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Dolemite is My Name es una película cool. Claro que lo cool parece más una presunción antojadiza, demasiado ambigua, que puede manipularse según la intención de quien lo usa. ¿Qué es, a fin de cuentas, lo cool? ¿Quién decide qué es y por qué motivo? ¿Que sea cool la hace una buena película, acaso? Son dudas más o menos interesantes. Pero de eso no va esta entrada. La entrada va de la historia de Dolemite, narrada en forma de una deliciosa comedia que firman Eddie Murphy y su pandilla, una película sexy, atrevida, grosera, poco apologética y combativa, a la que que le queda muy bien el rótulo de cool, signifique lo que signifique. Dolemite, la historia del eterno soñador, abocado a triunfar en el espectáculo, es, a su vez, una historia sobre las vicisitudes del proceso creativo, y, por otro lado, una oda a la industria afroamericana del entretenimiento, sus excesos y logros, y, finalmente, su impacto trascendental en la cultura popular estadounidense.
No es para menos. El film adapta la historia real de Rudy Ray Moore, considerado el abuelo del rap, un comediante de poca monta e incluso menos éxito, quien no sabe hacer otra cosa sino volver al espectáculo. El film reconoce, a modo de constante archivo, las distintas contribuciones de la cultura pop afroamericana al canon cultural estadounidense, y Rudy las encarna todas: canta a lo Marvin Gaye, baila a lo James Brown, hace comedia, vaudeville, teatro, se disfraza de pimp, de príncipe africano y de seductor. Moore, que soñaba con ser un hombre orquesta como Sammy Davis Jr., se encuentra estancado, hasta que, como deus ex machina, recurre al folclore afro-estadounidense: distintas historias y chistes que cuentan los vagabundos sin dientes y los presos en las cárceles, “dado que no tienen otra cosa que hacer con su tiempo libre”. Rudy se apropia de estas historias, le da el toque propio y así, a partir de la celebración del pastiche, concibe su propio personaje, Dolemite, una máquina hípersexual y máxima representación del humor políticamente incorrecto, a ratos, un vividor y un desgraciado, que se sube al escenario con peluca y trajes de proxeneta de los 70, y que exclama confiadamente a la audiencia reclamando toda su atención.

Dolemite, pronto éxito súper ventas, parece funcionar como un personaje alegórico del poder del entretenimiento comunitario, la fuerza de una subcultura, de la inner city, que reclama su lugar dentro de la industria de la música. Rudy no encuentra estudio que le financie, así que decide grabar su propio récord y venderlo puerta a puerta, dependiendo del boca a boca. “Le ponemos un sello del diablo, para que la gente sepa que tiene algo que no debería tener”, dice Rudy, en una de sus tantas triquiñuelas para venderse ante el resto. En una mirada algo nostálgica e idealista del entretenimiento grassroots, de abajo hacia arriba, el film muestra los réditos de la masa contra la élite de la industria, el triunfo de la cultura subterránea contra el tabú.
Rudy hace música, luego cine, y es recién del éxito pequeño, el sleeper hit, que la industria lo nota. Parece que Hollywood no produce el talento, sino que lo compra. Pero para llegar a ser una súper estrella, es claro que Rudy se enfrenta a la constante sucesión de negativas y al desconocimiento. Reclutando a un amplio grupo de amigos y colegas del entretenimiento, Rudy decide llevar a su Dolemite a la gran pantalla, a pesar de que nadie en el grupo tiene idea de cómo rayos se hace una película. Todo se trata de aprovechar, como sea, la ventana de oportunidad: “nunca han visto alguien así en la pantalla”, dice Rudy, algo entrado en carnes, interpretado por Murphy en sus cincuenta, con un prominente bigote sobre su rostro.

Dolemite me recuerda a esta tesis de John Huizinga que considera que podemos analizar a las sociedades a partir de elementos lúdicos, es decir, a partir del juego y sus efectos. De cierta manera, Dolemite tiene algunos elementos parecidos. El film quiere mostrarnos qué es lo que sucede cuando el juego se torna cada vez más real: jugar a ser una estrella musical, jugar al rap y a la figura del narrador, pero, sobre todo, jugar a hacer una película. Un conjunto de showmen de poca monta deciden tomar el poco dinero que les queda luego de un éxito efímero, y filmar una película que, según ellos, tiene todo lo necesario: sexo, pistolas, persecuciones, misterio, kung fu y mucho funk. Es un efecto bastante interesante, dado que, en este caso, el elemento lúdico se entiende no sólo a partir de las reglas y parodias comunes en un juego, sino, y más importante, el tono ligero, y de entretención desde el que se entiende. Dolemite narra el juego de hacer una película, y lo hace a partir de su propio juego.
Puedo verme Dolemite is My Name una y otra vez. Tiene sentido, ya que el estilo del film, aún discreto, se hace notar a partir de una mirada astuta y confidente, y funciona desde la intimidad y el relajo: intimidad, dado que conocemos a los personajes desde sus miedos, jugarretas, chistes y manías, y valoramos sus constantes intentos por hacerse trascendentes; relajo, en tanto que se desprioriza el dramón y el conflicto en favor de la constante (y agradable) sorpresa y una serie de recompensas para los personajes, lo que implica un desarrollo de trama algo simplón, sino formulaico, un guion sin mucho conflicto ni situaciones incómodas, bastante cómodo para la audiencia. Esta es, además, una película muy funky, que incluye numerosas secuencias con música soull y R&B del momento, con los personajes vestidos como pimps o animadores cómicos, gravitando entre la formalidad y el escándalo, con referencias constantes a los caprichos y excesos del mundo del entretenimiento.

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