La simpatía de los italianos por el Papa Francisco
9.00 p m| 17 oct 13 (NY TIMES/BV).- Un día, mientras el Papa Francisco salía de la Casa Santa Marta, alojamiento que eligió en lugar del solitario pero lujoso apartamento papal, se encontró con un obispo en espera de su chofer. “¿No puedes caminar?” le preguntó con una sonrisa. La historia es una de las muchas que se cuentan en los alrededores del Vaticano desde que Jorge Mario Bergoglio fue elegido para suceder a Joseph Ratzinger como Papa el 13 de marzo.
Y en realidad no importa mucho si esa historia es del todo cierta o no, lo que importa en ese caso en particular es que el número de clérigos innecesariamente motorizados ha disminuido. Situaciones similares a esa son las que han acercado mucho más al Papa Francisco con la gente en Italia.
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Si Juan Pablo II fue la “estrella del rock” de la Iglesia Católica Romana, y Benedicto XVI su preceptor, el Papa Francisco es el innovador, el “Steve Jobs” de la Iglesia.
“Veo a la Iglesia como un hospital de campaña tras una batalla”, dijo en una entrevista reciente. “¡Qué inútil es preguntarle a un herido si tiene altos el colesterol o el azúcar! Hay que curarle las heridas”.
Y hay mucho que atender. El nuevo Papa promete nuevas aproximaciones a temas relacionados con la homosexualidad, los divorciados vueltos a casar, el diálogo con otras religiones y sobre la importancia de la conciencia.
Francisco ha sustituido la renuencia a aceptar un cargo papal -renuencia que llevó a los cardenales a optar por Ratzinger, el cardenal alemán que se convirtió en Benedicto XVI, en 2005- con una actividad incesante y una sinceridad que desarma. “Los jefes de la Iglesia a menudo han sido narcisos, adulados y malamente jaleados por sus cortesanos. La corte es la lepra del papado”, le dijo al periodista (y ateo), Eugenio Scalfari.
Tampoco ha escatimado en palabras. Hace unos días el Banco del Vaticano cerró las cuentas de unas 900 organizaciones y embajadas, algunos de ellos por sospechas de lavado de dinero. El Papa ítalo-argentino trabajó como vigilante de un bar de Buenos Aires en su juventud, eso puede haber ayudado.
Los italianos, a quien el Papa considera como vecinos, están estupefactos. Resignados a ver clérigos de alto rango que opacan los excesos de Silvio Berlusconi -un modelo terrible, pero un aliado servil- se sorprendieron al ver al Papa distanciarse de la política. Utilizados por la mentalidad pro-empresarial de los movimientos eclesiales populares como “Comunión y Liberación”, les cuesta creer que Francisco prefiera buenas obras a buenos dividendos.
Los párrocos de Italia están particularmente felices con él. Con una asistencia a la misa dominical ya por debajo del 30 por ciento de la población, las parroquias se apresuran a dar la bienvenida a un Papa que emociona a creyentes e inspira respeto en los no creyentes.
A Francisco le gusta la gente por lo menos tanto como a Benedicto XVI le gustan los libros. El Papa alemán dio constantes lecciones de teología a todos los católicos. El argentino les da consuelo y comprensión. Todo lo que necesitas es amor. No sería sorprensa si Francisco cita por ahí a John Lennon.
Este Papa comunica. No por los tweets, eso lo hacen todos. No porque llame a extraños por teléfono. No porque pagó la cuenta en la Domus Internationalis Paulus VI, donde permaneció en los días antes del cónclave. La capacidad de Francisco para comunicarse deriva de empatía, no de acciones individuales. Sólo Bill Clinton y Barack Obama (al principio) mostraron la misma capacidad de llegar a la gente.
Cuando Francisco se mueve entre las multitudes, coge los regalos que lanzan hacia él y hace gestos con el pulgar hacia arriba. Posa para fotos con los estudiantes. Cuando se reunió con el equipo de fútbol de Argentina y uno de los jugadores, Ezequiel Lavezzi, se sentó rápidamente en el trono papal, Francisco se echó a reír y dijo: “Esa es mi gente”, y añadió más tarde, “¿Entiendes ahora por qué soy así?”.
Francisco sabe sonreír, y cómo hacer sonreír a los demás. Él entiende que la ironía es la hermana laica de la compasión: permite aceptar las imperfecciones del mundo. Cuando se les preguntó quiénes eran sus santos favoritos, él dijo: “Me pide una especie de ranking, pero eso se puede hacer si se habla de deporte o cosas así. Podría decirle el nombre de los mejores futbolistas de Argentina”. Al final, admitió que sentía como más cercanos a San Agustín y San Francisco (No hay mención de Lionel Messi en esa ocasión).
Francisco recuerda a los italianos de Juan XXIII, el Papa con conciencia social que reinó desde 1958 hasta 1963 y cuyo ingenuo retrato continua llenando de gracia sus hogares, un hombre de montaña que inició el reformista Concilio Vaticano II. “Los males más graves que aquejan al mundo”, le dijo Francisco a Scalfari “son la desocupación de los jóvenes y la soledad en la que son abandonados los viejos”.
Se podría decir que la Iglesia debería decir esas cosas de todos modos. Por supuesto que debería. Pero ese es el punto: hasta antes Francisco, la Iglesia había dejado poco a poco de lado esa intención de proclamar principios irrenunciables.
Cuando se presentó al mundo el 13 de marzo, Francisco dijo en italiano: “Hermanos y hermanas, buenas noches. Ya saben que era el deber del cónclave elegir un nuevo obispo de Roma y parece que mis hermanos cardenales han ido a buscarlo al fin del mundo, pero aquí estamos”. A dónde llevará a la Iglesia de aquí en adelante, aún está por verse.
Columna de Beppe Severgnini en el New York Times. Es escritor y columnista del Corriere della Sera.