Ecos de amor en el Harlem – If Beale Street Could Talk (2018)

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If Beale Street Could Talk es el extraño caso de éxito de la simbiosis entre cine y literatura, como una melodía que sabe exactamente que notas tocar, a que ritmo y con qué instrumento. Este es evidentemente un film de Barry Jenkins, como lo denotan el artesano trabajo de la imagen, la aplicación constante del melodrama y el generoso subtexto detrás de los personajes y sus tribulaciones. Este film también es de James Baldwin, cuyo texto respira enérgicamente a través de una cuidadosa selección de actores, escenas memorables y un aura de eterna melancolía, propio del Harlem en que creció: un territorio que, sin importar la tragedia, se siente tan propio como ajeno, tan atemporal como devoto a su tiempo. Reconstruyendo una tragedia ajena, Jenkins y Baldwin recrean su propia relación con el Harlem, la identidad negra, el amor silenciado, la esperanza y el ser adulto en mundo que no es justo con los diferentes.

If Beale… trata de funcionar como parábola, contraponiendo la libertad del primer amor y el encadenamiento del prejuicio, reflejados a través de Alonzo y Tish, sus protagonistas. Él está preso por un crimen que no cometió y ella espera devotamente su regreso. El sistema, mediante su intricada red policial, judicial y política, hace todo lo posible por dividir a la pareja. Ella espera un bebé. Él empieza a perder las esperanzas. En tal estado de desesperación, cada uno hace lo que puede para salir adelante. Tish rememora sus primeros días con Alonzo, el florecimiento de su relación y los innumerables obstáculos que se les presentan camino a la independencia. De fondo, el Harlem de los 70, un territorio hostil, caótico y marcado por las tensiones raciales y la violencia, aun cuando sigue siendo el único lugar al que Alonzo y Tish pueden —y podrían— llamar su hogar.

Barry Jenkins tiene un estilo para filmar que, a pesar de sus detractores, parece mantenerse rebelde ante las convenciones fílmicas. Es elegante, pero saturado; es contenido, pero sentimental; es maduro, pero también provisto del exceso de la juventud. Es un estilo que, apoyado en el texto original, parece ofrecer una mirada distinta —pero cercana— de la realidad en el Harlem, con el filtro necesario de ficción y los recursos estéticos en su lugar.

El texto de Baldwin se vigoriza a través de la imagen, que reproduce con astucia y empatía el poder de la palabra escrita, pocas veces recreada como tanto detalle y cuidado en la gran pantalla. Una vez más, Jenkins filma con apego al detalle: las caricias, las miradas, los silencios, los quiebres de voz y las sonrisas. Cada detalle compone una emoción y cada emoción parece sobreponerse a la otra en un armónico caos, que nunca cansa a la audiencia. Intensidad: la música de Nicholas Brittel y las imágenes detenidas, o en muy leve movimiento, someten a la audiencia en un estado de trance, en un espacio intransigente entre realidad y ficción.  Los planos generales, en los que se la cámara se acerca al sujeto cuidadosamente, se acercan más a un arte pictórico que a uno cinematográfico, hasta que la música y la narración confluyen y lo que vemos es evidentemente cine, aún con sus reservas y contradicciones.

Jenkins juega de forma astuta con la fragmentación y el racconto, haciendo que Tish vaya del pasado al presente y viceversa con total naturalidad. Aquí el hilo narrativo no es cronológico, sino emocional: emociones que se evocan y que traen de vuelta al pasado. Pensemos en la escena del anuncio: Tish admite ante su familia que está embarazada. La mayoría de películas contaría la secuencia al revés: primero la escena entre Tish y Alonzo (su primera relación sexual), luego, las consecuencias de esa noche y de su afecto. Acción y reacción. Aquí no. Primero se ve la confesión, confesión que, escuchada por la madre de Alonzo, se transforma en el odio: el niño por nacer es maldecido por no haber sido concebido es matrimonio. Primero se ve el odio, después llega el amor. Es impactante: sabemos los problemas que traerán los encuentros entre Tish y Alonzo; aun así, no podemos evitar vernos conmovidos por lo suyo. ¿Cómo algo tan bello y sincero puede despertar tanto conflicto y recelo? ¿Por qué el amor debería llevar a la tragedia?

Pensemos en la escena entre Duncan y Alonzo. El escenario es bastante fácil de identificar: dos amigos que, frente al paso del tiempo, no pueden sino refugiarse en el otro. Sin embargo, a diferencia de otros encuentros como este en el cine, aquí ambos amigos se toman su tiempo. Jenkins, como Baldwin, cree en el poder de la conversación: una conversación sin cortes, sin mayor recurso narrativo que el primer plano, con atención a respuestas y nuevas preguntas, con ojo crítico y franqueza. Así como Chiron y Kevin no pueden despegarse del otro en Moonlight (2016), aquí Duncan y Alonzo encuentran el espacio seguro para confrontar sus miedos, marcados necesariamente por su identidad racial. La escena tarda, pero queremos que lo haga, escuchamos atentamente y recordamos lo que se dice.

Jenkins presiona con la duración de sus escenas porque confía en sus actores. No corta demasiado, no aleja la cámara de sus rostros, no se fuerza a depender de otro recurso que no sean ellos. If Beale… ha ensamblado un casting de actores afroamericanos que, incluyendo nuevas voces y rostros experimentados, parece transmitir con fidelidad y detalle el conflicto identitario que implica ser negro en EEUU. Kiki Leyne guía el film con una voz a medio camino entre la inocencia y una repentina madurez. Brian Tyree Henry roba cuantas escenas puede con su retrato de un hombre afroamericano imbuido en la culpa y el temor. Y, por supuesto, Regina King se queda en nuestra retina gracias a su simplísima y muy emotiva evocación de la maternidad comprensiva, resiliente y dedicada.

Por supuesto, Beale Street no es un cuento de hadas, ni tampoco se resuelve como uno. A pesar de todos sus juegos de ficción, esta sigue siendo una representación más o menos fidedigna de la realidad, y la realidad afroamericanos encarcelados en el Harlem de los 70 no es una en la que abunden los finales felices. Queda la duda, claro. ¿Qué hemos visto?

No es una historia sobre ser negro en USA, sino un tristísimo recordatorio de cómo la tragedia irrumpe en la vida de personas comunes y cómo el amor parece mediar entre la tragedia y la desesperación.  También es una celebración de la vida: la música, las risas, las cenas entre amigos y amantes, la resiliencia, la complicidad, el deseo carnal y la esperanza por una vida mejor. Y, por supuesto, como la misma alegoría central en Moonlight, este film necesita de la solidaridad, espontánea o no, como motor de vida de sus personajes. No es coincidencia que una de las pocas personas que quiere ayudar a Alonzo y Tish —además de la familia— sea un judío con kipá en la cabeza.

En un mundo hostil, en el que uno vive en dolor, no puede no elegirse la empatía. Por eso el cine y por eso la literatura. Y a veces, cuando ambos se juntan y la vocación sincera por filmar al otro actúa astutamente, sale If Beale Street Could Talk. Menos mal fue así.

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Anselmi

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