Carta definitiva del Che a Fidel Castro

CARTA A FIDEL CASTRO

Habana “Año de la Agricultura”, Fidel:

Me recuerdo en esta hora de muchas cosas, de cuando te conocí en casa de María Antonia,
de cuando me propusiste venir, de toda la tensión de los preparativos.
Un día pasaron preguntando a quién se debía avisar en caso de muerte y la posibilidad real del hecho nos golpeó a todos.
Después supimos que era cierto, que en una revolución se triunfa o se muere (si es verdadera).
Muchos compañeros quedaron a lo largo del camino hacia la victoria.
Hoy todo tiene un tono menos dramático porque somos más maduros, pero el hecho se repite.
Siento que he cumplido la parte de mi deber que me ataba a la revolución cubana en su territorio y me despido de ti, de los compañeros, de tu pueblo, que ya es mío.
Hago formal renuncia de mis cargos en la dirección del partido, de mi puesto de ministro, de mi grado de comandante, de mi condición de cubano.
Nada legal me ata a Cuba, sólo lazos de otra clase que no se pueden romper como los nombramientos.
Haciendo un recuento de mi vida pasada creo haber trabajado con suficiente honradez y dedicación para consolidar el triunfo revolucionario.
Mi única falta de alguna gravedad es no haber confiado más en ti desde los primeros momentos de la Sierra Maestra y no haber comprendido con suficiente celeridad tus cualidades de conductor y de revolucionario
He vivido días magníficos y sentí a tu lado el orgullo de pertenecer a nuestro pueblo en los días luminosos y tristes de la crisis del Caribe.
Pocas veces brilló más alto un estadista que en esos días, me enorgullezco también de haberte seguido sin vacilaciones, identificado con tu manera de pensar y de ver y apreciar los peligros y los principios.
Otras tierras del mundo reclaman el concurso de mis modestos esfuerzos.
Yo puedo hacer lo que te está negado por tu responsabilidad al frente de Cuba y llegó la hora de separarnos.
Sépase que lo hago con una mezcla de alegría y dolor; aquí dejo lo más puro de mis esperanzas de constructor y lo más querido entre mis seres queridos… y dejo un pueblo que me admitió como su hijo:
eso lacera una parte de mi espíritu.
En los nuevos campos de batalla llevaré la fe que me inculcaste, el espíritu revolucionario de mi pueblo, la sensación de cumplir con el más sagrado de los deberes:
luchar contra el imperialismo dondequiera que esté; esto reconforta y cura con creces cualquier desgarradora.
Digo una vez más que libero a Cuba de cualquier responsabilidad, salvo la que emane de su ejemplo.
Que si me llega la hora definitiva bajo otros cielos, mi último pensamiento, será para este pueblo y especialmente para ti.
Que te doy las gracias por tus enseñanzas y tu ejemplo y que trataré de ser fiel hasta la últimas consecuencias de mis actos.
Que he estado identificado siempre con la política exterior de nuestra revolución y lo sigo estando.
Que en dondequiera que me pare sentiré la responsabilidad de ser revolucionario cubano y como tal actuaré.
Que no dejo a mis hijos y mi mujer nada material y no me apena; me alegro que así sea.
Que no pido nada para ellos, pues el Estado les dará lo suficiente para vivir y educarse.
Tendría muchas cosas que decirte a ti y a nuestro pueblo pero siento que son innecesarias, las palabras no pueden expresar lo que yo quisiera, y no vale la pena emborronar cuartillas.

Hasta la victoria siempre. ¡Patria o Muerte! te abraza con todo fervor revolucionario El Che

Fuente: http://www.geocities.com/ernestoelcheguevara/cartas.htm

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El hombre nuevo. Ernesto “Che” Guevara.”

EL HOMBRE NUEVO”

Ernesto “Che” Guevara

Estimado compañero: Acabo estas notas en viaje por el Africa, animado del deseo de cumplir, aunque tardíamente, mi promesa. Quisiera hacerlo tratando el tema del título. Creo que pudiera ser interesante para los lectores uruguayos.

Es común escuchar de boca de los voceros capitalistas, como un argumento en la lucha ideológica contra el socialismo, la afirmación de que este sistema social o el periodo de construcción del socialismo al que estamos nosotros abocados, se caracteriza por la abolición del individuo en aras del Estado. No pretenderé refutar esta afirmación sobre una base meramente teórica, sino establecer los hechos tal cual se viven en Cuba y agregar comentarios de índole general. Primero esbozaré a grandes rasgos la historia de nuestra lucha revolucionaria antes y después de la toma del poder.

Como es sabido, la fecha precisa en que se iniciaron las acciones revolucionarias que culminarían el primero de enero de 1959, fue el 26 de julio de 1953. Un grupo de hombres dirigidos por Fidel Castro atacó la madrugada de ese día el Cuartel Moncada, en la provincia de Oriente. El ataque fue un fracaso, el fracaso se transformó en desastre y los sobrevivientes fueron a parar a la cárcel, para reiniciar, luego de ser amnistiados, la lucha revolucionaria.

Durante este proceso, en el cual solamente existían gérmenes de socialismo, el hombre era un factor fundamental. En él se confiaba, individualizado, específico, con nombre y apellido, y de su capacidad de acción dependía el triunfo o el fracaso del hecho encomendado.

Llegó la etapa de la lucha guerrillera. Esta se desarrolló en dos ambientes distintos: el pueblo, masa todavía dormida a quien había que movilizar, y su vanguardia, la guerrilla, motor impulsor de la movilización, generador de conciencia revolucionaria y de entusiasmo combativo. Fue esta vanguardia el agente catalizador, el que creó las condiciones subjetivas necesarias para la victoria. También en ella, en el marco del proceso de proletarización de nuestro pensamiento, de la revolución que se operaba en nuestros hábitos, en nuestras mentes, el individuo fue el factor fundamental. Cada uno de los combatientes de la Sierra Maestra que alcanzara algún grado superior en las fuerzas revolucionarias, tiene una historia de hechos notables en su haber.

En base a éstos lograba sus grados.

Fue la primera época heroica, en la cual se disputaban por lograr un cargo de mayor responsabilidad, de mayor peligro, sin otra satisfacción que el cumplimiento del deber. En nuestro trabajo de educación revolucionaria, volvemos a menudo sobre este tema aleccionador. En la actitud de nuestros combatientes se vislumbra al hombre del futuro.

En otras oportunidades de nuestra historia se repitió el hecho de la entrega total a la causa revolucionaria. Durante la crisis de octubre o en los días del ciclón “Flora”, vimos actos de valor y sacrificio excepcionales realizados por todo un pueblo. Encontrar la fórmula para perpetuar en la vida cotidiana esa actitud heroica, es una de nuestras tareas fundamentales desde el punto de vista ideológico.

En enero de 1959 se estableció el gobierno revolucionario con la participación en él de varios miembros de la burguesía entreguista. La presencia del Ejército Rebelde constituía la garantía de poder, como factor fundamental de fuerza.

Se produjeron en seguida contradicciones serias, resueltas, en primera instancia, en febrero del 59, cuando Fidel Castro asumió la jefatura de gobierno con el cargo de primer ministro. Culminaba el proceso en julio del mismo año, al renunciar el presidente Urrutia ante la presión de las masas.

Aparecía en la historia de la Revolución Cubana, ahora con caracteres nítidos, un personaje que se repetirá sistemáticamente: la masa.

Este ente multifacético no es, como se pretende, la suma de elementos de la misma categoría (reducidos a la misma categoría, además por el sistema impuesto), que actúa como un manso rebaño. Es verdad que sigue sin vacilar a sus dirigentes, fundamentalmente a Fidel Castro, pero el grado en que él ha ganado esa confianza responde precisamente a la interpretación cabal de los deseos del pueblo, de sus aspiraciones, y a la lucha sincera por el cumplimiento de las promesas hechas.

La masa participó en la Reforma Agraria y en el difícil empeño de la administración de las empresas estatales; pasó por la experiencia heroica de Playa Girón; se forjó en las luchas contra las distintas bandas de bandidos armadas por la CIA; vivió una de las definiciones más importantes de los tiempos modernos en la crisis de octubre y sigue hoy trabajando en la construcción del socialismo.

Vistas las cosas desde un punto de vista superficial, pudiera parecer que tienen razón aquellos que hablan de la supeditación del individuo al Estado; la masa realiza con entusiasmo y disciplina sin iguales las tareas que el gobierno fija, ya sean de índole económica, cultural, de defensa, deportiva, etcétera. La iniciativa parte en general de Fidel o del alto mando de la Revolución y es explicada al pueblo que la toma como suya. Otras veces, experiencias locales se toman por el partido y el gobierno para hacerlas generales, siguiendo el mismo procedimiento.

Sin embargo, el Estado se equivoca a veces. Cuando una de esas equivocaciones se produce, se nota una disminución del entusiasmo colectivo por efectos de una disminución cuantitativa de cada uno de los elementos que la forman, y el trabajo se paraliza hasta quedar reducido a magnitudes insignificantes; es el instante de rectificar.

Así sucedió en marzo de 1962 ante la política sectaria impuesta al partido por Aníbal Escalante.

Es evidente que el mecanismo no basta para asegurar una sucesión de medidas sensatas y que falta una conexión más estructurada con la masa. Debemos mejorarlo durante el curso de los próximos años, pero, en el caso de las iniciativas surgidas en los estratos superiores del gobierno, utilizamos por ahora el método casi intuitivo de auscultar las reacciones generales frente a los problemas planteados.

Maestro en ello es Fidel, cuyo particular modo de integración con el pueblo sólo puede apreciarse viéndolo actuar. En las grandes concentraciones públicas se observa algo así como el diálogo de dos diapasones cuyas vibraciones provocan otras nuevas en el interlocutor. Fidel y la masa comienzan a vibrar en un diálogo de intensidad creciente hasta alcanzar el clímax en un final abrupto, coronado por nuestro grito de lucha y de victoria.

Lo difícil de entender para quien no viva la experiencia de la Revolución es esa estrecha unidad dialéctica existente entre el individuo y la masa, donde ambos se interrelacionan y, a su vez, la masa, como conjunto de individuos, se interrelaciona con los dirigentes.

En el capitalismo se pueden ver algunos fenómenos de este tipo cuando aparecen políticos capaces de lograr la movilización popular, pero si no se trata de un auténtico movimiento social, en cuyo caso no es plenamente lícito hablar de capitalismo, el movimiento vivirá lo que la vida de quien lo impulse o hasta el fin de las ilusiones populares, impuesto por el rigor de la sociedad capitalista. En ésta, el hombre está dirigido por un frío ordenamiento que, habitualmente, escapa al dominio de su comprensión. El ejemplar humano, enajenado, tiene un invisible cordón umbilical que le liga a la sociedad en su conjunto: la ley del valor. Ella actúa en todos los aspectos de su vida, va modelando su camino y su destino.

Las leyes del capitalismo, invisibles para el común de las gentes y ciegas, actúan sobre el individuo sin que éste se percate. Sólo ve la amplitud de un horizonte que aparece infinito. Así lo presenta la propaganda capitalista que pretende extraer del caso Rockefeller —verídico o no—, una lección sobre las posibilidades de éxito. La miseria que es necesario acumular para que surja un ejemplo así y la suma de ruindades que conlleva una fortuna de esa magnitud, no aparecen en el cuadro y no siempre es posible a las fuerzas populares aclarar estos conceptos. (Cabría aquí la disquisición sobre cómo en los países imperialistas los obreros van perdiendo su espíritu internacional de clase al influjo de una cierta complicidad en la explotación de los países dependientes y cómo este hecho, al mismo tiempo, lima el espíritu de lucha de las masas en el propio país, pero ése es un tema que sale de la intención de estas notas.)

De todos modos, se muestra el camino con escollos que, aparentemente, un individuo con las cualidades necesarias puede superar para llegar a la meta. E1 premio se avizora en la lejanía; el camino es solitario. Además, es una carrera de lobos: solamente se puede llegar sobre el fracaso de otros.

Intentaré, ahora, definir al individuo, actor de ese extraño y apasionante drama que es la construcción del socialismo, en su doble existencia de ser único y miembro de la comunidad.

Creo que lo más sencillo es reconocer su cualidad de no hecho, de producto no acabado. Las taras del pasado se trasladan al presente en la conciencia individual y hay que hacer un trabajo continuo para erradicarlas.

El proceso es doble, por un lado actúa la sociedad con su educación directa e indirecta, por otro, el individuo se somete a un proceso consciente de autoeducación.

La nueva sociedad en formación tiene que competir muy duramente con el pasado. Esto se hace sentir no sólo en la conciencia individual, en la que pesan los residuos de una educación sistemáticamente orientada al aislamiento del individuo, sino también por el carácter mismo de este periodo de transición, con persistencia de las relaciones mercantiles. La mercancía es la célula económica de la sociedad capitalista; mientras exista, sus efectos se harán sentir en la organización de la producción y, por ende, en la conciencia.

En el esquema de Marx se concebía el periodo de transición como resultado de la transformación explosiva del sistema capitalista destrozado por sus contradicciones; en la realidad posterior se ha visto cómo se desgajan del árbol imperialista algunos países que constituyen las ramas débiles, fenómeno previsto por Lenin. En éstos, el capitalismo se ha desarrollado lo suficiente como para hacer sentir sus efectos, de un modo u otro, sobre el pueblo, pero no son propias contradicciones las que, agotadas todas las posibilidades, hacen saltar el sistema. La lucha de liberación contra un opresor externo, la miseria provocada por accidentes extraños, como la guerra, cuyas consecuencias hacen recaer las clases privilegiadas sobre los explotados, los movimientos de liberación destinados a derrocar regímenes neocoloniales, son los factores habituales de desencadenamiento. La acción consciente hace el resto.

En estos países no se ha producido todavía una educación completa para el trabajo social y la riqueza dista de estar al alcance de las masas mediante el simple proceso de apropiación. El subdesarrollo por un lado y la habitual fuga de capitales hacia países “civilizados” por otro, hacen imposible un cambio rápido y sin sacrificios. Resta un gran tramo a recorrer en la construcción de la base económica y la tentación de seguir los caminos trillados del interés material, como palanca impulsora de un desarrollo acelerado, es muy grande.

Se corre el peligro de que los árboles impidan ver el bosque. Persiguiendo la quimera de realizar el socialismo con la ayuda de las armas melladas que nos legara el capitalismo (la mercancía como célula económica, la rentabilidad, el interés material individual como palanca, etcétera), se puede llegar a un callejón sin salida. Y se arriba allí tras de recorrer una larga distancia en la que los caminos se entrecruzan muchas veces y donde es difícil percibir el momento en que se equivocó la ruta. Entre tanto, la base económica adaptada ha hecho su trabajo de zapa sobre el desarrollo de la conciencia. Para construir el comunismo, simultáneamente con la base material hay que hacer al hombre nuevo.

De allí que sea tan importante elegir correctamente el instrumento de movilización de las masas. Ese instrumento debe ser de índole moral, fundamentalmente, sin olvidar una correcta utilización del estímulo material, sobre todo de naturaleza social.

Como ya dije, en momentos de peligro extremo es fácil potenciar los estímulos morales; para mantener su vigencia, es necesario el desarrollo de una conciencia en la que los valores adquieran categorías nuevas. La sociedad en su conjunto debe convertirse en una gigantesca escuela.

Las grandes líneas del fenómeno son similares al proceso de formación de la conciencia capitalista en su primera época. El capitalismo recurre a la fuerza, pero, además, educa a la gente en el sistema. La propaganda directa se realiza por los encargados por explicar la ineluctabilidad de un régimen de clase, ya sea de origen divino o por imposición de la naturaleza como ente mecánico. Esto aplaca a las masas que se ven oprimidas por un mal contra el cual no es posible la lucha.

A continuación viene la esperanza, y en esto se diferencia de los anteriores regímenes de casta que no daban salida posible.

Para algunos continuará vigente todavía la fórmula de casta: el premio a los obedientes consiste en el arribo, después de la muerte, a otros mundos maravillosos donde los buenos son premiados, con lo que se sigue la vieja tradición. Para otros, la innovación: la separación en clases es fatal, pero los individuos pueden salir de aquélla a que pertenecen mediante el trabajo, la iniciativa, etcétera. Este proceso, y el de autoeducación para el triunfo, deben ser profundamente hipócritas; es la demostracion interesada de que una mentira es verdad.

En nuestro caso, la educación directa adquiere una importancia mucho mayor. La explicación es convincente porque es verdadera; no precisa de subterfugios. Se ejerce a través del aparato educativo del Estado en función de la cultura general, técnica e ideológica, por medio de organismos tales como el Ministerio de Educación y el aparato de divulgación del partido. La educación prende en las masas y la nueva actitud preconizada tiende a convertirse en hábito; la masa la va haciendo suya y presiona a quienes no se han educado todavía. Esta es la forma indirecta de educar a las masas, tan poderosa como aquella otra.

Pero el proceso es consciente; el individuo recibe continuamente el impacto del nuevo poder social y percibe que no está completamente adecuado a él. Bajo el influjo de la presión que supone la educación indirecta, trata de acomodarse a una situación que siente justa y cuya propia falta de desarrollo le ha impedido hacerlo hasta ahora. Se autoeduca.

En este periodo de construcción del socialismo podemos ver el hombre nuevo que va naciendo. Su imagen no está todavía acabada; no podría estarlo nunca ya que el proceso marcha paralelo al desarrollo de formas económicas nuevas. Descontando aquellos cuya falta de educación los hace tender al camino solitario, a la autosatisfacción de sus ambiciones, los hay que aun dentro de este nuevo panorama de marcha conjunta, tienen tendencia a caminar aislados de la masa que acompañan. Lo importante es que los hombres van adquiriendo cada día más conciencia de la necesidad de su incorporación a la sociedad y, al mismo tiempo, de su importancia como motores de la misma.

Ya no marchan completamente solos, por veredas extraviadas, hacia lejanos anhelos. Siguen a su vanguardia, constituida por el partido, por los obreros de avanzada, por los hombres de avanzada que caminan ligados a las masas y en estrecha comunión con ellas. Las vanguardias tienen su vista puesta en el futuro y en su recompensa, pero ésta no se vislumbra como algo individual; el premio es la nueva sociedad donde los hombres tendrán características distintas; la sociedad del hombre comunista.

El camino es largo y lleno de dificultades. A veces, por extraviar la ruta, hay que retroceder; otras, por caminar demasiado aprisa, nos separamos de las masas; en ocasiones por hacerlo lentamente, sentimos el aliento cercano de los que nos pisan los talones. En nuestra ambición de revolucionarios, tratamos de caminar tan aprisa como sea posible, abriendo caminos, pero sabemos que tenemos que nutrirnos de la masa y que ésta sólo podrá avanzar más rápido si la alentamos con nuestro ejemplo.

A pesar de la importancia dada a los estímulos morales, el hecho de que exista la división en dos grupos principales (excluyendo, claro está, a la fracción minoritaria de los que no participan, por una razón u otra en la construcción del socialismo), indica la relativa falta de desarrollo de la conciencia social. El grupo de vanguardia es ideológicamente más avanzado que la masa; ésta conoce los valores nuevos, pero insuficientemente. Mientras en los primeros se produce un cambio cualitativo que les permite ir al sacrificio en su función de avanzada, los segundos sólo ven a medias y deben ser sometidos a estímulos y presiones de cierta intensidad; es la dictadura del proletariado ejerciéndose no sólo sobre la clase derrotada, sino también individualmente, sobre la clase vencedora.

Todo esto entraña para su éxito total, la necesidad de una serie de mecanismos, las instituciones revolucionarias. En la imagen de las multitudes marchando hacia el futuro, encaja el concepto de institucionalización como el de un conjunto armónico de canales, escalones, represas, aparatos bien aceitados que permiten esa marcha, que permitan la selección natural de los destinados a caminar en la vanguardia y que adjudiquen el premio y el castigo a los que cumplen o atenten contra la sociedad en construcción.

Esta institucionalidad de la revolución todavía no se ha logrado. Buscamos algo nuevo que permita la perfecta identificación entre el gobierno y la comunidad en su conjunto, ajustada a las condiciones peculiares de la construcción del socialismo y huyendo al máximo de los lugares comunes de la democracia burguesa, trasplantados a la sociedad en formación (como las cámaras legislativas, por ejemplo). Se han hecho algunas experiencias dedicadas a crear paulatinamente la institucionalización de la Revolución, pero sin demasiada prisa. El freno mayor que hemos tenido ha sido el miedo a que cualquier aspecto formal nos separe de las masas y del individuo, nos haga perder de vista la última y más importante ambición revolucionaria que es ver al hombre liberado de su enajenación.

No obstante la carencia de instituciones, lo que debe superarse gradualmente, ahora las masas hacen la historia como el conjunto consciente de individuos que luchan por una misma causa. El hombre, en el socialismo a pesar de su aparente estandarización, es más completo; a pesar de la falta del mecanismo perfecto para ello, su posibilidad de expresarse y hacerse sentir en el aparato social es infinitamente mayor.

Todavía es preciso acentuar su participación consciente, individual y colectiva, en todos los mecanismos de dirección y de producción y ligarla a la idea de la necesidad de la educación técnica e ideológica, de manera que sienta cómo estos procesos son estrechamente interdependientes y sus avances son paralelos. Así logrará la total conciencia de su ser social, lo que equivale a su realización plena como criatura humana, rotas las cadenas de la enajenación.

Esto se traducirá concretamente en la reapropiación de su naturaleza a través del trabajo liberado y la expresión de su propia condición humana a través de la cultura y el arte.

Para que se desarrolle en la primera, el trabajo debe adquirir una condición nueva; la mercancía hombre cesa de existir y se instala un sistema que otorga una cuota por el cumplimiento del deber social. Los medios de producción pertenecen a la sociedad y la máquina es sólo la trinchera donde se cumple el deber. El hombre comienza a liberar su pensamiento de hecho enojoso que suponía la necesidad de satisfacer sus necesidades animales mediante el trabajo. Empieza a verse retratado en su obra y a comprender su magnitud humana a través del objeto creado, del trabajo realizado. Esto ya no entraña dejar una parte de su ser en forma de fuerza de trabajo vendida, que no le pertenece más, sino que significa una emanación de sí mismo, un aporte a la vida común en que se refleja; el cumplimiento de su deber social.

Hacemos todo lo posible por darle al trabajo esta nueva categoría de deber social y unirlo al desarrollo de la técnica, por un lado, lo que dará condiciones para una mayor libertad, y al trabajo voluntario por otro, basados en la apreciación marxista de que el hombre realmente alcanza su plena condición humana cuando produce sin la compulsión de la necesidad física de venderse como mercancía.

Claro que todavía hay aspectos coactivos en el trabajo, aun cuando sea voluntario; el hombre no ha transformado toda la coerción que lo rodea en reflejo condicionado de naturaleza social y todavía produce, en muchos casos, bajo la presión del medio (compulsión moral, la llama Fidel). Todavía le falta el lograr la completa recreación espiritual ante su propia obra, sin la presión directa del medio social, pero ligado a él por los nuevos hábitos. Esto será el comunismo.

El cambio no se produce automáticamente en la conciencia, como no se produce tampoco en la economía. Las variaciones son lentas y no son rítmicas; hay periodos de aceleración, otros pausados e incluso, de retroceso.

Debemos considerar, además, como apuntáramos antes, que no estamos frente al período de transición puro, tal como lo viera Marx en la Crítica del programa de Gotha, sino a una nueva fase no prevista por él; primero período de transición del comunismo o de la construcción del socialismo.

Este transcurre en medio de violentas luchas de clase y con elementos de capitalismo en su seno que oscurecen la comprensión cabal de su esencia.

Si a esto se agrega el escolasticismo que ha frenado el desarrollo de la filosofía marxista e impedido el tratamiento sistemático del período, cuya economía política no se ha desarrollado, debemos convenir en que todavía estamos en pañales y es preciso dedicarse a investigar todas las características primordiales del mismo antes de elaborar una teoría económica y política de mayor alcance.

La teoría que resulte dará indefectiblemente preeminencia a los dos pilares de la construcción: la formación del hombre nuevo y el desarrollo de la técnica. En ambos aspectos nos falta mucho por hacer, pero es menos excusable el atraso en cuanto a la concepción de la técnica como base fundamental, ya que aquí no se trata de avanzar a ciegas sino de seguir durante un buen tramo el camino abierto por los países más adelantados del mundo. Por ello Fidel machaca con tanta insistencia sobre la necesidad de la formación tecnológica y científica de todo nuestro pueblo y más aún, de su vanguardia.

En el campo de las ideas que conducen a actividades no productivas, es más fácil ver la división entre necesidad material y espiritual. Desde hace mucho tiempo el hombre trata de liberarse de la enajenación mediante la cultura y el arte. Muere diariamente las ocho y más horas en que actúa como mercancía para resucitar en su creación espiritual. Pero este remedio porta los gérmenes de la misma enfermedad; es un ser solitario el que busca comunión con la naturaleza. Defiende su individualidad oprimida por el medio y reacciona ante las ideas estéticas como un ser único cuya aspiración es permanecer inmaculado.

Se trata sólo de un intento de fuga. La ley del valor no es ya un mero reflejo de las relaciones de producción; los capitalistas monopolistas la rodean de un complicado andamiaje que la convierte en una sierva dócil, aun cuando los métodos que emplean sean puramente empíricos. La superestructura impone un tipo de arte en el cual hay que educar a los artistas. Los rebeldes son dominados por la maquinaria y sólo los talentos excepcionales podrán crear su propia obra. Los restantes devienen asalariados vergonzantes o son triturados.

Se inventa la investigación artística a la que se da como definitoria de la libertad, pero esta “investigación” tiene sus límites, imperceptibles hasta el momento de chocar con ellos, vale decir, de plantearse los reales problemas del hombre y su enajenación. La angustia sin sentido o el pasatiempo vulgar constituyen válvulas cómodas a la inquietud humana; se combate la idea de hacer del arte un arma de denuncia.

Si se respetan las leyes del juego se consiguen todos los honores; los que podría tener un mono al inventar piruetas. La condición es no tratar de escapar de la jaula invisible.

Cuando la Revolución tomó el poder se produjo el éxodo de los domesticados totales; los demás, revolucionarios o no, vieron un camino nuevo. La investigación artística cobró nuevo impulso. Sin embargo, las rutas estaban más o menos trazadas y el sentido del concepto fúgase escondió tras la palabra libertad. En los propios revolucionarios se mantuvo muchas veces esta actitud, reflejo del idealismo burgués en la conciencia.

En países que pasaron por un proceso similar se pretendió combatir estas tendencias con un dogmatismo exagerado. La cultura general se convirtió casi en un tabú y se proclamó el súmmum de la aspiración cultural una representación formalmente exacta de la naturaleza, convirtiéndose ésta, luego, en una representación mecánica de la realidad social que se quería hacer ver; la sociedad ideal, casi sin conflictos ni contradicciones, que se buscaba crear.

El socialismo es joven y tiene errores. Los revolucionarios carecemos, muchas veces, de los conocimientos y la audacia intelectual necesarias para encarar la tarea del desarrollo de un hombre nuevo por métodos distintos a los convencionales y los métodos convencionales sufren de la influencia de la sociedad que los creó. (Otra vez se plantea el tema de la relación entre forma y contenido.) La desorientación es grande y los problemas de la construcción material nos absorben. No hay artistas de gran autoridad que, a su vez, tengan gran autoridad revolucionaria.

Los hombres del partido deben tomar esa tarea entre las manos y buscar el logro del objetivo principal: educar al pueblo.

Se busca entonces la simplificación, lo que entiende todo el mundo, que es lo que entienden los funcionarios. Se anula la auténtica investigación artística y se reduce el problema de la cultura general a una apropiación del presente socialista y del pasado muerto (por tanto no peligroso). Así nace el realismo socialista sobre las bases del arte del siglo pasado.

Pero el arte realista del siglo XIX, también es de clase, más puramente capitalista, quizás, que este arte decadente del siglo XX, donde se transparenta la angustia del hombre enajenado. El capitalismo en cultura ha dado todo de sí y no queda de él sino el anuncio de un cadáver maloliente; en arte, su decadencia de hoy. Pero, ¿por qué pretender buscar en las formas congeladas del realismo socialista la única receta válida? No se puede oponer al realismo socialista “la libertad”, porque ésta no existe todavía, no existirá hasta el completo desarrollo de la sociedad nueva; pero no se pretenda condenar a todas las formas de arte posteriores a la primera mitad del siglo XIX desde el trono pontificio del realismo a ultranza, pues se caería en un error proudhoniano de retorno al pasado, poniéndole camisa de fuerza a la expresión artística del hombre que nace y se construye hoy.

Falta el desarrollo de un mecanismo ideológico-cultural que permita la investigación y desbroce la mala hierba, tan fácilmente multiplicable en el terreno abonado de la subvención estatal.

En nuestro país, el error del mecanismo realista no se ha dado, pero sí otro de signo contrario. Y ha sido por no comprender la necesidad de la creación del hombre nuevo, que no sea el que represente las ideas del siglo XIX, pero tampoco las de nuestro siglo decadente y morboso. El hombre del siglo XXI es el que debemos crear, aunque todavía es una aspiración subjetiva y no sistematizada. Precisamente éste es uno de los puntos fundamentales de nuestro estudio y de nuestro trabajo y en la medida en que logremos éxitos concretos sobre una base teórica o, viceversa, extraigamos conclusiones teóricas de carácter amplio sobre la base de nuestra investigación concreta, habremos hecho un aporte valioso al marxismo-leninismo, a la causa de la humanidad.

La reacción contra el hombre del siglo XIX, nos ha traído la reincidencia en el decadentismo del siglo XX; no es un error demasiado grave, pero debemos superarlo, so pena de abrir un ancho cauce al revisionismo.

Las grandes multitudes se van desarrollando, las nuevas ideas van alcanzando adecuado ímpetu en el seno de la sociedad, las posibilidades materiales de desarrollo integral de absolutamente todos sus miembros, hacen mucho más fructífera la labor. El presente es de lucha; el futuro es nuestro.

Resumiendo, la culpabilidad de muchos de nuestros intelectuales y artistas reside en su pecado original; no son auténticamente revolucionarios. Podemos intentar injertar el olmo para que dé peras; pero simultáneamente hay que sembrar perales. Las nuevas generaciones vendrán libres del pecado original. Las probabilidades de que surjan artistas excepcionales serán tanto mayores cuanto más se haya ensanchado el campo de la cultura y la posibilidad de expresión. Nuestra tarea consiste en impedir que la generación actual dislocada por conflictos, se pervierta y pervierta a las nuevas. No debemos crear asalariados dóciles al pensamiento oficial ni “becarios” que vivan al amparo del presupuesto, ejerciendo una libertad entre comillas. Ya vendrán los revolucionarios que entonen el canto del hombre nuevo con la auténtica voz del pueblo. Es un proceso que requiere tiempo.

En nuestra sociedad, juegan un gran papel la juventud y el partido.

Particularmente importante es la primera; por ser la arcilla maleable con que se puede construir al hombre nuevo sin ninguna de las taras anteriores.

Ella recibe un trato acorde con nuestras ambiciones. Su educación es cada vez más completa y no olvidamos su integración al trabajo desde los primeros instantes. Nuestros becarios hacen trabajo físico en sus vacaciones o simultáneamente con el estudio. El trabajo es un premio en ciertos casos, un instrumento de educación, en otros, jamás un castigo. Una nueva generación nace.

E1 partido en una organización de vanguardia. Los mejores trabajadores son propuestos por sus compañeros para integrarlo. Este es minoritario pero de gran autoridad por la calidad de sus cuadros. Nuestra aspiración es que el partido sea de masas, pero cuando las masas hayan alcanzado el nivel de desarrollo de la vanguardia, es decir, cuando estén educadas para el comunismo. Y a esa educación va encaminado el trabajo. El partido es el ejemplo vivo; sus cuadros deben dictar cátedras de laboriosidad y sacrificio, deben llevar, con su acción, a las masas, al fin de la tarea revolucionaria, lo que entraña años de duro bregar contra las dificultades de la construcción, los enemigos de clase, las lacras del pasado, el imperialismo. . .

Quisiera explicar ahora el papel que juega la personalidad, el hombre como individuo dirigente de las masas que hacen la historia. Es nuestra experiencia, no una receta.

Fidel dio a la Revolución el impulso en los primeros años, la dirección, la tónica siempre, pero hay un buen grupo de revolucionarios que se desarrollan en el mismo sentido que el dirigente máximo y una gran masa que sigue a sus dirigentes porque les tiene fe; y les tiene fe, porque ellos han sabido interpretar sus anhelos.

No se trata de cuántos kilogramos de carne se come o de cuántas veces por año pueda ir alguien a pasearse en la playa, ni de cuántas bellezas que vienen del exterior puedan comprarse con los salarios actuales. Se trata, precisamente, de que el individuo se sienta más pleno, con mucha más riqueza interior y con mucha más responsabilidad. El individuo de nuestro país sabe que la época gloriosa que le toca vivir es de sacrificio; conoce el sacrificio.

Los primeros lo conocieron en la Sierra Maestra y dondequiera que se luchó; después lo hemos conocido en toda Cuba. Cuba es la vanguardia de América y debe hacer sacrificios porque ocupa el lugar de avanzada, porque indica a las masas de América Latina el camino de la libertad plena.

Dentro del país, los dirigentes tienen que cumplir su papel de vanguardia; y, hay que decirlo con toda sinceridad, en una revolución verdadera, a la que se le da todo, de la cual no se espera ninguna retribución material, la tarea del revolucionario de vanguardia es a la vez magnífica y angustiosa.

Déjeme decirle, a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad. Quizás sea uno de los grandes dramas del dirigente; éste debe unir a un espíritu apasionado una mente fría y tomar decisiones dolorosas sin que se contraiga un músculo. Nuestros revolucionarios de vanguardia tienen que idealizar ese amor a los pueblos, a las causas más sagradas y hacerlo único, indivisible. No pueden descender con su pequeña dosis de cariño cotidiano hacia los lugares donde el hombre común lo ejercita.

Los dirigentes de la revolución tienen hijos que en sus primeros balbuceos, no aprenden a nombrar al padre; mujeres que deben ser parte del sacrificio general de su vida para llevar la revolución a su destino; el marco de los amigos responde estrictamente al marco de los compañeros de revolución. No hay vida fuera de ella.

En esas condiciones, hay que tener una gran dosis de humanidad, una gran dosis de sentido de la justicia y de la verdad para no caer en extremos dogmáticos, en escolasticismos fríos, en aislamiento de las masas. Todos los días hay que luchar porque ese amor a la humanidad viviente se transforme en hechos concretos, en actos que sirvan de ejemplo, de movilización.

E1 revolucionario, motor ideológico de la revolución dentro de su partido, se consume en esa actividad ininterrumpida que no tiene más fin que la muerte, a menos que la construcción se logre en escala mundial. Si su afán de revolucionario se embota cuando las tareas más apremiantes se ven realizadas a escala local y se olvida el internacionalismo proletario, la revolución que dirige deja de ser una fuerza impulsora y se asume en una cómoda modorra, aprovechada por nuestros enemigos irreconciliables, el imperialismo, que gana terreno. El internacionalismo proletario es un deber pero también es una necesidad revolucionaria. Así educamos a nuestro pueblo.

Claro que hay peligros presentes en las actuales circunstancias. No sólo el del dogmatismo, no sólo el de congelar las relaciones con las masas en medio de la gran tarea; también existe el peligro de las debilidades en que se puede caer. Si un hombre piensa que, para dedicar su vida entera a la revolución, no puede distraer su mente por la preocupación de que a un hijo le falte determinado producto, que los zapatos de los niños estén rotos, que su familia carezca de determinado bien necesario, bajo este razonamiento deja infiltrarse los gérmenes de la futura corrupción.

En nuestro caso, hemos mantenido que nuestros hijos deben tener y carecer de lo que tienen y de lo que carecen los hijos del hombre común; y nuestra familia debe comprenderlo y luchar por ello. La revolución se hace a través del hombre, pero el hombre tiene que forjar día a día su espíritu revolucionario.

Así vamos marchando. A la cabeza de la inmensa columna —no nos avergüenza ni nos intimida el decirlo— va Fidel, después, los mejores cuadros del partido, e inmediatamente, tan cerca que se siente su enorme fuerza, va el pueblo en su conjunto; sólida armazón de individualidades que caminan hacia su fin común; individuos que han alcanzado la conciencia de lo que es necesario hacer; hombres que luchan por salir del reino de la necesidad y entrar al de la libertad.

Esa inmensa muchedumbre se ordena; su orden responde a la conciencia de la necesidad del mismo; ya no es fuerza dispersa, divisible en miles de fracciones disparadas al espacio como fragmentos de granada, tratando de alcanzar por cualquier medio, en lucha reñida con sus iguales una posición, algo que permita apoyo frente al futuro incierto.

Sabemos que hay sacrificios delante nuestro y que debemos pagar un precio por el hecho heroico de constituir una vanguardia como nación. Nosotros, dirigentes, sabemos que tenemos que pagar un precio por tener derecho a decir que estamos a la cabeza del pueblo que está a la cabeza de América.

Todos y cada uno de nosotros paga puntualmente su cuota de sacrificio, conscientes de recibir el premio en la satisfacción del deber cumplido, conscientes de avanzar con todos hacia el hombre nuevo que se vislumbra en el horizonte.

Permítame intentar unas conclusiones:

Nosotros, socialistas, somos más libres porque somos más plenos; somos más plenos por ser más libres.

El esqueleto de nuestra libertad completa está formado, falta la sustancia proteica y el ropaje; los crearemos.

Nuestra libertad y su sostén cotidiano tienen color de sangre y están henchidos de sacrificio.

Nuestro sacrificio es consciente; cuota para pagar la libertad que construimos.

El camino es largo y desconocido en parte; conocemos nuestras limitaciones. Haremos el hombre del siglo XXI: nosotros mismos.

Nos forjaremos en la acción cotidiana, creando un hombre nuevo con una nueva técnica.

La personalidad juega el papel de movilización y dirección en cuanto que encarna las más altas virtudes y aspiraciones del pueblo y no se separa de la ruta.

Quien abre el camino es el grupo de vanguardia, los mejores entre los buenos, el partido.

La arcilla fundamental de nuestra obra es la juventud; en ella depositamos nuestra esperanza y la preparamos para tomar de nuestras manos la bandera.

Si esta carta balbuceante aclara algo, ha cumplido el objetivo con que la mando.

Reciba nuestro saludo ritual, como un apretón de manos o un “Ave María Purísima”. Patria o muerte.

(Texto dirigido a Carlos Quijano, semanario Marcha, Montevideo, marzo de 1965. Leopoldo Zea, Editor. Ideas en torno de Latinoamérica. Vol. I. México: UNAM, 1986.)

Fuente: http://www.ensayistas.org/antologia/XXA/Che/

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Nuestra América. José Martí

“Nuestra América”

Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea, y con tal que él quede de alcalde, o le mortifique al rival que le quitó la novia, o le crezcan en la alcancía los ahorros, ya da por bueno el orden universal, sin saber de los gigantes que llevan siete leguas en las botas y le pueden poner la bota encima, ni de la pelea de los cometas en el cielo, que van por el aire dormido engullendo mundos. Lo que quede de aldea en América ha de despertar. Estos tiempos no son para acostarse con el pañuelo a la cabeza, sino con las armas de almohada, como los varones de Juan de Castellanos: las armas del juicio, que vencen a las otras. Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra.
No hay proa que taje una nube de ideas. Una idea enérgica, flameada a tiempo ante el mundo, para, como la bandera mística del juicio final, a un escuadrón de acorazados. Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes van a pelear juntos. Los que se enseñan los puños, como hermanos celosos, que quieren los dos la misma tierra, o el de casa chica, que le tiene envidia al de casa mejor, han de encajar, de modo que sean una, las dos manos. Los que, al amparo de una tradición criminal, cercenaron, con el sable tinto en la sangre de sus mismas venas, la tierra del hermano vencido, del hermano castigado más allá de sus culpas, si no quieren que les llame el pueblo ladrones, devuélvanle sus tierras al hermano. Las deudas del honor no las cobra el honrado en dinero, a tanto por la bofetada. Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la tundan y talen las tempestades; ¡los árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas! Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes.

A los sietemesinos sólo les faltará el valor. Los que no tienen fe en su tierra son hombres de siete meses. Porque les falta el valor a ellos, se lo niegan a los demás. No les alcanza al árbol difícil el brazo canijo, el brazo de uñas pintadas y pulsera, el brazo de Madrid o de París, y dicen que no se puede alcanzar el árbol. Hay que cargar los barcos de esos insectos dañinos, que le roen el hueso a la patria que los nutre. Si son parisienses o madrileños, vayan al Prado, de faroles, o vayan a Tortoni, de sorbetes. ¡Estos hijos de carpintero, que se avergüenzan de que su padre sea carpintero! ¡Estos nacidos en América, que se avergüenzan, porque llevan delantal indio, de la madre que los crió, y reniegan, ¡bribones!, de la madre enferma, y la dejan sola en el lecho de las enfermedades! Pues, ¿quién es el hombre?, ¿el que se queda con la madre, a curadle la enfermedad, o el que la pone a trabajar donde no la vean, y vive de su sustento en las tierras podridas, con el gusano de corbata, maldiciendo del seno que lo cargó, paseando el letrero de traidor en la espalda de la casaca de papel? ¡Estos hijos de nuestra América, que ha de salvarse con sus indios, y va de menos a más; estos desertores que piden fusil en los ejércitos de la América del Norte, que ahoga en sangre a sus indios, y va de más a menos! ¡Estos delicados, que son hombres y no quieren hacer el trabajo de hombres! Pues el Washington que les hizo esta tierra ¿ se fue a vivir con los ingleses, a vivir con los ingleses en los años en que los veía venir contra su tierra propia? ¡Estos “increíbles” del honor, que lo arrastran por el suelo extranjero, como los increíbles de la Revolución francesa, danzando y relamiéndose, arrastraban las erres!

Ni ¿en qué patria puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repúblicas dolorosas de América, levantadas entre las masas mudas de indios, al ruido de pelea del libro con el cirial, sobre los brazos sangrientos de un centenar de apóstoles? De factores tan descompuestos, jamás, en menos tiempo histórico, se han creado naciones tan adelantadas y compactas. Cree el soberbio que la tierra fue hecha para servirle de pedestal, porque tiene la pluma fácil o la palabra de colores, y acusa de incapaz e irremediable a su república nativa, porque no le dan sus selvas nuevas modo continuo de ir por el mundo de gamonal famoso, guiando jacas de Persia y derramando champaña. La incapacidad no está en el país naciente, que pide formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro del llanero. Con una frase de Sieyés no se desestanca la sangre cuajada de la raza india. A lo que es, allí donde se gobierna, hay que atender para gobernar bien; y el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas. El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país.

Por eso el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza. El hombre natural es bueno, y acata y premia la inteligencia superior, mientras ésta no se vale de su sumisión para dañarle, o le ofende prescindiendo de él, que es cosa que no perdona el hombre natural, dispuesto a recobrar por la fuerza el respeto de quien le hiere la susceptibilidad o le perjudica el interés. Por esta conformidad con los elementos naturales desdeñados han subido los tiranos de América al poder; y han caído en cuanto les hicieron traición. Las repúblicas han purgado en las tiranías su incapacidad para conocer los elementos verdaderos del país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos. Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador.

En pueblos compuestos de elementos cultos e incultos, los incultos gobernarán, por su hábito de agredir y resolver las dudas con la mano, allí donde los cultos no aprendan el arte del gobierno. La masa inculta es perezosa, y tímida en las cosas de la inteligencia, y quiere que la gobiernen bien; pero si el gobierno le lastima, se lo sacude y gobierna ella. ¿Cómo han de salir de las Universidades los gobernantes, si no hay Universidad en América donde se enseñe lo rudimentario del arte del gobierno, que es el análisis de los elementos peculiares de los pueblos de América? A adivinar salen los jóvenes al mundo, con antiparras yanquis o francesas, y aspiran a dirigir un pueblo que no conocen. En la carrera de la política habría de negarse la entrada a los que desconocen los rudimentos de la política. El premio de los certámenes no ha de ser para la mejor oda, sino para el mejor estudio de los factores del país en que se vive. En el periódico, en la cátedra, en la academia, debe llevarse adelante el estudio de los factores reales del país. Conocerlos basta, sin vendas ni ambages: porque el que pone de lado, por voluntad u olvido, una parte de la verdad, cae a la larga por la verdad que le faltó, que crece en la negligencia, y derriba lo que se levanta sin ella. Resolver el problema después de conocer sus elementos, es más fácil que resolver el problema sin conocerlos. Viene el hombre natural, indignado y fuerte, y derriba la justicia acumulada de los libros, porque no se la administra en acuerdo con las necesidades patentes del país. Conocer es resolver. Conocer el país, y gobernarlo conforme al conocimiento, es el único modo de librarlo de tiranías. La universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La historia de América, de los incas a acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria. Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras Repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras Repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas.

Con los pies en el rosario, la cabeza blanca y el cuerpo pinto de indio y criollo, venimos, denodados, al mundo de las naciones. Con el estandarte de la Virgen salimos a la conquista de la libertad. Un cura, unos cuantos tenientes y una mujer alzan en México la república en hombros de los indios. Un canónigo español, a la sombra de su capa, instruye en la libertad francesa a unos cuantos bachilleres magníficos, que ponen de jefe de Centro América contra España al general de España. Con los hábitos monárquicos, y el Sol por pecho, se echaron a levantar pueblos los venezolanos por el Norte y los argentinos por el Sur. Cuando los dos héroes chocaron, y el continente iba a temblar, uno, que no fue el menos grande, volvió riendas. Y como el heroísmo en la paz es más escaso, porque es menos glorioso que el de la guerra; como al hombre le es más fácil morir con honra que pensar con orden; como gobernar con los sentimientos exaltados y unánimes es más hacedero que dirigir, después de la pelea, los pensamientos diversos, arrogantes, exóticos o ambiciosos; como los poderes arrollados en la arremetida épica zapaban, con la cautela felina de la especie y el peso de lo real, el edificio que había izado, en las comarcas burdas y singulares de nuestra América mestiza, en los pueblos de pierna desnuda y casaca de París, la bandera de los pueblos nutridos de savia gobernante en la práctica continua de la razón y de la libertad; como la constitución jerárquica de las colonias resistía la organización democrática de la República, o las capitales de corbatín dejaban en el zaguán al campo de bota-de-potro, o los redentores bibliógenos no entendieron que la revolución que triunfó con el alma de la tierra, desatada a la voz del salvador, con el alma de la tierra había de gobernar, y no contra ella ni sin ella, entró a padecer América, y padece, de la fatiga de acomodación entre los elementos discordantes y hostiles que heredó de un colonizador despótico y avieso, y las ideas y formas importadas que han venido retardando, por su falta de realidad local, el gobierno lógico. El continente descoyuntado durante tres siglos por un mando que negaba el derecho del hombre al ejercicio de su razón, entró, desatendiendo o desoyendo a los ignorantes que lo habían ayudado a redimirse, en un gobierno que tenía por base la razón; la razón de todos en las cosas de todos, y no la razón universitaria de uno sobre la razón campestre de otros. El problema de la independencia no era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu.

Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores. El tigre, espantado del fogonazo, vuelve de noche al lugar de la presa. Muere echando llamas por los ojos y con las zarpas al aire. No se le oye venir, sino que viene con zarpas de terciopelo. Guando la presa despierta, tiene al tigre encima. La colonia continuó viviendo en la república; y nuestra América se está salvando de sus grandes yerros—de la soberbia de las ciudades capitales, del triunfo ciego de los campesinos desdeñados, de la importación excesiva de las ideas y fórmulas ajenas, del desdén inicuo e impolítico de la raza aborigen,—por la virtud superior, abonada con sangre necesaria, de la república que lucha contra la colonia. El tigre espera, detrás de cada árbol, acurrucado en cada esquina. Morirá, con las zarpas al aire, echando llamas por los ojos.

Pero “estos países se salvarán”, como anunció Rivadavia el argentino, el que pecó de finura en tiempos crudos; al machete no le va vaina de seda, ni en el país que se ganó con lanzón se puede echar el lanzón atrás, porque se enoja, y se pone en la puerta del Congreso de Iturbide “a que le hagan emperador al rubio”. Estos países se salvarán, porque, con el genio de la moderación que parece imperar, por la armonía serena de la Naturaleza, en el continente de la luz, y por el influjo de la lectura crítica que ha sucedido en Europa a la lectura de tanteo y falansterio en que se empapó la generación anterior, le está naciendo a América, en estos tiempos reales, el hombre real.

Eramos una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño. Eramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España. El indio, mudo, nos daba vueltas alrededor, y se iba al monte, a la cumbre del monte, a bautizar sus hijos. El negro, oteado, cantaba en la noche la música de su corazón, solo y desconocido, entre las olas y las fieras. El campesino, el creador, se revolvía, ciego de indignación, contra la ciudad desdeñosa, contra su criatura. Eramos charreteras y togas, en países que venían al mundo con la alpargata en los pies y la vincha en la cabeza. El genio hubiera estado en hermanar, con la caridad del corazón y con el atrevimiento de los fundadores, la vincha y la toga; en desestancar al indio; en ir haciendo lado al negro suficiente; en ajustar la libertad al cuerpo de los que se alzaron y vencieron por ella. Nos quedó el oidor, y el general, y el letrado, y el prebendado. La juventud angélica, como de los brazos de un pulpo, echaba al Cielo, para caer con gloria estéril, la cabeza coronada de nubes. El pueblo natural, con el empuje del instinto, arrollaba, ciego del triunfo, los bastones de oro. Ni el libro europeo, ni el libro yanqui, daban la clave del enigma hispanoamericano. Se probó el odio, y los países venían cada año a menos. Cansados del odio inútil, de la resistencia del libro contra la lanza, de la razón contra el cirial, de la ciudad contra el campo, del imperio imposible de las castas urbanas divididas sobre la nación natural, tempestuosa o inerte, se empieza, como sin saberlo, a probar el amor. Se ponen en pie los pueblos, y se saludan. “¿Cómo somos?” se preguntan; y unos a otros se van diciendo cómo son. Cuando aparece en Cojímar un problema, no va a buscar la solución a Danzig. Las levitas son todavía de Francia, pero el pensamiento empieza a ser de América. Los jóvenes de América se ponen la camisa al codo, hunden las manos en la masa y la levantan con la levadura de su sudor. Entienden que se imita demasiado, y que la salvación está en crear. Crear es la palabra de pase de esta generación. El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino! Se entiende que las formas de gobierno de un país han de acomodarse a sus elementos naturales; que las ideas absolutas, para no caer por un yerro de forma, han de ponerse en formas relativas; que la libertad, para ser viable, tiene que ser sincera y plena; que si la república no abre los brazos a todos y adelanta con todos, muere la república. E1 tigre de adentro se entra por la hendija, y el tigre de afuera. El general sujeta en la marcha la caballería al paso de los infantes. O si deja a la zaga a los infantes, le envuelve el enemigo la caballería. Estrategia es política. Los pueblos han de vivir criticándose, porque la crítica es la salud; pero con un solo pecho y una sola mente. ¡Bajarse hasta los infelices y alzarlos en los brazos! ¡Con el fuego del corazón deshelar la América coagulada! ¡Echar, bullendo y rebotando por las venas, la sangre natural del país! En pie, con los ojos alegres de los trabajadores, se saludan, de un pueblo a otro, los hombres nuevos americanos. Surgen los estadistas naturales del estudio directo de la Naturaleza. Leen para aplicar, pero no para copiar. Los economistas estudian la dificultad en sus orígenes. Los oradores empiezan a ser sobrios. Los dramaturgos traen los caracteres nativos a la escena. Las academias discuten temas viables. La poesía se corta la melena zorrillesca y cuelga del árbol glorioso el chaleco colorado. La prosa, centelleante y cernida, va cargada de idea. Los gobernadores, en las repúblicas de indios, aprenden indio.

De todos sus peligros se va salvando América. Sobre algunas repúblicas está durmiendo el pulpo. Otras, por la ley del equilibrio, se echan a pie a la mar, a recobrar, con prisa loca y sublime, los siglos perdidos. Otras, olvidando que Juárez paseaba en un coche de mulas, ponen coche de viento y de cochero a una bomba de jabón; el lujo venenoso, enemigo de la libertad, pudre al hombre liviano y abre la puerta al extranjero. Otras acendran, con el espíritu épico de la independencia amenazada, el carácter viril. Otras crían, en la guerra rapaz contra el vecino, la soldadesca que puede devorarlas. Pero otro peligro corre, acaso, nuestra América, que no le viene de sí, sino de la diferencia de orígenes, métodos e intereses entre los dos factores continentales, y es la hora próxima en que se le acerque demandando relaciones íntimas, un pueblo emprendedor y pujante que la desconoce y la desdeña. Y como los pueblos viriles, que se han hecho de sí propios, con la escopeta y la ley, aman, y sólo aman, a los pueblos viriles; como la hora del desenfreno y la ambición, de que acaso se libre, por el predominio de lo más puro de su sangre, la América del Norte, o el que pudieran lanzarla sus masas vengativas y sórdidas, la tradición de conquista y el interés de un caudillo hábil, no está tan cercana aún a los ojos del más espantadizo, que no dé tiempo a la prueba de altivez, continua y discreta, con que se la pudiera encarar y desviarla; como su decoro de república pone a la América del Norte, ante los pueblos atentos del Universo, un freno que no le ha de quitar la provocación pueril o la arrogancia ostentosa, o la discordia parricida de nuestra América, el deber urgente de nuestra América es enseñarse como es, una en alma e intento, vencedora veloz de un pasado sofocante, manchada sólo con sangre de abono que arranca a las manos la pelea con las ruinas, y la de las venas que nos dejaron picadas nuestros dueños. El desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de nuestra América; y urge, porque el día de la visita está próximo, que el vecino la conozca, la conozca pronto, para que no la desdeñe. Por ignorancia llegaría, tal vez, a poner en ella la codicia. Por el respeto, luego que la conociese, sacaría de ella las manos. Se ha de tener fe en lo mejor del hombre y desconfiar de lo peor de él. Hay que dar ocasión a lo mejor para que se revele y prevalezca sobre lo peor. Si no, lo peor prevalece. Los pueblos han de tener una picota para quien les azuza a odios inútiles; y otra para quien no les dice a tiempo la verdad.

No hay odio de razas, porque no hay razas. Los pensadores canijos, los pensadores de lámparas, enhebran y recalientan las razas de librería, que el viajero justo y el observador cordial buscan en vano en la justicia de la naturaleza, donde resalta, en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal del hombre. El alma emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y en color. Peca contra la humanidad el que fomente y propague la oposición y el odio de las razas. Pero en el amasijo de los pueblos se condensan, en la cercanía de otros pueblos diversos, caracteres peculiares y activos, de ideas y de hábitos, de ensanche y adquisición, de vanidad y de avaricia, que del estado latente de preocupaciones nacionales pudieran, en un período de desorden interno o de precipitación del carácter acumulado del país, trocarse en amenaza grave para las tierras vecinas, aisladas y débiles, que el país fuerte declara perecederas e inferiores. Pensar es servir. Ni ha de suponerse, por antipatía de aldea, una maldad ingénita y fatal al pueblo rubio del continente, porque no habla nuestro idioma, ni ve la casa como nosotros la vemos, ni se nos parece en sus lacras políticas, que son diferentes de las nuestras; ni tiene en mucho a los hombres biliosos y trigueños, ni mira caritativo, desde su eminencia aún mal segura, a los que, con menos favor de la historia, suben a tramos heroicos la vía de las repúblicas; ni se han de esconder los datos patentes del problema que puede resolverse, para la paz de los siglos, con el estudio oportuno y la unión tácita y urgente del alma continental. ¡Porque ya suena el himno unánime; la generación actual lleva a cuestas, por el camino abonado por los padres sublimes, la América trabajadora; del Bravo a Magallanes, sentado en el lomo del cóndor, regó el Gran Semí, por las naciones románticas del continente y por las islas dolorosas del mar, la semilla de la América nueva !

(La Revista Ilustrada de Nueva York, 10 de enero de l891)

© José Luis Gómez-Martínez
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Fuente: http://www.ensayistas.org/antologia/XIXA/marti/index.htm Leer más

Democracia, pueblo y representación. ERNESTO LACLAU

Democracia, pueblo y representación
ERNESTO LACLAU

Lo que voy a intentar hacer hoy es referirme a la categoría de representación en primer término, y la forma en que esa categoría se vincula a la cuestión de las identidades políticas. Quisiera comenzar señalando que la categoría de representación ha ocupado un lugar bastante precario en la teoría política, es decir, la teoría política democrática siempre ha desconfiado de las relaciones de representación. Por ejemplo, para Rousseau la representación es una categoría que es lo que en inglés llamaríamos el second best en las relaciones políticas, porque una sociedad realmente democrática es una sociedad en la cual hay un ejercicio directo de la acción política por parte de los agentes sociales. Es decir que siempre que hay representación hay la posibilidad de adulterar la voluntad popular. Rousseau mismo reconocía que en sociedades que han llegado a tener ciertas dimensiones y una cierta complejidad es imposible que las relaciones de representación puedan ser enteramente eludidas. Por otro lado, él sostenía también que a esa relación de representación hay que reducirla a un mínimo, es decir, la relación de representación tiene que ser fundamentalmente una relación de carácter permanente y transparente.

Básicamente en una relación de representación Uds. tienen en un punto al representado que trasmite su voluntad al representante, y la teoría de una buena representación es que esta transmisión tiene que ser lo más literal posible. Es decir que el representante tiene un papel fundamentalmente pasivo en el conjunto del proceso representativo.

Ahora bien, esta noción de la representación en la cual la función del representante es esencialmente pasiva es lo que quisiera poner en cuestión al comienzo de esta discusión. En primer lugar ¿por qué es necesario que haya una relación de representación? Simplemente porque en este punto van a ser tomadas decisiones que afectan a los representados que están formalmente ausentes. Es decir que la relación de representación se establece siempre porque hay una asimetría entre la comunidad en su conjunto y el punto desde el cual la representación se ejerce. Ahora bien ¿es esto realmente lo que ocurre en un proceso de representación? Solamente toma dos minutos el advertir que la relación de representación es mucho más compleja, no sólo empíricamente más compleja sino desde el punto de vista de su articulación lógica. ¿Por qué es necesario que haya una relación de representación? Simplemente por esa asimetría a la cual me he referido. Y evidentemente la función del representante es mucho más activa que lo que la idea de una transmisión puramente pasiva presupone.

Pongamos el caso más elemental, supongamos que tenemos un conjunto de productores rurales cuyo único interés es que se establezca una tasa de exportación del trigo. Evidentemente el representante que ellos eligen no puede ir a formular el pedido de esta manera, tiene al menos que argumentar que la tasa de exportación de trigo es compatible con el interés nacional. Es decir que va a tener que tener un discurso mucho más complejo que el que se establece en el punto desde el cual la representación se ejerce. O sea que hay una función activa del representante en este punto que luego modifica también la identidad del representado, porque el representado finalmente se identifica con el discurso promovido por el representante. Es decir que la relación de representación tiene siempre una función de carácter doble.

Ahora bien, ¿podríamos decir que una representación es más democrática siempre que la función segunda, la función de representante a representado es menos importante que la función de representado a representante? No necesariamente, porque todo depende del grado de coherencia de la voluntad del representado en primer término. Supongamos que nosotros encontramos grupos marginales que no pertenecen a ninguna posición definida dentro del sistema de relaciones sociales, este tipo de gente lo que va a necesitar en primer lugar es un cierto discurso que los dote de una cierta identidad y que les permita negociar con un medio exterior. Y en este sentido la función del representante es de primera importancia.

Voy a darles un ejemplo de lo que estoy queriendo decir. A principios del Siglo XX en el norte del Perú se dio un proceso de rápida monopolización de las haciendas azucareras, en pocos años se da una rápida integración vertical y horizontal de las empresas azucareras que conduce a la desarticulación de las comunidades campesinas de los circuitos de comercialización local, y finalmente a una desurbanización y a una población marginal, flotante, que no se integra de ninguna manera de modo orgánico en los cuadros de la producción. En ese momento, la función del APRA, en lo que va a ser llamado después “el sólido norte aprista”, consiste en organizar las relaciones sociales al nivel mismo de la sociedad civil. Es decir que la función del partido político es mucho mayor que la función que, por ejemplo, pueden jugar los partidos políticos en los sistemas políticos europeos, donde la sociedad civil es altamente organizada. El partido aprista tiene que organizar todo, desde las bibliotecas populares a los clubes de fútbol, hasta las formas más elementales de vida de esa población. Es decir que la función del representante es una función de estructuración y de articulación en primera instancia. Si Uds. consideran la relación de representación ven que desde el comienzo hay dos elementos: por un lado una transmisión de la voluntad, pero por otro lado una constitución de esa misma voluntad política a través del proceso representativo. Es decir que la relación de representación es un terreno de constitución de las identidades políticas y no simplemente de transmisión de una voluntad constituida a priori.

Y es con esto que quisiera enunciar la tesis fundamental de esta charla, que es en toda relación de representación vamos a tener un elemento hegemónico político que es constitutivo, es decir, sin representación no hay política. Uds. pueden ver esto con claridad si comparan dos modelos de extinción de lo político que han sido presentados clásicamente en la teoría occidental. Uno de ellos lo encuentran en Hobbes, el otro en Marx. En el caso de Hobbes tenemos que al nivel de la sociedad civil hay una incapacidad fundamental de estructuración de una voluntad política, no hay nada que trasmitir a través del proceso de representación, es la lucha de todos contra todos y es el estado de naturaleza. Por el otro lado el Leviatán, es decir el soberano, es alguien que no representa a nadie sino a sí mismo. Es un modelo en el cual hay una extinción de la política como resultado de la disolución de las relaciones representativas. El otro ejemplo es la sociedad sin clases en Marx. Para Marx la sociedad sin clases es una sociedad en la cual hay una voluntad colectiva absolutamente homogénea. La categoría no juega ningún papel posible. Dada la simplificación de las relaciones sociales bajo el capitalismo lo que vamos a tener al final del proceso es una masa proletaria homogénea, y esta masa proletaria homogénea va a tener una voluntad directamente constituida en donde el momento representativo articulante no juega ningún papel. Es por eso que para Marx en la sociedad sin clases lo que se da es una extinción progresiva del estado y una extinción progresiva de la política.

Si nosotros por el contrario sostenemos que la representación es inherente a lo político, y que lo político supone una complejidad social que es irreductible, y que por consiguiente requiere una articulación entre voluntades complejas, vamos a tener que presentar el problema de la representación como central, y esta centralidad va a tener que darse a través de formas de articulación precisas a las cuales quiero referirme en este momento.

Lo que voy a hacer en un segundo paso de esta presentación es explicar cómo se van constituyendo esas voluntades colectivas complejas que requieren articulación y representación. Déjenme darles un ejemplo para orientar la discusión. Supongamos que en una cierta localidad un grupo de vecinos quiere que se establezca una línea de ómnibus para llevar a la gente desde el lugar donde la mayor parte de ellos vive al lugar donde la mayor parte de ellos trabaja, y que presentan un pedido en este sentido a la municipalidad. En el caso en que la municipalidad acepte el pedido, muy bien, esta demanda absolutamente puntual, absolutamente particular, es satisfecha. Pero supongamos que la demanda no es satisfecha y que la gente empieza a ver que al mismo tiempo que esta demanda no es satisfecha hay otras demandas que se refieren a la habitación, que se refieren a la escolaridad, que se refieren al suministro de agua, y que todas esas demandas no son satisfechas tampoco. Lo que va a comenzar a establecerse en este caso es una cierta relación de equivalencia entre todas estas demandas. Y todas estas demandas, estas reivindicaciones -tenemos en español esa buena palabra “reivindicación”, que desgraciadamente no existe en inglés- se van a articular como equivalentes las unas a las otras. En un momento dado, sin embargo, va a haber que unificar la totalidad del conjunto de estas demandas alrededor de ciertas formas simbólicas globales. De modo que tenemos así una relación horizontal, que es la relación de equivalencia entre una pluralidad de demandas, y un momento vertical, que es el momento de articulación simbólica de todas estas demandas en un conjunto popular único. Este momento de la articulación vertical es exactamente lo que está implícito en la categoría de representación. Si Uds. quieren pensar en un ejemplo histórico concreto pueden pensar el caso de Solidarnosk en Polonia. Al comienzo del proceso de Solidarnosk lo que se daba era un conjunto de demandas puntuales, precisas, particulares, de un grupo de obreros en Dansk. Pero por el hecho mismo de que estas demandas ocurrían en una sociedad que estaba altamente frustrada en todas sus reivindicaciones, esas demandas particulares se transformaron en el símbolo de una totalidad mucho más amplia. Y esa totalidad mucho más amplia es el momento vertical en el cual ciertas formas de representación popular ocupan el centro de la arena histórica. El momento de la representación es este momento vertical, pero ese momento vertical presupone, a su vez, la expansión horizontal de una cadena de demandas equivalentes.

Quisiera ahora presentarles un modelo de articulación que combina estas dos dimensiones, la dimensión horizontal de las equivalencias y la dimensión vertical de la relación de representación. En los 10 próximos minutos me temo que voy a tener que hablar un poco de teoría abstracta que después voy a ilustrar con algún ejemplo concreto, de modo que todo este análisis resulte muy claro, y de todos modos trataré de evitar al máximo posible la jerga lingüística. El modelo que voy a plantearles es fundamentalmente lingüístico que yo he desarrollado en mi libro “Emancipation(s)”, que se ha traducido en español como “Emancipación y diferencia”, y que se refiere a las relaciones hegemónicas como relaciones de producción de significantes vacíos.

En primer lugar este modelo es lingüístico y discursivo, pero hay que aclarar que por discurso yo no entiendo lo lingüístico en el sentido del habla o la palabra escrita sino que me refiero a toda relación de significación. Y el campo de lo discursivo se superpone exactamente con el campo de las relaciones sociales. Concebir las relaciones sociales como discursivas es claramente ir más allá de la noción puramente lingüística de discurso. Voy a plantearles el modelo lingüístico en primera instancia y después vamos a ver cómo este modelo se traduce en el campo de la representación política.

El lenguaje, y por extensión toda relación discursiva, es, para Saussure, un sistema de diferencias. La base de la lingüística saussuriana es la afirmación de que en el lenguaje no hay términos positivos sino que hay sólo diferencias. Para entender, por ejemplo, lo que quiere decir la palabra ‘padre’ necesito entender lo que significa también la palabra ‘madre’, ‘hijo’, etc. Es decir que todas las unidades significativas son siempre unidades diferenciales. Y en este contexto tenemos una situación del siguiente tipo: supongamos que éstas son unidades significativas, cada una de estas unidades significativas adquiere su significación propia simplemente sobre la base de su diferencia con todas las otras. Es decir que en cada acto de significación la totalidad del lenguaje está implicado. Como Uds. ven, a los efectos de que esta totalidad significativa sea coherente, lo que es necesario es que éste sea un sistema cerrado, porque si fuera un sistema completamente abierto, como cada unidad significativa sólo se define sobre la base de la diferencia con todas las otras, habría una dispersión del sentido que haría el lenguaje simplemente imposible.

Pero esto inmediatamente nos plantea un problema que nos va a llevar directamente al centro de la reflexión política. El problema es el siguiente: si nosotros tratamos de definir la sistematicidad de este sistema como totalidad cerrada lo que tenemos que definir también son los límites del sistema. Hegel, por ejemplo, decía que para ver los límites de algo hay que ver lo que está más allá del límite. Si no vemos lo que hay más allá del límite, el límite es invisible. Pero si éste es el sistema de todas las diferencias, lo que está fuera de él sólo puede ser otra diferencia, y en ese sentido no sería externo sino interno al lenguaje. ¿Cuál es la única posibilidad de solucionar este problema? Es que no se trate simplemente de una diferencia más sino de una exclusión, es decir, algo que se opone a la totalidad de ese conjunto de diferencias. Un ejemplo que he dado en un artículo: en el curso de la Revolución Francesa, Saint-Just escribió que la unidad de la república es sólo la destrucción de lo que se opone a ella, es decir, el complot aristocrático. Si no hubiera complot aristocrático la unidad de este campo no podría establecerse. Piensen hoy día en la función del significante ‘terrorismo’ en el discurso de Bush, es un ejemplo claro de lo que estoy pensando.

Esto aparentemente soluciona el problema, porque este elemento excluido es el que hace que todas esas diferencias constituyan un campo unificado. Pero esto nos crea un problema mucho más complejo, porque en la medida en que se oponen al elemento excluido van a ser equivalentes las unas a las otras. Y la equivalencia es exactamente lo que pone en cuestión una relación diferencial. Lo que constituye el sistema de diferencias es al mismo tiempo lo que lo está subvirtiendo. La totalidad del sistema sería un objeto que es imposible porque esta relación entre equivalencia y diferencia no puede ser superada, y al mismo tiempo necesario porque tiene que entrar de algún modo en el campo de la representación y de la significación en primer término. Es en este sentido que podemos decir que la totalidad sistémica es un poco como el noumeno de Kant, es decir un objeto que se muestra a través de la imposibilidad de su representación adecuada. Ahora bien, como objeto imposible no tiene una representación directa, como objeto necesario tiene que acceder al campo de la representación. ¿Y cuáles son las relaciones representativas acá? […] son solamente las diferencias individuales. Es solamente si una diferencia individual asume la representación de una totalidad, que es totalmente inconmensurable con ella misma, que esta representación pasa a ser posible. Es decir que la representación es por definición una representación distorsionada.

Esta relación por la cual una cierta particularidad asume la representación de una totalidad inconmensurable consigo misma es exactamente lo que yo llamo una relación hegemónica. Y ahora les voy a dar el ejemplo que creo que va a aclarar todas estas dimensiones un tanto abstractas de mi argumentación.

Supongamos que tenemos un sistema altamente represivo -el ejemplo que doy lo hemos discutido en “Hegemonía y estrategia socialista”, es un ejemplo tomado de Rosa Luxemburgo. Tenemos un régimen altamente represivo como el zarismo en Rusia, que está dividido por unas fronteras del conjunto de la población. En esta circunstancia supongamos que en una cierta localidad los obreros metalúrgicos inician una huelga por el alza de salarios. Desde el comienzo esa demanda, esa reivindicación, que podemos llamar ‘reivindicación 1’, va a estar dividida, porque por un lado va a ser la particularidad de esa demanda el alza de salarios, pero por otro lado, al ocurrir en un contexto altamente represivo, va a ser vista como una movilización antisistema. Por el hecho mismo de que es una reivindicación antisistema alimenta en otra localidad una movilización completamente distinta, ‘reivindicación 2’, por ejemplo, los estudiantes inician manifestaciones contra la disciplina en los establecimientos educativos. Desde el punto de vista de la particularidad de las dos reivindicaciones, son completamente distintas una respecto de la otra, pero una relación de equivalencia se crea entre ellas en la medida en que ambas son vistas como antisistema. Y en una tercera localidad, por ejemplo, un grupo de políticos liberales inicia una campaña de banquetes por la libertad de prensa. De nuevo hay esta división interna de la demanda por la cual un contenido más universal se añade a estos contenidos particulares. Y así se va creando una cadena equivalencial. Esto es lo que he llamado antes la relación horizontal. Pero en cierto momento lo que es necesario es significar la totalidad de esta cadena equivalencial que constituye un cierto campo popular.

En estas circunstancias ¿cuáles son los medios de representación? Solamente las demandas individuales. Entonces una demanda, por ejemplo la ‘reivindicación 1’, asume la función de representar la totalidad y cuanto más universal sea la representación simbólica de este elemento, tanto más débil será la ligazón con la particularidad con la que se inició el proceso representativo.

Si Uds. comparan este modelo con el modelo abstracto lingüístico que he presentado antes ven que es exactamente el mismo. Tienen aquí un elemento de exclusión, una frontera interna, que divide a la sociedad en dos planos. Aquí Uds. tenían este momento de la exclusión. En segundo lugar tienen particularidades diferenciales, y es el semicírculo de abajo en cada una de estas demandas lo que establece la particularidad diferencial. Y en tercer lugar tienen que estas diferencias, en relación con el momento de exclusión y de frontera, se ligan con un elemento de equivalencia, como habíamos visto también en este modelo. Es decir que aquí tenemos que la relación representativa, este momento simbólico, es constitutiva en la formación de todo tipo de identidades populares. Las identidades populares se constituyen sobre la base también de este momento vertical […] Esto por ejemplo es lo que diferencia el modelo que estoy planteando del modelo que plantean Hardt y Negri en el libro “Empire” (Imperio), porque para ellos lo único que cuenta es el momento de la horizontalidad y hay identidades nómades, que tienden por alguna razón, a confluir, pero el mecanismo de la confluencia es un mecanismo esencialmente no político. Esto es lo que diferencia los dos tipos de análisis.

Lo que quiero hacer en el resto de esta presentación es introducir una mayor complejidad en este modelo de la representación política que es constitutivo, como acabo de decir, de las identidades populares, porque yo he introducido una serie de supuestos altamente simplificadores, como por ejemplo que hay una frontera, que esa frontera es estable, y que hay una división de la sociedad en dos campos. Pero las fronteras que dividen a la sociedad en dos campos son cualquier cosa menos estables, tal como por razones de análisis he presupuesto en este modelo. Y cuando empezamos a abandonar estos supuestos simplificadores tenemos que introducir una serie de nuevas categorías. En primer lugar tenemos que el momento de equivalencia puede predominar en algunos casos de una forma total respecto al momento diferencial, o por el contrario, podemos tener que el momento diferencial ocupa el centro de la escena política. Son dos formas totalmente distintas de constitución de los vínculos hegemónicos. Si Uds. quieren un ejemplo casi paradigmático de predominio de la relación de equivalencia sobre la relación de diferencia pueden pensar en el peronismo de los años ’60. Allí se daba una sociedad crecientemente desinstitucionalizada, en que las demandas populares no podían ser encausadas de ninguna manera vía las instituciones. Entonces había una acumulación de demandas insatisfechas, y, por el otro, lado un sistema institucional que era cada vez menos capaz de responder a esas necesidades. En ese momento el significante vacío que unifica a la totalidad de estas cadenas equivalenciales es la demanda de la vuelta de Perón a la Argentina. Perón estaba en Madrid, en las condiciones ideales de ser un significante vacío: mandaba cartas a todo el mundo diciendo cosas completamente contradictorias, a un grupo fascista diciéndole que Mussolini era inimitable, a un grupo maoísta diciéndole que Mao era el jefe de Asia, y, de alguna manera, cumplía esta función de ser el punto vacío alrededor del cual se daba una proliferación de relaciones equivalenciales. Es decir que, de alguna manera, lo que se daba era un predominio neto de relaciones de equivalencia sobre las relaciones diferenciales. Y finalmente a comienzos de los ’70 los símbolos populares del peronismo unificaban prácticamente todo el escenario político. Siempre me acuerdo haber leído en esos años, en una de esas revistas, “Confirmado”, “Primera Plana, no recuerdo cuál, el caso de una muchacha que fue a un hospital para que le hicieran un aborto, y el aborto fue negado, y dejó el hospital, tiró una piedra y rompió los vidrios del hospital y gritó “Viva Perón”. De alguna manera “Viva Perón” era simplemente el significante vacío de justicia.

El caso contrario lo encuentran en otro ejemplo que voy a darles que es el caso de la disolución de los significantes populares en el cartismo inglés del Siglo XIX. A mediados del Siglo XIX, en el apogeo del movimiento cartista la sociedad británica está dividida por esta frontera entre lo que se llamaba old corruption, el sistema del poder, y una identidad popular compleja que abrazaba todo tipo de demandas, de libertad económica, de libertad de prensa, de reforma electoral, republicanismo, etc. En este momento la política de Disraeli y del partido Tory es: Inglaterra está dividida en dos naciones y si seguimos así vamos a terminar todos como Luis XVI. O sea que lo que hay que hacer es construir one nation, una nación, que va a ser el lema del partido Tory desde Disraeli hasta Tatcher. ¿Cuál es la forma de lograr esto? El predominio de la relación de diferencia sobre la relación de equivalencia. Uds. tienen una demanda acerca de habitación, hay una institución del estado que se va a ocupar de habitación. Pero vean que esto se los concede la buena Reina Victoria, que no tiene nada que ver con el republicanismo. Es decir, las equivalencias empiezan a ser absorbidas y el ideal es el de una sociedad en la cual hay sólo diferencias, y que esas diferencias pueden ser encausadas y absorbidas por el aparato institucional. Por ejemplo, la fórmula, que después adoptó Marx, que era pasar de la administración de los hombres a la administración de las cosas, es la expresión más pura de esto. Y finalmente la ideología del welfare state va a ser la ideología de un puro espacio de diferencias en las cuales la sociedad no aparece surcada por ningún conflicto que no pueda ser superado.

Ésta es una forma que, de alguna manera, sigue manteniéndose en el cuadro del modelo de los significantes vacíos. Pero hay otros aspectos en los que quiero insistir. En primer lugar, lo que puede darse en este tipo de sociedad es que desde las alturas del poder se trata de crear una frontera de tipo distinto. En el ejemplo de Disraeli que he dado, de lo que se trata es de eliminar toda frontera, pero Uds. pueden encontrar un discurso que ejerza una presión estructural sobre alguna de estas demandas para hacerlas entrar en cadenas equivalenciales de tipo distinto. Cuando tenemos esta situación, en la que reivindicaciones individuales son sometidas a esta presión contradictoria entre cadenas equivalenciales diferentes, de lo que tenemos que hablar es de significantes flotantes y no de significantes vacíos. A fines del Siglo XIX en los Estados Unidos el movimiento populista intenta romper con el bipartidismo que ha caracterizado tradicionalmente a la política americana sobre la base de demandas del hombre pequeño, the small man, contra el sistema bancario, las tarifas ferroviarias, las estructuras políticas oligárquicas, etc. Este movimiento fracasa por una serie de razones que no es el caso analizar ahora, pero algunos de los temas de pequeño hombre frente a la gran riqueza van a subsistir en el imaginario político americano. Durante el llamado progressive period, a principios del siglo, van a ser parte de un discurso progresivo, orientado en general hacia la izquierda, y después van a ser un componente fundamental en la ideología del New Deal. Pero en los años ’40 y comienzos de los ’50 lo que se va dando es que estos mismos significantes de las demandas del hombre pequeño frente a la gran riqueza van a ser ligados crecientemente a un discurso de derecha. Se va a hablar de la moral majority, como se habla hoy en día, y este tipo de discurso va a intentar fundar el rechazo de toda la ideología liberal del este de los Estados Unidos. Es decir que los mismos significantes empiezan a transmigrar de un sistema de articulación al otro. O, si quieren tener otro ejemplo, Mussolini y la República de Saló. Durante la República de Saló, Mussolini, en el momento en el rey ha establecido el armisticio con los americanos, ha ido al sur con Badoglio y con toda la elite política italiana e intenta encontrar una legitimidad para su nuevo régimen, y la forma de conseguir esa legitimidad es a través del recurso a la ideología del republicanismo radical, la ideología mazziniana y garibaldina que había sido tradicionalmente una ideología de izquierda. En ese momento Palmiro Togliatti, el secretario general del Partido Comunista, hablando por radio dice “Nosotros somos los verdaderos garibaldinos, los verdaderos mazzinianos, ellos están basados en el ejército alemán, etc., etc.”. Es decir que en una de sus dimensiones la lucha ideológica en esos años finales de la Segunda Guerra Mundial en Italia consiste en el esfuerzo de fascistas y comunistas por articular diferencialmente los mismos significantes políticos.

Hay sin embargo otra dimensión en la que quisiera insistir, y es la que se refiere a algo que voy a denominar en este análisis heterogeneidad social. Es decir, lo que hemos supuesto de manera un poco simplificada en este análisis es que toda demanda individual puede inscribirse fácilmente en una cadena equivalencial como la que hemos referido, pero hay algunas demandas que simplemente no pueden inscribirse en la cadena equivalencial porque chocan con el particularismo que la relación equivalencial debilita pero no suprime en absoluto. Y ahí ustedes tienen elementos que son considerados simplemente asistémicos. El problema es el siguiente: en la medida en que ustedes tienen una relación de exclusión, esa relación de exclusión es una exclusión inclusiva. Es decir, Uds. excluyen ese elemento pero es solamente sobre la base de esa exclusión que la inclusión de la propia identidad es construida. Todo tipo de relación dialéctica tiene esta doble función de inclusión y de exclusión. Pero hay otro tipo de relación en la cual la exclusión no es inclusiva. Por ejemplo cuando Hegel hablaba de los pueblos sin historia, ahí Uds. tienen una exclusión que no incluye nada, porque esos pueblos sin historia no forman parte del proceso de constitución de las propias identidades. Es un poco lo que en la teoría lacaniana se llama el caput mortum, aquello que queda en un experimento, el residuo que queda y que no forma parte del proceso de constitución. Este momento del resto que es dejado de lado tiene una importancia fundamental, me parece, para una serie de problemas relacionados con la política contemporánea. Hay siempre elementos que quedan fuera de la cadena. Para darles un ejemplo muy simple, en un momento dado, en los Estados Unidos, las reivindicaciones de los farmers negros y de los farmers blancos eran iguales, pero sin embargo era muy difícil constituir en el sur de los Estados Unidos una cadena equivalencial que unificara a farmers negros y farmers blancos porque el prejuicio racial impedía hacerlo. Es decir, la particularidad que había sido debilitada por la cadena equivalencial era sin embargo lo suficientemente fuerte como para impedir que la cadena equivalencial se siguiera expandiendo. Y entonces muchas de estas demandas son como el caput mortum lacaniano, demandas que simplemente no consiguen formalizarse en términos de constitución política.

Es interesante si Uds. reflexionan sobre la historia del marxismo ver que este elemento de residuo que queda al margen de las relaciones sociales es un residuo que no puede simplemente ser absorbido. El pensamiento social europeo hasta el Siglo XIX sabía que al lado de las categorías sociales que eran aceptadas como parte orgánica del conjunto social había un residuo que excedía todo tipo de identidad diferencial. Estaban los campesinos, la burguesía, la nobleza, el clero, etc., es decir diferencias que eran aceptables dentro del complejo social del imaginario de la época. Pero del otro lado estaban los pobres, y los pobres constituían un exceso que era tratado sobre la base de políticas ad hoc, como las leyes de pobres en Inglaterra, pero que no eran considerados como parte de la legitimidad social. Fue a partir de 1830, con el desarrollo del industrialismo, que este momento de una población excedente, que no podía ser integrada en los cuadros mentales de la época, empieza a tomar un papel creciente. En los diccionarios de la época, por ejemplo, hay una palabra en alemán /poebel/, que significa la chusma o algo así, que es sinónimo de proletariado y de todas las otras categorías que luego van a ser tratadas diferencialmente por la teoría política. En este momento el juego maestro de Marx fue incorporar a una parte del proletariado a la legitimidad social. La historia es una historia del desarrollo de las fuerzas productivas y el proletariado como agente histórico es parte de ese desarrollo de la fuerza productiva. Pero queda sin embargo un residuo, y ese residuo es lo que él llamaba el lúmpen proletariado. ¿El lúmpen proletariado no tiene historia? El lúmpen proletariado existe en los intersticios de toda sociedad, y el lúmpen proletariado no tiene ninguna función dentro de un desarrollo humano progresivo. Es la marginalidad de este residuo lo que Marx consideraba que iba a ser reabsorbida sobre la base de la simplificación creciente de la estructura social bajo el capitalismo, en la cual el proletariado iba a constituir la clase numéricamente dominante. Sin embargo, en el desarrollo de las sociedades contemporáneas estas categorías marginales empiezan a jugar un papel cada vez más central. Para darles un ejemplo, la forma en que el marxismo había tratado el desempleo había sido sobre la base de la categoría de ejército industrial de reserva. Es decir, los desempleados, aún los que eran de todos modos desempleados temporarios, tenían una funcionalidad real dentro del sistema capitalista porque mantenían bajo el nivel de salarios y de esa manera permitían el desarrollo del proceso de acumulación.

Supongamos, y aquí me refiero a la obra de un sociólogo argentino, José Nun, que ha estudiado estos problemas en detalle, que para mantener los salarios al nivel de subsistencia -era una premisa fundamental del marxismo que no podían los salarios ir por debajo del nivel de subsistencia- Uds. necesitan que haya dos desempleados, es un ejemplo teórico. Y supongamos que en una cierta situación hay cuatro, estos dos desempleados más ya no cumplen una función dentro de la lógica del sistema capitalista, son simplemente un exceso. Pero con el desarrollo del desempleo estructural en las sociedades contemporáneas este momento de exceso de lo social pasa a ocupar una centralidad cada vez mayor y la categoría del lúmpen proletariado es claramente insuficiente para caracterizar este tipo de situaciones. En los años ’30 Trotsky escribía, en el momento de la Gran Depresión, cuando los niveles de desempleo eran altísimos, que si los niveles de desempleo se mantienen por todo un período histórico en ese caso uno va a tener que replantear enteramente la teoría marxista de las clases.

Cuando Uds. piensan en los fenómenos de globalización y en los fenómenos de las rupturas que el desarrollo capitalista genera en las sociedades contemporáneas verán que este momento de marginalidad social es un momento que pasa a tener una función cada vez más central. No puede ya tratarse del desarrollo social simplemente en términos de una historia de las fuerzas productivas. Pero, por eso mismo, en la medida en que estos puntos de ruptura y de antagonismo se generalizan, la posibilidad de construir cadenas de equivalencias, y la posibilidad de imponer cuadros simbólicos que articulen estas cadenas de equivalencias sobre la base de una representación de nuevo tipo, que ya evidentemente no pasa por el partido en su forma tradicional, ocupa necesariamente el centro de la reflexión política. Si piensan en las reuniones de Porto Alegre ven que estas dos dimensiones que he estado tratando de plantear están absolutamente presentes. Por un lado hay una proliferación de los puntos de ruptura y de nuevos antagonismos, ésa es la expansión horizontal de las equivalencias, por el otro lado hay el esfuerzo de constituir un lenguaje unificado en el cual el cuadro simbólico que articule todas estas diferencias pase a ocupar el primer plano.

Transcripción: Daniel Brarda

Fuente: http://www.exargentina.org/

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Por una política de identidad democrática. Chantal Moufe

Conferencia impartida por Chantal Mouffe dentro del seminario
Globlalización y diferenciación cultural, 19 y 20 de marzo, MACBA-CCCB, 1999

Por una política de identidad democrática Chantal Moufe

En las últimas décadas, la buena disposición para contar con categorías como la «naturaleza humana», la «razón universal» y el «sujeto autónomo racional» se ha puesto en duda cada vez con mayor frecuencia. Desde distintos puntos de vista, pensadores muy diversos han criticado la idea de una naturaleza humana universal, de un canon universal de racionalidad a través del cual pueda conocerse dicha naturaleza, así como la posibilidad de una verdad universal. Esta crítica del racionalismo y del universalismo, a la que a veces se denomina «posmoderna», es considerada por autores como Jürgen Habermas como una amenaza al ideal democrático moderno. Afirman que existe un vínculo necesario entre el proyecto democrático de la Ilustración y su enfoque epistemológico y que, por consiguiente, criticar el racionalismo y el universalismo significa socavar los propios cimientos de la democracia. Esto explica la hostilidad de Habermas y sus seguidores hacia las distintas formas de posmarxismo, postestructuralismo y posmodernismo.

Mi propósito aquí es discrepar con esta tesis y sostener que sólo sacando todas las consecuencias de la crítica al esencialismo —que constituye el punto de convergencia de todas las llamadas tendencias post— será posible captar la naturaleza de lo político y reformular y radicalizar el proyecto democrático de la Ilustración. Creo que resulta apremiante comprender que el marco racionalista y universalista en el que ese proyecto fue formulado hoy se ha convertido en un obstáculo para la adecuada comprensión de la etapa actual de la política democrática. Este marco debería descartarse y esto puede hacerse sin tener que abandonar el aspecto político de la Ilustración, representado por la revolución democrática.

En esta cuestión deberíamos seguir el ejemplo de Hans Blumenberg, que en su libro The Legitimacy of the Modern Age (1) distingue dos lógicas distintas en la Ilustración, una de «autoafirmación» (política) y otra de «autofundamentación» (epistemológica). Según Blumenberg, históricamente estas dos lógicas han estado articuladas, pero no existe necesariamente una relación entre ambas y pueden separarse sin problemas. Por consiguiente, es posible discriminar entre lo que es realmente moderno —la idea de «autoafirmación»— y lo que es meramente una «reocupación» de una posición medieval; es decir, un intento de dar una respuesta moderna a una pregunta premoderna. Según Blumenberg, el racionalismo no forma parte esencial de la idea de autoafirmación sino que es un residuo de la problemática absolutista medieval. Esta ilusión autofundamentadora —inseparable de su esfuerzo por liberarse de la teología— hoy en día tendría que abandonarse; la razón moderna debería reconocer sus límites. Sólo cuando acepte el pluralismo y la imposibilidad del control total y de la armonía final se liberará la razón moderna de su legado premoderno.

Este enfoque pone de manifiesto lo inadecuado del término «posmodernidad» cuando se usa para designar un periodo histórico completamente distinto que significaría una ruptura con la modernidad. Cuando caemos en la cuenta de que el racionalismo y el universalismo abstracto, lejos de ser elementos constitutivos de la razón moderna, eran en realidad reocupaciones de posiciones premodernas, está claro que cuestionarlos no implica un rechazo de la modernidad sino una aceptación de las posibilidades inscritas en ella desde el principio. Esto también nos ayuda a comprender por qué la crítica del aspecto epistemológico de la Ilustración no cuestiona su aspecto político de autoafirmación sino que, por el contrario, puede contribuir a fortalecer el proyecto democrático.

La crítica del esencialismo
Uno de los avances fundamentales de lo que he llamado la crítica del esencialismo ha sido la ruptura con la categoría del sujeto como entidad transparente racional que podía transmitir un significado homogéneo en el campo total de su conducta al ser el origen de sus propias acciones. El psicoanálisis ha demostrado que la personalidad, en lugar de estar organizada en torno a la transparencia de un ego, se estructura en varios niveles que se encuentran fuera de la conciencia y la racionalidad del sujeto. Por lo tanto, ha desacreditado la idea del carácter necesariamente unificado del sujeto. La principal afirmación de Freud es que la mente humana está sujeta necesariamente a una división entre dos sistemas, uno de los cuales no es ni puede ser consciente. El autodominio del sujeto —un tema central de la filosofía moderna— es precisamente lo que él sostiene que nunca puede alcanzarse. Siguiendo a Freud y ampliando su perspectiva, Lacan puso de manifiesto la pluralidad de registros —lo simbólico, lo real y lo imaginario— que permean toda identidad, así como el lugar del sujeto como el lugar de la carencia, que a pesar de estar representado dentro de la estructura, es el lugar vacío que al mismo tiempo subvierte y es la condición de la constitución de cualquier identidad. La historia del sujeto es la historia de sus identificaciones y no hay ninguna identidad oculta a rescatar más allá de estas últimas. Hay, pues, un doble movimiento. Por una parte, un movimiento de descentramiento que impide la fijación de un conjunto de posiciones en torno a un punto preconstituido. Por otra parte, y como resultado de esta no fijación esencial, tiene lugar el movimiento opuesto: la institución de puntos nodales, fijaciones parciales que limitan el flujo del significado bajo el significante. No obstante, la dialéctica de no fijación y fijación sólo es posible porque la fijación no es algo dado previamente, porque ningún centro de subjetividad precede a las identificaciones del sujeto.

Creo que es importante subrayar que esta crítica de las identidades esenciales no se limita a cierta corriente de la teoría francesa sino que se encuentra en las filosofías más importantes del siglo XX. Por ejemplo, en la filosofía del lenguaje del último Wittgenstein también hallamos una crítica de la concepción racionalista del sujeto que indica que éste no puede ser el origen de significados lingüísticos, ya que el mundo se nos revela a través de la participación en distintos juegos del lenguaje. Encontramos la misma idea en la hermenéutica filosófica de Gadamer, en la tesis de que existe una unidad fundamental entre el pensamiento, el lenguaje y el mundo, y que es en el interior del lenguaje donde se constituye el horizonte de nuestro presente. En otros autores encontramos otras críticas similares de la centralidad del sujeto en la metafísica moderna y de su carácter unitario, por lo que podemos afirmar que, lejos de limitarse al postestructuralismo o al posmodernismo, la crítica del esencialismo constituye el punto de convergencia de las corrientes filosóficas contemporáneas más importantes.

El antiesencialismo y la política.
En Hegemonía y estrategia socialista(2) intentamos extraer las consecuencias de esta crítica del esencialismo en favor de una concepción radical de la democracia articulando algunas de sus perspectivas con la concepción gramsciana de hegemonía. Esto nos llevó a situar la cuestión del poder y el antagonismo y su carácter indeleble en el centro de nuestro enfoque. Una de las principales tesis del libro es que la objetividad social está constituida a través de los actos de poder. Esto significa que, en última instancia, cualquier objetividad social es política y tiene que mostrar los indicios de exclusión que gobierna su constitución: lo que, siguiendo a Derrida, denominamos su «exterior constitutivo». No obstante, si un objeto ha inscrito en su propia esencia algo que no forma parte de sí mismo; si, como resultado, todo es construido como diferencia, su esencia no puede concebirse como pura «presencia» u «objetividad». Esto indica que la lógica de la constitución de lo social es incompatible con el objetivismo y el esencialismo dominantes en las ciencias sociales y el pensamiento liberal.

El punto de convergencia —o más bien de colapso mutuo— entre objetividad y poder es lo que hemos denominado «hegemonía». Esta forma de plantear el problema indica que el poder no debe considerarse como una relación externa que tiene lugar entre dos identidades preconstituidas, sino que más bien constituye dichas identidades. Esto es crucial. Porque si el «exterior constitutivo» está presente en el interior como su posibilidad siempre real, en ese caso el interior se convierte en un acuerdo puramente contingente y reversible (en otras palabras, el acuerdo hegemónico no puede reivindicar ninguna otra fuente de validez que la base de poder en la que se fundamenta). La estructura de la mera posibilidad de cualquier orden objetivo, revelada por su mera naturaleza hegemónica, se muestra en las formas que asume la subversión del signo (es decir, de la relación entre significante y significado). Por ejemplo, el significante «democracia» es muy distinto cuando se fija a cierto significado en un discurso que lo articule con el «anticomunismo», y cuando se fija a otro significado en un discurso que hace que forme parte del significado total de antifascismo. Al no existir un terreno común entre dichas articulaciones en conflicto, no hay forma de subsumirlas bajo una objetividad más profunda que dejaría al descubierto su auténtica y profunda esencia. Esto explica el carácter irreductible y constitutivo del antagonismo.

Las consecuencias de estas tesis para la política tienen un gran alcance. Por ejemplo, según esta perspectiva, la práctica política en una sociedad democrática no consiste en defender los derechos de las identidades preconstituidas, sino más bien en constituir dichas identidades en un terreno precario y siempre vulnerable. Dicho enfoque también implica un desplazamiento de las relaciones tradicionales entre «democracia» y «poder». Desde un punto de vista socialista tradicional, cuanto más democrática sea una sociedad, menor será el poder constitutivo de las relaciones sociales. No obstante, si aceptamos que las relaciones de poder son parte constitutiva de lo social, entonces la principal cuestión de la política democrática no es cómo eliminar el poder sino cómo constituir formas de poder que sean compatibles con los valores democráticos. Lo que es específico del proyecto de «democracia plural y radical» que propugnamos es reconocer la existencia de relaciones de poder y la necesidad de transformarlas, a la vez que se renuncia a la ilusión de que podríamos liberarnos completamente del poder.

Otro rasgo diferenciado de nuestro enfoque tiene que ver con la cuestión de la desuniversalización de los sujetos políticos. Lo que intentamos es romper con todas las formas de esencialismo. No sólo el esencialismo que se adentra en gran medida en las categorías básicas de la sociología moderna y el pensamiento liberal, según el cual toda identidad social está perfectamente definida en el proceso histórico del despliegue del ser, sino también con su opuesto total: cierto tipo de extrema fragmentación posmoderna de lo social, que rechaza otorgar a los fragmentos cualquier tipo de identidad relacional. Dicha visión nos deja con una multiplicidad de identidades sin denominador común alguno y hace imposible distinguir entre las diferencias que existen pero que no deberían existir y las diferencias que no existen pero que deberían existir. En otras palabras, al poner un énfasis exclusivo en la heterogeneidad y la inconmensurabilidad, nos impide reconocer que ciertas diferencias se construyen como relaciones de subordinación y, por lo tanto, que deberían ser desafiadas por una política democrática radical.

Democracia e identidad
Tras haber presentado un breve resumen de los principios básicos de nuestro enfoque antiesencialista y de sus repercusiones generales para la política, ahora me gustaría abordar algunos problemas específicos relativos a la construcción de las identidades democráticas. Voy a examinar cómo puede formularse dicha cuestión dentro de un marco que rompa con la problemática liberal racionalista tradicional y que incorpore nuevas perspectivas cruciales de la crítica del esencialismo. Uno de los principales problemas del marco liberal es que reduce la política a un cálculo de intereses. Se presenta a los individuos como actores racionales movidos por la búsqueda de la maximización de su interés personal. Es decir, se percibe que actúan en el campo de la política de una forma básicamente instrumental. La política se concibe a través de un modelo elaborado para estudiar la economía, como un mercado interesado por la asignación de recursos, en el que se alcanzan compromisos entre intereses definidos independientemente de su articulación política. Otros liberales, los que se rebelan contra este modelo y desean crear un vínculo entre política y ética, creen que es posible crear un consenso universal y racional por medio del libre debate. Creen que al relegar los temas problemáticos a la esfera privada, será suficiente con un acuerdo racional sobre los principios para administrar el pluralismo de las sociedades modernas. Para ambos tipos de liberales, todo lo que tenga que ver con las pasiones y los antagonismos, todo lo que pueda llevar a la violencia es percibido como arcaico e irracional, como residuos del pasado, de una era en que el «dulce comercio» aún no había establecido la preeminencia del interés por encima de las pasiones.

Este intento de aniquilar lo político, sin embargo, está condenado al fracaso porque no puede domesticarse de esta forma. Como señaló Carl Schmitt, la energía de lo político puede proceder de las fuentes más diversas y surgir de múltiples relaciones sociales diferentes: religiosas, morales, económicas, étnicas o de otro tipo. Lo político tiene que ver con la dimensión del antagonismo presente en las relaciones sociales, con la posibilidad siempre presente de que la relación «nosotros/ellos» se construya en términos de «amigo/enemigo». Negar esta dimensión de antagonismo no la hace desaparecer, sólo lleva a la impotencia al reconocer sus distintas manifestaciones y al tratar con ellas. Esto explica que un enfoque democrático tenga que aceptar el carácter indeleble del antagonismo. Una de sus tareas principales es plantearse modos de distender las tendencias a la exclusión presentes en todas las construcciones de identidad colectiva.

Para aclarar la perspectiva que estoy presentando, propongo distinguir entre «lo político» y la «política». Con la expresión «lo político» me estoy refiriendo a la dimensión de antagonismo inherente a toda sociedad humana, un antagonismo que, como he dicho, puede adoptar múltiples formas y puede surgir en relaciones sociales muy diversas. La «política», por otra parte, se refiere al conjunto de prácticas, discursos e instituciones que intentan establecer un cierto orden y organizar la coexistencia humana en condiciones que siempre son potencialmente conflictivas porque se ven afectadas por la dimensión de «lo político». En mi opinión, esta visión —que intenta mantener unidos los dos significados de polemos y polis, de donde deriva la idea de política— es crucial si queremos ser capaces de proteger y consolidar la democracia.

Al examinar esta cuestión, el concepto del «exterior constitutivo» al que me he referido más arriba resulta particularmente útil. Tal como lo concibió Derrida, su objetivo es poner de relieve el hecho de que la creación de una identidad implica el establecimiento de una diferencia, diferencia que a menudo se construye sobre la base de una jerarquía: por ejemplo entre forma y materia, blanco y negro, hombre y mujer, etc. Una vez hemos comprendido que toda identidad es relacional y que la afirmación de una diferencia es una condición previa para la existencia de cualquier identidad —es decir, la percepción de «otra» cosa que constituirá su «exterior»—, entonces podemos empezar a comprender por qué dicha relación siempre puede convertirse en el caldo de cultivo del antagonismo. Al llegar a la creación de una identidad colectiva, básicamente la creación de un «nosotros» por la demarcación de un «ellos», siempre existe la posibilidad de que esa relación de «nosotros» y «ellos» se convierta en una de «amigos» y «enemigos»; es decir, que se convierta en una relación de antagonismo. Esto sucede cuando el «otro», que hasta entonces se había considerado simplemente como diferente, empieza a ser percibido como alguien que cuestiona nuestra identidad y amenaza nuestra existencia. A partir de ese momento, cualquier forma que adopte la relación «nosotros/ellos» (tanto si es religiosa como étnica, económica o de otro tipo) pasa a ser política.

Sólo cuando reconozcamos esta dimensión de «lo político» y comprendamos que la «política» consiste en domesticar la hostilidad e intentar distender el antagonismo potencial que existe en las relaciones humanas, podremos plantearnos la cuestión fundamental de la política democrática. Esta cuestión, con el permiso de los racionalistas, no es cómo llegar a un consenso racional alcanzado sin exclusiones o, en otras palabras, no es cómo establecer un «nosotros» que no tenga el correspondiente «ellos». Esto es imposible porque no puede existir un «nosotros» sin un «ellos». Lo que se está planteando es cómo establecer esta distinción «nosotros/ellos» de modo que sea compatible con la democracia pluralista.
En el ámbito de la política, esto presupone que el «otro» ya no es percibido como un enemigo a destruir, sino como un «adversario»; es decir, como alguien cuyas ideas vamos a combatir pero cuyo derecho a defender dichas ideas no vamos a cuestionar. Podríamos afirmar que el objetivo de la política democrática es transformar el «antagonismo» en «agonismo». La principal tarea de la política democrática no es eliminar las pasiones ni relegarlas a la esfera privada para hacer posible el consenso racional, sino movilizar dichas pasiones de modo que promuevan formas democráticas. La confrontación agonística no pone en peligro la democracia, sino que en realidad es la condición previa de su existencia.

La especificidad de la democracia moderna reside en el reconocimiento y la legitimación del conflicto y en el rechazo a reprimirlo imponiendo un orden autoritario. Al romper con la representación simbólica de la sociedad como un cuerpo orgánico —característica del modo holístico de organización social—, la sociedad democrática se abre a la expresión de valores e intereses en conflicto. Por este motivo, la democracia pluralista no sólo exige consenso en torno a un conjunto de principios políticos comunes sino también la presencia de discrepancias e instituciones a través de las cuales puedan manifestarse dichas divisiones. De ahí que su supervivencia dependa de identidades colectivas que se forman en torno a posiciones claramente diferenciadas, así como de la posibilidad de elegir entre alternativas reales. La difuminación de las fronteras políticas entre derecha e izquierda, por ejemplo, impide la creación de identidades políticas democráticas y alimenta el desencanto ante la participación política. Esto a su vez prepara el terreno para el surgimiento de distintas formas de políticas populistas articuladas en torno a cuestiones étnicas, religiosas o nacionalistas. Cuando la dinámica agonística del sistema pluralista se ve obstaculizada debido a la falta de identidades democráticas con las que uno pueda identificarse, existe el riesgo de que se multipliquen las confrontaciones sobre identidades esencialistas y valores morales no negociables.

Una vez se reconozca que toda identidad es relacional y que se define en función de la diferencia, ¿cómo podemos desactivar la posibilidad de exclusión que conlleva? De nuevo aquí la noción del «exterior constitutivo» puede resultarnos de utilidad. Al subrayar el hecho de que el exterior es constitutivo, se pone de manifiesto la imposibilidad de trazar una distinción absoluta entre interior y exterior. La existencia del otro se convierte en una condición de posibilidad de mi identidad, ya que sin el otro yo no podría tener una identidad. Por consiguiente, toda identidad queda irremediablemente desestabilizada por su exterior y el interior aparece como algo siempre contingente. Esto cuestiona cualquier concepción esencialista de la identidad y excluye cualquier intento de definir de manera concluyente la identidad o la objetividad. Dado que la objetividad siempre depende de una otredad ausente, siempre se hace eco y se ve necesariamente contaminada por esta otredad. La identidad, por lo tanto, no puede pertenecer a una persona sola, y nadie pertenece a una sola identidad. Podríamos ir más allá y afirmar que no sólo no existen identidades «naturales» y «originales», puesto que toda identidad es el resultado de un proceso constitutivo, sino que este proceso en sí debe verse como un proceso de hibridación y nomadización permanentes. La identidad es, efectivamente, el resultado de una multitud de interacciones que tienen lugar dentro de un espacio cuyo contorno no está claramente definido. Numerosos estudios feministas o investigaciones inspiradas por el enfoque poscolonial han demostrado que se trata siempre de un proceso de «sobredeterminación», que establece vínculos altamente intrincados entre las múltiples formas de identidad y una compleja red de diferencias. Para una definición apropiada de identidad, tenemos que tomar en consideración la multiplicidad de discursos y la estructura de poder que la afectan, así como la compleja dinámica de complicidad y resistencia que hace hincapié en las prácticas en las que dicha identidad está implicada. En lugar de ver las distintas formas de identidad como lealtades hacia un lugar o como una propiedad, deberíamos comprender que se trata de lo que está en juego en cualquier lucha política.

Lo que comúnmente denominamos «identidad cultural» es simultáneamente el escenario y el objeto de la lucha política. La existencia social de un grupo precisa de este conflicto. Es una de las áreas principales en las que se ejerce la hegemonía, puesto que la definición de la identidad cultural de un grupo —al referirse a un sistema específico de relaciones sociales particulares y contingentes— desempeña un papel crucial en la creación de «puntos nodales hegemónicos». Dichos puntos definen en parte el significado de una «cadena significadora» y nos permiten controlar el flujo de significantes, así como controlar temporalmente el campo discursivo.

Respecto a la cuestión de las identidades «nacionales» —tan crucial hoy nuevamente—, la perspectiva basada en la hegemonía y la articulación nos permite aceptar la idea de lo nacional, captar la importancia de ese tipo de identidad, en lugar de rechazarla en nombre del antiesencialismo o como parte de una defensa del universalismo abstracto. Es muy peligroso ignorar la fuerte inversión libidinal que puede movilizar el significante «nación» y es inútil desear que todas las identidades nacionales puedan verse reemplazadas por las llamadas identidades «posconvencionales». La lucha contra el tipo exclusivo de nacionalismo étnico sólo puede llevarse a cabo mediante la articulación de otro tipo de nacionalismo, un nacionalismo «cívico» que manifieste lealtad a los valores específicos de la tradición democrática y a las formas de vida que la constituyen.

Contrariamente a lo que a veces se afirma, no creo que —por poner el ejemplo de Europa— la solución pase por la creación de una identidad «europea», concebida como una identidad homogénea que pueda reemplazar a todas las demás identificaciones y lealtades. No obstante, si la planteamos en términos de una «aporía», de un «doble genitivo», como sugería Derrida en El otro cabo(3), entonces la noción de una identidad europea podría ser el catalizador de un proceso prometedor, no muy distinto de lo que Merleau-Ponty denominó el «universalismo lateral», que da a entender que lo universal está en el propio núcleo de las especificidades y diferencias, y que está inscrito en el respeto a la diversidad. Si concebimos esta identidad europea como una «diferencia para sí», entonces estaremos concibiendo una identidad en la que puede haber cabida para la otredad, una identidad que demuestre la porosidad de sus fronteras y que se abra hacia ese exterior que la hace posible. Al aceptar que sólo el hibridismo nos crea como entidades diferenciadas, afirma y confirma el carácter nómada de toda identidad.

Sostengo que, al resistir la tentación siempre presente de construir la identidad en términos de exclusión y al reconocer que las identidades comprenden múltiples elementos y que son dependientes e interdependientes, una política democrática fundamentada en un enfoque antiesencialista puede distender el potencial de violencia que existe en toda construcción de identidades colectivas y crear las condiciones para un pluralismo realmente «agonista». Dicho pluralismo se basa en el reconocimiento de la multiplicidad en uno mismo y de las posiciones contradictorias que conlleva dicha multiplicidad. Su aceptación del otro no consiste en limitarse a tolerar las diferencias sino en celebrarlas positivamente, puesto que reconoce que, sin alteridad ni otredad, no es posible afirmar identidad alguna. También es un pluralismo que valora la diversidad y las discrepancias y que reconoce en ellas justamente la condición que posibilita una vida democrática combativa.

Chantal Mouffe

(1) Este es el título de la traducción al inglés (referencia completa:
The Legitimacy of the Modern Age [Cambridge, Mass.: MIT Press, 1986]). Referencia del original: Die Legitimität der Neuzeit (Frankfurt Suhrkamp, 1999). No he encontrado que haya traducción al castellano, aunque quizás exista alguna edición latinoamericana
(2) [Referencia completa: Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista: hacia una radicalización de la democracia (Madrid: Siglo XXI, 1987).]
(3) [Referencia completa: Jacques Derrida, El otro cabo. La democracia para otro día (Barcelona: Ediciones del Serbal, 1992).]

Fuente: Antagonismos. http://www.macba.es/antagonismos/

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