Luego de dos años de vigencia de la Ley General del Ambiente (Ley N° 28611) es bueno hacer un balance sobre el impacto que ha tenido en la regulación ambiental en el Perú. Lo primero que debemos resaltar, aunque suene a un hecho menor, es que ha sido una norma ya más duradera que su predecesora, el Código del Medio Ambiente y los Recursos Naturales (Decreto Legislativo N° 613), que luego de su primer año de vigencia sufrió algunas pérdidas importantes (normas sobre EIA, el Sistema Nacional del Ambiente, etc.) que fueron recuperadas por la legislación dictada posteriormente luego casi una década (Ley Marco del SEIA del 2001 y la Ley Marco del SNGA del 2004). Sin embargo, hay cierto aire de familia entre la situación que rodea la aplicación de ambas leyes. En la década de los 90, el Perú se encontraba aplicando un ajuste estructural de su economía, que venía acompañado de una reducción del Estado (reducción de la burocracia y privatizaciones) y de la creación de condiciones mínimas para la atracción de inversiones, en áreas donde el Perú mantenía ventajas, especialmente la minería. En este escenario, el Código fue visto como un obstáculo y las leyes del año 1991 orientadas a la promoción de las inversiones, en especial el Decreto Legislativo N° 757, Ley Marco para el Crecimiento de la Inversión Privada, derogan varios artículos del Código. En términos cuantitativos estos cambios fueron menores, pero con una importancia cualitativa innegable.
16 años después, pareciera que vivieramos una situación similar. Pero ya no nos encontramos frente a una situación de extrema inestabilidad social, ni ante la ausencia de inversiones privadas. Por el contrario, el país muestra cifras de crecimiento económico inéditas. Ahora, la presión viene por la necesidad de mantener el crecimiento, el cual sigue siendo empujado por los sectores minero y energético (el gas y, en menor medida, el petróleo). Y nuevamente, en este escenario, la política ambiental no parece ser prioritaria (ni incluso necesaria). La posición del gobierno nacional es que la minería moderna tiene las características que pueden dar respuesta a los problemas ambientales y sociales, casi sin la necesidad de que el Estado intervenga. El problema es que en muchos lugares con proyectos mineros, el Estado nunca estuvo. Entonces, el gobierno nos pone en el dilema, o minería moderna o minería informal. Si no tienes Estado, tu única oportunidad es aceptar a la empresa, pues, el Estado, seguiré ausente. En este contexto, la aprobación de la Ley General del Ambiente y su permanencia tiene que ser explicada. Creemos que en el año 2005 se abrió una ventana de oportunidad, un conjunto de factores que coincidieron, pero sin que eso significara que hubieran fortalezas consistentes. Por un lado el CONAM asumió la promoción y luego la defensa del proyecto de Ley, incluso en contra de ciertos sectores del Poder Ejecutivo (Producción y Energía y Minas) y de buena parte de los empresarios reunidos en la CONFIEP y la Sociedad Nacional de Industrias. En segundo lugar, un Presidente de la Comisión especializada del Congreso que asumió el costo y las dificultades de empujar un proyecto frente a presiones del Poder Ejecutivo y del sector empresarial, como fue Walter Alejos. Además, el proceso que condujo a la preparación del proyecto de Ley respectivo fue bastante largo y político, incluyendo a los principales actores de la gestión ambiental (empresarios, ONG, universidades, congresistas, ministerios, etc.), que tuvo en su primera parte como promotora a la congresista Fabiola Morales. A esto debemos agregar el papel jugado por los medios de comunicación, tanto a favor como en contra. Por primera vez, diarios de importancia nacional, y los noticieros cubrían un tema que no implicaba un “conflicto” o un “desastre ambiental”, sino una decisión de política ambiental de carácter general y de largo plazo.
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