Por: María Eugenia Rey
Insistimos en esto: la otredad, el mundo como cosa-en-relación, la concomitancia, se nos presenta hoy, en pleno siglo XXI, a manera de problemática. Para los filósofos del siglo pasado, la pregunta por la coexistencia era evidentemente necesaria; un siglo de guerras, revoluciones, totalitarismos, genocidios y demás horrores hacia la dignidad del hombre, dejó como saldo, entre otras cosas, un extenso diálogo sobre nuestro llamado como especie a existir-con-otros. Para los pensadores de hoy, en cambio, esta interrogante no es tan evidente; una relativa pacificación del mundo –producto, entre otras cosas, de la difusión de un modelo de economía política basado en la cooperación e interdependencia comercial- así como el triunfo –nunca definitivo, por lo demás- de repúblicas y democracias pluralistas parecen ser indicadores de que los hombres han aceptado vivir en sana convivencia. Lo contrario, sin embargo, es lo cierto, pues, aunque suene paradójico, las tecnologías de la hiper-comunicación nos han arrastrado a una existencia cada vez más solitaria, donde el reemplazo del mundo real por la realidad virtual cede paso el desdibujamiento de la otredad. Hoy no estamos en guerra con el otro, sino que, encerrados en nuestra burbuja virtual, no presenciamos la corporeidad. Luego, sería un error obviar en el debate actual el diálogo que sostuvieron los autores del siglo XX (Lévinas, Ricoeur, Merleau-Ponty…) en torno a la alteridad.
De acuerdo a una amplia fuente bibliográfica que aborda el impacto de las TIC, la velocidad de estas tecnologías va asociada a la desaparición del cuerpo: a mayor velocidad, mayor será la deslocalización del cuerpo al negar al aquí en beneficio del ahora. Este argumento se verifica no solo en red de prácticas actuales (por ejemplo, en la pérdida de copulación de las nuevas formas morales de relación –la familia monoparental, el divorcio, la telesexualidad-, así como la reducción del desplazamiento como consecuencia de las extensiones tecnológicas que asisten al cuerpo) sino también en el desarrollo teórico del francés Maurice Merleau-Ponty (1908 – 1961): para este seguidor de Husserl el sujeto y el mundo se reconocen a partir de una sensibilidad del “cuerpo y de la carne”, lo que significa que la percepción de la otredad se da a partir del hecho indiscutible (irrefutable) de que estamos rodeados de otros cuerpos –que podemos ver, oír, tocar, oler, etc.- Pero, si la idea del sujeto-como-cosa-corporal-en-el-mundo es reemplazada por la seudo-realidad desplegada en las pantallas de smartphones, tablets y pc, ¿cómo entonces puedo notar la presencia del otro?
Por supuesto que estamos llevando este argumento hasta sus últimas consecuencias, pero sin duda, la filosofía de Merleau-Ponty nos enseña que si nos alejamos demasiado de la estética fenomenológica –es decir, de la percepción sensorial- nos hallamos en peligro de convertirnos en una sociedad de ausentes, con lo cual todo el dilema sobre las posibilidades de relacionarnos y armonizar con el diferente queda automáticamente anulada, pues sencillamente nos quedamos solos y aislados, sin contraparte con la cual relacionarnos. En esta línea, es necesario promover y difundir esfuerzos como el de Anta Daly, que en su texto Merleau-Ponty and the Ethics of Intersubjectivity (2016) ofrece, a través de la revisión del enfoque de las neurociencias, una validación empírica de la teoría de Merleau-Ponty en este tópico, tal como está evidenciado en la reseña de David Markwell.
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