Siete verbos -elementales- de acceso a la Eucaristía
En realidad, más que de “acceso”, habría que hablar de “circularidad” porque tratar de vivir esos verbos nos adentra en la Eucaristía, aunque es el misterio que allí celebramos lo que de verdad nos reenvía a vivirlos en nuestra existencia cotidiana. Les llamo verbos o acciones “elementales” en la misma perspectiva de estas preguntas, que también lo son: “¿Cómo se puede explicar el hecho – dice J. M. Castillo- de que una persona se pase gran parte de su vida comulgando a diario y, después de muchos años recibiendo cada día a Jesús en la Eucaristía, resulte que tiene los mismos defectos que al principio o, incluso, que tenga defectos y faltas más importantes que cuando empezó a comulgar? ¿Cómo se puede explicar que tanta gracia, acumulada durante tantos años, no se note, al menos de alguna manera, en la vida concreta de esa persona?” “¿Cómo es posible – se pregunta A. Paoli- que en países de mayoría católica mucha gente piadosa que frecuenta la Iglesia, que todos los días recibe la Eucaristía y que habla de Cristo y adora a Cristo, viva indiferente ante la injusticia y la desigualdad y, más aún, contribuya con sus opciones políticas y económicas a mantener cada vez más la desigualdad y la injusticia?”
No me considero capaz de contestar a la radicalidad de esas preguntas. Solamente pretendo provocar una reflexión que, al menos, nos pueda ayudar a planteárnoslas con un poco más de honradez.
TENER HAMBRE
Para comer lo primero que uno necesita es tener hambre. Esta realidad, estremecedora en dos tercios de nuestro mundo y que tendría que quitarnos el sueño al tercio restante, tiene mucho que ver con un cierto “estado de vigilia” que mantiene despierto el deseo.
De entre todas las estrategias pastorales de las que echamos mano a la hora de motivar a la gente para que participe en la Eucaristía (y de motivarnos nosotros, que buena falta nos hace), quizá esta de invitar a contactar con la autenticidad del deseo es de las más olvidadas. Y, sin embargo, es la que toca la zona más honda de nuestro ser.
Experimentamos hambre cuando estamos en marcha hacia algún “Horeb”, cuando nos desgasta el trabajo por el Reino, la preocupación por los otros, la lucha por un mundo más humano y por abrir caminos al Evangelio; pero el andar pendientes del “que si subo-que si bajo”, agarrados a la barra del caballo del carrusel que gira en torno a nosotros mismos, nos anestesia peligrosamente y paraliza la urgencia de acudir a ese Pan que sostiene nuestras fuerzas.
“Sin Eucaristía no podríamos vivir”, dicen que decían los primeros cristianos, ballesteros determinados a dar en el blanco, convencidos de necesitar un alimento de vida que viniera de fuera de ellos mismos y revelando una actitud que está en las antípodas de la autosuficiencia y de la dispersión. Y nosotros, ¿nos atreveríamos a decir con sinceridad que no podríamos vivir sin Eucaristía, o esta es para nosotros una especie de “plus piadoso”, un complemento alimenticio que no nos dejaría hambrientos si prescindiéramos de él?
COMPARTIR LA MESA
Compartir la mesa es el gran símbolo de la capacidad de convivencia, de la reconciliación y la inclusión y, desde el Antiguo Testamento, los banquetes son la mejor metáfora de lo que Dios prepara a su pueblo.
El gesto de Jesús de compartir la mesa con gente marginal no era un acto eucarístico en el sentido estricto del término, pero prefiguraba y preparaba la Eucaristía como culminación de algo que se había ido gestando y expresando en aquellas comidas en las que los últimos eran acogidos y tenían un lugar preferente.
La primera comunidad recordaba este gesto, profundamente subversivo, precisamente porque incluía a judíos y no judíos, a libres y esclavos, a mujeres y hombres, a pobres y ricos. “Partir el pan expresaba y creaba la fraternidad porque suprimía las barreras discriminatorias”.
RECORDAR
“Partir el pan” es mucho más que un gesto ritual, es una forma de comer que expresa una forma de vivir. Hacemos memoria de Jesús para seguir haciendo lo que él hizo: “partirse la vida”, “vaciarse hasta la muerte”, según la expresión del cuarto canto del Siervo (Is 53, 12). De esa memoria nace nuestra fraternidad y solo se “reconoce a Jesús al partir el Pan” cuando el estilo de vida que él expresó en su entrega se hace presente, aunque sea germinalmente, en los que pretendemos seguirle
ENTREGAR
Es este un verbo que resulta extraño a nuestra cultura, pues en ella se conjugan precisamente los contrarios: apropiarse, guardar, retener, acumular, poseer. Acostumbrados a la lógica del cálculo, de la medida y la cautela, no nos es fácil entrar en la lógica de la Eucaristía en la que celebramos el máximo derroche, el total despilfarro.
Gracias al relato de la Cena, sabemos (podemos “conocer internamente”, diría Ignacio de Loyola), lo que había en el interior de Jesús ante su muerte. Sin la Eucaristía, sería posible pensar que murió por una especie de “lógica de la necesidad”, porque no podía ser de otro modo. Sabemos que no fue así: la noche en que iba a ser entregado, cuando su vida estaba en peligro pero aún no estaba detenido y todavía estaba abierta la ocasión de escapar de una muerte que le pisaba los talones, él hizo el gesto de ponerse entero en el pan que repartió e hizo pasar la copa con el vino de una vida que iba a derramarse hasta la última gota. Y aquel gesto y aquellas palabras, recordadas en cada Eucaristía, nos permiten adentrarnos en el misterio de una voluntad de entrega que se anticipa a la pérdida: nadie puede arrebatarle la vida, es él quien la entrega voluntariamente
ANTICIPAR
Algo difícil de encajar para los primeros cristianos fue el retraso de la llegada del Señor y del Reino. Detrás de muchas imágenes de las parábolas que llamamos escatológicas se esconde el intento de descifrar una realidad desconcertante: por eso hablan de “noche”, de “ausencia”, de “retraso”. Por eso su fe necesitó, como la nuestra, dirigir su mirada a “las cosas últimas”, escucharlas, simbolizarlas, imaginarlas, convertirlas en palabras pronunciables. A esa necesidad profunda de “anticipar”, de pregustar ya, aquí, algo de lo que será definitivo, responde “literariamente” el Apocalipsis y, “sacramentalmente”, la celebración eucarística.
Vivir la Eucaristía como anticipación utópica, como “maqueta”del mundo que el Padre quiere, nos hace volver a lo cotidiano más capaces de perdonar y de ser perdonados, más decididos a trabajar por ensanchar espacios en los que cada hombre y cada mujer encuentren su lugar en torno a la mesa común, más dispuestos a ser pan compartido y presencia real del amor de Dios para los últimos.
“TRAGARSE” A JESÚS
Por más que lo he intentado, no he conseguido encontrar otro verbo menos áspero que este, que al menos tiene la ventaja de ser familiar en nuestro vocabulario: “No trago a tal persona”, “ese disgusto aún no me lo he tragado…”, “todavía lo tengo aquí” (y señalamos la garganta). Nos es fácil sacar la lengua o poner la mano para comulgar y tragarnos el Pan y, luego, volver a nuestro sitio con recogimiento y dar gracias lo mejor que podemos.
Pero de vez en cuando tendríamos que cambiar la expresión “comulgar” por la de “tragarnos a Jesús” para caer un poco más en la cuenta de lo que significaría “tragarnos” su mentalidad sus preferencias, sus opciones, su estilo de vida, su extraña manera de vivir, de pensar y de actuar.
BENDECIR
Es el verbo central de la Eucaristía y la médula de nuestra vida. La palabra griega eucharistía, acción de gracias, tuvo más fortuna en el Nuevo Testamento que eulogia, alabanza, la otra palabra con que la Biblia griega traduce la berakah hebrea, (bendición). Y, cuando decimos “Eucaristía”, estamos recogiendo toda la herencia de bendición, de alabanza y de agradecimiento desbordante que recorre todo el Antiguo Testamento.
La bendición es el término que condensa la riqueza y la originalidad de la tradición en que aprendió a orar Jesús.
La Eucaristía nos invita a comulgar con su bendición, su gozo se nos ofrece como un pan que se parte: “Al que venga, le daré un maná escondido…” (Ap 2, 17). “Estoy a la puerta y llamo: si alguien escucha mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20).
Quizá solo seamos capaces de esos gestos elementales: poner la mesa, estar despiertos, quedarnos en silencio, vigilar, reconocer una voz, abrir la puerta, acoger agradecidos ese maná escondido
Imagen: Ilustración de la Revista Mensaje.