Archivo por días: 17 febrero, 2009

La vigencia de Raymond Carver. Entrevista con Tess Gallagher

La vigencia de Raymond Carver

Raymond Carver y su esposa Tess Gallagher

A principios de octubre llegará a las librerías españolas “Carver y yo”, volumen que reúne cartas, diarios de viaje, entrevistas y fotos de Raymond Carver y su esposa, Tess Gallagher. El libro, que ya fue traducido al italiano y al francés, y que Bartleby Editores publica ahora en castellano, se suma al rescate de la vida y la obra de uno de los cuentistas norteamericanos más destacados del siglo veinte.

CLAUDIA APABLAZA

Moon Crossing Bridge (El puente que cruza la luna), el poemario de Tess Gallagher, viuda de Raymond Carver, se publicó en Estados Unidos en 1992 y fue traducido por primera vez al castellano el 2006 por Bartleby Editores. El mismo año, la editorial, publicó Todos nosotros, libro que reúne la poesía completa del autor, y Sin heroísmos, por favor, recopilación de textos que Carver había publicado en diferentes revistas y periódicos a lo largo de toda su carrera. Ahora se suma a este rescate Carver y yo, que se publicará en España bajo el mismo sello editorial.

Ademas, Tess Gallagher se ha propuesto publicar la versión original de De qué hablamos cuando hablamos de amor (1981), libro que Raymond Carver presentó a la editorial Knopf con el nombre de Begginers, pero que terminó editado por Gordon Lish bajo ese título y con una edición rigurosa que nunca dejó conforme a Carver. Gallagher no ha conseguido autorización para publicar este libro en su versión original en Estados Unidos.

Tanto El puente que cruza la luna como Carver y yo son homenajes de Tess Gallagher hacia la figura de Carver. En 1988, Carver muere de cáncer al pulmón, dejando atrás diez años de matrimonio, de los que data su producción literaria más fuerte. Su “segunda vida”, como la llamó él mismo, después de sobrevivir a carencias económicas y a cuatro hospitalizaciones por alcoholismo. “Me estaba matando, simple y llanamente. No exagero”.

El 1 de enero de 1979 Carver inicia su vida junto a Tess Gallagher, poeta y guionista norteamericana. William Stull y Maureen Caroll enfatizan, en el prólogo de Carver y yo, lo poco que sabríamos del autor si es que no hubiese vivido esos diez años más. Hasta el momento sólo había publicado en una editorial de alto tiraje el volumen de cuentos ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? (1976), y algunos libros de poesía en editoriales prácticamente desconocidas y con muy baja distribución: Near Klamath (1968), Winter Insomnia (1970) y At Night the Salmon Move (1976). Pero sus obras cumbres sólo fueron escritas dentro del período en que estuvo con Tess: ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? (1981) y Catedral (1983), obras que crecen en profundidad y aflicción lírica. Según los prologadores, esto se lo debe a la intensa relación con Gallagher, y el mismo Carver lo señala en una entrevista: “Hay una mayor plenitud, mayor hondura, gracias al buen ojo y estímulo de Tess… No sólo cambiaron las circunstancias personales de mi vida, también las externas. Imagino que me volví más esperanzado, más positivo”.

Carver y yo es una recopilación de documentos que Tess Gallagher entrega para conocer más en profundidad la obra de Carver. Cartas, diarios de viaje de ambos, entrevistas a Carver, fotografías, entre otros. Está dividido en cuatro partes. La primera, “Excursiones”, es el diario del largo viaje que hizo la pareja durante un año por Europa en 1987 para promocionar los libros del autor: desde Seattle a París, San Quintín, Alemania, Zurich, Roma, Londres, Escocia, Dublín y Belfast. Lugares en los que se van encontrando con amigos escritores, editores, libreros, intelectuales y artistas de la época. “Me propuse entonces llevar un diario en el que registrar los nombres de las personas que conociéramos. Ray creo que lo llamaba ‘grabadora con tapas’. Los diarios se parecen bastante a un álbum, porque guardaba en ellos programas de teatro, recortes de periódicos, postales y fotos polaroid. Alguna vez también dibujé cosas que no podía escribir con palabras”, escribe Gallagher. Junto con el diario que lleva Tess, se intercalan, en esta primera parte, notas breves que Carver le dejaba a su mujer en el viaje: “Me encantaría volver a casa. R.C. Hotel des Saints-Perés. Prometo (intentarlo) pasear todos los días, más o menos, con Tess por la playa de Port Angeles. R.C.”.

La segunda parte, “Vidas cruzadas”, reúne las cartas entre Tess y el cineasta Robert Altman, quien adaptó parte de la obra de Carver en la película Short Cuts. La tercera, “Conversaciones”, son entrevistas realizadas a Tess Gallagger para algunos medios norteamericanos. Y para terminar, “Sin final”, un texto donde Gallagher relata cómo ha sido su dedicación a la obra de Carver desde su muerte y la permanente comunicación entre ellos: “Nuestro diálogo, nuestro contacto, no terminará nunca. Mi sombra más azul, esa estrella blanca que me pertenece”.

-¿Cómo se planteó el libro “Carver y yo”? ¿Es un homenaje al marido muerto, al escritor o a la pareja literaria que ustedes conformaron?

-Carver y yo fue escrito para entregar una idea de mi vida con Ray, sobre todo de lo agradable de los viajes que hicimos juntos. También mostrar qué cosas importantes pasaron después de su muerte, como la publicación de sus poemas y la adaptación de los relatos de Ray en la película Short Cuts. El libro es tanto un homenaje a Ray como un retrato de nuestra vida juntos como escritores.

-¿Cómo era a grandes rasgos el trabajo literario entre ustedes?

-Trabajamos con la misma fuerza el uno para el otro. Recuerdo con mucha alegría cuando le debía mostrar una historia a Ray o un poema. Él realmente celebraba mis textos y también trataba de ayudarme a perfeccionarlos. Cuando yo leía el trabajo de Ray, me asombraba e impactaba mucho. Lo sentía como si fuese a ocurrirme, como si la historia hubiese entrado en mi corriente sanguínea y yo sabía justo lo que ella necesitaba para completarse. Ray se encantaba cuando yo bosquejaba algo de esas ideas. Él podía usar todo o parte de ello, o formularlo de nuevo. Nosotros éramos bastante simbióticos, y cuando esto sucedía, era muy positivo para nuestro trabajo en común. Ray siempre quería saber lo que yo pensaba de su trabajo y valoraba que yo me lo tomara muy en serio. Trabajé de forma muy dura con él hasta el final.

-Usted también señala que Carver fue el motor principal en su propia producción poética. ¿Sigue siéndolo?

-Ray es todavía una de las presencias más importantes en mi vida espiritual. Tengo varios poemas en mi último libro, Dear Ghosts, sobre él o dirigidos a él. Pero el lenguaje de los nuevos poemas no es tan hermético o misterioso como los de El puente que cruza la luna. Con aquel libro sentí que casi tuve que inventar de nuevo mi modo de estar en el lenguaje. A veces uno sólo tiene que arriesgarse y esperar a que la emoción lo lleve de un modo que no había esperado.

-Y hasta qué punto su obra poética se puede desvincular de la figura de Carver. Es decir, ¿le pesa mucho ser la “viuda de Carver”?

-Siento que él no es para mí una figura opresiva. Soy, de verdad, más que la viuda de Raymond Carver. Ya han pasado diecinueve años desde su muerte. Mi escritura ha continuado desarrollándose durante este tiempo. Y los tópicos con los que trabajo son diversos: política, espiritual; tomando varias culturas como el japonés, el irlandés y el español. Me gusta trabajar con ellas que, si bien a veces son “fantasmas” o “espíritus”, todavía nos entregan mucho conocimiento y sabiduría.

-¿Qué relación hay entre la muerte de Carver y el lenguaje en su obra?

-En El Puente que cruza la luna tuve que moverme a una especie de oscuridad espiritual para redescubrir a Ray. Los poemas fueron usados para construir un puente hacia él en su nueva forma. Su desaparición hizo que los poemas alcanzaran una lengua pasada, remota, para descubrirlo. Es verdad que el lenguaje es muy retorcido en esos poemas, y mi traductor español, Eduardo Moga, me confesó que en ocasiones mi modo de hablar empuja el castellano a sus límites.

-¿Qué afinidades tiene usted con el lector español de la obra de Carver? Es decir, ¿qué le parece que se traduzca toda la obra de Carver al español?

-No estoy segura de qué les parece Ray a los lectores españoles, pero puedo imaginarme que les gusta su honestidad y su modo de ser cuidadoso. Pienso que él siempre respetaba a los otros, incluso cuando alguien estaba errado en su vida. También él era muy sensible, pero de una forma muy moderada, de una forma que permitía acercarse a un camino que amplía la visión de mundo, que lo engrandece.

-En la carta enviada a Robert Altman, usted le dice que encuentra muy diferentes sus puntos de vista: “…donde Carver mete el cuchillo y lo vuelve a sacar más o menos en el mismo sitio, tú optas por trazar un ligero arco con él”. ¿Cree que la película es una buena adaptación de la obra de Carver?

-Creo que es la mezcla de las imaginaciones de dos grandes genios. Dos maestros. La fuerza de ambos está muy presente, aún cuando uno de ellos ha sido amplificado y cambiado por el de otro. Ray era muy delicado y exacto, mientras que Altman debe trabajar más ampliamente porque su medio es el cine. Pienso que Short Cuts no es realmente una adaptación del trabajo de Ray. Es una nueva creación en la cual el trabajo de Ray se avivó con la visión de Altman. Una adaptación simplemente habría estado guardando la fidelidad a las historias de Ray. Altman tuvo que hacer más que eso.

-¿Cómo se enfrentaba Carver a la crítica?

-En general, Ray tuvo mucha aclamación crítica y respeto mientras estaba vivo. Sólo había controversias de vez en cuando. Por ejemplo, con la designación de “minimalista” que hicieron de él y con la cual nunca estuvo de acuerdo. Esto era una impresión falsa de Ray.

-Usted señala en “Carver y yo” que un escritor no debería estar ligado al mundo académico. ¿Por qué no se podrían complementar ambos oficios?

-Pienso que muchos escritores pueden enseñar y escribir. Pero Ray, realmente, nunca se sintió cómodo enseñando. Él se sentía bien haciendo nada más que su obra literaria. Por mi parte, creo que mi enseñanza viene del mismo lugar de donde proviene mi trabajo creativo, así que significa que tendré menos poesía cuando estoy enseñando. Sólo quise trabajar medio tiempo en la enseñanza, así que podía hacerlo de forma muy intensa. Nunca quise ser alguien que se ganara la vida sólo de ello. Yo hubiese preferido siempre vivir con menos y guardar fidelidad tanto a la enseñanza como al arte, haciendo cada uno en su nivel más alto. Pero no tenía niños que mantener. Creo que este modo de vida es un lujo. ¡Pero ser un escritor es también un gran lujo!

-Usted señala que uno de los antídotos que tenían para la enfermedad de Carver, cuando los tumores se expandieron, era leer a Chéjov.

-Hablo de esto con mayor detalle en la introducción al último libro de poemas de Ray, A New Path to the Waterfall. Allí describo cómo yo leía algunas historias de Chéjov por la mañana y luego se las contaba de tal modo a Ray por la tarde, que él se las quería leer. Luego era muy interesante discutir sobre la historia. También, comencé a notar que ciertos pasajes de Chéjov eran como “poesía oculta”. Si los mecanografías en líneas hacia arriba, podrías descubrir la poesía de esa prosa. Ray comenzó a hacer eso. Hay varios poemas que son “poemas encontrados”. Ray encontró algo nuevo en la prosa de Chéjov. Por otro lado, pienso que sentíamos la presencia de Chéjov con nosotros muy fuertemente en esos días. Era como si hubiésemos logrado ir más allá del tiempo y él hubiese caminado hacia nosotros en sus historias.

-¿Quedan aún textos inéditos de Carver?

-Beginners es el libro que Ray presentó originalmente a Knopf para la publicación y que se convirtió en De qué hablamos cuando hablamos de amor. Ray no estaba de acuerdo con la edición de ese libro, pero no podía parar la publicación. Espero poder publicar este libro en español, ya que la editorial Knopf no me ha dado la autorización, hasta ahora, para publicarlo en Estados Unidos. Creo que hay una cierta sensación de Knopf de que ellos “han hecho el canon” de Ray, y no quieren que esto cambie. Esto es un tanto irrespetuoso hacia Ray. ¡Es extraño que el libro pueda aparecer en español o italiano o japonés, pero no en inglés, la lengua en la cual se originó!

Pareja literaria

RAYMOND CARVER (1939-1988) Poeta y narrador. Es considerado uno de los grandes cuentistas de las últimas décadas. Entre sus libros, destacan: ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, De qué hablamos cuando hablamos de amor, Catedral, Tres rosas amarillas y Si me necesitas, llámame.

TESS GALLAGHER (Port Angeles, 1943). Poeta, narradora, ensayista, guionista y traductora.

Ha publicado, entre otros, los poemarios Instructions to the Double (1976), Under Stars (1978), Amplitude (1988), Moon Crossing Bridge (1992), Portable Kisses (1996), y Dear Ghosts (2006). Becada por la Fundación Guggenheim, ha recibido los premios de la Maxine Cushing Gray Foundation y el Elliston Award.

CARVER Y YO

Tess Gallagher Bartleby Ediciones, Madrid, 2007.

Fuente: El mercurio.com. Domingo 16 de Septiembre de 2007
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Escribir un cuento. Raymond carver

Escribir un cuento

Raymond Carver

Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para leer tales obras como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede resultar muy tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi dedicación a la poesía y a la narración corta. Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí toda ambición, toda gran ambición, cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así me ocurriera. La ambición y la buena suerte son algo magnífico para un escritor que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida, acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento.
Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con John Irving. También hay un mundo en consonancia con Flannery O’Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin… Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.

Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse.

Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Algún día escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la pared, detrás de mi escritorio… Entonces tendré al menos es ficha escrita. “El esmero es la ÚNICA convicción moral del escritor”. Lo dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique cualquier cosa; pero si para el escritor tiene importancia esa “única convicción moral”, deberá rastrearla sin desmayo.

Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí un lema tomado de un relato de Chejov:… Y súbitamente todo empezó a aclarársele. Sentí que esas palabras contenían la maravilla de lo posible. Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas. Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que antes permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está pasando? Bien podría ser la consecuencia de un súbito despertar. Siento una gran sensación de alivio por haberme anticipado a ello.

Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos triviales. También eso pasó a una ficha de tres por cinco. Sólo que con una leve corrección: No jugar. Odio los juegos. Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro. Los juegos literarios se han convertido últimamente en una pesada carga, que yo, sin embargo, puedo estibar fácilmente sólo con no prestarles la atención que reclaman. Pero también una escritura minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden echarme a dormir. El escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores. Aún a riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus lectores.

Hace unos meses, en el New York Times Books Review, John Barth decía que, hace diez años, la gran mayoría de los estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban altamente interesados en la “innovación formal”, y eso, hasta no hace mucho, era objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su artículo, porque en los ochenta han sido muchos los escritores entregados a la creación de novelas ligeras y hasta “pop”. Argüía que el experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con las concepciones más libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de “innovaciones formales” en la narración. Muy a menudo, la “experimentación” no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar -y maltratar, incluso- a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá sólo resulte interesante para un puñado de especializadísimos científicos.

Sí puede haber, no obstante, una experimentación literaria original que llene de regocijo a los lectores. Pero esa manera de ver las cosas -Barthelme, por ejemplo- no puede ser imitada luego por otro escritor. Eso no sería trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene, bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la dispersión y, lo que es peor, a la decepción de sí mismo. La experimentación de veras será algo nuevo, como pedía Pound, y deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque si el escritor se desprende de su sensibilidad no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su mundo.

Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos -una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer- con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado. Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo demuestran las delicias debidas a Navokov. Esa es de entre los escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde. Eso también merece figurar en una ficha de tres por cinco.

En una ocasión decía Evan Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se descubrió quitando las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner después, en una nueva lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas. Hacemos palabra y deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda, para que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte maridaje con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la expresión de cualquier razonamiento -si las palabras resultan oscuras, enrevesadas- los ojos del lector deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el autor no debe ser comprometido por nosotros. Henry James llamó “especificación endeble” a este tipo de desafortunada escritura.

Tengo amigos que me cuentan que deben acelerar la conclusión de uno de sus libros porque necesitan el dinero o porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. “Lo haría mejor si tuviera más tiempo”, dicen. No sé qué decir cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con sus posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo mejor, de haber elaborado una obra que nos deje contentos. Me gustaría decir a mis amigos escritores cuál es la mejor manera de llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser tanto o más honesto que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto desde el que desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de explicarse.

En un ensayo titulado “Escribir cuentos”, Flannery O’Connor habla de la escritura como de un acto de descubrimiento. Dice O’Connor que ella, muy a menudo, no sabe a dónde va cuando se sienta a escribir una historia, un cuento… Dice que se ve asaltada por la duda de que los escritores sepan realmente a dónde van cuando inician la redacción de un texto. Habla ella de la “piadosa gente del pueblo”, para poner un ejemplo de cómo jamás sabe cuál será la conclusión de un cuento hasta que está próxima al final:

“Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D. acabaría con una pierna de madera. Una buena mañana me descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos mujeres de las que sabía algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Recordé al marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No sabía que robaba una pierna de madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, que era inevitable.”

Cuando leí esto hace unos cuantos años, me chocó el que alguien pudiera escribir de esa manera. Me pereció descorazonador, acaso un secreto, y creí que jamás sería capaz de hacer algo semejante. Aunque algo me decía que aquel era el camino ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo leyendo una y otra vez el ejemplo de O’Connor.

Al fin tomé asiento y me puse a escribir una historia muy bonita, de la que su primera frase me dio la pauta a seguir. Durante días y más días, sin embargo, pensé mucho en esa frase: Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono. Sabía que la historia se encontraba allí, que de esas palabras brotaba su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese comienzo podría crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario. Y encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o quince horas de trabajo. Después de la primera frase, de esa primera frase escrita una buena mañana, brotaron otras frases complementarias para complementarla.

Puedo decir que escribí el relato como si escribiera un poema: una línea; y otra debajo; y otra más. Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mía, la única por la que había esperado ponerme a escribir.

Me gusta hacerlo así cuando siento que una nueva historia me amenaza. Y siento que de esa propia amenaza puede surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el sentimiento de que algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas están como dormidas y prestas a despertar; e incluso la sensación de que no puede surgir de ello una historia. Pues esa tensión es parte fundamental de la historia, en tanto que las palabras convenientemente unidas pueden irla desvelando, cobrando forma en el cuento. Y también son importantes las cosas que dejamos fuera, pues aún desechándolas siguen implícitas en la narración, en ese espacio bruñido (y a veces fragmentario e inestable) que es sustrato de todas las cosas.

La definición que da V.S. Pritcher del cuento como “algo vislumbrado con el rabillo del ojo”, otorga a la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina un instante susceptible de ser narrado. Y de ahí se derivan las consecuencias y significados. Por ello deberá el cuentista sopesar detenidamente cada una de sus miradas y valores en su propio poder descriptivo. Así podrá aplicar su inteligencia, y su lenguaje literario (su talento), al propio sentido de la proporción, de la medida de las cosas: cómo son y cómo las ve el escritor; de qué manera diferente a las de los más las contempla. Ello precisa de un lenguaje claro y concreto; de un lenguaje para la descripción viva y en detalle que arroje la luz más necesaria al cuento que ofrecemos al lector. Esos detalles requieren, para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje preciso, el más preciso que pueda hallarse. Las palabras serán todo lo precisas que necesite un tono más llano, pues así podrán contener algo. Lo cual significa que, usadas correctamente, pueden hacer sonar todas las notas, manifestar todos los registros.

Fuente: http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/opin/carver.htm Sigue leyendo