Adviento 2011. La sala de espera de Dios
Los más jóvenes no se acuerdan de lo que era escribir una carta que tardaría días en llegar. La velocidad es un imperativo contemporáneo. Alta velocidad para los transportes, ancho de banda para las telecomunicaciones, programación a la carta para los televidentes, inmediatez para los encuentros. Hoy en día causa furor el WhatsApp, una forma de comunicación instantánea que hace que las personas puedan estar intercambiando mensajes en cualquier momento con sus amigos, familiares y conocidos a través de móviles y otros dispositivos portátiles. Parece que la inmediatez es una batalla ganada.
Sin embargo, querámoslo o no, la espera sigue siendo parte de la vida. Porque somos humanos, y por esto mismo capaces de desear y de imaginar. Una combinación poderosa, esta de imaginación y deseo. El deseo nos empuja, nos ilumina, nos hace buscar. Deseamos de muchas maneras, y nuestro anhelo tiene muchos objetivos, materiales o inmateriales, efímeros o duraderos, personales o impersonales…
Como además tenemos imaginación, anticipamos lo que podría ocurrir si esos deseos se cumplen. Y si lo vemos posible, aunque sea difícil, la espera se convierte en esperanza. El reverso de esto es el miedo, cuando tememos lo que puede ocurrir; y lejos de desearlo, quisiéramos evitarlo.
Aunque nos vayamos desacostumbrando a esperar, por aquello de la inmediatez, la espera nunca desaparecerá de nuestras vidas (afortunadamente). Porque en nuestro horizonte está el futuro. Y el futuro es el tiempo de las promesas, de las posibilidades, de los deseos que aún no han tomado cuerpo. Aunque no toda espera es tan sublime, bucólica o esencial. En realidad, la espera empieza en el momento que algo no ocurre ya mismo. Esperamos en la cola de un supermercado para pagar; o en clase, desmoralizados por la lentitud con que transcurren los minutos.
Esperas que merecen la pena
Hay algunas esperas que son desesperantes, un verdadero incordio. Podríamos perfectamente prescindir de ellas. No nos aportan nada. Como mucho, nos ayudan a ejercitar la paciencia. Pero hay otras que son bonitas. ¿Qué sería de la vida sin la capacidad de anticipar? Pongamos el ejemplo del amor.
Es verdad que hay quien prefiere vivir las relaciones –también el afecto– en versión exprés, con poca inversión vital y poco desgaste. Pero quien alguna vez ha estado enamorado, sabe que, si te corresponden, la relación se vive en el tiempo en que la pareja está junta, pero también en el tiempo en que, separados, se esperan, se anticipan, se imaginan. Y así, los abrazos reales heredan otros muchos que se han soñado antes.
Una cita se vive cuarenta veces en la cabeza, hasta que se materializa. Uno anticipa las palabras que va a decir, idea situaciones, dedica, quizás, horas a preparar alguna sorpresa, algún regalo. Sí, caramba, el amor sin espera pierde romanticismo.
¿Quién espera a Dios?
Y en medio de todo esto, ¿quién espera a Dios? Porque de eso va la espera del Adviento. Son tantas las promesas efímeras, brillantes, cotidianas y quizás comprensibles que estos días nos asaltan, que no tenemos mucho tiempo para dedicarle a otra promesa, la de Dios-con-nosotros.
Esperar a Dios no es algo fácil. Porque, ¿de qué se trata? ¿Es esperar los momentos de celebración? ¿La Misa del Gallo, el belén de mi parroquia, los villancicos cargados de evocaciones infantiles, los relatos sobre el nacimiento de un niño en un portal, historias que podríamos repetir con los ojos cerrados?
¿O acaso debemos esperar algo más personal, único, espiritual…? ¿Va Dios a venir otra vez? ¿Acaso tenemos que echarnos a la calle para indagar en los pesebres de nuestro mundo, a ver si en alguno de ellos reconocemos al Dios niño? ¡Qué lío!, ¿no?
Esperar a Dios empieza por entender que Dios, el que es Palabra –una Palabra que se hace carne, como recordamos en la liturgia de la Navidad– tiene algo que decirnos. Ese es un buen recordatorio. Para todos. No creo que haya nadie que lo tenga todo claro sobre Dios. Bueno, en realidad, no creo que nadie lo tenga todo claro en general: ni sobre Dios, ni sobre los otros, ni sobre uno mismo.
Y respecto a la fe, nadie que haya integrado perfectamente su mensaje, su palabra, su proyecto, su lógica. Nadie que deba sentarse, ufano, pretendiendo que lo tiene todo claro. Es verdad que hay muchas personas que, de algún modo, terminan actuando así, por el lado de la fe (gente que hace años que dejó de percibir novedad en el Evangelio, instalados en unas creencias algo atrofiadas), y por el lado del ateísmo (instalados en una increencia práctica o teórica que no admite fisuras).
Pero lo sorprendente de Dios y su Evangelio es que constantemente nos desinstala, nos pone ante encrucijadas nuevas, y hace que la propia vida se ilumine de forma distinta. En ocasiones esa novedad es exigencia, o reto, o un toque de atención sobre algo que necesita reforma en nuestra vida. En otras ocasiones, es una palabra de amor que necesitábamos escuchar, o luz sobre una manera de ver el mundo. Y en otras ocasiones tiene que ver con que descubrimos algo distinto en Dios. El que toda la vida cree en Dios como creía a los cinco años tiene un problema.