“REALISMO MAGICO Y POSCOLONIALISMO: CONSTRUCCIONES DEL OTRO DESDE LA OTREDAD”

“REALISMO MAGICO Y POSCOLONIALISMO: CONSTRUCCIONES DEL OTRO DESDE LA OTREDAD”

Erna von der Walde

En un cuento de Borges, el filósofo hispano-árabe Averroes está redactando cuidadosamente una refutación filosófica. Su trabajo ha de incluir un comentario a Aristóteles. Catorce siglos y una traducción de una traducción de Aristóteles median entre el comentarista y el texto. Y dos palabras: comedia y tragedia. En la cultura islámica de Averroes estas dos palabras no tienen referente. Delante de la ventana de la habitación de Averroes unos niños juegan y están representando personajes en su juego. Averroes no comprende que este juego tal vez encierre parte de la clave. Al final del relato, Borges dice que quiso contar la historia de una derrota. Imaginó diferentes empresas y finalmente se decidió por la imposible de Averroes: comprender el significado de dos términos para los cuales no existe referente. Borges dice que siente que su tarea no es menos ardua que la de Averroes mismo: tratar de imaginar este dilema del filósofo hispano-árabe a través de las mediaciones que hay entre ellos.

Este cuento me vino a la memoria cuando me propuse pensar lo que podían ser el realismo mágico y la poscolonialidad, ambos discursos sobre la otredad que considero que han tenido lugares privilegiados en la academia del así llamado Primer Mundo, en parte por haber sido suministrados por el “Otro”. En el proceso de lectura de un buen número de textos no pude menos que sentir que éstos eran términos para los cuales me faltaban los referentes. Que tal vez su significado estaba siendo representado bajo mis propias narices, pero que, por diversas razones, no se me había ocurrido nombrar esos eventos con esos nombres, como Averroes que no veía en el juego de los niños ante su ventana una posible representación del término “comedia”. De vez en cuando, también, me parecía que, una vez acuñado el término, se inventaban objetos y se acomodaban realidades: el uso de cierta terminología señala la tendencia académico-política, y sirve para poner viejos temas al día con las tendencias críticas de más prestigio.

El realismo mágico me postula serios problemas. En un volumen dedicado enteramente a este término encuentro que si bien “es cierto que los Latinoamericanistas son los primeros en haber desarrollado el concepto crítico de realismo mágico y siguen siendo las voces principales en su discusión, […] esta colección considera que el realismo mágico es una mercancía internacional. Casi como una retribución a la inversión hegemónica del capitalismo en las colonias, el realismo mágico se encuentra especialmente vivo y goza de buena salud en contextos poscoloniales y ahora está recibiendo la extensión compensatoria de su mercado a nivel mundial” (Zamora y Faris 1995: 2).

Aquí se plantea un juego de orígenes y apropiaciones. Durante más de un siglo, la literatura latinoamericana fue vista y leída desde el paradigma de la imitación. Los modelos de escritura, romanticismo, neoclacisismo, realismo, naturalismo, tenían origen en Europa y era apropiados como “ideas fuera de lugar” (Schwarz) en localidades que no presentaban las características socio-econmicas que les habían dado origen. Esta lectura determinista de las formas literarias en relación con las características socio-económicas ha sido seriamente cuestionada (Anderson, Schwarz, Sarlo, Altamirano, García Canclini). Si bien los escritores buscaron en las obras europeas sus fuentes, lo que hicieron con ellas desde sus propias culturas y al inscribirlas en proyectos que no eran los mismos que motivaron estas formas originariamente, les da otro carácter. Liberados de la marca de la imitación, de la producción de versiones degradadas, los textos pueden ser leídos ahora con una mirada distinta. Por lo tanto, dentro de esta misma lógica, un estilo que se internacionaliza fuertemente desde su marca latinoamericana puede haberse liberado de ella y hacer un recorrido propio. No le debe ninguna lealtad al origen. Sin embargo, hay diferencias. El mismo texto introductorio al volumen que he venido discutiendo señala una de ellas: “el realismo funciona de manera ideológica y hegemónica”, mientras que el realismo mágico “también funciona ideológicamente pero […] menos hegemónicamente, pues su programa no es centralizador sino excéntrico”(Ibid. 3). Las autoras no lo explicitan, pero lo que está aquí en juego son las relaciones de poder que median en la adopción de estas formas.

El realismo y las formas europeas tuvieron y tienen su fuerza hegemónica porque son parte de un proyecto de colonización y de internacionalización de la economía capitalista. Para las élites de los países incorporados al sistema, las formas simbólicas traen consigo una marca de prestigio y son, por así decirlo, inevitables. Pero no hay ninguna fuerza de ese orden que marque la acogida del realismo mágico. Más allá del lugar de prestigio que ha adquirido lo marginal, minoritario y excéntrico en el primer mundo, cabe preguntarse si el realismo mágico, como quiera que se entienda, no se presta para construcciones de la otredad que son parte de ese mismo proyecto que sostiene la lógica del capitalismo en cualquiera de sus fases; construcciones de la otredad que sean incorporables sin mayores conflictos.

Mi intención no es, sin embargo, discutir lo que se pueda estar entendiendo por realismo mágico en la academia del primer mundo, mucho menos los usos ya generalizados del término. El “realismo mágico” se ha convertido en un término ubicuo, que puede acomodarse y ajustarse según sean las necesidades. Para las mías propias, quiero discutir primero algunos aspectos de un texto de Frederic Jameson y luego de uno de Gayatri Chakravorty Spivak. Ambos me permiten reflexionar sobre las construcciones de la otredad a partir del realismo mágico: Jameson porque lo adopta, Spivak porque lo rechaza. Ambos porque lo refieren a su origen latinoamericano. El de Spivak, adicionalmente, porque lo pone en relación con otro concepto: el de poscolonialidad.

I

En Magic Realism in Film (1986a), Frederic Jameson busca señalar una diferencia fundamental en el uso nostálgico de la historia en el cine posmoderno, en contraste con el uso de la historia en tres películas que él considera pertenecientes al ámbito estético del realismo mágico. Una de las películas es polaca (Fiebre de Agnuska Holland), las otras dos latinoamericanas (una venezolana, La casa del agua y una colombiana, Cóndores no entierran todos los días -las dos películas latinoamericanas no llevan autoría). La intención explícita de Jameson es la de postular “una posible alternativa a la lógica narrativa del posmodernismo contemporáneo” (Ibid. 302) y es desde su noción del posmodernismo como “lógica cultural del capitalismo tardío” que recorta el significado de “realismo mágico”. Después de señalar las diversas definiciones del realismo mágico en la literatura latinoamericana, Jameson construye su propia definición en contraste con el realismo europeo y con la cultura posmoderna, que él considera propia del ámbito de las naciones industrializadas. Lo que caracteriza a esas tres películas como pertenecientes al estilo formal del realismo mágico serían tres rasgos: que son históricas; que en cada una de ellas el color constituye una fuente especial de placer; y que en cada una la dinámica de la narrativa ha sido reducida, concentrada y simplificada al centrarse en la violencia.(Ibid. 303). Sólo la erudición e inteligencia teórica de Jameson y su fuerte empeño en señalar que el Tercer Mundo, o el Segundo y el Tercero, son radicalmente distintos al Primero, es decir su “voluntad de otredad”, pueden convertir esos tres elementos en rasgos característicos de un estilo en particular y distinguirlo del realismo o del posmodernismo. Si bien es difícil negar que el uso de la historia en América Latina no es necesariamente nostálgico, ni puede considerarse un gesto posmoderno, ¿cómo se justifica que esta diferencia se postule en términos de realismo mágico?

Desde otro lado, el realismo mágico en las definiciones de Carpentier y García Márquez revela en el fondo una lógica que se llamaría hoy colonizada, para decirlo en términos poscoloniales. Cuando afirman que toda la realidad y toda la historia de América es mágica, cuando postulan desde ahí lo real maravilloso o el realismo mágico como el estilo con el cual se puede abordar esta realidad, cuando Carpentier afirma que la historia es más fantástica que cualquier libro de ficción, cuando García Márquez asevera que no ha inventado nada, sino que todo lo registra de la realidad circundante, cabe preguntar desde dónde se ve, entonces, la magia y lo maravilloso de esta realidad? Si es la realidad para ellos, en dónde se sitúan para postularla como mágica o maravillosa? No será desde una noción implícita de una realidad-real, no maravillosa, desencantada, que de alguna manera atribuyen al mundo moderno? Pero, ¿no es justamente desde la racionalidad moderna que se percibe la magia de esa realidad y la convierte en una realidad “otra”?

Estas preguntas son claramente retóricas. Las definiciones latinoamericanas de realismo mágico también operan desde la voluntad de postular la diferencia, la esencializan y ofrecen así el material que posibilita la mirada internacional sobre la producción artística del continente. Esta es la mirada que José Joaquín Brunner llama macondista: la que tiende a leer a América Latina desde sus productos culturales, desprovistos de contexto. La misma pretensión de convertir la literatura en el texto de la historia, en el testimonio de la realidad, permite el desanclaje. Se convierte a su manera en la gran narrativa de “lo latinoamericano” y permite desactivar el lugar y sus temporalidades. En el texto de Jameson, lo que aparece como realismo mágico parece ser más bien un producto de la lectura que posibilita el macondismo, y menos un estilo caracterizado por los rasgos de las películas que analiza. La diferencia entre el realismo mágico y la lógica posmoderna se mantiene constantemente sobre la resistencia de estas películas a caer en los clichés cinematográficos de los géneros en los que Jameson previamente las ha catalogado. Así, lo especial de Cóndores es que no repite los lugares comunes de las películas de la mafia, aunque toma algunos de sus elementos. Jameson no sitúa este relato en su contexto histórico y en consecuencia los cóndores quedan levemente insinuados como aves de rapiña que metaforizan la violencia presentada en la película. Falta el dato histórico local que informa que “cóndores” era el apelativo que se le daba, durante el período de la así llamada Violencia en Colombia, a los jefes militares que aprovechaban la confusión política para matar campesinos y apoderarse de sus tierras. Este nombre está asociado a la rapiña, pero la connotación es más fuerte y ocupa campos de significado político y lingüístico que se diluyen cuando la comparación se hace con películas de gangsters y mafiosos. Esta falta de información es la que, a pesar de que aparezcan ametralladoras y limosinas o que el período histórico sean los años 50 del siglo XX, permite a Jameson afirmar que esta película junto, con las otras, se sitúa en un pasado remoto y no tiene nada que ver con reescrituras generacionales. Así mismo, al situarla en el género de películas de la mafia, Jameson se asombra de la carencia de un marco de colectividad. Desanclada de su contexto histórico y convertida en “realismo mágico”, la película no pudo transmitir una de las más fuertes implicaciones de la violencia política: justamente la disolución de las lealtades comunitarias, la lucha cuerpo a cuerpo por la supervivencia.

El texto de Jameson es significativo por sus esfuerzos de marcar la diferencia. Es notorio que, tanto en este artículo como en Third World Literature in the Era of Multinational Capitalism (1986b), el autor señala que lo que puede parecer rudimentario y de baja calidad para el espectador o lector del Primer Mundo se debe en parte a las condiciones de producción de textos y películas en el Tercer Mundo, pero también puede leerse como una propuesta estética de la precariedad. Sus textos construyen un lector y espectador primermundista refinado y sofisticado, a quien hay que explicarle un poco cómo es ese “Tercer Mundo” para que pueda apreciar sus productos simbólicos. Así, por ejemplo, cuando afirma que “como lectores occidentales cuyos gustos (y mucho más) han sido formados por nuestro propio modernismo, una novela popular o de realismo social del tercer mundo tiende a parecernos, aunque no de inmediato, como si ya la hubiéramos leído. Sentimos, entre nosotros y este texto ajeno (alien), la presencia de otro lector, del lector Otro, para quien un relato, que nos parece a nosotros convencional o ingenuo, tiene una frescura de información y un interés social que nosotros no podemos compartir” (1986b: 66) Difícilmente podrá postularse la otredad en términos más claros. Los lectores de Juan Rulfo y Lezama Lima, de García Márquez y de Borges en el Primer Mundo, por lo visto, tienen que hacer un esfuerzo consciente para no abandonar estas ingenuas y simples narrativas en favor de sus habituales lecturas sofisticadas. En cambio, los lectores del Tercer Mundo las leemos con avidez, desconocedores de los niveles de sofisticación del Primer Mundo.

Este tipo de afirmaciones construye unos espacios culturales cerrados, inconmensurables, que no se tocan. El lector del Primer Mundo y ese lector “Otro” parecen habitar mundos distintos. Aquí salta a la vista la ironía de llamar “Mundo” a las distintas partes de la construcción geopolítica del globo: un teórico tan lúcido como Jameson convierte a cada una en un planeta. La idea de que la cultura moderna, la posmoderna, el capitalismo y demás se circunscribe a la experiencia del Primer Mundo, no le permite ver en qué medida el así llamado Tercer Mundo es función de todo esto. Dentro de esta misma “voluntad de otredad” se inscribe la afirmación de que “todos los textos del Tercer Mundo son necesariamente […] alegóricos, y de manera muy específica: han de ser leídos como lo que llamaré alegorías nacionales, aun cuando, o tal vez debería decir, sobre todo cuando sus formas se desarrollan a partir de maquinarias de representación prominentemente europeas, tal como la novela”. (Ibid. 69) Ante la especificidad cultural y geográfica de la forma “novela” nos vemos de nuevo lanzados al paradigma del préstamo y la copia para interpretar la literatura del Tercer Mundo. Pero Jameson también inscribe la gestación de la forma en un contexto socio-económico y cultural específico, de tal manera que trasladar la forma novela a un contexto que no reúne las mismas condiciones del que la “originó” (separación radical entre lo privado y lo público, entre lo poético y lo político, entre el inconsciente y el mundo de las clases sociales, entre la economía y el poder secular) tiene que producir necesariamente algo que debe leerse de manera distinta. Aquí lo que parece estar en juego es una confusión entre el producto cultural y la forma de leerse, entre declarar que los textos mismos son alegóricos y luego que deben ser leídos como alegorías nacionales.

También habrá que entrar a preguntarse qué es el “Tercer Mundo”. Pues lo que estos textos construyen es un Tercer Mundo que, si bien no es homogéneo – y Jameson es cuidadoso y señala diferencias internas -, pareciera poder comprenderse desde un sólo ángulo de lectura. En gran parte, este Tercer Mundo está construido, como bien señala Ahmad, desde la necesidad de la academia norteamericana de incorporar las literaturas producidas en otras partes del mundo y que inicialmente se clasifican como “Literatura del Tercer Mundo” (Ahmad,1992). Y el realismo mágico, cualesquiera que sean sus variaciones, va a ser una clave de lectura de largo alcance. Un realismo mágico que se va alejando cada vez más de su origen latinoamericano, a la vez que deja de lado lo que ese realismo mágico pudiera significar en otras partes del mundo.

II

El realismo mágico, apropiado como clave de lectura del Tercer Mundo en la academia del Primer Mundo, está siendo sin embargo cuestionado en la misma academia norteamericana desde otro lado: el de las teorías poscoloniales. El teórico indio Aijaz Ahmad, quien más lúcidamente ha criticado la lógica de la otredad en Jameson, considera que “lo que se conocía como “Literatura del Tercer Mundo” ha sido rebautizado como “literatura poscolonial” cuando el marco teórico imperante del nacionalismo tercermundista se ve desplazado por el del posmodernismo” (Ahmad 1992: 276). Es decir, no se trata ya más de las alegorías nacionales que lee Jameson, sino de una nueva propuesta de lectura. En términos generales, no hay una postura teórica única e incluso las críticas que se hacen a muchas posturas se hacen dentro de un marco común.

Si pudiera hacerse una definición de las teoría poscoloniales, yo diría que, ante todo, se ocupan de cuestionar las construcciones geohistóricas del Otro que han sido elaboradas desde posiciones centrales del conocimiento, y de mostrar cómo a través de estas construcciones la conciencia eurocentrista se ha ido constituyendo a sí misma como el Ser, en contraste con ese Otro. Tales construcciones están ancladas en la experiencia histórica de la colonización. “Occidente”, como constructo, surge de la relación con la construcción del “Oriente” y esta construcción deriva de la experiencia empírica de la sujeción imperial, es decir, de la subordinación del Otro. Ante la pregunta por los orígenes de la teoría poscolonial, el historiador Arif Dirlik suministra una respuesta algo insolente, pero muy significativa: “Lo poscolonial comienza cuando los intelectuales del Tercer Mundo llegan a la academia del Primer Mundo” (Dirlik 1994). Las teorías poscoloniales se encuentran inscritas en esa paradoja. Pues su cuestionamiento de las construcciones del Otro por parte de la cultura Occidental tienen su mayor fuerza en el ámbito de la academia occidental misma. Dirlik observa que su ingreso a la academia del Primer Mundo se debe en parte a que han abierto nuevas perspectivas, pero también a que las “orientaciones intelectuales que antes se consideraban marginales o subversivas han adquirido nueva respetabilidad” (Dirlik 1994).

Entre los teóricos poscoloniales, quien más se ha ocupado de pensar la tarea académica de “descolonizar” la lectura del Otro a través de la lectura de textos es Gayatri Chakravorty Spivak. Es decir, ella es también quien con mayor claridad des-cubre su lugar de enunciación. En Poststructuralism, Marginality, Postcoloniality and Value, Spivak reacciona contra la lectura, por lo visto generalizada, de tomar el realismo mágico como forma paradigmática de la producción literaria del Tercer Mundo. Su argumento es que éste es un estilo de origen latinoamericano y que “tal como lo escenifican los debates Ariel-Calibán, América Latina no ha participado de la descolonización”. Según Spivak, “el conducto formal del realismo mágico puede decirse que alegoriza, en el sentido más estricto, una configuración social y política en la que la “descolonización” no puede ser narrativizada” y considera que este estilo literario se inscribe en aquellos “gestos declarados de “descolonización” que “repiten hasta la saciedad los ritmos de la colonización con la consolidación de estilos reconocibles”(Spivak 1990).

En el argumento de Spivak se confunden varios niveles. Por un lado, está la reacción contra la “canonización” del realismo mágico como paradigma de lectura de la producción literaria del Tercer Mundo, aquella que postula Jameson. En ese sentido concuerdo con Spivak en que el realismo mágico, entendido como versión de la otredad suministrada por el Otro, al ser incorporado por la academia del Primer Mundo, desanclado de su contexto histórico y convertido en una fórmula, no logra más que ser gesto, pero, finalmente, termina formando parte de un proceso de colonización discursiva: el Tercer Mundo queda reducido a una otredad que no incomoda, con la que se puede convivir.

Pero el fenómeno del realismo mágico en el Primer Mundo tiene que ver con discursos académicos, posturas intelectuales y estrategias de mercado. Spivak no ve esto y descalifica todo el proceso de “descolonización” de América Latina, como quiera que se entienda la descolonización. En lugar de sospechar del realismo mágico por la acogida que se le da en el Primer Mundo, sospecha del por qué proviene de América Latina, y cubre toda la región con un veredicto que tiene el carácter de agenda. Esta afirmación de Spivak deja ver en claro que la idea de poscolonialidad no es estrictamente temporal y que debería entenderse más bien como una actitud ante las fuerzas coloniales, ante discursos que operan como colonizadores. Lo que incomoda en esta afirmación de Spivak es, en cierta medida, que, para usar su propia terminología, no permite que el subalterno hable. Spivak remite a un sólo aspecto del Latinoamericanismo, los debates Ariel-Calibán, para definir el proceso de descolonización. Pero también revela otro aspecto de las teorías poscoloniales: su concentración en el Orientalismo como discurso del Otro y en los imperios europeos del siglo XIX. Fernando Coronil observa que “es significativo cómo en los estudios coloniales y poscoloniales, Europa se considera equivalente a las naciones de la región noroccidental” (Coronil 1996: 54), dejando por fuera los países del sur de Europa, aun cuando fueron los pioneros del poder colonial en su versión moderna. Dice Coronil: “La asociación entre colonialismo europeo y países del norte de Europa está tan arraigada que algunos analistas identifican el colonialismo con su expresión del norte europeo, y excluyen de esta manera los primeros siglos de control español y portugués en las Américas (Ibid. 54).

Esto tiene implicaciones fuertes. Pues si se ha de adoptar la propuesta poscolonial de descolonizar, discursivamente claro está, al Tercer Mundo, los términos de lo que se entiende por “colonialismo” tienen que ser discutidos también a la luz de la experiencia colonial en las Américas. También habrá que tener en cuenta que, en términos cronológicos, casi todos los países de América Latina dejaron de ser colonias en sentido estricto hace mas de ciento cincuenta años y que los debates como el de Ariel-Calibán que menciona Spivak son parte de un proceso prolongado. Habrá que tener en cuenta, como lo hace Walter Mignolo, que remontarnos a la experiencia colonial es una tarea histórica y filológica que cubre un período histórico de 500 años. Y esto serán tan sólo algunos puntos. Estará también la tarea de “descolonizar”, por así decirlo, el realismo mágico, buscando lo que ha significado y significa para América Latina.

La tarea de las teorías poscoloniales consiste en gran parte en señalar cómo se han hecho las construcciones del Otro. Deconstruye tanto el discurso hegemónico como el de los “subalternos” en relaciones de dominación. Como paradigma de lectura es de mayor alcance que el del realismo mágico, y estando en posición de subalternidad al interior de un centro de conocimiento hegemónico como la academia norteamericana, seguramente más efectivo. Sin embargo, no basta con señalar los problemas desde el centro para realizar el proyecto descolonizador, como quiera que éste se entienda (y siempre y cuando convengamos en que hay que realizarlo). El realismo mágico que Jameson y Spivak discuten también opera en América Latina. No es tan sólo una construcción de la otredad elaborada desde el centro, sino que es incorporado como macondismo, como relato de identidad. Originado en América Latina como forma para hablar de nosotros mismos en relación, contraste u oposición a las miradas “occidentales”, el macondismo aparece para los latinoamericanos como la forma afirmativa de representar el “Otro” de los europeos y norteamericanos. Aparece como una nueva mirada que sustituye a la decimonónica, y en la que el relato que sirve de base ha sido suministrado por la propia cultura latinoamericana. Empata con los sobrantes del discurso antiutilitarista que nos postulaba más allá o más acá de la racionalidad mercantil del mundo modernizado. El macondismo arrastra rezagos de la visión telúrica de la raza, llevada a la indolencia y al desorden por una naturaleza indomable. Se apropia del gesto europeo, supuestamente enalteciéndolo, para así dar razón del atraso con respecto de los países industrializados, remitiéndolo a una cosmovisión mágica que postula sus propias leyes y se sustrae a las lecturas racionalistas. A su manera, el macondismo otorga el sello de aprobación a la mirada euro-norteamericana, y legitimidad a las divisiones geopolíticas de Primer y Tercer Mundo.

Desde los debates que hablan de la crisis de los discursos sobre la nación, de la articulación con lo global, García Canclini se pregunta si “en el desplazamiento de las monoidentidades nacionales a la multiculturalidad global, el fundamentalismo no intenta sobrevivir ahora como latinoamericanismo. Siguen existiendo […] movimientos étnicos y nacionalistas en la política que pretenden justificarse con patrimonios nacionales y simbólicos supuestamente distintivos. Pero me parece que la operación que ha logrado más verosimilitud es el fundamentalismo macondista” (García Canclini 1995: 94). Canclini ve en el macondismo la exaltación del irracionalismo y de la supuesta esencia de lo latinoamericano, fijación fundamentalista de la identidad. Tanto García Canclini como Brunner señalan, entonces, que el macondismo no es tan sólo una construcción desde donde nos leen, sino también una construcción de identidad. El macondismo se incorpora como “affirmative action” de la irracionalidad, de lo incomprensible, de lo nostálgico. Es lo que marca la diferencia, que se teluriza y sustancializa. El macondismo es lo que permite que se nos pueda leer por fuera de contexto. Es la fórmula mágica que nos sitúa, como dice Nelly Richard, “mas acá de los códigos” (Richard 1989: 24).

En Colombia, el macondismo se trenza y se confunde con la figura de García Márquez y con Cien años de soledad, que se constituyó en el texto base de la lectura macondista, pero que para los colombianos es también la obra faro de la literatura nacional. Esto hace que el macondismo se adapte camaleónicamente como nacionalismo, tal vez la única forma de éste que ha tenido el país, y como un posible Latinoamericanismo. Un Latino-americanismo, diría yo, con los mismos rasgos que García Canclini le atribuye, pero con otros matices de lectura. Quiero leer el macondismo en Colombia desde algunos contextos. La forma peculiar como el macondismo allana los desencuentros entre tradición y modernidad, pasado y presente, mito y realidad, se ha encontrado con la “subcultura del narcotráfico”, caracterizada por fuertes alianzas familiares, machismo, culto a la madre, religiosidad supersticiosa y violencia. Se instrumentaliza como opacamiento de la memoria histórica, explicando la violencia desde el mito. Convive con la religión, allana el desencuentro entre la racionalidad tecnológica de la violencia y la irracionalidad de su uso. El macondismo se inscribe en la lógica dualista y exclusivista que opera en Colombia desde el bipartidismo político y atraviesa todas las instancias de lo social. Así, gran parte de la racionalidad moderna queda excluida y señalada como “no pertinente”, efectivamente en la línea de Jameson, es decir, como algo que es propio de la cultura europea pero no incorporable a la realidad maravillosa o mágica de Latinoamérica.

No puede atribuírsele el macondismo necesariamente a la obra de García Márquez. De hecho, ésta ha sufrido en parte las consecuencias de la lectura macondista cuando se reduce la complejidad narrativa de la obra a la fórmula del realismo mágico. Hay un problema interpretativo serio cuando se lee de la misma manera el pasaje que narra cómo la gente de Macondo acepta la versión oficial de la matanza de las bananeras, que niega que haya sucedido, y el pasaje que cuenta cómo se indigna ante la “mentira” del cine. No son los mismos órdenes de verdad, y tampoco corresponden a los mismas épocas en la temporalidad de la novela. Sin embargo, la operación que posibilita estas lecturas de Cien años de soledad tiene que ver de alguna manera con que no está escrita desde un lugar único; que su lugar de enunciación no es estrictamente Colombia. La utopía política que atraviesa la obra construye un espacio “latinoamericano”. La vaguedad histórica y geográfica permite las lecturas alegóricas, las apropiaciones y adaptaciones. De alguna manera, Cien años de soledad no transcurre en ningún lugar específico y puede, así, transcurrir en casi cualquier lugar. Su renuncia a fijar un lugar de enunciación la hace ubicua, traducible y trasladable. Se construye, sin embargo, con elementos del Caribe colombiano, con rasgos de la cultura colombiana, que han quedado opacados por la lectura ubicua. Trataré de reconstruirlos para señalar cómo la obra de García Márquez los elabora. Para ello me remontaré a las últimas dos décadas del siglo XIX, cuando se consolida en Colombia un proyecto hegemónico de construcción de la nación.

III

La lógica dualista excluyente, que me parece característica de la cultura colombiana, está en la base de su cultura política: en las rencillas partidistas que caracterizaron el siglo XIX. Se convierte en forma hegemónica dentro del proyecto de unificación de la nación que llevó a cabo, más efectivamente que cualquiera de sus predecesores, el proyecto de la Regeneración encabezado por Rafael Nuñez y Miguel Antonio Caro en las últimas dos décadas del siglo pasado. Sus huellas pueden percibirse aun hoy en día.

En términos generales, el proyecto político de la Regeneración, encabezado por Rafael Núñez, quiso pacificar a una nación fraccionada por su geografía y sus luchas partidistas durante el siglo XIX. En 1886, bajo la presidencia de Rafael Núñez, pero bajo la retórica de Miguel Antonio Caro, se concibió una nueva constitución para el país que lo unificaría bajo los dos elementos comunes a todos los colombianos: la religión y la lengua. Desde 1884 hasta 1930 el partido conservador mantuvo la hegemonía absoluta. Un hecho que sobresale es que casi todos los presidentes, desde Rafael Núñez, pasando por Miguel Antonio Caro, José Manuel Marroquín y Marco Fidel Suárez, eran hombres de poca fortuna, no poseían tierras y no tenían poder militar en sus regiones. Habían hecho sus méritos políticos más que nada como letrados, como poetas, gramáticos y latinistas. Caro fue, junto con Monseñor Carrasquilla, tal vez el intelectual orgánico más influyente de la época. Generó un compacto discurso ideológico en el que la lengua, la religión católica y el autoritarismo político componían un todo coherente, sin concesiones a las ideas liberales de la época. La forma discursiva que Caro representa se constituye en signo de distinción simbólica y de legitimación política en las últimas dos décadas del siglo XIX en Colombia. La acción política de la Constitución de 1886 se reforzó con un nuevo Concordato con el Vaticano al año siguiente, que le entregó enteramente la educación a la Iglesia católica, a la vez que le restituyó muchos de los bienes que le fueran expropiados por los regímenes liberales. El país logró cerrarse exitosamente a las ideas del positivismo, del socialismo, de la modernidad.

En el mismo año en que se selló la nueva Constitución aparecieron los primeros tomos del Diccionario de Construcción y Régimen de la Lengua Castellana escritos por Rufino José Cuervo, contertulio de Caro en asuntos de lenguaje y cofundador ya en 1871 de la primera corresponsal de la Academia Española de la Lengua en el continente. En 1867, el mismo año en que aparece María de Jorge Isaacs, Cuervo publicó la primera de las que llegarían a ser seis ediciones revisadas en vida del autor de las Apuntaciones Críticas sobre el Lenguaje Bogotano. Allí señala y corrige todas las desviaciones de la norma que se presentan en el habla bogotana. Imposible no reconocer los méritos filológicos de la obra y el especial documento que constituye para el estudioso en asuntos de cultura. Pero difícil, igualmente, no notar la colaboración de estas obras en el panorama político que lidera su amigo Caro. Las Apuntaciones, una especie de best seller de la época, funcionan a la vez como manual en materia de lenguaje para las nuevas clases y como instrumento de exclusión. (La circulación del Diccionario será mucho más restringida que los otros escritos y en verdad sólo hasta hace dos años, en 1995, salió publicado en toda su extensión.) Si la nación colombiana por fín se unifica alrededor de la lengua y la religión, las Apuntaciones mostrarán en qué lugar de la sociedad puede estar cada cual según su uso del lenguaje.

Caro irá un paso más allá, pues en su obra política y filológica fundamenta la moral y la conducción de los pueblos en el uso del lenguaje. Serán los gramáticos quienes posean la entereza y la sabiduría para el manejo correcto del país a partir del manejo correcto de las ideas que les permite el manejo correcto del lenguaje, en medio de una población analfabeta. La lengua se convierte en el predominio de una clase para gobernar y excluir y queda lejos de ser la unificadora de todos los colombianos como quiera que se entendiera la ciudadanía en ese entonces.La corrección idiomática se convierte en norma social, lugar de acceso al poder político en muchos casos de la mano de una profesión radical de catolicismo ultramontano y rechazo absoluto de las ideas modernas. Los gramáticos, en alianza con los prelados, conforman una ciudad letrada que es una ciudad amurallada a la que se ingresa por vías de la construcción y el régimen gramatical. Una ciudad en donde la letra se utiliza para hablar de la letra, para regularla y normativizarla. Por fuera de esta ciudad letrada se ubica el país real. El régimen de la letra excluye lo que se dice por fuera de la ciudad letrada, porque no se dice correctamente.

La lengua, entonces, no logró funcionar como unificadora, sino como segregadora de los colombianos. De igual manera, al identificarse la práctica correcta del catolicismo con la adhesión al partido conservador, los liberales quedaban excluidos del otro elemento que constituía la nacionalidad. Hasta el punto que uno de los escritos más polémicos e importantes del cabecilla liberal Rafael Uribe Uribe se titula “De cómo el liberalismo político colombiano no es pecado”, que se encuentra entre una gran cantidad de “Ensayos sobre las cuestiones teológicas y los partidos políticos en Colombia”. Para ser moderno en Colombia había que ubicarse por fuera de la ciudad letrada. Gran parte de la producción literaria del país, gran parte de lo que se producía en las distintas regiones, quedaría excluido del canon que los gramáticos lograron conformar a través de la educación católica que se impartía en los colegios.

La gramática, el régimen de construcción, el diccionario y la norma son, sin embargo, los rasgos superficiales que esconden lo que está a la base de este discurso. El proyecto político de Caro y de la Regeneración hizo caso omiso del mundo circundante, repitiendo el gesto de la colonización de América, que según Ángel Rama, no respondía a “modelos reales, conocidos y vividos, sino a ideales concebidos por la inteligencia” (Rama 1984:3). La distancia geográfica realmente existente con respecto a España le permite a Caro producir como “parto de la inteligencia” (Rama, con respecto a la ciudad latinoamericana) la ciudad letrada española que erigirá como modelo. El español de España que tanto defiende será para Caro realmente una lengua registrada en libros, no la lengua que oye hablar a su alrededor. Desde la aldeana Bogotá concibe un proyecto de nación sin haber visto jamás su geografía, establece un castellano como norma que no es hablado siquiera por él mismo, erige como modelo una república creada a partir de lecturas seleccionadas según un criterio moral y católico. En medio del mugre, los ruidos y los olores, los gramáticos y poetas construyen un mundo retórico de ideas ajenas a las circunstancias que los rodeaban, estableciendo una distancia entre las operaciones del intelecto y las del cuerpo, que opera también como distancia social. La religión católica sirve de sustento para hacer esta abstracción de lo corporal en los procesos del espíritu; es el apoyo para fijar la dicotomía, para legitimarla. Así separados el cuerpo y el espíritu, la letra opera como instrumento de distancia y legitimación de la diferencia.

La cultura de los gramáticos será una cultura excluyente de la letra. Desde la letra no se piensa el país real sino que se impone el país que conciben unos pocos como país ideal. Pensar por fuera de la ciudad letrada exige acudir a aquello que no se someta al orden de la letra. Buscar cómo viven, hablan y piensan los que están por fuera de la ciudad letrada implica una exclusión de ella. Muchos de los que van accediendo al uso de la letra son excluidos y gradualmente irán excluyendo todo aquello que defienden los letrados de la ciudad amurallada tras diccionarios, gramáticas y libros de oración, repitiendo el gesto de la lógica que los excluye, pero bajo otro signo. Por fuera de la ciudad letrada, además de situarse los que no saben usar la lengua, los que no conocen la corrección del idioma, se sitúan las malas palabras. Ese será el capital lingüístico del vulgo. Los sentidos, el mundo de los olores y los sonidos, las algarabías de la plebe serán su capital cultural. Los letrados consiguen crear así una ecuación entre cultura de élite y cultura bogotana. Dejan por fuera muchas de las manifestaciones culturales y letradas de las regiones, a pesar de que, como lo afirma Tirado Mejía, la cultura colombiana ha sido más fuerte en sus manifestaciones regionales (cf. Tirado Mejía 1991). Un cierto discurso hegemónico de los letrados bogotanos se impuso como cultura nacional oficial durante algunas décadas, pero las identidades se fueron construyendo alrededor de lo local. Así mismo, el bipartidismo que atravesaba hasta hace poco todas las instancias, también las culturales, no permitió la creación de discursos nacionales por encima de las fracciones. Hacia los años treinta del siglo XX se hizo una reforma educativa que habría de difundir la letra, pero para ese entonces ya había hecho su entrada triunfal la radio. Y ésta se inserta culturalmente en el país de forma sintomática: será local y regional aunque difundirá elementos de otras regiones, y gracias a ello los colombianos comenzarán a tener una idea de los contornos de su comunidad imaginaria.

IV

¿Cómo se inscribe el fenómeno García Márquez en este contexto? García Márquez era inicialmente un escritor del Caribe colombiano, con algún reconocimiento en la capital, pero esencialmente de su región. Dentro del panorama de las letras nacionales en los años cincuenta, El Coronel no tiene quien le escriba es un relato de la violencia en la Costa, así como las novelas de Eduardo Caballero Calderón son las de la violencia en Boyacá. Será la acogida internacional de Cien años de soledad lo que lo convierte en un escritor nacional y el macondismo será elevado a mito fundacional de la nación y relato de la identidad. Mientras muchas naciones americanas construyeron estos mitos en el siglo pasado, Colombia por fin tiene el suyo en los años setenta de este siglo. La literatura de García Márquez irrumpe en medio del ascetismo de la cultura de los letrados, bogotana, fría y acartonada, con la algarabía de la plebe. Será entre otros el fenómeno del ingreso de las malas palabras y, hasta cierto punto, de los cuerpos a la literatura colombiana. Esta irrupción de lo excluido en medio del mundo de la letra, este giro de las posibilidades de su uso, tal vez no es exclusivo del proyecto cultural de los gramáticos del altiplano. Carlos Monsiváis señala aspectos de la cultura mexicana que son paralelos a los colombianos (Monsiváis 1990: 322-325). Y tal vez, la narrativa que mejor ilustra esta cultura pacata, dominada por la iglesia y la mala conciencia, es de nuevo una obra mexicana: Al filo del agua de Agustín Yáñez. Es pensable que haya diversas entonaciones latinoamericanas de este mundo cultural de los letrados bogotanos, de esta cultura de la exclusión y del silenciamiento, de separación entre cuerpo y espíritu, como para poder aventurar la pregunta de si parte de la impresionante acogida de Cien años de soledad no tiene que ver con su manera de tocar esa fibra y con su habilidad para integrar al mundo de lo culto lo que se consideraba por definición marginal a éste.

Cien Años de Soledad puede entenderse también como un ajuste de cuentas con la ciudad letrada, una cancelación definitiva de su gestión y la irrupción de una nueva forma de hablar, de sentir, de ver el mundo. Pero en el mismo momento en que se presenta una gran obra de la literatura que logra desafiar a la ciudad letrada del altiplano en su propio terreno, su lectura estará significativamente marcada por fenómenos de masificación y comercialización. No será la matanza de las bananeras el momento emblemático de la obra, sino las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia y la ascensión de Remedios la bella envuelta en sábanas. Al poco tiempo de publicada la novela, un músico peruano ya había compuesto un porro con los temas principales de la obra, que sonó y resonó por todo el continente. Cien Años de Soledad fue rápidamente apropiada como la creadora del mito fundacional de la raza. Curiosamente, el país que está más al margen de lo latinoamericano fue el que dotó a Latinoamérica con una fábula del mestizaje. Para los colombianos fue, en términos muy generales, algo de lo que podían estar orgullosos y que los convertía por fin en latinoamericanos. Lo regional se elevó a cultura nacional, y ésta nos fue devuelta como Latinoamericanismo con reconocimiento universal.

Hasta ese momento, en relación con las corrientes que fueron conformando los espacios de las culturas hegemónicas internacionalizadas, las obras de los artistas colombianos serían marginales. Cien Años de Soledad se puede pensar inicialmente como una obra que asume una posición de enfrentamiento a una cultura hegemónica, que se identifica con las instancias de poder. Rápidamente, la conversión de su autor en símbolo nacional y figura internacional transforma el mapa cultural del país. Si la escritura desde la costa caribe colombiana era un espacio marginal, el éxito internacional convierte más bien a Bogotá en el espacio provinciano. El mismo García Márquez se hace cargo de cambiarle el signo a esos espacios en sus crónicas y en sus novelas.

En Ciudades con barcos de marzo de 1950, García Márquez crea una dicotomía básica entre la costa y el interior, ubicando la diferencia en la presencia de los barcos, es decir, del acceso a una cultura modernizada a través del contacto permanente con personas y mercancías que vienen de otras partes. En Cien años de soledad, Fernanda del Carpio representará la cultura letrada bogotana como un mundo ajeno, incomprensible y olvidable para los miembros de la familia Buendía, que constituyen un espacio cultural enteramente distinto. En El general en su laberinto, Bolívar moribundo se siente revivir y mejora su salud cuando sabe que ya está por lo menos en el Río Magdalena, Bogotá lejos a sus espaldas, y habrá de llegar a la costa. (Agradezco a Alvaro Tirado Mejía el señalarme este aspecto de la obra de García Márquez.) Las dicotomías creadas reproducen de alguna manera la estructura de exclusiones de la cultura de los gramáticos. Para empezar, porque también se mueve en pares dicotómicos. Así, se hace una reconversión de la dicotomía básica del discurso político, liberal/conservador, que en lo cultural tenía tan sólo matices religiosos (ateo/católico) y se sustituye por región baja/altiplano, desplazando el campo de lo político a lo cultural, implicando o insinuando una correspondencia entre los primeros y los segundos términos de las dicotomías, y sustituyendo el aspecto religioso por lo mítico y lo sincrético. Si antes la nación se quería construir alrededor de la pureza del lenguaje y evitando toda contaminación extranjera, no hispánica, excluyendo al indígena y al negro, la nueva metáfora de la nación es la impureza, la mezcla, el mestizaje. Corresponde tanto más a la realidad que la ciudad ideal de los letrados, que no es sorprendente su adopción.

Ahora bien, ésta es tan sólo una posible lectura de las múltiples recepciones que puede haber tenido Cien años de soledad. También es tan sólo una versión de las posibilidades mismas del macondismo. Me interesa señalar que, por un lado, el discurso de García Márquez en muchos puntos opera con la misma gramática dicotómica de la cultura hegemónica de élite contra la cual se recorta su obra en el panorama de las letras nacionales en Colombia. Por otro lado, que la sustitución de los elementos que regían el pensamiento bipartidista y excluyente de la cultura colombiana por otros pares dicotómicos, opera de manera igualmente excluyente.

Creo que este recorrido me sitúa en una posición algo paradójica. Pues finalmente la ciudad letrada de los gramáticos no parece ser un mundo rescatable. Sin embargo, su lectura tiene sentido en la medida en que permita ver que el macondismo, menos que una transformacion radical, es más bien una reconversión que adapta los discursos a las nuevas formas de la política, la cultura massmediática, la economía informal, la ilegalidad y el consumo. En este contexto, el macondismo genera una confusión entre la popularidad, que es el predominio del marketing y los ratings, y lo popular, a la vez que se convierte en un desafío para pensar la literatura en el cruce entre mercado y medios masivos de comunicación, así como la complejidad de la pinza que conforman los mercados internacionales por donde circulan la cultura y la supuesta “marca nacional” que llevan artistas como García Márquez y Fernando Botero. Así mismo, resituado en contextos, el macondismo no es un discurso desde las márgenes, ni habla por los que no pueden hablar. Se convierte, más bien, en discurso hegemónico que allana las diferencias, situándolas por fuera del país, en una cultura “otra”. Me parece, entonces, que parte de lo que pretenden ser, tanto la ciudad letrada como el macondismo, se establece por lo que quieren dejar por fuera: funcionan con la misma sintaxis de oposiciones y exclusiones, cierre al diálogo, negación del “otro”. Ambas son operaciones que apuntan a las dificultades de la configuración de una cultura democrática, de una cultura del debate, de un cultura crítica.

Estos relatos de la nación y la identidad conviven en un país azotado por la violencia, un fenómeno del cual nadie parece estar en capacidad de dar razón. El espacio realmente existente es de miedo, sangre y terror. Un espacio en el que, como afirmaba Michael Taussig en su estudio sobre el realismo mágico, los significantes se encuentran estratégicamente desencajados de lo que significan. En un lugar donde el discurso que se ha convertido en realmente hegemónico es el de la violencia desenfrenada, resulta difícil establecer los significados. Es una situación en la que no hay centros claros y, por tanto, no hay márgenes, pero que está lejos de ser una experiencia liberadora.

Aquí quiero retomar el debate con las teorías poscoloniales, pues si bien la larga historia de violencias en Colombia debe remontarse históricamente a los orígenes de la colonización, también va adquiriendo nuevas formas y entonaciones en las distintas fases de su inserción en el mundo y en las leyes de la economía capitalista. Y tal vez el fenómeno en donde se cruzan de manera más dramática la experiencia colonial y el capitalismo es el del narcotráfico. Rebasa las intenciones de este escrito entrar a estudiar el fenómeno, pero su silenciamiento en los círculos académicos es sintomático. Colombia es uno de los países de América Latina que más se menciona en las noticias internacionales, junto con Cuba, pero, a diferencia de éste último, es uno de los menos estudiados. Sospecho que esto se debe en parte a las dificultades que postula dar razón del narcotráfico, actualmente la marca política, económica y cultural con la que se identifica al país.

Si un proyecto de descolonización ha de tener sentido, habría que establecer los puentes entre las lecturas que se hacen desde la otredad en localidades centrales, y la otredad o marginalidad que se postula desde lo marginalizado o subalternizado. Habría que evitar la tendencia hegemonizante de aquellos discursos que emanan desde los centros de poder, no sólo económico y político, sino también discursivo. Habría que pensar en la forma como ciertos discursos se imponen sobre otros, se convierten en prestigiosos y van creando hegemonías. Aquí he intentado cuestionar el macondismo y el realismo mágico como lecturas de la otredad que parecieran ser suministradas por el Otro y, en esa medida, que responden a la “corrección política” de creer que se les está leyendo como quieren ser leídos. Considero que las teorías poscoloniales permiten pensar muchos de esos problemas, pero que, paradójicamente, se están convirtiendo en ese tipo de discurso suministrado por el Otro. Tal vez, para que no sean del todo absorbidas y allanadas por las estructuras de poder en el centro, les convendría un contacto con las categorías que elaboran los márgenes para pensarse a sí mismos, así como la historización de ciertos conceptos y debates.

BIBLIOGRAFÍA

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Teorías sin disciplina (latinoamericanismo, poscolonialidad y globalización en debate).
Edición de Santiago Castro-Gómez y Eduardo Mendieta. México: Miguel Ángel Porrúa, 1998.

© José Luis Gómez-Martínez
Nota: Esta versión electrónica se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso correspondan.

Fuente: http://www.ensayistas.org/critica/teoria/castro/walde.htm
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EPISTEMOLOGÍAS POSTCOLONIALES

EPISTEMOLOGÍAS POSTCOLONIALES
Acerca del Espacio de su Génesis

Por: Claudia González Castro

La emergencia de estudios que desvían la mirada desde los paradigmas imperantes de las ciencias sociales para reivindicar las epistemologías postcoloniales, se fundamenta en distintos argumentos que emanan desde las diferentes vertientes que nutren el problema en cuestión. Por una parte, se entiende el postcolonialismo como una consecuencia de la postmodernidad y la consiguiente crisis de paradigmas en ciencias sociales. Esto nos sitúa en una metanarrativa, que entiende el desarrollo de todo proceso social desde la visión eurocéntrica, en concomitancia con el concepto de hegemonía que se proyecta en la institucionalización de los estratos sociales. En segunda instancia, se entiende el postcolonialismo como una necesidad de reivindicación de lo subalterno, con pretensiones de generar un verdadero intersticio de quiebre epistémico. Analicemos cada uno de estos tópicos para establecer los nexos entre ambos.

Si bien el concepto “Post moderno” es conflictivo y absorbe una gran cantidad de cuestionamientos, que hace impensable aventurar una definición, generalmente se le utiliza para describir transformaciones culturales que cuestionan los paradigmas sobre los cuales se asienta la modernidad: la universalidad del conocimiento, la localización del saber y los criterios de temporalización, son algunos de los fundamentos a la aparición de miradas divergentes que erigen los estudios postcoloniales, y que han sido ampliamente analizados por autores como Dussel, Wallerstain, Spivak, Quijano, por solo nombrar algunos. Detengámonos un momento en los criterios de temporalización y su relación con lo postmoderno y postcolonial. La crisis de las ciencias sociales que se ha proyectado hacia la historia, acusa a la cronología dictatorial de no considerar los diferentes momentos que convergen en un determinado momento histórico. La anacronía de las diferentes historias simultáneas cronológicamente son difíciles de concebir como ritmos temporales heterogéneos sin el agregado de gradación civilizatorio que las ubica en más o menos lejos del referente de desarrollo moderno. La apertura a un nuevo criterio de temporalización, ha superado el cuestionamiento del subdesarrollo abriendo nuevas posibilidades a la consideración de la heterogeneidad que fundamenta las epistemologías postcoloniales desde una mirada académica.

Pero no es el único vínculo que une posmodernidad y postcolonialismo, en tanto la primera se establece como un lugar de sospecha de la modernidad y sus patrones racionales, fundamentaría también el saber postcolonial. Esta posible relación la han analizado autores como Nelly Richard[1], Hermann Herlinghaus y Monika Walter[2], Homi Bhaba [3], entre otros. Walter Mignolo intenta aclarar ambos conceptos: “(…) en América Latina (así como en ciertas áreas de Asia y África) lo posmoderno y lo poscolonial-occidental son dos caras de la misma moneda, que sitúan las construcciones imaginarias y los lugares de enunciación en diferentes aspectos de la modernidad del orden mundial moderno colonial e imperial”.[4] Pero también nos advierte del peligro de interpretar lo poscolonial con los cánones provenientes de lo hegemónico. Moreiras acoge esta idea y cita a Mignolo: “si la ´posmodernidad´ y la ´poscolonialidad´ son nombres de dos maneras o espacios de pensamiento para ´contrariar a la modernidad´, ´deconstrucción´ designaría la operación asociada a la primera manera y ´descolonización´ la operación asociada a la segunda”[5]. Desde esta perspectiva, es necesario repensar lo postcolonial desde su propio espacio, a través de su propio ejercicio crítico: la “descolonización”, sin supeditación al criterio europeo de la postmodernidad.

Pero no solo la voluntad de contrariar la modernidad es posible considerar a la hora de interpretar lo postcolonial a partir de la metanarrativa europea. También se observa la creciente necesidad de institucionalizar los estratos de todo sistema social, obedeciendo a la voluntad hegemónica del poder totalizante para la reproducción de la colonialidad.

Debemos primeramente, entender el poder en su manifestación globalizada y capitalista. Es decir, desplazado desde los Estados Naciones hacia las empresas capitalistas globales, como lo explica Zizek: “Con el funcionamiento multinacional del Capital, ya no nos hallamos frente a la oposición estándar entre metrópolis y países colonizados. La empresa global rompe el cordón umbilical que la une a su nación materna y trata a su país de origen simplemente como otro territorio que debe ser colonizado”.[6] Dentro de esta idea de autocolonización, se entiende la necesidad de poder y dominio de la lógica del capital sobre sus territorios de expansión. Lo que está fuera de los márgenes se escapa de los mecanismos de control e inclusive podría significar una desestabilización del sistema capital. Por tanto, se hace necesario la incorporación del margen al espacio académico e institucional a través de la categorización que le entrega identidad, espacio y lugar dentro de lo establecido. La identidad del postcolonialismo, visto desde esta perspectiva, podría llegar a confundirse con un espacio de resistencia y oposición, pero en verdad son los rangos de permisividad que se admiten dentro del todo.

Moreiras advierte la dependencia de los estudios Postcoloniales Latinoamericanos a las construcciones discursivas pertenecientes a la dinámica global de la dominación, a través de formas de conocimiento europeas y modernas, en una especie de contradicción semántica de un discurso que presenta al menos dos estratos: uno superficial que niega en apariencia, y otro subyacente en el que se niega lo que se está negando: “negación de la negación” que en su extremo más radical se convierte en afirmación absoluta. De esta manera lo postcolonial se establece como un discurso que niega la homogeneidad desde una perspectiva integradora de aquellos constructos culturales objetivados desde una concepción moderna y europea[7].

Este punto de tensión se proyecta, por ejemplo, en la Literatura Latino Americana. En el ejercicio literario, se puede afirmar la existencia de una novela emergente en los años 60, que se puede delimitar dentro de ciertos márgenes que se alejan de lo racional para acercarse a lo mágico. Moreiras analiza estas intenciones identitarias americanistas que hacen uso de estructuras narrativas y lengua de los dominadores, de esta forma se proyectan como una réplica, que se integra a lo ya existente, sin ampliar los márgenes de tensión y resistencia, más allá de lo establecido[8]. No es posible desde esta perspectiva, hablar de diferencias sino de estratos de la estructura imperante. Es la posibilidad de emergencia de un discurso enmarcado en un fundamento teórico establecido, que al legitimarlo dentro de un sistema, pasa a formar parte de él. La emergencia de lo postcolonial entonces, entendida como democratización cultural desde lo hegemónico, incorpora entonces todos los estratos sociales a la propuesta moderna creando nuevos espacios de consumo y reproduciendo la colonización ya no del territorio, sino del conocimiento.

Pensemos ahora en una segunda alternativa de espacio de emergencia de lo postcolonial: lo propiamente postcolonial. Aquello que se erige desde el margen, que no reclama la inclusión sino el reconocimiento de la diferencia colonial ética, política y epistémica. Un pensamiento que no se entiende desde Santo Tomás, Kant o Marx, sino desde el espacio que Dussel concebía como “el otro”: “Dussel concebía la totalidad compuesta por «lo mismo» y «lo otro», y llamaba a esa totalidad (formada por «lo mismo» y «lo otro») «lo Mismo». Fuera de esa totalidad estaba el dominio de «el otro». La diferencia en español viene dada por el cambio de artículo: mientras que lo otro no sería sino la categoría complementaria de «lo mismo», el otro permanecería fuera, en el exterior del sistema. (…) Metafísicamente, «el otro» es – desde la perspectiva de la totalidad de «lo mismo»- lo impensable que Dussel urge a pensar.[9] Walter Mignolo diferencia “lo otro” de “el otro”, denominándolos subalternidades interior y exterior[10], que se diferencian más allá de lo que Marx pudo ver en términos de clases sociales y jerarquías. Etnia, género, sexualidad, nacionalidad, serían algunos componentes sociales que delimitarían lo interior de lo exterior. La subalternidad exterior, o “el otro” presentaría ciertos márgenes de movilidad, en tanto el sistema maleable, incorpora parámetros de reconocimiento, dentro de la jerarquía, sin desligarlos de su condición de subalternos, pero al interior de la totalidad.

Lo postcolonial emerge entonces, desde la subalternidad situada en el exterior, un espacio impensable en el imaginario del sistema mundo moderno.

A esta altura del análisis, parece importante referirse a la dicotomía “de-desde”, que establece la diferencia existente entre el discurso académico que “habla de”, aprehendiendo un determinado objeto de estudio (subalterno) a partir del escenario institucional establecido y “habla desde” las propias convicciones socio políticas de espacios subalternos. Los Estudios que hablan “de” América Latina, como “lo otro” contribuyen a erigir un imaginario geográfico que existe al interior de un texto. Es una construcción textual subordinada al discurso de quién lo escribe. Hablar “desde” América Latina, implica levantar un discurso cargado de nativismo, y localidad. Una provocación para la objetividad racional, que proyecta los saberes silenciados y desarticula la representación epistémica. Este pensamiento constituye la perspectiva otra, que reclama la interculturalidad. Edgardo Lander, enumera las ideas centrales de este paradigma, citando a Maritza Montero:

“Una concepción de comunidad y de participación así como del saber popular, como formas de constitución y a la vez como producto de un episteme de relación.
La idea de liberación a través de la praxis, que supone la movilización de la conciencia, y un sentido crítico que lleva a la desnaturalización de las formas canónicas de aprehender-construir-ser en el mundo.
La redefinición del rol de investigador social, el reconocimiento del Otro como Sí Mismo y por lo tanto la del sujeto-objeto de la investigación como actor social y constructor de conocimiento.
El carácter histórico, indeterminado, indefinido, no acabado y relativo del conocimiento. La multiplicidad de voces, de mundos de vida, la pluralidad epistémica.
La perspectiva de la dependencia y luego, la de la resistencia. La tensión ente minorías y mayorías y los modos alternativos de hacer-conocer.
La revisión de métodos, los aportes y las transformaciones provocados por ellos”.[11]

Moreiras nos lleva al campo epistemológico de lo propiamente poscolonial latinoamericano, evidenciando la existencia de dos latinoamericanismos. El primero, opera tradicionalmente como discurso inscrito en la estructura académica. Como tal genera construcciones textuales que se inscriben en la dinámica global de la dominación, en pro de la integración y homogenización. El segundo latinoamericanismo, más que teorizar América Latina, pretende establecerse en el actuar, contradisciplinario y anti representacional, en busca de la liberación de las diferencias y la desarticulación del constructo teórico imperial. La función de este segundo latinoamericanismo es “entorpecer el progreso tendencial de la representación epistémica hacia su total clausura. En palabras de Moreiras: “el primer Latinoamericanismo opera bajo la presunción de que lo alternativo, o lo “otro”, puede siempre y de hecho siempre debe ser reducido teóricamente; pero el segundo Latinoamericanismo se entiende en solidaridad epistémica con las voces o los silencios residuales de la otredad latinoamerica”[12]

Moreiras presenta además una alternativa para pensar la emergencia del latinoamericanismo: El Tercer Espacio. Este se configura como un intersticio entre lo hegemónico y lo subalterno en sus versiones más extremas. No es un ejercicio aleatorio de ambos, sino un espacio alternativo que no pertenece al primer espacio, preconizador de una utopía identitaria étnica, ni al segundo espacio, supeditado a la teoría imperial. El tercer espacio renuncia a la jerarquización discursiva, reacciona contra el dominio del texto metropolitano, pero mantiene el compromiso con la teoría, la voluntad teórica libre de la exacerbación utópica de paradigmas identitarios y hegemónicos. Desde el Tercer Espacio, debe erigirse entonces el pensamiento Latinoamericano, en apertura a la apropiación, traducción y rehistorización.[13]

La emergencia de la voz de la subalternidad presenta importantes cuestionamientos. Por una parte, Dipesh Chakrabarty, se cuestiona el alcance del discurso poscolonial y su capacidad de réplica: “Ellos (europa) producen su trabajo ignorando relativamente las historias del no-Oeste, y esto no parece afectar la calidad de su trabajo. Este es un gesto que, sin embargo ‘nosostros’ no podemos devolver. Ni siquiera podemos permitirnos una igualdad o simetría de ignorancia en este nivel sin correr el riesgo de parecer como ´fuera de moda’ o ‘anticuados”.[14] Con la metáfora de “devolver el gesto”, Chakrabarty nos quiere evidenciar la ignorancia asimétrica que condiciona la producción teórica del tercer mundo. Ante el problema, Chakrabarty propone el proyecto de provincialización de Europa. Su propuesta no constituye un rechazo a la modernidad pero invita a cuestionarla desde sus conceptos elementales: la razón la ciencia y la universalidad del conocimiento, sin que este profundo cuestionamiento signifique relativismo cultural. Provincializar Europa no solo comprende el cuestionamiento, sino también, el desarrollo de una “conciencia” por parte de los dominados de una historia oculta que nos involucra en el desarrollo de la idea de modernidad, en tanto Europa no ha gestado sola las grandes narrativas, sino que es producto del aporte de todos los proyectos occidentales de progreso y las ideologías modernizadoras de los nacionalismos presentes en el tercer mundo. También este proyecto invita a hacer visible la represión y la violencia como instrumental de la modernidad a través de un espacio asignado en la estructura de las formas narrativas de la historia y exige que se revele las razones por las cuales se consideró ineludible.[15]

Provincializar Europa, significa sobre todo, abrir la historia a la heterogeneidad, sin caer en lo nativista, nacionalista ni atávico, y a entender otras formas de solidaridad humana.

Para Spivak, el proyecto de Chakrabarty estaría limitado por la imposibilidad del sujeto subalterno, de proyectar su propia voz, recurriendo a determinados mecanismos que le entregarían representación discursiva. De la misma manera en que dicha representación puede alterar el enunciado primitivo, el espacio dentro de la historia que se adjudica el sujeto, lo desplaza de su condición de subalterno. De esta manera, lo subalterno desaparece en su condición de margen irrepresentable.[16]

Aunque paradójico, los dos puntos de génesis observados para los estudios Postcoloniales, generan una verdadera antinomia, que podría atraer la confusión antes de adoptar un lugar de reflexión o acción. Es necesario entonces, situarse en la sospecha de todo discurso postcolonial para elucidar el texto oculto que evidencia los anhelos unificadores e integradores a la potencia hegemónica. Me refiero explícitamente a los discursos gubernamentales, intelectuales y globalizadores que a partir de la promesa de desarrollo intentan acallar las voces divergentes que emanan desde el margen. Por otra parte, sería utópico situarse desde un paradigma postcolonial que busque la reivindicación nativa o étnica, haciendo frente a un imperio económico ya establecido y proclamando la ruptura teórica y epistémica (¿podríamos devolver el gesto?, parafraseando a Chakrabarty). Tal vez la respuesta está en el Tercer Espacio. Identificarnos desde la hibridez, que no es étnico ni europeo sino Latinoamericano y renunciando al “pastiche”, (entendido este último como, más que una copia, una falsedad). Situarnos en un punto de reflexión intermedio que identifique lo postcolonial. Este primer acto de acuerdo voluntario será la génesis del pensamiento desde el cual hacer emerger reflexiones políticas y culturales orientadas hacia la acción, que entierren el mito del desarrollo sobre el cual se ha legalizado la violencia epistémica y que sirvan de sustento teórico para fundamentar la tarea de descolonizar América Latina.

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· Gayatri Chakravorty Spivak, ¿Puede hablar el Sujeto Subaltero?, en Revista Orbis Tertius, Año III N° 6, Argentina, 1998.

Bhabha, Homi, “Lo Poscolonial y lo Posmoderno” (Cap. IX), en El Lugar de la Cultura, Buenos Aires,Argentina, Ediciones Manantial SRL, 1994.

Herlinghaus, Hermann y Walter, Monika,“¿‘Modernidad Periférica’Versus ‘Proyecto de la Modernidad’? Experiencias Epistemológicas para una Reformulación de lo ‘pos’moderno desde América Latina”, en Herlinghaus, Hermann y Walter, Monika (Eds.), Posmodernidad en la Periferia. Enfoques Latinoamericanos de la NuevaTeoría Cultural,Berlín, Editorial Iberoamericana Vervuert, 1994.

Nelly Richard, Latinoamérica y la postmodernidad: Revista de Crítica Cultural, nº3, 1991.

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[1] Nelly Richard, Latinoamérica y la postmodernidad: Revista de Crítica Cultural, nº 3, 1991.

[2] Herlinghaus, Hermann y Walter,Monika,“¿‘Modernidad Periférica’Versus ‘Proyecto de la Modernidad’? Experiencias Epistemológicas para una Reformulación de lo ‘pos’moderno desde América Latina”, en Herlinghaus, Hermann y Walter, Monika (Eds.), Posmodernidad en la Periferia. Enfoques Latinoamericanos de la NuevaTeoría Cultural,Berlín, Editorial Iberoamericana Vervuert, 1994.

[3] Bhabha, Homi, “Lo Poscolonial y lo Posmoderno” (Cap. IX), en El Lugar de la Cultura, Buenos Aires,Argentina, Ediciones Manantial SRL, 1994.

[4] Walter Mignolo, Historias Locales/Diseños Globales. Colonialidad, Conocimientos Subalternos y Pensamiento Fronterizo, Madrid, Akal, 2003, p. 275

[5] Walter Mignolo, The Darker Side of de Renaissance. Literacy, Territoriality, & Colonization, Ann Arbor: University of Michigan Press, 1955, p. 16,en: Alberto Moreiras, Tercer Espacio. Duelo y Literatura en América Latina, Santiago, ARCIS/LOM Ediciones, 1999, p 47.

[6] Slavoj Zizek, Multiculturalismo o la Lógica Cultural del Capitalismo Multinacional”, en Estudios Culturales. Reflexiones Sobre el Multiculturalismo, Buenos Aires, Argentina, Editorial Paidós, 2003, p 403.

[7] Alberto Moreiras, “Fragmentos Globales: Latinoamericanismo de Segundo Orden”, en Castro Gómez, Santiago y Mendieta, Eduardo (Eds.), Teorías sin Disciplina. Latinoamericanismo, Poscolinialidad y Globalización en Debate, México D. F., Porrúa/University of San Francisco, 1998

[8] Alberto Moreiras, Tercer Espacio: Literatura y Duelo en América Latina, Santiago, ARCIS/LOM Ediciones, 1999.

[9] Walter Mignolo, Historias Locales/Diseños Globales. Colonialidad, Conocimientos Subalternos y Pensamiento Fronterizo, Madrid, Akal, 2003, p 248

[10] Ibid.

[11] Maritza Montero, en Edgardo Lander “Ciencias Sociales: Saberes Coloniales y Eurocéntricos” en VV.AA., Lander, Edgardo (Edit.), La Colonialidad del Saber: Eurocentrismo y CienciasSociales. Perspectivas Latinoamericanas, Buenos Aires, Argentina, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales,CLACSO, Julio 200, pp 32-33 (del texto de estudio)

[12] Alberto Moreiras, “Fragmentos Globales: Latinoamericanismo de Segundo Orden”, en Castro Gómez, Santiago y Mendieta, Eduardo (Eds.), Teorías sin Disciplina. Latinoamericanismo, Poscolinialidad y Globalización en Debate, México D. F., Porrúa/University of San Francisco, 1998, p 494 (del texto de estudio)

[13] Alberto Moreiras, Tercer Espacio: Literatura y Duelo en América Latina, Santiago, ARCIS/LOM Ediciones, 1999.

[14] Dipesh Chakrabarty, Postcolonialismo y el artificio de la historia: ¿Quién habla por los pasados ‘indios’?, en Walter Mignolo (comp.) Capitalismo y geopolítica del conocimiento. Buenos Aires, Ediciones del Signo/Duke University, 2001, p.189 (del texto de estudio)

[15] Ibid, p. 215-219 (del texto de estudio)

[16] Gayatri Chakravorty Spivak, ¿Puede hablar el Sujeto Subaltero?, en Revista Orbis Tertius, Año III N° 6, Argentina, 1998.

Fuente: Red maestros de maestros. http://www.rmm.cl/index_sub2.php?id_contenido=5647&id_seccion=387&id_portal=86 Leer más

El mimetismo y el hombre. La ambivalencia del discurso colonial. A propósito de un texto de Bhabha

El mimetismo y el hombre. La ambivalencia del discurso colonial. A propósito de un texto de Bhabha

Homi Bhabha

Por: Richard Leonardo

Dentro de la economía conflictiva del discurso colonial, que Said caracteriza como la tensión entre la visión panóptica sincrónica de la dominación (la demanda por la identidad, estasis) y la contrapresión de la diacronía de la historia (el cambio, la diferencia), el mimetismo representa un compromiso irónico. Para Bhabha, el mimetismo colonial es el deseo de Otro reformado, reconocible, como sujeto de una diferencia que es casi lo mismo, pero no exactamente. De lo que se puede inferir que este discurso se construye alrededor de una ambivalencia; para lograr sus efectos, el mimetismo debe producir continuamente su deslizamiento, su exceso, su diferencia. El mimetismo emerge como la representación de una diferencia que es en sí misma una renegación.
El mimetismo es el signo de una doble articulación; una compleja estrategia de reforma, regulación y disciplina, que se apropia de lo Otro cuando éste visualiza el poder. El mimetismo, no obstante, es también el signo de lo inapropiado, una diferencia u obstinación que cohesiona la función estratégica dominante del poder colonial, intensifica la vigilancia y proyecta una amenaza inmanente tanto sobre el saber “normalizado” como sobre los poderes disciplinarios.
El efecto del mimetismo sobre la autoridad del discurso colonial es profundo y perturbador. Pues al “normalizar” el estado o sujeto colonial, el sueño de la civilidad postiluminista aliena su propio lenguaje de libertad y produce otro saber de sus normas.
El mimetismo es un proceso discursivo en el cual el exceso o deslizamiento producido por la ambivalencia del mimetismo no se limita a efectuar la “ruptura” del discurso sino que se transforma en una incertidumbre que fija al sujeto colonial como una presencia parcial (incompleta y virtual). Homi Bhabha dice que es como si la emergencia de lo colonial dependiera para su representación de una limitación o prohibición estratégica dentro del propio discurso autoritativo. El éxito de la apropiación colonial depende de una proliferación de objetos inapropiados que aseguren su fracaso estratégico, de modo que el mimetismo es a la vez parecido y amenaza.
El mimetismo no es el ejercicio conocido de relaciones coloniales dependientes a través de la identificación narcisista. El mimetismo no oculta ninguna presencia o identidad detrás de su mascara. La menace del mimetismo es su doble visión que al revelar la ambivalencia del discurso colonial también perturba su autoridad. Y la doble versión es resultado de lo que Bhabha define como la representación/reconocimiento parcial del objeto colonial.
Las diferentes versiones de la otredad, pueden ser vistas también como figuras de la duplicación, los objetos parciales de una metonimia del deseo colonial que aliena la modalidad y normalidad de aquellos discursos dominantes en los que emergen como sujetos coloniales “inapropiados”. Un deseo que articula esas perturbaciones de la diferencia cultural, racial e histórica que amenaza la demanda narcisista de la autoridad colonial; un deseo que invierte, en parte, la apropiación colonial produciendo una visión parcial de la presencia del colonizador; una mirada de la otredad.
En este proceso la mirada de vigilancia retorna como la mirada desplazante del disciplinado, donde el observador se vuelve el observado y la representación “parcial” rearticula toda la noción de identidad y la aliena de su esencia.
La visibilidad del mimetismo es producido siempre en el lugar de la interdicción. Es una forma de discurso colonial que es proferido inter dicta: un discurso en la encrucijada de lo que es conocido y permisible y lo que aunque debe ser mantenido oculto; un discurso proferido entre líneas y como tal a la vez contra las reglas y dentro de ellas. La cuestión de la representación de la diferencia en consecuencia siempre también un problema de autoridad. El deseo de mimetismo no es meramente esa imposibilidad del Otro que repetidamente se resiste a la significación. El deseo de mimetismo colonial, un deseo interdictorio, puede no tener un objeto, pero tiene objetivos estratégicos; que Bhabha llama la metonimia de la presencia.
Los significantes inapropiados del discurso colonial (por ejemplo, la diferencia entre ser inglés y ser anglicizado), son estrategias del deseo en el discurso que hacen de la representación anómala del colonizado algo distinto de un proceso de “retorno de lo reprimido”. Estos casos de metonimia son producciones no represivas de creencia contradictoria y múltiple. Cruzan los límites de la cultura de la enunciación gracias a una confusión estratégica de los ejes metafórico y metonímico de la producción cultural de sentido.
En el mimetismo, la representación de la identidad y el sentido es rearticulada sobre el eje de la metonimia. Aquí Bhabha recuerda a Lacan que expresa que el mimetismo es como el camuflaje, no una armonización de la represión de la diferencia sino una forma de parecido, que difiere de, o impide, la presencia, desplegándola en parte, metonímicamente. Bhabha agrega que, esta proviene de la prodigiosa y estratégica producción de “efectos de identidad” conflictivos, fantásticos, discriminatorios, en el ejercicio de un poder que es elusivo porque no oculta esencia alguna, ningún “sí” mismo.
El mimetismo no se limita a destruir la autoridad narcisista mediante el repetido deslizamiento de la diferencia y el deseo. Es el proceso de la fijación de lo colonial como forma de conocimiento interclasificatorio y discriminatorio dentro de un discurso interdictorio, y, en consecuencia plantea necesariamente la cuestión de la autorización de las representaciones coloniales; una cuestión de autoridad que va más allá de la falta de prioridad del sujeto llegando hasta una crisis histórica en la conceptualidad del hombre colonial como objeto del poder regulador, como el sujeto de la representación racial, cultural, nacional.
La ambivalencia del mimetismo (casi, pero no exactamente) sugiere que la cultura colonial fetichizada es potencial y estratégicamente una contra apelación insurgente. Los “efectos de identidad” están siempre crucialmente escindidos. Bajo cubierta de camuflaje, el mimetismo, como el fetiche, es un objeto parcial que revalúa radicalmente los conocimientos normativos de la prioridad de raza, escritura, historia. Pues el fetiche imita las formas de autoridad hasta el punto en el que las desautoriza. De modo similar, el mimetismo rearticula la presencia en términos de su otredad. Aquello que reniega.
El discurso colonial que articula una otredad interdictoria es precisamente la “otra escena” de este deseo europeo decimonónico de una autentica conciencia histórica.
“Lo impensado” sobre lo que se articula el hombre colonial es ese proceso de confusión clasificatoria que Bhabha ha descripto como la metonimia de la cadena sustitutiva del discurso ético y cultural. Esto resulta en la escisión del discurso colonial de modo que persisten dos actitudes hacia la realidad externa; una de ellas toma en consideración la realidad mientras que la otra reniega y la reemplaza por un producto del deseo que repite, rearticula la realidad como mimetismo.
Esas articulaciones contradictorias de realidad y deseo vistas en estereotipos, afirmaciones, bromas y mitos racistas, no son capturadas por el círculo dudoso de lo reprimido. Son los efectos de una renegación que niega las diferencias del otro pero produce en su lugar formas de autoridad y creencia múltiple que alienan los supuestos del discurso “civil”.
La ambivalencia de la autoridad colonial va una y otra vez del mimetismo (una diferencia que es casi total, pero no exactamente) a la amenaza (una diferencia que es casi total pe total pero no exactamente). Y es esa otra escena del poder colonial, donde la historia se vuelve farsa y la presencia, “una parte”, pueden verse las figuras gemelas del narcisismo y la paranoia repitiéndose furiosa e incontrolablemente.

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Lo poscolonial no es lo posmoderno

Lo poscolonial no es lo posmoderno

Por: Roberto Follari

No es fácil saber por dónde empezar a caracterizar los textos del pensamiento que ha dado en denominarse “poscolonial”. Todavía casi desconocido en el cono sur de América, comienza a ganar adeptos últimamente, sobre todo a partir de cierta presencia en el área del pensamiento antropológico.

Autores como Edward Said, G. Spivak y H. Bhabha conforman esta línea de pensamiento que se inició en la India, buscando repensar la imagen de sí que se han formado los pueblos que fueron coloniales, incluso en el decurso mismo de la lucha anticolonial. La tesis fundamental es que tal conciencia se ha conformado a partir de la que el dominador colonial impuso, y que esta ha sido sutilmente impositiva: en la díada bipolar dominador/dominado, colonizador/colonizado, se ratificó calladamente la lógica del pensamiento de la dominación misma en el interior de las poblaciones colonizadas, ya que se reprodujo la lógica binaria propia del pensamiento que obstruye la diferencia, y que en la totalización conceptual tiende a producir la violencia de la imposibilidad de advertir al otro en su radical exterioridad.

Derrida

LOS FUNDAMENTOS

Las ideas centrales de este pensamiento se basan en J. Derrida y su noción de deconstrucción. Según esta, es siempre en la textualidad donde nos ubicamos, dado que toda significación se juega en su interior, en tanto el lenguaje es entendido como autorreferencial. El juego de las diferencias es constitutivo de la errancia lingüística, en tanto en ella no se aferra significado alguno a través de la flotación de los significantes. Y esta significancia que liquida toda presencia a sí sostenida por la idea subjetivista de conciencia o la objetivista de representación o referencia, opera en la impronta de lo textual como despliegue de la materialidad, como “locus”donde el reconocimiento de lo diverso puede aparecer o ser desconocido (1).

La deconstrucción como método permite seguir a los textos en su dinámica interna para hacer visible en ellos su tendencia autoritaria al logocentrismo, su abandono de la diferencia en la imposición generalizante del concepto, su pretensión de universalidad y liquidación permanente de lo específico y lo sensible.

Desde esta referencia somera a Derrida podemos comprender qué tipo de apelación a su pensamiento se asume desde lo poscolonial. Se trata allí de descomponer la imagen de sí que los países centrales habrían impuesto a los coloniales: pensamiento binario, bipolar, que no reconoce diferencias ni matices, y compele a los mismos dominados a asumir la liquidación de la diferencia como recurso de su propio pensamiento. Así, el atrapamiento en la lucha contra el invasor colonial llevaría a pensar en sus mismos términos: oponérsele sería trabajar en espejo, reproducir la imagen del pensamiento reduccionista y colonizador.

CONTRA LA RAZON DOMINADORA

A partir de estas nociones centrales, se insiste en la importancia de trabajar las diferencias hasta sus últimas consecuencias, tanto así que siempre éstas terminan resultando inasibles y siempre multiplicadas, ya que la derrota del pensamiento identitario se juega cada vez de nuevo, y por lo tanto hay que vigilar permanentemente en la propia producción de significados la acechanza de la tendencia colonialista al bipolarismo dominador y racionalizante, propio de la conciencia ilustrada y de la tendencia al Uno que caracteriza a Occidente.

Esta actividad de liquidación de la razón dominadora es pensada como acción política contra la dominación, a la cual se juzga sin centro ni punto fijo de anclaje. Las luchas más publicitadas contra la dominación se han realizado bajo los ropajes de la dominación misma, apelando al hablar por otros tan propio de la conciencia de la Ilustración, y no permitiendo al oprimido establecer -desde su diferencia- su propia irrupción discursiva. De manera que se trata de evitar ese procedimiento de representación por terceros de la palabra de los excluidos, y de otorgarle lugar, a través precisamente de no borrar sus diferencias con esos discursos universalizantes donde toda peculiaridad desaparece bajo el texto dominante de otro(s).

En esta búsqueda a veces inefable de lo específico en aquello que constituye su especificidad, de la canibalización donde las identidades se funden y pierden su espesor para hibridizarse, del deslizamiento de todo significado fuerte hacia su vaciamiento y otredad, la textualidad poscolonial puede resultar en algunos casos inevitablemente críptica, dado que apela sin duda a diferenciar sutilmente campos de significiación que habitualmente no son mutuamente discriminados ni diseccionados, en tanto no parece que ello fuera necesario para los usos cotidianos del lenguaje y el diálogo.

En todo caso, sus autores se alejan de aquello que pueda llamarse posmoderno, en tanto entienden que mientras “el locus enunciationis de las teorías posmodernas es el de antiguas colonias que abandonan su condición periférica para convertirse en “centros”, el de las teorías poscoloniales se sitúa en colonias que jamás abandonaron su condición marginal y periférica”(2)

Es a partir de esta condición que el pensamiento asume la posibilidad de búsquedas interdisciplinarias, de un tender a liquidar los límites encajonadores de las ciencias definidas por la tradición oficial, de ponerse en un incierto “en/entre” que permita evitar las localizaciones, las fijaciones, el pensamiento identitario incapaz de asumir lo díscolo a la enunciación hegemónica, eso que solamente habla desde lo oblicuo de la condición marginal, marginada a la vez de la palabra y de la escucha de tal palabra.

Mignolo

RETOÑOS EN AMERICA LATINA

Hay autores latinoamericanos que han hecho suyas las posiciones poscoloniales. Un caso destacado es el de W. Mignolo, argentino residente en EE.UU., cuyo pensamiento ha buscado aplicar a la especificidad de nuestro subcontinente las premisas básicas de esta corriente conceptual.

Dentro de esta tesitura, Mignolo ha encontrado que hay diversos autores de nuestro subcontinente que representan germinalmente al pensamiento poscolonial, en tanto no han quedado atrapados en la lógica identitaria de la duplicidad opresor/oprimido. Al pensar la cuestión de la identidad latinoamericana, y buscar hacerlo desde el lugar de los colonizados, lo habrían hecho sin repetir en espejo la imagen hegemónica, es decir, no habrían intentado presentar una especie de bloque monolítico de pensamiento en oposición al del colonizador europeo. Tales autores son L .Zea, R. Kusch y E. Dussel.

Inmediatamente algo desconcierta al lector, algo que opera en el campo del síntoma. Porque no cabe duda que la lógica identitaria es fuertemente afín al pensamiento de Kusch, a su esencialismo telurista, a su pretensión de ontologizar la peculiaridad que asigna al hombre del noroeste argentino, a su suponer que habría una originariedad del campesino a partir de la cual podría cuestionarse otras modalidades culturales (3).

La curiosa aplicación de Heidegger a la especificidad del hombre cercano al Altiplano, de la ontología alemana a la indianidad coya, supone la violencia simbólica de aquel que exteriormente erige a esos sujetos en depositarios de alguna condición esencial, a partir de su propia decisión de filósofo, y no de la palabra de esos sujetos mismos.

De modo que los ejemplos buscados para pensar la presencia de un pensamiento poscolonial en ciernes resultan fuertemente contradictorios con las premisas sostenidas. Ello ha conllevado equívocos nada menores en la literatura sobre el tema, como los que se produjeron en relación a Kusch en un estudio poscolonial presentado al Congreso Internacional de Americanistas realizado en Quito (4). Es difícil sostener que se apela a Kusch, pero que se lo hace desde claves antiesencialistas, dado que si se busca estas últimas, habría que tomar distancia del pensamiento kuscheano. Habría que pensar lo identitario latinoamericano sin apelación a originariedades de ninguna especie.

Igual suerte corren los ejemplos de Zea y de Dussel. El escritor mexicano, ha imaginado la superación de la dominación como un decurso de asunción de la propia identidad, como si esta estuviese inscrita esencialmente en la condición fáctica del hecho de ser latinoamericanos. En el caso de Dussel, su insistencia en la crítica a la modernidad no podría llevar a confundirlo con “posmoderno”, dado que la noción que hasta hace poco tiempo ha defendido sobre los sectores populares, presenta a estos como incontaminados y ajenos/exteriores a la lógica de la dominación, lo cual constituye un evidente idealismo, y se inscribe plenamente en la lógica binaria que los poscoloniales quieren dejar de lado (5)

Compartimos plenamente la lúcida crítica que al respecto ha sostenido S.Castro-Gómez en su excelente libro “Crítica de la razón latinoamericana” (6): allí disecciona la idea de que estos tres autores pudieran ser asumidos como poscoloniales, y la descarta por completo, asumiendo su definida implausibilidad.

En esta confusión se anudan algunos de los puntos problemáticos del pensamiento poscolonial, tales como la pretensión de alcanzar peso político crítico, la referencia al discurso concreto de autores latinoamericanos como si estos estuvieran en consonancia con dicho pensamiento, y la cuestión del lugar desde dónde se piensa.

INCONGRUENCIAS

Es destacable que los autores poscoloniales comenzaron su escritura en las colonias, pero hoy la siguen en la academia de los EE.UU.: nada menos. Y por supuesto, vale de poco el argumento -sostenido expresamente- de que ese país también fue colonizado, de modo que podría ser buen sitio de enunciación poscolonial. Se trata de la máxima potencia mundial, y del responsable mayor del neocolonialismo al que asistimos, de manera que mal se podría pretender una locución que parta de los dominados, cuando en realidad se habla desde el lugar de lo dominante. Por cierto, nosotros no creemos en determinismos geográficos, pero lo curioso es que por momentos los autores poscoloniales -en raro contraste con su insistencia en la desterritorialización del pensamiento- son por ellos mismos quienes fijan ese tipo de fronteras, en aras de legitimar su propio punto de vista.

Otra curiosidad no tematizada es la apelación a Derrida para pensar lo específico latinoamericano o asiático. Que Derrida disuelva la lógica del pensamiento del Centro, no significa que lo haga con instrumentos ajenos a la lógica de dicho Centro. No advertimos en qué sentido específico puede asegurarse que lo poscolonial asume la voz de los oprimidos en los países ex-colonizados, cuando apela a una teoría que muy poco tiene que ver con las formas concretas en que los autores latinoamericanos o asiáticos han establecido su propia textualidad. Nunca Kusch y Derrida pueden formar parte de una dupla siquiera mutuamente compatible.

La consideración de que el pensamiento poscolonial tenga un fuerte potencial crítico/político es por completo ilusoria. Los autores han tomado a la letra su propia suposición de que en ellos puede hablar la voz de los oprimidos, pero en realidad habla la voz de intelectuales cuyo lenguaje es fuertemente esotérico e incomprensible para el lector no iniciado (y para muchos iniciados también), de modo que la relación con los sectores sociales a los que se cree aludir es puramente imaginaria.

Pero además, es decisivo señalar que esta teoría trabaja sobre textualidades y no sobre análisis sociopolíticos, de manera que obvia en los hechos toda referencia específica a lo social. No se habla realmente de política en esta teoría, y se desconoce en ella por completo el tema específico de cómo funciona el poder en la política y cuáles son sus concretas mediaciones. Este aludir a la política sin asumirla concretamente produce un efecto francamente indeseable, como es la despolitización en nombre de la política. Es decir, un creer que se está retando al poder, cuando no se ha establecido la conceptualización que permita comprender el operar de este. La deconstrucción carece de teoría social, y es absurdo pretender operar sobre lo político sin atender a lo social donde se constituye y se ejerce.

La suplantación de la realidad por la textualidad, y la de lo social por las representaciones, conlleva una estetización fácilmente sostenible en los límites del discurso académico, pero vacía de consecuencias sociopolíticas precisables. En todo caso, una sociología de la ciencia “a la” Woolgar podría descifrar cómo se legitima posiciones teóricas de este tipo; y sin duda se hace útil allí el análisis de Bourdieu en cuanto a la ligazón entre la lógica cultural y la del poder. El lenguaje esotérico es un arma de exclusión de terceros, y de fijación del lugar de “los iniciados”: de modo que el deconstruccionismo supone una autolegitimación al interior de la “comunidad científica”, que se autosustenta en la suposición de operar por sobre y por fuera de esta, con el efecto de mantener posiciones al interior de ella misma.

Por cierto no suponemos que en esto se trate de acciones concientes e intencionales; también nosotros entendemos que los sujetos están entramados en un juego de relaciones (textuales, pero no solamente; también las de lo inconciente y las sociales) que los atraviesan y trasiegan. Pero no por ello resulta menos claro el rotundo contraste entre la explícita búsqueda de afirmación política, y la distancia práctica para con ella.

Así se afirma respecto de la posición poscolonial: “De oposición no absoluta como las categorías maniqueas, sino de oposición en la medida en que producen la diferencia como un acto exterior a las reglas de juego del discurso colonial. El descentramiento, en este momento, es nomadismo”(7). ¿Se tendrá en cuenta con seriedad que la oposición al colonizador requirió de posiciones binarias? Alguien puede imaginar la revolución argelina si se hubiera postulado no la lucha contra el blanco sino el nomadismo de un discurso de las diferencias con los blancos, entre los blancos, entre los negros? ¿Qué significaría ello políticamente? No es que seamos insensibles a la barbarie cometida en nombre de lo Uno, sino que pensamos desde el interior de la política los problemas de la dialéctica entre totalización y diferencia, acontecimiento y proyecto, sin disolverlos abstractamente en la inmanencia de la textualidad.

Esto hace que desde lo poscolonial haya problemas severos para referir -por ejemplo- a Fanon, y a menudo la apelación guarde cierto dejo inevitablemente paródico. Veamos: “El sentido de los textos de Fanon puede ser pensado de esta manera. Los mismos “se ofrecen” a un universo extenso y heterogéneo de lectores, los cuales producirían un abanico amplio de interpretaciones que garantizaría la permanente apertura de esta escritura. Si bien esto se aplica casi a cualquier caso, en la escritura colonial adquiere una relevancia insoslayable…”(8). ¿Sería Fanon un antecesor de Derrida? ¿Habrá sido este último un pensador revolucionario para Africa (más allá de que haya nacido en Argelia, situación por cierto no demasiado reivindicada frente a su nacionalidad francesa)? ¿Son las revoluciones anticoloniales un espacio práxico de deconstrucción? Si no lo han sido, ¿consistirá en ello su defecto político o teórico? ¿Garantiza la teoría poscolonial la posibilidad de luchas de nuevo cuño contra los colonialismos todavía existentes? No es difícil hallar las respuestas.

GEOPOLITICA DEL PSICOANALISIS

La insistencia en la territorialidad del pensamiento poscolonial es -ya lo dijimos- contradictoria: critica los pensamientos situados en el Primer Mundo por hegemonistas, pero habla ella misma desde el Primer Mundo, con lo cual desorienta cualquier lectura sistemática. A su vez, insiste en los flujos que liquidan identidades rígidas, con lo cual la territorialidad debiera quedar claramente dejada de lado. Sin embargo, se apela a ella para atacar al pensamiento dominante. Esta duplicidad se hace evidente en algunos textos (9)

Mignolo se plantea una geopolítica del psicoanálisis, que lleva a una pregunta tan leve como esta: “¿Qué relación hay entre la lengua y la cultura en la que se gesta el psicoanálisis y la lengua y la cultura donde arraiga y florece el nazismo?” (10). Haciendo caso omiso del reconocido rechazo de los grupos autoritarios hacia el psicoanálisis (¿o será que este era simpático a la dictadura de Videla, por ejemplo?), o del tardío y penoso exilio al que se obligó a Freud, este autor postula relaciones entre las dictaduras y el psicoanálisis. Relaciones sumamente lineales: si el psicoanálisis pertenece a la toponimia del poder mundial hegemónico, lógico es que juegue a favor de los hegemonismos. De tal modo, el psicoanálisis es propio de una sociedad de inmigrantes como la Argentina, no de los criollismos y mestizajes propios de la mayoría de las sociedades latinoamericanas. Una sociedad conformada por europeos (poco importa -al parecer- su clase social de origen) es seguramente una sociedad de dominadores. Ellos hicieron -en consonancia- un espacio para la dictadura y para el psicoanálisis. Ambos irían juntos. Si hubo dictadura en Argentina, es porque se trataba de un país europeizado, con los dejos neuróticos asociados, que llevaron a su vez al dispositivo psicoanalítico que les es consustancial.

Cierto es que el psicoanálisis operó como un cierto refugio frente a la asfixia dictatorial. Cierto también, que no es en su práctica ni en su teoría donde -en lo más decisivo- se resuelve el problema del poder. Pero de allí a suponer una constitutiva asociación entre dictadura y psicoanálisis hay un abismo. ¿Así que los totalitarismos son adeptos a la cultura freudiana? Nos gustaría comprobar cuánto placer muestran los militares en la lectura de la teoría del inconciente. ¿Es la teoría freudiana represiva? Se trata de un viejo tema que admite muchas lecturas, pero es notorio que la respuesta no podría nunca ser un simple “sí”. Y sobre todo: ¿no existieron dictaduras en países latinoamericanos cuya cultura no apelaba al psicoanálisis? ¿En qué este fue un factor importante de la existencia de dictaduras, cuando las hubo en Guatemala, en Nicaragua, en Honduras, en Brasil, en países donde la cultura psicoanalítica es casi nula? ¿Se salvaron de dictaduras las poblaciones no europeizadas? ¿Fueron sus dictaduras más leves? ¿Desde cuándo lo latinoamericano rehúsa intrínsecamente las dictaduras, si es que lo pensamos precisamente en su textualidad, por ejemplo en “Yo, el supremo”, en “El otoño del patriarca”, en “El señor presidente”?

Claro que Mignolo no aplica a su propio discurso el mecanismo interpretativo que aplica al de Freud. Tampoco advierte la incoherencia entre basarse muy explícitamente en Derrida, y pretender el eurocentrismo del psicoanálisis. ¿Qué raro privilegio ha descentrado a Derrida al punto de que en él no opera la razón que liga lo político con lo geográfico? ¿Qué clase de exclusión lo salvaguarda de su efectiva existencia en el mundo académico regido por la academia de París? ¿Qué grado de coherencia asignar a esta falta de reflexividad (en el sentido advertido por Woolgar)?

En todo caso, el final del artículo es sumamente expresivo en cuanto a la esterilidad política de este pensamiento. Cuando el sistema planetarizado se impone como hegemonismo capitalista globalizado, nuestro autor opina: “El momento actual…puede ser también un momento en que el poscapitalismo, que ya no depende de la unidireccionalidad imperial sino que está allí para quien lo agarre (por así decirlo) (??), hace impensable la distinción entre occcidente/oriente y, con ella, la desarticulación de todo el conjunto de categorías geoculturales que organizaron la distribución del poder en términos geo-epistemológicos” (11). Excelsos poderes del lenguaje, en la inmanencia de ellos se “liquida” al poder mientras este florece en lo social y en el aparato político y económico. Tal ausencia objetiva del acontecer político en su facticidad concreta y en su lógica peculiar, lleva a declaraciones cuya pomposidad no excluye el total vacío de contenido en relación con el campo social real.

No extraña que este tipo de discursos haya producido reacciones adversas. Por cierto, algunas provenientes de racionalismos “duros” y un tanto tradicionalistas, con los que sin embargo podemos concordar puntualmente en algunos de los argumentos esgrimidos. A alguno de ellos nos habremos de referir en un próximo artículo.

REFERENCIAS

(1)J.Derrida, De la gramatología, Siglo XXI, México, 1978
(2)S.Castro-Gómez, Crítica de la razón latinoamericana, Puvill libros, Barcelona, 1996
(3)El pensamiento de R.Kusch ha sido muy difundido en Argentina, y ha encontrado muchos seguidores (fruto -tal vez- de la paradojal búsqueda de identidad arraigada, en un país de inmigrantes); algunos de sus textos aparecieron en la Rev. de Filosofía Latinoamericana, que se editaba en Bs.Aires.
(4)P.Wright, “Ontología y filosofía: una mirada poscolonial”, ponencia al Congreso Internacional de Americanistas, Quito (Ecuador), octubre 1997
(5)Ultimamente se ha producido cierto giro en el pensamiento de Dussel, a través de la lectura de los autores franceses críticos de la noción de sujeto: ello se mostró cuando su presencia en Mendoza, en agosto de 1997. Pero desde el comienzo ya lejano de su obra, la idea metafísica de una “exterioridad” ha sido central a su pensamiento. Perdura claramente, p.ej., en su libro Apel, Ricoeur, Rorty y la filosofía de la liberación, Univ. de Guadalajara, México, 1993
(6)S.Castro-Gómez, Crítica de la razón latinoamericana, op.cit., en su último capítulo: “Narrativas contramodernas y teorías poscoloniales. La propuesta hermenéutica de Walter Mignolo”.
(7)A. de Oto, Representaciones inestables, edic. Dunken, Bs.Aires, 1997
(8)Ibid., p.111
(9)W.Mignolo: “Espacios geográficos y localizaciones epistemológicas”, en Dissens (Rev. Internacional de Pensamiento Latinaomericano) núm. 3, Tubingen, 1997
(10)W.Mignolo, ibid., p.12
(11)Ibid., p.16

Fuente: Relaciones. Edición en internet 110. http://fp.chasque.net/~relacion/0607/index.htm Leer más

“>“Orientalismo”: 25 años después . Edward Said

“Orientalismo”: 25 años después

Edward Said

En 1978, Edward Said, profesor palestino de Literatura Comparada en la Universidad de Columbia, publicó Orientalismo, un libro en el que desmontaba con implacable rigor los mecanismos imperialistas de fabricación del “Otro” que han forjado en el pensamiento colonial occidental desde finales del siglo XVII. Veinticinco años después, y desde la perspectiva de la reciente invasión de Irak, el autor palestino reflexiona sobre los principios de un libro que sigue provocando enormes polémicas parecidas a aquellas con que fue recibido en su momento.

Hace nueve años escribí un epílogo para Orientalismo, que -intentando clarificar lo que consideraba haber dicho y no dicho- enfatizaba no sólo las muchas discusiones abiertas desde que mi libro apareció en 1978, sino el curso de las crecientes malinterpretaciones de un trabajo en torno a las representaciones de “el Oriente”.

Que hoy me sienta más irónico que irritado acerca de este hecho es un signo de la tanta edad que se ha colado a mi interior. Las muertes recientes de mis dos mentores principales, intelectual, política y personalmente -Eqbal Ahmad e Ibrahim Abu-Lughod-, me han traído tristeza y pérdida, pero también resignación y una cierta entereza para seguir adelante.

En mi libro (Fuera de lugar), 1999, describía los extraños y contradictorios mundos en los que crecí, proporcionándome a mí y a mis lectores un recuento detallado de los ambientes que, pienso, me formaron en Palestina, Egipto y Líbano. Pero era un relato muy personal de todos esos años de mi involucramiento político -que comenzó después de la guerra árabe-israelí de 1967-, y se quedó corto.

Orientalismo es un libro atado a la dinámica tumultuosa de la historia contemporánea. Abre con una descripción, que data de 1975, de la guerra civil en Líbano, que terminó en 1990. Llegamos al fracaso en el proceso de paz de Oslo, al estallido de la segunda Intifada, y el terrible sufrimiento de los palestinos de las reinvadidas franjas de Cisjordania y Gaza. La violencia y el horrible derramamiento de sangre continúan en este preciso instante. El fenómeno de los bombazos suicidas ha aparecido con todo el odioso daño que ocasionan, no más apocalíptico y siniestro que los sucesos del 11 de septiembre de 2001 con su secuela en las guerras contra Afganistán e Irak. Mientras escribo estas líneas continúa la ocupación imperial ilegal de Irak a manos de Gran Bretaña y Estados Unidos. Su estela es en verdad horrible de contemplar. Se dice que todo esto es parte de un supuesto choque de civilizaciones, interminable, implacable, irremediable. Yo, sin embargo, pienso que no es así.

Me gustaría poder decir que el entendimiento general de Medio Oriente, los árabes y el Islam en Estados Unidos ha mejorado en alguna medida, pero caray, en realidad no. Por todo tipo de razones, la situación en Europa parece ser considerablemente mejor. En Estados Unidos el endurecimiento de actitudes, el tensar el yugo de un cliché de generalizaciones menospreciativas y triunfalistas, la dominación de un poder crudo, aliado con el desprecio simplista hacia quienes disienten y contra “otros”, tiene su correlato exacto en el saqueo y la destrucción de las bibliotecas y museos de Irak.

Lo que nuestros dirigentes y sus lacayos intelectuales son incapaces de comprender es que la historia no puede borrarse como un pizarrón, dejándolo limpio para que “nosotros” podamos ahí inscribir nuestro propio futuro e imponer nuestras formas de vida para que estos pueblos “inferiores” las sigan. Es bastante común escuchar que los altos funcionarios en Washington y en otras partes hablen de cambiar el mapa del Medio Oriente, como si las sociedades antiguas y una miríada de pueblos pudieran sacudirse como almendras en un frasco. Pero esto ha ocurrido con frecuencia en “Oriente”, ese constructor semimítico que se inventa y reinventa en incontables ocasiones desde la invasión de Napoleón a Egipto a finales del siglo XVIII. Y en el proceso, los sedimentos no relatados de la historia, que incluyen innumerables historias y una variedad sorprendente de pueblos, lenguajes, experiencias y culturas, son barridos e ignorados, relegados al banco de arena junto con los tesoros derruidos a fragmentos indescifrables que le fueron arrebatados a Bagdad.

Mi argumento es que la historia la hacen mujeres y hombres, y es factible deshacerla y rescribirla de tal manera que “nuestro” Oriente se vuelva “nuestro” para poseerlo y dirigirlo. Tengo en muy alta estima las potencialidades y regalos de los pueblos de la región que luchan por su visión de lo que son y lo que quieren ser. Ha sido tan abrumador y calculadamente agresivo el ataque contra las sociedades contemporáneas árabes y musulmanas, acusándolas de ser retrógradas, carecer de democracia y abrogar los derechos de las mujeres, que se nos olvida que las nociones de modernidad, iluminismo y democracia no son conceptos acordados por todos ni son en modo alguno tan simples que puedan encontrarse o perderse como huevos de Pascua en una sala de estar. La suficiencia desalentadora de los publicistas estúpidos (que hablan en nombre de la política exterior pero sin conocimiento alguno del lenguaje con que habla la gente real), fabrica un árido paisaje, propicio para que el poderío estadounidense construya un modelo artificial de “democracia” de libre mercado, con el cual no se necesita hablar árabe, persa o francés para pontificar sobre el efecto dominó que supuestamente necesita el mundo árabe.

Pero existe una diferencia entre conocer otros pueblos y otros tiempos (que resulta del entendimiento, la compasión, el estudio y el análisis cuidadoso en sí mismos), y el conocimiento que es pieza de una campaña global de autoafirmación. Hay, después de todo, una profunda diferencia entre el deseo de entender con el propósito de coexistir y ensanchar horizontes y el deseo de dominar con el fin de controlar. Es sin duda una de las mayores catástrofes de la historia que una guerra imperialista confeccionada por un grupito de funcionarios estadounidenses que no fueron elegidos se lance contra una devastada dictadura tercermundista, apelando a aspectos claramente ideológicos, para intentar la dominación del mundo, el control de la seguridad y los escasos recursos, y que disfrace su intención real, adosada y pensada por orientalistas que traicionaron su deber como académicos.

Las principales influencias del Pentágono y el Consejo de Seguridad Nacional de George W. Bush fueron hombres como Bernard Lewis y Fouad Ajami, expertos en el mundo árabe e islámico que ayudaron a los halcones estadounidenses a idear fenómenos ridículos como el de la mente árabe o la decadencia de siglos del mundo islámico que sólo el poderío estadounidense puede revertir. Hoy las librerías en Estados Unidos están llenas de peroratas mal confeccionadas con títulos gritones como el horror y el terror islamita, el Islam al desnudo, la amenaza árabe, el riesgo musulmán, todos escritos por polemistas políticos que hacen gala de un conocimiento que les fue impartido a ellos y a otros por expertos que supuestamente han penetrado en el corazón de estos extraños pueblos orientales. Los acompañantes de esta prédica guerrerista son CNN y Fox, más la miríada de locutores y anfitriones de programas de radio, evangélicos y de extrema derecha, innumerables tabloides e inclusive revistas clasemedieras, todos ellos lanzados a reciclar las mismas ficciones no verificables y las vastas generalizaciones que acicatean a América contra el demonio extranjero.

Sin un esquema bien organizado de que los pueblos de allá no son como “nosotros” y no aprecian “nuestros” valores -el corazón mismo del dogma orientalista- no habría habido guerra. Así que del mismo directorio de académicos profesionales pagados por los conquistadores holandeses en Malasia e Indonesia, por los ejércitos británicos en India, Mesopotamia, Egipto y África occidental, por los ejércitos franceses en Indochina y África del norte surgieron los asesores estadounidenses del Pentágono y la Casa Blanca, y utilizan los mismos clichés, los mismos estereotipos menospreciadores, las mismas justificaciones para ejercer poder y violencia (al fin y al cabo, dice el coro, el poder es el único lenguaje que entienden). Toda esta gente se unió para el caso de Irak con un ejército entero de contratistas privados y emprendedores voraces a quienes se confiará todo, desde escribir libros de texto hasta la Constitución que remodele la vida política de Irak y su industria petrolera.

Todo imperio, en su discurso oficial, ha dicho que no es como los otros, que sus circunstancias son especiales, que tiene la misión de iluminar, civilizar, traer orden y democracia, y que utilizará la fuerza únicamente como último recurso. Lo más triste es que siempre hay un coro de intelectuales deseosos de decir palabras tranquilizadoras acerca de los imperios benignos o altruistas.

Veinticinco años después de la publicación de mi libro Orientalismo, se alza una vez más la cuestión de si el imperialismo moderno ha terminado o si continuó en Oriente desde que Napoleón invadió Egipto dos siglos antes. Se le ha dicho a los árabes y a los musulmanes que la victimología y vivir de los despojos del imperio es sólo una manera de evadir la responsabilidad del presente. Han fallado, se fueron por el camino equivocado, dice el orientalista moderno. Por supuesto, está también la contribución de Naipaul a la literatura: las víctimas del imperio gimotean mientras su país se va a la mierda. Pero qué superficial cálculo de una intrusión imperial es ésta que poco anhela encarar la larga sucesión de años a través de los cuales el imperio continúe su intromisión en las vidas de palestinos, congoleños, argelinos o iraquíes. Piensen en la línea que comienza con Napoleón, continúa con el surgimiento de los estudios orientales y la toma de África del norte, para luego proseguir en empresas semejantes en Vietnam, Egipto y Palestina y que durante todo el siglo XX ha pugnado por el petróleo y el control estratégico del golfo Pérsico, en Irak, Siria, Palestina y Afganistán. Luego piensen en el surgimiento del nacionalismo anticolonial, el corto periodo de una independencia liberal, la era de golpes militares, la insurgencia, la guerra civil, el fanatismo religioso, la lucha irracional y la brutalidad irresponsable hacia los más recientes grupos de “nativos”. Cada una de estas fases y eras produce su propio conocimiento distorsionado de la otra, sus propias imágenes reduccionistas, sus propias polémicas peleoneras.

En Orientalismo mi idea es utilizar la crítica humanista para abrir campos de lucha e introducir una secuencia más larga de pensamiento y análisis que remplace las breves incandescencias de esa furia polémica, contraria al pensamiento, que nos aprisiona. A lo que intento realizar le llamo “humanismo”, palabra que continúo usando tercamente, pese al menosprecio burlón que expresan por el término los sofisticados críticos posmodernos. Por humanismo quiero significar, primero que nada, el intento por disolver los grilletes inventados por Blake; sólo así seremos capaces de usar nuestro pensamiento histórica y racionalmente para los propósitos de un entendimiento reflexivo. Es más, el humanismo lo sostiene un sentido de comunidad con otros intérpretes y otras sociedades y periodos; por tanto, estrictamente hablando, no puede existir un humanismo aislado.

Esto quiere decir que todo ámbito está vinculado con todos los demás; no existe nada en nuestro mundo que haya estado aislado y puro de influencias exteriores. Requerimos hablar de aspectos tales como la injusticia y el sufrimiento en el contexto amplio de la historia, la cultura y la realidad socioeconómica. Nuestro papel es ampliar el campo de la discusión. Buena parte de mis pasados 35 años he defendido los derechos que tiene el pueblo palestino a la autodeterminación nacional, pero siempre he intentado prestar toda la atención posible a la realidad del pueblo judío y la forma en que sufrió persecuciones y genocidio. El punto central es que la lucha por la equidad entre Palestina e Israel debe dirigirse hacia un objetivo humanista, es decir, hacia la coexistencia, y no a una ulterior supresión y negación.

No es accidental que indique que el orientalismo y el antisemitismo moderno tienen raíces comunes. Por tanto es necesidad vital que los intelectuales independientes provean modelos alternativos a aquellos que simplifican y confinan por basarse en una mutua hostilidad que prevalece en Medio Oriente y en otras partes, desde hace tanto tiempo.

Como humanista cuyo campo es la literatura, tengo la edad suficiente como para haber sido educado, hace 40 años, en el campo de la literatura comparada, cuyas ideas conductoras se remontan a la Alemania de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Antes debo mencionar la contribución creativa, suprema, de Giambattista Vico, filósofo y filólogo napolitano cuyas ideas anticiparon a pensadores alemanes como Herder y Wolf, y después a Goethe, Humboldt, Dilthey, Nietzsche, Gadamer, y finalmente a los grandes filólogos del siglo XX, como Erich Auerbach, Leo Spitzer y Ernst Robert Curtius.

A los jóvenes de la generación actual la mera idea de la filología les sugiere algo demasiado mohoso, de anticuario, pero de hecho es la más básica y creativa de las artes interpretativas. Su ejemplo más admirable puede hallarse en el interés de Goethe por el Islam en general y por Hafiz en particular, pasión que lo consumía y lo condujo a la composición del West-Östlicher Diwan, y que influyó en las ideas posteriores de Goethe respecto de la Weltliteratur, el estudio de todas las literaturas del mundo como si fueran un todo sinfónico que pudiera aprehenderse teóricamente preservando la individualidad de cada trabajo sin perder la visión del todo.

Hay una ironía considerable al percatarnos de que si bien el mundo globalizado de hoy se agrupa en algunos de los modos de los que he estado hablando, podemos estarnos aproximando a un cierto tipo de estandarización y homogeneidad que la formulación específica de las ideas de Goethe buscaba prevenir. En un ensayo publicado en 1951, con el título de Philologie der Weltliteratur, Erich Auerbach enfatizó exactamente ese punto, justo cuando se iniciaba el periodo de posguerra, que fue también el principio de la guerra fría. Su gran libro, Mimesis, publicado en Berna en 1946, pero que fuera escrito cuando Auerbach era exiliado de guerra que impartía cursos de lenguas romances en Estambul, intentaba ser un testamento de la diversidad y la concreción de la realidad según la representaba la literatura occidental de Homero a Virginia Wolf. Pero al leer el ensayo de 1951 uno siente que para Auerbach su gran libro era una elegía del periodo donde la gente podía interpretar textos filológicamente – concreta, sensible e intuitivamente-, usando la erudición y un excelente manejo de varias lenguas, en apoyo del entendimiento que Goethe pregonaba en su aproximación a la literatura islámica.

El conocimiento positivo de las lenguas y la historia fue necesario, pero nunca fue suficiente, como tampoco la recolección mecánica de datos podía en modo alguno constituir un método adecuado para comprender lo que era un autor como Dante, por ejemplo. El requisito fundamental para el tipo de entendimiento filológico del que hablaban Auerbach y sus predecesores, el que intentaron poner en práctica, era uno que con simpatía y subjetividad penetrara en la vida de un texto escrito, desde la perspectiva de su tiempo y su autor (einfühlung). En vez de pregonar la alienación y la hostilidad hacia otros tiempos y diferentes culturas, la filología según la aplicaba la Weltliteratur implicaba un profundo espíritu humanista desplegado con generosidad y, si se me permite el uso del término, con hospitalidad. Así, la mente del intérprete creaba activamente un lugar para el otro, extranjero. Este crear un lugar para el trabajo de los que podrían ser ajenos y distantes es la faceta más importante de la misión del intérprete.

Todo esto, obviamente, fue minado y destruido en Alemania por el nacional-socialismo. Después de la guerra, Auerbach anota con tristeza la estandarización de las ideas, y la creciente especialización del conocimiento que estrechó gradualmente las oportunidades para el tipo de trabajo filológico de indagación perenne e investigación que él había representado, y, caray, es todavía más depresivo saber que, desde la muerte de Auerbach, en 1957, la idea y la práctica de la investigación humanista se ha encogido en espectro y en centralidad. En vez de leer en el sentido real del término, nuestros estudiantes se distraen hoy con el conocimiento fragmentado disponible en la red electrónica y los medios masivos de comunicación.

Lo que es peor es que la educación está amenazada por las ortodoxias religiosas y nacionalistas que los medios masivos diseminan, pues se enfocan -ahistóricamente y de modo sensacionalista- en las distantes guerras electrónicas dando a los que miran un sentido de precisión quirúrgica, cuando de hecho oscurecen el terrible sufrimiento y la destrucción producida por el armamento moderno de la guerra. Al demonizar a un enemigo desconocido a quien etiquetan de “terrorista”, se cumple el propósito general de mantener a la gente agitada y furiosa haciendo que las imágenes de los medios exijan mucha atención que puede ser explotada en tiempos de crisis e inseguridad, como el periodo posterior al 11 de septiembre de 2001.

Hablando como árabe y estadounidense, debo pedirle a mis lectores que no subestimen este tipo de visión simplificada del mundo que un puñado de elites civiles del Pentágono han formulado como política estadounidense para la totalidad de los mundos árabes e islámicos. Una visión en la cual el terror, la guerra preventiva y el cambio de régimen unilateral -con el respaldo del presupuesto militar más inflado de la historia- son las ideas principales que se debaten sin cesar, empobrecidas por medios que se asignan a sí mismos el papel de producir esos llamados “expertos” que validan la línea general del gobierno. La reflexión, el debate, el argumento racional y los principios morales basados en la noción secular de que los seres humanos deben crear su propia historia, fueron remplazados por ideas abstractas que celebran el excepcionalismo estadounidense u occidental, denigran la relevancia del contexto y miran con desprecio las otras culturas.

Tal vez dirán que hago demasiadas transiciones abruptas entre interpretaciones humanistas, por un lado, y política exterior, por el otro. Que una sociedad tecnológica moderna, poseedora de un poder sin precedente -además de redes electrónicas y aviones de combate F-16- debe, a fin de cuentas, ser conducida por expertos en política- técnica tan formidables como Donald Rumsfeld y Richard Perle. Lo que en realidad se ha perdido es un sentido de la densidad y la interdependencia de la vida humana, que no pueden ser reducidas a una fórmula ni barridas como irrelevantes.

Esta es una de las facetas del debate global. En los países árabes y musulmanes la situación no es mejor. Como argumenta Roula Khalaf, la región se ha deslizado hacia un antiamericanismo fácil que muestra muy poco entendimiento de lo que en realidad es Estados Unidos como sociedad. Dado que los gobiernos se han vuelto relativamente incapaces de afectar las políticas estadounidenses hacia ellos, vuelcan sus energías en reprimir y sojuzgar a sus propias poblaciones, lo que acarrea resentimiento, rabia e imprecaciones inútiles que no abren la posibilidad de que en las sociedades haya ideas seculares en torno a la historia y el desarrollo humanos. En cambio, son sociedades sitiadas por la frustración y el fracaso, y por un islamismo construido por un aprendizaje dogmático y por la obliteración de otras formas de conocimiento secular, consideradas competitivas. La desaparición gradual de la extraordinaria tradición ijtihad islámica, o interpretación personal, es uno de los mayores desastres culturales de nuestro tiempo, pues ocasiona la pérdida del pensamiento crítico y de los modos individuales de lidiar con el mundo moderno.

Esto no significa que el mundo cultural haya simplemente regresado hacia un neoorientalismo beligerante o al rechazo tajante de lo exterior. Con todas las limitaciones que se quiera, la Cumbre Mundial de Johannesburgo, de Naciones Unidas, celebrada el año pasado, reveló de hecho una vasta área de preocupaciones globales comunes que sugiere la emergencia, muy saludable, de un sector nuevo y colectivo que confiere una nueva urgencia a la frecuentemente fácil noción de “un solo mundo”. En todo esto debemos admitir que nadie puede conocer la extraordinariamente compleja unidad de nuestro orbe globalizado, pese a ser realidad que el mundo tiene tal interdependencia de las partes que no permite la genuina oportunidad del aislamiento.

Los terribles conflictos que pastorean a los pueblos con consignas tan falsamente unificadoras como “América”, “Occidente” o “Islam” e inventan identidades colectivas para una enorme cantidad de individuos que en realidad son bastante diversos, no deben permanecer en la potencia que ahora mantienen y debemos oponernos a ellos. Aún contamos con habilidades interpretativas racionales que son un legado de la educación humanista, no piedad sentimental que clama por que retornemos a los valores tradicionales o a los clásicos, sino una práctica activa del discurso racional, secular, en el mundo. El mundo secular es el de la historia como la construyen los seres humanos. El pensamiento crítico no se somete al llamamiento a filas para marchar contra uno u otro enemigo aprobado como tal. En vez de un choque de civilizaciones manufacturado, necesitamos concentrarnos en el lento trabajo de reunir culturas que se traslapen, para que se presten unas a otras, viviendo juntas en formas mucho más interesantes de lo que permite cualquier modo compendiado o no auténtico de entendimiento. Pero este tipo de percepción ampliada requiere tiempo, paciencia e indagación escéptica, y el respaldo que otorga la fe en las comunidades de interpretación, algo difícil de mantener en un mundo que demanda acción y reacción instantáneas.

El humanismo se centra en la individualidad humana y la intuición subjetiva, no en ideas recibidas o autoridades aprobadas. Los textos deben leerse como producidos y vividos en el ámbito histórico de todas las posibles formas del mundo. Pero esto no excluye el poder. Por el contrario, he tratado de mostrar las insinuaciones, las imbricaciones del poder inclusive en el más recóndito de los estudios.

Por último, y lo más importante, es que el humanismo es la única y yo diría la forma final de la resistencia contra las prácticas inhumanas y las injusticias que desfiguran la historia humana. Hoy contamos con el enorme y alentador campo democrático del ciberespacio, abierto a todos los usuarios de modos no soñados por generaciones anteriores de tiranos o de ortodoxias. Las protestas mundiales ocurridas antes de que comenzara la guerra en Irak no habrían sido posibles si no fuera por la existencia de comunidades alternativas por todo el mundo, alertadas mediante información alternativa, y que son activamente conscientes de los derechos humanos y ambientales, y de los impulsos libertarios que nos mantienen unidos en este pequeño planeta.

Traducción: Ramón Vera Herrera
La Jornada y El País.

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EDWARD SAID, entrevista de Eduardo Lago

EDWARD SAID, entrevista de Eduardo Lago

“Los palestinos somos las víctimas de las víctimas”

Texto: Eduardo Lago

Edward W. Said nació en 1935 en un barrio de Jerusalén ocupado por cristianos palestinos, en el seno de una familia anglicana acomodada. Sus padres quisieron que recibiera una educación exquisita. Su infancia transcurrió entre Jerusalén, El Líbano y El Cairo. En 1948, por la guerra abandonó su ciudad, a la que volvió 45 años después. En 1951 comenzó a estudiar en las universidades de Princeton y Harvard, y desde 1963 es catedrático de Literatura Comparada en la Universidad de Columbia.

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Comprometido con la causa de su pueblo (desde 1977 hasta 1991, que dimitió, fue miembro independiente del Consejo Nacional de Palestina), Said es autor de una treintena de libros en los que aborda cuestiones de política, musicología, teoría literaria o crítica cultural. En títulos como Orientalismo (1978), El mundo, el texto y el crítico (1983) o Cultura e imperialismo (1993), examina las condiciones de producción del conocimiento, la interacción entre el discurso institucional del poder y las esferas del arte y del pensamiento, o las transformaciones de las teorías -sociológicas y literarias- cuando se las desplaza de las coordenadas históricas y geográficas en que se generaron. Sus opiniones le han valido amenazas de muerte y ser el blanco de críticas , así como de inquebrantables adhesiones. Su amigo Noam Chomski ha dicho de él: “Su trabajo intelectual consiste en mostrar al desnudo los mitos en los que nos envolvemos a nosotros mismos y a los demás, obligándonos a reformular nuestra percepción de lo que es el resto del mundo y de lo que nosotros mismos somos. Además, se ha impuesto una segunda tarea, si cabe más difícil que la anterior, pues no hay nada más difícil que mirarse al espejo”.

PREGUNTA. En su obra se preocupa por las complejas relaciones que mantienen la cultura y el poder. ¿Cuál es la responsabilidad del intelectual?

RESPUESTA. Es importante no perder de vista el modo en que el poder afecta a la vida cotidiana e informa de la situación social en la que nos encontramos. En ese contexto, creo que el intelectual está obligado a mantener una posición de independencia, oposición y resistencia. Ha de ser escéptico e inquisitivo, tiene que adoptar una actitud de desafío frente a la establecida. El rasgo distintivo del poder, aparte por supuesto del instinto de mando, es que exige lealtad y autoridad. Ante ello, el intelectual ha de decir: non serviam.

P. En Orientalismo lleva a cabo un riguroso escrutinio textual de algunos de los exponentes de la literatura europea del siglo XIX, poniendo de relieve los mecanismos por medio de los cuales el poder condiciona ciertas formas de representación literaria. ¿Qué perspectiva tiene sobre esa obra 25 años después?

R. Tuvo una recepción extraordinaria en todo el mundo; se tradujo a más de 30 idiomas y ha generado miles de páginas de crítica, sin embargo, muy pocas veces se ha entendido en el espíritu que lo generó. En primer lugar, se trata de un libro de carácter eminentemente inquisitivo, que responde a un espíritu de búsqueda e investigación. Está lleno de interrogantes y las respuestas que ofrece tienen más bien un carácter tentativo. A pesar de eso, se ha entendido como un libro lleno de afirmaciones y juicios de valor contundentes. La inmensa mayoría de los lectores pasa por alto que el libro es una celebración del genio de escritores como Flaubert, Gerard de Nerval, Kipling o Disraeli. Se trata de un libro escrito dentro de la tradición de la filología comparada europea. Mis modelos son Auerbach y Spitzer. Mirando atrás, creo que ese aspecto ha pasado bastante inadvertido.

P. En La cuestión de Palestina, argumenta que al caracterizar a Palestina como un yermo despoblado, el sionismo reprodujo las estrategias de representación propias del orientalismo, provocando la ironía histórica de convertir a las víctimas del holocausto en los verdugos de todo un pueblo.

R. No fueron sólo víctimas del holocausto. La historia del antisemitismo europeo es muy larga. En mi libro anterior muestro que orientalismo y antisemitismo son dos caras de la misma moneda. Ernest Renan no distinguía entre árabes y judíos y Disraeli hacía otro tanto (decía que los árabes eran judíos a caballo). La terrible ironía del sionismo consiste en que tomó de Occidente aquello que había sido empleado con mayor crueldad contra ellos, expulsándonos de nuestra tierra, como les había sucedido a ellos, y empleando tácticas colonizadoras. Los palestinos nos convertimos en las víctimas de las víctimas. Es un momento único en la historia del colonialismo. En muchos de los casos, las víctimas son exterminadas, explotadas o asimiladas, pero nosotros éramos invisibles, nunca habíamos existido.

P. El mundo, el libro y el crítico marca un punto de inflexión en su carrera. ¿En qué estriba la importancia de esa colección de ensayos?

R. Por primera vez fui capaz de recoger mi pensamiento en torno a la historia, la literatura, la teoría literaria y, en cierta medida, la sociología y la política, dándoles un marco común: el de la secularidad. También me ocupo de la inmediatez del texto literario: de su capacidad para proporcionar placer, de la experiencia sensorial de la lectura. En ese libro aludo por primera vez a la noción de experiencia, como parte esencial del acto literario, bien como escritor o como lector. Y hablo de la actividad crítica como algo que tiene que ver con la sociedad, con el Estado y con las transformaciones de la historia, y no como un acto privado. Fue un alejamiento momentáneo de las cuestiones relacionadas con el orientalismo y la cuestión de Palestina, a fin de abordar cuestiones del lenguaje y forma literaria. Por encima de todo, el libro es una celebración de las posibilidades del ensayo.

P. En Cultura e imperialismo propone una lectura contrapuntística de Jane Austen, Thackeray o Conrad. ¿Cuáles son los cambios principales respecto a los planteamientos de Orientalismo?

R. Me propuse proyectar la idea del orientalismo más allá del mundo del texto, examinando los procesos de expansión imperialista, así como los de descolonización y liberación. Ensancho los límites geográficos del primer libro, incorporando espacios como África o América Latina. En la parte final, estudio la emergencia de Estados Unidos como potencia mundial. Al proponer una lectura contrapuntística de los autores que menciona, mi intención no es criticarlos como artistas, sino mostrar cómo, oculta tras la belleza incuestionable de sus creaciones, existe un trasfondo de poder cuya presencia se excluye de manera deliberada, como ocurre con los esclavos de Antigua, en Mansfield Park, de Jane Austen. Se trata de silencios que son elementos esenciales de la constitución del texto, y por tanto hay que recuperarlos en la lectura.

P. Además de haber escrito sobre temas musicales, como la ópera o los enigmas de la interpretación, usted es un consumado pianista. ¿Qué música le gusta interpretar?

R. Este año toco mucho Bach. También Chopin, Beethoven algo menos, Schonberg, y sobre todo transcripciones de ópera para piano: Wagner, Verdi. Me encanta tocar piezas para cuatro manos. Por fortuna tengo como vecina a una pianista excelente, Diane Walsh, y toco con Daniel Barenboim, que es un gran amigo. La música es una de las artes de la memoria, y me proporciona algo que no me transmite ninguna otra actividad estética: el sentido de la densidad del tiempo.

P. ¿Escribe un libro sobre ópera?

R. Lo acabo de terminar. Comento cinco óperas: Cosi Fan Tutte, de Mozart; Fidelio, de Beethoven; Les Troyens, de Berlioz; Wozzeck, de Berg, y el Otelo, de Verdi. Es un género muy complejo, y si la ejecución es inteligente puede ser una de las más grandiosas manifestaciones del espíritu, porque en ella la conjunción del tiempo y el espacio se dan cita con la palabra, la música, el teatro, el diseño y la danza.

P. ¿Por qué escribió Fuera de lugar, su libro de memorias?

R. Un ciclo de pérdidas que se cerró con la muerte de mi madre: la caída de Palestina en 1948, los acontecimientos de 1967, la muerte de mi padre en 1971, la guerra civil en Líbano cobraron un sentido inusitado cuando murió mi madre, en 1990. Era mi última conexión con el pasado, y cuando desapareció me sentí desgajado del mundo en el que había crecido. Un año después, en 1991, me diagnosticaron una leucemia incurable. Ése fue también el año de la guerra del Golfo, y de mi distanciamiento de la dirección del movimiento palestino. Así las cosas, necesitaba de modo imperioso recuperar el mundo de mi infancia y adolescencia, volver a darle vida y exponerlo públicamente.

P. ¿Fue un proceso difícil?

R. Dependía de la memoria, ya que no conservaba ningún tipo de documento, ni siquiera cuadernos o diarios. Sólo mi partida de nacimiento y un puñado de fotografías. Lo asombroso es que mis recuerdos estaban intactos. Mi memoria era como un jardín salvaje, lleno de malas hierbas que crecían desaforadamente. Con total claridad imaginaba (no en el sentido de inventar, sino en el primigenio de ver imágenes del pasado impresionadas en mi mente) episodios de mi infancia y juventud, rostros, gente, nombres. Recordaba tantas cosas que lo más difícil fue el proceso de selección.

P. ¿Qué sintió cuando en 1992 volvió a Palestina después de 45 años?

R. No hubiera podido hacerlo de no haberme acompañado mi mujer y mis hijos. Cuando llegamos a Tel Aviv, mi mujer, que es libanesa, rompió a llorar. En cuanto a mí, sentí una conmoción indescriptible… Es una experiencia que no se puede equiparar a ninguna otra. Sentía en lo más vivo que estaba en mi país, pero al mismo tiempo en otro. La gente hablaba un idioma que no entendía. Nos sentimos completamente solos, pero cinco minutos después salieron a nuestro encuentro unos amigos que habían venido a buscarnos, y el mero hecho de estar hablando en árabe en el aeropuerto me hizo sentir una esperanza que ya nunca he perdido. Sentí que los palestinos no hemos sido borrados de la faz de la tierra.

P. En 1993, en medio de la euforia, afirmó que los acuerdos de Oslo, perpetuaría los problemas. ¿El tiempo le ha dado la razón?

R. Desde el primer día, cuando le dieron a Arafat Gaza y Jericó, pero sin la posibilidad de pasar de un lugar a otro, estaba claro que era una perfecta locura. Hay dos cosas que sigo sin entender: que hubiera siquiera un puñado de palestinos dispuestos a aceptar los acuerdos, y que cuando los israelíes y los estadounidenses afirmaban. que habían puesto en marcha un proceso de paz, pensaran que podrían engañar al mundo durante tiempo. Esos dos misterios son inescrutables.

P. ¿Tiene Arafat la estatura moral necesaria para ser el máximo representante del pueblo palestino?

R. No, la perdió. Ni siquiera tiene sentido de la decencia. Se supone que es el líder de un pueblo en lucha, y estos días en que están asesinando a su gente, le envió a Sharon un ramo de flores con motivo de su cumpleaños.

P. ¿Alberga esperanzas de encontrar un liderazgo mejor?

R. Hay que esperar a otra generación, gente en torno a los 40 o 50 años. No quisiera parecer arrogante, pero hay gente que se acerca a mí diciéndome: “Tenía razón desde el principio. ¡Díganos qué podemos hacer!”. Si no estuviera enfermo y tan lejos…

P. ¿Es pesimista o cree que es posible encontrar una solución?

R. Pesimista, jamás. Los palestinos no serán nunca derrotados ni por el poder inmoral de las armas ni por rondas de conversaciones arbitradas por Estados Unidos. La única solución es un Estado binacional, mixto, basado en la igualdad y la coexistencia democrática, donde árabes y judíos puedan vivir juntos de modo satisfactorio. Hoy día, los judíos constituyen una parte fundamental de Oriente Próximo, pero resulta que están en un entorno abrumadoramente árabe y tienen que ajustarse a esa realidad. Creo que con el tiempo los israelíes comprenderán que no pueden vivir aislados, tienen que integrarse en la comunidad general de ciudadanos Leer más