Thomas Merton. Divino Descontento

8:00 p m| 11 dic 15 (VIDA NUEVA/BV).- Este año Thomas Merton hubiera cumplido 100 años. Hasta su accidental y prematura muerte en 1968, este monje trapense, prolífico escritor y decidido activista por la paz y los derechos humanos, hizo de su vida un descubrimiento progresivo de Dios, una historia de fe vivida desde una visión contemplativa. Todo ello, especialmente su capacidad para relatar esta experiencia creyente, le ha convertido en uno de los maestros espirituales más influyentes de nuestro tiempo, cuya voz no solo es hoy vigente, sino urgente para testimoniar la fuerza transformadora del amor. Especial publicado en la Revista Nueva. Texto de Francisco De Pascual Rubio, monje de la Orden de la Trapa, como Thomas Merton.

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Nuestro auténtico camino en la vida es interior; es una cuestión de crecimiento, de profundización, y de una cada vez mayor entrega a la acción creadora del amor y de la gracia en nuestros corazones. Nunca fue tan necesario como ahora el responder a esa acción.

(Carta circular a los amigos, septiembre de 1968).

Las preguntas que muchos nos hacemos son: ¿Qué hubiera hecho y escrito si, al menos, hubiera vivido unos años más; si no hasta 100, por lo menos hasta 80 o 90, como es normal hoy? ¿Cuántos volúmenes más de cartas tendríamos, además de los seis ya editados? ¿Hubieran llegado sus obras a más de 100, superando así las 70 de que disponemos? ¿Hubiera aprovechado el movimiento conciliar para, finalmente, salir de su abadía de Getsemaní y “fundar” una nueva comunidad puramente contemplativa experimental? ¿Hubiera sido, con el tiempo, un líder indiscutible de un monacato abierto y en diálogo con las corrientes espirituales de oriente, un ecumenista de fina sensibilidad para descubrir los valores de todas las religiones? Y, en fin, ¿hubiera sido un profeta, no de anuncios sobre el futuro, sino de orientación religiosa y humanística del presente? Pero la realidad es que el 10 de diciembre de 1968, a la edad de 53 años, muere en Bangkok, a miles de kilómetros de su abadía, y es repatriado en un avión militar con los cadáveres de americanos muertos en Vietnam, una guerra que él había denunciado y denostado. Al salir de la ducha, tocó un ventilador en mal estado y murió electrocutado.

Había ido a Bangkok para una reunión internacional de monjes asiáticos. Un periplo que preparó con ilusión y que describe admirablemente en su libro póstumo Diario de Asia. Cuando el cuerpo de Merton llegó a Getsemaní, lo acompañaba una declaración de los objetos personales valorados en dólares: i) un reloj Timex ($10); ii) un par de gafas oscuras con montura de concha (nada); iii) un breviario cisterciense encuadernado en piel (nada); iv) un rosario roto (nada); v) un icono pequeño con la Virgen y el niño (nada).

Tras la noticia de su muerte, se recordaron –como es lógico– las últimas palabras de Merton. Después de la conferencia de la mañana, el P. De Grunne le dijo a Merton que una monja de la audiencia estaba molesta con él porque no había dicho nada sobre convertir a la gente. “Lo que se nos pide que hagamos en el momento actual –respondió Merton– no es tanto hablar de Cristo, como dejar que Él viva en nosotros, para que la gente pueda encontrarle sintiendo cómo vive en nosotros”. El ícono que Merton llevaba con él contenía sus propias últimas palabras. Silencioso, por un lado, y en forma de texto en las manos de Merton, por el otro:

“Si deseamos agradar al verdadero Dios y ser amigos de la más dichosa de las amistades, dejemos que nuestro espíritu se presente desnudo ante Dios. No dejemos que entre en él nada del mundo presente, ni arte, ni pensamiento, ni razonamiento, ni autojustificación, aunque poseyéramos toda la sabiduría de este mundo”.


Diarios y más diarios

Thomas Merton estableció que, transcurridos 25 años de su muerte, se podrían publicar sus diarios completos, siete volúmenes en la edición inglesa. De estos siete volúmenes se hizo una edición resumida: The Intimate Merton. His Life from His Journals, que podemos leer en español como Diarios 1939-1968.

Merton fue educado desde su infancia para escribir, y escribir precisamente un diario. Hasta su madre escribió su propio diario sobre Tom para enviárselo a la abuela del niño. Bajo la mirada implacable de la madre, aprendió a leer y escribir, llegando incluso a quejarse de tan dura disciplina:

“Mi madre era norteamericana. He visto un retrato suyo que representa una diminuta persona algo ligera, delgada y sobria, con un rostro serio, algo ansioso y muy sensitivo. Y esto corresponde a mi recuerdo de ella –inquieta, escrupulosa, vivaz, preocupada por mí, su hijo…–. He visto un diario que mi madre escribía, durante mi infancia y primera niñez, y refleja asombro ante el desarrollo obstinado y al parecer espontáneo de aspectos completamente imprevisibles en mi carácter, cosas con las que nunca ella había contado… las iglesias y la religión formal eran cosas a las que mi madre no daba demasiada importancia en la educación de un hijo moderno, y mi creencia es que ella pensaba que, si yo era abandonado a mí mismo, llegaría a ser una especie de deísta simpático y tranquilo y nunca sería pervertido por la superstición… una noche fui mandado a la cama temprano por deletrear obstinadamente ‘que’ sin la u intermedia. Recuerdo que consideré esto como una injusticia. ¿Qué piensan acaso que soy? Después de todo, no tengo más que cinco años”.

A los cinco años Merton sabía leer y escribir, y se inventó un amigo imaginario para contarle sus cuitas. Si no fue un escritor precoz, sí demuestra en sus posteriores diarios que era sensitivo, observador, introspectivo y muy crítico con lo que le agradaba o lo que le molestaba, en sí y en los otros. Dos son los grandes diarios que le dieron fama: “La montaña de los siete círculos” y “El signo de Jonás”. La primera obra fue un superventas y la segunda le mereció un puesto destacado entre los monjes que escribieron sobre la vida en un monasterio. Tanto Teresa de Jesús como Thomas Merton recibieron el don de la escritura y la capacidad de relatar y manifestar sus experiencias. Es también cierto que, a lo largo de su vida, los cultivaron con pasión y disfrutaron haciéndolo, hasta que se trasformaron en ellos en una vocación más, dentro de la primera y original de entregarse a Dios. En la tradición cristiana, como en otras religiones, hay más místicos de los que conocemos por sus escritos.

Pero hay místicos que, además de serlo por su extraordinaria vida interior, tuvieron la habilidad de expresarlo y relatarlo y, debido a su mayor o menor genialidad, son más o menos conocidos. En el caso de la monja carmelita y del monje cisterciense nos encontramos ante dos escritores extraordinarios, cuya maestría en el escribir y relatar va unida a un proceso vital y personal que les acompaña siempre, hasta transformarse en algo espontáneo y hasta necesario para ellos.

La conversión de Thomas Merton, contada en “La montaña de los siete círculos”, es un descubrimiento de la fe; su vida es una historia de fe vivida; y sus escritos son una exploración de la realidad de la fe y su significado en el siglo XX. Su idea de fe está basada en su experiencia e interpretación de la contemplación: es una visión contemplativa de la fe. Thomas Merton es un escritor nato, que va descubriendo a Dios poco a poco en su vida; en realidad, casi cuando llega a la madurez. Testifica con fuerza y nitidez la presencia de Dios en su vida. Afirmar esta presencia amorosa es la razón suprema de sus libros. Escribe para informar al lector –creyente o no– de que Dios se ha hecho inequívocamente presente en sus vidas.

En una meditación del Miércoles de ceniza, escrita en 1958, Merton afirma que el Dios del Miércoles de ceniza es “como un tranquilo mar de misericordia”. Dios se nos muestra en todas partes como lleno de misericordia (multum misericors). Era un hombre que se sabía pecador. Pero nunca vio su vida –como han sugerido algunos– como una vida de penitencia por sus pecados. Se sentía gozoso en la conciencia que tenía de que su vida era el fruto de la misericordia divina. Al final de “El signo de Jonás”, se oye la voz de Dios en el paraíso:

Siempre he cubierto a Jonás con mi sombra de misericordia y no conozco la crueldad. ¿Te has fijado en mí, Jonás, hijo mío? ¡Misericordia en la misericordia, dentro de la misericordia!

(El signo de Jonás, 362)

Merton siguió escribiendo diarios a lo largo de su vida: “Diario de Alaska”, “Diario secular”, “Diario de un ermitaño”, “Diario de Asia”… Escribe siempre con pasión, como apasionada fue toda su vida. Lo que sí es cierto es que no deja resquicio alguno de su personalidad sin analizar y describir, lo cual ha dado pie a escritores y comentaristas de su vida y obra a “entrar a saco” en todos los recovecos de su personalidad. Son los inconvenientes de ser un autor reconocido y muy leído, como demuestran las numerosas publicaciones aparecidas sobre él en estos últimos años, a cada cual más incisiva, más extensiva a los despliegues del monje trapense como persona y escritor.

También fue un gran lector de los diarios de otros y, así, pasaron bajo sus ojos los de varios autores importantes. Los 12 diaristas que –nos consta– fueron leídos por Merton con cierto detenimiento a lo largo de un período que abarca 25 años, y ordenados cronológicamente según la secuencia de años en que los fue leyendo Merton, son estos: Leon Bloy, Paul Claudel, Pieter van der Meer de Walcheren, Rainer Maria Rilke, Henry Thoreau, Julien Green, Charles de Foucauld, Søren Kierkegaard, Raïsa Maritain, Jacques Maritain, Albert Camus y Matsúo Basho.


Un escritor en un monasterio trapense

Cuando Merton ingresa en la abadía de Getsemaní, el 10 de diciembre de 1941, es un joven y brillante profesor universitario que se presenta a las puertas del monasterio trapense lleno de ilusiones. Lleva un pequeño maletín y tiene cierta conciencia de lo que había en él; pero nunca supondría en ese momento lo que el escritor que iba dentro dando botes y deseando salir le iba a complicar la vida. Pero hay algo que los monjes sabemos muy bien, al cabo de los años: que “lo importante no son los motivos por los que se ingresa en el monasterio, sino aquellos por los que se persevera en él”.

En su maletín van también otras cosas. Había nacido en Prades (Francia), en 1915. Sus padres son Owen Merton y Ruth Jenkins. Owen era un artista neozelandés y Ruth una artista norteamericana. Al año siguiente, vuelven todos a los Estados Unidos y viven en Douglaston, Long Island, con los padres de Ruth, Samuel y Martha Jenkins. El 2 de noviembre nace John Paul, hermano de Tom. En 1919, Ruth muere de cáncer. Tom no puede despedirse de su madre y recibe una carta de ella. Owen se lleva a Tom a las Bermudas. En 1923, Tom vuelve a casa de sus abuelos en Douglaston, mientras Owen, con Evelyn y Cyril Scott, realiza un viaje a Argelia para pintar.

En 1925, owen expone con éxito en las Leicester Galleries en Londres; vuelve a EE.UU. y, el 25 de agosto, juntamente con Tom, se embarca para Francia y se instalan en el pueblecito de Saint-antonin-noble-Val. En 1926, Tom ingresa en el instituto de Montauban, en Francia. Dos años después, Owen se lleva a Tom a Inglaterra, donde viven con la tía Maud Pearce y su marido Ben. Tom asiste a la Ripley Court School. En 1929, Tom ingresa en Oakham School, en Midlands. Dos años después, tras una prolongada enfermedad, Owen muere de un tumor cerebral. Tom es un adolescente, refleja esta experiencia en sus escritos y se siente terriblemente solo. En 1933, habiendo finalizado con éxito sus estudios en Oakham, Tom se dirige a Italia al día siguiente de cumplir 18 años.

Regresa a EE.UU. para pasar el verano y, en octubre, vuelve de nuevo a Inglaterra para comenzar sus estuDios universitarios en el Clare College, Cambridge University. Ese año es desastroso para él, espiritual, moral y académicamente. En mayo de 1934, deja Cambridge poco menos que despedido y vuelve a Londres en noviembre para recoger los papeles necesarios para solicitar la residencia permanente en los EE.UU. Lo que lleva consigo es una infancia infeliz, una adolescencia marcada brutalmente por la orfandad y una juventud dislocada y, finalmente, catastrófica emocional y académicamente.

Ya en los EE.UU. en 1935, Thomas Merton ingresa en la Columbia University en enero. El 31 de enero llega su vigésimo cumpleaños. Queda profundamente impresionado por un curso sobre Literaura impartido por Mark van Doren. En el verano, su hermano John Paul y Tom pasan juntos una temporada. En otoño, John Paul ingresa en Cornell y Tom vuelve a Columbia. En 1936, Merton se convierte en editor del anuario del colegio y en editor artístico de la revista de la universidad: Jester. Merton lee mucho, y queda muy afectado por el libro de Étienne Gilson, El espíritu de la filosofía medieval. Se gradúa en Columbia y comienza a trabajar como M.a. Un día se encamina a la iglesia del Corpus Christi para recibir instrucción católica, debido a los consejos de sus buenos amigos, y el 16 de noviembre de 1938 es bautizado.

En febrero de 1939, Merton recibe su grado de M.a. en inglés (con una tesis sobre William Blake). Se instala en Greenwich Village, 35 Perry street. Pasa el verano en Olean, New York, en la casa de montaña de Robert Lax, cuñado de Benji Marcus, juntamente con Edward Rice y Bob Lax. Se dedican a escribir novelas. En octubre, bajo el consejo de Dan Walsh, solicita el ingreso en los franciscanos; pero sigue enseñando durante el semestre de primavera en la Columbia Extension School. en septiembre, acepta ser profesor en St. Bonaventure College. En 1941 se siente profundamente conmovido tras pasar una semana santa en Getsemaní. Una vez que el P. Philotheus Boebner le asegura que no hay impedimento canónico para ser ordenado sacerdote (Merton había engendrado un hijo en los tiempos de Cambridge, y la madre y el niño murieron en un bombardeo en Londres), solicita el ingreso en Getsemaní y es admitido el 10 de diciembre.

Ya no es solo el hombrecillo escritor el que da botes para salir de la maleta cuando Merton ingresa en el monasterio. Es toda su vida la que se va a “reorientar” hacia un fin obsesivo: saber quién es él en Dios y no quién ha sido él hasta ahora.


El dulce sabor de la libertad

Así es el título del capítulo 4º de la iii parte de “La montaña de los siete círculos”, donde describe sus primeros años en Getsemaní. Casi todos los monjes recordamos el sonido de la puerta que se cierra tras nosotros al ingresar en el monasterio. es una experiencia importante, y también lo fue para Merton:

“El monasterio es una escuela… una escuela en la que aprendemos de Dios a ser felices. Nuestra felicidad consiste en compartir la felicidad de Dios, la perfección de su ilimitada libertad, la perfección de su amor… lo que ha de curarse en nosotros es nuestra verdadera naturaleza, hecha a imagen de Dios. Lo que tenemos que aprender es el amor. La cura y la enseñanza son una misma cosa, pues en el mismo núcleo de nuestra esencia estamos constituidos a semejanza de Dios por nuestra libertad, y el ejercicio de esa libertad no es otra cosa que el ejercicio del amor desinteresado… el amor de Dios por consideración a Él, porque es Dios…

El hermano Matthew cerró la puerta detrás de mí y me encontré encerrado en los cuatro muros de mi nueva libertad. Entré en un jardín que estaba muerto, despojado y desnudo. Las flores que allí había habido el pasado abril habían desaparecido todas. El sol estaba oculto detrás de nubes bajas y un viento helado soplaba sobre la hierba gris y los paseos de cemento. En cierto sentido mi libertad había empezado ya, pues no atendía a ninguna de estas cosas…”.

Los primeros párrafos de la cita anterior corresponden a un Merton ya maduro, que reflexiona magistralmente sobre la vida monástica, cuando ya casi ha conquistado la libertad mencionada. Pero fueron necesarios muchos años y muchos caminos por recorrer los que le llevarían a ella. No fue tan fácil. La parte final de “La montaña de los siete círculos” describe a un Merton feliz y centrado en su abadía, tratando de asimilar los valores de la vida monástica, con algunos apuntes de rebeldía y mucha dosis de buen humor; pero pronto empezarían a salir cosas de su maletín, y el hombrecillo escritor empezó a tutearle, aunque con la anuencia de sus superiores monásticos. Unos años más tarde escribe:

“No he dudado nunca de mi vocación de ser monje, pero tuve que solucionar muchas cuestiones sobre los modos y los medios, el dónde y el cómo ser monje…” (Diarios, 15 de enero de 1966).

“…la verdad es una cuestión de identidad. La búsqueda humana de la identidad auténtica es la lucha por reconocer quiénes somos en realidad…”

(Carta a Borís Pasternak)

Merton reconoce que es difícil comprender “aun la parte más pequeña de la enorme verdad sobre nosotros mismos”. En un mundo en el que abundan las apariencias, engaños y mentiras, confundimos el “ser” con la realidad y la imagen con la verdad. En una entrada escrita en su diario en 1961, describió su vida como “una lucha en búsqueda de la verdad”. En una carta a Jacques Maritain, escrita dos años más tarde, Merton confesó: “Hay muchos espejismos de los que deshacerse, y hay un ser falso que tiene que volar… Tengo mucho que cambiar todavía antes de que viva en la verdad”. Este “falso ser” es el ego del ser exterior. Es como una máscara o un disfraz que oculta el ser auténtico.

Estos son los argumentos de un monje que vivía en una abadía trapense y que, poco a poco, iba conquistando fama gracias a sus escritos. Pero llegar a conocer la Verdad y su verdad fue un proceso tremendamente doloroso, un estado de “divino descontento” que provenía de sus varias “vocaciones”, de sus contradicciones personales. Aquella libertad inaugurada al comienzo de su vida monástica se fue transformando para él en una dolorosa pasión. Los libros se fueron sucediendo. En octubre de 1946 envía el manuscrito de “La montaña de los siete círculos” a Naomi Burton, su agente literario, y recibe un telegrama del director de Harcourt, Brace: “El manuscrito ha sido aceptado. ¡Feliz año nuevo!”. En marzo de 1947, hace sus votos solemnes en la orden cisterciense. Luego publica varios libros “monásticos”: “Semillas de contemplación”, “El signo de Jonás”, “Los hombres no son islas”, “La paz monástica”, “Pensamientos en la soledad”, “Prometeo: Meditación –en La lluvia y el rinoceronte–”, “Tiempos de celebración”, junto a algunos más y libros de poemas.

Este monje, recluido habitualmente en su monasterio, sale un día “a la ciudad”, Louisville, el 18 de marzo de 1958: justo en el cruce de la cuarta con Walnut, tiene una experiencia que refleja de este modo:

“Ayer, en louisville, en la esquina de las calles cuarta con Walnut, comprendí de pronto que yo amaba a todo el mundo y que nadie me era o podía ser totalmente extraño. Fue como si despertase de un sueño: el sueño de mi distanciamiento, de la vocación ‘especial’ de ser diferente. Realmente, mi vocación no me hace diferente del resto de los hombres ni me sitúa en una categoría especial, a no ser de manera artificial, jurídicamente. Yo sigo siendo un miembro de la raza humana, y ningún otro destino es más glorioso para el hombre, si tenemos en cuenta que la Palabra se hizo carne, convirtiéndose también en miembro de la raza humana…”.

Unos meses después, en una carta del 10 de noviembre de 1958 al Papa Juan XXIII, hace una declaración personal:

“Me parece que, como contemplativo, no necesito encerrarme en la soledad y perder todo contacto con el resto del mundo… También debo pensar en términos contemplativos sobre los movimientos políticos, intelectuales, artísticos y sociales de este mundo –siento simpatía por las honestas aspiraciones de tantos intelectuales de todo el mundo y los terribles problemas a los que se enfrentan–. He tenido la experiencia de ver que este tipo de simpatía comprensiva y amistosa, de parte de un monje que realmente los entiende, ha producido efectos notables entre artistas, escritores, editores, poetas, etc., que se han convertido en mis amigos sin tener yo que dejar el claustro…”.

Han “explotado”, pues, todas las vocaciones de Merton: contemplativo, activista social, escritor, profeta, ecumenista… Pero pronto empieza a padecer un divino descontento, una pasión por la paz y la verdad, un enfrentamiento diario con sus propios tropiezos (o lo que él cree fallos) como monje, sus inquietudes y devaneos por salir de Getsemaní, buscar caminos nuevos.

Incluso en medio de esa crisis, sigue escribiendo obras de gran calado monástico y espiritual, abriéndose también a otras culturas religiosas. Publica “La vida silenciosa”, “Cuestiones discutidas”, “La sabiduría del desierto”… comienza una etapa nueva en los años 60, la etapa de los trabajos sobre la guerra y la paz, que tantos quebraderos de cabeza le traería, por parte de su orden y por las personas con las que se relacionaba. Da a la imprenta “El hombre nuevo” y “Nuevas semillas de contemplación” (donde aparece el ensayo “la raíz de la guerra es el miedo”, significando esto el ingreso de Merton en la lucha por la paz). Comienza “Cartas de la guerra fría”. Sigue unos años después “Niña bomba original”… Merton recibe del abad general de los Trapenses, dom Gabriel Sortais, la prohibición de escribir cosa alguna sobre la guerra y la paz. Se reprime un poco y, junto con su abad, busca estratagemas: publica “Vida y santidad” y “Emblems of a Season of Fury… Semillas de destrucción y La revolución negra”.

En junio de 1964, Merton visita a D.T. Suzuki en Nueva York. Y en noviembre se celebra en Getsemaní un “encuentro” de líderes de movimientos pacifistas. Al año siguiente, publica “Gandhi y la no-violencia”, “Por el camino de Chuang-Tzu”, “Tiempos de celebración”. En 1966, Merton ingresa en el hospital de Louisville para sufrir una intervención quirúrgica. Comienzan sus relaciones amistosas con una enfermera y sale a la luz “Místicos y maestros Zen”, al que sigue, en 1968, “El Zen y los pájaros del deseo”. En octubre de 1968 comienza su viaje final a Alaska, California y Asia, muy preparado y grandemente deseado.


Vivir para escribir o escribir para vivir

Merton –lo hemos dicho– es un escritor nato. Toda la vida de Thomas Merton está acompañada por la escritura. Las inquietudes pedagógicas de Ruth Calvert Jenkins, su madre, fueron extraordinariamente fructíferas a la hora de promover tempranamente la capacidad expresiva del niño en distintos ámbitos y, particularmente, en el de la escritura. Una de las fotografías más antiguas que conservamos de él –una bella foto tomada por Ruth– nos deja ver a Tom sentado en una sillita de niño, empleando el asiento de una silla de mayores como mesa, absolutamente concentrado en la lectura. “La foto tiene la calidad de un ícono: la vida nimbada de luz”, apunta Jim Forest en su biografía de Merton. Podemos pensar que “Ruth enseñó a Merton el valor de las palabras, de la escritura, de los libros (de los libros que ella le daba en vez de juguetes)”, según ha advertido Sheila Milton.

Ahora bien, en este momento no nos interesa nuestro personaje como escritor solamente, sino como un monje que, al entrar en el monasterio, renunció a ser escritor y, precisamente en el monasterio, se forjó como un gran escritor de espiritualidad. Una de sus grandes preocupaciones es cómo vivir el presente y no dejarse llevar por las preocupaciones que implica su tarea de escritor. A lo largo de toda su vida monástica, Merton se esfuerza en trabajar sobre los diferentes obstáculos que le impiden entregarse plenamente al hoy, al ahora. Así lo formula, por ejemplo, cuando todavía se encuentra en la primera fase de su vida en Getsemaní y se le plantean sus ambivalencias vocacionales, y así escribe el 6 de julio de 1947:

“¿Adónde me dirijo? ¿adónde voy? la respuesta es: no necesito saberlo. Todos estos problemas proceden de la desconfianza en el amor de Dios. ¿Empezaré de nuevo a hacerme todas esas viejas preguntas? Dios sabe lo que quiere hacer conmigo. Descansar en su enorme amor, conocer el sabor y la dulzura del amor de Dios expresado momento a momento en todos los contactos entre Él… si es necesario, te guiará a la soledad perfecta cuando Él disponga. Déjaselo todo a Él. Vive en el presente”.

Para Merton, el presente nunca es estático, algo como para quedarse en él y disfrutarlo sin pensar en lo que vendrá después. Todo le inspira, todo le estimula, todo sale a su paso sin buscarlo. Vive las estaciones del año, las horas del día, los ciclos de la naturaleza y los movimientos de los animales, las amistades que surgen y las que se van, las pasiones del momento y las sorpresas de encuentros inesperados: ¡y todo lo anota, lo refleja y lo describe con detalle! Parece imposible que una persona tan llena de vitalidad y amante de comunicar haya podido escribir el ensayo “Notas para una filosofía de la soledad”. Y esa misma persona nos abruma y sorprende con otro titulado “La integración final: hacia una terapia monástica”.

¿Escribir y vivir son realidades excluyentes? ¿Hay que elegir entre la escritura y la vida? ¿es la primera un mal sucedáneo de la segunda? el 26 de septiembre de 1952 escribe:

“Durante treinta y siete años he estado escribiendo mi vida en lugar de vivirla, y el efecto es pernicioso, aunque por la gracia de Dios no ha sido tan mala como podía haber sido”.

Sin duda, al reconocer con evidente exageración su “error”, está tratando de precaverse de los autoengaños a que le puede seguir conduciendo la escritura. En alguna ocasión su añoranza de vida genuina, de existencia plena y auténtica, de más ser, llega a formularse como el vivísimo deseo de que la escritura deje de resultarle necesaria. Tal sucede en este conmovedor pasaje de una carta dirigida a Étienne Gilson:

“Te ruego que intercedas por mí ante nuestro señor para que, en lugar de escribir algo, pueda yo ser algo, y para que, además, sea tan plenamente lo que debo ser que no tenga ya necesidad de escribir, porque el mero hecho de ser lo que debo ser sería más elocuente que muchos libros”.

Pero cada vez más la escritura se le va revelando como una forma de vida, como su forma de vivir y hasta de vivir religiosamente. Así lo constata una tarde luminosa –la del 27 de septiembre de 1958–, en la que se dispone a estudiar a Borís Pasternak y a escribir sobre él. Pues bien, en el momento de sentarse a trabajar con su mente y su pluma, intenta adoptar la actitud adecuada, afinando la pureza de su intención. He aquí –advirtámolos al paso– otro de los usos mertonianos del diario: prepararse espiritualmente para el trabajo intelectual que se va a comenzar. ¿Qué va a hacer? –se pregunta–:

“No voy a ensimismarme en mis libros y mis apuntes. No voy a perderme en esa jungla para salir de aquí borracho y aturdido, sintiendo que el aturdimiento es señal de que he realizado una obra. No voy a escribir como quien lo hace llevado por los instintos, sino libremente, porque soy un escritor, porque para mí escribir es pensar y vivir y, en cierta medida, hasta rezar…”.

La tarea de escribir es su oficio, forma ya parte de su personalísima vocación de monje como una de sus dimensiones esenciales, y como tal la ha asumido. No es, por lo tanto, algo ajeno a su aspiración contemplativa, sino un quehacer esencialmente religioso, valioso a la luz de la eternidad. Y continúa el texto anterior diciendo:

“Dios me da este tiempo para que yo pueda vivir en él. No me es dado para hacer algo que no tenga que ver con él, sino para que lo ponga a buen recaudo en la eternidad como algo mío. Para que esta tarde sea algo mío en la eternidad, debo hacerla mía ahora, y debo poseerme a mí mismo en ella, no ser poseído por libros, por ideas ajenas, por la obsesión de producir algo que nadie necesita. Simplemente he de glorificar a Dios aceptando su don y su trabajo. Trabajar para Él es trabajar de manera que yo mismo pueda vivir…”.

“El viaje de Thomas Merton siguió un recorrido desde una multiplicidad de palabras hasta la Palabra y, desde ella, otra vez a las palabras; desde la sociedad a la soledad y, de nuevo, a la sociedad; desde la conversación hasta la conversión y, de vuelta, a la conversación; desde la comunicación hasta la comunión y, de retorno, a la comunicación. Tanto en el progreso histórico como en el regreso ontológico, las palabras sirven para mediar en la construcción social del sentido del mundo”.


Toda una vida para llegar al amor

Parte de la atracción de la obra de Merton es la fuerza y la honestidad con la que relata sus propias luchas y que hacen eco, para muchos de nosotros, en nuestras propias vidas. Muchos de nosotros podríamos identificarnos con sus dilemas y encontrar inspiración en su escritura:

“Si puedo unir en mí mismo el pensamiento y la devoción del cristianismo oriental y el occidental, de los Padres griegos y latinos, de los místicos rusos y los españoles, puedo preparar en mí mismo la reunión de los cristianos separados… debemos contener todos los mundos divididos en nosotros y transcenderlos en cristo… Y lo mismo con los musulmanes, los hindúes, los budistas, etc. Hay mucho que se puede ‘afirmar’ y ‘aceptar’; pero primero uno debe decir ‘sí’ cuando realmente puede”.

Thomas Merton apenas salió de su monasterio, en contra de lo que se cree; no se prodigó en apariciones públicas, muy pocas, y, sin embargo, llevaba todo el ser del mundo en la sangre de sus venas. Así lo expresa en el prólogo a la edición japonesa de “La montaña de los siete círculos”:

“… es mi intención hacer de mi vida entera un rechazo y una protesta contra los crímenes y las injusticias de la guerra y de la tiranía política que amenazan con destruir a toda la raza humana y al mundo entero… a través de mi vida monástica y de mis votos, digo no a todos los campos de concentración, a los bombardeos aéreos, a los juicios políticos que son una pantomima, a los asesinatos judiciales, a las injusticias raciales, a las tiranías económicas y a todo el aparato socioeconómico que no parece encaminarse sino a la destrucción global a pesar de su hermosa palabrería en favor de la paz. Hago de mi silencio monástico una protesta contra las mentiras de los políticos, de los propagandistas y de los agitadores, y cuando hablo es para negar que mi fe y mi iglesia puedan estar jamás seriamente alineadas junto a esas fuerzas de injusticia y destrucción”.

Es cierto que Merton experimentó un abandono emocional en su niñez. Sus devaneos de juventud con las mujeres, su amor por la vida disipada y alocada en Cambridge podría haber intensificado su sentido de irresponsabilidad ante la vida, y le llevó a sentir vergüenza de sí mismo. Una vez en EE.UU. y gracias a haber encontrado excelentes amigos en la universidad que encauzaron sus inquietudes, comenzó a recuperar el aprecio por sí mismo y descubrió que los anhelos religiosos que llevaba en su interior merecían ser cultivados. Le quedaba un gran trabajo por hacer y, debido a sus estudios y lecturas, descubrió el camino de ser una persona digna. Si Merton no hubiera ingresado en el monasterio, quizás hubiera llegado a ser un excelente profesor y un escritor brillante.

Elegir unirse a la orden Trapense, la más estricta y austera de las órdenes monásticas, posiblemente significaba que se estaba tratando a sí mismo severamente, como su madre parece ser que lo trató a él. No obstante, con el tiempo, parece ser que Getsemaní funcionó, al darle una base segura en donde se sintió a salvo e incluido. Sus escritos le dieron una audiencia que lo admiraba y que le ayudó a crecer en su autoestima y responsabilidad. Gradualmente, llegó a ser más amable consigo mismo y desarrolló la habilidad de permitirse acercarse a otros. cambió de ser “un monje piadoso, rígido, prepotente, a ser un ser humano vulnerable” con la capacidad de amar.

Su vida de escritor y de monje corrieron paralelas tras una búsqueda de sinceridad y compromiso. Su amor por la enfermera de la que se enamoró, que sin duda supuso una gran preocupación para la orden y la Iglesia católica, fue una prueba de su creciente habilidad de permitirse amar y ser amado; a pesar de sus aspectos poco monásticos, pero entrañablemente humanos.

Con el tiempo Merton pudo darnos una visión de la vida monástica y contemplativa basada no en el rechazo y la privación, sino en el amor, la confianza y la entrega. El joven monje, que inicialmente estaba lleno de vergüenza hacia a sí mismo y desprecio al mundo, fue capaz de cambiar y llegar a estar lleno de amor tanto hacia sí como hacia los demás. Uno de sus últimos escritos atestigua este cambio:

“Llénanos pues de amor y que el amor nos una cuando emprendamos nuestros diversos caminos, unidos en este único Espíritu que te hace presente en el mundo y que te permite testimoniar la realidad última que es el amor. El amor ha vencido. El amor es victorioso. Amén”.


Fuente:

Revista Vida Nueva

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