Placer por placer – El imperio de los sentidos (1976)

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El imperio de los sentidos no es una película sencilla. Es eminentemente grotesca y poco apologética al representar el sexo en su lado más perverso e inquietante. Ofrece una mirada mórbida y casi pornográfica de la intimidad, en la que poco importan los personajes y sus orígenes, y en la que se privilegia el placer por el placer, lo carnal por lo carnal. A través de una rústica puesta en escena, con música japonesa de fondo, construye una atmosfera extrañamente calmada y abiertamente contradictoria con lo que filma. Nos corrompe.  Irrumpe en la pantalla sin ninguna vergüenza.

De plano, no deberíamos utilizar mucho espacio para describir la trama de El imperio de los sentidos. La historia nos lleva a un Japón del pasado, en donde Sada, prostituta y sirviente, entra a trabajar para Kichi, el dueño del hotel del pueblo. Entre ellos nace una relación sexual que pronto se transforma en un affaire y en una relación de lujuria permanente, en la que ambos deciden presionar los límites de lo convencional hasta el extremo. Todo ello es filmado sin censura alguna: felaciones, sexo anal, roleplay, acciones sádicas y degradantes e incluso momentos de violencia.

El imperio de los sentidos no ha sido sino una película divisiva hasta la médula. Aplaudida por críticos devotos que la consideran un clásico del cine erótico y odiada por aquellos que la tachan de escandalosa y pornográfica, parece que el film solo puede residir en los extremos. Para escapar de las reflexiones tradicionales sobre el film, -y justificar el placer de consumirlo- conviene analizar las críticas alrededor de su rechazo y defender su estilo poco convencional ante el ojo del público.

Lo que parece escandalizar a la audiencia es la magnitud de las escenas sexuales y la ausencia de limitaciones para filmarla, tal y cómo sería en un encuentro sexual entre pervertidos. Frente a esto, tenemos una premisa intuitiva, y es que el cine debe ser un medio que utilice la realidad recreada para cuestionar a la realidad objetiva. Si nos damos cuenta, solemos valorar películas que, a través de una serie de detalles (actuaciones, diálogos, decorados) se acerquen genuinamente a los sujetos y escenarios que representen, rocen apenas la realidad y la reconfiguren a través de lo simbólico. El imperio de los sentidos hace exactamente eso. Si valoramos películas de diálogos extensos (Sueño de Invierno, -2014-, la trilogía Before) y películas que recreen la violencia con inquietante paralelismo a la realidad (The Wild Bunch -1968-, Full Metal Jacket -1987-), ¿por qué rechazaríamos una película que celebre, y filme realistamente el sexo?

Hay quienes creen que este film es meramente pornográfico. Puede ser exactamente lo contrario. La tensa y a veces imperceptible barrera entre el cine erótico y el porno parece justificarse en dos razones: el sexo como un concepto antes que el sexo como un simple medio de explotación, y el sexo ubicado dentro de una narrativa más amplia antes que el sexo por sí mismo. El imperio de los sentidos cumple con claridad ambas condiciones.

Sobre lo primero, vemos que el film no se limita a mostrar tensión sexual permanente y escenas explícitas. Existen matices que, luego de superado el primer shock, pueden verse sin dificultad. Existe una visión paradójica -y más creíble- de este tipo de relaciones. Kichi contrapone el ideal de “máster” dominante: es tierno, detallista y afable. Ello no evita que haya iniciado la relación con Sada en medio de una amplísima relación de poder. Sada, limitada toda su vida debido a su clase social y su condición de mujer, obtiene control sobre el espacio privado: rápidamente destrona a la esposa privilegiada, las miradas celosas del pueblo y sus propios temores para aceptar una relación perversa y sin tapujos en la que ella domina.

Sobre lo segundo, vemos que la narrativa coherente, una que explora dinámicas de poder y deseo, no depende de las escenas sexuales. Si bien sabemos poco sobre Kichi o Sada, ello no parece ser una limitación, sino un acierto: dota al film de un cierto aire de universalidad en lo que quiere explorar. Esta es una relación que se configura desde el deseo y parece florecer en una sociedad que tolera el deseo. Geishas, mucamas y visitantes interrumpen a Kichi y a Sada en sus encuentros sexuales, pero ellos no se molestan. Sus visitantes tampoco. Se cultiva la aceptación de lo perverso, como un estilo de vida, como una forma de afianzarse con el otro, como una forma de liberar la tensión sexual que yace en cada uno.

Por un segundo, imaginemos que sí es porno. ¿Por qué eso le quita mérito? El juego de colores de Oshima contrasta las cálidas y coloridas imágenes del Japón de antaño, como escenas pintadas en un gran biombo, con actos impensados, nunca antes filmados en pantalla comercial. Es una experiencia difícil, pero visualmente sublime. El humor también invade las escenas de sexo. Por momentos, la solemnidad es quebrantada por esos momentos de espontaneidad entre ambos personajes, lo que aligera las escenas. Si es porno, sigue siendo porno bien filmado.

Finalmente, las interpretaciones de ambos protagonistas, marcadas por la sinceridad y la disposición de ir hasta el límite, invitan a una experiencia genuina. Por supuesto, controversias aparte, el filme permite encontrar un espacio para explorar la sensualidad en la pantalla, para que el espectador pueda dar rienda suelta a sus propios deseos dentro del ámbito consensuado y artísticamente relevante de un  arthouse como este. Sí, podría ser porno. Aun así, parece mantener su valor como pieza artística.

Vemos, entonces, que la controversia alrededor de la categoría del film es poco relevante, y no debería afectar su impacto en las personas. Ello se intensifica al pensar en su clímax, de casi 20 minutos de duración. Sada no está satisfecha con lo que obtiene de Kichi. La exploración de su propia sensualidad, poco regulada y marcada por el desenfreno y la obtención de poder, la ha llevado a un punto de no retorno. Kichi, a pesar de las limitaciones de la edad, quiere complacerla. Es un momento frustrante y complejo, que culmina en el máximo cúmulo de placer, el sacrificio mayor. Aun así, Sada busca más.

Ha decidido entregarse al placer, y de allí parece no haber regreso. Para nosotros tampoco.

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Anselmi

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