Murmullo, ciudad – Margaret (2011)

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Contiene spoilers

La ciudad. El ruido. La cámara estática, que ve los autos pasar. Tantas vidas aglomeradas, extrañas entre sí y, a su vez, interconectadas de forma poco previsible, pero certera. Así comienza Margaret, con la gente: anhelos y tribulaciones, conversaciones que apenas se llegan a entrever. Margaret, a su manera, busca elaborar un ensayo sobre la vida moderna, sobre las coreografías, teatralidades y permanente conflicto en la metrópoli, en la que los significados se construyen sobre la marcha. Dentro de los límites de la urbanidad, la civilidad se desarrolla a un ritmo desesperado; los sujetos se ignoran, pero dependen unos de otros; se sobrepasan los límites entre persona y persona, se daña, se es dañado, se ama, se es amado. La escuela, la calle, el barrio: todos son microcosmos apretujados, desordenados e incontrolables. Cada quien busca algún sistema armónico que les sostenga. Son ellos, sus problemas, sus palabras, sus miradas, sus crisis, lo que se capta, y en todo tipo de plano, en la pantalla. No necesitamos nada más.

Claro que, desde la ley natural de la narrativa, necesitamos algo que lo entreteja todo: un impulso necesario, como punto de partida. En este caso, —y para reforzar la idea de interconexión forzosa, casual— se trata de un accidente. Ojo: no es que toda la trama se sostenga de este hecho. El accidente nos presenta a Lisa, una adolescente rebelde y molesta que, sin quererlo, a través de una jugarreta infantil, desata una tragedia: un chófer de autobuses, distraído por la muchacha, arrolla a una pasajera. Lisa queda traumatizada. La culpa que le invade es trasladada a su madre, una actriz teatral buscando el amor. La culpa se entremezcla con distintas emociones: el impulso sexual que lleva a Lisa a meterse con un maestro y un compañero de clase, la rabia que la lleva a impulsar una demanda contra la empresa de autobuses y el propio alejamiento que ella tiene con su padre. Su historia abre una serie de historias más pequeñas, en la periferia, historias que, desde un mismo espacio (un New York en el que no parece caber nadie más), intentan cada una, así como los personajes, sobresalir, encontrar su valor, hacerse un huequito entre bloques de bloques.

Es curioso —o quizás no tanto— que un film de tantas pretensiones haya sido recibido originalmente con mucha tibieza. Margaret fue el proyecto de Lonergan desde todo ámbito. Se dedicó años a diseñar y ejecutar su fábula urbana con tal meticulosidad que, al final, la obra le salió bien larga: casi tres horas de metraje, diez años de postproducción y disputas legales con la Fox por su contenido original. Lo lamentable no es el eterno debate entre autor y productora; más hiriente fue su irrelevancia. Nadie dijo nada de Margaret. Rápidamente, se olvidaron de ella. Margaret terminó resistiendo más como un objeto de protesta que como un elemento artístico; fue anécdota antes que impacto. Hay razones para creer ello, pero, a su vez, hay razones para entender su peculiar appeal moderno: el hecho de que Margaret esté en muchas listas de “Lo mejor de” y que se consagrase, finalmente, en un lado crítico, así lo establece. Veamos por qué.

Estamos ante un film que, curiosamente, no deja mucho a la espontaneidad. Donde cada escena parece haber sido rigurosamente planificada, ensayada y escenificada a la fuerza. Resulta irónico: tanto bosquejo y rigor para terminar componiendo una historia que, luego de vista, sugiere exceso. Lonergan, en esta obsesión por captar la realidad y los detalles que pasan desapercibidos, no escatima en minutos. Su etnografía urbana es meticulosa, con cierta fijación literaria, incluso. En una composición escena por escena, cada una cuenta. Algunas son larguísimas, se salen de formatos comunes, funcionan sin música y contienen mucho diálogo. No son sencillas de ver. Las temáticas, por su parte, también abundan: experiencias sexuales descontroladas; necesidad de alejamiento y crisis identitaria; impotencia frente a la burocracia estatal, que impide justicia para los más necesitados. A veces, la conjunción de temas puede sentirse algo forzada. Eso, sin embargo, no se nos hace problemático: por un lado, es probablemente así que funcione la vida —preocupación y alegría aglomerándose, casi a la vez— y, además, la mayoría de disputas son lo suficientemente interesantes como para seguir atentos.

Esto, por supuesto, resume al contexto. Pero el contexto, en un film tan marcado por las aspiraciones teatrales de Lonergan, depende de lo escrito. El film se sobrecarga de diálogos, confrontaciones, soliloquios. Fuerza las palabras. Aparenta naturaleza. Intercambios repentinos, monólogos, conversaciones: Lonergan encuentra cualquier forma de comunicación hablada y la inserta; todo para demostrar que las palabras son el mejor antídoto y el mayor causante de los problemas humanos. En una escena, la madre de Lisa conoce a un galán francés, pero ambos se comunican de manera torpe. En otra escena, de las mejores del film, el subtexto se adueña de la tensa situación entre Lisa y su maestro, un tipo noble pero aburrido: sin decirse que se desean, lo demuestran, y el espectador lo sabe. Eso, por supuesto, trae repercusiones para la siguiente hora del film: una turbada Lisa necesita comunicarle al maestro que “se ha hecho un aborto”, lo cual, para nosotros, queda más como un ataque impulsivo —porque ellos han hecho el amor— y una forma de generar reproche. Así, a base de un estilo duro y de jerga, los diálogos se hacen cargo de los personajes: atan, desatan, revelan. El lenguaje refleja de mejor forma la paradoja de la ciudad, en tanto es lo único que fuerza al colectivo casi de forma inconsciente, pero, a su vez, está entrampado por los sesgos individuales, por la tensión subjetiva. Una vez más, en la ciudad se está siempre rodeado de gente, pero se está totalmente solo. La ciudad repite sonidos que, aunque nos parezcan similares, no parecen reconocerse o identificarse.

Tenemos contexto y guion, aunque las aspiraciones de Margaret, siendo previsible, no se quedan allí. Lonergan también quiere que la forma de filmar la ciudad de relacione con la disrupción y la conjunción. El estilo rompe lo común: planos generales sin efecto, conversaciones fuera de lugar, montaje engañoso. Hay confusión en lo que se observa. El Lonergan director supone un entendimiento completamente distinto, una suerte de observación sensorial en lugar de una atención rígida y objetiva. El estilo de Lonergan, entonces, es uno que desordena y arriesga. La escena del accidente, por ejemplo, está marcada por un peculiar y perturbador realismo. Las escenas con plano secuencia aprovechan la técnica para penetrar en los personajes, en sus expresiones y en sus distintas reacciones. La música, cada vez más épica, va en consonancia con lo prosaico: drama, drama estridente y memorable. Nuevamente, la misma lógica de la ciudad: la misma calle puede ser escenario de tragedia y comedia casi a la vez, todo depende de la mirada.

Al final, nos quedamos con la idea de melodrama. También con el coming of age. Una historia de varios, de toda una ciudad, es también, solo la historia de Lisa. Ella es la responsable de la acción, la que cambia vidas, la que sufre, ríe, se equivoca, se enmienda e intenta. Su evolución con la película es creíble y adorable: pasa de enfrentarse al mundo a enfrentarse a una causa; pasa por malas experiencias —una extraña primera vez, relaciones prohibidas— para empezar a valerse por sí misma. Aprende a valorar a su madre. Y este aprendizaje se extrapola a los otros personajes, pero, sobre todo, a la audiencia. Aprendemos a bajar la guardia y dejar de juzgar activamente al resto. Aprendemos a entender y, sobre todo, a escuchar al otro. Aprendemos a querer y querer bien.

Gusta. Hacer cine como forma de empatía y entendimiento, a pesar de que el producto final pueda ser caótico y no todo elemento parezca cuajar bien. A pesar de que las palabras funcionan, a veces es mejor con las imágenes. Imágenes que son, por supuesto, épicas, como las proporciones del filme en tiempo, impacto y contenido. Parece ópera, seguro, pero es novela. Parte como una novela posmoderna, ambiciosa, con distintos personajes que entran y salen del escenario sin tanta relevancia, con subtramas de relleno, con una variedad de lenguajes, con un sentido mayor al de la linealidad. Sí, quizás novela. Novela con moraleja. Última escena: en el teatro, madre e hija se abrazan. Suena la música. La cámara se enfoca en ellas. Lloran desconsoladamente. Han aprendido a conectarse. Así también la ciudad.

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Acerca del autor

Anselmi

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