Toni Erdmann: personaje monstruoso, salido de un sketch de la Monty Python, particularmente inoportuno. Es, también, responsable de una historia muy humana, una historia de familia, o de lo que queda de la familia en tiempos de ultramodernidad y neoliberalismo. El film de Maren Ade se destaca por su excesos y disrupciones rítmicas, por su cinismo y ternura. Deja a su paso una inusual experiencia fílmica que se alimenta de los grandes miedos en la época milennial, en la que el individuo hace lo posible por uniformizarse en la cultura laboral y la escalera social. Gracias a un sinfín de gags y a un groso número de ocurrencias, Toni Erdmann, con igual cerebro que corazón, deja de ser una mala broma para hacerse una sátira mordaz, un paseo por las ansiedades de la joi de vivre corporativa. Es, pues, una excusa para pararle a la rutina, para sentirnos cómodos, para hallar alivio. Vaya. Así, quien no querría un Toni Erdmann.
Comenzamos con Alemania en tiempos actuales. Emulando a la Europa postindustrializada, Ines Conradi, se define como una ambiciosa ejecutiva en una transnacional. A pesar de todo, a pesar de de la rígida rutina que se ha impuesto y de la imperante necesidad de mantenerlo todo en orden, Inés parece repeler su vida. Se le nota. En esas circunstancias, y en medio de la negociación por un sabroso contrato, Ines recibe la inesperada visita de su padre, Wilfred, quien es, en simple, un chiste. Wilfred es conocido por sus bromas pesadas, elaboradas a modo de lección, como personaje de una fábula para niños. Preocupado por la situación de su hija, decide crear un alter ego, el extraño, grotesco y encantador Toni Erdmann, sujeto sin muchos modales y enormes dientes, quien, además de querer ser parte de las finanzas internacionales, llega para alegrarle los días a Inez y, de alguna forma, hacerla libre.
Toni Erdmann parte de un necesario impulso urbano, un quejido hecho chiste. Funciona a modo de desahogo, de escape, producto del incosciente colectivo de una sociedad al borde de una crisis nerviosa. Estamos en un mundillo contradictorio y poco apologético, en el que cuesta mucho sobresalir. Y ello, según el filme, nos vuelve seres viles y primitivos: seres como Inés, incapaz de mantener una relación estable con su padre y necesitada de verle como un obstáculo más en la carrera por el éxito, antes que un apoyo. Su visita —y, por ende, la película— no funcionan necesariamente a modo de sermón, sino de alarma: avisarnos, y con humor, que la cosa se está poniendo jodida. Tal visita, además, saca a relucir todos los temores latentes en nuestras sociedades modernas: son temores que, si son vistos desde una óptica objetiva, resultan particularmente ridículos; Las preocupaciones de Ines no parecen serlo de verdad. Por eso a Toni Erdmann le sienta tan bien el absurdismo. Es una cinta absurda porque el mundo en el que vivimos es, dentro de los ideales ficticios de “competencia” “éxito” e “individualidad”, el Sísifo llevado a la máxima potencia.
En el fondo, esta historia pudo haberse hecho en cualquier punto del primer mundo o —y esto inquieta mucho— también pudo haberse extendido a los sectores industrializados de países en vías de desarrollo. Aun así, tiene mucha gracia que sea una historia alemana, dado el imaginario de masiva industrialización que representa el país. Maren Ade filma por los tristes pasadizos de compañías, teñidos de colores neutros, escenografía minimalista, acompañados del parco gris de las fábricas. Los sujetos conducen una coreografía casi autónoma y despersonalizada, asumen un papel en un guion que no pudieron reescribir. Irónicamente, el film también sigue su propio red de coreografías, pero bajo una óptica muy diferente. Estamos, pues, ante un cine caótico, con escenas desordenadas y sin tanta cohesión; momentos alargados; demasiados diálogos que, a priori, parecen irrelevantes. Nos parece un film de más de dos y media de duración con intenciones bastante predecibles. Esto, sin embargo, es la excusa perfecta para el desorden: desorden como contraste a la muy calcula vida de Ines, desorden para que la audiencia se involucre más, desorden por hacer desorden, por atreverse, molestar a la audiencia y a los cánones de cine comercial, desorden por ser posmoderno, solo por el título. El cine europeo, una vez más, peca de ser demasiado europeo.
En su vocación de escándalo, Toni Erdmann también confronta desde su sentido del humor. Aquí se busca llegar a la comedia filosófica, esa que, mediante observaciones satíricas, fuerza a que uno no sonría, sino que termine frunciendo el ceño, observando en el ridículo una visión más o menos intuitiva de su propia realidad. Ade echa mano, en primer lugar, a cierta mirada etnográdica: aprovechar la cháchara corporativa de hoy en día, las escenas larguísimas, a modo de plano secuencia, y la propaganda capitalista —esa de coaching y marketeo— para hallar el punto de quiebre. Sabe, en segundo lugar, jugar con la coreografía y, replicando la rectitud del sistema moderno, manipula a los sujetos y los lleva por una muy calculada seguidilla de errores, como una amplia danza con diferentes movimientos que, en su acumulación, forzando la hipérbole, llevan a Inés y a los suyos al hartazgo. Toni Erdmann, como titiritero, hace lo posible para coordinar el desastre, para que Inés sea consciente de su pérdida de autonomía.
Pensemos, por ejemplo, en una de las escenas más famosas del film. Como si fuese acto de screwball comedy, las muy peculiares acciones de Toni llevan a que todos los invitados al cumpleaños de Ines, debido a la absurda imposición de convencionalismos sociales y la necesidad de encajar con el resto, se aparezcan desnudos. Hay mucho subtexto allí, en el plano general de distintos invitados totalmente en pelotas. Así, los más ricos, los jefes y los empleados literalmente “se desnudan” ante el espectador, sorprendidos y avergonzados por verse ridiculizados al extremo. Desnudos, no sabemos quien es quien, quien manda a quien. Desnudos, no hay más códigos que los corporales y los humanos, no hay donde esconderse. En una secuencia así de larga como esta, se reconoce que, en una sociedad con patrones aspiracionales incontestables —todos quieren ser el CEO, el empleado del mes, el mejor amigo— la gente llega a lo que sea por ser parte de la carrera, incluso si eso arremete contra cualquier intuición sobre su dignidad.
Claro que, para que todo esto resulte realista —y particularmente tierno— necesitamos una buena relación principal. La química entre los dos familiares es posiblemente, el punto de quiebre en el film, la decisión más acertada enToni Erdmann. Por más aturdida y molesta que esté Inés, queda claro que, tras este personaje frío y controlador, existe una persona llena de contradicción, que quiere darse tiempo para sí y su padre. Alguien que necesita amar, sentirse amada. Ahí se le contrapone Wilfred/Toni, un hombre de un corazón enorme, deliciosamente inoportuno, pero también inseguro, dependiente de sus estratagemas. Lejos de ser clásica voz de la razón, resulta algo como un último intento de una generación que quiere salvarse de la mansedumbre capitalista. Ya lo decían Crosby, Bill, Nash and Young: las generaciones están distanciadas por siempre, y sin posibilidad de unión, pero, como cierto remedio necesario, existe la empatía, el amor fraterno, como antídoto ante la incertidumbre y la falta de atención a uno mismo y al resto. Y así, nada importante pasa, más allá viñetas entrecortadas que van conforman un extraño pastiche de película. Eso vale más cuando se ve a Toni Erdmman como un todo, un robusto y barbudo todo. Bueno. Toca desnudarse más seguido.
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