Reseña KATHRYN BURNS. Hábitos coloniales: los conventos y la economía espiritual del Cuzco. Lima, Quellca, Instituto Francés de Estudios Andinos, 2008.
Alejandra Cuya (PUCP)
El libro Hábitos Coloniales: los conventos y la economía espiritual del Cuzco, cuya publicación en español se realizó en el año 2008 bajo el auspicio del Centro de Estudios Andinos “Quellca” y del Instituto Francés de Estudios Andinos, es una investigación novedosa que coloca a las monjas de los dos monasterios más importantes del Cuzco, Santa Clara y Santa Catalina, como agentes históricos en el desenvolvimiento espiritual, social y económico de la región. En ese sentido, la autora busca responder a dos preguntas principales: ¿hubo una red económica en la que participaron las monjas, y si la hubo, cómo se desarrolló a lo largo de los siglos XVI al XIX? y ¿cómo influyó esta red de intercambios económicos en el plano espiritual y social de las familias cuzqueñas de cada periodo? Esto es a lo que la autora llama en la introducción “economía espiritual” (p. 17), y aunque sólo en la introducción realiza una muy breve explicación sobre este concepto, en realidad el lector puede comprenderlo sólo mediante la lectura del libro, cuando se hace evidente mediante el uso de ejemplos sobre casos específicos.
El libro está dividido en tres partes: “Actos fundacionales”, “Cenit” y “Crisis y decadencia”. En la primera parte, la autora desarrolla el tema de las motivaciones que estuvieron detrás de las fundaciones de los principales conventos de monjas del Cuzco: Santa Clara y Santa Catalina. El convento de las clarisas fue fundado en una época muy temprana, en 1558. La autora propone como posible causa para su fundación el interés que tuvieron los vecinos del Cuzco por proteger sus linajes y el nombre que habían ganado al haber sido parte de las campañas de conquista. Sus hijas, más que sus hijos, se convirtieron en una parte esencial para lograr su perpetuidad como personas importantes del Cuzco.
Esto cobró aún mayor prioridad debido a que la hegemonía española aún no se había establecido por completo en el Cuzco. Hay que recordar que entre 1530 y 1572 los incas aún no habían sido derrotados del todo. Manco Inca se había refugiado en Vilcabamba, y sus descendientes permanecieron ahí hasta que el último inca fue decapitado. Además, los encomenderos entre las décadas del 40 y 60 pasaron angustiantes momentos en su lucha por defender la perpetuidad de las encomiendas que habían obtenido después de la Conquista. Los encomenderos deseaban mantenerlas para que sus hijos las heredaran, pero tenían un grave problema: muchos de los hijos de los conquistadores eran mestizos. Los mestizos tuvieron una posición sumamente incómoda durante este periodo, pues no eran muy bien considerados. Luego de un intento de motín por parte de algunos hijos mestizos de encomenderos, la mala opinión que había sobre ellos se incrementó y fue difícil, a partir de 1560, que obtuvieran lugares honorables dentro de la sociedad.
La autora señala este hecho como una causa crucial que hizo que el destino de las hijas mestizas de los conquistadores cobrara un interés mucho mayor al que en otras circunstancias hubiese tenido. Por tal razón, en el texto se señala que el monasterio no se creó sólo para fomentar las vocaciones, sino que se creó para que las niñas recibieran “buenas costumbres” y educación en “hispanidad” (p. 44); o como lo señala Kathryn Burns, para ser un “capital cultural” para sus padres (p. 48). Cuando las mujeres llegaban a una edad adecuada, ellas podían elegir entre tomar los hábitos o salir del convento y casarse. Por esta razón, fueron educadas para ser monjas, o esposas o criadas de hogares españoles; esto último debido a que no todas tenían el mismo rango, el cual dependía mucho de quién había sido su padre o si la niña era huérfana o no.
Con respecto a las monjas de Santa Catalina, su convento originalmente se estableció en Arequipa. Sin embargo, una serie de desastres hicieron colapsar a toda la ciudad, incluidas las instalaciones del convento, lo cual motivó la migración de las monjas hacia el Cuzco. La autora emplea el estudio de este caso particular para contrastarlo con el de la fundación de Santa Clara, ya que Santa Catalina se fundó en el siglo XVII, en 1605, época en que la mayoría de tierras ya estaban distribuidas en el Cuzco, y en la que el Cabildo ya no regalaba tierras a los conventos, como sí lo hicieron con las clarisas en su momento. Además, en este capítulo la autora aborda un tema muy interesante, que es el de la frontera de las relaciones económicas y sociales. Las monjas de Santa Catalina al dejar Arequipa, no sólo dejaron el monasterio en ruinas. Ellas dejaron atrás una serie de conexiones económicas importantes que eran necesarias para su sustento. Mantener el contacto con Arequipa y hacer efectivo el cobro de censos que tenían sobre sus propiedades arequipeñas fue una tarea de la que su mayordomo, un familiar de la abadesa, se quejaba continuamente. Finalmente, tuvieron que vender las propiedades, ya que resultaba muy costoso mantener la relación con la lejana ciudad. Las monjas habían pasado a ser forasteras, y esto se aplicó tanto en su relación con Arequipa como con el Cuzco, lugar en donde reiniciaron sus actividades. Sin embargo, como se ve en el capítulo, ellas realizan una serie de estrategias para posicionarse y muy pronto lograron prestigio, estabilidad y reconocimiento.
Finalmente, la primera parte se ocupa de la forma en que las clarisas consiguieron hacerse con grandes extensiones de tierra y propiedades, resaltando la figura del mayordomo de estas monjas: Gerónimo Costilla, quien se encargó de añadir muchas propiedades, sobre todo haciendas, a los bienes que ya habían obtenido las monjas por medio de donaciones realizadas por particulares o por el Cabildo de la ciudad o cesiones por medio de testamentos. La figura del mayordomo es importante para la argumentación de la autora, ya que no sólo se encarga de señalar con este ejemplo qué beneficio consiguió él para las monjas, sino también en qué se benefició él de su relación con el monasterio de Santa Clara. De esta forma, la autora quiere resaltar lo que señaló en su introducción: los intercambios espirituales, sociales y económicos, la llamada “economía espiritual”. Un punto que debe quedar claro es que las monjas, si bien tenían prohibido tener propiedades particulares, no tenían prohibido tenerlas a nivel institucional. En ese sentido, todas las propiedades que se registraron fueron a nombre del convento de Santa Clara.
Como señala la misma autora, Gerónimo Costilla “se involucró profundamente en la promoción y la prosperidad del nuevo convento de Santa Clara, en donde eventualmente compró una capilla funeraria en la cual se le veneraría como el honorable patriarca de un linaje distinguido, no como un simple segundón” (p. 74). En efecto, Gerónimo Costilla era el segundo hijo de una familia importante en Zamora. Su familia había favorecido económicamente al convento franciscano de la ciudad y tenían una capilla en la que estaban enterrados sus antepasados; obviamente Gerónimo quiso repetir la fama de su familia como benefactor de un monasterio en el Cuzco. Él ayudó a las clarisas a hacerse con tierras, que él presentó como “vacas”, es decir, que no estaban en uso. En realidad, estas tierras pertenecían a los indios de Ollaytambo y, al parecer, habían sido despobladas por la reducción de la población indígena, quizás por el contagio masivo de alguna enfermedad. Ante la presión del mayordomo, los indios se vieron obligados a donar una parte de sus tierras al convento, y a su vez consiguió también mercedes a su nombre (p. 82).
La segunda parte comprende sólo dos capítulos y se centra en el siglo XVII y en las relaciones que se insertaron dentro de la economía espiritual. El capítulo 4 se enfoca, sobre todo, en la vida cotidiana en los claustros. La autora desde el inicio del capítulo se centra en la utilización del locutorio como un medio por el cual se realizaban los acuerdos y transacciones entre las monjas y los habitantes del Cuzco, llegando a ser uno de los espacios más transitados de la ciudad (p. 139). También, se realiza una investigación bastante bien lograda sobre el orden jerárquico que existió dentro de los conventos entre dos grupos: españolas y criollas y las hijas de los curacas y las donadas. La autora indica que sólo las de primer grupo podían llegar a ser monjas profesas, de velo negro, y que podían tener acceso a una celda propia. Sin embargo, estas celdas eran todo menos humilde: “muchas celdas tenían su propia cocina, patio y hasta gallineros. Algunas contaban con altares para devociones privadas” (p. 140).
Además de esta división general, había una división interna de cargos. Entre los más importantes estaban: la abadesa, encargada de administrar las finanzas del convento y de aplicar castigos a las monjas; la madre vicaria, la segunda al mando; las monjas del consejo, que antes ya habían sido abadesas y servían de asesoras a la madre vicaria; monjas de velo negro; monjas de velo blanco, que eran las hijas de curacas y en algunos casos las huérfanas, y se diferenciaban de las de velo negro por la cantidad de la dote que habían aportado al momento de entrar en el convento; y las donadas, que eran criadas de las monjas. Todas estas personas vivían dentro de los conventos en compañía de niñas abandonadas en el locutorio, que eran criadas por las mismas monjas, y de los esclavos negros que tenían. Es por esta razón que la autora afirma que las monjas, dentro del convento, construyeron sus propias unidades domésticas en las que tuvieron desde hijas adoptivas hasta esclavas y esclavos (p. 151).
En cuanto al capítulo 5, este trata sobre el tema de la relación que se formó entre algunas de las más reputadas familias del Cuzco y los monasterios de monjas. Esta relación se formó sobre la base de una unión de intereses comunes entre ambos grupos: Las monjas necesitaban ingresos para su sostenimiento, ya que sólo con las dotes era imposible que se mantuvieran, y las familias del Cuzco buscaban posicionar a sus hijas dentro de los conventos para que ellas los ayudaran a obtener créditos con facilidad. En el siglo XVII, el crédito dominaba el mercado de las ciudades del virreinato, sobre todo en el Cuzco. Una de las instituciones que más dispuesta estuvo en brindar ese servicio fue la Iglesia. La autora señala que estas “operaciones crediticias dieron a los cuzqueños una flexibilidad sumamente necesaria en una economía pobre en efectivo, permitiéndoles conseguir algo que deseaban sin tener que desembolsar una gran suma” (p. 177). Además de estos préstamos a nivel de monasterio, las monjas podían realizar préstamos a nivel personal, ya que poseían ciertos bienes que sus familiares les heredaban o donaban. Esto hizo posible que pudieran mantener a sus unidades domésticas. Todas las personas del Cuzco buscaron a las monjas en sus locutorios para pedir algún crédito. Desde curacas hasta criollos, los primeros para poder pagar el tributo y los segundos para agrandar sus haciendas. De esta forma, el crédito y la deuda crearon una relación entre los cuzqueños y los monasterios, aunque la dependencia de censos llevaría luego a la ciudad a una condición muy delicada.
La tercera y última parte del libro comprende dos capítulos y trata, como lo dice su mismo título, sobre la crisis y la decadencia de la economía espiritual que durante siglos las monjas habían ayudado a construir. Esta parte del libro se sitúa temporalmente entre el siglo XVIII y el siglo XIX, y a nuestro parecer es la parte más débil del libro, debido a que no hay una adecuada profundización en los temas que se mencionan, situación distinta a las dos primeras partes del libro. Esta época es muy dura para los cuzqueños, debido a que los recursos ya no eran abundantes y el cobro de los censos se volvió cada vez más dificultoso para las monjas, debido a la falta de dinero de sus censatarios. En contraposición a este problema local, desde la península se comenzó a ver con malos ojos que las órdenes religiosas y los monasterios acumularan tantos bienes y no les dieran un uso apropiado. Esta crítica se acentuó con la llegada al trono del rey Carlos III cuyos asesores recomendaron que impidiera que la Iglesia acumulara más propiedades.
La situación económica del Cuzco comenzó su declive desde 1720, como señala Burns, debido a que la mina de Potosí decayó, y junto a ella todos los comercios relacionados con ella como la venta de azúcar, textiles y maíz. Además, el Cuzco sufrió una peste. La estrategia que aplicaban las monjas en este tipo de circunstancias era el de reducir o cancelar las obligaciones de pago de sus deudores por una temporada, hasta que los deudores principales se recuperaran y comenzaran a abonarles el dinero correspondiente. Sin embargo, para desgracia de las monjas, esto no sucedió así. Las viejas familias criollas relacionadas con las monjas, como los Ugarte, se vieron muy afectadas. Ante la falta de dinero para efectuar los pagos, las familias entregaron sus propiedades a las monjas como medio de pago; sin embargo, esto no sirvió de nada, ya que las propiedades no les aseguraban una renta anual a las monjas. Más bien, comenzaron a acumular muchas propiedades, que se convirtieron en un capital muerte. Las monjas que antes eran las que prestaban dinero, en ese momento, tuvieron que acudir a préstamos para que sus comunidades sobrevivieran. Las monjas llegaron a estar tan necesitadas que comenzaron a elaborar dulces y costuras para venderlas en la ciudad por medio de sus esclavas (p. 214). Este panorama fue negativo para ellas, ya que mientras ellas hacían todo lo posible por mantenerse, todas estas acciones eran mal vistas por los que querían una reforma.
La situación del Cuzco, también, se vio afectada debido a la creación del Virreinato del Río de la Plata. Aunque los canales de comercio no se cortaron, la alcabala se incrementó y generó protestas. Una de ellas sería la que afectaría en gran medida al Cuzco: la Gran Rebelión de 1780. A partir de ese momento, en el Cuzco, a la élite indígena se les hicieron diversas prohibiciones y a los criollos y españoles, incluidas a las monjas, se los tomó como sospechosos de haber colaborado con los rebeldes. El que llevó a cabo estas medidas fue el gobernador del Cuzco, don Benito Mata Linares, quien “vio signos de revolución por todos lados” en el Cuzco (p. 226). Por otro lado, los obrajes y las haciendas circundantes quedaron sumamente dañados, siendo las más afectadas las que se encontraban cerca del Camino Real que unía al Cuzco con el Alto Perú. Fue a partir de estos hechos que las monjas tuvieron que adaptarse a este cambio y comenzaron a alquilar sus propiedades rurales y urbanas para obtener ingresos. Sin embargo, esto trajo consigo que se quebrara esa relación antes existente entre los cuzqueños y los monasterios. La relación que establecieron con sus inquilinos fue muy superficial y poco duradera, ya que la clientela era muy cambiante.
Finalmente, en el capítulo 7 la autora realiza un resumen muy rápido de lo que ocurrió en el siglo XIX con los monasterios durante el proceso de cambio que fue la Independencia del Perú. Lo ocurrido entre 1821 y 1824 hizo que el Cuzco fuera la última capital del virreinato peruano, lo que trajo consecuencias. Las instituciones existentes en el Cuzco se vieron obligadas a efectuar donaciones voluntarias para respaldar el esfuerzo bélico (p. 245). Como ya la autora había dejado en claro en el capítulo anterior, la situación en la que el Cuzco era bastante precario y los monasterios apenas tenían para su subsistencia. En ese sentido, la priora de las clarisas de la época manifestó que “el estado actual de nuestras Rentas es demasiado miserable e incapaz de poder hacer ningún esfuerzo ni sacrificio” (p. 245). Además de esto, las monjas tuvieron que enfrentar el hecho de que muchos de los que aún tenían censos por pagar, los comenzaron a repudiar y a abandonar la tradición familiar.
Tras la derrota de los españoles en 1824, el general Agustín Gamarra fue nombrado prefecto del departamento del Cuzco y, en 1825, Simón Bolívar visitó la región. Durante su estadía efectuó una serie de fundaciones para el cuidado de la educación cuzqueña mediante la expropiación de propiedades a conventos y monasterios. Fundó el Colegio de Ciencias y Artes mediante la unión de los dos antiguos colegios de San Bernardo y San Francisco de Borja. También, fundó un colegio estatal para niñas, el Colegio de Educandas, al igual que hospicios para huérfanos, incapacitados y ancianos. Con el cierre de diversos monasterios, el prestigio de instituciones como los conventos de monjas decayó: “los cuzqueños no sólo ya no las respaldaban como antes, sino que muchos en realidad se oponían, sospechaban y formulaban cargos en contra suya” (p. 265).
Así mismo, disminuyó el flujo de muchachas enviadas por sus familias para formar parte de alguna congregación de monjas de clausura. Se cuestionó el hecho de que las monjas clarisas tuvieran esclavas dentro de los conventos y de que no tuvieran una vida en común. Las pequeñas unidades domésticas que las monjas habían aprendido a formar se desintegraron poco a poco. El golpe final para las monjas sería en 1864, durante el gobierno de Juan Antonio Pezet, en el que se estableció que los censos serían pagados directamente a las autoridades de la caja departamental. De esa forma, como lo señala Burns, los viejos lazos de la economía espiritual quedaron completamente destrozados (p. 264). A partir de este momento, las monjas optaron por un progresivo cambio hacia lo que sus madres fundadoras habían querido que fuera la vida en los conventos y, poco a poco, se fueron alejando del mundo exterior y del locutorio.
En conjunto, el libro es el resultado de una muy buena investigación en archivos notariales y conventuales. La autora escribe con un estilo muy ligero y, a pesar de que el contenido es académico, la lectura es muy llevadera y el texto resulta didáctico, como si la autora lo hubiese redactado no sólo pensando en los historiadores o especialistas que lo revisarían, sino en un público de lectores mucho más amplio. Como se ha mencionado, encontramos que la última parte del libro carece de la profundidad que sí tienen las dos primeras partes del libro. Sin embargo, creo que algo que se puede rescatar de la publicación, teniendo en cuenta el esfuerzo en conjunto de todos los capítulos, es que el libro logra que los lectores comprendan que el papel que cumplieron las monjas de clausura en el Cuzco entre los siglos XVI y XIX fue muy distinto al actual. El libro estimula al lector a cuestionarse por qué ahora las monjas han perdido la relevancia económica y social que tuvieron en el pasado, o por qué el número de monjas de clausura era mayor que el de hoy en día. Esa creemos debe ser la verdadera misión de un libro de historia: llevar al lector a hacerse preguntas acerca del presente mientras lee procesos pasados.
falta otro capítulo q analice q gracias a ellas les colonizaron mental y malamente lavándoles el cerebro alejándoles x siempre de nuestra cultura andina