A ver si capturas su esencia – Retrato de una mujer en llamas (2019)

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Arte. Cómo elemento catalizador de desvaríos, decepciones, amores difíciles y otras tantas emociones que gobiernan nuestro cuerpo. Arte como factor catártico, capaz de liberar el espíritu en tiempos de conflicto. El arte como proceso creativo, según las propuesta de Celine Sciamma, se da muy de a pocos: miradas,  juegos de rol, midiendo cada detalle para que así, a la larga, la esencia de uno mismo —o del otro— quede impresa por siempre en una obra de valor. La pintura, entonces, funciona para capturar lo incapturable, para intentar, no sin sus fallas, que las emociones —sobre todo, esas en permanente censura— se mantengan por siempre. Su arte, entonces, es femenino, sensual, inspirador…

Sciamma, alejándose del drama social, presenta un romance en tiempos prohibidos, un testimonio de la fe femenina, construida desde la clandestinidad y el deseo. Marianne, pintora comúnmente silenciada por un mundo de hombres, recibe un encargo a priori asequible: pintar un lienzo para la Condesa, el cual deberá capturar la vitalidad y fervor de su hija, Héloise. Héloise está por casarse con un rico mercader de Milán, por lo que el cuadro resulta, finalmente, un último testimonio de su inocencia virginal, o el acto simbólico de entrega de la muchacha al mundo adulto. El trabajo, sin embargo, no supone pocos obstáculos: la personalidad enigmática y esquiva de Heloise forzará a Marianne a acercarse de formas alternativas, hasta que, al final, tales intentos de intimidad desembocarán en una historia de amor. Mientras su relación se fortalece, mejor va el arte, más sólida es su interpretación sobre el lienzo.

Una de las cosas que hace de Retrato de una mujer en llamas un film excepcional es su ritmo. Estamos, pues, ante una historia de tempo pausado, un filme avocado a los detalles, a entender, de a pocos, como se construye —y performa— un amor. Sciamma nos propone un film metódico, con engranajes previsibles y una sucesión de escenas comunes: un encuentro casual entre Marianne y la criada Sophie (cuidadosamente filmado a la luz de las velas), un paseo que reúne a Marianne y a Heloise, una toma de la pintora y su lienzo, y una conversación entre ella y su patrona, la Condesa, generalmente sobre Marianne. Tal decisión narrativa funciona a la perfección: acostumbrados ya a una secuencia de escenas, vemos cómo, con cada repetición, la relación entre las protagonistas van aumentando en intimidad y deseo. Vemos cómo los diálogos sobre Heloise buscan escarbar en su figura y sentimientos; cómo la propia Marianne va dejando su postura recta y defensiva; cómo Heloise, a priori extraña y ajena, va mostrando una tierna humanidad. Parte tiene que ver, por supuesto, con los diálogos, elegantes, limitafos pero bien elegidos por Sciamma, cargadísimos de subtexto. Las escenas, entonces, funcionan a modo de tándem: intercambios cruzados entre ambas protagonistas, buscando, dentro de los rígidos patrones de la cortesía, conocerse de verdad. Y, en esta puesta en escena tan calculada, sorprenden los elementos fantasmagóricos, propios del realismo mágico: visiones de Heloise vestida de blanco, recorriendo de forma lúgubre la casona, mujeres cantando al compás de una hoguera. Tales pasajes, sin embargo, no parecen desencajar: la propia personalidad de Heloise —plagada de enigma y extrañeza— la hace perfecta para ser fantasma: genera dudas y, sobre todo, el deseo de absolverlas.

La idea central del film, más allá del romance lésbico, se encuentra en el valor del arte: ¿puede el arte —en este caso, la pintura— servir de puente entre dos personas destinadas a la soledad? ¿Puede la pintura —un medio silente, estático— ser transmisor de aquellas emociones reprimidas y rechazadas? Miremos, por ejemplo, el momento de tensión sexual entre ambas mujeres, justo cuando Marianne está pintando a Heloise. La idea, por supuesto, están en las observaciones: Marianne describe, de a pocos, cómo ella “ve” a la muchacha, y cómo, a través de los patrones del arte (la figura, la postura, los gestos y manierismos, los movimientos) puede llegar a conocerla. Lo sorprendente es que Heloise hace lo mismo, con una entrega y arrebato poco usuales en ella. Es, pues, el lenguaje artístico, metafórico y sentimental, aquel que permite ser honesto con el otro. De igual manera, a medio camino del film, vemos otra escena de rigor: Heloise rechaza el lienzo de Marianne, todo por una simple razón: el cuadro que ha hecho “no captura su esencia”. El arte, entonces, duele: un arte falso, hecho por cumplimiento y sin honestidad, no es válido. Heloise quiere ser “vista”, pero no por cualquiera: quiere ser vista por Marianne, pero de forma verdadera. “¿Así me ves?”, pregunta ella, en un momento inolvidable. Marianne, por su parte, debe ser honesta y reconocer, a regañadientes, que no es cierto, que no la ve así, sino que, por una represión suya, ha hecho una obra esquemática, falsa. Heloise acepta posar, acepta mostrarse tal y como es. Con la modelo dispuesta, Marianne puede elaborar su pintura a libertad. Pintarla así es un acto de rebeldía.

Eso no nos hace olvidar de la otra expresión fundamental en el film: la sororidad. Al contrario de lo que se cree, este film no es un dúo, sino una historia de a tres. El personaje de la Sophie, a su estilo peculiar —dulce, indulgente y servicial— funciona como enclave de relaciones entre Heloise y Marianne. La niña, curiosa y nobel, hace preguntas sobre el amor, preguntas que, a su vez, son respondidas por Marianne y Heloise con torpeza, pero sinceridad. De igual forma, cuando ella necesita ayuda al asumo el riesgo femenino más grande de todos, ellas dos, entre sus limitaciones, siguen presentas para ayudarle. La idea es clara: las mujeres, en un mundo marcado por su rechazo y dejadez, deben permanecer juntas. En otra escena, mujeres cantan: se aferran una a una en confianza. Creen; sobreviven.

Podría suceder, y con justa razón, que muchas de estas temáticas terminen en un segundo plano, como pasando desapercibidas por el espectador. Esto se debe, en gran parte, al exquisito trabajo visual del filme: un trabajo delicado de paletas y tonos, de colores cálidos y saturados, de una peculiar meticulosidad. La mayoría de escenas parecen sacadas de una lienzos romanticistas, un estilo propio de Delacroix, Gustave Coubert o Winslow Homer, —pintores reconocidos por su tratamiento del paisaje— y por artistas más contemporáneos como Renoir o Pissarro, famosos por sus colores brillantes, bellamente iluminados por el sol, y por su suntuosa descripción de la burguesía. Esta decisión conceptual no solo funciona a nivel estético —en el que destacan por una inusual belleza— sino también a nivel dialéctico: la recreación de colores genera fidelidad histórica, pero, el formato de filmación (8K, elegida por la autora por su toque “contemporáneo”) parece claramente moderno. Recreación histórica, pero filmación y temáticas modernas: en el fondo, universalidad. Hay un nivel final de interpretación: la estética del filme corresponde, pues, a un ideal romántico. ¿Qué es el romanticismo sino la abstracción hacia uno mismo, la búsqueda melancólica del individuo, el desborde emociones que antes habían sido forzosamente categorizadas y racionalizadas? Todo esto es, pues, el corazón de este film. Siempre romántico y atrevido, aún con cierta mesura.

La película de Sciamma, con todas sus remembranzas (al arte romanticista, a las novelas de Balzac o Madame de Stael), sigue siendo muy original, muy atrevida y riesgosa. Es un film feminista, pero, sobre todo, femenino; pregunta qué es ser mujer, qué elementos lo componen, y lo responde, de manera sutil y tierna, trayendo al pasado y haciéndolo presente. Como toda buena obra de arte.

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Acerca del autor

Anselmi

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