Pocas cosas son tan complicadas como la infancia. La infancia es, sin dudas, el símbolo de la curiosidad, el ensayo y error, el tortuoso proceso de autodescubrimiento y enfrentamiento con los otros y uno mismo. Para Louis Malle, la infancia responde a una memoria fragmentada, como si fuese demasiado difícil recordarla, como si fuese preferible suprimir las memorias antes que preservarlas. Malle, sin embargo, no elige ese camino. Prefiere enfocarse en mantener viva su historia, en evocar esos momentos cercanos con aquellos personajes que valen la pena, en seguir con el juego de niños. Elige el cine, instrumento que preserva la imagen para siempre, que le aporta vitalidad al recuerdo, y emite su propia remembranza sobre los años más duros, ceñidos en conflicto. A pesar de lo desgarrador de su relato, se sobrepone al dolor, prende la cámara y comienza a narrar.
Au revoir les enfants no es una película bélica, ni trata de hablar sobre la guerra. Prefiere centrarse en lo que sucede desde interiores, en espacios protegidos por muros. Es la historia de Julien, niño estrella, talentoso y querido por sus compañeros, quien, al parecer, tiene problemas más graves que la ocupación alemana de su país. Para Julien el tema está en crecer y crecer bien: adaptarse al mundo de los adultos, desapegarse de su afecto materno, probar su hombría en diferentes pruebas sociales establecidas por el resto de sus compañeros. Malle, entonces, contrapone su drama con el del chico nuevo, Jean Bonnet, quien, taciturno y reservado, ha decidido unirse a la estricta escuela sin revelar su secreto. Irónicamente, los problemas de un refugiado clandestino parecen estar en segundo plano. Aquí importa crecer, madurar, descubrirse. Importan los lazos que se mantienen. De a pocos, Julien y Jean, al inicio recelosos uno del otro, se conocen, sin saber que, día a día, la situación de Francia y de su bando se agudiza de forma considerable. No es que no les importe: el sistema no se los permite. Los sacerdotes imponen un estricto horario con aún más estrictas reglas. Los compañeros bromean permanentemente para zafarse de estas. Por más que quieran, Julien y Jean tienen otras prioridades. Pero, aun así, el espíritu de la guerra parece seguir rodeándoles.
Para Louis Malle, la infancia debe ser filmada sin tapujos: dejar el recuerdo al vacío, sin pulir. Por ello, prefiere un film plano y monocromo: un film de transiciones simples y escenas largas, de silencios constantes y rutina filmada. La cámara de mueve con recelo, pocas veces enfocando directamente el rostro del protagonista. Sin soundtrack, no hay mayor ruido de fondo que las pisadas y cuchicheos de los estudiantes. Por un lado, esta estética minimalista consigue dotar al film de mayor realidad y cercanía, añadiendo cierta frescura al recuerdo: nos entrometemos en la vida de estos muchachos, compartimos sus dilemas, los hacemos nuestros. Por otro lado el estilo evita distracciones: para Malle, solo importa la relación entre Julien y Jean; solo importa ese lazo extraño, necesario y, en contexto de invasión, bastante frágil. Finalmente, y es algo que recién entendemos para el clímax, un film silente y de ecos como este propicia la tensión. Conforme avanza la historia, nos vamos sometiendo a ese ambiente inquietante, esa red de promesas y secretos que se entreteje en la clandestinidad. Aquí se fuerza el contraste y la paradoja: la escuela es un espacio fortificado y aparantemente seguro frente al horror de la guerra, pero, finalmente, es un espacio controlado, que deja pasar al miedo y la incertidumbre, un espacio frágil que puede replicar la crisis del exterior.
La clave de los personajes —y de su éxito—, es que son creíbles y, más que creíbles, son entrañables. Nos gusta Julien porque es fácil de empatizar con él. Al parecer, no está preparado para ser un hombre, para hacer de adulto. Con toda la esperanza puesta en él, Julien se abre paso en un mundo que no conoce y que se encuentra en total convulsión. Lamirada confundida de Julien, su vergüenza frente a sus compañeros, la nostalgia que vemos en su rostro; todo ello es parte del castigo de crecer, pieza clave de una identidad cualquiera. Por otra parte, Jean, sabiéndose “el otro” en la escuela, asume una permanente tristeza, una duda inmutable que parece justificarse en su condición de acogido. Tal presión, sin embargo, nunca se dice. Nuevamente, la cuestión está en el rostro. No sabemos si son las expresiones innatas de ambos actores, o si es la dirección de Malle. No importa tanto. Sea labor de la directora de casting o del camarógrafo, la conclusión es la misma: nos importa lo que sufren. Cuando Jean se aleja del resto de sus compañeros en el receso, asume un mecanismo de defensa. Lo reconocemos.
Con protagonistas así, en permanente conflicto consigo mismos, solo queda aferrarse al tacto que producen al estar juntos. Ya lo decíamos antes: el film de Malle se destaca por narrar cuidadosamente el camino de dos muchachos solitarios que, de alguna forma, se necesitan. Ambos están confundidos, avergonzados, ambos habitan en silencios y en lejanía. Su amistad es, pues, una forma natural de agruparse frente a la incertidumbre. Julien, al inicio, parece receloso de Jean, demasiado silencioso e inteligente, como una amenaza latente a su status. Sin embargo, cuando lo escucha, cuando piensa en su situación —tímidamente explicada en una cena familiar—, se da cuenta de que, en verdad, Jean está igual de perdido que él. En una escena, vemos la confidencia entre ambos niños por la noche, y como esta aumenta: el intrincado servicio de intercambio, compra y venta, y contrabando que se da entre los estudiantes. De alguna forma, el colegio es una alegoría de la explotación y represión del sistema nazista, y los niños, de alguna forma, representan a la resistencia. Los vemos haciendo tratos con el conserje, poniendo precios y consiguiendo revistas con facilidad. Elaboran su propia sistema clandestino, sus propias reglas. En ese contexto, en el que la confianza es necesaria para subsistir, los niños encuentran un refuerzo, que se ven forzados a acercarse. Funciona.
Aun así, la principal razón por la que Julien y Jean se acercan uno al otro, —y de por qué el film gusta mucho— es por la incomprensión. Ya lo habíamos dicho antes. Julien no se siente comprendido entre los suyos, ni por sus hermanos ni por su intensa madre, decidida. Como refugiado, Jean no tiene a quien llorarle sus penas. Naturalmente, el consuelo de uno al otro sirve de remedio.Malle la filma sin mucho énfasis, sin ninguna escena especial que rememore estos sentimientos. Para el cineasta, se trata de un proceso espontáneo, y debe verse como natural. Queda en la audiencia ver en qué momento se forja la amistad. Es una buena prueba. Es creíble.
Malle sabe lo que hace. Hila una historia certera y adorable, solo para quebrantarla. Aquí, a modo de confesión, Malle prefiere abandonar cualquier pretensión de un final feliz, confrontar la memoria y el dolor, forzarnos a ver. Los últimos veinticinco minutos de Au revoir les enfants son de lo mejor que ha hecho el cine moderno, pero eso no los hace disfrutrables. La resistencia cae cuando un rumor despierta el enjambre nazista dentro del colegio. Lo que sigue es tensión permanente, cierto caos coregrafiado dentro de la normalidad. Silencios. Cortes rápidos. Caminos intrincados por pasadizos, secretos que se rompen sin mayor remordimiento, promesas que se hacen de forma rápida, casi sin reflexionar sobre ellas. El espectador se queda pegado a la pantalla, siente temor, observa detalladamente el juego de gato y ratón al que se someten los protagonistas. Los últimos diez minutos aturden, dejan huella. Malle es honesto, trae una verdad lastimosa, incauta, pero necesaria. Una verdad urgente. El final de la infancia es repentino e inevitable.
Las tropas aparecen en el colegio. Vemos como todo el sistema, construido con debilidad, empieza a decaer. El conserje decide traicionar a los párrocos. Los párrocos se debaten entre rendirse ante el poder o seguir resistiendo, lo que implica sacrificar a sus discípulos en el proceso. Entendemos que el silencio lo dice todo. Julien y Jean, desesperados, tratan de huir. Jean sabe que el destino que le toca, preso por los nazis, no podría ser peor. Julien quiere calmar a su amigo, darle esperanzas. Al final, los niños siguen siendo siendo niños. Creen genuinamente en un final feliz. Nosotros también. Esperamos ese deux ex machina. Ese final que lo resuelva todo. Nada de eso. Nuevamente, detalles. Gestos. Los nazis exigiendo que los niños se desnuden, a ver si están circuncidados. Julien regalándole un libro a Jean, como un regalo de despedida. El padre Jean aprisionado, que se despide sonriente, seguro de sus acciones.
Amargura. Ahora entendemos por qué esa cámara punzante, ese tono inquieto, esa dote de melancolía constante que se siente al ver el film. Cuando uno lo abandona, la historia permanece. Nos despedimos de los niños, pero su valía, afecto, y confianza, aumentan. Las emociones permanecen intactas, como en el mejor de los recuerdos.
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