Por Noam Chomsky (Profesor del MIT, Boston, EE.UU.)
Un grupo de analistas ha observado que aunque finalmente se haya acabado con Bin Laden, éste consiguió, no obstante, algunos éxitos importantes en su guerra contra EEUU. “Afirmó repetidamente que el único camino para sacar a EEUU del mundo musulmán y derrotar a sus sátrapas era involucrar a los estadounidenses en una serie de pequeñas pero onerosas guerras que les llevaran finalmente a la bancarrota”, escribe Eric Margolis. “‘Sangrar a Estados Unidos’, en sus propias palabras”. A EEUU, primero bajo George W. Bush y después con Barack Obama, le faltó tiempo para precipitarse en la trampa… Resulta grotesco que los inflados desembolsos militares y la dependencia de la deuda… puedan ser el legado más pernicioso del hombre que pensaba que podía derrotar a EEUU”, especialmente en unos momentos en que la extrema derecha está cínicamente explotando el tema de la deuda, con la connivencia del establishment demócrata, para socavar lo que queda de programas sociales, educación pública, sindicatos y, en general, las barreras que aún resisten ante la tiranía de las corporaciones.
Que Washington se inclinó por cumplir los más fervientes deseos de bin Laden fue algo que se puso en evidencia de inmediato. Como expuse en mi libro “9-11”, escrito poco después de que ocurrieran los ataques, nadie con conocimiento sobre la región fue capaz de reconocer “que un ataque masivo contra una población musulmana era la respuesta a las plegarias de bin Laden y sus socios, y que conduciría a EEUU y a sus aliados hacia una ‘trampa diabólica’, como señaló el ministro francés de Asuntos Exteriores”.
El importante analista de la CIA responsable desde 1996 de seguirle el rastro a Osama bin Laden, Michael Scheuer, escribió poco después que “bin Laden le ha precisado muy bien a EEUU las razones por las que está emprendiendo la guerra contra nosotros. [Él] está decidido a cambiar drásticamente las políticas estadounidenses y occidentales hacia el mundo islámico”, y en gran medida lo ha conseguido: “Las fuerzas y políticas de EEUU están completando la radicalización del mundo islámico, algo que Osama bin Laden trató de conseguir con un éxito sustancial aunque incompleto desde los primeros años de la década de 1990. Como consecuencia, pienso que es justo concluir que los EEUU de América siguen siendo el único aliado indispensable de bin Laden”. Y bien podría decirse que así sigue siendo incluso después de su muerte.
El primer 11-S
¿Había alternativa? Hay muchas posibilidades de que el movimiento yihadista, gran parte de él muy crítico hacia bin Laden, se hubiera dividido y debilitado tras el 11-S. “El crimen contra la humanidad”, como fue justamente denominado, podría haberse considerado como tal crimen y haber llevado a cabo una operación internacional para apresar a los posibles sospechosos. Pero aunque en aquel momento se reconoció tal posibilidad, ni siquiera se pasó a considerar la idea de hacerlo así.
En “11-9”, citaba la conclusión de Robert Fisk de que el “horrendo crimen” del 11-S se cometió de forma “perversa y con una crueldad impresionante”, una valoración certera. Es útil tener en mente que los crímenes podrían haber sido incluso peores. Supongamos, por ejemplo, que el ataque hubiera llegado hasta a bombardear la Casa Blanca, matar al presidente, imponer una dictadura militar brutal que asesinara a miles y torturara a decenas de miles mientras establecía un centro internacional de terror para ayudar a imponer estados similares de tortura y terror por todas partes y desarrollar una campaña internacional de asesinatos; y como estímulo adicional, hubieran traído un equipo de economistas –llamémoslos “los chicos de Kandahar”- para hundir velozmente la economía en una de las mayores depresiones de su historia. Eso, francamente, hubiera sido mucho peor que el 11-S.
Lamentablemente, este no es un pensamiento experimental. Sucedió. La única inexactitud en ese breve relato es que las cifras se habrían multiplicado por 25 para producir los equivalentes per capita en la medida apropiada. Desde luego, me estoy refiriendo a lo que en Latinoamérica se llama a menudo “el primer 11-S”, el 11 de septiembre de 1973, cuando EEUU consiguió tras intensos esfuerzos derrocar al democrático gobierno de Salvador Allende en Chile con un golpe militar que colocó en el poder al brutal régimen del general Pinochet. El objetivo, en palabras de la administración Nixon, era matar el “virus” que pudiera animar a todos aquellos “extranjeros dispuestos a putearnos” apropiándose de sus propios recursos y siguiendo de diversas maneras una política intolerable de desarrollo independiente. Al fondo estaba la conclusión del Consejo Nacional de Seguridad de que si EEUU no podía controlar Latinoamérica, no podía esperar “conseguir un orden que le fuera favorable en otros lugares del mundo”.
El primer 11-S, a diferencia del segundo, no cambió el mundo. No se produjo “nada que tuviera muy grandes consecuencias”, como Henry Kissinger aseguraba a su jefe pocos días después.
Estos acontecimientos de consecuencias pequeñas no se limitaron al golpe militar que destruyó la democracia chilena y puso en marcha la historia de horror que le siguió. El primer 11-S fue justo uno de los actos de un drama que empezó en 1962, cuando John F. Kennedy cambió la misión del ejército latinoamericano de “defensa hemisférica” –una anacrónica reliquia de la II Guerra Mundial- por “seguridad interna”, un concepto que implicó una aterradora interpretación en los círculos latinoamericanos bajo dominio estadounidense.
En la recientemente publicada por la Universidad de Cambridge “History of the Cold War”, el erudito latinoamericano John Coatsworth escribe que desde ese momento hasta “el colapso soviético en 1990, las cifras de prisioneros políticos, víctimas de tortura y ejecuciones de disidentes políticos no violentos en Latinoamérica superaron inmensamente a las de la Unión Soviética y sus satélites del Este de Europa”, incluyendo también muchos mártires religiosos y asesinatos masivos, siempre apoyados o iniciados en Washington. El último acto importante de violencia fue el brutal asesinato de seis importantes intelectuales latinoamericanos, sacerdotes jesuitas, pocos días antes de la caída del Muro de Berlín. Los autores fueron un batallón de elite salvadoreño, que ya había dejado un estremecedor rastro de sangre, recién salidos del entrenamiento de la JFK School of Special Warfare, que actuaban bajo las órdenes directas del alto mando del estado clientelista de EEUU.
Desde luego, las consecuencias de esta plaga hemisférica siguen aún reverberando.
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Fuente:
http://www.tomdispatch.com/post/175436/tomgram%3A_noam_chomsky%2C_the_imperial_mentality_and_9_11/#more