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Un minuto con el Divino Niño Jesús

UN MINUTO CON EL DIVINO NIÑO JESUS

¡Bendíceme Divino Niño Jesús! y ruega por mi sin cesar.

Aleja de mi el pecado hoy y en todo momento.

Si tropiezo, tiende su mano hacia mi.

Si cien veces caigo, cien veces levántame.

Si yo te olvido, tu no te olvides de mi.

Si me dejas, Divino Niño, ¿Qué será de mi?

En los peligros del mundo, asísteme.

Quiero siempre vivir y morir bajo tu mano.

Quiero que mi vida te haga sonreir.

Mírame con compasión, ¡No me dejes, Jesús mio!

Y, al final, recíbeme y llévame junto a ti.

Divino Niño Jesús, que tu bendición nos acompañe siempre.

Amén

Blog de Karla Rouillon en Youtube

 

—/—

Recuerda que la comunión en la mano es sacrilegio.

No seas parte del problema cometiendo sacrilegio. Siendo ministro extraordinario de la comunión solo te haces parte del problema.

La comunión se recibe de manos del sacerdote.

La obediencia se debe siempre y cuando lo que se mande no sea pecado y la comunión en la mano es sacrilegio.

¡NO RECIBAS A JESÚS EN LA MANO!

Que Dios les conceda a todos las Gracias que necesiten.

Karla Rouillon Gallangos

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Villancico de la Reina Isabel La Católica

VILLANCICO DE LA REINA ISABEL LA CATÓLICA

Hacia el Portal de Belén
desde su inmortalidad
la Reina Isabel camina
llena de triste pesar.

A Belén llega la Reina
revestida de humildad
y el Niño-Dios la recibe
en su infinita bondad.

– ¿Qué quieres, Reina Isabel,
gloria de la Hispanidad…?
Tú que hiciste a España mía,
¿qué ocasiona tu pesar?

– Niño Dios, que hoy has nacido
en este humilde portal,
Tú que eres Rey de los Cielos
y en pobre pesebre estás…
mira mi querida España
a punto de naufragar,
afligida por el paro,
la decadencia moral,
las deudas y el despilfarro,
la anarquía territorial
y el odio a la religión.

No dejes que una vez más
España caiga en el trágico
pesimismo nacional.

Al escuchar a Isabel
el Niño se echó a llorar.
Y al fin, tras muchos sollozos,
el Niño-Dios pudo hablar:

– Gran Reina fuiste de España,
modelo de santidad,
por tu noble intercesión
y por mi excelsa bondad,
a la gran nación de España
la tengo que remediar.
Yo restauraré la fe,
la conciencia y la moral
y habrá trabajo y justicia
y habrá bienestar social…

Y yo haré que tu buen nombre
de Reina santa e impar
resplandezca en los altares
con toda solemnidad.

Contenta vuelve Isabel
a la patria celestial.
En España la esperanza
de nuevo vuelve a brillar.

José María Gómez Gómez, Gran Maestre.

Reina Isabel La Catolica krouillong 6

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87 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 4 de Enero de 2012

87 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 4 DE ENERO DE 2012

AUDIENCIA GENERAL DEL 4 DE ENERO DE 2012

Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra acogeros en esta primera audiencia general del nuevo año y de todo corazón os expreso a vosotros y a vuestras familias mi más cordial felicitación: Dios, que en el nacimiento de Cristo su Hijo ha inundado de alegría al mundo entero, disponga las obras y los días en su paz. Estamos en el tiempo litúrgico de Navidad, que comienza la noche del 24 de diciembre con la vigilia y concluye con la celebración del Bautismo del Señor. El arco de los días es breve, pero denso de celebraciones y de misterios, y todo él se centra en torno a las dos grandes solemnidades del Señor: Navidad y Epifanía. El nombre mismo de estas dos fiestas indica su respectiva fisonomía. La Navidad celebra el hecho histórico del nacimiento de Jesús en Belén. La Epifanía, nacida como fiesta en Oriente, indica un hecho, pero sobre todo un aspecto del Misterio: Dios se revela en la naturaleza humana de Cristo y este es el sentido del verbo griego epiphaino, hacerse visible. En esta perspectiva, la Epifanía hace referencia a una pluralidad de acontecimientos que tienen como objeto la manifestación del Señor: de modo especial la adoración de los Magos, que reconocen en Jesús al Mesías esperado, pero también el Bautismo en el río Jordán con su teofanía —la voz de Dios desde lo alto— y el milagro en las bodas de Caná, como primer «signo» realizado por Cristo. Una bellísima antífona de la Liturgia de las Horas unifica estos tres acontecimientos en torno al tema de las bodas entre Cristo y la Iglesia: «Hoy la Iglesia se ha unido a su celestial Esposo, porque en el Jordán Cristo la purifica de sus pecados; los Magos acuden con regalos a las bodas del Rey y los invitados se alegran por el agua convertida en vino» (Antífona de Laudes). Casi podemos decir que en la fiesta de Navidad se pone de relieve el ocultamiento de Dios en la humildad de la condición humana, en el Niño de Belén. En la Epifanía, en cambio, se evidencia su manifestación, la aparición de Dios a través de esta misma humanidad.

En esta catequesis quiero hacer referencia brevemente a algún tema propio de la celebración de la Navidad del Señor a fin de que cada uno de nosotros pueda beber en la fuente inagotable de este Misterio y dar abundantes frutos de vida.

Ante todo, nos preguntamos: ¿Cuál es la primera reacción ante esta extraordinaria acción de Dios que se hace niño, que se hace hombre? Pienso que la primera reacción no puede ser otra que la alegría. «Alegrémonos todos en el Señor, porque nuestro Salvador ha nacido en el mundo»: así comienza la Misa de la noche de Navidad, y acabamos de escuchar las palabras del ángel a los pastores: «Os anuncio una gran alegría» (Lc 2, 10). Es el tema que abre el Evangelio, y es el tema que lo cierra porque Jesús Resucitado reprende a los Apóstoles precisamente por estar tristes (cf. Lc 24, 17) —incompatible con el hecho de que él permanece Hombre por la eternidad—. Pero demos un paso adelante: ¿De dónde nace esta alegría? Diría que nace del estupor del corazón al ver cómo Dios está cerca de nosotros, cómo piensa Dios en nosotros, cómo actúa Dios en la historia; es una alegría que nace de la contemplación del rostro de aquel humilde niño, porque sabemos que es el Rostro de Dios presente para siempre en la humanidad, para nosotros y con nosotros. La Navidad es alegría porque vemos y estamos finalmente seguros de que Dios es el bien, la vida, la verdad del hombre y se abaja hasta el hombre, para elevarlo hacia él: Dios se hace tan cercano que se lo puede ver y tocar. La Iglesia contempla este inefable misterio y los textos de la liturgia de este tiempo están llenos de estupor y de alegría; todos los cantos de Navidad expresan esta alegría. Navidad es el punto donde se unen el cielo y la tierra, y varias expresiones que escuchamos en estos días ponen de relieve la grandeza de lo sucedido: el lejano —Dios parece lejanísimo— se hizo cercano; «el inaccesible quiere ser accesible; él, que existe antes del tiempo, comenzó a ser en el tiempo; el Señor del universo, velando la grandeza de su majestad, asumió la naturaleza de siervo» —exclama san León Magno— (Sermón 2 sobre la Navidad, 2.1). En ese Niño, necesitado de todo como los demás niños, lo que Dios es: eternidad, fuerza, santidad, vida, alegría, se une a lo que somos nosotros: debilidad, pecado, sufrimiento, muerte.

La teología y la espiritualidad de la Navidad usan una expresión para describir este hecho: hablan de admirabile commercium, es decir, de un admirable intercambio entre la divinidad y la humanidad. San Atanasio de Alejandría afirma: «El Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios» (De Incarnatione, 54, 3: pg 25, 192), pero sobre todo con san León Magno y sus célebres homilías sobre la Navidad esta realidad se convierte en objeto de profunda meditación. En efecto, el santo Pontífice, afirma: «Si nosotros recurrimos a la inenarrable condescendencia de la divina misericordia que indujo al Creador de los hombres a hacerse hombre, ella nos elevará a la naturaleza de Aquel que nosotros adoramos en nuestra naturaleza» (Sermón 8 sobre la Navidad: ccl 138, 139). El primer acto de este maravilloso intercambio tiene lugar en la humanidad misma de Cristo. El Verbo asumió nuestra humanidad y, en cambio, la naturaleza humana fue elevada a la dignidad divina. El segundo acto del intercambio consiste en nuestra participación real e íntima en la naturaleza divina del Verbo. Dice san Pablo: «Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción filial» (Ga4, 4-5). La Navidad es, por lo tanto, la fiesta en la que Dios se hace tan cercano al hombre que comparte su mismo acto de nacer, para revelarle su dignidad más profunda: la de ser hijo de Dios. De este modo, el sueño de la humanidad que comenzó en el Paraíso —quisiéramos ser como Dios— se realiza de forma inesperada no por la grandeza del hombre, que no puede hacerse Dios, sino por la humildad de Dios, que baja y así entra en nosotros en su humildad y nos eleva a la verdadera grandeza de su ser. El concilio Vaticano II dijo al respecto: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (Gaudium et spes, 22); de otro modo permanece un enigma: ¿Qué significa esta criatura llamada hombre? Solamente viendo que Dios está con nosotros podemos ver luz para nuestro ser, ser felices de ser hombres y vivir con confianza y alegría. ¿Dónde se hace presente de modo real este maravilloso intercambio, para que se haga presente en nuestra vida y la convierta en una existencia de auténticos hijos de Dios? Se hace muy concreto en la Eucaristía. Cuando participamos en la santa misa presentamos a Dios lo que es nuestro: el pan y el vino, fruto de la tierra, para que él los acepte y los transforme donándonos a sí mismo y haciéndose nuestro alimento, a fin de que recibiendo su Cuerpo y su Sangre participemos en su vida divina.

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Quiero detenerme, por último, en otro aspecto de la Navidad. Cuando el ángel del Señor se presenta a los pastores en la noche del nacimiento de Jesús, el evangelista san Lucas señala que «la gloria del Señor los envolvió de luz» (2, 9); y el Prólogo del Evangelio de san Juan habla del Verbo hecho carne como la luz verdadera que viene al mundo, la luz capaz de iluminar a cada hombre (cf. Jn 1, 9). La liturgia navideña está impregnada de luz. La venida de Cristo disipa las sombras del mundo, llena la Noche santa de un fulgor celestial y difunde sobre el rostro de los hombres el esplendor de Dios Padre. También hoy. Envueltos por la luz de Cristo, la liturgia navideña nos invita con insistencia a dejarnos iluminar la mente y el corazón por el Dios que mostró el fulgor de su Rostro. El primer Prefacio de Navidad proclama: «Porque gracias al misterio de la Palabra hecha carne, la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos con nuevo esplendor, para que, conociendo a Dios visiblemente, él nos lleve al amor de lo invisible». En el misterio de la Encarnación, Dios, después de haber hablado e intervenido en la historia mediante mensajeros y con signos, «apareció», salió de su luz inaccesible para iluminar el mundo.

En la solemnidad de la Epifanía, el 6 de enero, que celebraremos dentro de pocos días, la Iglesia propone un pasaje del profeta Isaías muy significativo: «¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! Mira: las tinieblas cubren la tierra, y la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti; y caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora» (60, 1-3). Es una invitación dirigida a la Iglesia, la comunidad de Cristo, pero también a cada uno de nosotros, a tomar conciencia aún mayor de la misión y de la responsabilidad hacia el mundo para testimoniar y llevar la luz nueva del Evangelio. Al comienzo de la constitución Lumen gentium del concilio Vaticano II encontramos las siguientes palabras: «Cristo es la luz de los pueblos. Por eso este santo Concilio, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia, anunciando el Evangelio a todas las criaturas» (n. 1). El Evangelio es la luz que no se ha de esconder, que se ha de poner sobre el candil. La Iglesia no es la luz, pero recibe la luz de Cristo, la acoge para ser iluminada por ella y para difundirla en todo su esplendor. Esto debe acontecer también en nuestra vida personal. Una vez más cito a san León Magno, que en la Noche Santa dijo: «Reconoce, cristiano, tu dignidad y, puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no pienses en volver con un comportamiento indigno a las antiguas vilezas. Piensa de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro. No olvides que fuiste liberado del poder de las tinieblas y trasladado a la luz y al reino de Dios» (Sermón 1 sobre la Navidad, 3,2: ccl 138, 88).

Queridos hermanos y hermanas, la Navidad es detenerse a contemplar a aquel Niño, el Misterio de Dios que se hace hombre en la humildad y en la pobreza; pero es, sobre todo, acoger de nuevo en nosotros mismos a aquel Niño, que es Cristo Señor, para vivir de su misma vida, para hacer que sus sentimientos, sus pensamientos, sus acciones, sean nuestros sentimientos, nuestros pensamientos, nuestras acciones. Celebrar la Navidad es, por lo tanto, manifestar la alegría, la novedad, la luz que este Nacimiento ha traído a toda nuestra existencia, para ser también nosotros portadores de la alegría, de la auténtica novedad, de la luz de Dios a los demás. Una vez más deseo a todos un tiempo navideño bendecido por la presencia de Dios.

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02 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 21 de Diciembre de 2011

02 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 21 DE DICIEMBRE DE 2011

AUDIENCIA GENERAL DEL 21 DE DICIEMBRE DE 2011

Audiencia General del 21 de Diciembre de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra acogeros en audiencia general pocos días antes de la celebración del Nacimiento del Señor. El saludo que circula en estos días por los labios de todos es «¡Feliz Navidad! ¡Felices fiestas navideñas!». Procuremos que, también en la sociedad actual, el intercambio de felicitaciones no pierda su profundo valor religioso, y que la fiesta no quede absorbida por los aspectos exteriores, que tocan las cuerdas del corazón. Ciertamente, los signos exteriores son hermosos e importantes, con tal de que no nos distraigan, sino que más bien nos ayuden a vivir la Navidad en el sentido más auténtico, el sentido sagrado y cristiano, de modo que también nuestra alegría no sea superficial, sino profunda.

Con la liturgia navideña la Iglesia nos introduce en el gran Misterio de la Encarnación. De hecho, la Navidad no es un simple aniversario del nacimiento de Jesús; también es esto, pero es algo más: es celebrar un Misterio que ha marcado y sigue marcando la historia del hombre —Dios mismo vino a habitar entre nosotros (cf. Jn 1, 14), se hizo uno de nosotros—; un Misterio que afecta a nuestra fe y a nuestra existencia; un Misterio que vivimos concretamente en las celebraciones litúrgicas, especialmente en la santa misa. Alguien podría preguntarse: ¿Cómo puedo vivir yo ahora este acontecimiento tan lejano en el tiempo? ¿Cómo puedo participar fructuosamente en el nacimiento del Hijo de Dios, que tuvo lugar hace más de dos mil años? En la santa misa de la Noche de Navidad, repetiremos como estribillo del Salmo responsorial estas palabras: «Hoy nos ha nacido el Salvador». Este adverbio de tiempo, «hoy», aparece con frecuencia en todas las celebraciones navideñas y se refiere al acontecimiento del nacimiento de Jesús y a la salvación que la Encarnación del Hijo de Dios viene a traer. En la liturgia ese acontecimiento supera los límites del espacio y del tiempo, y se vuelve actual, presente; su efecto perdura, a pesar del paso de los días, de los años y de los siglos. Al indicar que Jesús nace «hoy», la liturgia no usa una frase sin sentido, sino que subraya que este Nacimiento afecta e impregna toda la historia, sigue siendo también hoy una realidad, a la que podemos llegar precisamente en la liturgia. A nosotros, los creyentes, la celebración de la Navidad nos renueva la certeza de que Dios está realmente presente con nosotros, todavía «carne» y no sólo lejano: aun estando con el Padre, está cercano a nosotros. En ese Niño nacido en Belén, Dios se ha acercado al hombre: nosotros lo podemos encontrar ahora, en un «hoy» que no tiene ocaso.

Quiero insistir en este punto, porque al hombre contemporáneo, hombre de lo «sensible», de lo experimentable empíricamente, siempre le cuesta mucho abrir los horizontes y entrar en el mundo de Dios. Desde luego, la redención de la humanidad tuvo lugar en un momento preciso e identificable de la historia: en el acontecimiento de Jesús de Nazaret; pero Jesús es el Hijo de Dios, es Dios mismo, que no sólo ha hablado al hombre, le ha mostrado signos admirables, lo ha guiado a lo largo de toda la historia de la salvación, sino que también se hizo hombre, y sigue siendo hombre. El Eterno entró en los límites del tiempo y del espacio, para hacer posible «hoy» el encuentro con él. Los textos litúrgicos navideños nos ayudan a comprender que los acontecimientos de la salvación realizada por Cristo siempre son actuales, afectan a cada hombre y a todos los hombres. Cuando escuchamos y pronunciamos, en las celebraciones litúrgicas, la frase «hoy nos ha nacido el Salvador», no estamos utilizando una expresión convencional vacía, sino que queremos decir que Dios nos ofrece «hoy», ahora, a mí, a cada uno de nosotros, la posibilidad de reconocerlo y de acogerlo, como hicieron los pastores en Belén, para que él nazca también en nuestra vida y la renueve, la ilumine, la transforme con su Gracia, con su Presencia.

La Navidad, por tanto, a la vez que conmemora el nacimiento de Jesús en la carne, de la Virgen María —y numerosos textos litúrgicos nos hacen revivir ante nuestros ojos este o aquel episodio—, es un acontecimiento eficaz para nosotros. El Papa san León Magno, presentando el sentido profundo de la fiesta de la Navidad, invitaba a sus fieles con estas palabras: «Exultemos en el Señor, queridos hermanos, y abramos nuestro corazón a la alegría más pura, porque ha llegado el día que para nosotros significa la nueva redención, la antigua preparación, la felicidad eterna. En efecto, al cumplirse el ciclo anual, se renueva para nosotros el elevado misterio de nuestra salvación, que, prometido al principio y acordado al final de los tiempos, está destinado a durar para siempre» (Sermo 22, In Nativitate Domini, 2, 1: PL 54, 193). Y el mismo san León Magno, en otra de sus homilías navideñas, afirmaba: «Hoy el autor del mundo ha nacido del seno de una virgen: aquel que había hecho todas las cosas se ha hecho hijo de una mujer que él mismo había creado. Hoy el Verbo de Dios se ha manifestado revestido de carne y, mientras que antes nunca había sido visible a ojos humanos, ahora incluso se ha hecho visiblemente palpable. Hoy los pastores han escuchado la voz de los ángeles anunciando que había nacido el Salvador en la sustancia de nuestro cuerpo y de nuestra alma» (Sermo 26, In Nativitate Domini, 6, 1: PL 54, 213).

Hay un segundo aspecto, al que quiero aludir brevemente: el acontecimiento de Belén se debe considerar a la luz del Misterio pascual: tanto uno como otro forman parte de la única obra redentora de Cristo. La Encarnación y el Nacimiento de Jesús nos invitan ya a dirigir nuestra mirada hacia su muerte y su resurrección. Tanto la Navidad como la Pascua son fiestas de la redención. La Pascua la celebra como victoria sobre el pecado y sobre la muerte: marca el momento final, cuando la gloria del Hombre-Dios resplandece como la luz del día; la Navidad la celebra como el ingreso de Dios en la historia haciéndose hombre para llevar al hombre a Dios: marca, por decirlo así, el momento inicial, cuando se vislumbra el resplandor del alba. Pero precisamente como el alba precede y ya hace presagiar la luz del día, así la Navidad anuncia ya la cruz y la gloria de la Resurrección. También los dos períodos del año en los que se sitúan las dos grandes fiestas, al menos en algunas regiones del mundo, pueden ayudar a comprender este aspecto. En efecto, mientras la Pascua cae al inicio de la primavera, cuando el sol vence las densas y frías nieblas y renueva la faz de la tierra, la Navidad cae precisamente al inicio del invierno, cuando la luz y el calor del sol no logran despertar la naturaleza, envuelta por el frío, bajo cuyo manto, sin embargo, palpita la vida y comienza de nuevo la victoria del sol y del calor.

Los Padres de la Iglesia leían siempre el nacimiento de Cristo a la luz de toda la obra redentora, que tiene su culmen en el Misterio pascual. La Encarnación del Hijo de Dios se presenta no sólo como el principio y la condición de la salvación, sino también como la presencia misma del Misterio de nuestra salvación: Dios se hace hombre, nace niño como nosotros, toma nuestra carne para vencer la muerte y el pecado. Dos textos significativos de san Basilio lo ilustran bien. San Basilio decía a los fieles: «Dios asume la carne precisamente para destruir la muerte escondida en ella. Como los antídotos de un veneno, una vez ingeridos, anulan sus efectos, y como las tinieblas de una casa se disipan a la luz del sol, así la muerte que dominaba sobre la naturaleza humana fue destruida por la presencia de Dios. Y como el hielo permanece sólido en el agua mientras dura la noche y reinan las tinieblas, pero al calor del sol inmediatamente se deshace, así la muerte que había reinado hasta la venida de Cristo, en cuanto apareció la gracia de Dios Salvador y surgió el sol de justicia, “fue absorbida en la victoria” (1 Co 15, 54), al no poder coexistir con la Vida» (Homilía sobre el nacimiento de Cristo, 2: PG 31, 1461). El mismo san Basilio, en otro texto, dirigía esta invitación: «Celebremos la salvación del mundo, el nacimiento del género humano. Hoy quedó perdonada la culpa de Adán. Ya no debemos decir: “Eres polvo y al polvo volverás” (Gn 3, 19), sino: “unido a aquel que ha venido del cielo, serás admitido en el cielo”» (Homilía sobre el nacimiento deCristo, 6: PG 31, 1473).

Sagrada Familia – Angelo Bronzino

En la Navidad encontramos la ternura y el amor de Dios que se inclina hasta nuestros límites, hasta nuestras debilidades, hasta nuestros pecados, y se abaja hasta nosotros. San Pablo afirma que Jesucristo «siendo de condición divina, (…) se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres» (Flp 2, 6-7). Contemplemos la cueva de Belén: Dios se abaja hasta ser recostado en un pesebre, que ya es preludio del abajamiento en la hora de su pasión. El culmen de la historia de amor entre Dios y el hombre pasa a través del pesebre de Belén y el sepulcro de Jerusalén.

Queridos hermanos y hermanas, vivamos con alegría la Navidad que se acerca. Vivamos este acontecimiento maravilloso: el Hijo de Dios nace también «hoy»; Dios está verdaderamente cerca de cada uno de nosotros y quiere encontrarnos, quiere llevarnos a él. Él es la verdadera luz, que disipa y disuelve las tinieblas que envuelven nuestra vida y la humanidad. Vivamos el Nacimiento del Señor contemplando el camino del inmenso amor de Dios que nos la elevado hasta él a través del Misterio de Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección de su Hijo, pues, como afirma san Agustín, «en [Cristo] la divinidad del Unigénito se hizo partícipe de nuestra mortalidad, para que nosotros fuéramos partícipes de su inmortalidad» (Epistola 187, 6, 20: PL 33, 839-840). Sobre todo contemplemos y vivamos este Misterio en la celebración de la Eucaristía, centro de la Santa Navidad; en ella se hace presente de modo real Jesús, verdadero Pan bajado del cielo, verdadero Cordero sacrificado por nuestra salvación.

A todos vosotros y a vuestras familias deseo que celebréis una Navidad verdaderamente cristiana, de modo que incluso las felicitaciones que os intercambiéis en ese día sean expresión de la alegría de saber que Dios está cerca de nosotros y quiere recorrer con nosotros el camino de la vida. Gracias.

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01 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 28 de Diciembre de 2011

01 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 28 DE DICIEMBRE DE 2011

AUDIENCIA GENERAL DEL 28 DE DICIEMBRE DE 2011

Audiencia General del 28 de Diciembre de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

El encuentro de hoy tiene lugar en el clima navideño, lleno de íntima alegría por el nacimiento del Salvador. Acabamos de celebrar este misterio, cuyo eco se expande en la liturgia de todos estos días. Es un misterio de luz que los hombres de cada época pueden revivir en la fe y en la oración. Precisamente a través de la oración nos hacemos capaces de acercarnos a Dios con intimidad y profundidad. Por ello, teniendo presente el tema de la oración que estoy desarrollando durante las catequesis en este período, hoy quiero invitaros a reflexionar sobre cómo la oración forma parte de la vida de la Sagrada Familia de Nazaret. La casa de Nazaret, en efecto, es una escuela de oración, donde se aprende a escuchar, a meditar, a penetrar el significado profundo de la manifestación del Hijo de Dios, siguiendo el ejemplo de María, José y Jesús.

Sigue siendo memorable el discurso del siervo de Dios Pablo VI durante su visita a Nazaret. El Papa dijo que en la escuela de la Sagrada Familia nosotros comprendemos por qué debemos «tener una disciplina espiritual, si se quiere llegar a ser alumnos del Evangelio y discípulos de Cristo». Y agrega: «En primer lugar nos enseña el silencio. Oh! Si renaciese en nosotros la valorización del silencio, de esta estupenda e indispensable condición del espíritu; en nosotros, aturdidos por tantos ruidos, tantos estrépitos, tantas voces de nuestra ruidosa e hipersensibilizada vida moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento, la interioridad, la aptitud a prestar oídos a las secretas inspiraciones de Dios y a las palabras de los verdaderos maestros» (Discurso en Nazaret, 5 de enero de 1964).

De la Sagrada Familia, según los relatos evangélicos de la infancia de Jesús, podemos sacar algunas reflexiones sobre la oración, sobre la relación con Dios. Podemos partir del episodio de la presentación de Jesús en el templo. San Lucas narra que María y José, «cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor» (2, 22). Como toda familia judía observante de la ley, los padres de Jesús van al templo para consagrar a Dios a su primogénito y para ofrecer el sacrificio. Movidos por la fidelidad a las prescripciones, parten de Belén y van a Jerusalén con Jesús que tiene apenas cuarenta días; en lugar de un cordero de un año presentan la ofrenda de las familias sencillas, es decir, dos palomas. La peregrinación de la Sagrada Familia es la peregrinación de la fe, de la ofrenda de los dones, símbolo de la oración, y del encuentro con el Señor, que María y José ya ven en su hijo Jesús.

La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece a título especial, porque se formó en su seno, tomando de ella también la semejanza humana. Nadie se dedicó con tanta asiduidad a la contemplación de Jesús como María. La mirada de su corazón se concentra en él ya desde el momento de la Anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses sucesivos advierte poco a poco su presencia, hasta el día del nacimiento, cuando sus ojos pueden mirar con ternura maternal el rostro del hijo, mientras lo envuelve en pañales y lo acuesta en el pesebre. Los recuerdos de Jesús, grabados en su mente y en su corazón, marcaron cada instante de la existencia de María. Ella vive con los ojos en Cristo y conserva cada una de sus palabras. San Lucas dice: «Por su parte [María] conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19), y así describe la actitud de María ante el misterio de la Encarnación, actitud que se prolongará en toda su existencia: conservar en su corazón las cosas meditándolas. Lucas es el evangelista que nos permite conocer el corazón de María, su fe (cf. 1, 45), su esperanza y obediencia (cf. 1, 38), sobre todo su interioridad y oración (cf. 1, 46-56), su adhesión libre a Cristo (cf. 1, 55). Y todo esto procede del don del Espíritu Santo que desciende sobre ella (cf. 1, 35), como descenderá sobre los Apóstoles según la promesa de Cristo (cf. Hch 1, 8). Esta imagen de María que nos ofrece san Lucas presenta a la Virgen como modelo de todo creyente que conserva y confronta las palabras y las acciones de Jesús, una confrontación que es siempre un progresar en el conocimiento de Jesús. Siguiendo al beato Papa Juan Pablo II (cf. Carta ap. Rosarium Virginis Mariae) podemos decir que la oración del Rosario tiene su modelo precisamente en María, porque consiste en contemplar los misterios de Cristo en unión espiritual con la Madre del Señor. La capacidad de María de vivir de la mirada de Dios es, por decirlo así, contagiosa. San José fue el primero en experimentarlo. Su amor humilde y sincero a su prometida esposa y la decisión de unir su vida a la de María lo atrajo e introdujo también a él, que ya era un «hombre justo» (Mt 1, 19), en una intimidad singular con Dios. En efecto, con María y luego, sobre todo, con Jesús, él comienza un nuevo modo de relacionarse con Dios, de acogerlo en su propia vida, de entrar en su proyecto de salvación, cumpliendo su voluntad. Después de seguir con confianza la indicación del ángel —«no temas acoger a María, tu mujer» (Mt 1, 20)— él tomó consigo a María y compartió su vida con ella; verdaderamente se entregó totalmente a María y a Jesús, y esto lo llevó hacia la perfección de la respuesta a la vocación recibida. El Evangelio, como sabemos, no conservó palabra alguna de José: su presencia es silenciosa, pero fiel, constante, activa. Podemos imaginar que también él, como su esposa y en íntima sintonía con ella, vivió los años de la infancia y de la adolescencia de Jesús gustando, por decirlo así, su presencia en su familia. José cumplió plenamente su papel paterno, en todo sentido. Seguramente educó a Jesús en la oración, juntamente con María. Él, en particular, lo habrá llevado consigo a la sinagoga, a los ritos del sábado, como también a Jerusalén, para las grandes fiestas del pueblo de Israel. José, según la tradición judía, habrá dirigido la oración doméstica tanto en la cotidianidad —por la mañana, por la tarde, en las comidas—, como en las principales celebraciones religiosas. Así, en el ritmo de las jornadas transcurridas en Nazaret, entre la casa sencilla y el taller de José, Jesús aprendió a alternar oración y trabajo, y a ofrecer a Dios también la fatiga para ganar el pan necesario para la familia.

Sagrada Familia de Nazaret Hendrick de Clerk 1570 1629

Sagrada Familia de Nazaret – Hendrick de Clerk 1570 – 1629

Por último, otro episodio en el que la Sagrada Familia de Nazaret se halla recogida y unida en un momento de oración. Jesús, como hemos escuchado, a los doce años va con los suyos al templo de Jerusalén. Este episodio se sitúa en el contexto de la peregrinación, como lo pone de relieve san Lucas: «Sus padre solían ir cada año a Jerusalén por la fiesta de la Pascua. Cuando cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre» (2, 41-42). La peregrinación es una expresión religiosa que se nutre de oración y, al mismo tiempo, la alimenta. Aquí se trata de la peregrinación pascual, y el evangelista nos hace notar que la familia de Jesús la vive cada año, para participar en los ritos en la ciudad santa. La familia judía, como la cristiana, ora en la intimidad doméstica, pero reza también junto a la comunidad, reconociéndose parte del pueblo de Dios en camino, y la peregrinación expresa precisamente este estar en camino del pueblo de Dios. La Pascua es el centro y la cumbre de todo esto, y abarca la dimensión familiar y la del culto litúrgico y público.

En el episodio de Jesús a los doce años se registran también sus primeras palabras: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre? (2, 49). Después de tres días de búsqueda, sus padres lo encontraron en el templo sentado entre los doctores en el templo mientras los escuchaba y los interrogaba (cf. 2, 46). A su pregunta sobre por qué había hecho esto a su padre y a su madre, él responde que hizo sólo cuánto debe hacer como Hijo, es decir, estar junto al Padre. De este modo él indica quién es su verdadero Padre, cuál es su verdadera casa, que él no había hecho nada extraño, que no había desobedecido. Permaneció donde debe estar el Hijo, es decir, junto a su Padre, y destacó quién es su Padre. La palabra «Padre» domina el acento de esta respuesta y aparece todo el misterio cristológico. Esta palabra abre, por lo tanto, el misterio, es la llave para el misterio de Cristo, que es el Hijo, y abre también la llave para nuestro misterio de cristianos, que somos hijos en el Hijo. Al mismo tiempo, Jesús nos enseña cómo ser hijos, precisamente estando con el Padre en la oración. El misterio cristológico, el misterio de la existencia cristiana está íntimamente unido, fundado en la oración. Jesús enseñará un día a sus discípulos a rezar, diciéndoles: cuando oréis decid «Padre». Y, naturalmente, no lo digáis sólo de palabra, decidlo con vuestra vida, aprended cada vez más a decir «Padre» con vuestra vida; y así seréis verdaderos hijos en el Hijo, verdaderos cristianos.

Aquí, cuando Jesús está todavía plenamente insertado en la vida la Familia de Nazaret, es importante notar la resonancia que puede haber tenido en el corazón de María y de José escuchar de labios de Jesús la palabra «Padre», y revelar, poner de relieve quién es el Padre, y escuchar de sus labios esta palabra con la consciencia del Hijo Unigénito, que precisamente por esto quiso permanecer durante tres días en el templo, que es la «casa del Padre». Desde entonces, podemos imaginar, la vida en la Sagrada Familia se vio aún más colmada de un clima de oración, porque del corazón de Jesús todavía niño —y luego adolescente y joven— no cesará ya de difundirse y de reflejarse en el corazón de María y de José este sentido profundo de la relación con Dios Padre. Este episodio nos muestra la verdadera situación, el clima de estar con el Padre. De este modo, la Familia de Nazaret es el primer modelo de la Iglesia donde, en torno a la presencia de Jesús y gracias a su mediación, todos viven la relación filial con Dios Padre, que transforma también las relaciones interpersonales, humanas.

Queridos amigos, por estos diversos aspectos que, a la luz del Evangelio, he señalado brevemente, la Sagrada Familia es icono de la Iglesia doméstica, llamada a rezar unida. La familia es Iglesia doméstica y debe ser la primera escuela de oración. En la familia, los niños, desde la más temprana edad, pueden aprender a percibir el sentido de Dios, gracias a la enseñanza y el ejemplo de sus padres: vivir en un clima marcado por la presencia de Dios. Una educación auténticamente cristiana no puede prescindir de la experiencia de la oración. Si no se aprende a rezar en la familia, luego será difícil colmar ese vacío. Y, por lo tanto, quiero dirigiros la invitación a redescubrir la belleza de rezar juntos como familia en la escuela de la Sagrada Familia de Nazaret. Y así llegar a ser realmente un solo corazón y una sola alma, una verdadera familia. Gracias.

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02 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI:La luz de la Navidad

02 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: LA LUZ DE LA NAVIDAD

AUDIENCIA GENERAL DEL 21 DE DICIEMBRE DE 2005

LA LUZ DE LA NAVIDAD

Esta audiencia general se celebra en el clima de alegre y ferviente espera de las festividades navideñas, ya inminentes. Durante estos días repetimos en la oración “¡Ven, Señor Jesús!”, disponiendo nuestro corazón para gustar la alegría del nacimiento del Redentor. De modo especial en esta última semana de Adviento la liturgia acompaña y sostiene nuestro camino interior con repetidas invitaciones a acoger al Salvador, reconociéndolo en el humilde Niño que yace en un pesebre.

Este es el misterio de la Navidad, que tantos símbolos nos ayudan a comprender mejor. Entre esos símbolos se encuentra el de la luz, que es uno de los más ricos en significado espiritual. Sobre él quiero reflexionar brevemente.

La fiesta de la Navidad, en nuestro hemisferio, coincide con los días del año en que el sol termina su parábola descendente y comienza a alargar gradualmente  el  tiempo de luz diurna, según la recurrente sucesión de las estaciones. Esto nos ayuda a comprender mejor  el  tema de la luz, que vence a las tinieblas.

Este símbolo evoca una realidad que afecta a lo más íntimo del hombre:  me refiero a la luz del bien que vence al mal, del amor que supera al odio, de la vida que derrota a la muerte. En esta luz interior, en la luz divina, nos hace pensar la Navidad, que vuelve a proponernos el anuncio de la victoria definitiva del amor de Dios sobre el pecado y sobre la muerte.

Por este motivo, en la novena de la santa Navidad que estamos haciendo, son  numerosas y significativas las alusiones  a la luz. Nos lo recuerda también la antífona que se ha cantado al inicio  de  este encuentro. Al Salvador esperado por las naciones se le aclama como “Astro naciente”, la estrella que indica el camino y guía a los hombres, caminantes en medio de la oscuridad y los peligros del mundo, hacia la salvación prometida por Dios y realizada en Jesucristo.

Al prepararnos para celebrar con alegría el nacimiento del Salvador en nuestras familias y en nuestras comunidades eclesiales, mientras cierta cultura moderna y consumista tiende a suprimir los símbolos cristianos de la celebración de la Navidad, todos debemos esforzarnos por captar el valor de las tradiciones navideñas, que forman parte del patrimonio de nuestra fe y de nuestra cultura, para transmitirlas a las nuevas generaciones.

En particular, al ver las calles y las plazas de las ciudades adornadas con luces brillantes, recordemos que estas luces nos remiten a otra luz, invisible para los ojos, pero no para el corazón.
Mientras las admiramos, mientras encendemos las velas en las iglesias o la iluminación del belén y del árbol de Navidad en nuestras casas, nuestra alma debe abrirse a la verdadera luz espiritual traída a todos los hombres de buena voluntad. El Dios con nosotros, nacido en Belén de la Virgen María, es la Estrella de nuestra vida.

Natividad del Señor Murillo krouillong comunion en la mano sacrilegio“¡Oh Astro naciente, Resplandor de la luz eterna, Sol de justicia, ven ahora a iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte!” (Antífona del Magníficat). Haciendo nuestra esta invocación de la liturgia de hoy, pidamos al Señor que apresure su venida gloriosa entre nosotros, entre todos los que sufren, porque sólo él puede satisfacer las auténticas expectativas del corazón humano. Este Astro luminoso que no tiene ocaso nos comunique la fuerza para seguir siempre el camino de la verdad, de la justicia y del amor.

Vivamos intensamente, junto con María, la Virgen del silencio y de la escucha, estos últimos días que faltan para la Navidad. Ella, que fue totalmente envuelta por la luz del Espíritu Santo, nos ayude a comprender y a vivir en plenitud el misterio de la Navidad de Cristo.

Con estos sentimientos, a la vez que os exhorto a mantener vivo el asombro interior en la ferviente espera de la celebración ya próxima del nacimiento del Salvador, me complace expresar ya desde ahora mis más cordiales deseos de una santa y feliz Navidad a todos vosotros, aquí presentes, a vuestros familiares, a vuestras comunidades y a vuestros seres queridos.

¡Feliz Navidad a todos!

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44 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 23 de Diciembre de 2009

44 DE 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 23 DE DICIEMBRE DE 2009

AUDIENCIA GENERAL DEL 23 DE DICIEMBRE DE 2009

Queridos hermanos y hermanas:

Con la Novena de Navidad que estamos celebrando en estos días, la Iglesia nos invita a vivir de modo intenso y profundo la preparación al Nacimiento del Salvador, ya inminente. El deseo, que todos llevamos en el corazón, es que la próxima fiesta de la Navidad nos dé, en medio de la actividad frenética de nuestros días, una serena y profunda alegría para que nos haga tocar con la mano la bondad de nuestro Dios y nos infunda nuevo valor.

Para comprender mejor el significado de la Navidad del Señor quisiera hacer una breve referencia al origen histórico de esta solemnidad. De hecho, el Año litúrgico de la Iglesia no se desarrolló inicialmente partiendo del nacimiento de Cristo, sino de la fe en su resurrección. Por eso la fiesta más antigua de la cristiandad no es la Navidad, sino la Pascua; la resurrección de Cristo funda la fe cristiana, está en la base del anuncio del Evangelio y hace nacer a la Iglesia. Por lo tanto, ser cristianos significa vivir de modo pascual, implicándonos en el dinamismo originado por el Bautismo, que lleva a morir al pecado para vivir con Dios (cf. Rm6,4).

El primero que afirmó con claridad que Jesús nació el 25 de diciembre fue Hipólito de Roma, en su comentario al libro del profeta Daniel, escrito alrededor del año 204. Algún exegeta observa, además, que ese día se celebraba la fiesta de la Dedicación del Templo de Jerusalén, instituida por Judas Macabeo en el 164 antes de Cristo. La coincidencia de fechas significaría entonces que con Jesús, aparecido como luz de Dios en la noche, se realiza verdaderamente la consagración del templo, el Adviento de Dios a esta tierra.

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En la cristiandad la fiesta de Navidad asumió una forma definida en el siglo IV, cuando tomó el lugar de la fiesta romana del “Sol invictus“, el sol invencible; así se puso de relieve que el nacimiento de Cristo es la victoria de la verdadera luz sobre las tinieblas del mal y del pecado. Con todo, el particular e intenso clima espiritual que rodea la Navidad se desarrolló en la Edad Media, gracias a san Francisco de Asís, que estaba profundamente enamorado del hombre Jesús, del Dios-con-nosotros. Su primer biógrafo, Tomás de Celano, en la Vita seconda narra que san Francisco “por encima de las demás solemnidades, celebraba con inefable premura el Nacimiento del Niño Jesús, y llamaba fiesta de las fiestas al día en que Dios, hecho un niño pequeño, había sido amamantado por un seno humano” (Fonti Francescane, n. 199, p. 492). De esta particular devoción al misterio de la Encarnación se originó la famosa celebración de la Navidad en Greccio. Probablemente, para ella san Francisco se inspiró durante su peregrinación a Tierra Santa y en el pesebre de Santa María la Mayor en Roma. Lo que animaba al Poverello de Asís era el deseo de experimentar de forma concreta, viva y actual la humilde grandeza del acontecimiento del nacimiento del Niño Jesús y de comunicar su alegría a todos.

En la primera biografía, Tomás de Celano habla de la noche del belén de Greccio de una forma viva y conmovedora, dando una contribución decisiva a la difusión de la tradición navideña más hermosa, la del belén. La noche de Greccio devolvió a la cristiandad la intensidad y la belleza de la fiesta de la Navidad y educó al pueblo de Dios a captar su mensaje más auténtico, su calor particular, y a amar y adorar la humanidad de Cristo. Este particular enfoque de la Navidad ofreció a la fe cristiana una nueva dimensión. La Pascua había concentrado la atención sobre el poder de Dios que vence a la muerte, inaugura una nueva vida y enseña a esperar en el mundo futuro. Con san Francisco y su belén se ponían de relieve el amor inerme de Dios, su humildad y su benignidad, que en la Encarnación del Verbo se manifiesta a los hombres para enseñar un modo nuevo de vivir y de amar.

Celano narra que, en aquella noche de Navidad, le fue concedida a san Francisco la gracia de una visión maravillosa. Vio que en el pesebre yacía inmóvil un niño pequeño, que se despertó del sueño precisamente por la cercanía de san Francisco. Y añade: “Esta visión coincidía con los hechos, pues, por obra de su gracia que actuaba por medio de su santo siervo Francisco, el niño Jesús fue resucitado en el corazón de muchos que le habían olvidado, y quedó profundamente grabado en su memoria amorosa” (Vita prima,op. cit., n. 86, p. 307). Este cuadro describe con gran precisión todo lo que la fe viva y el amor de san Francisco a la humanidad de Cristo han transmitido a la fiesta cristiana de la Navidad: el descubrimiento de que Dios se revela en los tiernos miembros del Niño Jesús. Gracias a san Francisco, el pueblo cristiano ha podido percibir que en Navidad Dios ha llegado a ser verdaderamente el “Emmanuel”, el Dios-con-nosotros, del que no nos separa ninguna barrera ni lejanía. En ese Niño, Dios se ha hecho tan próximo a cada uno de nosotros, tan cercano, que podemos tratarle de tú y mantener con él una relación confiada de profundo afecto, como lo hacemos con un recién nacido.

En ese Niño se manifiesta el Dios-Amor: Dios viene sin armas, sin la fuerza, porque no pretende conquistar, por decir así, desde fuera, sino que quiere más bien ser acogido libremente por el hombre; Dios se hace Niño inerme para vencer la soberbia, la violencia, el afán de poseer del hombre. En Jesús, Dios asumió esta condición pobre y conmovedora para vencer con el amor y llevarnos a nuestra verdadera identidad. No debemos olvidar que el título más grande de Jesucristo es precisamente el de “Hijo”, Hijo de Dios; la dignidad divina se indica con un término que prolonga la referencia a la humilde condición del pesebre de Belén, aunque corresponda de manera única a su divinidad, que es la divinidad del “Hijo”.

Su condición de Niño nos indica además cómo podemos encontrar a Dios y gozar de su presencia. A la luz de la Navidad podemos comprender las palabras de Jesús: “Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mt 18, 3). Quien no ha entendido el misterio de la Navidad, no ha entendido el elemento decisivo de la existencia cristiana. Quien no acoge a Jesús con corazón de niño, no puede entrar en el reino de los cielos; esto es lo que san Francisco quiso recordar a la cristiandad de su tiempo y de todos los tiempos, hasta hoy. Oremos al Padre para que conceda a nuestro corazón la sencillez que reconoce en el Niño al Señor, precisamente como hizo san Francisco en Greccio. Así pues, también a nosotros nos podría suceder lo que Tomás de Celano, refiriéndose a la experiencia de los pastores en la Noche Santa (cf. Lc 2, 20), narra a propósito de quienes estuvieron presentes en el acontecimiento de Greccio: “Cada uno volvió a su casa lleno de inefable alegría” (Vita prima, op. cit., n. 86, p. 479).

Este es el deseo que os expreso con afecto a todos vosotros, a vuestras familias y a vuestros seres queridos. ¡Feliz Navidad a todos!

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Novena de Aguinaldos (Novena de Navidad)

NOVENA DE AGUINALDOS (NOVENA DE NAVIDAD)

Fuente: EL PERÚ NECESITA DE FÁTIMA

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Al aproximarse el Adviento, los católicos acostumbramos decorar las casas con diversos adornos navideños, como la estrella de Belén, el árbol de Navidad, y por supuesto, el nacimiento, ideado en la Edad Media por San Francisco de Asís.

Para enriquecer la celebración, es sin duda importante preparar de antemano el espíritu de todos los miembros de la familia, grandes y pequeños, para la idea de que el Niño Dios, el “esperado de las Naciones”, habrá de venir esa Nochebuena a redimir la humanidad del pecado y abrirle las puertas del Cielo. Y que por lo tanto, el día de Navidad estaremos conmemorando el acontecimiento culminante de la historia humana, cuando el Verbo de Dios “se hizo carne y habitó entre nosotros”.

Esa preparación en familia, que incluye crear en el hogar una atmósfera de gozosa expectativa, es sumamente favorecida por la tradicional Novena de Aguinaldos, escrita a comienzos del siglo XVIII por Fray Fernando de Jesús Larrea y adaptada por la M. María Ignacia Samper. Consiste en evocar, a lo largo de nueve días, los acontecimientos previos al Nacimiento de Jesucristo y su significado, siguiendo el itinerario de la Sagrada Familia desde Nazaret hasta Belén.

Se debe comenzar a rezarla el día 16 de diciembre y terminar el 24 de diciembre, momentos antes de Nochebuena. Es recomendable rezarla en familia, con vecinos o amigos, delante del nacimiento. Después de hacer la señal de la cruz, se rezan primero las oraciones para todos los días; luego uno de los presentes lee la “Meditación” y la “Jornada” para el día respectivo; se continúa con las inspiradas “Aspiraciones” para la venida del Niño Jesús, rezadas en coro por todos los presentes; y se termina con la oración final. Después se suelen cantar villancicos.

La Novena de Aguinaldos es una práctica muy piadosa, propia a prepararnos dignamente para la fiesta más grandiosa de la Cristiandad, lejos del mercantilismo y las frivolidades de nuestros tiempos.

Forma de rezarla:

1.- Oración para todos los días

Benignísimo Dios de infinita caridad, que tanto amasteis a los hombres, que les disteis en vuestro Hijo la mejor prenda de vuestro amor, para que hecho hombre en las entrañas de una Virgen, naciese en un pesebre para nuestra salud y remedio; yo, en nombre de todos los mortales, os doy infinitas gracias por tan soberano beneficio.

En retorno de él os ofrezco la pobreza, humildad y demás virtudes de vuestro Hijo humanado, suplicándole por sus divinos méritos, por las incomodidades con que nació y por las tiernas lágrimas que derramó en el pesebre, que dispongáis nuestros corazones con humildad profunda, con amor encendido, con tal desprecio de todo lo terreno, que Jesús recién nacido tenga en ellos su cuna y more eternamente. Amén.

Gloria al Padre… (3 veces)

Soberana María, que por vuestras grandes virtudes y especialmente por vuestra humildad, merecisteis que todo un Dios os escogiese por madre suya, os suplico que Vos misma preparéis mi alma, y las de todos los que en este tiempo hicieren esta novena, para el nacimiento espiritual de vuestro adorado Hijo.

¡Oh dulcísima madre! Comunicadme algo del profundo recogimiento y divina ternura con que le aguardasteis Vos, para que nos hagáis menos indignos de verle, amarle y adorarle por toda la eternidad. Amén.

Dios te Salve María… (9 veces)

Oh, Santísimo José, esposo de María y padre putativo de Jesús. Infinitas gracias doy a Dios porque os escogió para tan altos ministerios y os adornó con todos los dones proporcionados a tan excelente grandeza.

Os ruego que por el amor que tuvisteis al Divino Niño, me abraséis en fervorosos deseos de verle y recibirle sacramentalmente, mientras en su divina Esencia le vea y le goce en el cielo. Amén.

2.- Consideraciones y jornadas para cada día

Primer día

En el principio de los tiempos el Verbo reposaba en el seno de su Padre en lo más alto de los cielos; allí era la causa, a la par que el modelo de toda la creación. En esas profundidades de una incalculable eternidad permanecía el Niño de Belén antes de que se dignara bajar a la tierra y tomara visiblemente posesión de la gruta de Belén. Allí es donde debemos buscar sus principios que jamás han comenzado; de allí debemos datar la genealogía de lo eterno, que no tiene antepasados, y contemplar la vida de complacencia infinita que allí llevaba.

La vida del Verbo Eterno en el seno de su Padre era una vida maravillosa; y sin embargo, ¡misterio sublime!, Él busca otra morada, una mansión creada. No era porque en su mansión eterna faltase algo a su infinita felicidad, sino porque su misericordia infinita anhelaba la redención y la salvación del género humano, que sin Él no podría verificarse. El pecado de Adán había ofendido a un Dios; y esa ofensa infinita no podría ser condonada sino por los méritos del mismo Dios. La raza de Adán había desobedecido y merecido un castigo eterno; era pues necesario, para salvarla y satisfacer su culpa, que Dios, sin dejar el cielo, tomase la forma del hombre sobre la tierra y con la obediencia a los designios de su Padre, expiase aquella desobediencia, ingratitud y rebeldía. Era necesario en las miras de su amor que tomase la forma, las debilidades e ignorancias sistemáticas del hombre; que creciese para darle crecimiento espiritual; que sufriese, para enseñarle a morir a sus pasiones y a su orgullo; y por eso el Verbo Eterno, ardiendo en deseos de salvar al hombre, resolvió hacerse hombre también y así redimir al culpable.

* * *

Ésta es la primera jornada, y es en el Monte Tabor, donde obró el Divino Niño el misterio de la Transfiguración en su crecida edad, manifestando su gloria a los tres discípulos, donde contemplarás la humildad y pobreza con que emprendió su viaje nuestra purísima Reina, y no llevando otra cosa que un poco de pan y fruta para tan dilatadas jornadas, caminando por aquellos montones de nieve, en un pobre y humilde jumento. Y al Santísimo Esposo hecho paje de estribo de la Reina Madre llevando en sus hombros el fardito de ropa, y ajuar del Divino Niño, guiando el jumento por las veredas más suaves. Contempla también cómo, llegando a aquel alto monte, le formó el Santo José entre las ramas un pabellón con su humilde capa, para resistir los aires fríos del riguroso invierno. Mira, también, al Divino Niño, en aquel virginal tálamo, donde teniendo muy presente el misterio de la Transfiguración, miraba los pocos que le habían de seguir por las sendas del camino de la cruz, para llegar a la posada eterna de la gloria. Los muchos que habían de perderse en la peregrinación y viaje a la eternidad, por el camino ancho de la perdición; y mira qué camino llevas para llegar al alto monte de la gloria; y pídeles a nuestros peregrinos sagrados que te admitan en su compañía, para llegar con seguridad al Belén de la gloria.

Segundo día

El Verbo Eterno se halla a punto de tomar su naturaleza creada en la santa casa de Nazareth, en donde moraban María y José. Cuando la sombra del secreto divino vino a deslizarse sobre ella, María estaba sola engolfada en la oración. Pasaba las silenciosas horas de la noche en la unión más estrecha con Dios; y mientras oraba, el Verbo tomó posesión de su morada creada. Sin embargo, no llegó inopinadamente: antes de presentarse envió un mensajero, que fue el Arcángel San Gabriel, para pedir a María de parte de Dios su consentimiento para la Encarnación. El creador no quiso efectuar ese gran misterio sin la aquiescencia de su criatura.

Aquel momento fue muy solemne: era potestativo en María el rehusar… Con qué adorables delicias, con qué inefable complacencia aguardaría la Santísima Trinidad a que María abriese los labios y pronunciase el “fiat” que debió ser suave melodía para sus oídos, y con el cual se conformaba su profunda humildad a la omnipotente voluntad divina.

La Virgen inmaculada ha dado su asentimiento. El arcángel ha desaparecido. Dios se ha revestido de una naturaleza creada; la voluntad eterna está cumplida y la creación completa. En las regiones del mundo angélico estallaba un júbilo inmenso, pero la Virgen María ni le oía ni le hubiera prestado atención a él. Tenía inclinada la cabeza y su alma estaba sumida en un silencio que se asemejaba al de Dios. El Verbo se había hecho carne y aunque todavía invisible para el mundo, habitaba ya entre los hombres que su inmenso amor había venido a rescatar. No era ya sólo el Verbo Eterno; era el Niño Jesús, revestido de la apariencia humana, y justificando ya el elogio que de Él han hecho todas las generaciones en llamarle el más hermoso de los hijos de los hombres.

* * *

Ésta es la segunda jornada, y es la ciudad de Naín, donde resucitó el Niño Dios al hijo de la viuda, en su crecida edad. Contempla en esta jornada los trabajos de Nuestra Reina y Señora experimentando las lluvias del cielo, los aires fríos, las penalidades del camino; a su santo esposo caminando a pie, y apartando el jumento de las veredas ásperas, limpiando los caminos pedregosos, cansado, hasta llegar a la ciudad. Donde puedes considerar en este Patriarca Santo, la vergüenza que pasaría en las puertas de los mesones, buscando posada para su fatigada esposa; las palabras ásperas y desabridas con que le despedían los mesoneros como gente interesada; el desconsuelo con que se quedaría en el rincón del portal, aumentando la pena de ambos esposos el ver a Dios a las puertas de un mesón, sin dar entrada a la misma luz: y mira tú cuántas veces has hecho la mismo, despidiendo a Dios de tu corazón con el pecado, por tener tu alma hecha un mesón público de los demonios. Abre en este día las puertas de tu corazón, y oye qué te dice el vientre de su madre: mira, alma mía, en cuya busca vengo para llevarte a mi gloria, que estoy llamando a las puertas de tu corazón, ábreme que no tengo dónde reclinar la cabeza.

Tercer día

Así había comenzado su vida encarnada el Niño Jesús. Consideremos el alma gloriosa y el santo cuerpo que había tomado, adorándolos profundamente. Admirando en primer lugar el alma de ese divino Niño, consideremos en ella la plenitud de su gracia santificadora; la de su ciencia beatífica, por la cual desde el primer momento de su vida vio la divina esencia más claramente que todos los ángeles y leyó lo pasado y lo porvenir con todos sus arcanos conocimientos. No supo nunca por adquisición voluntaria nada que no supiese por infusión desde el primer momento de su ser; pero él adoptó todas las enfermedades de nuestra naturaleza a que dignamente podía someterse, aún cuando no fuesen necesarias para grande obra que debía cumplir. Pidámosle que sus divinas facultades suplan la debilidad de las nuestras y les den nueva energía; que su memoria nos enseñe a recordar sus beneficios, su entendimiento a pensar en Él, su voluntad a no hacer sino lo que Él quiere y en servicio suyo.

Del alma del Niño Jesús pasemos ahora a su cuerpo. Que era un mundo de maravillas, una obra maestra de la mano de Dios. No era, como el nuestro, una traba para el alma: era, por el contrario, un nuevo elemento de santidad. Quiso que fuese pequeño y débil como el de todos los niños, y sujeto a todas las incomodidades de la infancia, para asemejarse más a nosotros y participar de nuestras humillaciones. El Espíritu Santo formó ese cuerpecillo divino con tal delicadeza y tal capacidad de sentir, que pudiese sufrir hasta el exceso para cumplir la grande obra de nuestra redención. La belleza de ese cuerpo del divino Niño fue superior a cuanto se ha imaginado jamás; la divina sangre que por sus venas empezó a circular desde el momento de la encarnación es la que lava todas las manchas del mundo culpable. Pidámosle que lave las nuestras en el sacramento de la penitencia, para que el día de su Navidad nos encuentre purificados, perdonados y dispuestos a recibirle con amor y provecho espiritual.

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La tercera jornada de nuestra purísima Reina, desde la ciudad de Naín hasta los campos de Samaria, donde le salieron al Niño Dios en su crecida edad, aquellos diez leprosos. Considera cómo siendo mucha la gente que cruzaba aquel camino, para cumplir con el edicto del César, al ver a nuestros sagrados peregrinos en tan suma pobreza, unos los atropellaban, otros los apartaban como a gente humilde y despreciable; y de esta suerte, míralos llegar a los campos de Samaria, y sin tener dónde alojarse, y qué sentiría el Santo Patriarca alojándose en aquel despoblado campo, todo sembrado de nieve, sin poder aliviar la pena que padecería con los aires fríos la más tierna y delicada niña, y qué padecería el Divino Niño en sus entrañas, cuando vio así tratada a su Santísima Madre; y mira cuántas veces atropellas al Niño Dios traspasando su Santa Ley, apartándole de tu corazón y de tu alma, por hacer tu gusto y voluntad; y procura en esta posada salir al encuentro del Divino Niño, para que te sane como a los leprosos manifestándole tus llagas, pues no viene a otra cosa que a curar la lepra de todo el linaje humano.

Cuarto día

Desde el seno de su madre comenzó el Niño Jesús a poner en práctica su entera sumisión a Dios, que continuó sin la menor interrupción durante toda su vida. Adoraba a su Eterno Padre, le amaba, se sometía a su voluntad; aceptaba con resignación el estado en que se hallaba conociendo toda su debilidad, toda su humillación, todas sus incomodidades. ¿Quién de nosotros quisiera retroceder a un estado semejante con el pleno goce de la razón y de la reflexión? ¿Quién pudiera sostener a sabiendas un martirio tan prolongado, tan penoso de todas maneras? Por ahí entró el divino Niño en su dolorosa y humilde carrera; así empezó a anonadarse delante de su Padre, a enseñarnos lo que Dios merece por parte de su criatura, a expiar nuestro orgullo, origen de todos nuestros pecados, y a hacernos sentir toda la criminalidad y desórdenes del orgullo.

Deseamos hacer una verdadera oración; empecemos por formarnos de ella una exacta idea contemplando al Niño en el seno de su madre. El divino Niño ora y ora del modo más excelente. No habla, no medita ni se deshace en tiernos afectos. Su mismo estado, aceptado con la intención de honrar a Dios, es su oración y ese estado expresa altamente todo lo que Dios merece y de qué modo quiere ser adorado de nosotros.

Unámonos a las oraciones del Niño Dios en el seno de María; unámonos a su profundo abatimiento y sea éste el primer efecto de nuestro sacrificio a Dios. Démonos a Dios, no para ser algo como lo pretende continuamente nuestra vanidad, sino para ser nada, para quedar enteramente consumidos y anonadados, para renunciar a la estimación de nosotros mismos, a todo cuidado de nuestra grandeza aunque sea espiritual, a todo movimiento de vanagloria. Desaparezcamos a nuestros propios ojos y que Dios sólo sea todo para nosotros.

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Ésta es la cuarta jornada, y el pozo de Siquem, donde se contemplan los nuevos trabajos de nuestra Reina y Señora caminando unos ratos a pie y otros en el jumentillo, y el Santo José tirando de la bestezuela, los pies descalzos y ampollados; donde habiendo llegado puedes considerar este día cómo teniendo a la vista aquella fuente de agua nuestra soberana Reina, viendo que se acercaba su dichoso parto, la devoción con que desenvolviendo el fardito del ajuar del Divino Niño, hincada de rodillas, lava la camisita y los pañitos en que había de envolver aquel rico tesoro de los cielos. Mira y contempla aquel fuego de amor en que se abrasaba su corazón, con los deseos de ver entre sus brazos a aquel Verbo hecho carne, para nuestro remedio.

Quinto día

Ya hemos visto la vida que llevaba el Niño Jesús en el seno de su purísima Madre; veamos hoy la vida que llevaba también María durante el mismo espacio de tiempo. Necesidad hay de que nos detengamos en ella si queremos comprender, en cuanto es posible a nuestra limitada capacidad, los sublimes misterios de la encarnación y el modo como hemos de corresponder a ellos.

María no cesaba de aspirar por el momento en que gozaría de esa visión beatífica terrestre: la faz de Dios encarnado. Estaba a punto de ver aquella faz humana que debía iluminar el cielo durante toda la eternidad. Iba a leer el amor filial en aquellos mismos ojos cuyos rayos deberían esparcir para siempre la felicidad en millones de elegidos. Iba a ver aquel rostro todos los días, a todas horas, cada instante, durante muchos años. Iba a verle en la ignorancia aparente de la infancia, en los encantos particulares de la juventud y en la serenidad reflexiva de la edad madura… Haría todo lo que de aquella faz divina quisiera; podría estrecharla contra la suya con toda la libertad del amor materno; cubrir de besos los labios que deberían pronunciar la sentencia a todos los hombres; contemplarla a su gusto durante su sueño o despierto, hasta que la hubiese aprendido de memoria… ¡Cuán ardientemente deseaba ese día!

Tal era la vida de expectativa de María… era inaudita en sí misma, mas no por eso dejaba de ser el tipo magnífico de toda vida cristiana. No nos contentemos con admirar a Jesús residiendo en María, sino pensemos que en nosotros también reside por esencia, potencia y presencia.

Sí, Jesús nace continuamente en nosotros y de nosotros, por las buenas obras que nos hace capaces de cumplir, y por nuestra cooperación a la gracia; por la manera que el alma del que se halla en gracia es un seno perpetuo de María, un Belén interior sin fin. Después de la comunión Jesús habita en nosotros, durante algunos instantes, real y sustancialmente como Dios y como hombre, porque el mismo Niño que estaba en María está también en el Santísimo Sacramento. ¿Qué es todo esto sino una participación de la vida de María durante esos maravillosos meses, y una expectativa llena de delicias como la suya?

* * *

Camina, alma mía, en compañía de nuestros sagrados peregrinos sin perderlos de vista, y contempla en esta quinta jornada qué hizo nuestra purísima Reina desde el pozo de Siquem hasta el llamado Necmas; contempla lo que dice la venerable Madre María de Jesús de Ágreda; que muchas veces se hospedaba la Santísima Virgen entre los corrales de la ovejas, porque no le daban otro mejor lugar los hombres; pues considera este día en que, no hallando en este corto lugar posada, se retira a la montaña; entrando por las puertas de la cabaña, se elevan alegres los corderillos y las ovejas, y con sus balidos le ofrecen aquel humilde lugar, retirándose, como dice la venerable Madre, a un rincón, reconociendo a su Señor y Creador. Considera, pues, la humildad de la Santísima Virgen y Reina de los ángeles, mírala apearse del jumentillo, acogerse entre los espinos; y contempla cuáles serían los pensamientos de aquel divino Pastor en las entrañas de su Madre, que vino a buscar la perdida oveja, qué lágrimas derramaría por las veces que se le había de tener entre las espinas de los pecados.

Sexto día

Jesús había sido concebido en Nazaret, domicilio de San José y de María, y allí era de creerse que había de nacer, según todas las probabilidades. Mas Dios lo tenía dispuesto de otra manera y los profetas habían anunciado que el Mesías nacería en Belén de Judá, ciudad de David. Para que se cumpliese esa predicción, Dios se sirvió de un medio que no parecía tener ninguna relación con este objeto, a saber: la orden dada por el emperador Augusto de que todos los súbditos del Imperio Romano se empadronasen en el lugar de donde eran originarios. María y José, como descendientes que eran de David, no estaban dispensados de ir a Belén, y ni la situación de la Virgen Santísima, ni la necesidad en que estaba José del trabajo diario que les aseguraba la subsistencia, pudo eximirles de este largo y penoso viaje, en la estación más rigurosa e incómoda del año.

No ignoraba Jesús en qué lugar debería nacer e inspiraba a sus padres que se entreguen a la Providencia, y que de esta manera concurrían inconscientemente a la ejecución de sus designios. Almas interiores, observad este manejo del divino Niño, porque es el más importante de la vida espiritual: aprended que quien se haya entregado a Dios ya no ha de pertenecerse a sí mismo, ni ha de querer en cada instante sino lo que Dios quiera para él; siguiéndole ciegamente aun en las cosas exteriores, tales como el cambio de lugar donde quiera que le plazca conducirle. Ocasión tendréis de observar esta dependencia y esta fidelidad inviolable en toda la vida de Jesucristo, y éste es el punto sobre el cual se han esmerado en imitarle los santos y las almas verdaderamente interiores, renunciando absolutamente a su propia voluntad.

* * *

Contempla la sexta jornada que hicieron estos príncipes soberanos hasta llegar al lugar donde perdieron al Divino Niño Jesús, a los doce años de su edad; donde podrás considerar los trabajos que padecería esta tierna y delicada niña en aquella doblada tierra, ya subiendo los montes altos, cubiertos de nieve, ya pasando la serranía, hasta llegar a aquel despoblado sitio, donde viéndole el Santo Patriarca atormentada por las inclemencias del tiempo, le rogó tomase algún descanso y refresco para proseguir su jornada, y mientras el santo esposo buscaba alguna sombra para Aquella que a todos hace sombra con su intercesión, contempla el dolor que padecería el Niño Dios en sus entrañas, teniendo muy presente la que había de padecer su santísima Madre, perdiéndolo en aquel sitio, y el poco sentimiento que habían de tener los hombres perdiendo a Dios, su amistad, gracia y amor.

Séptimo día

Figurémonos el viaje de María y José hacia Belén, llevando consigo, aún no nacido, al Creador del universo hecho hombre. Contemplemos la Humanidad y la obediencia de este divino Niño que, aunque de raza judía y habiendo amado a su pueblo con una predilección inexplicable, obedece así a un príncipe extranjero que forma el censo de población de su provincia, como si hubiese para Él en esa circunstancia algo que le halagase, y quisiese apresurarse a aprovechar la ocasión de hacerse empadronar oficial y auténticamente como súbdito en el momento que venía al mundo. ¿No es extraño que la humillación, que causa tan invencible repugnancia a la criatura, parezca ser la cosa creada que tenga más atractivos para el Creador? ¿No nos enseñará la humildad de Jesús a amar esa hermosa virtud?

¡Ah…! que llegue el momento en que aparezca el deseado de las naciones, porque todo clama por este feliz acontecimiento. El mundo, sumido en la oscuridad y el malestar, buscando y no encontrando el alivio de sus males, suspira por su Libertador. El anhelo de José, la expectativa de María, son cosas que no se puede expresar en el lenguaje humano. El Padre Eterno se halla, si nos es lícito emplear esta expresión, adorablemente impaciente por dar a su Hijo único al mundo, y verle ocupar su puesto entre las criaturas visibles. El Espíritu Santo arde en deseos de presentar a la luz del día esta santa humanidad tan bella que Él mismo ha formado con tan especial y divino esmero. En cuanto al divino Niño, objeto de tantos anhelos, recordemos que hacia nosotros avanza lo mismo que hacia Belén. Apresuremos con nuestro deseo el momento de su llegada; purifiquemos nuestras almas para que sean su mítica morada, y nuestros corazones para que sean su mansión terrenal; que nuestros actos de mortificación y desprendimiento “preparen los caminos del Señor y hagan rectos sus senderos”.

* * *

Ésta es la sétima jornada y es la ciudad santa de Jerusalén, donde se contempla la inmensidad de penas que padecería nuestra Reina y Señora, cuando pasando por aquellas calles contemplaba, como quien sabía lo mucho que en aquella ingrata ciudad había de padecer su Divino Jesús, las penosas jornadas que había de hacer de Tribunal en Tribunal, y en las posadas tan malas que había de hallar, y en aquellos Pretorios y Tribunales, consideración que le sacaba las lágrimas a los ojos. Contempla el tormento que el Niño Dios padecería en sus entrañas; allí, diría, me darán la bofetada, y en aquella casa abrirán un calabozo para ponerme aprisionado; en aquel palacio se abrirán las puertas para atormentarme con más de cinco mil azotes; y en aquel Tribunal me tratarán como a loco simple. Con esta consideración llegaría al Monte Calvario.

Octavo día

Llegan a Belén José y María, buscando hospedaje en los mesones; pero no lo encuentran, ya por hallarse todo ocupado, ya porque se les desechase a causa de su pobreza. Empero nada puede turbar la paz interior de los que están fijos en Dios. Si José experimentaba tristeza, cuando eran rechazados de casa en casa, porque pensaba en María y en el Niño, sonreíase también con tanta tranquilidad cuando fijaba sus miradas en su casta esposa. El Niño aún no nacido regocijábase de aquellas negativas, que eran el preludio de sus humillaciones venideras. Cada voz áspera, el ruido de cada puerta que se cerraba ante ellos era lo que había venido a buscar. El deseo de esas humillaciones era lo que había contribuido a hacerle tomar la forma humana.

¡Oh divino Niño de Belén! Esos días que tantos han pasado en fiestas y diversiones o descansando muellemente en cómodas y ricas mansiones, han sido para vuestros padres un día de fatiga y vejaciones de toda clase. ¡Ay!, el espíritu de Belén es el de un mundo que ha olvidado a Dios… ¡Cuántas veces no ha sido también el nuestro! ¿No cerramos continuamente con ruda ignorancia la puerta a los llamamientos de Dios, que nos solicita a convertirnos, o a santificarnos o a conformarnos con su voluntad? ¿No hacemos mal uso de nuestra penas, desconociendo su carácter celestial, aunque cada uno, a su modo lo lleva grabado en sí? Dios viene a nosotros muchas veces en la vida, pero no conocemos su faz, no le conocemos sino cuando nos vuelve la espalda y se aleja, después de nuestra negativa.

Pónese el sol del 24 de diciembre detrás de los tejados de Belén y sus últimos rayos doran las cimas de las rocas escarpadas que lo rodean. Hombres groseros codean rudamente al Señor en las calles de aquella aldea oriental, y cierran sus puertas al ver a su madre. La bóveda de los cielos aparece purpurina por encima de aquellas colinas frecuentadas por los pastores. Las estrellas van apareciendo unas tras otras. Algunas horas más, y aparecerá el Verbo Eterno.

* * *

Contempla la octava jornada desde Jerusalén hasta llegar a Belén, donde habiendo llegado nuestros peregrinos sagrados a las cuatro de la tarde, cuando pensaba el Santo Patriarca hallar segura posada para la Madre de Dios, entre sus deudos, parientes y conocidos, poniendo fin y término a sus trabajos; entonces se le multiplicaron las penas, porque habiendo cumplido con el edicto del César, llegaron a las puertas de los parientes a buscar posada y todos les dieron con ella en la cara. Considera el sentimiento grande que padecería su atribulado corazón en aquellas calles buscando en las puertas de los mesones un portal o pajar para la Emperatriz de los cielos. La mortificación que padecería con las palabras ásperas y desabridas con que los despedían, tratando al santo esposo de ocioso y vagabundo, al verla con tanta humildad y pobreza: ¡Qué lágrimas no derramarían sus ojos! Y más cuando habiendo entrado la noche y desgajándose la niebla, corriendo los aires fríos y no teniendo dónde volver los ojos, miraba a su santísima esposa desamparada y llorosa con el desprecio de los hombres. Considera también, qué sentiría el Divino Niño al ver a su Madre, traspasada con tan sangriento cuchillo de dolor, ¡qué lágrimas derramaría en sus entrañas, al ver sus amorosos llamamientos despreciados! La sordera voluntaria de los hombres, el recibimiento que le hizo el mundo. Y después de haber trasegado todos los mesones y casas de los poderosos sin hallar un portal para su descanso; míralos salir a las nueve de la noche, tristes, llorosos, afligidos y desamparados, a buscar entre los irracionales la piedad que los hombres les negaron.

¿Qué haces, alma mía, que no se abren las puertas de tu corazón de dolor, para dar posada a la Santísima Virgen María y el Niño Dios? Procura salirles al encuentro y llevar al Divino Niño a tu alma, recibiéndole sacramentado este día, para que al fin de tu jornada te abra las puertas de su gloria.

Noveno día

La noche ha cerrado del todo en las campiñas de Belén. Desechados por los hombres y viéndose sin abrigo María y José han salido de la inhospitalaria población, y se han refugiado en una gruta que se encontraba al pie de la colina. Seguía a la Reina de los ángeles el jumento que le había servido de humilde cabalgadura durante el viaje, y en aquella cueva hallaron un manso buey, dejado allí probablemente por alguno de los caminantes que habían ido a buscar hospedaje en la ciudad. El Divino Niño, desconocido por sus criaturas racionales, va a tener que acudir a las irracionales para que calienten con su tibio aliento la atmósfera helada de esa noche de invierno, y le manifiesten con esto y con su humilde actitud el respeto y adoración que le había negado Belén. La rojiza linterna que José tiene en la mano ilumina tenuemente ese pobrísimo recinto, ese pesebre lleno de paja, que es figura profética de las maravillas del altar y de la íntima y prodigiosa unión eucarística que Jesús ha de contraer con los hombres. María está en oración en medio de la gruta, y así van pasando silenciosamente las horas de esa noche llena de misterio.

Pero ha llegado la medianoche, y de repente vemos dentro de ese pesebre, poco antes vacío, al Niño esperado, vaticinado, deseado durante cuatro mil años con tan inefable anhelo. A sus pies se postra su Santísima Madre, en los transportes de una adoración de la cual nada puede dar idea. José también se acerca y le rinde el homenaje con que inaugura su misterioso e imponderable oficio de padre putativo del Redentor de los hombres. La multitud de ángeles que desciende del cielo a contemplar esa maravilla sin par, dejan estallar su alegría y hacen vibrar en los aires las armonías de ese Gloria in excelsis, que es el eco de la adoración que se produce en torno del Altísimo hecha perceptible por un instante a los oídos de la pobre tierra. Convocados por ellos, vienen en tropel los pastores de la comarca a adorar al recién nacido y presentarle sus humildes ofrendas. Ya brilla en Oriente la misteriosa estrella de Jacob, y ya se pone en marcha hacia Belén la caravana espléndida de los Reyes Magos, que dentro de pocos días vendrán a depositar a los pies del divino Niño el oro, el incienso y la mirra, que son símbolos de la caridad, de la adoración y de la mortificación.

¡Oh adorado Niño! Nosotros también, los que hemos hecho esta novena, para prepararnos el día de vuestra Navidad, queremos ofreceros nuestra pobre adoración: ¡no la rechacéis! Venid a nuestras almas, venid a nuestros corazones llenos de amor. Encended en ellos la devoción a vuestra santa infancia; no intermitente y sólo circunscrita al tiempo de vuestra Navidad, sino siempre y en todos los tiempos; devoción que fielmente practicada y celosamente propagada, nos conduzca a la vida eterna, librándonos del pecado y sembrando en nosotros todas las virtudes cristianas.

* * *

Hemos llegado, alma mía, a la última posada y palacio que le previno el Eterno Padre a su Unigénito Hijo para su nacimiento; y es una humilde cueva y pesebre de animales, donde puedes considerar cómo habiendo llegado los peregrinos sagrados dan gracias al Eterno Padre por aquel humilde y despreciado hospicio; después lo barren y lo asean, y a su imitación los ángeles que de guardia asistían a nuestra Reina y Señora; mira y contempla cómo el santo esposo desdoblaba el fardo, y de la humilde ropa forma el pesebre que sirvió de lecho al parto de la Reina Madre, una cama para su descanso y, habiendo hecho lumbre con los instrumentos que llevaba, se retira a un rincón del portal, y llegando la medianoche sintiendo nuestra gran Reina y Señora que llegaba la hora de su dichoso parto, hincada de rodillas, puestas las manos en el pecho, los ojos levantados al cielo, elevadas las potencias y sentidos y toda divinizada, dio al mundo al Unigénito del Eterno Padre y suyo, Cristo Jesús, Dios y hombre verdadero, a quien en brazos de San Miguel Arcángel adoró, y recibiéndolo con profunda humildad y reverencia en sus santísimos brazos, le adoraron los santos ángeles como en el altar sagrado, como a su verdadero Dios, Señor y Creador. Contempla el gozo del Señor San José cuando, despertando de aquel dulce sueño en el que estaba mirando tan soberano misterio, vio en brazos de la Aurora al divino Sol de Justicia desterrando las sombras de la noche, con su inaccesible luz, alegrando al mundo con su venida; y aquella humilde cueva hecha un abreviado cielo, y viéndole tiritar de frío y hacer pucheros a su Santísima Madre, quien le envuelve en aquellos humildes pañales, le abriga entre sus pechos y le regala con su dulce néctar, y le pone entre la paja y el heno, donde le adoran los animales como a su Hacedor y Señor.

Y con la noticia que tuvieron los pastores por un ángel, con júbilo y alegría vienen en busca de luz, entran en la cueva, y dando el parabién a la Santísima Madre, reciben al Niño en los brazos con singular regocijo y alegría de ver a Dios hecho niño en un establo, ceñidos los brazos, envuelto en mantillas, y al León de Judá hecho cordero humilde en una cueva.

3.- Aspiraciones para la venida del Niño Jesús

Dulce Jesús mío
mi niño adorado.
¡Ven a nuestras almas!
¡Ven no tardes tanto!

¡Oh, sapiencia suma
del Dios Soberano
Que a infantil alcance
te rebajas sacro!
¡Oh, Divino Niño
ven para enseñarnos
la prudencia que hace
verdaderos sabios!
¡Ven a nuestras almas!
¡Ven no tardes tanto!

¡Oh, Adonai potente
que, a Moisés hablando,
de Israel al pueblo
disteis los mandatos!
¡Ah!, ven prontamente
para rescatarnos,
y que un niño débil
muestre fuerte brazo.
¡Ven a nuestras almas!
¡Ven no tardes tanto!

¡Oh raíz sagrada
de Jessé, que en lo alto
presentas al orbe
tu fragante nardo!
Dulcísimo Niño
que has sido llamado
Lirio de los Valles
bella Flor del Campo,
¡Ven a nuestras almas!
¡Ven no tardes tanto!

Llave de David
que abre al desterrado
la cerradas puertas
del regio palacio,
¡Sácanos, oh Niño,
con tu blanca mano,
de la cárcel triste
que labró el pecado!
¡Ven a nuestras almas!
¡Ven no tardes tanto!

¡Oh lumbre de Oriente,
Sol de eternos rayos,
que entre las tinieblas
tu esplendor veamos!
Niño tan precioso,
dicha del cristiano,
luzca la sonrisa
de tus dulces labios,
¡Ven a nuestras almas!
¡Ven no tardes tanto!

Espejo sin mancha
Santo de los santos,
sin igual imagen
del Dios soberano.
Borra nuestras culpas,
salva al desterrado
y en forma de niño
da al mísero amparo.
¡Ven a nuestras almas!
¡Ven no tardes tanto!

Rey de las naciones
Emmanuel preclaro,
de Israel anhelo,
pastor del rebaño,
Niño que apacientas
con suave cayado,
ya la oveja arisca,
ya el cordero manso,
¡Ven a nuestras almas!
¡Ven no tardes tanto!

Ábranse los cielos
y llueva de lo alto
bienhechor rocío
como riego santo.
¡Ven hermoso Niño,
ven Dios humanado,
luce hermosa estrella,
brota flor del campo!
¡Ven a nuestras almas!
¡Ven no tardes tanto!

Ven, que ya María
previene sus brazos
do su niño vean,
en tiempo cercano.
Ven, que ya José,
con anhelo sacro,
se dispone a hacerse
de tu amor sagrario.
¡Ven a nuestras almas!
¡Ven no tardes tanto!

Del débil auxilio
del doliente amparo,
consuelo del triste,
luz del desterrado,
Vida de mi vida,
mi dueño adorado,
mi constante amigo,
mi divino hermano.
¡Ven a nuestras almas!
¡Ven no tardes tanto!

Véante mis ojos,
de ti enamorados
Bese ya tus plantas,
bese ya tus manos.
Prosternado en tierra
te tiendo los brazos,
y aún más que mis frases
te dice mi llanto:
¡Ven a nuestras almas!
¡Ven no tardes tanto!

Ven Salvador nuestro
por quien suspiramos,
¡Ven a nuestras almas!
¡Ven no tardes tanto!

4.- Oración final

Acordaos, oh dulcísimo Niño Jesús, que dijisteis a la Venerada Margarita del Santísimo Sacramento y en persona suya a todos vuestros devotos estas palabras tan consoladoras para nuestra pobre humanidad tan agobiada y doliente: “Todo lo que quieras pedir, pídelo por los méritos de mi infancia y nada te será negado”. Llenos de confianza en Vos, oh Jesús, que sois la misma Verdad, venimos a exponeros toda nuestra miseria. Ayudadnos a llevar una vida santa para vivir una eternidad bienaventurada.

Concedednos, por los méritos infinitos de vuestra Encarnación y de vuestra infancia, la gracia de la cual necesitamos tanto. Nos entregamos a Vos, oh Niño Omnipotente, seguros de que no quedará frustrada nuestra esperanza, y de que en virtud de vuestra divina promesa, acogeréis y despacharéis favorablemente nuestra súplica. Amén.

Natividad del Señor

Natividad del Señor
25 de Diciembre

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Este 25 de Diciembre celebramos la Natividad del Señor o Navidad como le conocemos todos que es el Nacimiento del Niño Jesús, Dios que se hace hombre para abrirle a los hombres las puertas del Cielo.

Para Dios, ¿Qué es la Navidad? Dios no tiene tiempo porque es Eterno pero viniendo al mundo entró en el tiempo y Jesús, que es Dios, sigue siendo Hombre en el Cielo y cada Navidad recuerda que es Su cumpleaños.

En esta Navidad Jesús va a mirar al mundo con un cariño inmenso y mirará el corazón de cada hombre, de cada mujer y de cada niño para ver cuánto amor hay ahí para El y para darte Su Amor, sanar las heridas y animar los buenos deseos que hay en ti para que se hagan realidad.

De todas las tarjetas de Navidad que vas a recibir el mensaje más importante para esta Navidad viene del Corazón de Jesús:
– Te invita a leer la Biblia (San Lucas 1. 5-80 y San Lucas 2. 1-20),
– A recordar que sin importar lo malo que hayas hecho El siempre te está buscando (porque el pecador no es condenado),
– A vivir con alegría todos los días, porque Dios abraza a quienes se hacen como niños y viven con la sencillez propia de quienes se sienten muy amados.

¡ FELIZ NAVIDAD ! ¡ NAVIDAD ES JESUS !
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Cuarto Domingo de Adviento – Colorea con Jesús

Cuarto Domingo de Adviento

Estamos en el cuarto domingo de adviento y ya no falta nada para el Nacimiento del Niño Jesús.

En este cuarto domingo de adviento debemos reflexionar sobre los propósitos de cambio que hemos realizado desde que comenzó el Adviento, y debemos pensar que las cosas buenas que hemos hecho en estas tres semanas son el regalo que le vamos a hacer al Niño Jesús en Navidad.

Si vemos que hemos hecho poco o nada, tenemos una semana más para arreglarlo y no llegar a Navidad con las manos vacías, y si hemos hecho mucho, podemos regalarle al Niño Jesús mucho más.

Como regalo para el Niño Jesús tú puedes escribirle la relación de cosas buenas que has realizado en estos días de Adviento y contarle en una carta cómo has dejado atrás los malos hábitos y cómo -con mucho esfuerzo- ahora eres un niño más bueno y colocarlo en tu nacimiento.

Espero que en esta Navidad lleguemos todos llenos de regalos para darle al Niño Jesús.

Recuerda que Dios te ama y quiere que estés en el Cielo con Él algún día, la mejor manera de hacerlo: “No hacer nada que Jesús no hubiera hecho.”

Colorea y diviértete pensando en la Navidad y en la pronta llegada de Jesús y ofrécele un propósito para esta cuarta semana de adviento.

Karla Rouillon
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Tercer Domingo de Adviento – Colorea con Jesús

Tercer Domingo de Adviento

Estamos ya en el tercer domingo de adviento y faltan dos semanas para el Nacimiento de Jesús.

Ahora que cada vez está más cerca el Nacimiento de Jesús hay que reforzar nuestros deseos de ser mejores y esforzarnos más en serlo y siempre rezar a Dios para pedirle que nos ayude en este intento de mejorar para no caer en la tentación de ceder ante las presiones del mundo que nos alejan de Dios y de nuestro Cielo.

Recuerda que Dios te ama y quiere que estés en el Cielo con Él algún día, la mejor manera de hacerlo: “No hacer nada que Jesús no hubiera hecho.”

Colorea y diviértete pensando en la Navidad y en la pronta llegada de Jesús y ofrécele un propósito para esta tercera semana de adviento.

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Segundo Domingo de Adviento – Colorea con Jesús

Segundo Domingo de Adviento

Estamos ya en el segundo domingo de adviento y está cada vez más cerca el Nacimiento de Jesús.

Hay que pedirle a Dios nos ayude a ser mejores, que nos dé muchos dones espirituales y que aprendamos a conocer el verdadero valor que tienen las cosas materiales y nunca anteponerlas a las del Cielo.

Recuerda que Dios te ama y quiere que estés en el Cielo con Él algún día, la mejor manera de hacerlo: “No hacer nada que Jesús no hubiera hecho.”

Colorea y diviértete pensando en la Navidad y en la pronta llegada de Jesús y ofrécele un propósito para esta segunda semana de adviento.

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Colorea: PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO

Primer Domingo de Adviento

El Primer Domingo de Adviento es el primer domingo del Calendario Litúrgico y da inicio a las cuatro semanas anteriores a la Navidad: el Nacimiento de Jesús.

Todos empezamos a pensar en la Navidad y a esperarla con deseos de mejoras, espirituales más que materiales, y sobre todo con promesas de cambio a nivel personal.
Le ofrecemos a Dios un cambio de hábitos, dejamos lo malo atrás, nos compremetemos a no volverlo a hacer y le prometemos vivir nuestra vida cada día mejor, siempre con el ejemplo de Jesús.

Recuerda que Dios te ama y quiere que estés en el Cielo con Él algún día, la mejor manera de hacerlo: “No hacer nada que Jesús no hubiera hecho.”

Colorea y diviértete pensando en la Navidad y en la pronta llegada de Jesús y ofrécele un propósito para esta primera semana de adviento.

Karla Rouillon
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