Metal, placer y dolor – Titane (2021)

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Así, sin tapujos, la nueva Palma de Oro en Cannes es un descorazonado estudio sobre lo grotesco, los márgenes de la sexualidad y la feminidad, conceptos que pocas veces habían sido tratados de esta manera en el cine comercial. La visión de Julia Ducournau, poco apologética y siempre cercana al extremo, ofrece una experiencia sensorial y disruptiva por el dolor y el deseo desde sus múltiples facetas. A través de sus pretensiones alegóricas, su ceremoniosa puesta en escena y la facilidad para apropiarse de un género u otro, el film francés deja huella a niveles muy distintos, incitando la curiosidad intelectual de la audiencia, así como su lado más pervertido y morboso. Sin dejar indiferente a nadie, Titane, como el metal que lleva su nombre, no se corroe a pesar de los excesos de lo que plantea y mantiene su agudez conceptual hasta el final, con el shock y la tragedia por delante.

Titane es la historia de Alexia, quien sufrió un terrible accidente cuando niña, obligada a llevar una coraza de titanio debajo del cráneo y una visible cicatriz sobre su oreja. Como adulta joven, Alexia se gana la vida como bailarina exótica en una feria de vehículos. A su vez mantiene una doble vida como fetichista —teniendo sexo violento con personas y vehículos— y como responsable de todo tipo de crímenes. Luego de un encuentro sexual con un vehículo, Alexia descubre que está embarazada. Buscada por la policía, decide transformarse en Adrien, el hijo pródigo de un solitario bombero, Vincent, quien, luego de diez años sin ver a su hijo, decide aceptar a Alexia como él.

Titane, al igual que otras obras de horror alegórico, se resiste a una sola lectura lineal; más bien, parece aceptar activamente reinterpretaciones conflictivas y contradictorias entre sí. La propuesta de Julia Daucernau no intenta sermonear al espectador, sino ofrecerle una serie de imágenes parabólicas, confusas y a la vez atrayentes; una especie de guía para encontrar uno o más significados, si hacemos un lado el evidente shock value de lo que filma.

La primera lectura del film, desde su puesta en escena, sugiere una exploración entre cuerpo y artefacto, propia de discursos modernos sobre lo femenino. Desde el feroz accidente de coche, Alexia ha estado “incompleta”: partes de su cuerpo han sido reemplazadas por piezas de titanio, lo que deja marcas permanentes en su cuerpo, como símbolo visible de un cuerpo “abyecto”, poco deseable. Aun así, Alexia ha aprendido a adaptar esa “carencia” y transformarla en un valor sexual: es objeto de deseo de pervertidos y fetichistas. Aquí quedan dudas sin resolver: qué tan verdadero es el cuerpo propio cuando ese cuerpo está alterado por prótesis y partes artificiales? ¿que nos impulsa a sentir repulsión —o placer— por cuerpos alterados? Alexia no suele hacerse esa preguntas ni ninguna otra. Asume la artificialidad como cualquier otro aspecto de sí misma. Asume su cicatriz sin fijarse en ella. Al parecer, Alexia no tiene reparos en adaptar su cuerpo: de la misma forma en que lo contorsiona para una danza erótica, también está dispuesto a mutilarlo para hacerse pasar por Adrien. Alexia se rompe la nariz, se ajusta los pechos y se aprieta el vientre, todo para poder asumir otra ficción: un Adrien andrógino, de enormes silencios y mirada conflictiva. La artificialidad del cuerpo parece intensificarse con Vincent. Vincent también busca intervenir en su cuerpo: constantemente se inyecta esteroides para aumentar su vitalidad. De igual forma, el juego de ficción que mantiene con Alexia/Adrien remite a una performance muy extraña y emocionalmente relevante: fingen ser padre e hijo incluso cuando ya no vale la pena seguir fingiendo. Aquí Ducournau no tiene miedo de filmar los cuerpos, con todas sus imperfecciones y daños permanentes, contrastando los cuerpos oxidados con la nueva maquinaria, el fuego y la luz, elementos brillantes, vitales.

Una segunda posible lectura, más cercana a la primera película de Ducournau, Raw (2016), inquiere en el concepto de placer, perversión y dolor. Al igual que Crash (1996) de Cronenberg o El imperio de los sentidos (1975), Titane explora la sexualidad no convencional de forma desvergonzada y directa. De primeras, Alexia no disfruta del sexo tradicional. No parece encontrar placer en el deseo que despierta en sus admiradores. Su apertura a todo tipo de relaciones sexuales no le suscita mayor interés. Para Alexia, el sexo debe ser concretado de forma artificial, a través de mecanismos como la simulación (o la ejecución) de dolor, la presencia de artefactos adicionales al cuerpo (los vehículos) y el cuestionamiento a los límites del sistema. Por supuesto, Ducournau reconoce el grado de marginalidad de estas prácticas: al igual que los protagonistas de Crash, Alexia puede responsabilizar su apetito sexual al accidente que sufrió de niña y al trauma reprimido que parece haberle desencadenado este evento. Aun así, ello no implica que la relación de Alexia con la perversión sea motivo de rechazo. Ducournau filma el interés de Alexia por la chatarra y el motor sin ningún tipo de morbo: el sexo es ceremonioso, cuidadosamente iluminado y presenciado desde primeros planos, paneos largos como la primera strip dance de Alexia y recreaciones convincentes sobre el orgasmo femenino. El rito sexual de Alexia, si bien filmado de forma bella, no debería ser tomado como una simple explotación estética o un intento por captar nuestro morbo. Con Alexia, Ducournau parece ir a más.

Por un lado, Alexia puede asumir una posición de dominación, contraria a la sumisión tradicional femenina. A diferencia de otras películas cercanas al BDSM, como Secretary (2001) o Le pianiste (2002), aquí Alexia es quien tiene cierto control sobre la máquina (lo cual es evidente, al ser la máquina un objeto inanimado o sin consciencia). Es el mismo control en la mayoría de sus encuentros sexuales. Su trabajo permite explotar su placer para garantizarse una vida mejor, y su predisposición por la violencia la mantienen segura. Además, Alexia no parece exhibir algún tipo de vergüenza por su mecanofilia. Parece separar el trabajo del placer personal. Si bien Ducournau abre su film con una perspectiva predominantemente masculina (observamos el baile de Alexia desde la óptica de los consumidores), prontamente contrapone esa mirada con la de la propia Alexia: ella, lúcida, seducida y dispuesta al riesgo, se entrega al placer sin una mueca en su rostro y sin nadie más que la audiencia a su lado.

Por otro lado, es cierto que, una vez entendido el conflicto de Alexia entre su cuerpo y lo artificial, parece que el dolor, sea por trauma o por deseo, solo puede ser decodificado mediante pulsiones carnales: el orgasmo, el grito violento, el baile erótico. El placer filtra el dolor y lo resignifica. El trauma para Alexia ha supuesto una oportunidad. Es mediante el dolor, inflingido a ella misma y al resto, que ella encuentra sentido. Se ha vuelto su lenguaje: es el dolor lo que le da un propósito y es el dolor —físico y emocional— lo que le fuerza a quedarse junto a Vincent.

La tercera lectura de Titane recurre a discursos más “comunes” sobre la feminidad. Alexia, a pesar de ser Adrien no puede evitar su eminente embarazo y la incertidumbre frente a la criatura que alberga en su vientre. Al igual que Rosemary´s Baby, (1968), el grado de ansiedad y desesperación de Alexia mientras se acerca su parto parece cuestionar cierta visión glorificada (y suavizada) de la maternidad. En el film parece existir cierto grado de ambigüedad con respecto a los deseos de Alexia. Si bien al inicio intenta un aborto inducido, no sabemos a ciencia cierta su motivación para esto: ¿será que Alexia se reconoce incompatible con el rol de madre? ¿Será que el riesgo de dar a luz a un bebé “abyecto” como ella le parece inasumible? ¿Será el miedo a abandonar su estilo de vida? Aquí, la maternidad parece ser un calvario que se vive solo. La identidad fragmentada y el tener que huir de los crímenes fuerza a Alexia a controlar —y censurar— su embarazo, como si fuese un obstáculo permanente.

Aquí también importan la desigualdad y la violencia. Alexia no es alguien desprovista de miedos. Su profesión, expuesta a una serie de riesgos debido a su cariz clandestino, la incita la autodefensa. Una vez más, Ducournau juega con la percepción del espectador. Alexa se defiende de sus posibles abusadores de forma híper violenta y, dirán algunos, desproporcional. A eso se le suma, por supuesto, que Alexia parece disfrutar de los asesinatos y demás crímenes que comete.  Más allá de contraponer los roles habituales de la mujer en el cine (prefiriendo una anti-heroína), Ducournau permite que nuestra relación con Alexia sea igual de conflictiva y ambigua que la que tienen sus padres o Vincent: a pesar de todo, sentimos su dolor y lo comprendemos. Lo curioso es que Titane siempre parece ir a más. Una vez que Alexia se vuelve Adrien y comienza a aprender de Vincent, el film explora conceptos de paternidad, parentesco y relación con la tragedia. La creciente obsesión de Vincent por Adrien parece contribuir a la lógica de artificialidad que domina el film, a la par que justifica una lectura sobre los estragos del trauma y la necesidad de closure. Lo que había sido un thriller psicosexual cercano al horror de repente se convierte en un drama hitchcockniano sobre la doble identidad y la obsesión. Prima la facilidad de Ducournau para jugar entre géneros e ir de un escenario a otro sin mayor conflicto. A través de un estilo parco, sin música y sin tanto corte, la historia naturalmente evoluciona de su primera media hora de shock a un drama familiar, atrapado entre paredes.

La interpretación de Lindon y Rousselle supera la caricatura y la simplicidad, manteniéndose en un estado de dolor e incertidumbre permanentes, reflejados en las miradas perdidas y conflictivas que llevan consigo. A pesar de todos sus trucos cinematográficos (la música fuerte, la fotografía saturadísima de colores, la violencia explícita), este sigue siendo emocional y sensitiva, cercana al drama de sus protagonistas. La cámara de Ducournau tiene muchos trucos. La gira y tuerce para emular la contorsión de Alexa/Alex; la fija en el rostro de Alex/Alexia cuando se mutila y nos fuerza a seguir viendo; la mueve ligeramente, casi como un temblor, mientras la relación entre Alex/Alexia y Vincent se estrecha. Los colores fosforito generan algún tipo de sensación onírica y distante —una vez más, la artificialidad—; los ruidos de fondoy las fijaciones en el metal resaltan el poder de la máquina sobre el sujeto. Y aun así, la película se fija en Lindon en Rousselle más que en el exterior. Su dolor no tiene filtro ni censura. Solo es.

Al final, Ducournau, manías y perversiones aparte, ha elaborado una película atrevida, con una mirada que problematiza e inquieta de forma permanente, una película que, nunca acomodadiza y casi siempre relevante, tiene algo genuino por decir. Aunque no siempre sea obvio, está allí. Basta con mirarlo de cerca.

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Anselmi

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