Concilio Vaticano II, evocación de un testigo presencial
El discurso de Juan XXIII en la circunstancia fue de los menos retóricos y más coherentes de los oradores papales, episcopales y clericales con que ha contado la institución eclesiástica. Tuvo párrafos inolvidables, que prolongan el recuerdo de uno de los papas -uno se arriesga pensar- más digno e inolvidable de la historia.
Como cuando dijo: “En el diario desempeño del ministerio pastoral, hieren a veces mis oídos insinuaciones de almas, posiblemente ardientes de celo pero escasas de sentido de discreción y equilibrio que en los tiempos modernos no ven otra cosa que prevaricación y ruina. Van diciendo que nuestro tiempo, comparado con los que quedan atrás, ha empeorado. Y se conducen como si nada hubiesen aprendido de la historia, no obstante ser “maestra de la vida”, y como si en tiempos de anteriores concilios ecuménicos todo se desarrollase en triunfo absoluto del ideal y de la vida cristiana y de una auténtica libertad religiosa”.
Y, llegado aquí, el buen Papa Giovanni soltó una expresión que mantiene total validez medio siglo más tarde: “Personalmente, considero mi deber manifestarme en desacuerdo con tales profetas de desgracias que anuncian permanentes desastres infaustos cual si estuviese a punto de producirse el fin del mundo”.
Fue extenso el discurso de Juan XXIII inaugurando el Concilio que él había convocado. Recordando su exquisita bondad evangélica, aquí se citan de preferencia textos que ponen de relieve tal bondad. Uno de ellos es, entre muchos, el siguiente: “La Iglesia se ha opuesto siempre a los errores, a menudo condenándolos con máxima severidad. Sin embargo hoy la Esposa de Cristo ama recurrir a la medicina de la misericordia antes que a la severidad. De hecho, más que con la condena, prefiere ir al encuentro de las necesidades de hoy dando muestras de la validez de su doctrina”.
La inauguración de su Concilio fue una ocasión más, aunque no la única, en que Juan XXIII dio muestra espontánea y natural de una bondad que se recuerda y seguirá recordando como la más exquisita encarnada por el cristiano singular que fue él. En realidad, la bondad humilde y sencilla había sido y siguió siendo característica suya en cada uno de los 81 años que tenía ya a sus espaldas en aquel momento, y que alcanzaría su cenit en los aproximados ocho meses que aún le quedaban de vida, cuando ya sabía que estaba afecto de un cáncer mortal. Lo sabía y llevaba con serenidad y discreción.
Aquel 11 de octubre de hace exactamente 50 años las sorpresas que nos dejó en el recuerdo Juan XXIII fueron algo así como la culminación de otras no menos auténticas. ¡Qué sorpresa más feliz, por ejemplo -uno la recuerda también- la del 28 de octubre de 1958! Veinte días antes había fallecido Pío XII. En clima de precónclave, se pronosticaba por medio mundo la imposibilidad de que existiese, entre los cardenales del momento, un candidato para sucederle a la altura de Eugenio Pacelli.
Se citaban nombres pero uno no recuerda que figurase entre ellos el del Angelo Roncalli patriarca de Venecia. ¡Qué sorpresa más feliz cuando afloró su nombre y primeros datos, transformado en Juan XXIII! ¡Cuántas sorpresas más en sus -resumiendo- 81 años y 6 meses de vida, de los cuales 59 de sacerdocio, 38 de episcopado, y 5 de sumo pontificado! Sorpresa también excepcional relacionada con el acontecimiento del 11 de octubre de 1962 fue la que circuló el 25 de enero de 1959 dando eco al anuncio de la convocatoria de un Concilio ecuménico que habría de ser el Vaticano II.
Sorpresas sustentadas en una sencillez evangélica que nada tenía que ver con afán de originalidad sino de coherencia evangélica. Algunas tan simples como la que presenciamos cuantos abarrotábamos la Basílica de San Pedro la mañana del citado 11/10/1962. En la silla gestatoria, a hombros de los sediari, entró por la puerta principal el Papa que había convocado el Concilio, acogido por atronadores aplausos. Y de improviso, con total sencillez, se apeó de la silla y, con sus 81 años, se puso a caminar a pie Basílica arriba, con menoscabo de su “visibilidad”.
Más tarde daría la explicación del gesto: quiso sumarse, en igualdad, a los obispos que llenaban la basílica, renunciando al convencionalismo de la superior dignidad de Papa y ateniéndose a la sacramental de obispo. En realidad ya había venido actuando desde el momento de la elección como simple obispo, visitando, en los sábados de la cuaresma, las parroquias más humildes y periféricas de su diócesis romana. Un gesto pastoral que “heredaron” sus sucesores pese a que no había cultivado un Pío XII de nacimiento romano de Roma, ni sus predecesores. Otros gestos importantes heredarían de él los papas venidos después. Por ejemplo, el encuentro semanal con los peregrinos, o el Angelus de los domingos y días de fiesta…
Lo observado y vivido por la mañana de aquel 11 de octubre de 1962 te -me- había dejado más que emocionado. En una Basílica y Plaza de San Pedro abarrotadas sólo había visto lo principal. Por la noche quise seguir el telegiornale de una RAI entonces televisión única en una Italia sin parecido con la más tarde -¡hoy!- contagiada por la nada ejemplar “gobernanza” de alguien que ostenta, con sentido de irónica paradoja, el apelativo de Il Cavaliere. No recuerdo si, en lo que duró el noticiario televisivo se aludió a otras contingencias de la escena mundial. Lo que te interesaba era, sobre todo, lo ocurrido por la mañana.
Pero sí: relacionado con lo de la mañana, hubo algo que sonó a pertinente apéndice, que la RAI grabó y transmitió en riguroso directo. A aquella hora, los jóvenes cristianos de Roma, ya fueran de adhesión espontánea o de afiliación formal, montaron una espectacular serenata de lámparas, cantos y oraciones. Desde diferentes rincones de la ciudad, terminaron en la Plaza de San Pedro. Estaba claro: querían homenajear al entrañable Papa Giovanni. Las cámaras de televisión mezclaban en el enfoque los rostros de los jóvenes cantando y rezando con sus miradas orientadas hacia el balcón detrás del cual se suponía que estaba el venerado Santo Viviente Juan XXIII.
El comentarista de la RAI lo insinuó varias veces, mezclando el deseo con la intuición. Los espectadores televisivos lo esperábamos y deseábamos. Los jóvenes oficial y/o implícitamente cristianos no menos. Estábamos convencidos de que el Papa terminaría asomándose para corresponder a unos y a otros, por muy cansado que estuviera.
Su fidelísimo secretario -Monseñor Loris F. Capovilla, que a sus 95 años aún vive con excepcionales lucidez y “testimonialidad roncalliana”- explicaría por qué Juan XXIII se resistió a asomarse al balcón. Con sentido fiel de “colegialidad”, en una Roma adonde más que nunca en la historia habían confluido todos los obispos del mundo, se resistía a quedarse en exclusiva con un homenaje tan excepcional. Sí, se lo he oído a un Loris Capovilla al que debo -¡y profeso!- una generosa amistad: tuvieron que insistirle, él y otro excepcional colaborador y amigo de Angelo/Giovanni Roncalli, Monseñor Angelo Dell’Acqua. Al fin, coincidentes ambos, Capovilla y Dell’Acqua en el amistoso razonamiento, lograron quebrar su convencida resistencia. Les prometió que sí, que asomaría para decir un par de palabras.
Un par de palabras improvisadas que la RAI empalmó, sin haberlo previsto, a su telegiornale. Que muchos, quién sabe cuántos por más que el telediario no se daba en eurovisión ni aún menos en directo mundial, seguimos considerando como uno de los más genuinos y espontáneos discursos del inolvidable y ¡Santo! Papa Giovanni. Un par de palabras que fueron algunas más. Las siguientes:
“¡Mis queridos hijos! Oigo vuestras voces. La mía no es más que una voz, pero resume la voz del mundo entero. Aquí, de hecho, todo el mundo está representado. Diríase que hasta la luna se ha apresurado esta noche. Vedla allá en lo alto observando este espectáculo. Es que estamos concluyendo una gran jornada de paz. Sí, de paz. ‘Gloria a Dios, y paz a los hombres de buena voluntad’ (Lc 2,14).
“Conviene repetir a menudo esta invocación. Especialmente cuando percibimos que en verdad el rayo y la dulzura del Señor nos unen y se adueñan de nosotros, decimos: He aquí un anticipo de lo que debería ser la vida para siempre, de todos los siglos, y de la vida que nos aguarda para la eternidad.
“Si preguntase, si pudiese hacerlo en este momento a cada uno de vosotros: ‘¿De dónde viene usted?’ Los hijos de Roma, representados de manera especial en este caso, contestarían: ‘¡Oh! Nosotros somos sus hijos más cercanos: usted es nuestro obispo, el obispo de Roma’.
“Pues bien, hijos míos de Roma; vosotros sois conscientes de que representáis de veras a Roma la capital del mundo, tal como por designio de la Providencia está llamada a ser en orden a la difusión de la verdad y de la paz cristiana. En estas palabras se contiene la respuesta a vuestro homenaje.
“Mi persona no vale nada. Se trata simplemente de un hermano que os habla, de un hermano convertido en padre por voluntad de nuestro Señor. Pero todo unido, paternidad y fraternidad, es gracia de Dios. ¡Todo! ¡Todo!
“Sigamos pues amándonos, amándonos de esta manera. Y en el encuentro prosigamos aceptando lo que nos une, dejando a un lado, si lo hay, lo que pudiera constituir dificultad.
“Fratres sumus! ¡Somos hermanos! La luz que resplandece sobre nosotros, que está en nuestros corazones y en nuestras conciencias, es luz de Cristo, que quiere dominar, con su gracia, las almas todas.
“Esta mañana hemos disfrutado de una visión que ni aun la Basílica de San Pedro, en sus cuatro siglos de historia, había contemplado jamás. Pertenecemos pues a una época en la que permanecemos sensibles a las llamadas de lo alto. Por ello deseamos ser fieles y mantenernos en la dirección que Cristo bendito nos ha dejado.
“Ahora os quiero dar la bendición. Me gusta invitar a mi lado a la Santísima Virgen Inmaculada, de la que hoy celebramos la excelsa prerrogativa. Me ha parecido escuchar a alguno de vosotros evocar Éfeso y las lámparas encendidas alrededor de la basílica de aquella ciudad con motivo del tercer Concilio ecuménico del 431. Tuve la oportunidad de ver con mis propios ojos, hace algunos años, los recuerdos de aquella ciudad que evocan la proclamación del dogma de la Maternidad divina de María.
“Pues bien, invocándola, elevando todos unidos las miradas hacia Jesús, su Hijo, haciendo presente todo lo que lleváis en vosotros y en vuestras familias, de alegría, de paz y un poco también de dolor y de tristeza, aceptad con buena disposición esta bendición del Padre. En este momento, el espectáculo que se me brinda es tal que permanecerá largamente en mi alma de igual manera que ha de permanecer en las vuestras. Hagamos honor a la impresión de una hora tan preciosa. Sean siempre nuestros sentimientos los que en este momento expresamos delante del cielo y ante la tierra: fe, esperanza, caridad. Amor a Dios, amor a los hermanos. Y luego, todos unidos, sostenidos por la paz del Señor, prosigamos adelante en las obras de bien.
“Al volver a casa, encontraréis a los hijos: hacedles una caricia diciéndoles: ‘¡Ésta es la caricia del Papa!’ Es posible que encontréis alguna lágrima que enjugar. Tened, para quien sufre, una palabra de consuelo. Que los afligidos sepan que el Papa está con sus hijos de manera especial en las horas de tristeza y de amargura.
“En fin. Recordemos todos, de manera especial, el vínculo de la caridad y, cantando, o suspirando, o llorando, pero siempre llenos de confianza en Cristo que nos ayuda y escucha, prosigamos serenos y confiados nuestro camino.
“A la bendición añado el deseo de buenas noches, recomendándoos que no os detengáis en la simple senda de buenos propósitos.
“Hoy, bien puede decirse, estamos empezando un año que traerá consigo gracias insignes. Ha comenzado el Concilio y no sabemos cuándo concluirá. Si no hubiese de concluir antes de Navidad, toda vez que acaso no podamos conseguir, para tal fecha, decirlo todo y tratar todos los temas, será necesario otro encuentro. Pues bien: la perspectiva de volvernos a encontrar de nuevo cor unum et anima una (en un solo corazón y una sola alma) debe siempre alegrar nuestras almas, a nuestras familias, a Roma y al mundo. Bien vengan, pues, días tales. Los aguardamos con íntimo gozo”.
Imágenes:
1) Basílica de San Pedro el 11 de octubre de 1961
2) Juan XXIII
Un exelente recuerdo del todavia no superado Concilio Vaticano II. Una gran figura: Juan XXIII, el papa, el beato, el pastor supremo de la Iglesia.