Transcurridos veinte años, los espíritus inocentes del 4 de junio todavía no descansan en paz y yo me he visto arrastrado a la vía de la disidencia por mi identificación apasionada con el 4 de julio. Tras abandonar la prisión de Qincheng en 1991, perdí mi derecho a hablar con franqueza en mi propio país y sólo he podido expresarme así en medios de comunicación del extranjero y, por lo tanto, he estado sujeto a un estricto control durante años; me han tenido bajo vigilancia (desde mayo de 1995 a enero de 1996); me han sometido a reeducación mediante trabajos forzados (de octubre de 1996 a octubre de 1999) y ahora, una vez más, los enemigos del régimen me han vuelto a sentar en el banquillo de los acusados.
El odio actúa como un corrosivo para la sabiduría y la conciencia de una persona; la animosidad como actitud mental es capaz de envenenar el espíritu de una nación, de instigar enfrentamientos brutales a vida o muerte, de destruir la tolerancia y la humanidad de una sociedad y de paralizar la marcha de una nación hacia la libertad y la democracia. En consecuencia, espero ser capaz de trascender mis vicisitudes personales para comprender el desarrollo del estado y los cambios de la sociedad, para hacer frente a la hostilidad del régimen con la mejor de las intenciones y para desactivar el odio con amor.