Las costumbres que inducen al ciudadano hacia la virtud suelen estar ausentes. Ello es natural en una sociedad administrada por el gran capital, manifestada en poderes fácticos que actúan en la política como grupos de presión y que a través de la publicidad buscan orientar el consumo, imponer una ideología y un determinado estilo de vida. Pero hay que tener presente que ese modelo ya no alcanza para abarcar todo el poder real, porque este está fragmentado y repartido en las sociedades modernas.
Pertinente entonces recordar que Montesquieu señalaba que las leyes son siempre vacilantes en tanto no se apoyan en las costumbres, que son el único poder resistente y duradero del pueblo. Costumbres entendidas en el sentido de espíritu general que incluyen normas no escritas pero vigentes y vinculantes en una sociedad, y que son siempre el verdadero soporte de las Constituciones políticas. Así, pues, si la población de una república sólo se exigiera a sí misma el respeto de las leyes, es probable que perecería en poco tiempo; porque no cabe duda que el verdadero poder entre los hombres se encuentra en el concurso público de sus voluntades.
De allí la importancia de referirnos a las llamadas «buenas costumbres», que actúan de palanca sobre el individuo y lo levantan hasta las instituciones de la eticidad donde recién bienes y valores que le dan sentido para su autorrealización, lo que sin duda fortalece la democracia y evita que caiga en la anarquía.
El ciudadano virtuoso debe aspirar a participar en el espacio público y adentrarse en el reino de la moralidad, donde reúne las condiciones para cultivar la virtud, pues así sabe anteponer el interés general sobre el privado. La ejemplaridad pública de base igualitaria se opone al presupuesto que reserva el monopolio del manejo de lo público a una élite de políticos profesionales y a determinadas celebridades, los cuales son considerados «personas públicas» por ocupar un lugar en el espacio público o disfrutar de alguna notoriedad en los medios de comunicación social. La virtud como ejemplo es una cualidad genérica de la persona que comprende lo público y lo privado de su vida y tiene gran impacto movilizador.
El amor a la patria se generaliza como costumbre social cuando ésta se sostiene en el ejemplo de personas que pueden inspirarlas y mantenerlas. El gobernante honesto, además de sabio y magnánimo, debe exhibir una regularidad, una rectitud básica; en suma, una ejemplaridad, conciliando los ánimos de su pueblo e induciéndolos a cooperar.■
Extracto del artículo «El Perú de García Pérez: Ausencia de virtud y creciente número de conductas públicas y privadas con mal olor», de ©BALDO KRESALJA ROSELLO, ex Ministro de Justicia. Publicado en Le Monde Diplomatique, edición Agosto 2010.