Reseña ENRIQUE MAYER. Cuentos feos de la Reforma Agraria peruana. Durham, 2009. 355 p.
Pablo Talavera Rozas (PUCP)
Enrique Mayer, economista y antropólogo de la Universidad de Cornell, fue profesor del Departamento de Ciencias Sociales de la PUCP entre 1970 y 1978. Trabajó en el Instituto Indigenista Interamericano, en México, de 1978 a 1981. Ha sido profesor de Illinois en Urbana – Champaign entre 1982 – 1995 y desde 1996 es profesor de Antropología en la Universidad de Yale, EE. UU. Muchos de sus libros se orientan en torno a la economía (agraria) andina y cómo esta determinó al hombre andino como agente social. Para este libro, Enrique Mayer ha utilizado como fuentes principales las memorias de los protagonistas de la reforma, muchas recopiladas con su grabadora portátil. Con estas fuentes orales buscó contar la historia de una de las medidas más polémicas del Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada en el Perú.
El libro se encuentra dividido en seis grandes temas de la reforma agraria. El primer capítulo se titula Reformas Agrarias. En él se explican las características de la Revolución del general Juan Velasco Alvarado y cómo su discurso nacionalista se distinguía de otros regímenes por incluir en su gobierno a las poblaciones indígenas, andinas y populares. Para ello, hace un balance de los programas y proyectos a través de los cuales se intentó incorporar a estos sectores a la ciudadanía peruana. En este capítulo, el autor destaca que, a través de la ingeniería social, bien caracterizada por la propaganda nacionalista velasquista, se buscaba crear un peruano “nacionalista y orgulloso”. En otras palabras, un peruano que participara plenamente en una sociedad y economía igualitaria, que no era capitalista ni comunista, sino intensamente nacionalista y patriótica.
Con todo, es en este capítulo, la reforma agraria cobra la mayor importancia. Mayer señala cómo desde la década de los años 1940 los intelectuales de América Latina, Europa y Estados Unidos se dedicaron al estudio del predominio del régimen latifundista. Entre ellos antiguos pensadores (como José Carlos Mariátegui) ya se habían planteado el problema del indio y de la tierra. De esta manera, Mayer destaca, en la última parte de este capítulo, que la necesidad de una reforma ya rondaba por la mente de políticos, estudiosos y tecnócratas, ya que el manejo de la tierra, cuasi feudal, se encontraba en condiciones despóticas y de explotación, lastre de un pasado colonial.
El autor concibe la reforma agraria como un programa que fue evolucionando a medida que la condición de la explotación de la tierra y el indio se fueron agravando. En una primera parte, destaca los primeros intentos de Fernando Belaunde de reforma agraria y la constante piedra en el zapato que representaba el APRA, unida al sector odriísta, dentro del parlamento. Mayer deja claro que el sector conservador se apoyó en Manuel Odría y el APRA para no permitir una reforma agraria; Velasco no estaba dispuesto a permitir que ello volviese a ocurrir. De esta manera, a los seis días del golpe de estado, el 9 de octubre de 1968, las Fuerzas Armadas tomaron las instalaciones de Talara de la International Petroleum Company, dejando en claro que su gobierno sería distinto. Al año siguiente la gran sorpresa fue la implantación de la reforma agraria. Esta incluyó una expropiación, sin excepciones, punitiva de las haciendas peruanas. El gobierno buscó concentrar y colectivizar la tierra a través del sistema de cooperativas. Sin embargo, Mayer destaca un punto importante: la reforma agraria, lejos de redistribuir la tierra, consolidó la propiedad de la misma, la mayoría de las veces en unidades grandes, difíciles de manejar y territorialmente dispersas que reunían diversas formas de tenencia y de sistemas de producción. Se destaca, también, los objetivos que se planteó el gobierno, con dicha reforma, y las diversas instituciones burocráticas de servicios públicos que se crearon para capacitar a los trabajadores, tal y como el SINAMOS.
En el segundo capítulo, Héroes y antihéroes, el autor narra cómo, desde el gobierno, se generó una política cultural y concientizadora de elevar a los antiguos “héroes” nacionales (en su mayoría militares) y a alentar a los profesores escolares a abordar la historia local. El gobierno de Velasco eligió un héroe de aspecto indígena para convertirlo en símbolo de su revolución: el cacique Túpac Amaru, quien dirigió un levantamiento indígena en el sur del Perú en el siglo XVIII, pero que fue derrotado, capturado, juzgado y ejecutado por los españoles en la plaza del Cusco en 1781. Cualquier elemento considerado revolucionario y nacionalista durante el régimen de Velasco llevó el nombre o la imagen de Túpac Amaru II. Además, en este capítulo, se hace referencia a la literatura indigenista de los años 50; una literatura que muestra una imagen del campesino como vencedor y su próximo triunfo frente a las clases dominantes, caso contrario de la típica imagen del indio como sujeto derrotado.
En el tercer capítulo, Los terratenientes, el autor recoge testimonios de propietarios de haciendas que sufrieron la expropiación de parte del gobierno de Velasco. Aquí se describe cómo el gobierno revolucionario elaboró un discurso moral para legitimar la expropiación, dejando en claro que los terratenientes eran merecedores de estos actos punitivos establecidos por el Estado en nombre de la nación. El autor se centra en los constructos de hacienda, propietario, patrón y gamonal que circularon con el proceso de la reforma, ejemplificando el tema con las entrevistas a distintas familias. Los testimonios de los propietarios de tierra –caracterizados como enemigos de clase por la retórica velasquista– muestran claramente la indignación e impotencia que sintieron los terratenientes durante la expropiación. Además, retratan cómo ocurrió la expropiación de las tierras, los antecedentes, el ambiente en que se dio, la defensa de los propietarios (utilizando los vacíos de la ley de Velasco) y la posterior adaptación de las familias expropiadas a su nueva situación.
En el cuarto capítulo, Gerentes y dirigentes sindicales, se explica cómo el modelo de reforma agraria no fue un diseño o deseo surgido desde el campesinado, sino que vino desde arriba y desde fuera de su propio entorno. Fue inventada en contextos urbanos e implementada por asesores civiles de izquierda de los militares. Por lo tanto, lejos de distribuir la tierra, la reforma agraria consolidó la gran propiedad, la mayoría de las veces en unidades difíciles de manejar y territorialmente dispersas, que congregaron diversas formas de tenencia de tierra y de sistemas de producción. Las memorias de tres funcionarios (Mario Ginocchio, Germán Gutiérrez y María Villarrubia) son recogidas en este capítulo para narrar cómo tuvieron que adaptarse al modelo de cooperativa entre 1970 y 1980. Para ello, el autor se centró, básicamente, en la producción algodonera en dos regiones costeras: el valle de Chira en el norte y el valle de Cañete a 200 kilómetros al sur de Lima.
El capítulo quinto, Machu Asnu cooperativa, trata sobre la destrucción de una supercooperativa, ubicada en la sierra, cerca de la ciudad del Cusco, donde las comunidades campesinas organizaron agresivas invasiones de tierras. Los temas que se abordan en este capítulo son la toma de tierras y los días de gloria de las confederaciones campesinas que desafiaron al régimen militar. Se destaca, también, cómo se inscribió en un época donde los intelectuales y campesinos luchaban por conseguir la tierra que les habían prometido.
En el capítulo sexto y último, Veterinarios y comuneros, el autor se basa en las memorias de la gente acerca de los esfuerzos por clausurar las SAIS Cahuide en la región altoandina del departamento de Junín, diez años después del colapso de Machu Asnu. En el texto, se ve cómo la intervención de miembros terroristas de Sendero Luminoso intensificaron los enfrentamientos en la zona. Dichos enfrentamientos, junto con la crisis económica de la década de 1980, ocasionaron que las cooperativas queden bastante debilitadas. El capítulo analiza, en un principio, el crecimiento de la ganadería moderna capitalista de ganado ovino en la región, la posterior expansión de esta ganadería en tierras comunales y el establecimiento de las supercooperativas (SAIS) de la reforma agraria. El capítulo termina con los dolorosos recuerdos de los campesinos sobre un pasado mejor, cuando las haciendas estaban a manos de sus antiguos propietarios y como ellas cayeron en manos de las cooperativas, en este caso SAIS Cahuide.
En fin, por la calidad de sus fuentes (históricas y antropológicas) este libro es un buen material de información sobre la reforma agraria del gobierno revolucionario de la Fuerza Armada y el contexto socio–político de la época. Así mismo, el autor realiza un gran esfuerzo por recopilar entrevistas de los principales actores involucrados dentro del plan de reforma, dando un amplio panorama social del fenómeno tratado. Además, al autor no le basta el explicar la reforma agraria desde el gobierno de Juan Velasco, sino también toma como punto de partida los antecedentes de dicho fenómeno. De esta forma, integra los primeros pasos de la reforma agraria, en gobiernos anteriores, con los residuos que quedaron de esta luego del gobierno de Alan García y Alberto Fujimori. Por tal razón, recomiendo al público lector aproximarse a esta fuente de alto valor histórico y antropológico; es, sin duda, un libro para quien busca información detallada y profunda sobre dicho fenómeno que afectó la economía del país y a sus diferentes capas sociales.
Transcripción de algunas de las entrevistas del libro
- Entrevista a Francisco Pancho García Guerra, funcionario del régimen de Velasco y asociado con el SINAMOS (Sistema Nacional de Movilización Social)
SINAMOS fue creado en 1971 para apoyar el trabajo político de la revolución sin llegar a ser un partido político en sí, sino más bien un ente burocrático. Con frecuencia se ha acusado a este organismo de estar infiltrado por izquierdistas que se empeñaban a socavar los objetivos productivos de las nuevas empresas de la reforma agraria. Sus oficinas fueron quemadas en Cuzco en 1973 y en Lima el 5 de febrero de 1975. Al final, todos odiaban a SINAMOS. En 1976 fue disuelto por el presidente Morales Bermúdez. Sin embargo, fue una de las instituciones más prominentes de la época, el gobierno trató de incorporar en ella a las masas, al mismo tiempo de controlarlas. Finalmente, terminaría siendo un ente de adoctrinamiento del pensamiento velasquista.
Pancho García describió así el ambiente imperante en 1969:
Yo todavía era profesor de la Universidad Católica cuando un amigo me llamó por teléfono para decirme que se iba a radicalizar la reforma agraria y que este proceso comenzaría con la expropiación de las haciendas azucareras. Mi reacción fue completamente en duda… Una reforma agraria radical era una de las grandes ilusiones de toda una generación de gente politizada de izquierda como yo. Recuerdo haber visto en la televisión las imágenes de los militares entrando con tanques a los complejos azucareros. Ese proceso me persuadió de la necesidad de unirme al régimen.
Cuando se organizó el SINAMOS, fui invitado a formar parte de él… Inicialmente era un grupo muy pequeño formado por gente que provenía de diferentes tiendas políticas. Algunos no nos conocíamos entre nosotros. Tuvimos meses de trabajo muy intenso… Con oficinas en cada región importante del país, se conformó a partir de siete instancias que previamente habían estado en actividad en la zona rural. Entre ellas estaban las oficinas de: desarrollo rural, cooperativas, la encargada de registrar y reconocer a las comunidades campesinas indígenas, las organizaciones de los barrios marginales y una corporación financiera.
SINAMOS funcionaba en el centro de Lima en el denominado Centro Cívico. Tenía un equipo de expertos encargados de concebir proyectos políticos de largo plazo y de gran escala (el Centro de Estudios de la Participación).
ENRIQUE: ¿Qué piensas acerca de la gran distancia que había entre los modelos [de participación social en las grandes cooperativas] y la realidad?
PANCHO: [luego de una larga pausa]: Personalmente no tengo el recuerdo de que en las discusiones políticas de ese tiempo los modelos o su belleza hubieran sido factores determinantes…
ENRIQUE: [insistiendo]: ¿Qué fue lo que en esos años creó grandes esperanzas de que se podría cambiar la mentalidad de la gente colocándola en el casillero correcto del organigrama?
PANCHO: [una respuesta un tanto airada en esta oportunidad]: Estoy hablando desde el punto de vista político. La reforma agraria puso en marcha un juego de procesos políticos muy fuertes que de alguna manera llevaron a cabo objetivos de cambio radical que habían sido demandados durante largo tiempo. La idea de implementar cooperativas era aquí y en otros países latinoamericanos…
La reforma produjo consensos porque la gente vio que aquello por lo que venían luchando durante tantos años comenzaba a realizarse. Salvo los terratenientes y la oposición conservadora, no hubo planteamientos nuevos que hicieran que la gente se opusiera… Fue un proceso muy legitimado. El gobierno de Velasco fue muy popular. Para mí este fue un factor fuerte y decisivo. Y si me preguntas si valió la pena, yo diría que “sí” en el caso de la reforma agraria y “sí” en el caso de muchas otras cosas que se hicieron por entonces… (pp. 71-72)
Pancho, como muchas otras personas de esos tiempos, descartó la distribución directa de la tierra a personas individuales o comunidades.
PANCHO: lo que no era posible era dar tierra a todos; es decir, la repartición en parcelas individuales hubiera traído enormes dificultades para la distribución de la misma… Eso estuvo en la base de la noción de las cooperativas.
ENRIQUE: Entonces, ¿qué se hizo mal? En mis entrevistas con la gente local, hablan mal de las cooperativas.
PANCHO: No creo que sea posible generalizar de esa manera. Sería interesante saber cómo cambió la situación de esa gente antes y después de la reforma agraria. Mi sensación es que mejoró y no que desmejoró, y no estoy hablando solo en términos económicos, sino también sociales y políticos.
Una cosa que también hay que recordar es que, iniciado el segundo gobierno de Belaunde, lo que se hizo fue desmontar todo lo que se pudo haber hecho previamente. Negaron cualquier cosa que pudiera haber sido positiva y en el resto del aparato público también desaparecieron las instituciones de apoyo, la asistencia técnica.
El proceso de parcelación de la tierra fue un proceso endógeno en los años 80. A nosotros nos costó mucho aceptar eso. De haberlo hecho, desde nuestras ONG, los habríamos ayudado a hacerlo mejor si no hubiéramos anticipado en tres o cuatro años antes de que ocurriera. No lo hicimos por bloques psicológicos e ideológicos. Como el modelo [la parcelación] no era de Velasco, era algo difícil de aceptar y como colaboramos con él, fue difícil de cambiar de lado.
ENRIQUE: ¿Por qué?
PANCHO: Porque uno se apega a lo que ha hecho.
ENRIQUE: ¿Por qué el modelo era bonito?
PANCHO: Fíjate, yo soy un pragmático, Enrique. No me vas a oír hablar de modelitos. Lo hicimos porque creíamos que era bueno. ¡Pensamos que era bueno a pesar de que las cooperativas no habían funcionado en ninguna parte!
ENRIQUE: ¿Qué nos ha dejado la reforma agraria?
PANCHO: [Pausas y suspiros] Todo proceso de reforma es un desorden muy grande. No logró estructurarse en un nuevo orden de relaciones económicas y sociales. Y también se truncó debido a la enfermedad de Velasco.
ENRIQUE: ¿Y qué es lo que hay que poner en orden ahora?
PANCHO: Todo.
ENRIQUE: ¿Qué relación hay entre el impacto de la reforma agraria y la violencia política posterior?
PANCHO: Yo creo que muy poca. Pienso que Abimael Guzmán no percibió de manera adecuada los profundos efectos que había tenido la reforma agraria en la sierra. Y gracias a que el gobierno de Velasco tuvo buenas relaciones con los campesinos, en el momento que los militares inician una estrategia de otro tipo, los campesinos rápidamente apoyaron el gobierno con sus propias organizaciones: las rondas campesinas. El enfrentamiento campesino con Sendero Luminoso no hubiese sido posible si antes no hubiera habido una reforma agraria.
La derecha ha culpado a los velasquistas seudo comunistas y a los izquierdistas por haber sentado las bases que permitieron a los miembros de Sendero Luminoso tener un punto de apoyo; a su vez la izquierda sostiene, como Pancho, que las reformas de Velasco fortalecieron al campesinado y le permitieron derrotar la insurgencia. Sin embargo, lo cierto es que la década de 1980 – 1990 fue de una violencia política terrible, la misma que tuvo lugar inmediatamente después de la reforma agraria (p. 78).
- Entrevista a Lucho Alcázar, propietario del fundo San José, Pariahuanca, Junín. Cultivó lo que le dejó la reforma y luego se trasladó a Lima.
En 1969, cuando el estado decidió demonizar a los propietarios de tierras, las relaciones de clase se invirtieron. Se elaboró un discurso moral para justificar la expropiación y de esta manera los terratenientes, que alguna vez fueron el centro de poder, pasaron rápidamente a ser definidos como enemigos de clase. Cabe recalcar, que a nadie le gusta ser definido como enemigo de clase y menos ser expropiado. Estos personajes consideran que desde la reforma nunca se les dio la oportunidad de defenderse, ni de expresarse.
Aquí, Lucho Alcázar describe el impacto de la expropiación:
La reforma agraria llegó un 28 de noviembre de 1973. Yo estaba justamente con mi papá cuando llegó la notificación de expropiación. Nos cayó como un baldazo de agua fría. Nunca me lo voy a olvidar porque fue muy desagradable. Durante tres años vivimos la angustia de esperar el día que llegara nuestro turno. El hecho de que “llegara la reforma agraria” significaba que llegaba una camioneta pickup del Ministerio de Agricultura con un par de ingenieros de lo más desagradables, con el papel de expropiación, que ¿cómo puedo decir? era como magia, ¿no? Con ese papel tú dejabas de ser dueño de lo que había sido tuyo durante tantos años, que había sido de tus abuelos. Y ese papel decía que era por el sistema social que uno dejaba de ser dueño de la hacienda que tanto trabajo te había costado.
Teníamos la esperanza de que nos dejaran cuarenta hectáreas, que era el mínimo inafectable… Pero no fue así, de acuerdo con ese papelito no iba a ser así; decía “expropiación total”.
La oficina de reforma agraria había hecho previamente el inventario de las tierras, la casa, el ganado y el alambique. En ese momento pudimos haberlos engañado, lo digo sinceramente, pero la concepción de que por lo menos nos iban a respetar la casa y las veintitantas hectáreas, y una parte de arriba que nos permitiera tener ganado, nos hizo concebir la esperanza de que no había necesidad de hacerlo. Mi papá y yo pensábamos que el proceso iba a ser legal y justo, creíamos que estábamos dentro del marco legal. No pensamos en la posibilidad de coimear a nadie porque creíamos que no sería necesario… Nos asignaron 16,7 hectáreas, el alambique (considerado como parte de la casa) y la mitad del ganado. Era terrible estar ahí sintiéndote impotente mientras un ingeniero te decía esta vaca sí, esta otra no. Por supuesto, se llevaron las mejores y tú no podías objetar. (pp. 126-127)
- Entrevista a Germán Gutiérrez, dirigente sindical y campesino de Cañete. Fue empleado de una cooperativa de servicios.
Mi padre era de Arequipa. Él era jefe de máquinas de la hacienda (hacienda San Benito que pertenecía a la familia Rizo Patrón) y estaba a cargo de toda la maquinaria y gozaba de la confianza de los dueños, pero terminó peleado con ellos debido a un pleito por una pequeña parcela de tierra que la hacienda le había dado para que él la mejorara en uno de los cantos que no estaban cultivados.
Acerca de las relaciones laborales en las haciendas de Cañete 1940 – 1965.
En la hacienda en la que yo nací había un sindicato. La gente en la época del sindicato solamente trabajaba pensando en mejoras salariales, en mejores condiciones de trabajo. De eso se trataba el sindicato, mi papá también estaba en el sindicato, pero él veía que a veces discutían y no había mucha cosa concreta. Él no era muy militante, pero a él no le gustaban los abusos. Los propietarios de la hacienda no eran realmente abusivos pero él veía como algunos administradores abusaban.
Mi papá tenía 75 años y se jubiló cuando se puso feo el problema entre él y la hacienda. Por ese tiempo, los verdaderos dueños ya estaban viviendo en Lima, y los sobrinos del dueño se habían hecho cargo de la hacienda. Me acuerdo que a uno de ellos le decían el Mechón (por su peinado de cola), era orgulloso, y desde que asumió la hacienda, mi padre tuvo varios problemas con él. El Mechón cuestionó la arada que los conductores del tractor de mi papá, diciendo que no había salido bien. Mi papá le respondió a las críticas: “Usted en realidad no conoce lo que está pasando, usted no conoce de agricultura. Yo he trabajado con ingenieros, con sus tíos que ha sido gente muy preparada. Este trabajo que usted quiere hacer es porque quiere llenarse de plata fácilmente, pero el trabajo no va a resultar”.
Desde ese momento, El Mechón comenzó a marcar a mi padre y a buscar vengarse. De manera que cuando mi padre se jubiló, él lo quiso botar de la pequeña parcela que la hacienda le había dado con la intención de dársela a otro.
Mi padre quería mucho su chacra. Trabajaba en esa tierra los fines de semana y, a pesar de que hubiera podido, no usaba los tractores de la hacienda, trabajaba con su propio caballo…
Después que mi padre desarmó todas las marcas que los topógrafos de la hacienda habían colocado en los campos, se fue a la oficina a pararlo en seco al Mechón. Estaba realmente furioso. Mi padre casi le pega al patrón, y el Mechón sacó su revólver pero estaba temblando tanto que no pudo disparar… Mi papá le dijo una lisura fea: “Para que sepas, con mis pulmones se han enriquecido toda tu familia, hasta tú mismo, que en esa época has estado con pañales”, le dijo. “Si estos malditos hacendados me quieren sacar, me van a tener que sacar muerto”. Y a mí me dijo, “esta chacra tiene toda tu edad, ¡carajo! Hoy mismo te vas a Lima a defenderla como puedas. Hay una ley que ampara a los campesinos que tienen tierras dentro de la hacienda.
A partir de ese incidente de 1967 me nació el amor por la justicia social.
El ministerio en ese entonces evitaba encuentros con los oligarcas; sin embargo, le recomendaron a Germán Gutiérrez a una joven abogada “comunistona” para que lleve su caso, la doctora Laura Caller Iberico. Junto a ella, Germán Gutiérrez organizó un movimiento de protesta contra los intentos de los propietarios de demorar la expropiación de las haciendas de Cañete, 1970 – 1972.
Esto, sin yo haber tenido la oportunidad de escribir un libro, lo vengo diciendo e insistiendo al respecto: Sin la Reforma Agraria de Velasco, Sendero Luminoso gobernaría al Perú desde los años 80, y las secuelas hubiesen sido terribles. Lo que sucede en Venezuela hoy sería un paseo de fin de semana comparado a lo que hubiese venido: una sangrienta y feroz Camboya Sudamericana, con un Abimael Guzmán como Pol Pot vernáculo.