I Jornada de Estudios Decimonónicos Latinoamericanos

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Detalles de la actividad
Fecha: 6 de julio
Horario: 4:15 p.m.
Modalidad: Ingreso libre
Lugar: Auditorio del Instituto Raúl Porras Barrenechea (calle Colina 398, Miraflores, Lima)
Resumen

I Jornada de Estudios Decimonónicos Latinoamericanos

Lima, 6 de julio de 2015

Organizan: Instituto Raúl Porras Barrenechea, Escuela Académico Profesional de Literatura y Taller Porras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos

Local: Auditorio del Instituto Raúl Porras Barrenechea (calle Colina 398, Miraflores, Lima)

Mesa 1 4:15 p.m.

“La cita en la velada”. La secularización de la educación femenina en el espacio público a través de Teresa González de Fanning

Evelyn Sotomayor (PUCP)

Nuevos asedios a María Nieves y Bustamante y su novela Jorge o El hijo del pueblo

Richard Leonardo (UNMSM-UNFV)

Manuel González Prada, un modernista peruano

Thomas Ward (Loyola University Maryland)

Comentarista: Marcel Velázquez Castro (UNMSM)

Mesa 2 5:45

Tinta y hojas eventuales: las huellas de la prensa político-satírica a puertas de la Guerra Civil Peruana (1892-1893)

Génesis Portillo Espinoza (Florida Internacional University)

Margarita Práxedes Muñoz: Una aventura decimonónica luminosa

Ruben Quiroz Ávila (UNMSM)

Comentarista: Cristóbal Aljovín de Losada (UNMSM)

Conferencia (7:00 pm)

Del Rímac al Plata: escritoras peruanas en la Buenos Aires de entresiglos

María Vicens (Universidad de Buenos Aires)

Comentarista: Vanesa Miseres (University of Notre Dame)

Carta de Jamaica de Simón Bolívar

Cart

a de Jamaica
Simón Bolívar
1815

Muy señor mío: Me apresuro a contestar la carta de 29 del mes pasado que usted me hizo el honor de dirigirme, y yo recibí con la mayor satisfacción.

Sensible como debo, al interés que usted ha querido tomar por la suerte de mi patria, afligiéndose con ella por los tormentos que padece, desde su descubrimiento hasta estos últimos períodos, por parte de sus destructores los españoles, no siento menos el comprometimiento en que me ponen las solícitas demandas que usted me hace, sobre los objetos más importantes de la política americana. Así, me encuentro en un conflicto, entre el deseo de corresponder a la confianza con que usted me favorece, y el impedimento de satisfacerle, tanto por la falta de documentos y de libros, cuanto por los limitados conocimientos que poseo de un país tan inmenso, variado y desconocido como el Nuevo Mundo.

En mi opinión es imposible responder a las preguntas con que usted me ha honrado. El mismo barón de Humboldt, con su universalidad de conocimientos teóricos y prácticos, apenas lo haría con exactitud, porque aunque una parte de la estadística y revolución de América es conocida, me atrevo a asegurar que la mayor está cubierta de tinieblas y, por consecuencia, sólo se pueden ofrecer conjeturas más o menos aproximadas, sobre todo en lo relativo a la suerte futura, y a los verdaderos proyectos de los americanos; pues cuantas combinaciones suministra la historia de las naciones, de otras tantas es susceptible la nuestra por sus posiciones físicas, por las vicisitudes de la guerra, y por los cálculos de la política.

Como me conceptúo obligado a prestar atención a la apreciable carta de usted, no menos que a sus filantrópicas miras, me animo a dirigir estas líneas, en las cuales ciertamente no hallará usted las ideas luminosas que desea, mas sí las ingenuas expresiones de mis pensamientos.

«Tres siglos ha —dice usted— que empezaron las barbaridades que los españoles cometieron en el grande hemisferio de Colón». Barbaridades que la presente edad ha rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a la perversidad humana; y jamás serían creídas por los críticos modernos, si constantes y repetidos documentos no testificasen estas infaustas verdades. El filantrópico obispo de Chiapa, el apóstol de la América, Las Casas, ha dejado a la posteridad una breve relación de ellas, extractada de las sumarias que siguieron en Sevilla a los conquistadores, con el testimonio de cuantas personas respetables había entonces en el Nuevo Mundo, y con los procesos mismos que los tiranos se hicieron entre sí: como consta por los más sublimes historiadores de aquel tiempo. Todos los imparciales han hecho justicia al celo, verdad y virtudes de aquel amigo de la humanidad, que con tanto fervor y firmeza denunció ante su gobierno y contemporáneos los actos más horrorosos de un frenesí sanguinario.

Con cuánta emoción de gratitud leo el pasaje de la carta de usted en que me dice «que espera que los sucesos que siguieron entonces a las armas españolas, acompañen ahora a las de sus contrarios, los muy oprimidos americanos meridionales». Yo tomo esta esperanza por una predicción, si la justicia decide las contiendas de los hombres. El suceso coronará nuestros esfuerzos; porque el destino de América se ha fijado irrevocablemente: el lazo que la unía a España está cortado: la opinión era toda su fuerza; por ella se estrechaban mutuamente las partes de aquella in mensa monarquía; lo que antes las enlazaba ya las divide; más grande es el odio que nos ha inspirado la Península que el mar que nos separa de ella; menos difícil es unir los dos continentes, que reconciliar los espíritus de ambos países. El hábito a la obediencia; un comercio de intereses, de luces, de religión; una recíproca benevolencia; una tierna solicitud por la cuna y la gloria de nuestros padres; en fin, todo lo que formaba nuestra esperanza nos venía de España. De aquí nacía un principio de adhesión que parecía eterno; no obstante que la inconducta de nuestros dominadores relajaba esta simpatía; o, por mejor decir, este apego forzado por el imperio de la dominación. Al presente sucede lo contrario; la muerte, el deshonor, cuanto es nocivo, nos amenaza y tememos: todo lo sufrimos de esa desnaturalizada madrastra. El velo se ha rasgado y hemos visto la luz y se nos quiere volver a las tinieblas: se han roto las cadenas; ya hemos sido libres, y nuestros enemigos pretenden de nuevo esclavizarnos. Por lo tanto, América combate con despecho; y rara vez la desesperación no ha arrastrado tras sí la victoria.

Porque los sucesos hayan sido parciales y alternados, no debemos desconfiar de la fortuna. En unas partes triunfan los in dependientes, mientras que los tiranos en lugares diferentes, obtienen sus ventajas, y ¿cuál es el resultado final? ¿No está el Nuevo Mundo entero, conmovido y armado para su defensa? Echemos una ojeada y observaremos una lucha simultánea en la misma extensión de este hemisferio.

El belicoso estado de las provincias del Río de la Plata ha purgado su territorio y conducido sus armas vencedoras al Alto Perú, conmoviendo a Arequipa, e inquietado a los realistas de Lima. Cerca de un millón de habitantes disfruta allí de su libertad.

El reino de Chile, poblado de ochocientas mil almas, está lidian do contra sus enemigos que pretenden dominarlo; pero en vano, porque los que antes pusieron un término a sus conquistas, los indómitos y libres araucanos, son sus vecinos y compatriotas; y su ejemplo sublime es suficiente para probarles, que el pueblo que ama su independencia, por fin la logra.

El virreinato del Perú, cuya población asciende a millón y medio de habitantes, es, sin duda, el más sumiso y al que más sacrificios se le han arrancado para la causa del rey, y bien que sean vanas las relaciones concernientes a aquella porción de América, es indubitable que ni está tranquila, ni es capaz de oponerse al torrente que amenaza a las más de sus provincias.

La Nueva Granada que es, por decirlo así, el corazón de la América, obedece a un gobierno general, exceptuando el reino de Quito que con la mayor dificultad contienen sus enemigos, por ser fuertemente adicto a la causa de su patria; y las provincias de Panamá y Santa Marta que sufren, no sin dolor, la tiranía de sus señores. Dos millones y medio de habitantes están esparcidos en aquel territorio que actualmente defienden contra el ejército español bajo el general Morillo, que es verosímil sucumba delante de la inexpugnable plaza de Cartagena. Mas si la tomare será a costa de grandes pérdidas, y desde luego carecerá de fuerzas bastantes para subyugar a los morigeros y bravos moradores del interior.

En cuanto a la heroica y desdichada Venezuela sus acontecimientos han sido tan rápidos y sus devastaciones tales, que casi la han reducido a una absoluta indigencia a una soledad espantosa; no obstante que era uno de los más bellos países de cuantos hacían el orgullo de América. Sus tiranos gobiernan un desierto, y sólo oprimen a tristes restos que, escapados de la muerte, alimentan una precaria existencia; algunas mujeres, niños y ancianos son los que quedan. Los más de los hombres han perecido por no ser esclavos, y los que viven, combaten con furor, en los campos y en los pueblos internos hasta expirar o arrojar al mar a los que insaciables de sangre y de crímenes, rivalizan con los primeros monstruos que hicieron desaparecer de la América a su raza primitiva. Cerca de un millón de habitantes se contaba en Venezuela y sin exageración se puede conjeturar que una cuarta parte ha sido sacrificada por la tierra, la espada, el hambre, la peste, las peregrinaciones; excepto el terremoto, todos resultados de la guerra.

En Nueva España había en 1808, según nos refiere el barón de Humboldt, siete millones ochocientas mil almas con inclusión de Guatemala. Desde aquella época, la insurrección que ha agitado a casi todas sus provincias, ha hecho disminuir sensiblemente aquel cómputo que parece exacto; pues más de un millón de hombres han perecido, como lo podrá usted ver en la exposición de Mr. Walton que describe con fidelidad los sanguinarios crímenes cometidos en aquel opulento imperio. Allí la lucha se mantiene a fuerza de sacrificios humanos y de todas especies, pues nada ahorran los españoles con tal que logren someter a los que han tenido la desgracia de nacer en este suelo, que parece destinado a empaparse con la sangre de sus hijos. A pesar de todo, los mejicanos serán libres, porque han abrazado el partido de la patria, con la resolución de vengar a sus pasados, o seguirlos al sepulcro. Ya ellos dicen con Reynal: llegó el tiempo en fin, de pagar a los españoles suplicios con suplicios y de ahogar a esa raza de exterminadores en su sangre o en el mar.

Las islas de Puerto Rico y Cuba, que entre ambas pueden formar una población de setecientas a ochocientas mil almas, son las que más tranquilamente poseen los españoles, porque están fuera del contacto de los independientes. Mas ¿no son americanos estos insulares? ¿No son vejados? ¿No desearán su bienestar?

Este cuadro representa una escala militar de dos mil leguas de longitud y novecientas de latitud en su mayor extensión en que dieciséis millones de americanos defienden sus derechos, o están comprimidos por la nación española que aunque fue en algún tiempo el más vasto imperio del mundo, sus restos son ahora impotentes para dominar el nuevo hemisferio y hasta para mantenerse en el antiguo. ¿Y~~ y amante de la libertad permite que una vieja serpiente por sólo satisfacer su saña envenenada, devore ta más bella parte de nuestro globo? ¡Qué! ¿Está Europa sorda al clamor de su propio interés? ¿No tiene ya ojos para ver la justicia? ¿Tanto se ha endurecido para ser de este modo insensible? Estas cuestiones cuanto más las medito, más me confunden; llego a pensar que se aspira a que desaparezca la América, pero es imposible porque toda Europa no es España. ¡Qué demencia la de nuestra enemiga, pretender reconquistar América, sin marina, sin tesoros y casi sin soldados! Pues los que tiene, apenas son bastantes para retener a su propio pueblo en una violenta obediencia, y defenderse de sus vecinos. Por otra parte, ¿podrá esta nación hacer el comercio exclusivo de la mitad del mundo sin manufacturas. Sin producciones territoriales, sin artes, sin ciencias, sin política? Lograda que fuese esta loca empresa, y suponiendo más, aun lograda la pacificación, los hijos de los actuales americanos únicos con los de los europeos reconquistadores, ¿no volverían a formar dentro de veinte años los mismos patrióticos designios que ahora se están combatiendo?

Europa haría un bien a España en disuadirla de su obstinada temeridad, porque a lo menos le ahorrará los gastos que expende, y la sangre que derrama; a fin de que fijando su atención en sus propios recintos, fundase su prosperidad y poder sobre bases más sólidas que las de inciertas conquistas, un comercio precario y exacciones violentas en pueblos remotos, enemigos y poderosos. Europa misma por miras de sana política debería haber preparado y ejecutado el proyecto de la independencia americana, no sólo porque el equilibrio del mundo así lo exige, sino porque éste es el medio legítimo y seguro de adquirirse establecimientos ultramarinos de comercio. Europa que no se halla agitada por las violentas pasiones de la venganza, ambición y codicia, como España, parece que estaba autorizada por todas las leyes de la equidad a ilustrarla sobre sus bien entendidos intereses.

Cuantos escritores han tratado la materia se acordaban en esta parte. En consecuencia, nosotros esperábamos con razón que todas las naciones cultas se apresurarían a auxiliarnos, para que adquiriésemos un bien cuyas ventajas son recíprocas a entrambos hemisferios. Sin embargo, ¡cuán frustradas esperanzas! No sólo los europeos. pero hasta nuestros hermanas del Norte se han mantenido inmóviles espectadores de esta contienda, que por su esencia es la más justa, y por sus resultados la más bella e importante de cuantas se han suscitado en los siglos antiguos y modernos, ¿porque hasta dónde se puede calcular la trascendencia de la libertad en el hemisferio de Colón?

«La felonía con que Bonaparte —dice usted— prendió a Carlos IV y a Fernando VII, reyes de esta nación, que tres siglos la aprisionó con traición a dos monarcas de la América meridional, es un acto manifiesto de retribución divina y, al mismo tiempo, una prueba de que Dios sostiene la justa causa de los americanos, y les concederá su independencia».

Parece que usted quiere aludir al monarca de Méjico Moctezuma, preso por Cortés y muerto, según Herrera, por el mismo, aunque Solís dice que por el pueblo, y a Atahualpa, inca del Perú, destruido por Francisco Pizarro y Diego Almagro. Existe tal diferencia entre la suerte de los reyes españoles y los reyes americanos, que no admiten comparación; los primeros son tratados con dignidad, conservados, y al fin recobran su libertad y trono; mientras que los últimos sufren tormentos inauditos y los vilipendios más vergonzosos. Si a Guatimozín sucesor de Moctezuma, se le trata como emperador, y le ponen la corona, fue por irrisión y no por respeto, para que experimentase este escarnio antes que las torturas. Iguales a la suerte de este monarca fueron las del rey de Michoacán, Catzontzin; el Zipa de Bogotá, y cuantos Toquis, Imas, Zipas, Ulmenes, Caciques y demás dignidades indianas sucumbieron al poder español. El suceso de Fernando VII es más semejante al que tuvo lugar en Chile en 1535 con el Ulmén de Copiapó, entonces reinante en aquella comarca. El español Almagro pretextó, como Bonaparte, tomar partido por la causa del legítimo soberano y, en consecuencia, llama al usurpador, como Fernando lo era en España; aparenta restituir al legítimo a sus estados y termina por encadenar X echar a las llamas al infeliz Ulmén, sin querer ni aún oír su defensa. Este es el ejemplo de Fernando VII con su usurpador; los reyes europeos sólo padecen destierros, el Ulmén de Chile termina su vida de un modo atroz.

«Después de algunos meses —añade usted— he hecho muchas reflexiones sobre la situación de los americanos y sus esperanzas futuras; tomo grande interés en sus sucesos; pero me faltan muchos informes relativos a su estado actual y a lo que ellos aspiran; deseo infinitamente saber la política de cada provincia como también su población; si desean repúblicas o monarquías, si formarán una gran república o una gran monarquía. Toda noticia de esta especie que usted pueda darme o indicarme las fuentes a que debo ocurrir, la estimaré como un favor muy particular».

Siempre las almas generosas se interesan en la suerte de un pueblo que se esmera por recobrar los derechos con que el Creador y la naturaleza le han dotado; y es necesario estar bien fascinado por el error o por las pasiones para no abrigar esta noble sensación; usted ha pensado en mi país, y se interesa por él, este acto de benevolencia me inspira el más vivo reconocimiento.

He dicho la población que se calcula por datos más o menos exactos, que mil circunstancias hacen fallidos, sin que sea fácil remediar esta inexactitud, porque los más de los moradores tienen habitaciones campestres, y muchas veces errantes; siendo labradores, pastores, nómadas, perdidos en medio de espesos e inmensos bosques, llanuras solitarias, y aislados entre lagos y ríos caudalosos. ¿Quién será capaz de formar una estadística completa de semejantes comarcas? Además, los tributos que pagan los indígenas; las penalidades de los esclavos; las primicias, diezmos y derechos que pesan sobre los labradores, y otros accidentes alejan de sus hogares a los pobres americanos. Esto sin hacer mención de la guerra de exterminio que ya ha segado cerca de un octavo de la población, y ha ahuyentado una gran parte; pues entonces las dificultades son insuperables y el empadronamiento vendrá a reducirse a la mitad del verdadero censo.

Todavía es más difícil presentir la suerte futura del Nuevo Mundo, establecer principios sobre su política, y casi profetizar la naturaleza del gobierno que llegará a adoptar. Toda idea relativa al porvenir de este país me parece aventurada. ¿Se puede prever cuando el género humano se hallaba en su infancia rodeado de tanta incertidumbre, ignorancia y error, cuál seria el régimen que abrazaría para su conservación? ¿Quién se habría atrevido a decir tal nación será república o monarquía, ésta será pequeña, aquélla grande? En mi concepto, esta es la imagen de nuestra situación. Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares; nuevos en casi todas las artes y ciencias, aunque en cierto modo viejos en los usos de la sociedad civil. Yo considero el estado actual de América, como cuando desplomado el imperio romano cada desmembración formó un sistema político, conforme a sus intereses y situación, o siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familias o corporaciones, con esta notable diferencia, que aquellos miembros dispersos volvían a restablecer sus antiguas naciones con las alteraciones que exigían las cosas o los sucesos; mas nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y que por otra parte no somos indios, ni europeos, sino una especie mezcla entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles; en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento, y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar a éstos a los del país, y que mantenernos en él contra la invasión de los invasores; así nos hallemos en el caso más extraordinario y complicado. No obstante que es una especie de adivinación indicar cuál será el resultado de la línea de política que América siga, me atrevo aventurar algunas conjeturas que, desde luego, caracterizo de arbitrarias, dictadas por un deseo racional, y no por un raciocinio probable.

La posición de los moradores del hemisferio americano, ha sido por siglos puramente pasiva; su existencia política era nula. Nosotros estábamos en un grado todavía más abajo de la servidumbre y, por lo mismo, con más dificultad para elevarnos al goce de la libertad. Permítame usted estas consideraciones para elevar la cuestión. Los Estados son esclavos por la naturaleza de su constitución o por el abuso de ella; luego un pueblo es esclavo, cuando el gobierno por su esencia o por sus vicios, holla y usurpa los derechos del ciudadano o súbdito. Aplicando estos principios, hallaremos que América no solamente estaba privada de su libertad, sino también de la tiranía activa y dominante. Me explicaré. En las administraciones absolutas no se reconocen límites en el ejercicio de las facultades gubernativas: la voluntad del gran sultán, Kan, Bey y demás soberanos despóticos, es la ley suprema, y ésta, es casi arbitrariamente ejecutada por los bajáes, kanes y sátrapas subalternos de Turquía y Persia, que tienen organizada una opresión de que participan los súbditos en razón de la autoridad que se les confía. A ellos está encargada la administración civil, militar, política, de rentas, y la religión. Pero al fin son persas los jefes de Ispahán, son turcos los visires del gran señor, son tártaros los sultanes de la Tartaria. China no envía a buscar mandarines, militares y letrados al país de Gengis Kan que la conquistó, a pesar de que los actuales chinos son descendientes directos de los subyugados por los ascendientes de los presentes tártaros.

¡Cuán diferente entre nosotros! Se nos vejaba con una conducta que, además de privarnos de los derechos que nos correspondían, nos dejaba en una especie de infancia permanente, con respecto a las transacciones públicas. Si hubiésemos siquiera manejado nuestros asuntos domésticos en nuestra administración interior, conoceríamos el curso de los negocios públicos y su mecanismo, moraríamos también de la consideración personal que impone a los ojos del pueblo cierto respeto maquinal que es tan necesario conservar en las revoluciones. He aquí por qué he dicho que estábamos privados hasta de la tiranía activa, pues que no nos está permitido ejercer sus funciones.

Los americanos en el sistema español que está en vigor, y quizá con mayor fuerza que nunca, no ocupan otro lugar en la sociedad que el de siervos propios para el trabajo y, cuando más, el de simples consumidores; y aun esta parte coartada con restricciones chocantes; tales son las prohibiciones del cultivo de frutos de Europa, el estanco de las producciones que el rey monopoliza, el impedimento de las fábricas que la misma Península no posee, los privilegios exclusivos del comercio hasta de los objetos de primera necesidad; las trabas entre provincias y provincias americanas para que no se traten, entiendan, ni negocien; en fin, ¿quiere usted saber cuál era nuestro destino? Los campos para cultivar el añil, la grana, el café, la caña, el cacao y el algodón; las llanuras solitarias para criar ganados, los desiertos para cazar las bestias feroces, las entrañas de la tierra para excavar el oro que no puede saciar a esa nación avarienta.

Tan negativo era nuestro estado que no encuentro semejante en ninguna otra asociación civilizada, por más que recorro la serie de las edades y la política de todas las naciones. Pretender que un país tan felizmente constituido, extenso, rico y populoso sea meramente pasivo, ¿no es un ultraje y una violación de los derechos de la humanidad?

Estábamos, como acabo de exponer, abstraídos y, digámoslo así, ausentes del universo en cuanto es relativo a la ciencia del gobierno y administración del Estado. Jamás éramos virreyes ni gobernadores sino por causas muy extraordinarias; arzobispos y obispos pocas veces; diplomáticos nunca; militares sólo en calidad de subalternos; nobles, sin privilegios reales; no éramos, en fin, ni magistrados ni financistas, y casi ni aun comerciantes; todo en contravención directa de nuestras instituciones.

El emperador Carlos V formó un pacto con los descubridores, conquistadores y pobladores de América que, como dice Guerra, es nuestro contrato social. Los reyes de España convinieron solemnemente con ellos que lo ejecutasen por su cuenta y riesgo, prohibiéndoles hacerlo a costa de la real hacienda, y por esta razón se les concedía que fuesen señores de la tierra, que organizasen la administración y ejerciesen la judicatura en apelación; con otras muchas exenciones y privilegios que sería prolijo detallar. El rey se comprometió a no enajenar jamás las provincias americanas, como que a él no tocaba otra jurisdicción que la del alto dominio, siendo una especie de propiedad feudal la que allí tenían los conquistadores para sí y sus descendientes. Al mismo tiempo existen leyes expresas que favorecen casi exclusivamente a los naturales del país, originarios de España, en cuanto a los empleos civiles, eclesiásticos y de rentas. Por manera que con una violación manifiesta de las leyes y de los pactos subsistentes, se han visto despojar aquellos naturales de la autoridad constitucional que les daba su código.

De cuanto he referido, será fácil colegir que América no estaba preparada, para desprenderse de la metrópoli, como súbitamente sucedió por el efecto de las ilegítimas cesiones de Bayona, y por la inicua guerra que la regencia nos declaró sin derecho alguno para ello no sólo por la falta de justicia, sino también de legitimidad. Sobre la naturaleza de los gobiernos españoles, sus decretos conminatorios y hostiles, y el curso entero de su desesperada conducta, hay escritos del mayor mérito en el periódico El Español, cuyo autor es el señor Blanco; y estando allí esta parte de nuestra historia muy bien tratada, me limito a indicarlo.

Los americanos han subido de repente y sin los conocimientos previos y, lo que es más sensible, sin la práctica de los negocios públicos a representar en la escena del mundo las eminentes dignidades de legisladores, magistrados, administradores del erario, diplomáticos, generales, y cuantas autoridades supremas y subalternas forman la jerarquía de un Estado organizado con regularidad.

Cuando las águilas francesas sólo respetaron los muros de la ciudad de Cádiz, y con su vuelo arrollaron a los frágiles gobiernos de la Península, entonces quedamos en la orfandad. Ya antes habíamos sido entregados a la merced de un usurpador extranjero. Después, lisonjeados con la justicia que se nos debía, con esperanzas halagüeñas siempre burladas; por último, inciertos sobre nuestro destino futuro, y amenazados por la anarquía, a causa de la falta de un gobierno legítimo, justo y liberal, nos precipitamos en el caos de la revolución. En el primer momento sólo se cuidó de proveer a la seguridad interior, contra los enemigos que encerraba nuestro seno. Luego se extendió a la seguridad exterior; se establecieron autoridades que sustituimos a las que acabábamos de deponer encargadas de dirigir el curso de nuestra revolución y de aprovechar la coyuntura feliz en que nos fuese posible fundar un gobierno constitucional digno del presente siglo y adecuado a nuestra situación.

Todos los nuevos gobiernos marcaron sus primeros pasos con el establecimiento de juntas populares. Estas formaron en seguida reglamentos para la convocación de congresos que produjeron alteraciones importantes. Venezuela erigió un gobierno democrático y federal, declarando previamente los derechos del hombre, manteniendo el equilibrio de los poderes y estatuyendo leyes generales en favor de la libertad civil, de imprenta y otras; finalmente, se constituyó un gobierno independiente. La Nueva Granada siguió con uniformidad los establecimientos políticos y cuantas reformas hizo Venezuela, poniendo por base fundamental de su Constitución el sistema federal más exagerado que jamás existió; recientemente se ha mejorado con respecto al poder ejecutivo general, que ha obtenido cuantas atribuciones le corresponden. Según entiendo, Buenos Aires y Chile han seguido esta misma línea de operaciones; pero como nos hallamos a tanta distancia, los documentos son tan raros, y las noticias tan inexactas, no me animaré ni aun a bosquejar el cuadro de sus transacciones.

Los sucesos de México han sido demasiado varios, complicados, rápidos y desgraciados para que se puedan seguir en el curso de la revolución. Carecemos, además, de documentos bastante instructivos, que nos hagan capaces de juzgarlos. Los independientes de México, por lo que sabemos, dieron principio a su insurrección en septiembre de 1810, y un año después, ya tenían centralizado su gobierno en Zitácuaro, instalado allí una junta nacional bajo los auspicios de Fernando VII, en cuyo nombre se ejercían las funciones gubernativas. Por los acontecimientos de la guerra, esta junta se trasladó a diferentes lugares, y es verosímil que se haya conservado hasta estos últimos momentos, con las modificaciones que los sucesos hayan exigido. Se dice que ha creado un generalísimo o dictador que lo es el ilustre general Morelos; otros hablan del célebre general Rayón; lo cierto es que uno de estos dos grandes hombres o ambos separadamente ejercen la autoridad suprema en aquel país; y recientemente ha aparecido una constitución para el régimen del Estado. En marzo de 1812 el gobierno residente en Zultepec, presentó un plan de paz y guerra al virrey de México concebido con la más profunda sabiduría. En él se reclamó el derecho de gentes estableciendo principios de una exactitud incontestable. Propuso la junta que la guerra se hiciese como entre hermanos y conciudadanos; pues que no debía ser más cruel que entre naciones extranjeras; que los derechos de gentes y de guerra, inviolables para los mismos infieles y bárbaros, debían serlo más para cristianos, sujetos a un soberano y a unas mismas leyes; que los prisioneros no fuesen tratados como reos de lesa majestad, ni se degollasen los que rendían las armas, sino que se mantuviesen en rehenes para canjearlos; que no se entrase a sangre y fuego en las poblaciones pacíficas, no las diezmasen ni quitasen para sacrificarlas y, concluye, que en caso de no admitirse este plan, se observarían rigurosamente las represalias. Esta negociación se trató con el más alto desprecio; no se dio respuesta a la junta nacional; las comunicaciones originales se quemaron públicamente en la plaza de México, por mano del verdugo; y la guerra de exterminio continuó por parte de los españoles con su furor acostumbrado, mientras que los mexicanos y las otras naciones americanas no la hacían, ni aun a muerte con los prisioneros de guerra que fuesen españoles. Aquí se observa que por causas de conveniencia se conservó la apariencia de sumisión al rey y aun a la constitución de la monarquía. Parece que la junta nacional es absolutaen el ejercicio de las funciones legislativa, ejecutiva y judicial, y el número de sus miembros muy limitado.

Los acontecimientos de la tierra firme nos han probado que las instituciones perfectamente representativas no son adecuadas a nuestro carácter, costumbres y luces actuales. En Caracas el espíritu de partido tomó su origen en las sociedades, asambleas y elecciones populares; y estos partidos nos tornaron a la esclavitud. Y así como Venezuela ha sido la república americana que más se ha adelantado en sus instituciones políticas, también ha sido el más claro ejemplo de la ineficacia de la forma demócrata y federal para nuestros nacientes Estados. En Nueva Granada las excesivas facultades de los gobiernos provinciales y la falta de centralización en el general han conducido aquel precioso país al estado a que se ve reducido en el día. Por esta razón sus débiles enemigos se han conservado contra todas las probabilidades. En tanto que nuestros compatriotas no adquieran los talentos y las virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra ruina. Desgraciadamente, estas cualidades parecen estar muy distantes de nosotros en el grado que se requiere; y por el contrario, estamos dominados de los vicios que se contraen bajo la dirección de una nación como la española que sólo ha sobresal ido en fiereza, ambición, venganza y codicia.

Es más difícil, dice Montesquieu, sacar un pueblo de la servidumbre, que subyugar uno libre. Esta verdad está comprobada por los anales de todos los tiempos, que nos muestran las más de las naciones libres, sometidas al yugo, y muy pocas de las esclavas recobrar su libertad. A pesar de este convencimiento, los meridionales de este continente han manifestado el conato de conseguir instituciones liberales, y aun perfectas; sin duda, por efecto del instinto que tienen todos los hombres de aspirar a su mejor felicidad posible; la que se alcanza infaliblemente en las sociedades civiles, cuando ellas están fundadas sobre las bases de la justicia, de la libertad y de la igualdad. Pero ¿seremos nosotros capaces de mantener en su verdadero equilibrio la difícil carga de una República? ¿Se puede concebir que un pueblo recientemente desencadenado, se lance a la esfera de la libertad, sin que, como a Ícaro, se le deshagan las alas, y recaiga en el abismo? Tal prodigio es inconcebible, nunca visto. Por consiguiente, no hay un raciocinio verosímil, que nos halague con esta esperanza.

Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por el momento regido por una gran república; como es imposible, no me atrevo a desearlo; y menos deseo aún una monarquía universal de América, porque este proyecto sin ser útil, es también imposible. Los abusos que actualmente existen no se reformarían, y nuestra regeneración sería infructuosa. Los Estados americanos han menester de los cuidados de gobiernos paternales que curen las llagas y las heridas del despotismo y la guerra. La metrópoli, por ejemplo, sería México, que es la única que puede serlo por su poder intrínseco, sin el cual no hay metrópoli. Supongamos que fuese el istmo de Panamá punto céntrico para todos los extremos de este vasto continente, ¿no continuarían éstos en la languidez, y aún en el desorden actual? Para que un solo gobierno dé vida, anime, ponga en acción todos los resortes de la prosperidad pública, corrija, ilustre y perfeccione al Nuevo Mundo sería necesario que tuviese las facultades de un Dios y, cuando menos, las luces y virtudes de todos los hombres.

El espíritu de partido que al presente agita a nuestros Estados, se encendería entonces con mayor encono, hallándose ausente la fuente del poder, que únicamente puede reprimirlo. Además, los magnates de las capitales no sufrirían la preponderancia de los metropolitanos, a quienes considerarían como a otros tantos tiranos; sus celos llegarían hasta el punto de comparar a éstos con los odiosos españoles. En fin, una monarquía semejante sería un coloso deforme, que su propio peso desplomaría a la menor convulsión.

Mr. de Pradt ha dividido sabiamente a la América en quince o diecisiete Estados independientes entre sí, gobernados por otros tantos monarcas. Estoy de acuerdo en cuanto a lo primero, pues la América comporta la creación de diecisiete naciones; en cuanto a lo segundo, aunque es más fácil conseguirla, es menos útil; y así no soy de la opinión de las monarquías americanas. He aquí mis razones. El interés bien entendido de una república se circunscribe en la esfera de su conservación, prosperidad y gloria. No ejerciendo la libertad imperio, porque es precisamente su opuesto, ningún estímulo excita a los republicanos a extender los términos de su nación, en detrimiento de sus propios medios, con el único objeto de hacer participar a sus vecinos de una Constitución liberal. Ningún derecho adquieren, ninguna ventaja sacan venciéndolos, a menos que los reduzcan a colonias, conquistas o aliados, siguiendo el ejemplo de Roma. Máximas y ejemplos tales están en oposición directa con los principios de justicia de los sistemas republicanos, y aún diré más, en oposición manifiesta con los intereses de sus ciudadanos; porque un Estado demasiado extenso en sí mismo o por sus dependencias, al cabo viene en decadencia, y convierte su forma libre en otra tiránica; relaja los principios que deben conservarla, y ocurre por último al despotismo. El distintivo de las pequeñas repúblicas es la permanencia; el de las grandes es vario, pero siempre se inclina al imperio. Casi todas las primeras han tenido una larga duración; de las segundas sólo Roma se mantuvo algunos siglos, pero fue porque era república la capital y no lo era el resto de sus dominios que se gobernaban por leyes e instituciones diferentes.

Muy contraria es la política de un rey, cuya inclinación constan te se dirige al aumento de sus posesiones, riquezas y facultades; con razón, porque su autoridad crece con estas adquisiciones, tanto con respecto a sus vecinos, como a sus propios vasallos que temen en él un poder tan formidable cuanto es su imperio que se conserva por medio de la guerra y de las conquistas. Por estas razones pienso que los americanos ansiosos de paz, ciencias, artes, comercio y agricultura, preferirían las repúblicas a los reinos, y me parece que estos deseos se conforman con las miras de Europa.

No convengo en el sistema federal entre los populares y representativos, por ser demasiado perfecto y exigir virtudes y talentos políticos muy superiores a los nuestros; por igual razón rehuso la monarquía mixta de aristocracia y democracia que tanta fortuna y esplendor ha procurado a Inglaterra. No siéndonos posible lograr entre las repúblicas y monarquías lo más perfecto y acabado, evitemos caer en anarquías demagógicas, o en tiranías monócratas. Busquemos un medio entre extremos opuestos que nos conducirán a los mismos escollos, a la infelicidad y al deshonor. Voy a arriesgar el resultado de mis cavilaciones sobre la suerte futura de América; no la mejor, sino la que sea más asequible.

Por la naturaleza de las localidades, riquezas, población y carácter de los mexicanos, imagino que intentarán al principio establecer una república representativa, en la cual tenga grandes atribuciones el poder Ejecutivo, concentrándolo en un individuo que, si desempeña sus funciones con acierto y justicia, casi naturalmente vendrá a conservar una autoridad vitalicia. Si su incapacidad o violenta administración excita una conmoción popular que triunfe, ese mismo poder ejecutivo quizás se difundirá en una asamblea. Si el partido preponderante es militar o aristocrático, exigirá probablemente una monarquía que al principio será limitada y constitucional, y después inevitablemente declinará en absoluta; pues debemos convenir en que nada hay más difícil en el orden político que la conservación de una monarquía mixta; y también es preciso convenir en que sólo un pueblo tan patriota como el inglés es capaz de contener la autoridad de un rey, y de sostener el espíritu de libertad bajo un cetro y una corona.

Los Estados del istmo de Panamá hasta Guatemala formarán quizás una asociación. Esta magnífica posición entre los dos grandes mares, podrá ser con el tiempo el emporio del universo. Sus canales acortarán las distancias del mundo: estrecharán los lazos comerciales de Europa, América y Asia; traerán a tan feliz región los tributos de las cuatro partes del globo. ¡Acaso sólo allí podrá fijarse algún día la capital de la tierra! Como pretendió Constantino que fuese Bizancio la del antiguo hemisferio.

Nueva Granada se unirá con Venezuela, si llegan a convenirse en formar una república central, cuya capital sea Maracaibo o una nueva ciudad que con el nombre de Las Casas (en honor de este héroe de la filantropía), se funde entre los confines de ambos países, en el soberbio puerto de Bahía Honda. Esta posición aunque desconocida, es más ventajosa por todos respectos. Su acceso es fácil y su situación tan fuerte, que puede hacerse inexpugnable. Posee un clima puro y saludable, un territorio tan propio para la agricultura como para la cría de ganados, y una gran de abundancia de maderas de construcción. Los salvajes que la habitan serían civilizados, y nuestras posesiones se aumentarían con la adquisición de la Guajira. Esta nación se llamaría Colombia como tributo de justicia y gratitud al creador de nuestro hemisferio. Su gobierno podrá imitar al inglés; con la diferencia de que en lugar de un rey habrá un poder ejecutivo, electivo, cuando más vitalicio, y jamás hereditario si se quiere república, una cámara o senado legislativo hereditario, que en las tempestades políticas se interponga entre las olas populares y los rayos del gobierno, y un cuerpo legislativo de libre elección, sin otras restricciones que las de la Cámara Baja de Inglaterra. Esta constitución participaría de todas las formas y yo deseo que no participe de todos los vicios. Como esta es mi patria, tengo un derecho incontestable para desearla lo que en mi opinión es mejor. Es muy posible que la Nueva Granada no convenga en el reconocimiento de un gobierno central, porque es en extremo adicta a la federación; y entonces formará por sí sola un Estado que, si subsiste, podrá ser muy dichoso por sus grandes recursos de todos géneros.

Poco sabemos de las opiniones que prevalecen en Buenos Aires, Chile y el Perú; juzgando por lo que se trasluce y por las apariencias, en Buenos Aires habrá un gobierno central en que los militares se lleven la primacía por consecuencia de sus divisiones intestinas y guerras externas. Esta constitución degenerará necesariamente en una oligarquía, o una monocracia, con más o menos restricciones, y cuya denominación nadie puede adivinar. Sería doloroso que tal caso sucediese, porque aquellos habitantes son acreedores a la más espléndida gloria.

El reino de Chile está llamado por la naturaleza de su situación, por las costumbres inocentes y virtuosas de sus moradores, por el ejemplo de sus vecinos, los fieros republicanos del Arauco, a gozar de las bendiciones que derraman las justas y dulces leyes de una república. Si alguna permanece largo tiempo en América, me inclino a pensar que será la chilena. Jamás se ha extinguido allí el espíritu de libertad; los vicios de Europa y Asia llegarán tarde o nunca a corromper las costumbres de aquel extremo del universo. Su territorio es limitado; estará siempre fuera del contacto inficionado del resto de los hombres; no alterará sus leyes, usos y prácticas; preservará su uniformidad en opiniones políticas y religiosas; en una palabra, Chile puede ser libre.

El Perú, por el contrario, encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y liberal; oro y esclavos. El primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido por sí mismo. El alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad; se enfurece en los tumultos, o se humilla en las cadenas. Aunque estas reglas serían aplicables a toda la América, creo que con más justicia las merece Lima por los conceptos que he expuesto, y por la cooperación que ha prestado a sus señores contra sus propios hermanos los ilustres hijos de Quito, Chile y Buenos Aires. Es constante que el que aspira a obtener la libertad, a lo menos lo intenta. Supongo que en Lima no tolerarán los ricos la democracia, ni los esclavos y pardos libertos la aristocracia; los primeros preferirán la tiranía de uno solo, por no padecer las persecuciones tumultuarias, y por establecer un orden siquiera pacífico. Mucho hará si concibe recobrar su independencia.

De todo lo expuesto, podemos deducir estas consecuencias: las provincias americanas se hallan lidiando por emanciparse, al fin obtendrán el suceso; algunas se constituirán de un modo regular en repúblicas federales y centrales; se fundarán monarquías casi inevitablemente en las grandes secciones, y algunas serán tan infelices que devorarán sus elementos, ya en la actual, ya en las futuras revoluciones, que una gran monarquía no será fácil consolidar; una gran república imposible.

Es una idea grandiosa pretender formar de todo el mundo nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes Estados que hayan de formarse; mas no es posible porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes dividen a la América. ¡Qué bello sería que el istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto Congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios a tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra, con las naciones de las otras tres partes del mundo. Esta especie de corporación podrá tener lugar en alguna época dichosa de nuestra regeneración, otra esperanza es infundada, semejante a la del abate St. Pierre que concibió el laudable delirio de reunir un Congreso europeo, para decidir de la suerte de los intereses de aquellas naciones.

«Mutuaciones importantes y felices, continuas pueden ser frecuentemente producidas por efectos individuales». Los americanos meridionales tienen una tradición que dice: que cuando Quetzalcoatl, el Hermes, o Buda de la América del Sur resignó su administración y los abandonó, les prometió que volvería después que los siglos designados hubiesen pasado, y que él restablecería su gobierno, y renovaría su felicidad. ¿Esta tradición, no opera y excita una convicción de que muy pronto debe volver? ¡Concibe usted cuál será el efecto que producirá, si un individuo apareciendo entre ellos demostrase los caracteres de Quetzalcoatl, el Buda de bosque, o Mercurio, del cual han hablado tanto las otras naciones? ¿No cree usted que esto inclinaría todas las partes? ¿No es la unión todo lo que se necesita para ponerlos en estado de expulsar a los españoles, sus tropas, y los partidarios de la corrompida España, para hacerlos capaces de establecer un imperio poderoso, con un gobierno libre y leyes benévolas?

Pienso como usted que causas individuales pueden producir resultados generales, sobre todo en las revoluciones. Pero no es el héroe, gran profeta, o dios del Anáhuac, Quetzalcoatl, el que es capaz de operar los prodigiosos beneficios que usted propone. Este personaje es apenas conocido del pueblo mexicano y no ventajosamente; porque tal es la suerte de los vencidos aunque sean dioses. Sólo los historiadores y literatos se han ocupado cuidadosamente en investigar su origen, verdadera o falsa misión, sus profecías y el término de su carrera. Se disputa si fue un apóstol de Cristo o bien pagano. Unos suponen que su nombre quiere decir Santo Tomás; otros que Culebra Emplumajada; y otros dicen que es el famoso profeta de Yucatán, Chilan-Cambal. En una palabra, los más de los autores mexicanos, polémicos e historiadores profanos, han tratado con más o menos extensión la cuestión sobre el verdadero carácter de Quetzalcoatl. El hecho es, según dice Acosta, que él establece una religión, cuyos ritos, dogmas y misterios tenían una admirable afinidad con la de Jesús, y que quizás es la más semejante a ella. No obstante esto, muchos escritores católicos han procurado alejar la idea de que este profeta fuese verdadero, sin querer reconocer en él a un Santo Tomás como lo afirman otros célebres autores. La opinión general es que Quetzalcoatl es un legislador divino entre los pueblos paganos de Anáhuac, del cual era lugarteniente el gran Moctezuma, derivando de él su autoridad. De aquí que se infiere que nuestros mexicanos no seguirían al gentil Quetzalcoatl, aunque apareciese bajo las formas más idénticas y favorables, pues que profesan una religión la más intolerante y exclusiva de las otras.

Felizmente los directores de la independencia de México se han aprovechado del fanatismo con el mejor acierto proclamando a la famosa Virgen de Guadalupe por reina de los patriotas, invocándola en todos los casos arduos y llevándola en sus banderas. Con esto, el entusiasmo político ha formado una mezcla con la religión que ha producido un fervor vehemente por la sagrada causa de la libertad. La veneración de esta imagen en México es superior a la más exaltada que pudiera inspirar el más diestro profeta.

Seguramente la unión es la que nos falta para completar la obra de nuestra regeneración. Sin embargo, nuestra división no es extraña, porque tal es el distintivo de las guerras civiles formadas generalmente entre dos partidos: conservadores y reformadores. Los primeros son, por lo común, más numerosos, porque el imperio de la costumbre produce el efecto de la obediencia a las potestades establecidas; los últimos son siempre menos numerosos aunque más vehementes e ilustrados. De este modo la masa física se equilibra con la fuerza moral, y la contienda se prolonga, siendo sus resultados muy inciertos. Por fortuna entre nosotros, la masa ha seguido a la inteligencia.

Yo diré a usted lo que puede ponernos en aptitud de expulsar a los españoles, y de fundar un gobierno libre. Es la unión, ciertamente; mas esta unión no nos vendrá por prodigios divinos, sino por efectos sensibles y esfuerzos bien dirigidos. América está encontrada entre sí, porque se halla abandonada de todas las naciones, aislada en medio del universo, sin relaciones diplomáticas ni auxilios militares y combatida por España que posee más elementos para la guerra, que cuantos furtivamente podemos adquirir.

Cuando los sucesos no están asegurados, cuando el Estado es débil, y cuando las empresas son remotas, todos los hombres vacilan; las opiniones se dividen, las pasiones las agitan y los enemigos las animan para triunfar por este fácil medio. Luego que seamos fuertes, bajo los auspicios de una nación liberal que nos preste su protección, se nos verá de acuerdo cultivar las virtudes y los talentos que conducen a la gloria; entonces seguiremos la marcha majestuosa hacia las grandes prosperidades a que está destinada la América meridional; entonces las ciencias y las artes que nacieron en el Oriente y han ilustrado a Europa, volarán a Colombia libre que las convidará con un asilo.

Tales son, señor, las observaciones y pensamientos que tengo el honor de someter a usted para que los rectifique o deseche según su mérito; suplicándole se persuada que me he atrevido a exponerlos, más por no ser descortés, que porque me crea capaz de ilustrar a usted en la materia.

Soy de usted, etc., etc.

Kingston, 6 de septiembre de 1815

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CARTA A LOS ESPAÑOLES AMERICANOS de Juan Pablo Vizcardo y Guzmán

PERÚ
CARTA A LOS ESPAÑOLES AMERICANOS
“El Nuevo Mundo es nuestra patria, y su historia es la nuestra”
Juan Pablo Viscardo [1]
(1792)
HERMANOS Y COMPATRIOTAS:
La inmediación al cuarto siglo del establecimiento de nuestros antepasados en el Nuevo Mundo, es una ocurrencia sumamente notable para que deje de interesar nuestra atención. El descubrimiento de una parte tan grande de la tierra, es y será siempre, para el género humano, el acontecimiento más memorable de sus anales. Mas para nosotros que somos sus habitantes, y para nuestros descendientes, es un objeto de la más grande importancia. El Nuevo Mundo es nuestra patria, y su historia es la nuestra, y en ella es que debemos examinar nuestra situación presente, para determinarnos, por ella, a tomar el partido necesario a la conservación de nuestros derechos propios y de nuestros sucesores.
Aunque nuestra historia de tres siglos acá, relativamente a las causas y efectos más dignos de nuestra atención, sea tan uniforme y tan notoria que se podría reducir a estas cuatro palabras: ingratitud, injusticia, servidumbre y desolación, conviene, sin embargo, que la consideremos aquí con un poco de lentitud.
Cuando nuestros antepasados se retiraron a una distancia inmensa de su país natal, renunciando no solamente al alimento, sino también a la protección civil que allí les pertenecía y que no podía alcanzarlos a tan grandes distancias, se expusieron a costa propia, a procurarse una subsistencia nueva, con las fatigas más enormes y con los más grandes peligros. El gran suceso que coronó los esfuerzos de los conquistadores de América, les daba, al parecer, un derecho que aunque no era el más justo, era a lo menos mejor que el que tenían los antiguos godos de España, para apropiarse el fruto de su valor y de sus trabajos. Pero la inclinación natural a su país nativo les condujo a hacerle el más generoso homenaje de sus inmensas adquisiciones; no pudiendo dudar que un servicio gratuito tan importante dejase de merecerles un reconocimiento proporcionado, según la costumbre de aquel siglo de recompensar a los que habían contribuido a extender los dominios de la nación.
Aunque estas legítimas esperanzas han sido frustradas, sus descendientes y los de los otros españoles que sucesivamente han pasado a la América, aunque no conozcamos otra patria que ésta en la cual está fundada nuestra subsistencia y la de nuestra posteridad, hemos sin embargo respetado, conservado y amado cordialmente el apego de nuestros padres a su primera patria. A ella hemos sacrificado riquezas infinitas de toda especie, prodigado nuestro sudor y derramado por ella con gusto nuestra sangre. Guiados de un entusiasmo ciego, no hemos considerado que tanto empeño en favor de un país que nos es extranjero, a quien nada debemos, de quien no dependemos y del cual nada podemos esperar, sea una traición cruel contra aquél en donde somos nacidos y que nos suministra el alimento necesario para nosotros y nuestros hijos; y q ue nuestra veneración a los sentimientos afectuosos de nuestros padres por su primera patria es la prueba más decisiva de la preferencia que debemos a la nuestra. Todo lo que hemos prodigado a la España ha sido pues usurpado sobre nosotros y nuestros hijos; siendo tanta nuestra simpleza, que nos hemos dejado encadenar con unos hierros que si no rompemos a tiempo, no nos quedará otro recurso que el de soportar pacientemente esta ignominiosa esclavitud.
Si como es triste nuestra condición actual fuese irremediable, será un acto de compasión el ocultarla a nuestros ojos; pero teniendo en nuestro poder su más seguro remedio, descubramos este horroroso cuadro para considerarle a la luz de la verdad. Esta nos enseña que toda ley que se opone al bien universal de aquellos para quienes está hecha, es un acto de tiranía, y que el exigir su observancia es forzar a la esclavitud; que una ley que se dirigiese a destruir directamente las bases de la prosperidad de un pueblo sería una monstruosidad superior a toda expresión; es evidente también que un pueblo a quien se despojase de la libertad personal y de la disposición de sus bienes, cuando todas las otras naciones, en iguales circunstancias, ponen su más grande interés en extenderla, se hallaría en un estado de esclavitud mayor que el que puede imponer un enemigo en la embriaguez de la victoria.
Supuestos estos principios incontestables, veamos cómo se adaptan a nuestra situación recíproca con la España. Un imperio inmenso, unos tesoros que exceden toda imaginación, una gloria y un poder superiores a todo lo que la antigüedad conoció: he aquí nuestros títulos al agradecimiento y a la más distinguida protección de la España y de su gobierno. Pero nuestra recompensa ha sido tal, que la justicia más severa apenas nos habría aplicado castigo semejante si hubiésemos sido reos de los más grandes delitos. La España nos destierra de todo el mundo antiguo, separándonos de una sociedad a la cual estamos unidos con los lazos más estrechos; añadiendo a esta usurpación sin ejemplo de nuestra libertad personal, la otra igualmente importante de la propiedad de nuestros bienes.
Desde que los hombres comenzaron a unirse en sociedad para su más grande bien, nosotros somos los únicos a quienes el gobierno obliga a comprar lo que necesitamos a los precios más altos, y a vender nuestras producciones a los precios más bajos. Para que esta violencia tuviese el suceso más completo nos han cerrado, como en una ciudad sitiada, todos los caminos por donde las otras naciones pudieran darnos a precios moderados y por cambios equitativos, las cosas que nos son necesarias. Los impuestos del gobierno, las gratificaciones al ministerio, la avaricia de los mercaderes, autorizados a ejercer de concierto el más desenfrenado monopolio, caminando todas en la misma línea, y la necesidad haciéndose sentir: el comprador no ticne elección. Y como para suplir nuestras necesidades esta tiranía mercantil podría forzarnos a usar de nuestra industria, el gobierno se encargó de encadenarla.
No se pueden observar sin indignación los efectos de este detestable plan de comercio, cuyos detalles serían increíbles, si los que nos han dado personas imparciales, y dignas de fe no nos suministrasen pruebas decisivas para juzgar del resto. Sin el testimonio de don Antonio Ulloa, sería difícil el persuadir a la Europa, que el precio de los artículos, esencialmente necesa¬rios en todas partes, tales como el hierro y el acero, fuese en Quito, en tiempo de paz, regularmente mayor que de 100 pesos, o de 540 libras tornesas por quintal de hierro, y de 150 pesos u 810 libras por quintal de acero; el precio del primero no siendo en Europa sino de 5 a 6 pesos (25 a 30 libras) y el del segundo a proporción; que en un puerto tan célebre como el de Cartagena de Indias, e igualmente en tiempo de paz, haya habido una escasez de vino tan grande, que estaban obligados a no celebrar la misa, sino en una sola iglesia, y que generalmente esta escasez, y su excesivo precio, impiden el uso de esta bebida, más necesaria allí que en otras partes, por la insalubridad de clima.
Por honor de la humanidad y de nuestra nación, más vale pasar en silencio los horrores, y las violencias del otro comercio exclusivo (conocido en el Perú con el nombre de repartimientos), que se arrogan los corregidores y alcaldes mayores para la desolación, y ruina particular de los desgraciados indios y mestizos. ¿Qué maravilla es pues, si con tanto oro y plata, de que hemos casi saciado al universo, poseamos apenas con qué cubrir nuestra desnudez? ¿De qué sirven tantas tierras tan fértiles, si además de la falta de instrumentos necesarios para labrarlas, nos es por otra parte inútil el hacerlo más allá de nuestra propia consumación? Tantos bienes, como la naturaleza nos prodiga, son enteramente perdidos; ellos acusan la tiranía que nos impide el aprovecharlos, comunicándonos con otros pueblos.
Parece que, sin renunciar a todo sentimiento de vergüenza, no se podía añadir nada a tan grandes ultrajes. La ingeniosa política, que bajo el pretexto de nuestro bien, nos había despojado de la libertad, y de los bienes debía sugerir, a lo menos, que era preciso dejamos alguna sombra de honor y algunos medios de restablecernos para preparar nuevos recursos. Para esto es que el hombre concede el reposo y la comida a los animales que le sirven. La administración económica de nuestros intereses nos habría consolado de las otras pérdidas, y habría procurado ventajas a la España. Los intereses de nuestro país, no siendo sino los nuestros, su buena o mala administración recae necesariamente sobre nosotros, y es evidente que a nosotros solos pertenece el derecho de ejercerla, y que solos podemos llenar sus funciones, con ventaja recíproca de la patria, y de nosotros mismos.
¿Qué descontento no manifestaron los españoles, cuando algunos flamencos, vasallos como ellos, y demás compatriotas de Carlos V, ocuparon algunos empleos públicos en España? ¿Cuánto no murmuraron? ¿Con cuántas solicitudes y tumultos no exigieron, que aquellos extranjeros fuesen despedidos, sin que su corto número, ni la presencia del monarca, pudiesen calmar la inquietud general? El miedo de que el dinero de España pasase a otro país, aunque perteneciente a la misma monarquía, fue el motivo que hizo insistir a los españoles con más calor en su demanda.
¡Qué diferencia no hay entre aquella situación momentánea de los españoles y la nuestra de tres siglos acá! Privados de todas las ventajas del gobierno, no hemos experimentado de su parte sino los más horribles desórdenes y los más graves vicios. Sin esperanza de obtener jamás ni una protección inmediata, ni una pronta justicia a la distancia de dos a tres mil leguas; sin recursos para reclamarla, hemos sido entregados al orgullo, a la injusticia, a la rapacidad de los ministros, tan avaros, por lo menos, como los favoritos de Carlos V. Implacables para con unas gentes que no conocen y que miran como extranjeras, procuran solamente satisfacer su codicia con la perfecta seguridad de que su conducta inicua será impune o ignorada del soberano. El sacrificio hecho a la España de nuestros más preciosos intereses, ha sido el mérito con que todos ellos pretenden honrarse para excusar las injusticias con que nos acaban. Pero la miseria en que la España misma ha caído, prueba que aquellos hombres no han conocido jamás los verdaderos intereses de la nación, y que han procurado solamente cubrir con este pretexto sus procedimientos vergonzosos; y el suceso ha demostrado que nunca la injusticia produce frutos sólidos. A fin de que nada faltase a nuestra ruina y a nuestra ignominiosa servidumbre, la indigencia, la avaricia y la ambición han suministrado siempre a la España un enjambre de aventureros, que pasan a la América resueltos a desquitarse allí con nuestra sustancia de lo que han pagado para obtener sus empleos. La manera de indemnizarse de la ausencia de su patria, de sus penas y de sus peligros, es haciéndonos todos los males posibles. Renovando todos los días aquellas escenas de horrores que hicieron desaparecer pueblos enteros, cuyo único delito fue su flaqueza, convierten el resplandor de la más grande conquista en una mancha ignominiosa para el nombre español.
Así es que, después de satisfacer al robo, paliado con el nombre de comercio, a las exacciones del gobierno en pago de sus insignes beneficios, y a los ricos salarios de la multitud innumerable de extranjeros que, bajo diferente denominación en España y América, se hartan fastuosamente de nuestros bienes, lo que nos queda es el objeto continuo de las asechanzas de tantos orgullosos tiranos, cuya rapacidad no conoce otro término que el que quieren imponerle su insolvencia y la certidumbre de la impunidad. Así, mientras que en la corte, en los ejércitos, en los tribunales de la monarquía, se derraman las riquezas y los honores a extranjeros de todas las naciones, nosotros sólo somos declarados indignos de ellos e incapaces de ocupar aún en nuestra propia patria unos empleos que en rigor nos pertenecen exclusivamente. Así la gloria, que costó tantas penas a nuestros padres, es para nosotros una herencia de ignominia y con nuestros tesoros inmensos no hemos comprado sino miseria y esclavitud.
Si corremos nuestra desventurada patria de un cabo al otro, hallaremos donde quiera la misma desolación, una avaricia tan desmesurada como insaciable; donde quiera el mismo tráfico abominable de injusticia y de inhumanidad, de parte de las sanguijuelas empleadas por el gobierno para nuestra opresión. Consultemos nuestros anales de tres siglos y allí veremos la ingratitud y la injusticia de la corte de España, su infidelidad en cumplir sus contratos, primero con el gran Colón y después con los otros conquistadores que le dieron el imperio del Nuevo Mundo, bajo condiciones solemnemente estipuladas. Veremos la posteridad de aquellos hombres generosos abatida con el desprecio, y manchada con el odio que les ha calumniado, perseguido, y arruinado. Como algunas simples particularidades podrían hacer dudar de este espíritu persecutor, que en todo tiempo se ha señalado contra los Españoles Americanos, leed solamente lo que el verídico Inca Garcilaso de la Vega escribe en el segundo tomo de sus Comentarios’), Libro VII, capo 17.
Cuando el virrey don Francisco de Toledo, aquel hipócrita feroz, determinó hacer perecer al único heredero directo del Imperio del Perú, para asegurar a la España la posesión de aquel desgraciado país, en el proceso que se instauró contra el joven e inocente Inca Túpac Amaru, entre los falsos crímenes con que este príncipe fue cargado, “se acusa, dice Garcilaso, a los que han nacido en el país de madres indias y padres españoles conquistadores de aquel imperio; se alegaba de que habían secretamente convenido con Túpac Amaru, y los otros Incas, de excitar una rebelión en el reino, para favorecer el descontento de los que eran nacidos de la sangre real de los Incas, o cuyas madres eran hijas, sobrinas, o primas hermanas de la familia de los Incas, y los padres españoles y de los primeros conquistadores que habían adquirido tanta reputación; que estos estaban tan poco atendidos, que ni el derecho natural de las madres, ni los grandes servicios y méritos de los padres, les procuraban la menor ventaja, sino que todo era distribuido entre parientes y amigos de los gobernadores, quedando aquellos expuestos a morir de hambre, si no querían vivir de limosna, o hacerse salteadores de caminos, y acabar en una horca. Estas acusaciones siendo hechas contra los hijos de los españoles, nacidos de mujeres indias, estos fueron cogidos, y todos los que eran de edad de 20 años y más, capaces de llevar armas, y que vivían entonces en el Cuzco, fueron aprisionados. Algunos de ellos fueron puestos al tormento para forzarlos a confesar aquello de que no había pruebas ni indicios. En medio de estos furores y procedimientos tiránicos, una india, cuyo hijo estaba condenado a la cuestión, vino a la prisión y, elevando su voz, dijo: Hijo mío, pues que se te ha condenado a la tortura, súfrela valerosamente como hombre de honor, no acuses a ninguno falsamente, y Dios te dará fuerzas para sufrirla; él te recompensará de los peligros y penas que tu padre y sus compañeros han sufrido para hacer este país cristiano, y hacer entrar a sus habitantes en el seno de la Iglesia … Esta exhortación magnánima, proferida con toda la vehemencia de que aquella madre era capaz, hizo la más grande impresión sobre el espíritu del Virrey, y le apartó de su designio de hacer morir aquellos desdichados. Sin embargo, no fueron absueltos, sino que se les condenó a una muerte más lenta, desterrándolos a diversas partes del Nuevo Mundo. Algunos fueron también enviados a España.
Tales eran los primeros frutos que la posteridad de los descubridores del Nuevo Mundo recibía de la gratitud española, cuando la memoria de los méritos de sus padres estaba aún reciente. El Virrey, aquel monstruo sanguinario, pareció entonces el autor de todas las injusticias, pero desengañémonos, acerca de los sentimientos de la Corte, si creemos que ella no participaba de aquellos excesos; ella se ha deleitado en nuestros días en renovarlos en toda la América, arrancándole un número mucho mayor de sus hijos, sin procurar disfrazar siquiera su inhumanidad: estos han sido deportados hasta en Italia.
Después de haberlos botado en un país, que no es de su dominación, y renunciádolos como vasallos, la Corte de España, por una contradicción y un refinamiento inaudito de crueldades, con un furor que sólo puede inspirar a los tiranos el miedo de la inocencia sacrificada, la Corte se ha reservado el derecho de perseguirles y oprimirles continuamente. La muerte ha librado ya, a la mayor parte de estos desterrados, de las miserias que les han acompañado hasta el sepulcro. Los otros arrastran una vida infortunada y son una prueba de aquella crueldad de carácter que tantas veces se ha echado en cara a la nación española, aunque realmente esta mancha no deba caer sino sobre el despotismo de su gobierno.
Tres siglos enteros, durante los cuales este gobierno ha tenido sin interrupción ni variación alguna la misma conducta con nosotros, son la prueba completa de un plan meditado que nos sacrifica enteramente a los intereses y conveniencias de la España; pero, sobre todo, a las pasiones de su Ministerio. No obstante esto es evidente, que a pesar de los esfuerzos multiplicados de una falsa e inicua política nuestros establecimientos han adquirido tal consistencia que Montesquieu, aquel genio sublime ha dicho: “Las Indias y la España son potencias bajo un mismo dueño; mas las Indias son el principal y la España el accesorio. En vano la política procura atraer el principal al accesorio; las Indias atraen continuamente la España a ellas”. Esto quiere decir en otros términos, que las razones para tiranizamos se aumentan cada día. Semejante a un tutor malévolo que se ha acostumbrado a vivir en el fausto y opulencia a expensas de su pupilo, la España con el más grande terror ve llegar el momento que la naturaleza, la razón y la justicia han prescrito para emancipamos de una tutela tan tiránica.
El vacío y la confusión, que producirá la caída de esta administración, pródiga de nuestros bienes, no es el único motivo que anima a la Corte de España a perpetuar nuestra minoridad, a agravar nuestras cadenas. El despotismo que ella ejerce con nuestros tesoros, sobre las ruinas de la libertad española, podría recibir con nuestra independencia un golpe mortal, y la ambición debe prevenirlo con los mayores esfuerzos.
La pretensión de la Corte de España de una ciega obediencia a sus leyes arbitrarias, está fundada principalmente sobre la ignorancia, que procura alimentar y entretener, acerca de los derechos inalienables del hombre y de los deberes indispensables de todo gobierno. Ella ha conseguido persuadir al pueblo que es un delito el razonar sobre los asuntos que importen más a cada individuo y, por consiguiente, que es una obligación continua la de extinguir la preciosa antorcha que nos dio el Creador para alumbrarnos y conducirnos. Pero -a pesar de los progresos de una doctrina tan funesta, toda la historia de España testifica constantemente contra su verdad y legitimidad.
Después de la época memorable del poder arbitrario y de la injusticia de los últimos reyes godos, que trajeron la ruina de su imperio y de la nación española, nuestros antepasados, cuando restablecieron el reino y su gobierno, pensaron en premunirse contra el poder absoluto a que siempre han aspirado nuestros reyes. Con este designio concentraron la supremacía de la justicia y los poderes legislativos de la paz, de la guerra, de los subsidios y de las monedas, en las Cortes que representaban la nación en sus diferentes clases y debían ser los depositarios y los guardianes de los derechos del pueblo.
A este dique tan sólido los aragoneses añadieron el célebre magistrado llamado el Justicia, para velar en la protección del pueblo contra toda violencia y opresión, como también para reprimir el poder abusivo de los reyes. En el preámbulo de una de aquellas leyes, los aragoneses dicen, según Ger6nimo Blanco en sus Comentarios, pág. 751, “que la esterilidad de su país y la pobreza de sus habitantes son tales, que si la libertad no los distinguía de las otras naciones, el pueblo abandonarla su patria, e iría a establecerse en una región más fértil. Y a fin de que el rey no olvide jamás el manantial de donde le viene la soberanía, el Justicia, en la ceremonia solemne de la coronación, le dirigía las palabras siguientes: “Nos que valernos cuanto vos, os hacernos nuestro rey y señor. con tal que guardéis nuestros fueros y libertades. y si no, nó”; tal como lo refiere el célebre Antonio Pérez, Secretario del Rey don Felipe II. Era pues un artículo fundamental de la Constitución de Aragón que si el rey violaba los derechos y privilegios del pueblo, el pueblo podía legítimamente extrañarlo, y en su lugar nombrar otro, aunque fuese de la religión pagana, según el mismo Jerónimo Blanco.
A este noble espíritu de libertad es que nuestros antepasados debieron la energía que les hizo acabar tan grandes empresas, y que en medio de tantas guerras onerosas hizo florecer la nación y la colmó de prosperidades, como se observa hoy en Inglaterra y Holanda. Mas luego que el rey pasó los límites que la Constitución de Castilla y de Aragón le habían prescrito, la decadencia de la España fue tan rápida como había sido extraordinario el poder adquirido o, por mejor decir, usurpado por los soberanos. Y esto prueba bastante que el poder absoluto, al cual se junta siempre el arbitrario, es la mina de los Estados.
La reunión de los reinos de Castilla y de Aragón, como también los grandes Estados que al mismo tiempo tocaron por herencia a los reyes de España, y los tesoros de las Indias, dieron a la corona una preponderancia imprevista y tan fuerte, que en muy poco tiempo trastornó todos los obstáculos que la prudencia de nuestros abuelos había opuesto para asegurar la libertad de su descendencia. La autoridad real, semejante al mar cuando sale de sus márgenes, inundé toda la monarquía, y la voluntad del rey y de sus ministros se hizo la ley universal.
Una vez establecido el poder despótico tan sólidamente, la sombra misma de las antiguas Cortes no existió más, no quedando otra salvaguardia a los derechos naturales, civiles y religiosos de los españoles que la arbitrariedad de los ministros o las antiguas formalidades de justicia llamadas vías jurídicas. Estas últimas se han opuesto algunas veces a la opresión de la inocencia, sin estorbar por eso el que se verificase el proverbio de que allá van leyes donde quieren reyes,
Una invención dichosa sugirió al fin el medio más fecundo para desembarazarse de estas trabas molestas. La suprema potencia económica y los motivos reservados en el alma real (expresiones que asombrarán la posteridad), descubriendo al fin la vanidad y todas las ilusiones del género humano sobre los principios eternos de justicia, sobre los derechos y deberes de la naturaleza y de la sociedad, han desplegado de un golpe su irresistible eficacia sobre más de cinco mil ciudadanos españoles. Observad que estos ciudadanos estaban unidos en cuerpo, que a sus derechos de sociedad en calidad de miembros de la nación, unían el honor de la estimación pública merecida por unos servicios tan útiles como importantes.
Omitiendo las reflexiones que nacen de todas las circunstancias de una ejecución tan extraña, y dejando aparte las desgraciadas víctimas de aquel bárbaro atentado, considerémosle solamente con respecto a toda la nación española.
La conservación de los derechos naturales y, sobre todo, de la libertad y seguridad de las personas y haciendas, es incontestablemente la piedra fundamental de toda sociedad humana, de cualquier manera que esté combinada. Es pues una obligación indispensable de toda sociedad, o del gobierno que la representa, no solamente respetar sino aun proteger eficazmente los derechos de cada individuo.
Aplicando estos principios al asunto actual, es manifiesto que cinco mil ciudadanos que hasta entonces la opinión pública no tenia razón para sospechar de ningún delito, han sido despojados por el gobierno de todos sus derechos, sin ninguna denuncia de justicia y del modo más arbitrario. El gobierno ha violado solemnemente la seguridad pública, y hasta que no haya dado cuenta a toda la nación de los motivos que le hicieron obrar tan despóticamente, no hay particular alguno que en lugar de la protección que le es debida no tenga que temer opresión semejante, tanto cuanto su flaqueza individual le expone más fácilmente que a un cuerpo numeroso que en muchos respetos interesaba la nación entera. Un temor tan serio, y tan bien fundado, excluye naturalmente toda idea de seguridad. El gobierno culpable de haberla destruido en toda la nación, ha convertido en instrumentos de opresión y de ruina los medios que se le han confiado para proteger y conservar los individuos.
Si el gobierno se cree obligado a hacer renacer la seguridad pública y confianza de la nación en la rectitud de su administración, debe manifestar, en la forma jurídica más clara, la justicia de su cruel procedimiento respecto de los cinco mil individuos de que se acaba de hablar. Y en el intervalo está obligado a confesar el crimen que ha cometido contra la nación, violando un deber indispensable y ejerciendo una implacable tiranía.
Mas si el gobierno se cree superior a estos deberes para con la nación, ¿qué diferencia hace pues entre ella y una manada de animales, que un simple capricho del propietario puede despojar, enajenar y sacrificarla? El cobarde y tímido silencio de los españoles acerca de este horrible atentado justifica el discernimiento del ministerio que se atrevió a una empresa tan difícil como injusta. Y si sucede en las enfermedades políticas de un Estado como en las enfermedades humanas, que nunca son más peligrosas que cuando el paciente se muestra insensible al exceso del mal que le consume, ciertamente la nación española en su situación actual tiene motivos para consolarse de sus penas.
El progreso de la grande revolución que acabamos de bosquejar, y que se ha perpetuado hasta nosotros en la constitución y gobierno de España, es conforme con la historia nacional. Pasemos ahora al examen de la influencia que nosotros debemos esperar o temer de esta misma revolución.
Cuando las causas conocidas de un mal cualquiera se empeoran sin relajación, sería una locura esperar de ellas el bien. Ya hemos visto la ingratitud, la injusticia y la tiranía, con que el gobierno español nos acaba desde la fundación de nuestras colonias, esto es cuando estaba él mismo muy lejos del poder absoluto y arbitrario a que ha llegado después. Al presente que no cono ce otras reglas que su voluntad, y que está habituado a considerar nuestra propiedad como un bien que le pertenece, todo su estudio consiste en aumentarle con detrimento nuestro, coloreando siempre, con el nombre de utilidad de la madre patria, el infame sacrificio de todos nuestros derechos y de nuestros más preciosos intereses. Esta lógica es la de los salteadores de caminos, que justifica la usurpación de los bienes ajenos, con la utilidad que de ella resulta al usurpador.
La expulsión y la ruina de los jesuitas no tuvieron, según toda apariencia, otros motivos que la fama de sus riquezas. Mas éstas hallándose agotadas, el gobierno, sin compasión a la desastrada situación a que nos había reducido, quiso aún agravarla con nuevos impuestos, particularmente en la América Meridional, en donde en 1780 costaron tanta sangre al Perú. Gemiríamos aún bajo esta nueva presión, si las primeras chispas de una indignación, sobrado tiempo reprimida, no hubieran forzado a nuestros tiranos a desistirse de sus extorsiones. ¡Generosos Americanos del Nuevo Reino de Granada! ¡Si la América Española os debe el noble ejemplo de la intrepidez que conviene oponer a la tiranía, y el resplandor que acompaña a su gloria, será en los fastos de la humanidad que se verá grabado con caracteres inmortales, que vuestras armas protegieron a los pobres indios, nuestros compatriotas, y que vuestros diputados estipularon por sus intereses con igual suceso que por los vuestros! ¡Pueda vuestra conducta magnánima servir de lección útil a todo el género humano!
El Ministerio está muy lejos de renunciar a sus proyectos de engullir el resto miserable de nuestros bienes; mas, desconcertado con la resistencia inesperada, que encontró en Zipaquirá, ha variado de método para llegar al mismo fin. Adoptando, cuando menos se esperaba, un sistema contrario al que su desconfiada política había invariablemente observado, ha resuelto dar armas a los españoles americanos, e instruirles en la disciplina militar. Espera, sin duda, obtener de las tropas regladas americanas el mismo auxilio, que halla en España de las bayonetas, para hacerse obedecer. Mas, gracias al cielo, la depravación de los principios de humanidad y de moral no ha llegado al colmo entre nosotros. Nunca seremos los bárbaros instrumentos de la tiranía, y antes de manchamos con la menor gota de la sangre de nuestros hermanos inocentes, derramaremos toda la nuestra por la defensa de nuestros derechos y de nuestros intereses comunes.
Una marina poderosa, pronto a traernos todos los horrores de la destrucción, es el otro medio que nuestra resistencia pasada ha sugerido a la tiranía. Este apoyo es necesario al gobierno para la conservación de la Indias. El decreto de 8 de julio de 1787 ordena, que las rentas de la Indias (la del tabaco exceptuado) preparen los fondos suficientes para pagar la mitad, o el tercio de los enormes gastos que exige la marina real.
Nuestros establecimientos en el continente del Nuevo Mundo, aun en su estado de infancia, y cuando la potencia española estaba en su mayor declinación, han estado siempre al abrigo de toda invasión enemiga; y nuestras fuerzas, siendo ahora mucho más considerables, es claro que el aumento de tropas y de la marina, es para nosotros un gasto tan enorme como inútil a nuestra defensa. Así esta declaración formal, anunciada con tanta franqueza, no parece indicar otra cosa, sino que la vigilancia paternal, del gobierno por nuestra prosperidad (cuyas dulzuras nos ha hecho gustar hasta aquí), se propone damos nuevas pruebas de su celo y de su amor. No escuchando sino las ideas de justicia, que se deben suponer a todo gobierno, se podría creer que los fondos que debemos suministrar para el pago de los enormes gastos de la marina, son destinados a proteger nuestro comercio y multiplicar nuestras riquezas, de suerte que nuestros puertos, de la misma manera que los de España, van a ser abiertos a todas las naciones, y que nosotros mismos podremos visitar las regiones más lejanas, para vender y comprar allí de la primera mano. Entonces nuestros tesoros no saldrán más, como torrentes, para nunca volver, sino que, circulando entre nosotros se aumentarán incesantemente con la industria.
Tanto más podríamos entregamos a estas bellas esperanzas, cuanto son más conformes al sistema de unión e igualdad, cuyo establecimiento, entre nosotros, y los españoles de Europa, desea el gobierno en su decreto real. ¡Qué vasto campo va, pues, a abrirse para obtener en la Corte, en los ejércitos, y en los tribunales de la monarquía los honores y riquezas que tan constantemente se nos ha rehusado! Los españoles europeos, habiendo tenido hasta aquí la posesión exclusiva de todas estas ventajas, es bien justo pues que el gobierno, para establecer esta perfecta igualdad empiece a ponerlos en el mismo pie en que nosotros hemos estado tan largo tiempo. Nosotros solos deberíamos frecuentar los puertos de la España, y ser los dueños de su comercio, de sus riquezas, y de sus destinos. No se puede dudar que los españoles, testigos de nuestra moderación, dejen de someterse tranquilamente a este nuevo orden. El sistema de igualdad, y nuestro ejemplo, lo justifica maravillosamente.
¿Qué diría la España y su gobierno si insistiésemos seriamente en la ejecución de este bello sistema? ¿Y para qué insultamos tan cruelmente hablando de unión y de igualdad? Sí, igualdad y unión, como la de los animales de la fábula; la España se ha reservado la plaza del león. ¿Luego no es sino después de tres siglos que la posesión del Nuevo Mundo, nuestra patria, nos es debida, y que oímos hablar de la esperanza de ser iguales a los españoles de Europa? ¿ Y cómo y por qué título habríamos decaído de aquella igualdad? ¡Ah! nuestra ciega y cobarde sumisión a todos los ultrajes del gobierno, es la que nos ha merecido una idea tan despreciable y tan insultante. Queridos hermanos y compatriotas, si no hay entre vosotros quien no conozca y sienta sus agravios más vivamente que yo podría explicarlo, el ardor que se manifiesta en vuestras almas, los grandes ejemplos de vuestros antepasados, y vuestro valeroso denuedo, os prescriben la única resolución que conviene al honor que habéis heredado, que estimáis y de que hacéis vuestra vanidad. El mismo gobierno de España os ha indicado ya esta resolución, considerándoos siempre como un pueblo distinto de los españoles europeos, y esta distinción os impone la más ignominiosa esclavitud. Consintamos por nuestra parte a ser un pueblo diferente; renunciemos al ridículo sistema de unión y de igualdad con nuestros amos y tiranos; renunciemos a un gobierno, cuya lejanía tan enorme no puede procurarnos, aun en parte las ventajas que todo hombre debe esperar de la sociedad de que es miembro; a este gobierno que, lejos de cumplir con su indispensable obligación de proteger la libertad y seguridad de nuestras personas y propiedades, ha puesto el más grande empeño en destruirlas, y que en lugar de esforzarse a hacernos dichosos, acumula sobre nosotros toda especie de calamidades. Pues que los derechos y obligaciones del gobierno y de los súbditos son recíprocas, la España ha quebrantado, la primera, todos sus deberes para con nosotros: ella ha roto los débiles lazos que habrían podido unimos y estrecharnos.
La naturalaza nos ha separado de la España con mares inmensos. Un hijo que se hallaría a semejante distancia de su padre sería sin duda un insensato, si en la conducta de sus más pequeños intereses esperase siempre la resolución de su padre. El hijo está emancipado por el derecho natural; y en igual caso, un pueblo numeroso, que en nada depende de otro pueblo, de quien no tiene la menor necesidad, ¿deberá estar sujeto como un vil esclavo?
La distancia de los lugares, que por si misma, proclama nuestra independencia natural, es menor aún que la de nuestros intereses. Tenernos esencialmente necesidad de un gobierno que esté en medio de nosotros para la distribución de sus beneficios, objeto de la unión social. Depender de un gobierno distante dos, o tres mil leguas, es lo mismo que renunciar a su utilidad; y este es el interés de la Corte de España, que no aspira a damos leyes, a dominar nuestro comercio, nuestra industria, nuestros bienes y nuestras personas, sino para sacrificarlas a su ambición, a su orgullo y a su avaricia.
En fin, bajo cualquier aspecto que sea mirada nuestra dependencia de la España, se verá que todos nuestros deberes nos obligan a terminarla. Debemos hacerlo por gratitud a nuestros mayores, que no prodigaron su sangre y sus sudores, para que el teatro de su gloria o de sus trabajos, se convirtiese en el de nuestra miserable esclavitud. Debérnoslo a nosotros mismos por la obligación indispensable de conservar los derechos naturales, recibidos de nuestro Creador, derechos preciosos que no somos dueños de enajenar, y que no pueden sernos quitados sin injusticia, bajo cualquier pretexto que sea; ¿el hombre puede renunciar a su razón o puede ésta serle arrancada por fuerza? La libertad personal no le pertenece menos esencialmente que la razón. El libre uso de estos mismos derechos, es la herencia inestimable que debemos dejar a nuestra posteridad.
Sería una blasfemia el imaginar, que el supremo Bienhechor de los hombres haya permitido el descubrimiento del Nuevo Mundo, para que un corto número de pícaros imbéciles fuesen siempre dueños de desolarle, y de tener el placer atroz de despojar a millones de hombres, que no les han dado el menor motivo de queja, de los derechos esenciales recibidos de su mano divina; el imaginar que su sabiduría eterna quisiera privar, al resto del género humano, de las inmensas ventajas que en el orden natural debía procurarles un evento tan grande, y condenarle a desear que el Nuevo Mundo hubiese quedado, desconocido para siempre. Esta blasfemia está sin embargo puesta en práctica por el derecho que la España se arroga sobre la América; y la malicia humana ha pervertido el orden natural de las misericordias del Señor, sin hablar de la justicia debida a nuestro intereses particulares para la defensa de la patria. Nosotros estamos obligados a llenar, con todas nuestra fuerzas, las esperanzas de que hasta aquí el género humano ha estado privado. Descubramos otra vez de nuevo la América para todos nuestros hermanos, los habitantes de este globo, de donde la ingratitud, la injusticia y la avaricia más insensata nos han desterrado. La recompensa no será menor para nosotros que para ellos.
Las diversas regiones de la Europa, a las cuales la Corona de España ha estado obligada a renunciar, tales como el reino de Portugal, colocado en el recinto mismo de la España, y la célebre República de las Provincias Unidas, que sacudieron su yugo de hierro, nos enseñan que un continente infinitamente más grande que la España, más rico, más poderoso, más poblado, no debe depender de aquel reino, cuando se halla tan remoto, y menos aún cuando está reducido a la más dura servidumbre.
El valor con que las colonias inglesas de la América, han combatido por la libertad, de que ahora gozan gloriosamente, cubre de vergüenza nuestra indolencia. Nosotros les hemos cedido la palma, con que han coronado, las primeras, al Nuevo Mundo de una soberanía independiente. Agregad el empeño de las Cortes de España y Francia en sostener la causa de los ingleses americanos. Aquel valor acusa nuestra insensibilidad. Que sea ahora el estímulo de nuestro honor, provocado con ultrajes que han durado trescientos años.
No hay ya pretexto para excusar nuestra aparta si sufrimos más largo tiempo las vejaciones; que nos destruyan: se dirá con razón que nuestra cobardía las merece, Nuestros descendientes nos llenarán de imprecaciones amargas cuando mordiendo el freno de la esclavitud que habrán heredado, se acordaren del momento en que para ser libres no era menester sino el quererlo.
Este momento ha llegado, aconsejémosle con todos los sentimientos de una preciosa gratitud, y por pocos esfuerzos que hagamos, la sabia libertad, don precioso del cielo, acompañada de todas las virtudes y seguida de la prosperidad, comenzará su reino en el Nuevo Mundo y la tiranía será inmediatamente exterminada.
Animados de un motivo tan grande y tan justo, podemos con confianza dirigirnos al principio eterno del orden y de la justicia, implorar en nuestras humildes oraciones su divina asistencia, y con la esperanza de ser oídos, consolarnos de antemano de nuestras desgracias.
Este glorioso triunfo será completo y costara poco a la humanidad. La flaqueza del único enemigo interesado en oponerse a ella, no le permite emplear la fuerza abierta sin acelerar su ruina total, Su principal apoyo está en las riquezas que nosotros le damos; que éstas le sean rehusadas, que ellas sirvan a nuestra defensa y entonces su rabia es impotente. Nuestra causa, por otra parte, es tan justa, tan favorable al género humano, que no es posible hallar entre las otras naciones ninguna que se cargue de la infamia de combatirnos o que renunciando a sus intereses personales, ose contradecir los deseos generales en favor de nuestra libertad. El español sabio y virtuoso, que gime en silencio la opresión de su patria, aplaudirá en su corazón nuestra empresa. Se verá renacer la gloria nacional de un imperio inmenso, convertido en asilo seguro para todos los españoles, que además de la hospitalidad fraternal que siempre han hallado allí podrán respirar libremente bajo las leyes de la razón y de la justicia.
¡Plugiese a Dios que este día, el más dichoso que habrá amanecido jamás, no digo para la América, sino para el mundo entero; plugiese a Dios que llegue sin dilación! ¡Cuando a los horrores de la opresión y de la crueldad suceda el reino de la razón, de la justicia, de la humanidad; cuando el temor, las angustias y los gemidos de dieciocho millones de hombres hagan lugar a la confianza mutua, a la más franca satisfacción y al goce más puro de los beneficios del criador, cuyo nombre no se emplee más en disfrazar el robo, el fraude y la ferocidad; cuando sean echados por tierra los odiosos obstáculos que el egoísmo más insensato opone al bienestar de todo el género humano, sacrificando sus verdaderos intereses al placer bárbaro de impedir el bien ajeno, ¡qué agradable y sensible espectáculo presentarán las costas de la América, cubiertas de hombres de todas las naciones, cambiando las producciones de sus países por las nuestras! ¡Cuántos, huyendo de la opresión o de la miseria, vendrán a enriquecernos con su industria, con sus conocimientos, y a reparar nuestra población debilitada! De esta manera la América reunirá las extremidades de la tierra, y sus habitantes serán atados por el interés común de una sola grande familia de hermanos.
JUAN PABLO VISCARDO Y GUZMÁN
[1] El jesuita Juan Pablo Viscardo (o Vizcardo) y Guzmán (1748 -1798) era peruano de nacimiento y emigró a Europa luego de la expulsión de la Compañía en 1767. Vivió en Londres bajo la protección del gobierno británico y escribió esta famosa Carta en 1792. Luego de su muerte, sus papeles fueron entregados a Francisco de Miranda, quien publicó esta Carta en 1799. Rápidamente tuvo una gran difusión en toda Hispanoamérica. Ha sido denominada por su importante incidencia en el proceso emancipador como “la Primera proclama de la Revolución” o “el acta de independencia de la América Española”.
En cualquier caso, la primera edición de la Carta se realizó en la misma lengua en la parece que había sido escrita, es decir en francés, y vio la luz el año de 1799 en Londres, aun cuando erróneamente en el pie de imprenta se consigne Filadelfia para evitar, sin duda, la presumible protesta del gobierno hispano. En español apareció en 1801, traducida por el propio Miranda, quien le añadió, al igual que en la prínceps, toda una serie de notas y precisiones a pie de página para reforzar o confirmar lo que en ella se exponía. Así, figuran referencias al cronista Antonio de Herrera, a fray Bartolomé de las Casas, a Jorge Juan y Antonio de Ulloa; se incluye una larga lista de jesuitas americanos expulsados que en 1785 todavía se encontraban en Italia, etc. En el documento que reproducirnos en este artículo hemos prescindido de estas anotaciones con el propósito de respetar el original del autor.

Fuente: http://constitucionweb.blogspot.com/2010/04/carta-los-espanoles-americanos-juan.html
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El zorro que sabía demasiado. Augusto Monterroso

El zorro que sabía demasiado. Augusto Monterroso

Augusto Monterroso

Un día que el zorro estaba aburrido y hasta cierto punto melancólico y sin dinero, decidió convertirse en escritor, cosa a la cual se dedicó inmediatamente, pues odiaba ese tipo de personas que dicen voy a hacer esto y lo otro y nunca lo hacen.

Su primer libro resultó muy bueno, un éxito; todo el mundo lo aplaudió, y pronto fue traducido (a veces no muy bien) a los más diversos idiomas.

El segundo fue todavía mejor que el primero, y varios profesores norteamericanos de lo más granado del mundo académico de aquellos remotos días lo comentaron con entusiasmo y aún escribieron libros sobre los libros que hablaban de los libros del Zorro. Desde ese momento el Zorro se dio con razón por satisfecho, y pasaban los años y no publicaba otra cosa.

Pero los demás empezaron a murmurar y a repetir:

¿Qué pasa con el zorro ?, y cuando lo encontraban en los cócteles puntualmente se le acercaban a decirle tiene usted que publicar más.

– Pero si ya he publicado dos libros – respondía él con cansancio.

– Y son muy buenos -le contestaban- por eso mismo tiene usted que publicar otro.

El zorro no lo decía, pero pensaba: “En realidad lo que éstos quieren es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer”.

Y no lo hizo.

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En el insomnio. Relato de Virgilio Piñeira

En el insomnio

El hombre se acuesta temprano. No puede conciliar el sueño. Da vueltas, como es lógico, en la cama. Se enreda entre las sábanas. Enciende un cigarrillo. Lee un poco. Vuelve a apagar la luz. Pero no puede dormir. A las tres de la madrugada se levanta. Despierta al amigo de al lado y le confía que no puede dormir. Le pide consejo. El amigo le aconseja que haga un pequeño paseo a fin de cansarse un poco. Que en seguida tome una taza de tilo y que apague la luz. Hace todo esto pero no logra dormir. Se vuelve a levantar. Esta vez acude al médico. Como siempre sucede, el médico habla mucho pero el hombre no se duerme. A las seis de la mañana carga un revólver y se levanta la tapa de los sesos. El hombre está muerto pero no ha podido quedarse dormido. El insomnio es una cosa muy persistente.


José Lezama Lima y Virgilio Piñeira

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El día en que le gané a Maradona. Un texto de Cristina Peri Rossi

El día en que le gané a Maradona*
Cristina Peri Rossi

De chica me gustaba mucho jugar al fútbol, para horror de mi familia, que lo encontraba poco femenino (como si hubiera un único modelo de femineidad; que no incluía los deportes considerados varoniles) y para desconsuelo mío, ya que estaba claro, desde entonces, que era más fácil ganarse la vida como centro delantero que como escritora, bióloga o pianista, que eran mis otras opciones vitales. Mis tíos abueIos solían llevarme al Estadio Centenario, en un enorme Dodge gris, eran todos de Peñarol (yo también) y tenían la precaución de retirarse del estadio cinco minutos antes del final del partido, para evitarme las posibles trifulcas, con lo cual, a veces, me iba con el resultado equivocado, porque en el último minuto (o en el descuento) el pardo Abaddie o el flaco Schiaffino, el puntero (¿izquierdo o derecho?) metían el gol definitivo. Me enteraba porque mientras el Dodge gris enfilaba el camino de regreso, yo me quedaba mirando el mástil, donde las banderitas ascendían con cada gol. A veces, en España, donde la afición al fútbol es tan grande como lo era en el Uruguay de mi infancia, asombro a los críticos literarios o a los periodistas que vienen a hacerme entrevistas con la relación completa del “once” uruguayo que triunfó en Maracaná, única épica por la que se nos conoce en el exterior (¿el exterior de qué?, ¿cuál es el centro?, ¿quién no es exterior de algo o de alguien?). Vivo en Barcelona, pero ojo, no soy del Barça, diminutivo con el que se lo conoce. En realidad, no tengo equipo, y a veces, por solidaridad con los más pobres, con los de escasos recursos, soy del último de la tabla, o del recién ascendido: de equipos tan poco conocidos en el exterior (¿el exterior de qué?, ¿cuál es el centro?, ¿quién no es el exterior de algo o de alguien?) como el Alavés o el Numancia. No soy del Barça por los mismos motivos que no soy del Real Madrid: porque se han convertido en empresas multimillonarias dirigidas a golpes de talón bancario, que especulan con los sentimientos nacionalistas o localistas de los aficionados, que necesitan adherirse a algo, y dicen “ganamos” o “perdimos” en un proceso de identificación por el que siento una repugnancia instintiva.

He vivido durante muchos años a cien metros del estadio del Barcelona y sólo una vez fui a ver un partido: el de Barcelona con Peñarol, en un innoble torneo de verano de escasa atención. O sea soy una sentimental, cosa que todo el mundo que me conoce sabe. Esa tarde admiré el enorme estadio del equipo local, el bonito césped, las instalaciones flamantes, y me sentí completamente rara, verdaderamente extranjera: sin lugar a dudas yo era la única espectadora hincha de Peñarol. Me dan miedo las multitudes enfervorizadas por un lema político, una canción de moda, un credo religioso o cualquier cosa que pueda convertirse en fanatismo, y casi todo es susceptible de ser objeto fanático: lo que importa es el proceso, no el objeto. Al cuarto de hora, Peñarol metió un gol que no me animé a aplaudir en medio del silencio sepulcral del estadio, pero algún lector que me reconoció, entre el público, me gritó, en castellano con acento catalán: “¡Aplauda, aplauda, escritora, es su equipo!”. De modo que me volví, me sentí un poco más tranquila: quizás era un lector catalán que me concedía venia para hinchar por el equipo de mi país de nacimiento. (Los catalanes comprenden muy bien los nacionalismos, salvo uno: el español.) Una golondrina no hace verano, y el partido terminó Barcelona 3, Peñarol 1, como era dado esperar.

Vi a a Maradona jugar en el Barça, por televisión, en la difícil etapa que vivió en esta ciudad (¿cuál de sus etapas no ha sido difícil?) y creo que alguna vez escribí algún artículo, en la prensa española, acerca de los problemas que para un pibe porteño de origen pobre podía significar un éxito tan fulgurante, un cambio tan radical de manera de vivir. (El hecho de que hablara de sí mismo en tercera persona me parecía completamente significativo de una disociación, de un desdoblamiento.) El capitalismo salvaje infla, hincha, especula, aprovecha, consume, y hay que ser muy fuerte, muy maduro para aguantar el proceso: el ascenso y la caída.

Romario fue mucho más astuto que Maradona; tiene, aparentemente, mejores defensas psicológicas: también pasó por el Barcelona, pero se rió de todo el mundo. Y Rivaldo es un obrero capacitado: rinde cuando tiene que rendir, se la juega, pero sabe que la fortuna es transitoria y exige, no derrocha, no se entrega si no es mediante cuantiosos talones (bancarios, no de Aquiles).

Poco antes de fin de año leí que Maradona había publicado unas memorias, convenientemente escritas por otra persona, y que el libro tenía muchísimo éxito. Pero la noche de fin de año, una querida amiga uruguaya me pasó un fax desde Montevideo, con una página de la Guía del Ocio, donde se destacaban los libros más vendidos en la Feria del Libro. Para mi asombro, mi novela El amor es una droga dura figuraba primero en la lista, y tercero el de Maradona. Mi sorpresa fue mayúscula, por varias razones. La primera, es que mi editorial en Argentina, Seix-Barral, ni siquiera me comunicó que mi novela había sido publicada (en España el mismo sello la editó hace más de un año), no tengo un ejemplar, no he visto ni la portada. El segundo motivo es el orgullo. Les confieso que haberle ganado a Maradona me llena de satisfacción. En estas economías liberales donde todo se vende, especialmente el mal gusto, la chabacanería, el sensacionalismo, las vacas locas, la sangre contaminada, donde lo único que importa es la imagen (parecer y no ser), ganarle a Maradona es ganarle al sistema, que en materia de ediciones consiste en publicarlo todo, con la mayor frivolidad del mundo, inventándose genios, talentos y escritores inexistentes, o empleando el éxito en el periodismo o en la televisión para lanzar libros de leer y tirar. Ganarle a Maradona no entraba en mis proyectos, ni en mis aspiraciones. No puedo menos que agradecérselo a los lectores de mi país.

* Publicado en el diario digital La insignia el 9 de febrero del 2001.

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La literatura es fuego. Mario vargas LLosa

La literatura es fuego

Texto del discurso de Mario Vargas Llosa al recibir el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos el 4 de Agosto de 1967 en Caracas.

Hace aproximadamente treinta años, un joven que había leído con fervor los primeros escritos de Breton, moría en las sierras de Castilla, en un hospital de caridad, enloquecido de furor. Dejaba en el mundo una camisa colorada y “Cinco metros de poemas” de una delicadeza visionaria singular. Tenía un nombre sonoro y cortesano, de virrey, pero su vida había sido tenazmente oscura, tercamente infeliz. En Lima fue un provinciano hambriento y soñador que vivía en el barrio del Mercado, en una cueva sin luz, y cuando viajaba a Europa, en Centroamérica, nadie sabe por qué, había sido desembarcado, encarcelado, torturado, convertido en una ruina febril. Luego de muerto, su infortunio pertinaz, en lugar de cesar, alcanzaría una apoteosis: los cañones de la guerra civil española borraron su tumba de la tierra, y, en todos estos años, el tiempo ha ido borrando su recuerdo en la memoria de las gentes que tuvieron la suerte de conocerlo y de leerlo. No me extrañaría que las alimañas hayan dado cuenta de los ejemplares de su único libro, encerrado en bibliotecas que nadie visita, y que sus poemas, que ya nadie lee, terminen muy pronto trasmutados en humo, en viento, en nada, como la insolente camisa colorada que compró para morir. Y, sin embargo, este compatriota mío había sido un hechicero consumado, un brujo de la palabra, un osado arquitecto de imágenes, un fulgurante explotador del sueño, un creador cabal y empecinado que tuvo la lucidez, la locura necesarias para asumir su vocación de escritor como hay que hacerlo: como una diaria y furiosa inmolación.

Convoco aquí, esta noche, su furtiva silueta nocturna, para aguar mi propia fiesta, esta fiesta que han hecho posible, conjugados, la generosidad venezolana y el nombre ilustre de Rómulo Gallegos, porque la atribución a una novela mía del magnifico premio creado por el Instituo Nacional de Cultura y Bellas Artes como estímulo y desafío a los novelistas de lengua española y como homenaje a un gran creador americano, no sólo me llena de reconocimiento hacia Venezuela; también, y sobre todo, aumenta mi responsabilidad de escritor. Y el escritor, ya lo saben ustedes, es el eterno aguafiestas. El fantasma silencioso de Oquendo de Amat, instalado aquí, a mi lado, debe hacernos recordar a todos -pero en especial a este peruano que usteddes arrebataron a su refugio del Valle del Canguro, en Londres, y trajeron a Caracas, y abrumaron de amistad y de honores- el destino sombrío que ha sido, que es todavía en tantos casos, el de los creadores en América Latina. Es verdad que no todos nuestros escritores han sido probados al extremo de Oquendo de Amat; algunos consiguieron vencer la hostilidad, la indiferencia, el menosprecio de nuestros países por la literatura, y escribieron, publicaron y hasta fueron leídos. Es verdad que no todos pudieron ser matados de hambre, de olvido o de ridículo. Pero estos afortunados constituyen la excepción. Como regla general, el escritor latinoamericano ha vivido y escrito en condiciones excepcionalmente difíciles, porque nuestras sociedades habían montado un frío, casi perfecto mecanismo para desalentar y matar en él la vocación. Esa vocación, además de hermosa, es absorbente y tiránica, y reclama de sus adeptos una entrega total. ¿Cómo hubieran podido hacer de la literatura un destino excluyente, una militancia, quienes vivían rodeados de gentes que, en su mayoría, no sabían leer o no podían comprar libros, y en su minoría, no les daba la gana de leer? Sin editores, sin lectores, sin un ambiente cultural que lo azuzara y exigiera, el escritor latinoamericano ha sido un hombre que libraba batallas sabiendo desde un principio que sería vencido. Su vocación no era admirada por la sociedad, apenas tolerada; no le daba de vivir, hacía de él un productor disminuido y ad-honorem. El escritor en nuestras tierras ha debido desdoblarse, separar su vocación de su acción diaria, multiplicarse en mil oficios que lo privaban del tiempo necesario para escribir y que a menudo repugnaban a su conciencia, y a sus convicciones. Porque, además de no dar sitio en su seno a la literatura, nuestras sociedades han alentado una desconfianza constante por este ser marginal, un tanto anónimo que se empeñaba,
contra toda razón, en ejercer un oficio que en la circunstancia latinoamericana resultaba casi irreal. Por eso nuestros escritores se han frustrado por docenas, y han desertado su vocación, o la han traicionado, sirviéndola a medias y a escondidas, sin porfía y sin rigor.

Pero es cierto que en los últimos años las cosas empiezan a cambiar. Lentamente se insinúa en nuestros países un clima más hospitalario para la literatura. Los círculos de lectores comienzan a crecer, las burguesías descubren que los libros importan, que los escritores son algo más que locos benignos, que ellos tienen una función que cumplir entre los hombres. Pero entonces, a medida que comience a hacerse justicia el escritor latinoamericano, o más bien, a medida que comience a rectificarse la injusticia que ha pesado sobre él, una amenaza puede surgir, un peligro endiabladamente sutil. Las mismas sociedades que exilaron y rechazaron al escritor, pueden pensar ahora que conviene asimilarlo, integrarlo, conferirle una especie de estatuto oficial. Es preciso, por eso, recordar a nuestras sociedades lo que les espera. Advertirles que la literatura es fuego, que ella significa inconformismo y rebelión, que la razón del ser del escritor es la protesta, la contradicción y la crítica. Explicarles que no hay término medio: que la sociedad suprime para siempre esa facultad humana que es la creación artística y elimina de una vez por todas a ese perturbador social que es el escritor o admite la literatura en su seno y en ese caso no tiene más remedio que aceptar un perpetuo torrente de agresiones, de ironías, de sátiras, que irán de lo adjetivo a lo esencial, de lo pasajero a lo permanente, del vértice a la base de la pirámide social. Las cosas son así y no hay escapatoria: el escritor ha sido, es y seguirá siendo un descontento. Nadie que esté satisfecho es capaz de escribir, nadie que esté de acuerdo, reconciliado con la realidad, cometería el ambicioso desatino de inventar realidades verbales. La vocación literaria nace del desacuerdo de un hombre con el mundo, de la intuición de deficiencias, vacíos y escorias a su alrededor. La literatura es una forma de insurrección permanente y ella no admite las camisas de fuerza. Todas las tentativas destinadas a doblegar su naturaleza airada, díscola, fracasarán. La literatura puede morir pero no será nunca conformista.

Sólo si cumple esta condición es útil la literatura a la sociedad. Ella contribuye al perfeccionamiento humano impidiendo el marasmo espiritual, la autosatisfacción, el inmovilismo, la parálisis humana, el reblandecimiento intelectual o moral. Su misión es agitar, inquietar, alarmar, mantener a los hombres en una constante insatisfacción de sí mismos: su función es estimular sin tregua la voluntad de cambio y de mejora, aun cuando para ello daba emplear las armas más hirientes y nocivas. Es pretiso que todos lo comprendan de una vez: mientras más duros y terribles sean los escritos de un autor contra su país, más intensa será la pasión que lo una a él. Porque en el dominio de la literatura, la violencia es una prueba de amor.

La realidad americana, claro está, ofrece al escritor un verdadero festín de razones para ser un insumiso y vivir descontento. Sociedades donde la injusticia es ley, paraíso de ignorancia, de explotación, de desigualdades cegadoras de miseria, de condenación económica cultural y moral, nuestras tierras tumultuosas nos suministran materiales suntuosos, ejemplares, para mostrar en ficciones, de manera directa o indirecta, a través de hechos, sueños, testimonios, alegorías, pesadillas o visiones, que la realidad está mal hecha, que la vida debe cambiar. Pero dentro de diez, veinte o cincuenta años habrá llegado, a todos nuestros paises como ahora a Cuba la hora de la justicia social y América Latina entera se habrá emancipado del imperio que la saquea, de las castas que la explotan, de las fuerzas que hoy la ofenden y reprimen. Yo quiero que esa hora llegue cuanto antes y que América Latina ingrese de una vez por todas en la dignidad y en la vida moderna, que el socialismo nos libere de nuestro anacronismo y nuestro horror. Pero cuando las injusticias sociales desaparezcan, de ningún modo habrá llegado para el escritor la hora del consentimiento, la subordinación o la complicidad oficial. Su misión seguirá, deberá seguir siendo la misma; cualquier transigencia en este dominio constituye, de parte del escritor, una traición. Dentro de la nueva sociedad, y por el camino que nos precipiten nuestros fantasmas y demonios personales, tendremos que seguir, como ayer, como ahora, diciendo no, rebelándonos, exigiendo que se reconozca nuesto derecho a disentir, mostrando, de esa manera viviente y mágica como sólo la literatura puede hacerlo, que el dogma, la censura, la arbitrariedad son también enemigos mortales del progreso y de la dignidad humana, afirmando que la vida no es simple ni cabe en esquemas, que el camino de la verdad no siempre es liso y recto, sino a menudo tortuoso y abrupto, demostrando con nuestros libros una y otra vez la esencial complejidad y diversidad del mundo y la ambigüedad contradictoria de los hechos humanos. Como ayer, como ahora, si amamos nuestra vocación, tendremos que seguir librando las treinta y dos guerras del coronel Aureliano Buendía, aunque, como a él, nos derroten en todas.

Nuestra vocación ha hecho de nosotros, los escritores, los profesionales del descontento, los perturbadores conscientes o inconscientes de la sociedad, los rebeldes con causa, los insurrectos irredentos del mundo, los insoportables abogados del diablo. No sé si está bien o si está mal, sólo sé que es así. Esta es la condición del escritor y debemos reivindicarla tal como es. En estos años en que comienza a descubrir, aceptar y auspiciar la literatura, América Latina debe saber, también, la amenaza que se cierne sobre ella, el duro precio que tendrá que pagar por la cultura. Nuestras sociedades deben estar alertadas: rechazado o aceptado, perseguido o premiado, el escritor que merezca este nombre seguirá arrojándoles a los hombres el espectáculo no siempre grato de sus miserias y tormentos.

Otorgándome este premio que agradezco profundamente, y que he aceptado porque estimo que no exige de mí ni la más leve sombra de compromiso ideológico, político o estético, y que otros escritores latinoamericanos con más obra y más méritos que yo, hubieron debido recibir en mi lugar -pienso en el gran Onetti, por ejemplo, a quien América Latina no ha dado aún el reconocimiento que merece- demostrándome desde que pisé esta ciudad enlutada tanto afecto, tanta cordialidad. Venezuela ha hecho de mí un abrumado deudor. La única manera como puedo pagar esa deuda es siendo, en la medida de mis fuerzas, más fiel, más leal, a esta vocación de escritor que nunca sospeché me depararía una satisfacción tan grande como la de hoy.

Fuente: http://www.geocities.com/boomlatino/vpremio01.html Leer más

CIVILIZACIÓN Y BARBARIE Definiciones.

CIVILIZACIÓN Y BARBARIE

Conceptos que en su conjunción encierran una problemática de múltiples niveles que cruza la historia y la cultura americanas desde el momento de la conquista. Los conceptos fueron fijados en la tradición latinoamericana de forma antinómica por el prócer argentino Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888) en su polémico libro Civilización y Barbarie: vida de Juan Facundo Quiroga (1845). En él queda claramente establecido el conflicto entre la cultura europea y estadounidense consideradas culmen de la civilización opuesta a la cultura americana, entendida como sinónimo de barbarie. La preferencia de Sarmiento fue en favor de la civilización occidental que estimó como modelo a imitar.

La formulación de la antinomia tiene su antecedente en la propia historia de Occidente. Fernand Braudel, desde una óptica eurocentrista, rastreó los orígenes de ambos términos especificando que la

“civilización” –un neologismo– aparece tardía y casi furtivamente en Francia en el siglo XVII. Fue fabricado a partir de las palabras “civilizado” y “civilizar” que existían desde hacia mucho tiempo y que eran frecuentemente utilizadas en el siglo XVI. Al cobrar sentido, civilización se opone, grosso modo, a barbarie. Por un lado están los pueblos civilizados; por el otro, los pueblos salvajes, primitivos o bárbaros (Braudel, 1991: 12-13).

Es evidente que la fijación terminológica europea resultó el punto conclusivo de un largo proceso histórico de la construcción imaginaria de dos figuras: el civilizado y el bárbaro. Tales figuras aparecen dentro del marco cultural helénico clásico. Es de observarse que entre los griegos el sentido de bárbaro no tenía connotaciones racistas, sólo de distinción, por lo que inclusive hablaban de las “sabidurías bárbaras”. La cristiandad medieval reelaboró la visión del bárbaro legada por la antigüedad clásica, envolviéndola con todos aquellos enunciados propios de la cultura medieval. Para el siglo XVI Europa o más específicamente españoles y portugueses emplearon la compleja figura del bárbaro como clave de interpretación sobre los indios de América, con lo que se inicia el proceso de barbarización del negro y posteriormente del indio. El indio en algunos momentos fue visto como el buen salvaje viviendo en la simplicidad de la naturaleza, pero en otros fue considerado un ser presa de sus instintos, degradado y corrompido. El hombre americano fue, pues, construido como antítesis del hombre civilizado por excelencia, el europeo. Semejante polémica atraviesa la época colonial hasta desembocar en el período independiente.

Las figuras del civilizado y del bárbaro alcanzaron en América Latina su formulación definitiva en la obra de Sarmiento. La antinomia por un lado expresaba las aspiraciones de la clase burguesa argentina, y más ampliamente latinoamericana, en ascenso durante la centuria pasada. Y, por otro, la prevalencia de las ideas ilustradas y positivistas, que buscaban la consolidación de un status favorable a los intereses de la burguesía. Bajo tal orientación los conceptos de civilización y barbarie nunca llegaron a ser criticados a fondo para constatar si respondían auténticamente a la problemática de la identidad y la cultura latinoamericanas. Fueron aceptados como inevitable alternativa a ser resuelta por el camino de la elección de uno de ellos. Sarmiento concibió inicialmente su libro como un esquema para comprender la inestable estructura cultural de la Argentina sometida a la dictadura gaucha de Juan Manuel de Rosas, pero el libro desbordó esta intención acabando por convertirse en un análisis global de la propia naturaleza de América Latina. En la visión sarmentiana el continente se encontraba en la encrucijada de la barbarie indígena y de la civilización occidental o, con otras palabras, naturaleza contra cultura, donde no cabía la asunción simultánea de ambos extremos. La civilización no es otra cosa que la alternativa asociada a Europa y los Estados Unidos, alternativa que incuestionablemente conducía al desarrollo y al progreso.

Esta comprensión unilateral impidió al prócer argentino ver y denunciar lo que también tiene de negativo la civilización occidental, cuyo otro rostro es el del salvajismo, el primitivismo y la violencia. La ciudad, en especial la “culta Buenos Aires”, fue sin discusión considerada por Sarmiento el asiento propio de la civilización, depositaria de orden y progreso; heredera del cosmopolitismo europeo y escenario inseparable de los hombres civilizados. La ciudad era la muralla que detenía la embestida del campo. La barbarie tenía su ámbito natural y pavoroso en el campo. En el insondable espacio rural los instintos del bárbaro, el gaucho y el indio, cabalgaban sin freno. En suma, Sarmiento apostó por lo moderno en contra de la tradición; por el hombre cultivado y letrado contra el bárbaro ignorante; por la idea occidental de civilización contra el localismo centrífugo del espacio rural. Pero, en su cruzada civilizatoria Sarmiento no estuvo solo.

Empero, la antinomia civilización y barbarie con el paso del tiempo fue difuminando los perfiles con que la cinceló Sarmiento para ser sublimada o desplazada hacia otros esquemas simbólicos, con lo que al civilizado y al bárbaro se le otorgaron nuevas representaciones. Como fue el caso de José Enrique Rodó en el que la civilización pasó a ser sinónimo de espiritualidad e inteligencia encarnada en la figura etérea de Ariel (véase: Arielismo), cuya antinomia es la barbarie materialista de Calibán. Así, la figura del civilizado y su contraparte el bárbaro resurgirán con distinto vestuario en el amplio espectro de la cultura y el pensamiento latinoamericanos desde fines del siglo pasado hasta el presente.

Bartra, Roger. El salvaje en el espejo, ERA, México, 1992. Franco, Jean. La cultura moderna en América Latina, Joaquín Mortiz, México, 1971. Braudel, Fernand. Las civilizaciones actuales, REI, México, 1991. Gracia, Jorge y Jaksic, Iván. Filosofía e identidad cultural en América Latina, Monte Ávila, Venezuela, 1988. Hurbon, Laënnec. El bárbaro imaginario, FCE, México, 1993. Moreno Durán, Rafael Humberto. De la barbarie a la imaginación. La experiencia leída, Tercer Mundo Editores, Colombia, 1988. Ortega Medina, Juan A. Imaginología del bueno y del mal salvaje, UNAM, México, 1987. Sarmiento, Domingo Faustino. Facundo. Civilización y barbarie, Biblioteca Ayacucho, Venezuela, 1977. Zea, Leopoldo. Discurso desde la marginación y la barbarie, Anthropos, Barcelona, 1988.

(HGAL)

Fuente:
Diccionario de Filosofía Latinoamericana

http://www.cialc.unam.mx/pensamientoycultura/biblioteca%20virtual/diccionario/posmodernidad.htm Leer más

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