Por verte una vez más – Sobre el cine reciente de Pedro Almodóvar

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Contiene spoilers

Si te vas, en ese instante, muero yo. Eso pregona Chavela Vargas al final de Julieta (2015), penúltimo film de Pedro Almodóvar. En unos versos, de forma coincidente o no, la canción parece haber encapsulado la esencia del cine almodovariano: el abandono. No siempre se trata de un abandono consciente y tangible, sino del efecto inevitable frente a los rescajos del pasado. Buena parte de nuestra identidad parecer ser construida a través de la memoria, de retazos de vida y experiencias sensoriales que preservamos en nuestra psique. Ya lo adelantaba Locke: el ser humano es persona —ente racional, representativo— en la medida en que tenga memoria. Tiene sentido. Nos apegamos al pasado, forzamos subordinación hacia él. No importa si hablamos de recuerdos amables u obscuros; de cualquier modo, el pasado obstaculiza: nos hace depender de algo que ya no está. Eso, por supuesto, lastima y, de alguna forma, aprehende. He ahí el abandono: dependemos de algo que no existe y, a su vez, vivimos de espaldas al presente porque sentimos que no nos pertenece. En teoría, sentimos haber perdido, o estar perdiendo, algo que no puede conservarse ni aunque lo intentemos. Incluso si no lo queremos, es el pasado lo que nos resulta familiar. Curioso: eso que define nuestro rumbo es también lo que rápidamente se desvanece. Estamos, pues, abandonados.

En el caso del cineasta español —con historias compuestas desde el melodrama y lo telenovelesco, en los que los sentimientos son ferozmente arrastrados hacia la hipérbole— el abandono no es emoción, sino comportamiento. A Almodóvar le gusta el pasado. Le fascina su influencia. Aquella necesidad, quizás intrínseca a uno mismo, de aferrarse a él. El impulso de recordar por recordar. De añorar, pero, a la vez, de alejarse. Querer una nueva vida, pero a pesar o desde lo anterior. Contradicción. O más que contradicción, dicotomía. Una disyuntiva permanente, una a la que toda persona se enfrenta; desde lo consciente o lo inconsciente, el recuerdo es un páramo tortuoso, conflictivo. No sabemos bien qué hacer con él. Los personajes del manchego, más que respuestas, terminan sugiriendo aún más dudas.

Almodóvar filma todo el proceso, casi como un efecto cíclico en sus historias. El acto de desprenderse del pasado, y a su vez, de aceptar que uno no puede desprenderse del todo. Incidir en el ayer, en la añoranza, solo para terminar en ese rechazo que, en ocasiones, los recuerdos nos generan. Entonces, la nostalgia, desde su razón liberada, se vuelve la emoción dominante en este limbo sentimental. Así, uno se enfrenta a la represión. Y para la represión, el silencio. Con el silencio, sin embargo, se acarrea la culpa. Esta solo crece. Como se ve en cada uno de sus personajes, la culpa sofoca. Impide seguir adelante. Uno se ve estancado. La única alternativa es regresar al inicio. Al pasado. Evocarlo una vez más para enfrentarlo y, hasta cierto punto, dejarlo ir. O eso se intenta.

Hablar de este tipo de abandono ha sido, tal vez, el modus operandi en los últimos años de su cine. (Excluimos, por nuestro bien, esa pieza kitsch y anti-estilo que es Los Amantes Pasajeros). Estamos ante su mecanismo de acción. Hacer cine para escarbar en la memoria, desafiarla, aprender a vivir con ella y desligarnos de este abandono. No se trata de una memoria colectiva, sino del recuerdo introspectivo, a veces efímero, ese que, desde el dolor y la consecuencia, es exclusivo a uno mismo. Quizá pecando de formulaico y acomodadizo —sin que esto sea necesariamente perjudicial— el manchego ha compuesto sus películas a través de estos procesos. De hecho, Los abrazos rotos (2009), La piel que habito (2011) y Julieta no solo forman parte del mismo cine en cuanto a diseño y composición, sino que también integran un mismo proceso de ficcionalizar conceptos como la nostalgia, el abandono o la memoria. Todas, por supuesto, se hilvanan en el pasado: compartiendo, confrontando, recordando.

Las historias de Almodóvar pueden ser percibidas como simples conversaciones cotidianas. Se desordenan. Actúan espontáneamente. Se pierden entre un tiempo verbal y otro. De repente una anécdota, un recuerdo; algo que traspasa la linealidad de la trama e involucra un mayor detenimiento, mayor finura a la hora de contar la historia. No es extraño encontrarse con relatos paralelos, disímiles e incompletos, todos articulados dentro de un solo film. Distintos retazos de una misma trama, dispersos por el celuloide. Suena enrevesado y caótico. Así es en la pantalla. Pero Almodóvar ha sabido adueñarse de estos conceptos, manipularlos a placer, hasta que, inevitablemente, los ha hecho suyos. Y al hacerlos suyos, aparenta facilidad, una facilidad mecánica, repetitiva. Puede aparentar desgaste. Hay a quienes el conjunto de reglas del cine almodovariano les resulta saturado, monótono, monotemático; incluso, emocionalmente maniqueísta. Bien. Motivos para afirmar esta crítica, sobran. Motivos para refutarla, también. Y todos ellos, a favor o en contra, residen en las mismas películas. Están desde el inicio.

El recuerdo es buen punto de partida. Se trata de vivir dependiendo de un tiempo distinto. El hecho irremediable de aceptar que, en el fondo, no somos los mismos y que, probablemente, éramos mejores. Al inicio de Los abrazos rotos, Harry Caine admite haber sido otra persona; una identidad diferente, Mateo Blanco. La desgracia lo forzó a ocultarse detrás de un personaje. Se le presenta una chance de volver, a modo de recuento, a aquella época, a la tragedia. Puede contar la historia del rodaje de uno de sus films, “Mujeres y maletas”, truncado por la muerte de su amante y la vulneración que el prometido de esta le hizo a su historia. En La piel que habito, un acto violento fuerza a la asistente del Dr. Robert Ledgard a contarle a Vera Cruz —“paciente” cautiva del doctor, que sirve para sus experimentaciones— la razón de la obsesión del cirujano y las motivaciones detrás de la operación que la transformó. En Julieta, volvemos con las visitas abruptas: un encuentro fortuito entre dos mujeres hace que Julieta se atreva a hablar con su hija luego de años de silencio, revelando los motivos de su separación.

En los tres casos, vemos la influencia del azar, como acto que desata las distintas líneas temporales de los filmes. La fórmula es la misma: son esos encuentros inesperados, fortuitos, los que dan pie al enfrentamiento. Lo aceleran hasta su punto más álgido. La trama se vuelve una carta, un par de relatos, una grabación en videocasetera. Aquellos elementos destinados a resguardar la memoria. Queda claro, así, que necesitamos a alguien que los emplee y a alguien que los reciba. Parece que la recuperación de la memoria, ese enfrentamiento con el pasado, no es un descargo tan  individualista como parecía. La memoria evocada resulta diálogo. Se necesita emisor y receptor, cuentista y lector, orador y audiencia, para luego cambiar de rol. Intercalar roles. Ahondar en ese intercambio.

Dentro de las formas de construir el recuerdo, importa la dualidad. Dos nombres por personaje en Los abrazos rotos. Dos géneros en Vera para el clímax de La piel que habito, como dos identidades en disputa. Dos pérdidas sucedáneas en la vida de Julieta, su esposo y ella misma, que luego se vuelve razón de conflicto entre Julieta y su hija. Parte de enfrentarse al efecto de la nostalgia recae en eso: ver las cosas desde la óptica contraria, como el reflejo de un espejo, muchas veces inexacto, contradictorio. Esa contante dialéctica entre uno y otro, genera incomodidad. De todas formas, ello puede ser mejor que recordar solo, si tal cosa, como explicamos, es a veces insoportable. El recuerdo termina siendo de a dos, lo que le hace más incómodo o más llevadero…depende de cómo se le mire.

Y es entre a dos que surge lo tácito, lo prohibido. Aquello que irrumpe en la cotidianeidad y genera los recuerdos más sensitivos, arriesgados y, por eso, especiales. El deseo. En ambos conjuntos narrativos, pasado y presente, lo que persiste es el deseo y cómo se superpone a toda fuerza de voluntad. El deseo, desde lo más obvio, parecer ser sexo: una relación frágil, espontánea de a dos. Fuerza nuestro lado más impulsivo y deja relucir la perversión. Para Julieta, se trata de acostarse con un desconocido, solo para quedarse prendida de él. Para Vera, es poder enamorarse del captor. Para la amante de Mateo, Magdalena, es vivir en dos camas a la vez. En todo caso, Almodóvar pretende continuar con esa noción muy suya de la femme fatale: una poco misteriosa, frontal, desnuda.

Claro que, cuando el tiempo va arrastrándolo todo, el deseo se vuelve pasajero, fútil. Es cuando la nostalgia acapara las otras emociones. Representa lo que ya no está. Esa sensación que corroe por dentro y genera desazón, impotencia. Es dolor. Como consecuencia inherente al recuerdo. Y el dolor se construye mediante el rechazo, el desapego. Lo que pudo ser, enfrentado a lo que es. Una serie de conflictos, en su mayoría, definidos por el silencio. Si ya hemos entendido al recuerdo como personal y excluyente, sabemos que la forma de lidiar con él funciona de forma parecida. Suena tan melodramático como la sinopsis de estos filmes. Debemos entender cómo opera el recuerdo…

Tenemos, por ejemplo, al recuerdo como vergüenza en Los Abrazos Rotos. Aquí, todo gira en torno en a la venta. La integridad se vende. Por el bien del arte, por la comodidad. Mateo decide sacrificar su film para conservar a su amante; Magdalena decide mantener el idilio con un millonario anciano y megalómano para salvar a un familiar y asegurarse el estrellato. Estamos ante sacrificios riesgosos, pero, de alguna forma, elaborados con meticulosidad. Sin embargo, toda la planificación no surte efecto: Lena muere arrollada y con su muerte desaparece Mateo y su cine; nace Harry Caine. La vergüenza es fruto principal de la tragedia y del pasado, algo de lo que Harry no puede escapar. Es abandonado por Magdalena, de la misma forma en que ha abandonado su arte y su identidad. Vive a pesar de su recuerdo, huyendo de él, sin identidad. Al final, la película es su única chance de resarcirse con el pasado; el testimonio audiovisual, que antes le había llevado a la ruina, ahora le ofrecía una chance de mitigar el dolor de antes, de acabar con este abandono. Se aferra a la imagen congelada de él y su amante, antes del feroz accidente que le arrebató la vida. No es sorpresa, entonces, que la última toma sea tan explícita: Harry/Mateo, unido a sus seres queridos, editando la película. “Las películas hay que culminarlas, aunque sea a ciegas”. Algo parecido es enfrentarse al recuerdo. Acabar con el dolor implica recrearlo, y mejor hacerlo desde la seguridad de la pantalla. 

Ahora bien, la vergüenza no es lo único que motiva a la memoria; vemos, por ejemplo, al recuerdo como negación en La Piel que Habito. Estamos ante una historia que enfatiza la textura, como evocando (o negando) el recuerdo desde lo sensitivo. La piel pueden (literalmente) cubrir un secreto o retiene una identidad. La piel es un medio por el que nos identificamos, nuestra forma de exponernos al mundo, la barrera que nos inspira confianza y nos protege. Superficie, no superficialidad. Por eso Gal —la esposa de Robert— se suicida luego de ver su piel arruinada por un feroz incendio y su hija se suicida tras ser supuestamente “ultrajada”, violentada en su piel. En venganza, Robert crea a Vera, un ser a su antojo, de piel falsa, sin memoria. Vera se enfrenta, así, a un dilema gigantesco: elegir una nueva vida de comodidades junto a Robert —siendo su Vera— o luchar por regresar a su pasado, la vida que tenía como alguien distinto. En cualquier caso, Vera tiene que negar algo. Negar su cuerpo o negar su memoria. Qué retorcido es, entonces, ese juego de venganza y redención que ha establecido Robert, a tal punto de enamorarse de quien, supuestamente, ha ultrajado a su hija. Es capaz de ignorar esos sórdidos detalles solo por su deseo y aquel efectivo disfraz que es la piel. Seguramente, tiene que ver con poder: dominar a su creación, consumar su dominación.

Finalmente, toca el recuerdo como herida en Julieta. En el filme se nos muestran, y sin tapujos, los efectos de ser mujer. Lo que significa casarse, tener una hija, llevarse la culpa de tantos sobre una misma. Arrepentirse. Intentar mantener el vínculo. Julieta, ante la asunción de su madurez, solo conoce el ensimismamiento. Es un mismo ciclo de dolor y memoria: alejarse para que no le duela y que la duela por alejarse. Vivir permanentemente en la duda, con las experiencias pasadas entrampadas en su cuerpo. Abandonada por ella misma. Julieta siente que ha fallado en todo. Su esposo la engañaba y, luego de pelearse al respecto, murió ahogado en el mar. En una sociedad de estrictos valores morales, eso implica un castigo. Julieta se castiga a sí misma. En el proceso, actúa inerte, lejana a su hija. Entonces falla como madre. El castigo parece insuficiente. Las cartas que escriben sirven de expiación. No solo quiere el perdón de Antía, sino también de sí misma. Deambula por Madrid. Busca respuestas. Busca algún consuelo. Escribir termina siendo un mecanismo de interconexión. Escribir de tú a tú, de mujer a mujer. Sencillamente, sin miramientos, confiar.

Bueno. Entenderlo todo —o intentar resumirlo— no es fácil. La clave está en Almodóvar, quien lleva las tribulaciones de sus personajes al límite. Como todo producto derivado del soap opera, estamos ante emociones primarias, directas, que se terminan confrontando entre sí y generando un producto enrevesado, irreal. Un film de Almodóvar es muchas cosas, pero no un análisis veraz de los sentimientos. Bien: no importa tanto. Ya lo adelantaba Bazin: el cine no representa, sino que recrea. Si aceptamos que el cine es realidad imaginada o recreada, entendemos que no es necesario fidelidad, tan solo, aproximación y relevancia. El cine almodovoriano cumple con ambas categorizaciones: se aproxima a la realidad —con un situaciones creíbles y personajes ricos en detalles—, y resulta relevante, gracias un sello muy propio en la narrativa melodramática y en la estética kitsch, camp o lo que haya en el medio.

Todo es reconocible. El escape furtivo de Mateo y Magdalena tiene un origen en el amor prohibido: concepto clásico, cercano. La sed de venganza de Robert —si bien desquiciada— tiene una motivación legítima: el brutal fin de su hija. El distanciamiento de Julieta y Antía tiene validez, igual que el sufrimiento oculto que la madre acarrea por esto. Es fácil empatizar con estas narrativas. Es aún más sencillo gracias al toque visual, a la relevancia del contexto. Se trata, pues, un sello excesivo, bastante policromático y frágil, sin duda. Aporta desde la construcción de escenarios vivos, fosforitos y barrocos en su estética. El ambiente es la transmisión hiperbólica de emociones, aquel que envuelve a los personajes y resalta su catarsis. Allí importan los tonos, los decorados, lo aparentemente superficial. Las emociones se construyen de esa manera, salpicadas como vívidos colores en un lienzo. Ese es el melodrama: hacer que los sentimientos te estallen en la cara. Las tres películas lo exponen de forma constante. La pasión desbordante desde los tonos fluorescentes del Madrid de los 80; la soledad desde los inquietantes motivos multicolor que empapelan las paredes de Julieta; la falta de identidad desde el vívido blanco del yeso que cubre a Vera, resaltado sobre una malla negra.

Volvemos a la crítica del inicio: es casi imposible deslindar a Almodóvar de estas características, que repiten una y otra vez . Un sello único se puede volver una condena a la repetición, a la indulgencia. Facilismo. A veces nos cuestionamos si es que a Pedro le asusta la innovación. En ocasiones, tal noción nos dificulta disfrutar de su cine.

Esto no es muy a menudo. Por lo general, nos llevamos algo. Reconocemos que es más de lo mismo, misma idea, pero igual gusta. Tal vez esto parezca sencillo para un tipo como Almodóvar, y, en el fondo, reconocemos lo ambicioso que es crear narrar relaciones como las de sus filmes. Tal vez tenga que ver el hecho de que lo dramático, lo campy y lo bochornoso sean, finalmente, un divertimento sin pierde. Asistimos religiosamente a cada proyección de Almodóvar no para esperar originalidad ni atrevimiento, sino para permanecer dos horas sumergidos en su mundo: uno estrambótico, delicioso. Nos gusta porque, ante todo, sus filmes están vivos. Los colores, los gritos y llantos, las mentiras y secretos, los recuerdos; todos aportan movimiento. Y no solo entretiene por sus virtudes fílmicas; como un cuentista clásico, y de los buenos, Pedro sabe dejarnos con un saber dulzón en el final, uno que encandila, que sienta bien.

Por eso, las tres películas, a su manera, terminan con una nota de esperanza. Eso que podríamos llamar, en el lenguaje cotidiano, final feliz. Pero no se trata de un proceso accesible si admitimos que nuestra percepción de pasado -por tanto, nuestra identidad- sigue definida por el rechazo. La única forma de deshacernos de él, del dolor, es dejándolo ser; dejándolo entrar. Hacer las paces con el recuerdo. Acabar con este abandono.

Harry Caine vuelve a ser Mateo Blanco. El dolor de haber perdido a su musa se complementa con la oportunidad de resarcirse en su trabajo. En La piel que habito, Vera Cruz regresa a ser Esteban: hijo, amigo, hombre. Julieta intenta volver a su rol de madre. Visitar a su hija por primera vez en muchos años y, esta vez, escucharla. La nostalgia no solo nos obliga a confrontar al pasado y valorar el presente; si es efectiva, nos ayuda a lidiar con eso que parecía perdido.

Pensamos en el final de Julieta. Por una vez, ella no huye. Va a reencontrarse con su hija. Aunque no está segura si ella va a recibirla, o si ella misma está preparada para el encuentro. Igual, acelerador. Plano detalle de su rostro, confundido, decidido, un poco de todo. La cámara se fija en el bosque. Se enfoca el largo camino que le queda el coche. El camino hacia el pasado.  Justo ahí, Chabela.

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Anselmi

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