge la problemática del subdesarrollo. Nehru (India) y Sukarno (Indonesia), conjuntamente con los líderes de Pakistán, Birmania y Sri Lanka (entonces Ceilán), convocan a otros 25 países a una conferencia que se realizó en Indonesia del 18 al 24 de abril de 1955; asistieron 24 de los 25 invitados, entre ellos México. Poco después, y con el liderazgo de Nehru, Nasser (Egipto) y Tito (Yugoslavia), se organiza el Movimiento de Países No Alineados (No-Al), nombre escogido para señalar su independencia de los dos bloques, encabezado uno por Estados Unidos y el otro por la Unión Soviética; la primera conferencia de No-Al se realizó en Belgrado (entonces Yugoslavia) en septiembre de 1961.
Precisamente, al grave problema de la relación entre los países económicamente desarrollados y los países subdesarrollados -gentilmente conocidos como “en vías de desarrollo”- dedicó Juan XXIII su primera encíclica social, Mater et magistra, el 15 de mayo de 1961. “El problema tal vez mayor de nuestros días es el que atañe a las relaciones que deben darse entre las naciones económicamente desarrolladas y los países que aún están en vías de desarrollo económico: las primeras gozan de una vida cómoda; los segundos, en cambio, padecen durísima escasez … Dada la interdependencia progresiva que actualmente sienten los pueblos, no es ya posible que reine entre ellos una paz duradera y fecunda si las diferencias económicas y sociales entre ellos resultan excesivas” (n. 157).
En los primeros numerales, el Papa menciona expresamente la preocupación de Jesús por “las necesidades materiales de los pueblos” y de las personas (ns. 2-4), adelantándose a sus sucesores que más tarde hablarán de una misión única de evangelización y promoción humana. Recordando la oración sacerdotal (Juan 17,15), dice que “nadie debe engañarse imaginando una contradicción entre dos cosas perfectamente compatibles, esto es, la perfección personal propia y la presencia activa en el mundo, como si para alcanzar la perfección cristiana tuviera uno que apartarse necesariamente de toda actividad terrena, o como si fuera imposible dedicarse a los asuntos temporales sin comprometer la propia dignidad de hombre y de cristiano” (ns. 254-255), y poco después menciona expresamente el texto clave de Mateo 6,33: “Busquen primero el reino de Dios y su justicia y todo lo demás se les dará por añadidura”, entendiendo “justicia” como se entiende en toda la Biblia, es decir, como actuación conforme a derechos en los tribunales y en la relación cotidiana con los demás seres humanos (n. 257).
Por eso el Papa utiliza el método de la reflexión en la acción, asumiendo la propuesta de Mons. Joseph Cardijn y de la Juventud Obrera Católica, es decir, el de los tres pasos sucesivos: ver, juzgar y actuar (n. 236), siendo el juzgar realizado a la luz de los principios evangélicos. Esta forma de proceder ha marcado en la posteridad grandes documentos del magisterio universal y latinoamericano, y ha sido ratificada en la reunión del episcopado en Aparecida, en mayo del 2007.
Interesa precisar que se afirman a la vez los principios del bien común y de la agencia de todos los que participan en el camino al desarrollo:
“Las autoridades deben cuidar asiduamente, con la mira puesta en la utilidad de todo el país… con el propósito constante de que los ciudadanos de las zonas menos desarrolladas se sientan protagonistas de su propia elevación económica, social y cultural. Porque el ciudadano tiene siempre el derecho de ser el autor principal de su propio progreso” (n. 151).
En coherencia con esta preocupación internacional, el Papa, en el radiomensaje del II de septiembre de 1962, poco antes de la apertura del Vaticano II, declaró que “para los países subdesarrollados la Iglesia se presenta como es y como quiere ser, como la Iglesia de todos, y en particular como la Iglesia de los pobres”. Como es sabido, este planteamiento de fondo fue acogido años después en la teología de la liberación y en importantes documentos pontificios, como la encíclica Laborem exercens, de Juan Pablo II.
PACEM IN TERRIS
El II de abril de 1963 Juan XXIII recibió el premio Balzan por la Paz, gracias a la encíclica Mater et magistra y a su actuación durante la crisis de Cuba entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Ese mismo día apareció su última encíclica, Pacem in terris, en la que el Papa expresó su preocupación por la convivencia internacional y la paz.
Al mismo tiempo que reconoció la importancia de la Organización de las Naciones Unidas, hizo sugerencias sobre una actuación más decidida y reafirmó sus convicciones previas sobre el tema de los derechos humanos.
Desde entonces, la visión de la Iglesia católica sobre esta problemática se basa en la dignidad humana: “En toda convivencia humana bien ordenada y provechosa hay que establecer como fundamento el principio de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto” (n. 9). A ello se agrega que “a la luz de las verdades reveladas por Dios, hemos de valorar necesariamente en mayor grado aún esta dignidad, ya que los hombres han sido redimidos con la sangre de Jesucristo, hechos hijos y amigos de Dios por la gracia sobrenatural y herederos de la gloria eterna” (n. 10).
A esta fundamentación sigue una larga enumeración y explicitación de derechos (ns. II a 27) y una similarmente detallada aclaración sobre los deberes correspondientes (ns. 28 a 33). Derechos y deberes son complementarios y como tales han de ser considerados por cada persona y por los gobernantes (ns. 62-63).
La noción de bien común tiene un lugar central: “Todos los individuos y grupos intermedios tienen el deber de prestar su colaboración personal al bien común. De donde se sigue la conclusión fundamental de que todos ellos han de acomodar sus intereses a las necesidades de los demás… La razón de ser de cuantos gobiernan radica por completo en el bien común” (ns. 53-59). Este tema se conecta con el anterior: “En la época actual se considera que el bien común consiste principalmente en la defensa de los derechos y deberes de la persona humana. De aquí que la misión principal de los hombres de gobierno deba tender a dos cosas: de un lado, reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover tales derechos; de otra, facilitar a cada ciudadano el cumplimiento de sus respectivos deberes” (n. 60).
Por otro lado, el Papa hizo un esfuerzo muy grande para señalar que la convivencia entre las personas, la relación de los ciudadanos con su país, las relaciones entre las naciones y las que se dan en el pIano internacional deben guiarse por cuatro “valores” espirituales: la verdad, la justicia, el amor y la libertad (n. 35). “El orden vigente en la sociedad es todo él de naturaleza espiritual. Porque se funda en la verdad, debe practicarse según los preceptos de la justicia, exige ser vivificado y completado por el amor mutuo y, por último, respetando íntegramente la libertad, ha de ajustarse a una igualdad cada día más humana” (n. 37). Este planteamiento atraviesa el conjunto de la encíclica (véase n. 167).
Tres conceptos complementan lo hasta ahora resumido:
Cada persona y cada sociedad debe ser considerada como protagonista de su propia realización: “La dignidad de la persona humana requiere… que el hombre, en sus actividades, proceda por propia iniciativa y libremente… Cada cual ha de actuar por su propia decisión, convencimiento y responsabilidad, y no movido por la coacción o por presiones” (n. 34). Esta afirmación se hace expresa respecto a los trabajadores (n. 40), a las mujeres (n. 41) y a todos los pueblos que -se especifica- “han adquirido ya su libertad o están a punto de adquirirla” (n. 42).
Ya se han mencionado, de paso, los “grupos intermedios” (supra, n. 53) que han ido apareciendo en las diferentes naciones, movidos por el principio de la libre asociación, y que constituyen realmente el “tejido social”; vale agregar que el Papa señala que han de ser promovidos: “De la sociabilidad natural de los hombres se deriva el derecho de reunión y de asociación; el de dar a las asociaciones que creen la forma más idónea para obtener los fines propuestos; el de actuar dentro de ellas libremente y con propia responsabilidad y el de conducirlas a los resultados previstos … Es absolutamente preciso que se funden muchas asociaciones u organismos intermedios, capaces de alcanzar los fines que los particulares por sí solos no pueden obtener eficazmente” (ns. 23-24).
Y, en tercer lugar, el planteamiento de una “autoridad pública general” (n. 137), que hace poco fue relanzado por Benedicto XVI en la encíclica Caritas in veritate (ns. 57 y 67) y más recientemente, el 24 de octubre del 20II, por el Pontificio Consejo Justicia y Paz. Escribió en 1962 el papa Roncalli: “Esta autoridad general, cuyo poder debe alcanzar vigencia en el mundo entero y poseer medios idóneos para conducir al bien común universal, ha de establecerse con el consentimiento de todas las naciones y no imponerse por la fuerza… Es menester que sea imparcial para todos, ajena por completo a los partidismos y dirigida al bien común de todos los pueblos” (n. 138).
Me he extendido más de lo esperado. Espero que pueda comprenderse mejor que santidad y bienaventuranza, preocupación por la Iglesia y hondo sentido de la realidad política no se oponen, sino que, en casos como el de Juan XXIII, van de la mano.