El mundo de la “hiperrealidad” . Rememorando a Braudillard

El mundo de la “hiperrealidad”

Por: Miguel Wiñazki

Braudilard

La clave de su pensamiento es simple, pero estremecedora: vivimos bajo el imperio del simulacro. Y la parafernalia global y comunicacional en la que estamos inmersos es ese universo sin sustancia por el que transitamos sin pena ni gloria. Eso creía. Que los medios son los que construyen el mundo en el que vivimos, y que eso no es la realidad, sino, lo que él denominaba “la hiperrealidad”. La representación mediática (esencialmente) ha disuelto a la realidad: el mapa borró al territorio. Pensaba los medios desde la filosofía. El silencio, señalaba, por ejemplo, está expulsado de la televisión”. En realidad suponía, y tal vez con razón, que los medios en general “huyen del silencio”. El sonido y la furia de la revolución mediática bombardea a las audiencias con ilusiones, con construcciones, y disuelve lo inconveniente. Por eso afirmaba, en relación a la primera batalla de Irak que George Bush Senior sostuvo en 1991 contra Saddam Hussein y los suyos, que la guerra, esa guerra, no había tenido lugar. Las pantallas transmitían fulgores verdosos de misiles, se oían sonidos de bombas sin cesar pero no aparecía ninguna víctima. La guerra había sido un espectáculo apabullante, que coincidió con la irrupción de la CNN en todo el mundo, como vehículo transmisor de las batallas que convocaban tanto o más que un Mundial de Fútbol. Pero los espectadores no veían nada. Nada más que destellos y sonidos sin destino. La CNN había descompuesto la guerra conocida, en la que los cuerpos sangran y se desagran y gritan y caen, en un show surrealista de imágenes sucesivas pero sin lógica.

La guerra y la vida y la muerte se convirtieron en filme, en simulación, en ilusión. Los medios son máquinas de producir fantasmas, y entre ellos vivimos. Baudrillard fue una suerte de filósofo, de pensador de las apariencias, pero a diferencia de sus ilustres antecesores, desde Lucrecio hasta Descartes, aludió no sólo a lo aparente, sino a las factorías que las producen a cada segundo: los medios.

Concebía a los Estados Unidos como al reino mayúsculo de los simulacros, como al simulacro de los simulacros, y consideraba que su capital simbólica es Disneylandia.

Fue criticado, y muy critado, por Alan Sokal y Jean Bricmont en el libro Imposturas intelectuales. Lo acusaban junto a otros pensadores, en general franceses, de utilizar de manera abusiva y sin fundamentos conceptos científicos, aún desconociéndolos. Sokal, que es físico, se burla del concepto de espacio no-euclideano que utiliza Baudrillard, definido por el francés como aquel en el que todas las trayectorias se desvían por una “curvatura maléfica”. En ese contexto había considerado que el espacio real de la guerra del Golfo se había disuelto “por una curvatura maléfica”, en una suerte de no espacio o hiperrealidad. Sokal considera a eso mera cháchara y barniz lingüístico, y pura falta de rigor. Baudrillard se reía de sus detractores. “Simplemente utilizo metáforas”, dijo.

Para él la globalización convirtió a la vida en un videogame. Sin embargo la muerte elude al game. Es real y no hiperreal. De hecho, Baudrillard ha muerto.

Fuente: Clarin.com MIERCOLES 07 MAR 2007 Leer más

Anibal Quijano: “El neoliberalismo arrastra a América Latina a la esclavitud”

Anibal Quijano: “El neoliberalismo arrastra a América Latina a la esclavitud”

Quijano

Anibal Quijano es un destacado sociólogo latinoamericano, con fuertes lazos con el medio académico uruguayo. Esta entrevista de María Rivera, se ha transformado en material de consulta de universitarios y políticos uruguayos

Argentina está por explotar, pero después podrían seguir Venezuela, Perú… El neoliberalismo está llevando a los países latinoamericanos a situaciones sin salida, reflexionaba el investigador peruano Aníbal Quijano hace unos días, durante la Conferencia Latinoamericana de Ciencias Sociales (Clacso). Los hechos recientes le dieron la razón.

Con el 11 de septiembre fresco en la memoria, el sociólogo advertía que el panorama inmediato para los excluidos no era el mejor, porque el sistema trataría de llevar lo más lejos posible la explotación y la dominación. Sin embargo, agregaba, lo sombrío del presente no cancela la esperanza, necesariamente.

La gente sin empleo ni ingresos, pero que tiene que vivir en el mercado, está en una trampa, explicaba el autor de Colonialidad del poder, globalización y democracia. En su mayoría va a la esclavitud, sin más, pero un creciente número alrededor del mundo empieza a resistir y a organizarse bajo relaciones solidarias, creando redes alternativas que sientan las bases de nuevas visiones de la política y el poder. “Esta sociedad paralela es todavía pobre y débil, pero ya comienza a verse en India, Brasil, Argentina.”

En el plano teórico, indicaba el director del Centro de Investigaciones Sociales de Perú y profesor del departamento de Sociología de la Universidad de Binghamton, Nueva York, también hay cambios. “La desmoralización -entendida en sus dos acepciones, como pérdida de la esperanza y de los escrúpulos- que marcó a los intelectuales después de la caída del socialismo real está dando paso a posturas cada vez más críticas”.

El renacer de la utopía

Miembro de esa generación crítica que a fines de los 80 quedó sin voz, sin espacios donde publicar, exiliada interiormente, Aníbal Quijano es hoy punto de referencia de las propuestas teóricas surgidas en torno al movimiento antiglobalización.

-La utopía está en el centro de buena parte de los debates intelectuales en los últimos tiempos.

– ¿Por qué esa necesidad de retomar el concepto?

-Nosotros fuimos derrotados mundialmente. Entre mediados de los 70 y fines de los 80 todo aquello que era antagónico, incluso meramente rival de los núcleos de poder en el mundo, fue acabado. No sólo eso, las esperanzas fueron derrotadas. Todo aquello que planteaba opciones alternativas parecía cosa del pasado que debía terminar. En los debates la gente decía que nuestro pensamiento estaba fuera de moda y lo descalificaba sin mayor discusión. Esto produjo en la gente que hacía política y crítica una inmensa desilusión.

“A fines de los 90, en varios lugares del mundo comenzó una serie de protestas ante eso que llamamos globalización, que no es sino una reconcentración drástica del control de los recursos del mundo -80 por ciento de la población mundial utiliza menos de 20 por ciento de los bienes del planeta. Esto produjo una marejada social de resistencias que ha regresado a primer plano las propuestas, las ideas, las esperanzas. De ahí que la palabra utopía haya vuelto a cobrar un contenido que parecía perdido del todo.”

-En perspectiva, ¿cómo evaluaría aquellos años? ¿Qué falló?

-No fuimos derrotados por casualidad. El pensamiento de izquierda no tenía los sustentos teóricos que le permitieran una genuina crítica del poder. Este sólo se denunciaba y lo que se necesitaba era sacar a la luz cómo estaba constituido y cómo podía desmontarse. Lo que ahora se propone son otras formas de existencia social donde el poder tiene un lugar menor, en las que la autoridad no se ejerce como poder, sino como mandato.

“Otro de los problemas era la forma de producir conocimiento. Me refiero al modo en que el eurocentrismo había logrado colarse en la cabeza de sus críticos, en cambio hoy existe un cuestionamiento más profundo al modo de conocer la realidad.”

El movimiento indígena

-En estos cambios los movimientos indígenas cumplen un papel destacado.

-El llamado movimiento indígena de América Latina comenzó en la cuenca amazónica hace varias décadas. Formaron la Coordinadora de Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica (COICA), que abarcaba Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela y parcialmente Brasil. Fue el antecedente inmediato del Movimiento de las Nacionalidades Indias de Ecuador, que derivó en la Confederación Nacional Indígena de Ecuador (CONAIE), que ha creado un parlamento y una universidad indígena.

“Algo similar se fue generando en otros lugares hasta que explotó en Chiapas y ganó una audiencia mediática muy grande. Al tiempo de las movilizaciones sociales se produjo un proceso de reconstitución de los saberes propios de estos pueblos. La universidad indígena de Quito es su expresión más acabada. No se trata de un centro de estudios para indios, sino de una universidad de indios, que da paso a la investigación y reconstitución de sus propios modos de pensamiento, alejados de la visión eurocéntrica, aunque buscando juntarse con el resto de la sociedad.

“Y se dio algo similar en pueblos de otros continentes. Las poblaciones que fueron colonizadas, cuyos saberes fueron deslegitimados e incluso reprimidos, están reapareciendo. En estos momentos en que los modos de producción de conocimiento están en crisis, abre oportunidades. La principal es que se reconstituya una racionalidad no eurocéntrica.”

-Gran parte de su análisis está centrado en el eurocentrismo, en la necesidad de desocultarlo.

-El eurocentrismo es una perspectiva del conocimiento que se elabora de manera sistemática desde el siglo XVII, sobre las bases de la colonización del mundo y la llamada clasificación racial de la población. Con Descartes, por primera vez en la historia el cuerpo pasa a ser naturaleza, objeto, que contiene un principio que se llama razón, de origen divino, que es el sujeto. En este dualismo radical está la base misma de la constitución del eurocentrismo. ¿Qué cosa está más próxima a la naturaleza? El cuerpo. La mujer, el negro, los indios son cuerpo, están más cerca de la naturaleza, por eso son discriminados.

“Nunca llamamos etnias a los franceses sino a los africanos y a los americanos aborígenes. Las etnias, los objetos de estudios son los otros. Los sujetos son ellos. Hay una visión racista y etnicista en esta distribución de identidades.

“Este modo de percibir la realidad es distorsionado de partida. Hace que nos parezca natural lo que no es. Hoy en día hasta los más democráticos piden igualdad de las razas, admitiendo que éstas existen, lo que no es cierto, son un invento absoluto. Esta perspectiva mental es la que está en crisis, desde adentro porque sus límites han sido plenamente verificados, y desde afuera porque la revuelta de los pueblos colonizados está en curso y pone en primer plano otras propuestas de conocimiento.”

El tiempo de la derrota está terminando

-¿Hacia dónde nos dirigiríamos?

-Probablemente nos encaminamos hacia la constitución de una esfera común de significaciones donde haya elementos que nos permitan entendernos y comunicarnos sin perjuicio de las diferencias.

“Hay una profunda revolución en el terreno del conocimiento y del pensamiento a nivel mundial, y América Latina es uno de sus centros. En todo el continente existe una cantidad impresionante de gente, publicaciones, congresos y debates a fondo. El derrotado fue un modo de conocimiento, incluso una izquierda de origen etnocéntrico y ahora nos encaminamos hacia otra cosa.

“Cuando decimos esperanzas o utopías, ya no hablamos de sueños o de las propuestas intelectuales de antes; estamos hablando de cómo reconstituir otra realidad.”

-¿Otra realidad con mentes y actores nuevos?

-Durante los últimos 30 años una generación entera salió de escena. Muchos se pasaron al otro lado. La juventud que regresa a las movilizaciones no tiene memoria. Pero eso tiene también una virtud, son ánimos limpios sin esas distorsiones laberínticas de la vieja izquierda. Sin amargura. Por eso estoy convencido de que el tiempo de la derrota está terminando.

Entrevista de: María Rivera
La Onda Digital, Junio 2004

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“MANIFIESTO INAUGURAL”* . Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos

“MANIFIESTO INAUGURAL”*

Grupo Latinoamericano
de Estudios Subalternos

Introducción
El trabajo del Grupo de Estudios Subalternos, una organización interdisciplinaria de intelectuales sudasiáticos dirigida por Ranajit Guha, nos ha inspirado a fundar un proyecto similar dedicado al estudio del subalterno en América Latina. El actual desmantelamiento de los regímenes autoritarios en Latinoamérica, el final del comunismo y el consecuente desplazamiento de los proyectos revolucionarios, los procesos de redemocratización, las nuevas dinámicas creadas por el efecto de los mass media y el nuevo orden económico transnacional: todos estos son procesos que invitan a buscar nuevas formas de pensar y de actuar políticamente. A su vez, la redefinición de las esferas política y cultural en América Latina durante los años recientes ha llevado a varios intelectuales de la región a revisar algunas epistemologías previamente establecidas en las ciencias sociales y las humanidades. La tendencia general hacia la democratización otorga prioridad a una reconceptualización del pluralismo y de las condiciones de subalternidad al interior de sociedades plurales.

La comprobación de que las élites coloniales y postcoloniales coincidían en su visión del subalterno llevó al Grupo Sudasiático a cuestionar los macroparadigmas utilizados para representar las sociedades coloniales y postcoloniales, tanto en las prácticas de hegemonía cultural desarrolladas por las elites, como en los discursos de las humanidades y las ciencias sociales que buscaban representar la realidad de estas sociedades. El artículo inaugural de Guha en el primer volumen de la serie Subalternal Studies, publicada por el grupo a comienzos de 1982, enseña ya la pretensión central del proyecto: desplazar los presupuestos descriptivos y causales utilizados por los modelos dominantes de la historiografía marxista y nacionalista para representar la historia colonial sudasiática (Guha 1988: 37-43). En su libro de 1983 Elementary Aspects of Peasant Insurgency, Guha critica la parcialidad de los historiadores que, en su registro de los hechos, privilegian aquellos movimientos insurgentes que disponen de agendas escritas y programas políticos teóricamente elaborados. Tal insistencia en la escritura, anota Guha, delata el prejuicio de las élites nacionales y extranjeras que construyeron la historiografía sudasiática.

La lectura, “en reversa” (o “against the grain”, en el idioma de la deconstrucción utilizado frecuentemente por el grupo) de esta historiografía para recobrar la especificidad cultural y política de las insurrecciones campesinas tiene, para Guha, dos componentes básicos: identificar la lógica de las distorsiones en la representación del subalterno por parte de la cultura oficial o elitista, y desvelar la propia semiótica social de las prácticas culturales y las estrategias de las insurrecciones campesinas (Guha 1988: 45-84). La opinión de Guha es que el subalterno, que por definición no está registrado ni es registrable como sujeto histórico capaz de acción hegemónica (visto, claro, a través del prisma de los administradores coloniales o de las élites criollas educadas), emerge en dicotomías estructurales inesperadas; en las fisuras que dejan las formas hegemónicas y jerárquicas y, por tanto, en la constitución de los héroes del drama nacional, en la escritura, la literatura, la educación, las instituciones y la administración de la autoridad y la ley.

En otras palabras, el subalterno no es pasivo, a pesar de la tendencia que muestran los paradigmas tradicionales de verlo como un sujeto “ausente” que puede ser movilizado únicamente desde arriba. El subalterno también actúa para producir efectos sociales que son visibles – aunque no siempre predecibles y entendibles – para estos paradigmas o para las políticas estatales y los proyectos investigativos legitimados por ellos. Es el reconocimiento de este papel activo del subalterno, el modo en que altera, curva y modifica nuestras estrategias de aprendizaje, investigación y entendimiento, lo que inspira la sospecha frente a tales paradigmas disciplinarios e historiográficos. Paradigmas que se encuentran ligados a proyectos de orden nacional, regional o internacional manejados por élites que, en su despertar, administraron o controlaron las subjetividades sociales, buscando filtrar las hegemonías culturales a lo largo de todo el espectro político: desde las élites mismas hasta las epistemologías y los discursos de los movimientos revolucionarios, ejerciendo su poder en nombre del “pueblo”.

1. El subalterno en los estudios latinoamericanos
Los límites de la historiografía elitista en relación al subalterno no constituyen una sorpresa teórica para los Estudios Latinoamericanos, que desde hace mucho tiempo han trabajado con el supuesto de que la nación y lo nacional son conceptos totalizantes de carácter no popular. El concepto y la representación de la subalternidad desarrollados por el Grupo Sudasiático de Estudios Subalternos no encontraron viabilidad sino hasta los años ochenta, mientras que los Estudios Latinoamericanos habían estado trabajando con conceptos similares desde su establecimiento como área de investigación en los años sesenta. La constitución de este campo de estudios (y de la Asociación de Estudios Latinoamericanos – LASA – como su soporte institucional) en tanto que formación necesariamente interdisciplinaria, corresponde al modo en que el grupo sudasiático conceptualiza al subalterno como un sujeto que emerge en los intersticios de las disciplinas académicas, desde la crítica filosófica de la metafísica o la teoría literaria y cultural contemporáneas, hasta la historia y las ciencias sociales. Sin embargo, detrás del problema del subalterno se encuentra la necesidad de reconceptualizar la relación entre el estado, la nación y el “pueblo” en los tres movimientos que han inspirado y dado forma a los Estudios Latinoamericanos (y a Latinoamérica misma): las revoluciones mexicana, cubana y nicaragüense.

Quisiéramos esbozar la relación entre la emergencia de los Estudios Latinoamericanos y el problema de la conceptualización de la subalternidad en términos de tres grandes etapas, desde 1960 hasta el presente.

Etapa primera: 1960-1968

Como es bien sabido, aunque la mayoría de los países latinoamericanos ganaron su independencia en el siglo XIX, los estados nacionales resultantes fueron gobernados predominantemente por criollos blancos que establecieron regímenes coloniales internos con respecto a los indios, los esclavos descendientes de africanos, el campesinado mestizo y mulato, o los nacientes proletariados. La revolución mexicana marcó una desviación con respecto a este modelo blanco, patriarcal, oligárquico y eurocéntrico de desarrollo, pues se fundaba en la agencia de los indios y los mestizos, no sólo como soldados sino también como líderes y estrategas del levantamiento revolucionario. No obstante, durante el México postrevolucionario, en un proceso que ha sido ampliamente estudiado, este protagonismo fue bloqueado a nivel económico, político y cultural – en favor de la emergente clase mestiza, alta o media – mediante la supresión de las comunidades y líderes indios, así como por la resubalternización del indio, que dejó de ser visto como un sujeto histórico-político para convertirse en artefacto “cultural” vinculado al nuevo aparato estatal (p. e. en el muralismo mexicano).

La revolución cubana representó una recuperación parcial del impulso hacia la emergencia del subalterno, en particular gracias al acento que otorgó al problema del carácter no europeo (o post-europeo) de los sujetos sociales en América Latina en el contexto de la descolonización, levantándose así frente a la primacía de la historiografía eurocéntrica y frente a los paradigmas culturales establecidos. La relectura que hizo Roberto Fernández Retamar de Franz Fanon y del discurso de liberación nacional en su ensayo Calibán es ejemplo de una nueva conceptualización de la historia y la identidad latinoamericanas. Este impulso afectó no solamente a escritores del Boom como Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, sino también a científicos sociales como André Gunder Frank y los teóricos afiliados a la escuela de la dependencia. Ambos grupos creían en la viabilidad de establecer en América Latina economías y sociedades que “rompieran” radicalmente con las estructuras del sistema dominante; una ruptura que, al menos en teoría, dejaría campo para el protagonismo de los sujetos subalternos.

La revolución cubana generó prácticas culturales y políticas insatisfechas con la representación de la clase media o alta como sujeto social por excelencia de la historia latinoamericana. El nuevo prestigio que la revolución otorgó al marxismo entre los intelectuales latinoamericanos y los trabajadores culturales generó un gran optimismo y una certeza epistemológica respecto a las posibilidades de la subjetividad histórica. El concepto del pueblo como “masa trabajadora” se convirtió en el nuevo centro de la representación. Entre los resultados más apreciables de este cambio [epistemológico] en la esfera de la cultura se encuentran los documentales de la escuela de Santa Fé creada en Argentina por Fernando Birri, las películas del Cinema Nuovo brasileño y del ICAIC cubano, el concepto del “cine popular” desarrollado en Bolivia por Jorge Sanjinés y el grupo Ukamu, el “teatro de creación colectiva” en Colombia, el teatro Escambray en Cuba y movimientos afines en los Estados Unidos, como el teatro campesino.

Con todo, aun cuando estos trabajos problematizaban asuntos de genero, raza y lenguaje, su acento recaía en la existencia de un sujeto clasista unitario y en su asimilación de los textos teórico-literarios producidos por una élite intelectual que se identificaba con ese sujeto, lo cual velaba la disparidad de negros, indios, chicanos y mujeres, los modelos alternativos de sexualidad y de corporalidad, así como la existencia del “lumpen” y de aquellos que no habían entrado en pacto con el estado revolucionario. (Una buena dramatización de este problema que, sin embargo, es parte del problema por su forma de presentarlo, fue el examen que hizo la cubana Sara Gómez en su película De cierta manera de asuntos referentes a la clase, la raza y el género en la Cuba postrevolucionaria). El sujeto de la historia no fue puesto jamás en duda, como tampoco la idoneidad de sus representaciones (tanto en el sentido mimético como político) por parte de las sectas revolucionarias, por las nuevas formas de arte y cultura, o por los nuevos paradigmas teóricos como la teoría de la dependencia o el marxismo althuseriano.

Segunda etapa: 1968-1979

La crisis del modelo protagónico de la revolución cubana empieza con el colapso de la guerrilla del Ché Guevara en Bolivia y de los focos guerrilleros a finales de los sesenta; un colapso basado en parte sobre la separación existente entre estos focos y las masas que ellos buscaban impulsar hacia la acción revolucionaria. (Una imagen muy vívida de esto proviene del mismo Ché Guevara, quien en su Diario reconoce la falta de apoyo por parte de la población campesina de lengua Aymará que él estaba tratando de organizar).

La “Nueva Izquierda” en los Estados Unidos, el movimiento antibélico, el “Mayo” francés y las manifestaciones de los estudiantes mexicanos frente a la matanza de 1968 en Tlatelolco, señalan la aparición del estudiantado como actor político en el escenario mundial, desplazando a los tradicionales partidos social-demócratas y comunistas. Las prácticas culturales que acompañaron estas insurrecciones se hallan ejemplificadas en América Latina por la figura de Violeta Parra y el movimiento de la nueva trova en la música latinoamericana, o por la emergencia de formas musicales de contracultura como el reggae y el rock. Políticamente, el movimiento se caracteriza, por un lado, como un conflicto “generacional” entre las élites o los sectores medios y una nueva clase amorfa que los estudiantes pretendían representar; por el otro lado, como una alianza política muy amplia entre movimientos populares, como por ejemplo en el caso de la Unidad Popular chilena bajo la figura de Allende.

En el campo de la producción cultural, la emergencia de formas documentales o testimoniales desplazó los parámetros de representación fundados en la actividad de los escritores y las vanguardias. A diferencia de la ambición mostrada por los novelistas del Boom de “hablar por” América Latina, los sujetos subalternos representados en los textos testimoniales se convirtieron en parte misma de la construcción textual. La insatisfacción con la estrategia metaficcional y masculina de los autores del Boom condujo a un nuevo énfasis en lo concreto, en lo personal, en las “pequeñas historias”, en la escritura (o las películas) producidas por mujeres, lumpen, homosexuales y prisioneros políticos, generándose en este proceso la pregunta de quién representa a quién. Simultáneamente, en el ámbito de la crítica literaria nació la propuesta de construir una “historia social” de la literatura latinoamericana, concretizada en proyectos tales como el grupo de literatura e ideología en la Universidad de Minnesota y el Centro de Estudios Latinoamericanos “Rómulo Gallegos” en Caracas, iniciativas ambas apoyadas por la gran diáspora de intelectuales de izquierda provenientes del cono sur en los años posteriores a 1973.

Esta etapa marca también la introducción en Latinoamérica del postestructuralismo francés, el marxismo gramsciano y la Escuela de Frankfurt, que sirvieron para desestabilizar algunos presupuestos vigentes en el marxismo ortodoxo de los sesenta, y también en los paradigmas de “modernización” generados por las ciencias sociales norteamericanas. La recepción latinoamericana de la obra de Bakhtin, Voloshinov, Lotman y la Escuela de Tartu, así como de los estudios culturales provenientes de Gran Bretaña y los Estados Unidos, sirvieron para responder al formalismo de la semiótica estructuralista, acentuando la heteroglosia, el dialogismo y la multiplicidad de los discursos y de las prácticas significantes.

Tercera etapa: los años ochenta

La revolución nicaragüense y la importante difusión teórica y práctica de la teología de la liberación se convirtieron en fuentes primarias de referencia durante esta etapa. Las palabras claves fueron “cultura”, “democratización”, “globalización” y algunos “post” (postmarxismo, postmodernismo, postestructuralismo). Formas establecidas de la cultura alta, como por ejemplo la literatura, fueron cuestionadas por la crítica que desarrollaron la deconstrucción, el feminismo y los estudios negros y chicanos en los Estados Unidos, siendo reemplazadas por una visión antropológica de la cultura como “experiencia vivida”. En concordancia con la emergencia de proyectos como el Grupo de Estudios Subalternos o el Centro de Estudios Culturales en Birmingham dirigido por el jamaiquino Stuart Hall, los latinoamericanistas empezaron a criticar la persistencia de sistemas coloniales o neocoloniales de representación en América Latina (cf. Rama 1984). Se tenía la sensación de que las dinámicas políticas y culturales habían comenzado a funcionar en un contexto global que tornaba problemático el modelo centro-periferia de la teoría de la dependencia, así como las estrategias nacionalistas que lo acompañaban (el final del ciclo de crecimiento de los sesenta y la crisis del endeudamiento fueron, de hecho, los eventos económicos predominantes durante toda la década).

El rápido desarrollo y expansión de los medios de información fue la característica tecnológica más importante durante esta etapa, permitiendo, entre otras cosas, la entrada y difusión en los nuevos circuitos globales de textos y prácticas culturales provenientes de áreas que anteriormente pertenecían al mundo colonial (la publicación, recepción y centralidad alcanzada por el libro de Rigoberta Menchú en el debate estadounidense sobre el multiculturalismo es tan sólo un pequeño ejemplo de las nuevas formas en que los objetos culturales son creados y administrados). Gracias a la proliferación de la televisión, la telenovela se convirtió en la forma cultural dominante en América Latina y las ciencias de la comunicación irrumpieron como el área de mayor crecimiento académico.

Este es precisamente el momento en que emergen los estudios culturales en la universidad anglo-americana, impulsados por la conjunción entre el feminismo, la crítica del discurso colonial, nuevas formas de marxismo y teoría de la sociedad (Jameson, el “postmarxismo” de Mouffe y Laclau, la condición postmoderna de Lyotard), los análisis psicoanalíticos de Lacan concernientes a la construcción del sujeto, el nuevo interés por los mass media y la cultura popular, así como las nuevas experiencias de la globalidad y la simultaneidad. Con un retraso de aproximadamente cinco años, este fenómeno se dio también en Latinoamérica misma y en los Estudios Latinoamericanos. Sería apropiado, por tanto, concluir este relato sobre los vínculos entre los Estudios latinoamericanos y el problema de la subalternidad con dos observaciones: 1) el proyecto de crear un Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos, tal como el que estamos proponiendo, representa tan solo un elemento, crucial sin embargo, al interior del campo emergente y mucho más amplio de los estudios culturales latinoamericanos; 2) en la nueva situación de globalización, el significante “Latinoamérica” hace referencia también a un conjunto de fuerzas sociales al interior de los Estados Unidos, que se han convertido ya en la cuarta o quinta (entre veinte) nación de habla española más grande del mundo.

2. Conceptos básicos y estrategias

Lo que establece las pautas de nuestro trabajo es, principalmente, el consenso respecto a la necesidad de construir un mundo democrático. Creemos que la naturaleza ética y epistemológica de este consenso y el destino de los procesos de democratización en Latinoamérica están unidos de tal forma, que imponen nuevos retos y exigencias a nuestra labor como académicos y educadores. Esto implica, por un lado, una mayor sensibilidad frente a la complejidad de las diferencias sociales y, por el otro, la creación de una plataforma plural, aunque limitada, de investigación y discusión en la que todos puedan tomar parte. Las configuraciones tradicionales de la democracia y el estado-nación han impedido que las clases sociales subalternas tomen parte activa en los procesos políticos y en la constitución del saber académico, sin reconocer sus contribuciones potenciales como capital humano (excepto para explotarlo).

Lo que queda claro en el trabajo del Grupo Sudasiático de Estudios Subalternos es el axioma de que las élites representadas por la burguesía nacional y/o la administración colonial son responsables de haber inventado la ideología y la realidad del nacionalismo. Su forma de mirar las cosas se ubica en el punto de intersección creado entre el antiguo poder colonial y el futuro sistema poscolonial del estado-nación, en donde ellas ocuparían un papel hegemónico. El problema central de la poscolonialidad es lo que Guha llamase “la incapacidad histórica de la nación para realizarse a sí misma”, incapacidad debida al liderazgo inadecuado de las élites gobernantes. La nueva economía política global trae consigo la necesidad conceptual de deconstruir los paradigmas de la nación y la independencia, lo cual explica los cambios que viene experimentado últimamente la terminología de las ciencias sociales. Conceptos tales como “pluralismo”, “democracia”, “consenso”, “subalternidad”, “desplazamientos de poder”, “nuevo orden mundial” y “Gran Área” son ejemplos de tal mutación. Ellos han sustituido a conceptos como “modernización”, “dictadura”, “partido”, “revolución”, “centro-periferia”, “desarrollo”, “nacionalismo” y “liberación nacional”. Uno de nuestros propósitos centrales es rastrear el modo en que los conceptos mudan, y lo que significa la utilización de una determinada terminología.

Además de conceptualizar la nación como un espacio dual (élites metropolitanas / élites criollas; élites criollas / grupos subalternos), el estudio de la subalternidad en América Latina incluye otras dicotomías estructurales. Al ser un espacio de contraposición y colisión, la nación contiene múltiples fracturas de lengua, raza, etnia, género, clase, y las tensiones resultantes entre asimilación (debilitamiento de las diferencias étnicas, homogenización) y confrontación (resistencia pasiva, insurgencia, manifestaciones de protesta, terrorismo). El subalterno aparece entonces como un sujeto “migrante”, tanto en sus propias representaciones culturales como en la naturaleza cambiante de sus pactos con el estado-nación. De acuerdo a las narrativas del marxismo clásico y del funcionalismo sociológico respecto al “modo de producción”, el sujeto migrante aparece cartografiado como formando parte de los estadios de desarrollo de la economía nacional. En tales narrativas, la participación de las clases subalternas y su identificación con categorías económicas sirven para enfatizar el crecimiento de la productividad, que es el signo del progreso y la estabilidad. La pregunta por la naturaleza del pacto social entre el subalterno y el estado resulta fundamental para la implementación de un gobierno eficaz en el presente, así como para la planeación de su eficiencia en el futuro.

La des-nacionalización es, simultáneamente, el límite y el umbral de nuestro proyecto. La “des-territorialización” del estado-nación bajo el impacto de la nueva permeabilidad de las fronteras y del flujo de capital-trabajo repite simplemente los procesos genéticos de implantación de las economías coloniales en América Latina durante los siglos XVI y XVII. No se trata solamente de que ya no podemos operar exclusivamente con el prototipo de la nacionalidad, sino que el concepto de nación, atado al protagonismo de las élites criollas en su afán de dominar o administrar a otros grupos sociales, ha oscurecido desde el comienzo la presencia y realidad de los sujetos subalternos en la historia latinoamericana. Desde este punto de vista, necesitamos mirar hacia atrás para reconsiderar aquellas formas pre-nacionales de territorialización precolombina y colonial, pero necesitamos también mirar hacia adelante para pensar en nuevas formas emergentes de subdivisión territorial, fronteras permeables, lógicas regionales, y sobre conceptos tales como el Commonwealth y el Panamericanismo.

Llamar a juicio el concepto de nación equivale, a su vez, a cuestionar determinadas representaciones “nacionales” sobre las élites y los grupos subalternos. Garantizadas legalmente por el estado, las políticas de inmigración o de reubicación demográfica en América Latina (y ahora también en los Estados Unidos) se han impuesto artificialmente sobre formaciones sociales y económicas ya existentes y, consecuentemente, sobre la representación y el protagonismo del subalterno. ¿Cuáles son las fronteras de América Latina si, por ejemplo, consideramos a Nueva York como la mayor ciudad puertorriqueña y a Los Angeles como la segunda metrópoli más grande de México? ¿O si consideramos a la población afro-americana y angloparlante de la costa norte de Nicaragua, que se consideran a sí mismos “criollos” y cuyas preferencias culturales incluyen la música country norteamericana y el reggae jamaiquino?

Esta insistencia en mirar al subalterno desde el punto de vista de la posmodernidad no significa que rehusemos perseguir los rastros que han dejado anteriores hegemonías culturales en la formación del subalterno y de las correspondientes élites locales. Podemos hallar al subalterno únicamente en los linderos articulados por antiguas prácticas socioculturales, epistemológicas y administrativas, en la hibridación histórica de mentalidades culturales y en los pactos contingentes que se dan cada vez que ocurre un empalme transicional. De acuerdo a la narrativa de las elites, el nacionalismo es una aventura idealista conducida por ellas mismas, guiada en parte por el ideal “literario” de la nacionalidad. Pretendiendo altruismo y auto-abnegación, las élites criollas, con su antagonismo frente al colonizador, invocaron la bondad del pueblo y de las clases subalternas en lugar de buscar los medios para su promoción social. La historia de las burguesías nacionales se convierte así en la (auto)biografía espiritual de las elites, hecho que contribuye decisivamente a la formación política y cultural de los subalternos (es el caso, por ejemplo, de la resistencia frente a la cultura letrada del idioma español en algunas áreas indígenas, y frente a la “cultura alta” en general por parte de los grupos subalternos). El no reconocimiento de la contribución del subalterno a la creación de su propia historia revela la pobreza de la historiografía [ilustrada] y señala las razones por las cuales fracasaron los programas nacionalistas de promoción popular. El transnacionalismo del subalterno es registrado únicamente como un problema de ley y orden, o, positivamente, como una respuesta al carisma de los líderes de la elite, es decir, como una movilización vertical (a través de la manipulación massmediática y populista) por parte de ciertos grupos y facciones.

Representarse la subalternidad en América Latina cualquiera que sea la forma en que ella aparece (nación, hacienda, lugar de trabajo, hogar, sector informal, mercado negro), encontrar el locus en donde ella habla como sujeto político y social, requiere una exploración de las márgenes del estado. Insistimos en nuestra premisa básica: la nación, como espacio conceptual, no es idéntica a la nación como estado. Nuestro aparato conceptual adquiere, por ello, una connotación más geográfica que institucional. Y nuestra estrategia de investigación nos obliga a realizar un trabajo arqueológico en los intersticios abiertos por las formas de dominación (ley y orden, poder militar o policial) e integración (aprendizaje y escolaridad). Empero, desde la perspectiva del subalterno ambas cosas, la policía y el maestro, pudieran aparecer como estrategias muy bien coordinadas al interior de un proyecto transnacional de expropiación económica y administración territorial. Al conceptualizar la subalternidad debemos, por ello, tener mucho cuidado en no colocarnos a nosotros mismos en la posición de letrados subalternos (muy común en articulaciones previas del discurso de “liberación nacional”, por ejemplo en algunas formas del nacionalismo puertorriqueño o del arielismo literario latinoamericano), es decir, en la posición de transcriptores, traductores, intérpretes o editores; de evitar, en otras palabras, la construcción de una intelligentsia poscolonial ubicada en los centros culturales hegemónicos. Con esto no queremos obviar el problema, sino simplemente indicar que permanecer enfocados en la actividad de la intelligentsia y en sus prácticas características (centradas en el cultivo de la escritura, la ciencia, etc.) nos dejaría todavía en aquel espacio de “ceguera” y de prejuicio historiográfico que Guha criticara en sus estudios sobre la insurrección campesina.

En la medida en que la nación y lo nacional sean repensadas como categorías variopintas que oscilan entre el criollo y el mestizo, entre el mestizo y el mulato hasta el negro o el indio, entre el hombre y la mujer, nos acercaremos más a la idea de territorialidad (espacios, áreas, geografías) que buscamos dibujar. En otras palabras, el sujeto social desinstitucionalizado e internacionalizado es el que confirma las estructuras de globalización y de control de la población (tanto político como biológico). Reconocer la presencia de este sujeto es importante para ver de qué manera los sujetos subalternos entran a formar parte activa, como seres vivientes de carne y hueso, en las estructuras administrativas y en las prácticas de dominio. Debido a que las epistemologías coloniales y “nacionales” les habían otorgado el status de puros objetos, la actividad del subalterno aparece ahora como “eruptiva”, como una ruptura con modelos tradicionales de movilización vertical y de control social que cuestiona las formas hegemónicas de representación y que obliga al estado y a sus agentes (incluyendo a los profesores universitarios y a las instituciones de investigación científica) a negociar unas políticas sociales y de investigación que tengan en cuenta su propio proyecto de hacer historia.

Sin embargo, no estamos buscando dejar de lado el problema de lo “nacional” y otras formas de nacionalismo y de movilización “nacional-popular”, como por ejemplo en el caso de la revolución sandinista en Nicaragua (estamos influenciados aquí por la obra de Carlos Vilas y su tesis sobre la identidad del sujeto social de la revolución (cf. Vilas 1986). Tampoco queremos establecer una fisura entre lo político y lo teórico. El subalterno no es una sola cosa. Se trata, insistimos, de un sujeto mutante y migrante. Aun si concordamos básicamente con el concepto general del subalterno como masa de la población trabajadora y de los estratos intermedios, no podemos excluir a los sujetos “improductivos”, a riesgo de repetir el error del marxismo clásico respecto al modo en que se constituye la subjetividad social. Necesitamos acceder al vasto y siempre cambiante espectro de las masas: campesinos, proletarios, sector formal e informal, subempleados, vendedores ambulantes, gentes al margen de la economía del dinero, lumpen y ex-lumpen de todo tipo, niños, desamparados, etc.

Quisiéramos concluir este Manifiesto reconociendo, sin embargo, los límites de la idea de “estudiar” al subalterno. Nuestro proyecto, conformado por un equipo de investigadores (pertenecientes a universidades norteamericanas de elite) que quieren extraer de ciertos documentos y prácticas hegemónicas el mundo oral de los subalternos, es decir, la presencia estructural de un sujeto que los letrados no habíamos reconocido y que nos interpela para mostrarnos qué tanto estábamos equivocados, debe confrontarse con la resistencia del subalterno frente a las conceptualizaciones de la elite. No se trata, por ello, de desarrollar nuevos métodos para estudiar al subalterno, nuevas y más eficaces formas de obtener información, sino de construir nuevas relaciones entre nosotros y aquellos seres humanos que tomamos como objeto de estudio. Las palabras de Rigoberta Menchú al final de su famoso testimonio son relevantes en este contexto: “Conservo todavía secretos que nadie puede conocer. Ni siquiera los antropólogos y los intelectuales, no importa cuántos libros hayan escrito, pueden descubrir todos nuestros secretos” (Menchú 1984).

BIBLIOGRAFÍA

Guha, Ranajit. “Preface”, en: Guha, Ranajit / Spivak, Gayatri (eds.). Selected Subalternal Studies. New York: Oxford University Press, 1988.
Guha, Ranajit. “On Some Aspects of the Historiography of Colonial India”, en: op.cit.
Menchú, Rigoberta. I, Rigoberta Menchú: An Indian Woman in Guatemala. London: Verso, 1984.
Rama, Angel. La ciudad letrada. Hanover: Ediciones del Norte, 1984.
Vilas, Carlos. The Sandinista Revolution: National Liberation and Social Transformation in Central America. New York: Monthly Review Press, 1986.
Nota

*Este Manifiesto fue publicado inicialmente por la revista Boundary 2 (vol. 20, número 3) y reimpreso luego en el volúmen The Posmodernism Debate in Latin America (eds: J. Beverley, J. Oviedo, M. Aronna, Duke University Press 1995) con el título “Founding Statement”. Agradecemos a Boundary 2 y a Duke University Press por autorizarnos para incluir ésta traducción en castellano (N.E.).

Traducción: Santiago Castro-Gómez

Teorías sin disciplina (latinoamericanismo, poscolonialidad y globalización en debate).
Edición de Santiago Castro-Gómez y Eduardo Mendieta. México: Miguel Ángel Porrúa, 1998.

© José Luis Gómez-Martínez
Nota: Esta versión electrónica se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso correspondan.

Fuente: http://www.ensayistas.org/critica/teoria/castro/manifiesto.htm Leer más

“HEGEMONÍA Y DOMINIO: SUBALTERNIDAD, UN SIGNIFICADO FLOTANTE”. Ileana Rodríguez

“HEGEMONÍA Y DOMINIO:
SUBALTERNIDAD, UN SIGNIFICADO FLOTANTE”

Ileana Rodríguez

Una de las primeras demandas que se le hizo al grupo fundador de los Estudios Latinoamericanos del Subalterno fue una precisión conceptual: ¿qué entendíamos nosotros por “subalterno” y dónde se encontraban los bordes del concepto? Esta agenda de discusión distinguía dos puntos: uno remitía a repensar la relación centro/periferia (dentro/fuera, local/global), desde las teorías de la subalternidad; el otro era una interpelación directa, cuyo aspecto más serio era el debate sobre la relación intelectual/Estado (poder). Éstos fueron los dos temas de la primera sesión en que nos presentamos, por decirlo de alguna manera, “en sociedad,” durante la reunión de LASA (Latin American Studies Association) de Marzo de 1994 en Atlanta (1). En aquel momento, aun cuando nos habíamos reunido los dos años anteriores, una vez en la universidad George Mason y otra en la de Ohio, para discutir el por qué y las agendas del grupo, sólo teníamos a mano las definiciones de Ranajit Guha, quien reconociendo su deuda con Antonio Gramsci definía la subalternidad como una condición de subordinación, entendida en términos de “clase, casta, género, oficio, o de cualquier otra manera” (Guha / Spivak 1988). A nosotros nos parecía que esta definición era bastante amplia para incorporar en ella cualquier noción de subordinación, pero la respuesta fue insatisfactoria.
A partir de ese momento nos dedicamos a afinar temas y a reflexionar sobre la localización de una oposición que todavía se presenta como febrilmente agraviada por el uso del término “subalterno” y de su historiografía. Conscientes de que vivimos y pensamos dentro de un solo modo de producción, empezamos a discutir el tema de la “cultura” como ese continuo simbólico donde, en la lucha por la significación, se hace menester relocalizar los sitios dispersos de la subalternidad entendida como límite. Se podría argumentar que este debate se halla relacionado con los conceptos de transculturación, sincretismo y creolización (términos de la discusión del Caribe) y con los de heterogeneidad e hibridez (en el área continental), que nosotros discutimos luego como gobernabilidades y ciudadanías dentro de la relación hegemonía/dominio (cf. Mazzoti / Zevallos 1996). Pero, ¿son estos conceptos adecuados para localizar la subalternidad?

En este trabajo identificaré algunos lugares teóricos de esta elucidación y entrelazaré la discusión de la subalternidad con la de la creolización, en el sentido en que Edward Kamau Brathwaite habla de este término. Para él, creolización es un proceso de formación cultural tendiente hacia una “normativización” u “homogeneidad”, cuyo interruptus viene a marcar un hito en la construcción de contra-hegemonías. Lo que está en juego es la relocalización de la subalternidad en los procesos de generación de conocimiento dentro del paradigma de la globalización, tal y como ésta se representa dentro del universo disciplinario creado en y por las academias. Nuestra relación con la tematización de la subalternidad es quizás lo que más propiamente define nuestra posición como subalternistas.

1. ¿Cuáles son los lugares del subalterno?
Hablar de los “lugares del subalterno” presupone, desde luego, que ya sabemos qué o quién es el subalterno y que éste o ésta ya tiene un lugar asignado. Pero el concepto mismo de subalterno o subalternidad es tan resbaladizo como controversial. En la teoría marxista, particularmente en Gramsci, la subalternidad se construye a partir de la relación del sujeto con su circunstancia histórica, inscrita dentro de los medios de producción. Esta constitución suscribe entonces los principios de la “determinación económica” y de la economía como “instancia última”. La subalternidad es pensada como una condición ontológica en relación a contextos históricos pre-determinados. “El hombre piensa como vive”, dicen en Cuba. Para Gramsci, el sujeto también se piensa como vive. Y dado que el sujeto subalterno es un sujeto dominado, el pensamiento sobre y desde él aparece primariamente como una negación, como un límite. Esta negación invoca agendas intelectuales que abarcan todo el campo cultural, desde la escolaridad hasta las representaciones disciplinarias. La dinámica entre estas determinaciones y condiciones viene a constituirse en agencias.

La teoría marxista intentó darle a esta negatividad o límite un estatuto gnoseológico privilegiado. Para George Lukacs, la condición subalterna era facilitadora de saberes y se traducía en la posibilidad de diferenciar entre conciencias “falsas” o “verdaderas,” las mismas que vendrían a determinar criterios de verdad tanto en la esfera pública como en la producción cultural. Su discusión sobre los géneros literarios (la novela histórica, el realismo, el realismo socialista) puede ser leída como un ejemplo de esta pretensión. De ahí que la historia fuera la historia de la conciencia de clase. No es mi propósito volver a debatir estas cuestiones dentro de un campo ya saturado pero sí recordarlas para introducir la variante del debate producido por el Grupo de Estudios Subalternos de la India.

Este Grupo tuvo su origen en una discrepancia epistemológica con el partido comunista en torno a la determinación ontológica del sujeto histórico. Tal desacuerdo teórico discutía nociones de agencia que vendrían a determinar estrategias políticas. Como en la discusión latinoamericana, el término en discordia era el de proletariado, término inconmensurable con el tipo de constitución socio-cultural de la India, que se ajustaba más a nociones maoistas de campesinado. Pensar la población india requería un ajuste teórico y por eso el grupo acudió a la noción de subalternidad, un término genérico que abarcaba clase, género, casta, oficio, etnia, nacionalidad, edad, cultura y orientación sexual. Es decir, todo lo comprendido dentro de la dominación, que ellos estudiaron ya directamente en el campo de las representaciones culturales, constituidas en disciplinas. Desde ya se puede notar aquí el cambio hacia la inmanencia y el comienzo de una reflexión que se vuelve hacia sí misma, hacia nociones de campo y que, por ende, implica un examen de las condiciones mismas de producción cultural, esto es, de la relación entre cultura, intelectuales y Estado. Los intelectuales situados en las colonias (o neo-coloniales, según la nomenclatura anterior) fueron discutidos por el grupo dentro de la categoría de las “élites”.

Aquí he de acotar dos asuntos: primero, la multi-localización de la subalternidad, que ocurre al desplazar el concepto único y ordenador de “clase social” para sustituirlo por conceptos alternos, como todos los indicados arriba; y segundo, la globalización de las bibliografías, que conduce a la idea de las “teorías viajeras”, término que a veces se usa a la inversa de lo significado por Edward Said, quien señalaba con ello el uso de teorías europeas para representar al Oriente, y que hoy se refiere, paradójicamente, a teorías cuya procedencia no es europea y que inciden en el esclarecimiento de las dinámicas de las historias eurocéntricas, proponiendo, en algunos casos, como el de Edward Glissant, una historia unificada de la dominación (2).

El primer punto lo voy a discutir más adelante. Respecto al segundo, quisiera hacer un par de anotaciones. Hablar de “teorías viajeras” es una manera de tocar el tema álgido de la relación intelectual-Estado y de discutir el concepto de élite. En este contexto, “élite” refiere, sobre todo, a una localización teórica: denota complicidad disciplinaria eurocentrista, localizada en la centralización del concepto de Estado como protagonista de la modernidad. De aquí los deslindes con el trabajo de Angel Rama sobre la transculturación, con la puesta en escena de la discusión sobre la heterogeneidad en Antonio Cornejo Polar y con el concepto de “hibridez” en Nestor García Canclini, elevado como paradigma cultural de una nueva noción de campo entendida como “Estudios Culturales”. Pero el concepto de élite remite también a asuntos nunca discutidos: áreas de competencias y competitividades, mercados culturales, relaciones entre intelectuales provenientes de o localizados en diferentes regiones —quién emplea, lee, cita e invita a quién cuándo y dónde. De manera más mediatizada pero no menos importante, la dicotomía élite/subalterno intersecta también el debate institucional sobre la corporatización de la enseñanza y su reducción a técnicas de lectura y escritura; su tendencia a homogeneizar “lo cultural”, a enseñar desde puestos de transmisión cuya ubicación es determinada por la rentabilidad, factores todos que tensionan una dinámica profesional ya de por sí muy estresada. Toda esta discusión ha promovido, sin embargo, una disposición a la transdisciplinariedad, que favorece la mejor localización de las élites y los subalternos, así como de sus patrones dentro de la representación. Parte de la agenda de los Estudios Subalternos, y quizás lo que establece la diferencia entre éstos y los Estudios Culturales, es precisamente que los primeros no queremos perder de vista esos lugares, sino, más bien, subrayar las agencias subalternas dentro de ellos.

Ese es el punto de partida de los Subalternistas indios. Ellos cambian el lugar de reflexión y sus categorías. Su agenda consiste en discernir los modos de producción de hegemonías y subordinaciones estatales en el campo cultural, entendido como fábrica de lo simbólico. Gayatri Spivak lo dice muy elegantemente: la subalternidad es “el límite absoluto o lugar donde la historia se narrativiza como lógica” (Guha / Spivak: 1988: 16). Su interés reside en el examen de las narrativas históricas, de la historiografía, de la configuración de documentos y documentaciones. En el libro editado por Gayatri Spivak y Ranajit Guha, varios artículos presentan esta orientación, y el de Guha realiza una arqueología de la construcción de documentos, traza la relación entre la historia, la historiografía y el Estado, y demuestra que la historia es una narrativa del poder estatal, configuradora de ciudadanías o subalternidades, hegemonías o dominios (Guha 1995: 37-44).

La subalternidad se constituye así en un lugar epistemológico presentado como límite, negación, enigma. En el Caribe, Sylvia Wynter lo piensa como el nec-plus-ultra (el más allá epistemológico que Foucault llama umbral), el propter-nos (identifición “altruista” y principio de solidaridades basadas en la apariencia física y, por tanto, ligada al concepto de “raza”) y el “entendimiento subjetivo” que elimina toda posibilidad de comunicación (Wynter 1995: 5-57). Edward Glissant habla del “no” como sitio de la negación absoluta constituida por la modernidad occidental (Glissant 1989). Stephen Greenblat lo propone como cesura, como espacio en el cual el ojo que ve y el oído que oye se disocian, produciendo el vacío como presencia de la subalternidad (Greenblatt 1992). Peter Hulme lo describe como el “lindero de lo humano con lo bestial” (Hulme 1986) y Walter Mignolo como “el lado oscuro del renacimiento” (Mignolo 1995). “Límite” es el lugar donde la historia deja de ser tematizada como acontecimiento (lugar de las épicas desarrollistas agenciadas por los ciudadanos, la modernización y el Estado hegemónico) y empieza a ser ontos : “ser” y “estar” como lugares filosóficos, lugares culturales.

Este es un paso decisivo, porque la definición del lugar de las subalternidades no se concibe ya en términos de las narrativas del poder (modos de producción y teorías de la conciencia) sino a contrapelo, en una lectura en reversa de todo el aparato cultural ilustrado, que viene a ser particularizado como “occidental”. El lugar de la subalternidad empieza a ser desplazado hacia una teoría de la recepción, de la lectura, de la interpretación, que subraya los modos de construcción en la sintaxis, los hitos, las cesuras y los silencios. Las lógicas productivistas son desplazadas por las lógicas del consumo y la circulación (volviendo a reciclar los problemas de la Escuela de Frankfurt), que vendrán a florecer en los trabajos de los teóricos de la comunicación en los Estudios Culturales. En el envés de la trama de la dominación, entendida ya como avanzada cultural, se localizan las teorías de la resistencia, de la convergencia o de la insurgencia. De este modo, se toma de Gramsci la definición de la subalternidad como articulación Estado-sociedad civil y se subraya la dimensión cultural.

2. Aprender a leer en reversa, saber escuchar

Además de la localización conceptual de la subalternidad en el campo de las representaciones culturales, algunas de las propuestas metodológicas y de las categorías de análisis de Guha, nos parecieron útiles al Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos. Entre ellas se encuentra en primer plano la idea de la “lectura en reversa”. En uno de sus trabajos más instructivos titulado “La muerte de Chandra”, Guha tematiza una historia de amor: el simple caso de la pasión que Chandra siente por un hombre, la historia de su entrega, el rechazo que sufre a manos de él y su embarazo. Leída en el contexto de la India, donde la ley de la costumbre prohibe la agencia femenina en asuntos amorosos, Chandra ha cometido una grave transgresión (Guha 199?). Para ocultar su error, busca la ayuda de su familia y la encuentra en las mujeres que se solidarizan con ella y le ayudan a abortar; pero la dosis administrada es demasiada y como resultado, Chandra muere. Las mujeres que le ayudaron se ven enredadas en un crimen. El artículo ilustra primero el cambio de posiciones de todos los objetos simbólicos: el acto de amor se torna violencia; la poesía lírica que habla de él, en narrativa de la criminalidad; la solidaridad femenina, en casuística legal; la complicidad masculina, en solidaridad. El método de “lectura en reversa” hace posible el cambio de sentido de los patrones canonizados por la cultura ilustrada o por la historia estatal, y pone al descubierto una nueva sensibilidad.

El caso de Chandra ilustra cómo la mera presencia del subalterno tiene la virtud de cambiar los signos y sus significados culturales; cómo, en el momento en que el subalterno transgrede su lugar asignado, empieza a ejercer su poder epistemológico; y cómo sólo las narrativas contra-estatales reconocen su agencia. Así se muestra también que mientras la subalteridad es tematizada dentro de las narrativas de la criminalidad, la ciudadanía lo es dentro de las narrativas históricas. En su artículo “La pequeña voz de la historia,” Guha vuelve sobre el tema, ésta vez para postular la tesis de que distinguir el lugar del subalterno presume saber escuchar (Guha 1996: 1-12). Escuchar es constitutivo del discurso. Escuchar significa estar abierto a y existencialmente dispuesto hacia: uno se inclina un poco hacia un lado para escuchar. Por eso es que hablar y escuchar entre las generaciones de mujeres es una condición de la solidaridad que sirve, a su vez, como base para criticar (Ibid. 9).

Este artículo presenta dos instancias auditivas: una ocurre dentro de las prácticas de gobierno de la administración colonial, y el otro dentro de las organizaciones políticas de la social-democracia liberal. Se trata en un caso de la salud corporal, y en el otro de la instrumentalización de las agencias femeninas. Para discutirlos, Guha introduce la noción de hegemonía. “Hegemonía” es aquel consenso construido por la disciplina de la Historia, cuya función es narrar la unidad de la gente alrededor del concepto del Estado. Hegemonía es así un acuerdo con y dentro del estado, es decir, una concesión de la sociedad civil al Estado. Para Guha, la historia construye “hegemonías” en los países centrales y “dominios” en los periféricos. En los ejemplos en cuestión, Guha hace una presentación de la resistencia. En el primer caso, el enfermo prefiere acudir a la tradición e interpretar su malestar en términos religiosos. Con esto pone en evidencia la falta de consenso que tienen los programas de salud e higiene en la India; en el segundo, las mujeres se unen a la insurgencia política para constituirse en agentes y son, luego de logrados los objetivos, desplazadas a sus lugares domésticos. Con esto se demuestra la hegemonía del dominio patriarcal. La simbiosis estatismo/historiografía explica cómo la política se constituye en la materia prima de la historia, y deja al margen las voces pequeñas (las del enfermo, de las mujeres) manifestadas en lamentos, fragmentos, pigmentos, anécdotas y suplementos. Por eso es que “si la pequeña voz de la historia tiene audiencia, lo hará interrumpiendo el cuento de la versión dominante, quebrando su línea del relato y enredando el argumento” (Ibid. 12).

Tanto el “escuchar la pequeña voz” como la “lectura en reversa” son metodologías que encuentran en los lugares del subalterno sus patrones de presencia, mismos que causan el cruce de epistemologías, todas las cuales convocan la presencia del Estado. Anverso y reverso se constituyen así en posicionalidades: élite/subalterno, cultura ilustrada/dominio. Los lugares del subalterno puntualizan las convergencias entre los patrones históricos, culturales y del poder. Los patrones de representación del subalterno llevan el liberalismo a sus bordes, hacia sitios donde éste se constituye en prohibiciones, ilegalidades y sin razones. En un artículo dominado “Disciplina y Movilización”, Guha estudia la alta tensión entre aquella “cultura” que se ha denominado antropológica – y que tiene que ver con lo que Ferdinand Braudel llamase “historia de larga duración” y Pierre Bourdieu “hábito” – y la cultura estatal. En las formas de caminar, de saludar, de relacionarse con los demás, en la higiene y la salud del cuerpo, y ya no digamos en la desobediencia que produce el ejercicio de la disciplina como gobierno, se hace palpable la presencia de la subalternidad como límite.

Así concebidos, el lugar del subalterno o de la subalternidad conduce hoy al estudio de la historia en términos de formación de legalidades. La subalternidad se discute ahora a través de los significados de los conceptos de ciudadanías, hegemonías, subordinaciones, sociedad civil, espacio público y gobernabilidades. A mi modo de ver, ese es uno de los propósitos de los Estudios Subalternos: reconocer el protagonismo del Estado moderno europeo como principio ordenador y normatizador de la historia; estudiar la Historia como escuela política, es decir, como disciplina institucionalizada curricularmente dentro del sistema de enseñanza que cumple la función de organizar “hegemonías” (homogeneidades) en la esfera pública de los países centrales, y “dominios” (heterogeneidades) a través de las élites en los países o espacios periféricos. Estos espacios son concebidos primeramente como “afuera” (regiones no habitables, terra nulis, colonias, neo-colonias, modernidades periféricas, neo- y post-territorialidades) y, una vez reconocidos los fenómenos de dispersión de poblaciones —diásporas, migraciones, enmontañamientos, nomadismos, exilios—, como una localización ubicua de las esferas civiles y los espacios públicos “afuera”, “adentro” y en todas partes. Así vista, la historia de la modernidad es, por un lado, la historia de la hegemonía estatal europea sobre sus propios territorios, y por el otro, la historia de la dominación de Europa sobre las colonias. Pero en el envés de la trama, esta historia también fue leída a contrapelo como una historia de resistencia. Los Estudios Subalternos intentan documentar los lugares de esta subordinación como resistencia. En palabras de Dipesh Chakravarty, lograr la provincialización de la historia Europea no quiere decir negarla, sino mostrar los mecanismos que la articulan (Chakravarti 1995: 383-390).

El lugar del subalterno, constituido a partir de una multiplicidad de referentes, y, en palabras de Edward Kamau Brathwaite, bajo el constante ataque de “la cultura,” “elige” (proceso de reconversión en García Canclini) aquellos ingredientes que mejor expresan su condición subalterna. Pero eso no obvia, según Carlos Vilas, la tensión entre el ciudadano y la gente dentro de las dos dimensiones de la democracia. Siguiendo la misma línea discursiva de Guha, pero trayendo el problema hacia Latinoamérica, Vilas sostiene que

ciudadano se refiere a un grupo de individuos libres e independientes que gozan de derechos de participación que compensan y, al mismo tiempo, ocultan las desigualdades socio-económicas, [mientras que] las relaciones de opresión, pobreza y explotación restringen el efectivo ejercicio de estos derechos ciudadanos. La fragmentación de la sociedad en diferentes tipos de comunidades es indicativa del carácter incompleto del proceso de individuación social…, uno de los prerrequisitos de la existencia de la sociedad civil… Así, no toda sociedad es una sociedad civil. De manera similar, la ciudadanía no es simplemente el reconocimiento de los derechos formales sino más bien el resultado del proceso de una condición política, económica y cultural particular, históricamente constituida (Chalmers / Vilas / Hite / Martin / Piester / Segarra 1997: 7-8).

Por un lado, la hegemonía sirve, como dice Ernesto Laclau, “para pensar el carácter político de las relaciones sociales en una arena teórica que había visto el colapso de la concepción de “clase dominante”, concebida por el marxismo clásico como un efecto necesario e inmanente de una estructura completamente constituida” (Laclau 1996).Y por el otro, como afirma Stuart Hall, para “contrarrestar la noción de incorporación. La hegemonía no es la desaparición o destrucción de la diferencia. Es la construcción de la voluntad común por medio de la diferencia” (Hall 1991: 58).

3. Creole: la norma tentativa

En 1974, Edward Kamau Brathwaite publicó un ensayo bajo el título Contraditory Omens. Cultural Diversity and Integration in the Caribbean (Brathwaite 1985). El título mismo llama la atención sobre las ambigüedades sociales de la diversidad cultural, entendidas como subalternidades, en donde los presagios acerca de la integración son, por lo menos, contradictorios. En este mismo trabajo, Brathwaite hace la distinción entre conceptos de diversidad, según sea su localización cultural. Su modelo de las sociedades creoles caribes puede servir para repensar los lugares de la subalternidad, entendida como heterogeneidad cultural en los países latinoamericanos, en relación a la formación o ausencia de consensos, a la división entre ciudadano y gente, y en general, a la localización de la subalternidad dentro de la sociedad civil.

El breve estudio empieza por una definición del término “creole” (un significado flotante) y sus diferentes acepciones, según se use en el mundo hispano (donde equivale a criollo), en Brasil (donde significa esclavo negro nacido en la localidad), en Sierra Leona (donde significa descendiente de esclavos del nuevo mundo) o en Gran Bretaña, donde se refiere a cimarrones y negros pobres. En sus diferentes acepciones, “creole” significa todo eso y mucho más. “Supone una situación en la cual la sociedad en cuestión está atrapada en `algún tipo de arreglo colonial’ con un poder metropolitano, por un lado, y un arreglo de plantación (tropical) por el otro, y donde la sociedad es multi-racial pero organizada para el beneficio de una minoría de origen europeo” (Ibid. 10). De aquí los términos de melange y montage, que no caben “dentro las nociones de diversidad e integración cultural africana o norteamericana” (Ibid. 5). La “diversidad” viene a ser sinónimo de subalternización -marcadora de dominios-, y lo creole es su expresión Caribe. Este melange (que no es lo “híbrido” en Canclini y tampoco es lo “transculturado” de Ortiz ya que, de alguna manera, presupone pactos sociales o algún tipo de consenso) se da en un continuum espacio-temporal. Esto significa que la creolización no es un producto sino un proceso; no tiene período de finalización, pero si de recambio.

El concepto creole, como lugar de la subalternidad, tiene dos aspectos: uno está designado por el término “aculturación” (absorción), también pensado como un proceso (fragmentado, ambivalente, incierto de sí, sujeto a presiones y visiones cambiantes) mediante el cual se ayuntan dos culturas por la fuerza del prestigio y el ejemplo que se deriva del poder/prestigio; y el otro designado por el término de inter/culturación, que es un proceso más recíproco, no es planeado ni estructurado sino osmótico y resulta de este ayuntamiento. O sea que la inter/culturación no es un proceso voluntario. No es la transculturación, el contrapunteo (Ortiz) o el ritmo (Antonio Benítez-Rojo), sino un proceso que sucede por la fuerza y el azar, sin mediar la voluntad ni el diseño racional. Y hasta se diría que va contra la idea de planificación, artificio o política. El resultado viene a ser la “norma tentativa”, una especie de ambiente ligado a las formas del trabajo y las socialidades que crea. La creolización como inter/culturación presume también una lucha por la ascendencia, una tensión, una competencia tenaz en la cual entran todas las nuevas olas. En el modelo caribe de Brathwaite —e incluso en el modelo norteamericano—, estas olas son las constantes migraciones de gentes (asiáticos, indios) y el modo en que se inter/culturan; en otros modelos podría estar marcada por las migraciones internas del campo a la ciudad, que recuerdan las desigualdades productoras de heterogeneidades y subalternidades. Para Brathwaite, la idea es “tratar de ver los fragmentos/todo” (Ibid. 7).

En efecto, lo fundamental en una situación de colonización no es para Brathwaite lo importado, ya sea en términos de prestigios culturales o administraciones locales, sino la acción/interacción de las socialidades, esto es, la inter/culturación de los grupos étnicos como unidades discretas en relación mutua. Así entendida, la creolización es la habituación de diferentes grupos a un paisaje compartido, en donde unos se articulan como dominantes y los otros como legalmente subordinados. El proceso es así una fuerza actuante en toda la sociedad, que induce a la gente a reproducir ciertos comportamientos que luego asume como propios y en los cuales cree. Coco Fusco lo dice muy bien: actuar como si uno fuese otro (Fusco 1995). Lo importante del concepto, sin embargo, es que el proceso de creolización puede entenderse como una tendencia hacia la homogeneización y hacia la construcción de consensos culturales. Pero éstos se hallan obstaculizados porque presuponen la aceptación (valorización) de los aportes subalternos y su transformación en norma. En este caso, el problema que Brathwaite señala como real es el desconocimiento. Su prognosis teórica es que entre menos restricciones tenga la inter/culturación más grande será la libertad de creación -y este es el sentido que Ortiz y Benítez-Rojo dan a la transculturación. Pero, añade Brathwaite, como libertad implica libertad para todos, se elimina el riesgo de esa “homogeneización desde abajo” constituyendo en norma lo que él llama un “metropolitanismo bastardo” (quizás lo híbrido grotesco) (22). El proceso hacia la homogeneización es siempre un interruptus cuya consecuencia es que con cada crisis política se abre más la cesura.

En este proceso de cohabitación de grupos étnicos importados/transmigrados, Brathwaite singulariza la imitación como primer paso hacia la trans o aculturación; entre mayor sea el contacto con los otros, más mímesis y entre mayor mímesis y mímica (performance), más trans o aculturación. Estos dos prefijos van definiendo hegemonías y dominaciones, lugares y posiciones. Así es como se producen la mímica, los mimos y el mimetismo, que es la ratificación de lo aceptable y que conduce hacia lo que Sylvia Wynter llama “asimilación falsa” frente a lo que ella entiende como “indigenización” (creación), y que Brathwaite ve como los dos lados de una misma situación ambivalente, como síndrome de aceptación y rechazo, imitación y creatividad.

En este sentido se puede entender también la idea de la “reconversión cultural” como hibridez, propuesta por Canclini. En ella habría una convergencia temporal entre culturalistas y subalternistas, entre Estudios Culturales y Estudios Subalternos. El punto de intersección teórica ocurre en el momento en que ambos conceptos, hibridez y creolización, pretenden dar cuenta de la comunidad humana en su totalidad, incluyendo por supuesto al subalterno. Pero tan pronto se unen vuelven a distanciarse, porque los espacios de reflexión son dispares, aunque ambos utilicen la mímica y la teatralización para articular su idea de comunidad total. Mientras Brathwaite privilegia la vida cotidiana —que en Canclini sería folklore antropológico— como ejemplo de las aclimataciones culturales, Canclini privilegia los consumos culturales. Inter/culturación en Brathwaite es lengua y oficio, rutinas de trabajo, identificación con el grupo y comunalización, parte de la cual es voluntaria, parte inconsciente y “natural” (lo espontáneo subalterno en Gramsci). Canclini, por su parte, prefiere discutir esta relación dentro de las “grandes tradiciones” para señalar los límites de la modernidad. El poder de la reconversión, de la unión de términos aparentemente opuestos (tradición, modernidad) que puedan complementarse, interpenetrarse y confundirse mutuamente, son para él los nuevos protocolos artísticos que reconcilian entre sí a las clases sociales. La diferencia fundamental es que, para Brathwaite, la imitación/conversión se inscribe dentro de relaciones de hegemonía y dominio y que, por tanto, la única imitación posible es la hegemónica. Brathwaite subraya igualmente que la contribución blanca, hegemónica, al proceso de creolización (o hibridización) es la noción de dicotomía y diferencia, que construye barreras físicas y psicológicas irrebasables. La contribución occidental es la mitosis automatizada, que reaparece donde quiera que exista un espacio social y cuya característica principal es la reproducción de subalternidades y diferencias.

Para ilustrar este punto, Brathwaite introduce la idea del censor, cuya función es canalizar, filtrar y/o cortar las ideas que vienen de los intelectuales o de las masas y que son retransmitidas a ellas mismas en un estilo/tipo/formato aceptable a los conceptos de “nación” y de “bienestar público” (Ibid. 16). A la idea del censor añade la de la auto-censura. Uno de los ejemplos más interesantes que ofrece es el de las “madres sumergidas”, las sirvientas o esclavas que enseñan comportamientos subalternos a los niños blancos: su propia habla, su sexualidad. De este modo el intento de apartheid se vuelve disfuncional en el microespacio doméstico, que luego se recupera en la esfera pública por medio de la censura impuesta por la educación. La educación “endereza” las desviaciones e interrumpe la tendencia homogeneizadora. Las nuevas migraciones también vienen a reforzar el principio de la diferencia y refuerzan la tensión entre lo homogéneo y lo heterogéneo.

En Brathwaite, la localización de las subalternidades dentro del proceso de creolización se puede leer como una preocupación por lo que Vilas llama la ciudadanía, aquélla que puede generar consensos y reconocer representaciones. En el caso de los análisis etnoculturales, la constante es la perpetua desestabilización de la norma debida a las nuevas migraciones, gentes que aunque se presumen homogéneas vienen a reforzar el carácter heterogéneo de las socialidades. La prueba de esta carencia ocurre para Brathwaite en la respuesta pública a los mensajes públicos y ofrece el siguiente ejemplo:

La prueba más grande de homogeneidad se da en la respuesta pública al mensaje. Digamos, para propósitos ilustrativos, que el mensaje del Príncipe tiene que ver con la belleza. El hace una afirmación sobre la mujer más linda del mundo, o acerca de la belleza ideal. Se espera normalmente que declare que su ideal (norma somática) es mas o menos griego, más o menos nórdico, ineluctablemente Británico. Pero digamos que no dice esto, sino que la mujer más bella del mundo es Nina Simone, o mejor todavía, una Hotentote. Este mensaje, recuérdese, es eficientemente transmitido por la más alta autoridad de la tierra. ¿Pueden imaginar su efecto? Habrá casi total desacuerdo (posiblemente repulsión), tanto más por su fuente. Si no se lleva a cabo una explicación satisfactoria, tendiente a retractarse, puede haber una crisis constitucional; el mismo símbolo del poder puede ser puesto en cuestión… La autoridad y la homogeneidad dependen de la continua intercomunicación entre símbolo y masa acerca de lo que son las normas/ideales” (23).

La homogeneidad es aquella sensibilidad popular que no discute lo esencial y que presume identidad y transparencia entre signo y referente. Subalterno es todo lo que lo mortifica. La homogeneidad cultural demanda una norma y una correspondencia entre las tradiciones “grandes” y “pequeñas.” En las sociedades coloniales convergen las tradiciones, pero una de ellas se empequeñece y subalterniza hasta convertir en minorías a las mayorías que la portan, al mismo tiempo que pone cortapisas a la construcción de la “norma”. Pero, aun si falta la capacidad o la voluntad de absorber la pequeña tradición de la mayoría, o de ser absorbida por ella, el resultado es la dicotomía, las sociedades plurales, esto es, tensadas. El espíritu crítico, el debate permanente, la discrepancia y la oposición constante al interior de estas sociedades, se explica mediante esa falta de homogeneización. El problema que Brathwaite señala una y otra vez no es el de la integración, sino el de la aceptación, el de la incorporación de la masa negra (indígena) de la población al orden político; el aceptar la cultura de las mayorías como paradigma y norma de la sociedad. La inter/culturación es, entonces, lo que Stuart Hall llama “hegemonía”, esto es, el consenso en la heterogeneidad. Pero Brathwaite asume que esta dinámica está organizada de acuerdo a la oposición superior/inferior y que, en el caso del caribe (también en el de Norteamérica), la etnia deviene clase, heterogeneidad, estilo, cultura.

En ambos casos, tanto en Canclini como en Brathwaite, está en juego un concepto de tradición, ya sea como permanencia del pasado en términos económico-culturales, o en términos de fusión. Pero lo que Brathwaite no deja de lado es la articulación etnia/clase. Para él, las identidades culturales se hallan mediadas por el trabajo, por ejemplo en el caso de inmigrantes que devienen campesinos, proletarios o desempleados, y luego, la estamentación de estos sectores. Los negros venden hielo y sus productos inmediatos: raspados, bolas de nieve. Los hindúes venden paletas de hielo. Ésta es una división del trabajo pero, al mismo tiempo, el espacio que Brathwaite usa para articular las identidades en los procesos de creolización. Por tanto, es dado concluir que el proceso de creolización se articula en el ámbito del trabajo, mientras que la hibridez se hace manifiesta en la esfera del consumo cultural. Pero ambos, creolización e hibridez, se autodefinen como procesos culturales integrados dentro del imaginario social.

Lo que Canclini discute es precisamente el concepto de lo “pequeño”. Para él lo pequeño se ha disuelto o fusionado en lo electrónico masivo; para Brathwaite, en cambio, la “pequeña tradición” está articulada dentro de una “gran tradición” estática. ¿Qué es lo que induce a un inmigrante a copiar lo que él no es? Y en esta relación, ¿qué es lo que él aporta?, ¿qué es lo que puede adquirir? En ambos casos, el intercambio está relacionado, por un lado, con una tensión, y por el otro con una autorización, es decir, con aquello que puede ser convertido porque tiene prestigio/poder, como es el caso de los medios en Canclini. Para Brathwaite, en la práctica los medios conducen

a poco menos que proporcionar lo “internacional” popular (esto es, lo Norteamericano) a través de [la] festivalización y/o el seleccionamiento de lo satinado y comercial: casa en los suburbios, cultura turística del supermercado. De tal manera que aunque hay una cierta medida de estabilidad, pocos creen en ella y la aparente homogeneidad que alienta es un precio pobre a pagar por la inercia, la falta de aventura y pensamiento, la falta de descubrimiento y experimentación (52).

En conclusión, las dinámicas de inter/culturación como localizaciones de subalternidades son ambiguas y presuponen la noción de jerarquía. En el Caribe, la noción de inter/culturación presume que los grupos portadores de “grandes tradiciones” (hegemonías culturales) se sienten rebajados en medio de las “pequeñas tradiciones” (dominadas culturalmente) y tienden a rechazarlas (es decir, la situación exactamente opuesta a la presentada en el modelo de Canclini). La dinámica de la creolización presume negociaciones entre lo que tiene o se le da valor y lo que no. La cultura de la gente encuentra el factor unificador en la mímesis de lo blanco/occidental/desarrollado que genera nomenclaturas como Afro-Sajón, Indo-Caribeño, Asio-Creole, Euro-asiático, y todas las otras variables continentales: Indo-español, Euro-indígena, Afro-indígena, etc. La noción implícita de inferioridad funciona como censura. Así, mientras unos grupos se sienten co-existiendo con las “grandes tradiciones” occidentales (tal el caso hindú/musulmán en el Caribe, o el argentino/alemán en el Cono Sur), otros se sienten doblemente alejados y experimentan la necesidad de rebelarse. La inter/culturación también depende de lo cercenado y lo prohibido: quién puede hablar su propia lengua y quien no, como es el caso de los latinos en Estados Unidos. De esto dependen las creolizaciones selectivas, la idea de una cultura normativa desde la cual es posible negociar con las otras, y la diferencia en la actitud de “manejar” la cultura o de modernizarse. A Brathwaite le preocupa la imagen personal que resulta de la imagen cultural y la construcción de consensos en los procesos simbólicos, o sea, la homogeneización.

En este sentido, la creolización revela tendencias hacia lo completo, pero también sentidos de lo incompleto: la negatividad de la subalternidad. Por tanto debe ponerse una moratoria a la imitación y un énfasis a la aceptación de la heterogeneidad: ser quienes somos, pero ¿en qué consiste eso? La visión de Gómez Peña, muy adecuada para esta melange, es la de “una generación entera que cae hacia un futuro sin fronteras, mezclas increíbles más allá de toda ciencia ficción: cholo-punks, pachuco-krishnas, concheros irlandeses, raperos butoh, ciberaztecas, gringofarians, rockeros hopi y demás” (Gómez-Peña 1996: 1). En la definición de estas diferencias entra la discusión sobre los universales, las formas de pertenecer a la especie y ser como la otra gente. La pregunta es cómo construir la identidad a partir de las localizaciones de la subalternidad sin elaborar el sentido de la diferencia, y en ausencia de los parámetros de culturas homogéneas o nacionales. De ahí vienen para Brathwaite las diferentes proposiciones del ser: sociedades plurales (segmentos en conflicto); sociedades creoles (que presuponen el concepto de inter/culturación); sociedades nacionales (que buscan reemplazar la dicotomía colonial/fragmentos por módulos políticos en los que se mezclan raza y cultura); sociedades sincréticas (predicadas en la emergencia de un nuevo tipo racial); o sociedades cimarronas (predicadas en el hecho de que una raíz o visión cultural puede ser reconocida como modelo para el todo) (58). Quiero terminar con una cita de Brathwaite que dice:

Iría más allá y diría que cualquier intento de cualquier segmento no-establecido con recursos culturales suficientes sería un desafío (revelación/revolución) a nuestro falso orden heredado. Por eso es que la oposición a estos segmentos ha sido tan implacable. Pero lo contrario de la oposición es el inter-entendimiento: la erosión de las distinciones sub/ y super/ordenadas (61).

Notas

Algunos trabajos de esta sesión fueron recogidos en Dispositio/n 46 (1996).

En la actualidad, el proyecto dirigido por Mario Valdés, Dejar Kalil y Linda Hutcheon, titulado “Culturas Literarias Latinoamericanas: Historia Comparada de las Formaciones Culturales”, en el cual participamos algunos de los subalternistas, tiene una visión parecida al espíritu con que Glissant propuso esta historia unificada.

BIBLIOGRAFÍA

Benítez-Rojo, Antonio. The Repeating Island. Durham: Duke University Press, 1992.
Brathwaite, Edward. Contradictory Omens. Cultural diversity and integration in the Caribbean. Kingston: Savacou Publications, 1985.
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Teorías sin disciplina (latinoamericanismo, poscolonialidad y globalización en debate).
Edición de Santiago Castro-Gómez y Eduardo Mendieta. México: Miguel Ángel Porrúa, 1998.

© José Luis Gómez-Martínez
Nota: Esta versión electrónica se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso correspondan.

Fuente: http://www.ensayistas.org/critica/teoria/castro/rodriguez.htm Leer más

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“Orientalismo”: 25 años después

Edward Said

En 1978, Edward Said, profesor palestino de Literatura Comparada en la Universidad de Columbia, publicó Orientalismo, un libro en el que desmontaba con implacable rigor los mecanismos imperialistas de fabricación del “Otro” que han forjado en el pensamiento colonial occidental desde finales del siglo XVII. Veinticinco años después, y desde la perspectiva de la reciente invasión de Irak, el autor palestino reflexiona sobre los principios de un libro que sigue provocando enormes polémicas parecidas a aquellas con que fue recibido en su momento.

Hace nueve años escribí un epílogo para Orientalismo, que -intentando clarificar lo que consideraba haber dicho y no dicho- enfatizaba no sólo las muchas discusiones abiertas desde que mi libro apareció en 1978, sino el curso de las crecientes malinterpretaciones de un trabajo en torno a las representaciones de “el Oriente”.

Que hoy me sienta más irónico que irritado acerca de este hecho es un signo de la tanta edad que se ha colado a mi interior. Las muertes recientes de mis dos mentores principales, intelectual, política y personalmente -Eqbal Ahmad e Ibrahim Abu-Lughod-, me han traído tristeza y pérdida, pero también resignación y una cierta entereza para seguir adelante.

En mi libro (Fuera de lugar), 1999, describía los extraños y contradictorios mundos en los que crecí, proporcionándome a mí y a mis lectores un recuento detallado de los ambientes que, pienso, me formaron en Palestina, Egipto y Líbano. Pero era un relato muy personal de todos esos años de mi involucramiento político -que comenzó después de la guerra árabe-israelí de 1967-, y se quedó corto.

Orientalismo es un libro atado a la dinámica tumultuosa de la historia contemporánea. Abre con una descripción, que data de 1975, de la guerra civil en Líbano, que terminó en 1990. Llegamos al fracaso en el proceso de paz de Oslo, al estallido de la segunda Intifada, y el terrible sufrimiento de los palestinos de las reinvadidas franjas de Cisjordania y Gaza. La violencia y el horrible derramamiento de sangre continúan en este preciso instante. El fenómeno de los bombazos suicidas ha aparecido con todo el odioso daño que ocasionan, no más apocalíptico y siniestro que los sucesos del 11 de septiembre de 2001 con su secuela en las guerras contra Afganistán e Irak. Mientras escribo estas líneas continúa la ocupación imperial ilegal de Irak a manos de Gran Bretaña y Estados Unidos. Su estela es en verdad horrible de contemplar. Se dice que todo esto es parte de un supuesto choque de civilizaciones, interminable, implacable, irremediable. Yo, sin embargo, pienso que no es así.

Me gustaría poder decir que el entendimiento general de Medio Oriente, los árabes y el Islam en Estados Unidos ha mejorado en alguna medida, pero caray, en realidad no. Por todo tipo de razones, la situación en Europa parece ser considerablemente mejor. En Estados Unidos el endurecimiento de actitudes, el tensar el yugo de un cliché de generalizaciones menospreciativas y triunfalistas, la dominación de un poder crudo, aliado con el desprecio simplista hacia quienes disienten y contra “otros”, tiene su correlato exacto en el saqueo y la destrucción de las bibliotecas y museos de Irak.

Lo que nuestros dirigentes y sus lacayos intelectuales son incapaces de comprender es que la historia no puede borrarse como un pizarrón, dejándolo limpio para que “nosotros” podamos ahí inscribir nuestro propio futuro e imponer nuestras formas de vida para que estos pueblos “inferiores” las sigan. Es bastante común escuchar que los altos funcionarios en Washington y en otras partes hablen de cambiar el mapa del Medio Oriente, como si las sociedades antiguas y una miríada de pueblos pudieran sacudirse como almendras en un frasco. Pero esto ha ocurrido con frecuencia en “Oriente”, ese constructor semimítico que se inventa y reinventa en incontables ocasiones desde la invasión de Napoleón a Egipto a finales del siglo XVIII. Y en el proceso, los sedimentos no relatados de la historia, que incluyen innumerables historias y una variedad sorprendente de pueblos, lenguajes, experiencias y culturas, son barridos e ignorados, relegados al banco de arena junto con los tesoros derruidos a fragmentos indescifrables que le fueron arrebatados a Bagdad.

Mi argumento es que la historia la hacen mujeres y hombres, y es factible deshacerla y rescribirla de tal manera que “nuestro” Oriente se vuelva “nuestro” para poseerlo y dirigirlo. Tengo en muy alta estima las potencialidades y regalos de los pueblos de la región que luchan por su visión de lo que son y lo que quieren ser. Ha sido tan abrumador y calculadamente agresivo el ataque contra las sociedades contemporáneas árabes y musulmanas, acusándolas de ser retrógradas, carecer de democracia y abrogar los derechos de las mujeres, que se nos olvida que las nociones de modernidad, iluminismo y democracia no son conceptos acordados por todos ni son en modo alguno tan simples que puedan encontrarse o perderse como huevos de Pascua en una sala de estar. La suficiencia desalentadora de los publicistas estúpidos (que hablan en nombre de la política exterior pero sin conocimiento alguno del lenguaje con que habla la gente real), fabrica un árido paisaje, propicio para que el poderío estadounidense construya un modelo artificial de “democracia” de libre mercado, con el cual no se necesita hablar árabe, persa o francés para pontificar sobre el efecto dominó que supuestamente necesita el mundo árabe.

Pero existe una diferencia entre conocer otros pueblos y otros tiempos (que resulta del entendimiento, la compasión, el estudio y el análisis cuidadoso en sí mismos), y el conocimiento que es pieza de una campaña global de autoafirmación. Hay, después de todo, una profunda diferencia entre el deseo de entender con el propósito de coexistir y ensanchar horizontes y el deseo de dominar con el fin de controlar. Es sin duda una de las mayores catástrofes de la historia que una guerra imperialista confeccionada por un grupito de funcionarios estadounidenses que no fueron elegidos se lance contra una devastada dictadura tercermundista, apelando a aspectos claramente ideológicos, para intentar la dominación del mundo, el control de la seguridad y los escasos recursos, y que disfrace su intención real, adosada y pensada por orientalistas que traicionaron su deber como académicos.

Las principales influencias del Pentágono y el Consejo de Seguridad Nacional de George W. Bush fueron hombres como Bernard Lewis y Fouad Ajami, expertos en el mundo árabe e islámico que ayudaron a los halcones estadounidenses a idear fenómenos ridículos como el de la mente árabe o la decadencia de siglos del mundo islámico que sólo el poderío estadounidense puede revertir. Hoy las librerías en Estados Unidos están llenas de peroratas mal confeccionadas con títulos gritones como el horror y el terror islamita, el Islam al desnudo, la amenaza árabe, el riesgo musulmán, todos escritos por polemistas políticos que hacen gala de un conocimiento que les fue impartido a ellos y a otros por expertos que supuestamente han penetrado en el corazón de estos extraños pueblos orientales. Los acompañantes de esta prédica guerrerista son CNN y Fox, más la miríada de locutores y anfitriones de programas de radio, evangélicos y de extrema derecha, innumerables tabloides e inclusive revistas clasemedieras, todos ellos lanzados a reciclar las mismas ficciones no verificables y las vastas generalizaciones que acicatean a América contra el demonio extranjero.

Sin un esquema bien organizado de que los pueblos de allá no son como “nosotros” y no aprecian “nuestros” valores -el corazón mismo del dogma orientalista- no habría habido guerra. Así que del mismo directorio de académicos profesionales pagados por los conquistadores holandeses en Malasia e Indonesia, por los ejércitos británicos en India, Mesopotamia, Egipto y África occidental, por los ejércitos franceses en Indochina y África del norte surgieron los asesores estadounidenses del Pentágono y la Casa Blanca, y utilizan los mismos clichés, los mismos estereotipos menospreciadores, las mismas justificaciones para ejercer poder y violencia (al fin y al cabo, dice el coro, el poder es el único lenguaje que entienden). Toda esta gente se unió para el caso de Irak con un ejército entero de contratistas privados y emprendedores voraces a quienes se confiará todo, desde escribir libros de texto hasta la Constitución que remodele la vida política de Irak y su industria petrolera.

Todo imperio, en su discurso oficial, ha dicho que no es como los otros, que sus circunstancias son especiales, que tiene la misión de iluminar, civilizar, traer orden y democracia, y que utilizará la fuerza únicamente como último recurso. Lo más triste es que siempre hay un coro de intelectuales deseosos de decir palabras tranquilizadoras acerca de los imperios benignos o altruistas.

Veinticinco años después de la publicación de mi libro Orientalismo, se alza una vez más la cuestión de si el imperialismo moderno ha terminado o si continuó en Oriente desde que Napoleón invadió Egipto dos siglos antes. Se le ha dicho a los árabes y a los musulmanes que la victimología y vivir de los despojos del imperio es sólo una manera de evadir la responsabilidad del presente. Han fallado, se fueron por el camino equivocado, dice el orientalista moderno. Por supuesto, está también la contribución de Naipaul a la literatura: las víctimas del imperio gimotean mientras su país se va a la mierda. Pero qué superficial cálculo de una intrusión imperial es ésta que poco anhela encarar la larga sucesión de años a través de los cuales el imperio continúe su intromisión en las vidas de palestinos, congoleños, argelinos o iraquíes. Piensen en la línea que comienza con Napoleón, continúa con el surgimiento de los estudios orientales y la toma de África del norte, para luego proseguir en empresas semejantes en Vietnam, Egipto y Palestina y que durante todo el siglo XX ha pugnado por el petróleo y el control estratégico del golfo Pérsico, en Irak, Siria, Palestina y Afganistán. Luego piensen en el surgimiento del nacionalismo anticolonial, el corto periodo de una independencia liberal, la era de golpes militares, la insurgencia, la guerra civil, el fanatismo religioso, la lucha irracional y la brutalidad irresponsable hacia los más recientes grupos de “nativos”. Cada una de estas fases y eras produce su propio conocimiento distorsionado de la otra, sus propias imágenes reduccionistas, sus propias polémicas peleoneras.

En Orientalismo mi idea es utilizar la crítica humanista para abrir campos de lucha e introducir una secuencia más larga de pensamiento y análisis que remplace las breves incandescencias de esa furia polémica, contraria al pensamiento, que nos aprisiona. A lo que intento realizar le llamo “humanismo”, palabra que continúo usando tercamente, pese al menosprecio burlón que expresan por el término los sofisticados críticos posmodernos. Por humanismo quiero significar, primero que nada, el intento por disolver los grilletes inventados por Blake; sólo así seremos capaces de usar nuestro pensamiento histórica y racionalmente para los propósitos de un entendimiento reflexivo. Es más, el humanismo lo sostiene un sentido de comunidad con otros intérpretes y otras sociedades y periodos; por tanto, estrictamente hablando, no puede existir un humanismo aislado.

Esto quiere decir que todo ámbito está vinculado con todos los demás; no existe nada en nuestro mundo que haya estado aislado y puro de influencias exteriores. Requerimos hablar de aspectos tales como la injusticia y el sufrimiento en el contexto amplio de la historia, la cultura y la realidad socioeconómica. Nuestro papel es ampliar el campo de la discusión. Buena parte de mis pasados 35 años he defendido los derechos que tiene el pueblo palestino a la autodeterminación nacional, pero siempre he intentado prestar toda la atención posible a la realidad del pueblo judío y la forma en que sufrió persecuciones y genocidio. El punto central es que la lucha por la equidad entre Palestina e Israel debe dirigirse hacia un objetivo humanista, es decir, hacia la coexistencia, y no a una ulterior supresión y negación.

No es accidental que indique que el orientalismo y el antisemitismo moderno tienen raíces comunes. Por tanto es necesidad vital que los intelectuales independientes provean modelos alternativos a aquellos que simplifican y confinan por basarse en una mutua hostilidad que prevalece en Medio Oriente y en otras partes, desde hace tanto tiempo.

Como humanista cuyo campo es la literatura, tengo la edad suficiente como para haber sido educado, hace 40 años, en el campo de la literatura comparada, cuyas ideas conductoras se remontan a la Alemania de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Antes debo mencionar la contribución creativa, suprema, de Giambattista Vico, filósofo y filólogo napolitano cuyas ideas anticiparon a pensadores alemanes como Herder y Wolf, y después a Goethe, Humboldt, Dilthey, Nietzsche, Gadamer, y finalmente a los grandes filólogos del siglo XX, como Erich Auerbach, Leo Spitzer y Ernst Robert Curtius.

A los jóvenes de la generación actual la mera idea de la filología les sugiere algo demasiado mohoso, de anticuario, pero de hecho es la más básica y creativa de las artes interpretativas. Su ejemplo más admirable puede hallarse en el interés de Goethe por el Islam en general y por Hafiz en particular, pasión que lo consumía y lo condujo a la composición del West-Östlicher Diwan, y que influyó en las ideas posteriores de Goethe respecto de la Weltliteratur, el estudio de todas las literaturas del mundo como si fueran un todo sinfónico que pudiera aprehenderse teóricamente preservando la individualidad de cada trabajo sin perder la visión del todo.

Hay una ironía considerable al percatarnos de que si bien el mundo globalizado de hoy se agrupa en algunos de los modos de los que he estado hablando, podemos estarnos aproximando a un cierto tipo de estandarización y homogeneidad que la formulación específica de las ideas de Goethe buscaba prevenir. En un ensayo publicado en 1951, con el título de Philologie der Weltliteratur, Erich Auerbach enfatizó exactamente ese punto, justo cuando se iniciaba el periodo de posguerra, que fue también el principio de la guerra fría. Su gran libro, Mimesis, publicado en Berna en 1946, pero que fuera escrito cuando Auerbach era exiliado de guerra que impartía cursos de lenguas romances en Estambul, intentaba ser un testamento de la diversidad y la concreción de la realidad según la representaba la literatura occidental de Homero a Virginia Wolf. Pero al leer el ensayo de 1951 uno siente que para Auerbach su gran libro era una elegía del periodo donde la gente podía interpretar textos filológicamente – concreta, sensible e intuitivamente-, usando la erudición y un excelente manejo de varias lenguas, en apoyo del entendimiento que Goethe pregonaba en su aproximación a la literatura islámica.

El conocimiento positivo de las lenguas y la historia fue necesario, pero nunca fue suficiente, como tampoco la recolección mecánica de datos podía en modo alguno constituir un método adecuado para comprender lo que era un autor como Dante, por ejemplo. El requisito fundamental para el tipo de entendimiento filológico del que hablaban Auerbach y sus predecesores, el que intentaron poner en práctica, era uno que con simpatía y subjetividad penetrara en la vida de un texto escrito, desde la perspectiva de su tiempo y su autor (einfühlung). En vez de pregonar la alienación y la hostilidad hacia otros tiempos y diferentes culturas, la filología según la aplicaba la Weltliteratur implicaba un profundo espíritu humanista desplegado con generosidad y, si se me permite el uso del término, con hospitalidad. Así, la mente del intérprete creaba activamente un lugar para el otro, extranjero. Este crear un lugar para el trabajo de los que podrían ser ajenos y distantes es la faceta más importante de la misión del intérprete.

Todo esto, obviamente, fue minado y destruido en Alemania por el nacional-socialismo. Después de la guerra, Auerbach anota con tristeza la estandarización de las ideas, y la creciente especialización del conocimiento que estrechó gradualmente las oportunidades para el tipo de trabajo filológico de indagación perenne e investigación que él había representado, y, caray, es todavía más depresivo saber que, desde la muerte de Auerbach, en 1957, la idea y la práctica de la investigación humanista se ha encogido en espectro y en centralidad. En vez de leer en el sentido real del término, nuestros estudiantes se distraen hoy con el conocimiento fragmentado disponible en la red electrónica y los medios masivos de comunicación.

Lo que es peor es que la educación está amenazada por las ortodoxias religiosas y nacionalistas que los medios masivos diseminan, pues se enfocan -ahistóricamente y de modo sensacionalista- en las distantes guerras electrónicas dando a los que miran un sentido de precisión quirúrgica, cuando de hecho oscurecen el terrible sufrimiento y la destrucción producida por el armamento moderno de la guerra. Al demonizar a un enemigo desconocido a quien etiquetan de “terrorista”, se cumple el propósito general de mantener a la gente agitada y furiosa haciendo que las imágenes de los medios exijan mucha atención que puede ser explotada en tiempos de crisis e inseguridad, como el periodo posterior al 11 de septiembre de 2001.

Hablando como árabe y estadounidense, debo pedirle a mis lectores que no subestimen este tipo de visión simplificada del mundo que un puñado de elites civiles del Pentágono han formulado como política estadounidense para la totalidad de los mundos árabes e islámicos. Una visión en la cual el terror, la guerra preventiva y el cambio de régimen unilateral -con el respaldo del presupuesto militar más inflado de la historia- son las ideas principales que se debaten sin cesar, empobrecidas por medios que se asignan a sí mismos el papel de producir esos llamados “expertos” que validan la línea general del gobierno. La reflexión, el debate, el argumento racional y los principios morales basados en la noción secular de que los seres humanos deben crear su propia historia, fueron remplazados por ideas abstractas que celebran el excepcionalismo estadounidense u occidental, denigran la relevancia del contexto y miran con desprecio las otras culturas.

Tal vez dirán que hago demasiadas transiciones abruptas entre interpretaciones humanistas, por un lado, y política exterior, por el otro. Que una sociedad tecnológica moderna, poseedora de un poder sin precedente -además de redes electrónicas y aviones de combate F-16- debe, a fin de cuentas, ser conducida por expertos en política- técnica tan formidables como Donald Rumsfeld y Richard Perle. Lo que en realidad se ha perdido es un sentido de la densidad y la interdependencia de la vida humana, que no pueden ser reducidas a una fórmula ni barridas como irrelevantes.

Esta es una de las facetas del debate global. En los países árabes y musulmanes la situación no es mejor. Como argumenta Roula Khalaf, la región se ha deslizado hacia un antiamericanismo fácil que muestra muy poco entendimiento de lo que en realidad es Estados Unidos como sociedad. Dado que los gobiernos se han vuelto relativamente incapaces de afectar las políticas estadounidenses hacia ellos, vuelcan sus energías en reprimir y sojuzgar a sus propias poblaciones, lo que acarrea resentimiento, rabia e imprecaciones inútiles que no abren la posibilidad de que en las sociedades haya ideas seculares en torno a la historia y el desarrollo humanos. En cambio, son sociedades sitiadas por la frustración y el fracaso, y por un islamismo construido por un aprendizaje dogmático y por la obliteración de otras formas de conocimiento secular, consideradas competitivas. La desaparición gradual de la extraordinaria tradición ijtihad islámica, o interpretación personal, es uno de los mayores desastres culturales de nuestro tiempo, pues ocasiona la pérdida del pensamiento crítico y de los modos individuales de lidiar con el mundo moderno.

Esto no significa que el mundo cultural haya simplemente regresado hacia un neoorientalismo beligerante o al rechazo tajante de lo exterior. Con todas las limitaciones que se quiera, la Cumbre Mundial de Johannesburgo, de Naciones Unidas, celebrada el año pasado, reveló de hecho una vasta área de preocupaciones globales comunes que sugiere la emergencia, muy saludable, de un sector nuevo y colectivo que confiere una nueva urgencia a la frecuentemente fácil noción de “un solo mundo”. En todo esto debemos admitir que nadie puede conocer la extraordinariamente compleja unidad de nuestro orbe globalizado, pese a ser realidad que el mundo tiene tal interdependencia de las partes que no permite la genuina oportunidad del aislamiento.

Los terribles conflictos que pastorean a los pueblos con consignas tan falsamente unificadoras como “América”, “Occidente” o “Islam” e inventan identidades colectivas para una enorme cantidad de individuos que en realidad son bastante diversos, no deben permanecer en la potencia que ahora mantienen y debemos oponernos a ellos. Aún contamos con habilidades interpretativas racionales que son un legado de la educación humanista, no piedad sentimental que clama por que retornemos a los valores tradicionales o a los clásicos, sino una práctica activa del discurso racional, secular, en el mundo. El mundo secular es el de la historia como la construyen los seres humanos. El pensamiento crítico no se somete al llamamiento a filas para marchar contra uno u otro enemigo aprobado como tal. En vez de un choque de civilizaciones manufacturado, necesitamos concentrarnos en el lento trabajo de reunir culturas que se traslapen, para que se presten unas a otras, viviendo juntas en formas mucho más interesantes de lo que permite cualquier modo compendiado o no auténtico de entendimiento. Pero este tipo de percepción ampliada requiere tiempo, paciencia e indagación escéptica, y el respaldo que otorga la fe en las comunidades de interpretación, algo difícil de mantener en un mundo que demanda acción y reacción instantáneas.

El humanismo se centra en la individualidad humana y la intuición subjetiva, no en ideas recibidas o autoridades aprobadas. Los textos deben leerse como producidos y vividos en el ámbito histórico de todas las posibles formas del mundo. Pero esto no excluye el poder. Por el contrario, he tratado de mostrar las insinuaciones, las imbricaciones del poder inclusive en el más recóndito de los estudios.

Por último, y lo más importante, es que el humanismo es la única y yo diría la forma final de la resistencia contra las prácticas inhumanas y las injusticias que desfiguran la historia humana. Hoy contamos con el enorme y alentador campo democrático del ciberespacio, abierto a todos los usuarios de modos no soñados por generaciones anteriores de tiranos o de ortodoxias. Las protestas mundiales ocurridas antes de que comenzara la guerra en Irak no habrían sido posibles si no fuera por la existencia de comunidades alternativas por todo el mundo, alertadas mediante información alternativa, y que son activamente conscientes de los derechos humanos y ambientales, y de los impulsos libertarios que nos mantienen unidos en este pequeño planeta.

Traducción: Ramón Vera Herrera
La Jornada y El País.

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GAYATRI CH. SPIVAK: CONCEPTOS CRÍTICOS

GAYATRI CH. SPIVAK: CONCEPTOS CRÍTICOS

Por. María José Vega
Universitat Autònoma de Barcelona

1. La voz del subalterno
2. Subalternidad y sujeto femenino
3. La fantasía nativista
Abreviaturas – Bibliografía citada

Gayatri Chakravorty Spitvak nació en Calcuta en 1942. Por ello, se considera a sí misma como un miembro de la primera generación de intelectuales indios formados con posterioridad a la independencia de Gran Bretaña. Cursó estudios de literatura inglesa en la Universidad de Calcuta, y, posteriormente, de literatura comparada en Estados Unidos. Su tesis doctoral, que dirigió Paul de Man, estaba dedicada a la interpretación de la poesía de Yeats. Ha sido la traductora de Derrida al inglés y es autora de varias monografías de importancia en el ámbito de la crítica postcolonial y de la feminista. Su obra de mayor empeño es, sin duda alguna, A Critique of Postcolonial Reason (1999), aunque posiblemente su texto más conocido sea aún un extenso ensayo publicado en 1988 y retocado y reimpreso en varias ocasiones: “Can the Subaltern Speak?” (1988-1999).
La bibliografía completa de Spivak, ordenada cronológicamente, en:
http://sun3.lib.uci.edu/~scctr/Wellek/spivak/
Las reseñas impresas de sus obras están relacionadas en
http://sun3.lib.uci.edu/~scctr/Wellek/spivak/reviews.html
Pueden verse igualmente:
http://prelectur.stanford.edu/lecturers/spivak/Bibliography.html
http://www.english.emory.edu/Bahri/Spivak.html

La voz del subalterno

La obra crítica de Gayatri Chakravorty Spivak es notablemente heterogénea, tanto por la amplitud de sus intereses como por su preferencia por la metacrítica: ha abordado, por ejemplo, cuestiones relativas a la teoría literaria marxista, a la deconstrucción, al psicoanálisis, a la crítica feminista o a la didáctica de la literatura. Para definir su posición crítica escogió la palabra bricoleur, es decir, la de quien usa sin reparos todo lo que encuentra al alcance de la mano. No obstante, aun reconociendo la multiplicidad de sus aproximaciones críticas al texto, o el bricolage general de sus varios sistemas de referencia, o la heterogeneidad de sus intereses, puede identificarse en su obra una continua dedicación a la teoría literaria postcolonial. De entre todos sus ensayos destaca, por su extraordinaria influencia, un extenso trabajo, continuamente reescrito desde 1988 hasta 1999, dedicado a perseguir, en la historia y la literatura, la voz del subalterno, o, más exactamente, a diagnosticar su ausencia de voz (“Can the Subaltern Speak?”). No obstante, el interés de Spivak por las huellas textuales de la política imperial de las potencias europeas podría remontarse a un trabajo de 1981 sobre el feminismo francés (“French Feminism in an International Frame”), en el que criticaba la enseñanza de la historia literaria del siglo XIX por carecer de alusión alguna al imperialismo o a sus representaciones culturales. Esa laguna no sería más que un indicio de la disimulación histórica y de la persistente estrategia de ocultamiento de la que habría sido objeto el fenómeno imperial hasta el presente: de ahí su interés por el análisis del discurso colonial, y, ante todo, por demostrar que la construcción de la historia (literaria o general) no consiste únicamente en la identificación, elaboración y ordenación desinteresada de hechos y datos, sino que constituye, realmente, un proceso de violencia epistémica, una construcción siempre interesada de una representación, en el sentido fuerte y políticamente saturado que le concede Edward Said en Orientalism. Y no sólo la historia -especialmente la literaria- es, abiertamente, una representación, sino también una narración o un relato, escrito siempre desde un punto de vista dominante, el occidental, y desde los prejuicios y premisas de Europa o de las potencias coloniales. El ejemplo más frecuente en la obra de Spivak es el de la historia de la India, que, a su juicio, ha sido construida (en versión, obviamente, británica) como un continuo orgánico, unitario y homogéneo, y siempre en los términos de la administración colonial. La India de esa “historia de la India” es, en primera instancia, una representación de los poderes coloniales. Por ello, la tarea del crítico literario ante estos textos habría de ser -propone Spivak- la de preguntarse, siempre y en todo caso, quién es representado y por quién, quién deja de ser representado y es, por ello, silenciado u omitido, y cuál es la mecánica de construcción y constitución de los hechos representados: cuáles son, en suma, las estrategias de disimulación y las costumbres narrativas del imperialismo. En todos los casos, habrían de utilizarse los métodos del análisis literario, aplicados a cualquier tipo de discurso, porque tales métodos son especialmente aptos para demostrar la incertidumbre (o, si se prefiere, la indeterminación) entre la ficción y la verdad, y para revelar los entresijos narrativos del relato histórico. Así podrían ponerse de manifiesto los modos de representación del imperialismo y su manera singular de construir la historia: sólo así sería posible producir una nueva narración o una nueva historia literaria, o, alternativamente, sólo así sería factible la construcción de contrahistorias (como, por ejemplo, la que relata cómo los británicos construyeron narrativamente la demografía racial de la India para demostrar la primacía aria).
Spivak parece, pues, compartir con la aproximación psicoanalítica al discurso colonial -con Fanon o con Bhabha- la idea de que el imperialismo no es sólo un fenómeno económico, territorial y estratégico, sino que, en otro plano, es también un proyecto que construye e instituye los sujetos y las conciencias. O, en palabras de Spivak, que “el imperialismo” es también un modo de establecer “una normatividad universal del modo de producción narrativa”, o, si se prefiere, es un modo de contar el mundo. Si se acepta que esto es así, “convertir al nativo en proletario” (como había hecho, por cierto, Sartre) o “ignorar al subalterno” (como sucede en la historia oficial de los administradores coloniales) es “continuar consciente o inconscientemente el proyecto imperialista”. Para que el subalterno se convierta en una figura visible es necesaria una nueva práctica crítica, una nueva intervención sobre los textos, una nueva construcción de la historia.

El término subalterno procede de la teoría política de Gramsci, y, en particular, de un ensayo de los años treinta cuya repercusión en la teoría literaria postcolonial no ha sido valorada aún cabalmente: “Ai margini della storia (Storia dei gruppi sociali subalterni)” de 1934. En principio, Gramsci utilizó en sus escritos el término “subalterno” en alternancia con otros, como subordinado o instrumental, en el contexto de las descripciones sociales: la palabra “subalterno” se refería a todo aquello que tiene un rango inferior a otra cosa, y puede aplicarse, al ser una denominación relativa, a cualquier situación de dominio, y no únicamente a la de clase. Hay quien sugiere que Gramsci concedía al término un sentido exclusivamente político, y que lo usaba, quizá, para evitar las palabras clase y proletario del marxismo ortodoxo, bien por cautela, al escribir desde la cárcel y sometido a censura, bien porque deseara introducir matices diferenciales respecto de estos términos, o bien porque atribuyera a la palabra una función específica: a saber, la de describir los grupos (diversos y heterogéneos) dominados y explotados que no poseen conciencia de clase. Los grupos de estudios subalternos surgidos en los años ochenta, y, en especial el Subaltern Studies Group (constituido en la India postcolonial), conceden sentido a la palabra tanto en el plano político como económico, esto es, para referirse al rango inferior, o dominado, en un conflicto social, para significar así de modo general a los excluidos de cualquier forma de orden y para analizar sus posibilidades como agentes: los historiadores subalternistas pretenden hallar una nueva manera de narrar la historia, que prescinda de los grupos dominantes que han monopolizado tanto el discurso histórico como las ideas nacionalistas tras la independencia, y que permita la adopción de un punto de vista diverso, capaz de conducir la historiografía a un momento de crisis. Cuando Said escribió un escueto prefacio para presentar una selección de estudios de los historiadores del Subaltern Studies Group que se publicó en Oxford en 1988, definió la palabra subalterno tanto en términos políticos como intelectuales, como uno de los polos de una oposición cuyo miembro complementario sería élite o grupo dominante, y, en el caso de la India, que es el que interesaba primariamente al grupo subalternista y a Spivak, el grupo dominante designaría, en particular, al aliado con los británicos que dominaron el país durante trescientos años, y al número reducido y selecto de discípulos, estudiantes o epígonos de los que colaboraron con ellos. De este modo, la palabra subalterno vendría a indicar la dinámica histórica, social y cultural entre la clase hegemónica y el conjunto de personas que, por medios tanto coercitivos como, sobre todo, ideológicos, se somete a ella. El Subaltern Studies Group quería invertir el punto de vista historiográfico hegemónico para escribir la historia subalterna, la que describe la contribución del pueblo por sí mismo, de forma independiente de los grupos dominantes, e identificaba al subalterno con el colonizado, o con el sujeto colonial, al que entendía también como elemento de insurgencia o como agente de cambio. Ocasionalmente, en las definiciones de lo subalterno deslizaban la idea -especiosa- de que también los críticos e historiadores que se ocupan de la tarea de recuperar la acción histórica y la voz textual de los subalternos son a su vez “subalternos” en relación con las formas y discursos dominantes de la historiografía o de la crítica académica: de este modo, el crítico o el historiador subalterno no sólo se dedicaría a identificar las instancias de insurgencia (en términos históricos), sino que también se aliaría, por así decir, con el subalterno, para subvertir el discurso hegemónico, crítico o historiográfico. La obra misma del crítico o del historiador tendría de este modo (o querría tener, más bien) un valor estratégico. Este tipo de intervención savante puede incurrir en la retórica revolucionaria de la ponderación o en la consideración de la escritura crítica como activismo político tout court: las dos maneras de ser ‘subalterno’ – esto es, la del subalterno propiamente dicho y la del crítico o historiador que se presenta a sí mismo como ‘subalterno’ respecto de un discurso hegemónico- son discontinuas y no asimilables.
El Subaltern Studies Group pretende descubrir (más que escribir) una historia del imperialismo contemporáneo alternativa a la de los colonizadores, que perciben su objeto en los términos de la administración colonial (y de las reacciones que suscita), o en los términos de la élite local, esto es, la que tiende (o se reinterpreta que tiende) teleológicamente hacia la independencia como culminación de una lucha dirigida por líderes locales (como, por ejemplo, Gandhi o Nehru). Los historiadores occidentales reproducirían las mismas exclusiones de la práctica imperial, ya que perciben y conceptualizan toda posibilidad de resistencia como una manifestación nacionalista: de este modo, el nacionalismo aparece siempre como forma única de oposición al imperio, ignorando las otras historias y las otras formas de resistencia que no están encabezadas y dirigidas por la élite nacionalista local, por el “grupo dominante” nativo. Frente a ello, el Subaltern Studies Group quiere indagar la actividad histórica de los campesinos (tradicionalmente omitida de las representaciones y de los discursos historiográficos), o, mejor aún, su historia suprimida. En este contexto, ‘subalterno’ es la palabra que nombra al que posee un “atributo general de subordinación”, ya se manifieste en términos de clase, casta, edad, sexo, oficio o de cualquier otro modo. Ahora bien, a falta de textos producidos por los subalternos mismos, este proyecto topa con la dificultad de tener que recuperar la ‘conciencia subalterna’ a través de los textos coloniales y en los archivos y en las narraciones de la historiografía de la élite.

La historia subalterna quiere presentarse, pues, como una suerte de insurgencia respecto de las formas académicas de la historia, ya que trabaja contra las omisiones interesadas, contra lo que da en llamar las “mutilaciones” y “extirpaciones” del positivismo, y contra las formas de reducir al silencio que operan en las narraciones neocoloniales. La tarea historiográfica se centra ahora en la producción de relatos que configuran una conciencia subalterna o una conciencia campesina y en la recuperación, o el intento de recuperación, de una conciencia colectiva en términos marxistas. La crítica literaria de Spivak, y sus trabajos sobre la voz del subalterno, han de leerse como una réplica ceñida de los trabajos del Subaltern Studies Group o, si se prefiere, como una reflexión metodológica sobre sus instrumentos y posibilidades. Censura por ello la producción de relatos (históricos, críticos) destinados a recuperar la conciencia subalterna o campesina; niega que sea posible rastrear la “conciencia colectiva” y rechaza, además, el uso de esa categoría. Los estudios de Spivak sobre los subalternos se alejan de la idea de la recuperación de la conciencia o de la voluntad subalterna, actividad que, a su juicio, no es más que una ficción teórica que permite justificar un proyecto de lectura. Esa historia del grupo subalternista no sería más que una forma de intervenir teóricamente sobre el objeto, ya que, en la mayor parte de los casos, no hay certezas sobre la posición de los subalternos (o al menos, no directamente) y, además, porque predica la existencia de una subjetividad subalterna que se manifestaría en actos de insurgencia. Spivak, en cambio, sugiere que el historiador o el crítico no ha de indagar la existencia de una conciencia mal documentada e incierta sino, en su lugar, la supresión de la conciencia que acometen sistemáticamente los textos que el investigador analiza. La posición del sujeto es, además, heterogénea y compleja, y está implicada en relaciones no menos complejas de dominación (de clase, de raza, de género), o está sometido a estrategias diversas de supresión y silenciamiento. El surgimiento y la irrupción del subalterno en el ámbito de la hegemonía son siempre, por definición, heterogéneos a los esfuerzos del investigador. Es más, el subalterno constituye realmente un lugar límite, o, si es prefiere, es el “límite absoluto” del discurso narrativo histórico. O, en otros términos, la historia subalterna sólo sería posible si se produce en esos puntos en los que la historiografía convencional evidencia sus fracasos cognitivos y sus lugares de impotencia.

El problema metodológico que ha suscitado el Subaltern Studies Group es muy relevante para la crítica, el comparatismo y la historia postcoloniales, ya que los textos y documentos de los que disponen los investigadores han sido escritos, conservados y ordenados por los colonizadores o por las élites locales. De hecho, el grupo subalternista se instituyó para responder a una pregunta fundamental, a saber: ¿qué ha de hacer el crítico o el historiador si desea identificar y hallar la voz y la actividad de los colonizados y, especialmente, si desea escudriñar las formas de resistencia simbólica, textual, cultural y política? El grupo intentaba, pues, inscribir en el discurso histórico y crítico esa voz silenciada u omitida, que decía recuperar mediante una lectura interlinear. Spivak, en cambio, entiende que la conciencia es un efecto textual y que, por ello, esa solución es inaceptable. A la pregunta de ¿pueden hablar los subalternos?, la respuesta es, necesariamente, no, porque su conciencia es irrecuperable. No hay una voz a la que hacer hablar, sino sólo designaciones en los textos. Las voces silenciadas por el imperio son, en sí mismas, irrecuperables.
El proyecto de Spivak se revela así como extraordinariamente corrosivo para algunos presupuestos de la crítica literaria contemporánea (y para su confianza epistemológica) y, particularmente, para el de las voces, polifonías y heteroglosias de Bajtín y sus seguidores, por no mencionar a los teóricos y defensores de la literatura testimonial como forma de expresión de los excluidos o como vehículo de la voz de los sin voz. La demostración de la irrepresentabilidad desde sí y la indagación de las posiciones posibles del sujeto son demoledoras para con el tipo de análisis del discurso narrativo que se impone con La imaginación dialógica. Spivak ilustra sus tesis sobre la irrecuperabilidad de la conciencia y de la voz del subalterno (o mejor de su silenciamiento histórico y textual) con el ejemplo de la práctica del sati, esto es, el sacrificio ritual de las viudas hindúes, que se inmolaban en la pira funeral del marido. Esta práctica había sido prohibida en 1929 por la administración colonial, a pesar de que los británicos habían adoptado el principio general de respetar la ley hindú. Spivak arguye que la figura del sati desaparece entre las posiciones que para ella han construido los demás. Habría, pues, dos versiones de la libre voluntad de la viuda y del significado de la inmolación. Los británicos prohíben su práctica porque la entienden como un crimen y como una tortura, porque la encuentran repugnante y contraria a razón. La élite colonizada, en cambio, promueve una versión nacionalista y romántica de la pureza, la fuerza y el amor de la mujer que se inmola voluntariamente. En la figura del sati, la viuda está ausente, a pesar de que es objeto de una continua reescritura: está ausente del discurso imperial, cuya fantasía y representación del sati es la del hombre blanco que salva a las mujeres de la brutalidad de los nativos y de una costumbre pagana y atroz; está ausente también del discurso nacionalista y patriarcal indio, cuya fantasía y representación del sati es que son las mujeres las que, libremente, escogen morir. En ninguna de estas representaciones está la voz del subalterno: sólo es una ausencia, un momento de desaparición. Hay versiones de la voluntad de la viuda, pero son versiones de otros, porque las subalternas, las viudas, carecen de lugar de enunciación y de posibilidad de enunciar. El subalterno no ha dejado huellas que puedan ser recuperadas para producir una contra-historia: carece de posición desde la cual poder hablar y convertirse en sujeto. No produce un discurso. O, si se prefiere, el sujeto se convierte en un lugar de conflicto de discursos, en la instancia a la que se le asigna voluntad y palabra. Algunos críticos han querido confutar a Spivak compilando anécdotas sobre las palabras que gritaban las viudas al arrojarse al fuego. Esta argumentación evidencia que no han captado cabalmente su tesis, que no afirma que el subalterno calle en sentido literal, sino que la palabra del subalterno no alcanza el nivel dialógico ni accede a un lugar enunciativo.
La moraleja metodológica de los trabajos de Spivak es que no hay, ni puede haber, una historia alternativa que pueda escribirse desde la posición del subalterno. Tampoco habría una crítica o una hermenéutica capaz de recuperar su voz, por lo que los críticos habrán de contentarse con indagar una omisión o un silencio. Al hablar de los subalternos, de su voz y de su carencia de lugares de enunciación -o, en el ejemplo, del silencio y la ausencia de la viuda del sati- Spivak vuelve, en realidad, aunque con otros términos, sobre algunas cuestiones epistemológicamente relevantes del análisis del discurso colonial. La posición del sujeto o la constitución del lugar de la enunciación replantea el problema del permiso para narrar (permission to narrate) del que había hablado Edward Said. En términos epistemológicos, es ésta la cuestión capital del Moi, Pierre Rivière, ayant égorgé ma mère… (1973), el libro de Foucault sobre el parricida Rivière cuyo título dota de voz -por así decir- al criminal. El propósito inicial de Foucault y su taller era el de dar cuenta de los modos que rigen la elaboración -en el primer tercio del siglo XIX- de los conceptos destinados a integrar las conductas antes consideradas criminales dentro del discurso médico (es decir, de ese espacio de diagnóstico y tratamiento que define el orden médico y sus poderes): los documentos del caso Rivière evidenciaban, de forma ejemplar, la batalla de discursos y las relaciones de poder -o de poder y saber. En ellos no interesa tanto la posición del parricida, cuanto el análisis de las posiciones que el discurso (incluido el discurso “científico”) atribuye al parricida.
Foucault se había propuesto “hacer visibles” los mecanismos jurídicos y médicos que rodean a Pierre (y no, por cierto, la recuperación de su conciencia), por entender que a menudo es posible hacer visible lo que ha permanecido invisible mediante un cambio de nivel, de tal manera que pueda abordarse un estrato de materiales que previamente no había sido considerado pertinente para la historia o al que no se le había reconocido ningún valor moral o estético. En la historia de la locura, de la clínica y de la penitenciaría, Foucault abordó además el problema de cómo articular lo que ha sido silenciado y olvidado: es ésta también una de las cuestiones axiales de sus informes sobre el hermafrodita Herculine Barbin y el asesino Rivière, cuyo problema metodológico fundamental es, también (aunque no únicamente), de orden discursivo (el de hacer hablar lo silenciado). En estos trabajos, Foucault ha reflexionado ordenadamente sobre el poder como invitación a la articulación (y no sólo como instancia del silenciamiento) y sobre los protocolos para hablar de sí, para enunciar sobre sí. No obstante, más allá de los documentos existe una condición no discursiva, una red de poder que es la que permite al individuo hablar y actuar. El caso de Pierre Rivière evidencia el momento en el que el criminal pasa de ser objeto de un sistema penal a ser objeto de un sistema médico: entre su condición de criminal y su condición de enfermo o de loco, Rivière es representado de formas diversas, pero, en cualquiera de sus condiciones, carece de un lugar enunciativo socialmente relevante, o de una modalidad de discurso.
Cuando Said puso su monografía sobre el orientalismo al amparo de una cita de Marx eligió una frase de El dieciocho Brumario que cifra, en cierto modo, lo que habría de ser la discusión sobre el subalterno en la teoría literaria de la última década: es la que habla de lo representable y de lo irrepresentable, de los que supuestamente no saben representarse a sí mismos y, por tanto, han de ser representados. Esta situación es la que él aplica al oriental, objeto de incesantes representaciones en occidente, y es la que, de hecho, Spivak aplica al subalterno en general (y al colonizado en particular, con sus muchas categorías) que es también el que no puede representarse a sí mismo. La voz del subalterno no existe, pues, porque, en cierto modo, si el subalterno hablara, o se representara, habría comenzado a dejar de ser ‘subalterno’, a incumplir una de las condiciones de la subalternidad, que es la imposibilidad de representarse a sí y desde sí, no porque “no sepa”, como suponía El dieciocho Brumario, sino porque carece de un lugar enunciativo reconocido como tal.

Subalternidad y sujeto femenino

La pregunta por la voz del subalterno -aunque en otros términos- es especialmente pertinente para la crítica feminista. Baste recordar que la cuestión que inspiró algunos textos clásicos del feminismo -los más importantes de los ensayos de Virginia Woolf, por ejemplo- es precisamente la de por qué las mujeres apenas escriben o no escriben en absoluto. La parábola de Judith Shakespeare, la supuesta hermana de William, que se cuenta en A Room of One’s Own, es una fábula sobre la imposibilidad o dificultad de la escritura (y especialmente del texto para el teatro) en la Inglaterra isabelina: o, si se quiere, una fábula sobre el acceso de las mujeres a los lugares de enunciación. Una buena parte de la crítica feminista ha acometido el proyecto de exhumar y recuperar la voz femenina, o, alternativamente, el de describir la obliteración de la voz femenina y de sus posibilidades de actuación. No sólo se interesa, por tanto, por lo que escriben las mujeres, sino que también indaga por qué, en muchos períodos y lugares, las mujeres no pueden escribir. Importa conocer, en suma, las condiciones que propician o dificultan su acceso a la escritura y cuáles son los modos y lugares de enunciación que se le reservan.
Cuando el grupo subalternista se pregunta por el lugar del desposeído, del subalterno, o del excluido, en la historia general del colonialismo, o de las formas de recuperar o de escribir una historia que desplace el punto de vista del administrador y de las élites nativas, parece reproducir la pregunta que en 1929 planteaba Woolf a propósito de la historia de las mujeres en la época isabelina: si la mujer no tuviera otra existencia que la de los textos que han escrito los hombres (es decir, si la leemos como designación), afirmaba Woolf, podríamos imaginarla como un ser de la mayor importancia. En la realidad, sin embargo, era insignificante, y aunque está presente en la poesía, está ausente de la historia. En la ficción, domina a reyes y caballeros; en la realidad, es la esclava de cualquier muchacho a quien sus padres hubieran puesto un anillo en el dedo. En la literatura, se ponen en sus labios muchos de los pensamientos más sublimes y profundos: en la vida real, lee a duras penas, no escribe o lo hace con faltas de ortografía, y era propiedad de su marido. La historia apenas la menciona: ocasionalmente aparece una reina o una gran señora, pero las mujeres de clase media, sin otros bienes que su determinación o su inteligencia, no parecen haber tomado parte en los grandes movimientos del pasado que han descrito los historiadores. No está en las colecciones de memorabilia, no ha dejado dramas, ni poemas: rara vez escribe su autobiografía o lleva un diario, y sólo quizá podría atribuírsele un puñado de cartas. Sería necesario, concluye, recoger toda la información dispersa, saber a qué edad contrae matrimonio, cuántos hijos tiene, cómo es su casa, si cocina, o de qué enferma. Las escasas historias de Inglaterra que hablan de las mujeres de la época isabelina dicen muy poco: que pegar a las esposas era un derecho reconocido y practicado, que el rechazo del matrimonio podía comportar castigos físicos, que las bodas se concertaban cuando las partes estaban casi en la cuna, que no podían, normalmente, tener bienes. Pero como sería osado proponer que la historia pueda rescribirse para reunir estos datos dispersos, podría al menos proponerse, concluye Wolf, algo más modesto, como, por ejemplo, escribir un simple suplemento, con algún nombre poco conspicuo, que diera cuenta de la vida de las mujeres. Pero de la vida desde fuera, ya que, desde dentro, esa historia no es posible: no hay voz ni apenas huellas textuales, sino representación, o un conjunto de posiciones discursivas concedidas, o asignadas, por las voces de otros.
La subalternidad designa una posición relativa, ya que el lugar del subalterno puede ser tal por razones de raza, de clase o de género -o por todas esas razones a la vez. La crítica feminista y la postcolonial se reúnen, pues, en algunos principios y conceptos, y, sobre todo, en la percepción de una analogía entre la situación marginada o subordinada de la mujer y del colonizado. En ambas recurren cuestiones semejantes, (como la pregunta por la voz de los sin voz, por las instancias de silencio o extirpación de la presencia femenina o del subalterno colonial), o se detectan estrategias comunes (como la contraescritura, o las lecturas críticas y no cooperativas de los grandes textos canónicos y de sus presupuestos ideológicos), o se diagnostica una misma desconfianza hacia la supuesta neutralidad de los discursos disciplinarios y científicos. No obstante, la crítica feminista y la postcolonial tienen también muchos puntos de desencuentro. A finales de los años setenta, la teoría literaria feminista occidental fue sometida al escrutinio de “otra” teoría literaria feminista, la que comenzaba a hacer un uso aún tímido de los instrumentos de la crítica postcolonial y, a comienzos de los ochenta, se afirmó un modo de análisis que censura a la crítica feminista europea y americana su participación decidida en el discurso colonialista. Este mutuo recelo entre feminismos de distinto origen explica el punto de partida de la crítica de Spivak, que es quizá la autora más conocida que conjuga la aproximación feminista y postcolonial al texto literario. En efecto, Spivak es extremadamente cautelosa con las tesis del feminismo occidental y en varios de sus trabajos manifiesta la sospecha de que algunos modelos de crítica feminista pueden reproducir inconscientemente prejuicios imperialistas. No serían los menores, a su entender, los que transmiten la valoración del individualismo femenino como bien supremo, o una noción de feminismo que carece de determinación histórica, o una posición anti-teórica, según la cual los métodos más intuitivos e incluso más primitivos son más adecuados para leer y aproximarse a los textos de las culturas también “primitivas”. Spivak lamenta particularmente aquellos momentos en los que “la perspectiva … de la crítica literaria feminista reproduce los axiomas del imperialismo”: la celebración de la literatura femenina europea -especialmente en el ámbito anglosajón- y la utilización de un creciente refinamiento teórico para su análisis, solían ir acompañadas, a su parecer, por una aproximación condescendiente y exclusivamente bibliométrica a la literatura “del tercer mundo”.
Según sostiene Spivak, la aparición de la “mujer del tercer mundo” en la crítica y en la historia reproduce el proceso colonizador y paternalista, porque esas mujeres están construidas y percibidas a partir de los patrones y criterios del feminismo occidental. Para enmendar esto no bastaría con señalar la especificidad social e histórica de todos y cada uno de los contextos que se dan en llamar “tercer mundo”, sino que habría que indagar la producción y constitución (heterogénea) de la mujer como sujeto. Esto es, el subalterno, cuando se estudia desde el punto de la construcción social de las diferencias de sexo, tiene una posición diferente de la del subalterno como sujeto de clase: la posición histórica de la mujer está determinada por dos formas de dominación, el patriarcado y el imperio, y, por ello, tiene posiciones complejas, y contradictorias como sujeto.
Si la crítica feminista de Spivak y sus reflexiones sobre la voz de los subalternos tienen puntos de encuentro, el más evidente es, sin duda, el que da en llamar el “subalterno femenino”, o la mujer subalterna, que no deja huellas, y, en su doble subalternidad, carece aún más agudamente de una posición desde la que constituirse en el sujeto de una enunciación. Es aquí pertinente, de nuevo, el ejemplo del sati: tanto la versión británica como la nacionalista (esto es, tanto la imperial como la patriarcal) obliteraban la voz y la capacidad de enunciación del sujeto, y, por tanto, no dejaban lugar para su voluntad, sino sólo para construcciones, o representaciones, de su voluntad. La mujer subalterna (gendered subaltern) no tiene un lugar desde el que hablar, porque, “entre el patriarcado y el imperialismo”, afirma Spivak, “la figura de la mujer desaparece”, o se convierte en una suerte de figuración desplazada. Y concluye: “el caso del sati como ejemplo de la mujer-en-el-imperialismo […] señala el lugar de la desaparición con algo distinto al silencio y a la no existencia, con una violenta aporía entre la condición de sujeto y objeto”.
La tesis principal de Spivak, pues, no es, exactamente (y en términos triviales) que la mujer como tal no pueda hablar, o que no existan huellas de su conciencia: es, sobre todo, que a la mujer subalterna no se le asigna una posición de enunciación (“There is no space where the subaltern (sexed) subject can speak”). Aunque el lugar del sati pueda entenderse como una posición enunciativa, no está permitido hablar desde ella: siempre hay alguien que habla o enuncia en su lugar y por ella, de tal manera que es reescrita continuamente como el objeto del patriarcado y el imperio. O, en términos más drásticos, no es un “sujeto”, sino un “significante”. Todas las cuestiones metodológicas y de principio abordadas en la reflexión sobre el subalterno son pues adecuadas, e incluso doblemente adecuadas, para describir la voz femenina en los textos literarios e historiográficos. Es más, en los escritos de Spivak, la mujer colonial acaba por encarnar de forma especialmente ejemplar la condición misma de la subalternidad, si tal neologismo es posible. Los historiadores se esforzarían en vano por encontrar en los textos coloniales una voz auténtica (en cualquier tipo de documento, en cualquier forma o soporte) que pueda corresponderse con la noción occidental de la palabra como expresión plena de la subjetividad: sólo los críticos literarios estarían en grado de producir otro tipo de conocimiento histórico y de revelar la estructura y el modo de asignación de esas posiciones del sujeto. De forma análoga, la mujer subalterna de la crítica feminista no podría constituirse simplemente en objeto de la investigación: en vez de rastrear una conciencia irrecuperable, el crítico debe señalar el lugar de la desaparición de la mujer como una aporía, como un punto ciego, como un límite de la comprensión y el conocimiento.
Es, pues, imposible recuperar a la mujer subalterna, y sería imposible hacerle hablar desde el silencio impuesto por la historiografía, porque el sujeto se constituye como tal en virtud de las posiciones enunciativas que se le permiten. No se puede contrarrestar la violencia epistémica del imperio mediante la producción (o el hallazgo y exhumación) de textos que hablan desde una posición nativista, por la simple razón de que no hay una historia nativista alternativa, salvo en la ficción literaria sustitutoria. Del mismo modo, no puede recuperarse la voz de la mujer subalterna y colonial, salvo como construcción ficticia de la crítica. En “Three Women Texts” (1986), Spivak analiza un caso paradigmático de cómo al sujeto colonial, y a la mujer colonial, en particular, puede investírsela con la función casi única de consolidar la identidad del colonizador: ese ejemplo es el del destino que Charlotte Brontë concede, en Jane Eyre, a Bertha Mason, la esposa loca que Rochester tiene encerrada en el ático. Muy pocos lectores de la novela habían reparado entonces en que Bertha es una criolla jamaicana, y, por ello, colonial. A juicio de Spivak, esta figura marginal demuestra la importancia de la función de la subalterna en la economía narrativa de la novela:

“En esta Inglaterra de ficción, [Bertha] debe cumplir su cometido…, incendiar la casa y matarse para que Jane Eyre pueda convertirse en la heroína feminista e individualista de la narrativa británica. Yo quiero leer esto como una alegoría de la violencia epistémica del imperialismo, como la construcción de un sujeto colonial que se inmola para mayor gloria de la misión social del colonizador”.

La lectura común del feminismo angloamericano había convertido a Bertha Mason en doble y réplica del personaje de Jane Eyre, de tal modo que las salidas de Bertha (sus episódicas escapadas del cautiverio) se entendían, por ejemplo, como metáforas narrativas del deseo de rebelión de Jane, cuando no como metáforas de su deseo sexual. Spivak, en cambio, sostiene que la dimensión racial y colonial de la posición narrativa de Bertha se “sacrifica” literalmente -con su muerte final- en pro de la causa de la emancipación de Jane. El uso de la mujer del tercer mundo para reforzar la identidad de la mujer del primero es, según Spivak, un motivo común (o, mejor, un frecuente vicio intelectual) no sólo de la novela metropolitana, sino también de muchos análisis feministas: no es infrecuente, por ejemplo, que la crítica celebre los personajes femeninos metropolitanos por su singularidad y su individualismo, frente a la presencia, siempre colectiva y coral, de las mujeres de cualquier otro lugar del mundo.

La lectura de Spivak identifica en Jane Eyre dos apropiaciones diversas, la de la esclavitud y la del sacrificio. El discurso de la esclavitud está presente en toda la novela de Brontë, a pesar de que no haya esclavos en la narración: en las décadas inmediatamente anteriores a la aparición de la obra, en 1847, éste era el tema político más relevante; desde 1807 (fecha en la que -sobre el papel- Gran Bretaña termina con el tráfico de esclavos) hasta 1834 y 1840 (fechas en las que se concreta la legislación emancipatoria y se celebra la convención antiesclavista) tienen lugar varias rebeliones y motines de esclavos en las posesiones occidentales del imperio británico, y especialmente en Jamaica y en Barbardos. La muerte de Bertha en una “pira funeral” que ella misma ha encendido para su marido, Rochester, es, según Spivak, un préstamo ideológico de la práctica hindú del sati o inmolación ritual. El sacrificio queda justificado por el final (digamos) feliz: esto es, porque Rochester, ya viudo, puede casarse con Jane. Por otra parte, la novela está llena de referencias a los deseos de Jane de ser misionera para “liberar” a las mujeres de los harenes y de la ignorancia pagana. Spivak cree que estos motivos tienen la virtud de situar a la idea y la figura de la mujer del tercer mundo, respecto de la del primero, en una situación semejante a la del colonizado respecto del colonizador. Sería evidente, a su juicio, que el deseo de Jane de educar a las mujeres de las colonias presenta a éstas últimas privadas de la condición de agentes, y las sustituye por una figura que necesita ser emancipada, esto es, que las convierte en el “Otro de la mujer europea”.
La moraleja del caso de Jane Eyre habría de ser, en lo que concierne a la crítica feminista, ejemplar: Spivak sostiene que lo que una buena parte del feminismo considera una “estrategia liberadora” puede ser también un instrumento de opresión y que el discurso crítico, que ha creado el paradigma feminista e individualista de Jane Eyre, ignora a la vez la condición colonial de Bertha Mason. La crítica angloamericana promocionaría, pues, los valores de la mujer occidental como si fueran los valores de todas las mujeres: es más, incluso la crítica mejor intencionada y aparentemente más radical podría, a su vez, y siempre a juicio de Spivak, ser opresiva o imperial cuando se la considera en un contexto diferente.
Los trabajos de Spivak sobre crítica feminista están destinados, sin excepciones, a detectar la complicidad del discurso feminista occidental con el discurso imperial, bien porque proyecte automáticamente las categorías occidentales de aproximación a la literatura, bien porque considere el tercer mundo como un todo homogéneo y sitúe e interprete todos sus textos en el contexto del nacionalismo. Spivak quiere centrar sus ejercicios de lectura en la representación del subalterno a partir de las posiciones del sujeto, que, a su vez, son un producto de las formaciones discursivas sobre la raza, la clase, el sexo y el imperio. Esta aproximación tendría, a su juicio, la virtud de procurar a la teoría y al comparatismo institucionales nuevos temas y argumentos, que atienden a la teoría y la técnica de la representación, a las implicaciones de la posición del investigador, a las diferencias de las situaciones de enunciación y a la inscripción textual de las especificidades locales. Ha de recordarse que estos intereses parten de la convicción de que hay voces, posiciones y lugares irrecuperables, de las que sólo puede estudiarse la representación que les ha sido asignada en los archivos del imperialismo y del patriarcado local y nacionalista.

La fantasía nativista

Estos principios sobre lo irrecuperable en las relaciones coloniales conducen necesariamente a la crítica del neonacionalismo y de algunos de los principios más queridos de una parte de la teoría postcolonial reciente, como los que conciernen a las alegorías nacionales, las autobiografías simbólicas o la recuperación, mediante la ficción literaria, de la comunidad perdida o de la historia precolonial. Spivak sostiene que estas fantasías nativistas no contestan el imperio, sino que reproducen sus vicios intelectuales. El concepto mismo de tercer mundo, tan frecuente en la crítica norteamericana, adolecería del importante defecto de hacer homogéneo lo heterogéneo, y de sesgar la discusión o la reflexión teórica hacia problemas invariablemente relacionados con el nacionalismo o con la raza. De este modo, Spivak censura por igual dos actitudes críticas que cree complementarias, la de la admiración hiperbólica hacia el nativo y la de la culpa piadosa: ambas convertirían al nativo colonizado en un repositorio de información cultural preciosa y pura, lo que sería, a su juicio, un indicio claro de la inversión del etnocentrismo.
Con esta expresión, Spivak se refiere a la valoración entusiasta de todas las manifestaciones culturales precoloniales, a la celebración indiscriminada de cualesquiera prácticas indígenas, y a la denigración, también vehemente, de todo lo que está asociado al período de la colonización. La continua invocación del nativismo o la nostalgia de una cultura reprimida idealizan un “origen” -siempre presunto y siempre perdido- y la posibilidad de que pueda recuperarse en todo su esplendor y plenitud: no conceden, en cambio, que la idea misma del origen perdido, del “otro” que el colonizador habría suprimido, sea una réplica de la visión que el colonizador tiene de sí mismo. Ese pasado original y esa cultura purísima constituyen, verdaderamente, una herencia europea, o, si se prefiere, son una imagen especular de Europa. El argumento nativista reproduce una fantasía de los orígenes que es puramente occidental: es decir, reproduce, proyectada sobre la sociedad “perdida” del otro, la fantasía europea sobre su propio origen. Spivak llega a describir su tarea intelectual como la identificación y la crítica de esa “nostalgia” y de sus muchas variedades, que se manifestarían de forma especialmente patológica en el estamento académico. Entre sus vicios argumentativos no sería el menor el de aceptar (y celebrar) la posibilidad de recuperar una historia libre y exenta de las inscripciones coloniales. Esta posición contesta tácitamente las tesis de Fanon en Les damnés de la terre, o las posiciones defendidas por Boehmer, Moura o Jameson, que atribuyen a las literaturas postcoloniales esa función simbólica e identitaria fundamental. La inversión del etnocentrismo implica la adopción irreflexiva del principio de que la crítica al imperialismo, por sí misma, “restaurará la soberanía y la identidad perdida de las colonias”. Cabría añadir que el tema de la nostalgia por el origen perdido no es una característica propia del nativismo y del indigenismo en la situación colonial o postcolonial, o el resultado de la acción imperial: es también un rasgo propio del ideario nacionalista y de la literatura nacionalista europea. Es ésta una característica que comparten el idilismo rural vasco que estudió Jon Juaristi en la literatura fuerista y en las novelas de Arana, el bardismo escocés e irlandés, o la boga germanista de algunos países centroeuropeos que analiza Poliakov: la fantasía del pasado inspira tanto el fraude literario de Ossian como las ensoñaciones del celtismo poético gallego. Podría decirse, pues, que el nativismo postcolonial mimetiza una característica propia de la nacionalización de las literaturas europeas en el siglo XIX.
En este sentido, Spivak observa que los que se limitan a invertir la dialéctica del colonizador se mantienen dentro de los términos instaurados por el él. La inversión de las oposiciones es un indicio de que se es prisionero de sus términos, o de que éstos se aceptan íntimamente, aunque se denuncie su jerarquía. Cuando se debate, por ejemplo, si el nacionalismo es un arma de resistencia al imperialismo, se olvida que la nación y la autodeterminación nacional son ideas propias de esa misma cultura occidental a la que se quiere resistir. Paradójicamente, es occidente el que acaba por proporcionar los instrumentos mismos de la resistencia a occidente. El (neo)nacionalismo, según Spivak, es un producto del imperialismo: no lo desmantela, por tanto, sino que lo prolonga. Incluso la crítica literaria y la historiografía postcoloniales pueden caer en la trampa de no percibir los casos de “resistencia subalterna” que no se ajustan a un modelo de resistencia concebible en términos occidentales. O, si se prefiere, se produce una restricción del conocimiento a los protocolos de los paradigmas occidentales o de la racionalidad occidental. Curiosamente, Spivak concibe la literatura como un modo de conocimiento capaz (o más capaz) de escapar parcialmente del discurso dominante: la literatura permitiría -por su condición literaria, valga la redundancia- distanciarse de “el proyecto de la razón” y procuraría esa distancia suplementaria sin la cual el discurso de la razón se legitimaría incesantemente a sí mismo. Esta idea de literatura, entendida como único escape real al poder de las formaciones discursivas, acabaría por ser comparable a la noción de distancia crítica de Edward Said, que implica también “salir” del mecanismo del discurso para percibir mejor sus premisas.

Abreviaturas

CPR Spivak, Gayatri C., A Critique of Postcolonial Reason
CSS Spivak, Gayatri C., “Can the Subaltern Speak?”
IOW Spivak, Gayatri C., In Other Worlds
ISD Spivak, Gayatri C., “Imperialism and Sexual Difference”
OTM Spivak, Gayatri C., Outside in the Teaching Machine
PCC Spivak, Gayatri C., The Post-Colonial Critic
RS Spivak, Gayatri C., “The Rani of Sirmur”
SSG Subaltern Studies Group
TWT Spivak, Gayatri C.,”Three Women Texts and the Critique of Imperialism”

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Fuente: Proyecto Apolo. http://turan.uc3m.es/uc3m/inst/LS/apolo/spivak.html

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