Varias son las causas que originan tan abrumadoramente mayoritaria disconformidad de la ciudadanía. La morosidad o, para decirlo mejor, la lentitud con la que se atiende los requerimientos del servicio, sumada a la innecesaria complejidad de los mecanismos aplicados, pasando por las corruptelas institucionales en los diferentes estamentos que participan, hasta la imprevisibilidad en los resultados de los derechos exigidos, constituyen, probablemente, las más importantes razones que explican el fenómeno. Claro que hay otras que, sumadas, destacan la gravedad de la problemática.
Es verdad, sin embargo, que los limitados recursos presupuestales, aunados a las condiciones materiales francamente inapropiadas, no obstante los esfuerzos ejecutados, atentan contra una solución integral con cierto grado de eficiencia. Mientras tanto, la exigencia ciudadana aumenta conforme crece la población, de manera que como todo servicio público no preparado para atender los crecientes requerimientos, el sistema de justicia siempre transita en el peligroso lindero del colapso.
Durante los últimos treinta (30) años, el Poder Judicial en el Perú se ha encontrado en permanente reforma. Lo cual convierte a la reforma en una situación normal, y no extraordinaria, como debiera ser todo intento serio de cambio. En efecto, desde el régimen militar de los años setenta, pasando por la instauración del segundo gobierno del Presidente Belaúnde y el primer período de Alan García, hasta llegar a los infaustos momentos de fujimontesinismo, el sistema de justicia vivió en permanente cambio, sin que eso signifique necesariamente reconocida mejoría.
Y es que, en efecto, el poder político siempre ha logrado, por la vía de la administración presupuestal y el simple copamiento, influir en los destinos del Poder Judicial y marcar su conducta. Y ese fenómeno, que no es fácil encubrir, es captado por la ciudadanía.
De allí que, en múltiples ocasiones, se ha constatado la grosera intervención política en casos judicializados, los cuales, al recibir importante cobertura mediática y no pocas críticas ácidas, son transmitidos a la población como una clara muestra de la restringida autonomía de los operadores de justicia.
En vez de acercarse al pueblo, la justicia en el país se aleja de él. Es verdad, sin embargo, que han existido –y actualmente hay también– notables esfuerzos por cambiar las cosas. Las limitaciones de recursos materiales, logísticos y de infraestructura, sumados a severas restricciones en la capacitación y eficiencia de los recursos humanos, han complotado contra ese objetivo. Casi hasta volverlo lejano.
De tanto estar en reforma, el Poder Judicial ha dejado de reformarse. Alguien decía –con razón– que el grado de civilización de un pueblo se medía por el buen funcionamiento de su sistema judicial. El Perú, lamentablemente, no puede exhibirse como ejemplo en ese sentido.
Que nuestras cárceles estén sobresaturadas de presos que no han sido sentenciados, o sea, de ciudadanos a los cuales no se les ha probado su culpabilidad, o que en ellas todavía sigan detenidos quienes han sido absueltos –por descuidos procesales o trabas administrativas– o que por cualquier motivo irrelevante jurídicamente, se encause penalmente a alguien, con riesgo de su propia libertad peatonal, constituyen, sin duda, motivos más que suficientes para que la gente mire al sistema de justicia con cierto recelo y no menos desconfianza.
Y esto para no hacer referencia a derechos fundamentales de las personas. Buena cantidad de peruanos tiene entre sus familiares o amigos a un jubilado al cual el Estado simplemente no le reconoce su tiempo de servicios o su pensión, lo cual origina un reclamo judicial de incomprensible demora; o conoce a una madre gestante, quien súbitamente abandonada por su esposo o conviviente, tiene que iniciar el heroico camino de demandar una pensión de alimentos, que no llega a tiempo o –más grave aún– que no se ordena judicialmente; así como quién no sabe de un trabajador despedido o al cual no se la paga su remuneración, que en su demanda judicial, antes que pronta atención, encuentra dilación, desidia o mero desinterés.
Y así como estos casos individuales, personales, hay otros múltiples también, que incluyen derechos ciudadanos colectivos, de organizaciones y entidades sociales, que igualmente reclaman derechos, no siempre reconocidos por el sistema de justicia.
La literatura en el mundo está plagada de desgarradores casos de injusticia. Y eso no es otra cosa que simple expresión de la realidad. Si muchos peruanos son portadores de genuinos dramas humanos, que involucran derechos fundamentales insatisfechos, los cuales tan luego son requeridos ante el Poder Judicial, éste no los atiende con la celeridad, eficacia y responsabilidad equivalentes a su importancia, no es difícil terminar en los altos porcentajes de cuestionamiento del sistema.
Kafka escribió ese notable libro: «El proceso», que no es otra cosa que el fiel retrato del sistema judicial que ha creado el ser humano. No se trata del Poder Judicial del Perú. Se trata del sistema judicial de la especie humana: la demanda, el trámite, el juez, el abogado, el lenguaje, todo lo que se ha creado alrededor de la administración de la justicia. Kafka, por eso, con esta obra, ha inmortalizado «el proceso kafkiano», que no es más que el eterno e inacabado discurrir de las gentes, en los laberintos de las leyes, códigos e incisos, capaces todos, de terminar con nuestras vidas, y de volver a empezar, y así sucesiva y permanentemente con cada ser humano sobre la tierra.■
* Tomado del artículo «Cuestionando la justicia», de FERNANDO DE LA FLOR A., publicado en Le Monde Diplomatique / Diciembre 2008