¿IMPLICA EL CRECIMIENTO ECONÓMICO UN DESARROLLO SOSTENIBLE?

La confusión que suele existir acerca de la relación entre crecimiento y desarrollo pareciera ser una de las más exacerbadas en el país. Mientras que en Nueva Zelanda ya tienen su propia versión del Índice Nacional de Felicidad Bruta (INFB), que usa Bután desde hace años, aquí pareciera solo importar el Producto Interno Bruto (PIB): si su crecimiento se acelera, grandes titulares; si su crecimiento se desacelera, terribles cuestionamientos. Pero, ¿quién se cuestiona si hay mayor o menor desarrollo en el país?

Las raíces de la idea de desarrollo se hallan en tres corrientes del pensamiento europeo del siglo XVIII: (a) una asimilada al iluminismo y su visión de la historia como una marcha progresiva hacia lo racional, (b) otra relacionada con la idea de acumulación de riqueza como promesa de bienestar y (c) otra vinculada a la idea de que la expansión geográfica de la civilización implicaba brindar formas superiores de vida a los demás.

Por ello, si bien al terminar la segunda Guerra Mundial la reflexión sobre el desarrollo tuvo como punto de partida la toma de conciencia del atraso económico de ciertos países, que se reflejaba en los niveles de consumo y su dispersión entre la población, después se añadieron indicadores sociales como la mortalidad infantil, la incidencia de enfermedades, el nivel de alfabetización, entre otros. La idea era medir el nivel de acceso de la población en general a las formas de vida generadas por la civilización industrial.

No obstante, para que el desarrollo sea, además, duradero o sostenible, se requeriría que se satisfaga no solo las necesidades de las generaciones presentes, sino que no se comprometa la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer las suyas. ¿De qué valdría que podamos ser más felices, si lo logramos a cambio de que nuestros hijos no puedan después serlo? Por consiguiente, esto implica que el concepto de desarrollo requiere incluir las limitaciones naturales del medioambiente, la organización social y la capacidad del propio planeta para absorber los efectos de las actividades humanas. Así, a las consideraciones económicas y sociales se le debían unir las ecológicas.

De ahí que el problema con los indicadores de crecimiento económico actuales es que no solo no incluyen los aspectos sociales, sino que tampoco toman en cuenta los impactos negativos sobre la sostenibilidad del medio ambiente. Así, por ejemplo, la anacrónica contabilidad utilizada puede seguir registrando crecimiento económico positivo, pese a una creciente e irreversible contaminación y destrucción ecológica. O simplemente puede registrar crecimiento por la extracción de recursos naturales, sin registrar su evidente agotamiento, lo que equivale a creer que se tiene más ingresos porque se venden las joyas de la abuela. Ante este problema ‘contable’, en los años 80 y 90 se desarrollaron varias metodologías e indicadores con el objetivo de medir la sostenibilidad del desarrollo.

Para corregir la contabilidad de la parte económica, las dos principales metodologías que se desarrollaron fueron del producto nacional neto verde, para incluir la valoración del efecto de la depreciación de los recursos naturales y la contaminación, y la de los ahorros genuinos, para medir el grado en que un país está invirtiendo las ganancias derivadas de la extracción de los recursos naturales en capital no natural producido o construido. Para la parte social, las dos principales metodologías desarrolladas fueron el índice de bienestar económico sostenible y el indicador de progreso genuino. Y las tres principales metodologías para medir la parte ecológica fueron la de la productividad primaria neta, basada en la capacidad de carga; la de la huella ecológica, comparando el grado de satisfacción de las demandas de consumo dentro de un mismo territorio; y la del espacio ambiental, midiendo la equidad en el uso de recursos respecto de la media mundial.

No obstante, incluso aceptando añadir las dimensiones sociales y ecológicas a las económicas, que ya sería un gran avance, la controversia vuelve a surgir a la hora de determinar los criterios operativos de la implementación de un desarrollo sostenible: (i) qué saldo de capital deben heredarle las generaciones presentes a las generaciones futuras, para que ellas también mantengan las mismas posibilidades de satisfacer sus propias necesidades y desarrollarse, y (ii) qué composición puede tener ese capital. Las respuestas dependerán de las diferentes concepciones que se tengan de las categorías ‘desarrollo’ y ‘sostenibilidad’.

Precisamente el eje central del debate entre la economía ambiental (neoclásica) y la economía ecológica se centra la composición de ese capital y el supuesto de sustituibilidad perfecta entre el capital natural (recursos naturales) y el capital construido (recursos reproducibles) hecha por la primera. La interpretación denominada de ‘sostenibilidad débil’ tiene sus raíces en la economía neoclásica y asume que la elasticidad de sustitución entre ambos es alta o infinita, por lo que lo importante es el capital total, para no disminuir el consumo como indicador de ‘bienestar’. De esta manera, no habría por qué preocuparse, pues, si los recursos naturales escasean, sus precios se incrementarán, lo que conllevará a su conservación y sustitución o cambio tecnológico. En todo caso, para que el capital total se mantenga, bastaría con que todos los ingresos derivados de los recursos naturales se invirtieran en acumular capital construido.

En cambio, la interpretación denominada ‘sostenibilidad fuerte’, propuesta por la economía ecológica, sostiene que deberían considerarse todas las funciones de los recursos naturales, y no solo la función de brindar insumos para la actividad económica productiva, ya que no existe proceso productivo que permita reproducir los recursos naturales ni sus funciones ambientales como la regulación del ciclo de carbono, la regulación hidrológica, el abastecimiento de agua, la formación suelos o el control de la erosión. Es decir, el rol de los precios de mercado y el cambio tecnológico no lo son todo. Así, no solo el capital manufacturado o construido debería ser mantenido, sino el capital natural también, independientemente, pues son básicamente complementarios y marginalmente sustitutos. La controversia se podría sintetizar en que la sostenibilidad de la economía neoclásica se entiende como la perdurabilidad del capital, el flujo y la renta (lucro) monetarios derivados del crecimiento sostenido del consumo, mientras que la sostenibilidad de la economía ecológica es sinónimo de durabilidad económico-ecológica con una visión de equidad relacionada a las generaciones actuales y futuras.

Por tanto, no resulta sorprendente que muchas de las decisiones de política económica adoptadas bajo la concepción de sostenibilidad débil en realidad resulten no solo condescendientes y laxas, sino incluso permisivas frente a las problemáticas de explotación y contaminación ambientales en el país. Y es que, en el extremo, muchas veces la política ambiental del estado ha dado mayor prioridad a los objetivos económicos que a los objetivos ambientales, pero esto, desde el punto de vista científico, es un error. En 1992 más 1500 científicos, incluyendo 99 premios Nobel, ya habían advertido sobre el proceso de colisión generado por la humanidad en el mundo natural, por su insostenibilidad y por la ausencia de políticas públicas para transformar el modelo de desarrollo predominante.

 

Nota: El artículo utiliza extractos parciales de Jiménez-Sotelo, R. (2018). “El impacto de la ética sobre el crecimiento y el desarrollo: ¿Economía ambiental versus economía ecológica?”. Pensamiento Crítico (UNMSM), 23(1), 153-182. http://revistasinvestigacion.unmsm.edu.pe/index.php/econo/article/view/15103

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