Según cualquier diccionario de lengua castellana, especialmente en economía y ecología, el término “sostenibilidad” se refiere a la cualidad para mantenerse durante largo tiempo sin agotar los recursos o causar grave daño al medio ambiente. Así, en sentido general, la insostenibilidad tiene que ver con lo que es insostenible, con lo que no se puede sostener en el tiempo, y por ello no se puede defender con razones. Y precisamente eso es lo que pasa con la deuda pública del Perú desde hace varios años.
Desde 2017 los diferentes informes sobre la gestión de activos y pasivos del Ministerio de Economía y Finanzas hablan de la insostenibilidad de la deuda pública en el Perú, especialmente en los escenarios pesimistas y de estrés (por ejemplo, https://www.mef.gob.pe/contenidos/tesoro_pub/gestion_act_pas/Estrategia_Gestion_Activos_2018_2021.pdf, aunque la gran brecha por mejorar los muy bajos ingresos tributarios y no tributarios en el Perú respecto de lo alcanzado por los países de la OCDE ya había sido detectada en el estudio de prospectiva estratégica al año 2030 que se hizo en 2014 (https://www.mef.gob.pe/contenidos/tesoro_pub/gestion_act_pas/Estrategia_Gestion_Activos_2014_2017.pdf). El que una deuda sea insostenible significa que seguirá creciendo, como una bola de nieve, a menos que se genere un superávit o, al menos, se elimine el déficit fiscal por ejecutar mayores gastos que los que pueden financiar con los ingresos públicos.
La insostenibilidad de la deuda pública no es sino la consecuencia de un muy poco responsable manejo intertemporal de las finanzas públicas. En términos domésticos, si un padre de familia se termina sobreendeudando para mantener un determinado nivel de vida de su familia, en el fondo sabe (o presiente) que, a menos que ocurra un milagro o logre incrementar sus ingresos hasta un nivel acorde para mantener ese nivel de gastos y pagar como mínimo los intereses de la deuda acumulada, no podrá escapar de una quiebra segura: su riesgo habrá subido tanto que en algún momento nadie ya le querrá seguir prestando. Y muy en el fondo también sabe, aunque no lo quiera reconocer, que luego vendrán las consecuencias para él y toda su familia. En las finanzas públicas ocurre algo parecido, pero con un incentivo perverso.
Un continuo déficit fiscal no sería un problema mayor si no fuera porque, luego de acabar con los ahorros públicos que hubiera, terminará incrementando la deuda pública. Y un mayor endeudamiento incrementa el riesgo soberano. De hecho, en algún momento ese peor riesgo soberano puede convertirse en un riesgo de insolvencia: una crisis fiscal que luego inducirá una crisis económica por todas las medidas que tendrían que tomarse para salir de la quiebra. Basta ver lo que sucedió con Grecia, Portugal, España e Irlanda: por diferentes razones, a raíz de la crisis financiera internacional de 2007-2008, sus gobiernos se pusieron a gastar más de lo que les permitían sus ingresos y terminaron recurriendo a programas de asistencia financiera a cambio de duras medidas que afectaron a toda su población. Y es que sus acreedores querían cobrar, pero no prestarles más.
En el caso de las familias, obviamente los responsables de la eventual quiebra de las finanzas familiares son los padres y madres que hay en cada familia. Y son ellos los que también sufrirán las consecuencias junto al resto de la familia. No obstante, el incentivo perverso en las finanzas públicas es que los “padres de la patria” se cambian periódicamente y ahí está la fuente de inconsistencia temporal. Es significa que lo que hagan unos “padres de la patria” lo sufren otros “padres de la patria”. Los mismos gobernantes no sufren las consecuencias de sus actos, por ello muchos irresponsablemente generan déficit y acumulan deuda, sin más, y luego se van, como si nada (http://blog.pucp.edu.pe/blog/renzojimenez/2020/08/30/deficit-fiscal-y-deuda-publica-el-tema-que-nadie-quiere-discutir-en-el-peru/).
¿Qué se puede, o debe, hacer para salir de una situación de insostenibilidad de la deuda pública? Algo simple y obvio, pero complicado. La parte simple y obvia tiene que ver con generar superávit fiscal en lugar de déficit fiscal, es decir, generar más ingresos que gastos. Sin embargo, reducir los gastos públicos en un país con tan grandes brechas de infraestructura y ausencia de servicios públicos básicos para la población más vulnerable no es viable, no se puede hacer una reducción del gasto por las buenas. En cambio cuando llegan las crisis fiscales, esas reducciones de gasto se terminan haciendo por las malas, lo que genera luego crisis, recesiones y desempleo.
Además, aunque a algunos les parezca extraño, el Perú sigue teniendo uno de los estados más pequeños en la región. Entre 2013 y 2019 el gasto público promedio en el Perú fue aproximadamente 21% del PIB, mientras que en Chile, el ejemplo del neoliberalismo, fue subiendo desde el 23% hasta el 26% en medio de una ola creciente de reclamos sociales, como el acceso a una educación gratuita; en Colombia superó siempre el 30% del PIB, pero sus ingresos se deterioraron y eso les obligó a proponer unas reformas tributarias que a su vez originaron protestas sociales por su inequidad y retrocedieron con el consiguiente empeoramiento de su calificación de riesgo; y en México el gasto público bajó de un 28% a un 26% del PIB. Por consiguiente, habiéndose desnudado la muy precaria situación de los servicios de salud y educación públicos en el Perú, no hay forma de reducir más el estado peruano. Hay que subir los ingresos sí o sí, no hay otra forma. No se quiso hacer antes, pero ahora el tema es impostergable. Lo menos malo es que no hay que inventar la pólvora: solo hay que reducir las brechas del Perú con respecto de lo que hacen o han hecho los países más desarrollados, como los de la OCDE.
En primer lugar, hay que eliminar la mayoría de inafectaciones, exenciones, exoneraciones y demás beneficios tributarios. Son fuente de elusión y evasión tributaria, para no hablar de corrupción. Solo en casos específicos podrían ser reemplazados por subsidios focalizados, directos y transparentes. Por ejemplo, debería eliminarse la exoneración del IGV a las empresas ubicadas en la selva y reemplazarla por devoluciones de impuesto para los pobladores que de verdad están domiciliados ahí. Esto implica construir o actualizar el catastro de quiénes viven en dónde. En los países desarrollados esto lo suelen hacer las propias municipalidades y comisarías a través de declaraciones juradas de los propietarios de cada inmueble, como se hacía antes con los certificados domiciliarios emitidos por la policía.
Otro ejemplo, sería el establecimiento de tasas del impuesto general a las ventas (IGV) diferenciadas y reducir al mínimo los sectores inafectos, los que en el peor de los casos deberían tener una tasa de 0%, para que también sean objeto de fiscalización. En países desarrollados esto se hace desde hace mucho. Por ejemplo, a raíz de la crisis fiscal en España, las 3 tasas del IVA (equivalente al IGV) tuvieron que ser incrementadas. En 2010 la tasa general de IVA subió de 16% a 18% y, como no alcanzaba, en 2012 se subió hasta el 21%. Esto implicó que la tasa reducida también fuera subida de 7% a 8% y a 10%, aunque la tasa superreducida se mantuvo en 4%. La tasa reducida se aplica a ciertos bienes relacionados a alimentación, insumos agrícolas, asistencia médica, etc. y la tasa súperreducida se aplica a los bienes básicos de la canasta familiar, libros, revistas y periódicos, medicamentos, prótesis, etc. De esta forma solo están exentos los correos, seguros, ahorros y poco más (ver https://datosmacro.expansion.com/impuestos/iva/espana).
¿Qué más se podría hacer? Fortalecer el impuesto al patrimonio y centralizarlo en la SUNAT para reducir los niveles de evasión. Hoy solo está afecto el patrimonio predial y su gestión está atomizada en las más de 1800 municipalidades distritales, sin ningún tipo de cruce de información. Algo similar ocurre con el patrimonio vehicular y las municipalidades provinciales. Esto impide la detección de desbalances patrimoniales que precisamente son generados por la elusión y evasión tributaria, tanto del sector formal como del sector informal de la economía.
Todas las bases de datos de las administraciones tributarias municipales deberían ser centralizadas a nivel nacional, sin que ello signifique que las municipalidades dejen de tener su responsabilidad compartida. Más aún, el impuesto predial ha venido reduciéndose en términos reales porque el valor del autovalúo no ha sido actualizado a precios de mercado. Y no ha sido actualizado porque, por alguna extraña razón, los aranceles y precios de construcción no han sido actualizados por el Ministerio de Vivienda y Construcción, a pesar de que Registros Públicos tiene toda la información de los precios de mercado a los cuales se compran y venden los muebles e inmuebles en todo el país, información que tampoco está estratégicamente sistematizada y gestionada.
De hecho, la absorción del impuesto al patrimonio predial y vehicular por un verdadero impuesto al patrimonio general, que incluya también el patrimonio financiero, cerraría las tremendas brechas que hoy permiten los enormes niveles de evasión y elusión tributaria, a vista y paciencia de las autoridades. El simbólico impuesto a las transacciones financieras (ITF) ayuda algo al cruce de información, pero no es suficiente. La SUNAT ni siquiera está utilizando con la misma potencia la información con la que trabaja el sistema de prevención contra el lavado de activos.
Mientras no se reformen las atomizadas y desarticuladas administraciones de impuestos al patrimonio predial y vehicular como parte de un solo impuesto a la riqueza, no se habrá puesto un verdadero cascabel al gato. La respuesta al problema siempre se ha sabido, la única parte complicada es que nunca ha habido la voluntad política de implementarla por parte de los gobernantes y ministros de turno. Sin embargo, la gravedad de las crisis fiscales que puede estar incubando la crisis del coronavirus también está obligando a que los organismos financieros internacionales pongan este tema sobre la mesa, especialmente en regiones como la nuestra donde las grandes desigualdades han seguido creciendo (ver https://blogs.iadb.org/gestion-fiscal/es/puede-un-impuesto-a-la-riqueza-reducir-la-desigualdad-en-america-latina-y-el-caribe/).