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91 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Yo creo en Dios: el Padre todopoderoso

91 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: YO CREO EN DIOS: EL PADRE TODOPODEROSO

AUDIENCIA GENERAL DEL 30 DE ENERO DE 2013

Yo creo en Dios: el Padre todopoderoso

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis del miércoles pasado nos detuvimos en las palabras iniciales del Credo: «Creo en Dios». Pero la profesión de fe especifica esta afirmación: Dios es el Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Así que desearía reflexionar ahora con vosotros sobre la primera, fundamental, definición de Dios que el Credo nos presenta: Él es Padre.

No es siempre fácil hablar hoy de paternidad. Sobre todo en el mundo occidental, las familias disgregadas, los compromisos de trabajo cada vez más absorbentes, las preocupaciones y a menudo el esfuerzo de hacer cuadrar el balance familiar, la invasión disuasoria de los mass media en el interior de la vivencia cotidiana: son algunos de los muchos factores que pueden impedir una serena y constructiva relación entre padres e hijos. La comunicación es a veces difícil, la confianza disminuye y la relación con la figura paterna puede volverse problemática; y entonces también se hace problemático imaginar a Dios como un padre, al no tener modelos adecuados de referencia. Para quien ha tenido la experiencia de un padre demasiado autoritario e inflexible, o indiferente y poco afectuoso, o incluso ausente, no es fácil pensar con serenidad en Dios como Padre y abandonarse a Él con confianza.

Pero la revelación bíblica ayuda a superar estas dificultades hablándonos de un Dios que nos muestra qué significa verdaderamente ser «padre»; y es sobre todo el Evangelio lo que nos revela este rostro de Dios como Padre que ama hasta el don del propio Hijo para la salvación de la humanidad. La referencia a la figura paterna ayuda por lo tanto a comprender algo del amor de Dios, que sin embargo sigue siendo infinitamente más grande, más fiel, más total que el de cualquier hombre. «Si a alguno de vosotros le pide su hijo pan, ¿le dará una piedra? —dice Jesús para mostrar a los discípulos el rostro del Padre—; y si le pide pescado, ¿le dará una serpiente? Pues si vosotros, aun siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden!» (Mt 7, 9-11; cf. Lc 11, 11-13). Dios nos es Padre porque nos ha bendecido y elegido antes de la creación del mundo (cf. Ef 1, 3-6), nos ha hecho realmente sus hijos en Jesús (cf.1 Jn 3, 1). Y, como Padre, Dios acompaña con amor nuestra existencia, dándonos su Palabra, su enseñanza, su gracia, su Espíritu.

Él —como revela Jesús— es el Padre que alimenta a los pájaros del cielo sin que estos tengan que sembrar y cosechar, y cubre de colores maravillosos las flores del campo, con vestidos más bellos que los del rey Salomón (cf. Mt 6, 26-32; Lc 12, 24-28); y nosotros —añade Jesús— valemos mucho más que las flores y los pájaros del cielo. Y si Él es tan bueno que hace «salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos» (Mt 5, 45), podremos siempre, sin miedo y con total confianza, entregarnos a su perdón de Padre cuando erramos el camino. Dios es un Padre bueno que acoge y abraza al hijo perdido y arrepentido (cf. Lc 15, 11 ss), da gratuitamente a quienes piden (cf. Mt 18, 19; Mc 11, 24; Jn 16, 23) y ofrece el pan del cielo y el agua viva que hace vivir eternamente (cf. Jn 6, 32.51.58).

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Por ello el orante del Salmo 27, rodeado de enemigos, asediado de malvados y calumniadores, mientras busca ayuda en el Señor y le invoca, puede dar su testimonio lleno de fe afirmando: «Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá» (v. 10). Dios es un Padre que no abandona jamás a sus hijos, un Padre amoroso que sostiene, ayuda, acoge, perdona, salva, con una fidelidad que sobrepasa inmensamente la de los hombres, para abrirse a dimensiones de eternidad. «Porque su amor es para siempre», como sigue repitiendo de modo letánico, en cada versículo, el Salmo 136, recorriendo toda la historia de la salvación. El amor de Dios Padre no desfallece nunca, no se cansa de nosotros; es amor que da hasta el extremo, hasta el sacrificio del Hijo. La fe nos da esta certeza, que se convierte en una roca segura en la construcción de nuestra vida: podemos afrontar todos los momentos de dificultad y de peligro, la experiencia de la oscuridad de la crisis y del tiempo de dolor, sostenidos por la confianza en que Dios no nos deja solos y está siempre cerca, para salvarnos y llevarnos a la vida eterna.

Es en el Señor Jesús donde se muestra en plenitud el rostro benévolo del Padre que está en los cielos. Es conociéndole a Él como podemos conocer también al Padre (cf. Jn 8, 19; 14, 7), y viéndole a Él podemos ver al Padre, porque Él está en el Padre y el Padre en Él (cf. Jn 14, 9.11). Él es «imagen del Dios invisible», como le define el himno de la Carta a los Colosenses, «primogénito de toda criatura… primogénito de los que resucitan entre los muertos», por medio del cual «hemos recibido la redención, el perdón de los pecados» y la reconciliación de todas las cosas, «las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz» (cf. Col 1, 13-20).

La fe en Dios Padre pide creer en el Hijo, bajo la acción del Espíritu, reconociendo en la Cruz que salva el desvelamiento definitivo del amor divino. Dios nos es Padre dándonos a su Hijo; Dios nos es Padre perdonando nuestro pecado y llevándonos al gozo de la vida resucitada; Dios nos es Padre dándonos el Espíritu que nos hace hijos y nos permite llamarle, de verdad, «Abba, Padre» (cf.Rm 8, 15). Por ello Jesús, enseñándonos a orar, nos invita a decir «Padre Nuestro» (Mt 6, 9-13; cf. Lc 11, 2-4).

Entonces la paternidad de Dios es amor infinito, ternura que se inclina hacia nosotros, hijos débiles, necesitados de todo. El Salmo103, el gran canto de la misericordia divina, proclama: «Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por los que lo temen; porque Él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro» (vv. 13-14). Es precisamente nuestra pequeñez, nuestra débil naturaleza humana, nuestra fragilidad lo que se convierte en llamamiento a la misericordia del Señor para que manifieste su grandeza y ternura de Padre ayudándonos, perdonándonos y salvándonos.

Y Dios responde a nuestro llamamiento enviando a su Hijo, que muere y resucita por nosotros; entra en nuestra fragilidad y obra lo que el hombre, solo, jamás habría podido hacer: toma sobre Sí el pecado del mundo, como cordero inocente, y vuelve a abrirnos el camino hacia la comunión con Dios, nos hace verdaderos hijos de Dios. Es ahí, en el Misterio pascual, donde se revela con toda su luminosidad el rostro definitivo del Padre. Y es ahí, en la Cruz gloriosa, donde acontece la manifestación plena de la grandeza de Dios como «Padre todopoderoso».

Pero podríamos preguntarnos: ¿cómo es posible pensar en un Dios omnipotente mirando hacia la Cruz de Cristo? ¿Hacia este poder del mal que llega hasta el punto de matar al Hijo de Dios? Nosotros querríamos ciertamente una omnipotencia divina según nuestros esquemas mentales y nuestros deseos: un Dios «omnipotente» que resuelva los problemas, que intervenga para evitarnos las dificultades, que venza los poderes adversos, que cambie el curso de los acontecimientos y anule el dolor. Así, diversos teólogos dicen hoy que Dios no puede ser omnipotente; de otro modo no habría tanto sufrimiento, tanto mal en el mundo. En realidad, ante el mal y el sufrimiento, para muchos, para nosotros, se hace problemático, difícil, creer en un Dios Padre y creerle omnipotente; algunos buscan refugio en ídolos, cediendo a la tentación de encontrar respuesta en una presunta omnipotencia «mágica» y en sus ilusorias promesas.

Pero la fe en Dios omnipotente nos impulsa a recorrer senderos bien distintos: aprender a conocer que el pensamiento de Dios es diferente del nuestro, que los caminos de Dios son otros respecto a los nuestros (cf. Is 55, 8) y también su omnipotencia es distinta: no se expresa como fuerza automática o arbitraria, sino que se caracteriza por una libertad amorosa y paterna. En realidad, Dios, creando criaturas libres, dando libertad, renunció a una parte de su poder, dejando el poder de nuestra libertad. De esta forma Él ama y respeta la respuesta libre de amor a su llamada. Como Padre, Dios desea que nos convirtamos en sus hijos y vivamos como tales en su Hijo, en comunión, en plena familiaridad con Él. Su omnipotencia no se expresa en la violencia, no se expresa en la destrucción de cada poder adverso, como nosotros deseamos, sino que se expresa en el amor, en la misericordia, en el perdón, en la aceptación de nuestra libertad y en el incansable llamamiento a la conversión del corazón, en una actitud sólo aparentemente débil —Dios parece débil, si pensamos en Jesucristo que ora, que se deja matar. Una actitud aparentemente débil, hecha de paciencia, de mansedumbre y de amor, demuestra que éste es el verdadero modo de ser poderoso. ¡Este es el poder de Dios! ¡Y este poder vencerá! El sabio del Libro de la Sabiduría se dirige así a Dios: «Te compadeces de todos, porque todo lo puedes y pasas por alto los pecados de los hombres para que se arrepientan. Amas a todos los seres… Tú eres indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida» (11, 23-24a.26).

Sólo quien es verdaderamente poderoso puede soportar el mal y mostrarse compasivo; sólo quien es verdaderamente poderoso puede ejercer plenamente la fuerza del amor. Y Dios, a quien pertenecen todas las cosas porque todo ha sido hecho por Él, revela su fuerza amando todo y a todos, en una paciente espera de la conversión de nosotros, los hombres, a quienes desea tener como hijos. Dios espera nuestra conversión. El amor omnipotente de Dios no conoce límites; tanto que «no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rm 8, 32). La omnipotencia del amor no es la del poder del mundo, sino la del don total, y Jesús, el Hijo de Dios, revela al mundo la verdadera omnipotencia del Padre dando la vida por nosotros, pecadores. He aquí el verdadero, auténtico y perfecto poder divino: responder al mal no con el mal, sino con el bien; a los insultos con el perdón; al odio homicida con el amor que hace vivir. Entonces el mal verdaderamente está vencido, porque lo ha lavado el amor de Dios; entonces la muerte ha sido derrotada definitivamente, porque se ha transformado en don de la vida. Dios Padre resucita al Hijo: la muerte, la gran enemiga (cf. 1 Co 15, 26), es engullida y privada de su veneno (cf. 1 Co 15, 54-55), y nosotros, liberados del pecado, podemos acceder a nuestra realidad de hijos de Dios.

Por lo tanto cuando decimos «Creo en Dios Padre todopoderoso», expresamos nuestra fe en el poder del amor de Dios que en su Hijo muerto y resucitado derrota el odio, el mal, el pecado y nos abre a la vida eterna, la de los hijos que desean estar para siempre en la «Casa del Padre». Decir «Creo en Dios Padre todopoderoso», en su poder, en su modo de ser Padre, es siempre un acto de fe, de conversión, de transformación de nuestro pensamiento, de todo nuestro afecto, de todo nuestro modo de vivir.

Queridos hermanos y hermanas, pidamos al Señor que sostenga nuestra fe, que nos ayude a encontrar verdaderamente la fe y nos dé la fuerza de anunciar a Cristo crucificado y resucitado, y de testimoniarlo en el amor a Dios y al prójimo. Y que Dios nos conceda acoger el don de nuestra filiación, para vivir en plenitud las realidades del Credo, en el abandono confiado al amor del Padre y a su misericordiosa omnipotencia, que es la verdadera omnipotencia y salva.

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95 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Fue concebido por obra del Espíritu Santo

95 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: FUE CONCEBIDO POR OBRA DEL ESPÍRITU SANTO

AUDIENCIA GENERAL DEL 2 DE ENERO DE 2013

Fue concebido por obra del Espíritu Santo

Queridos hermanos y hermanas:

La Natividad del Señor ilumina una vez más con su luz las tinieblas que con frecuencia envuelven nuestro mundo y nuestro corazón, y trae esperanza y alegría. ¿De dónde viene esta luz? De la gruta de Belén, donde los pastores encontraron a «María y a José, y al niño acostado en el pesebre» (Lc 2, 16). Ante esta Sagrada Familia surge otra pregunta más profunda: ¿cómo pudo aquel pequeño y débil Niño traer al mundo una novedad tan radical como para cambiar el curso de la historia? ¿No hay, tal vez, algo de misterioso en su origen que va más allá de aquella gruta?

Surge siempre de nuevo, de este modo, la pregunta sobre el origen de Jesús, la misma que plantea el procurador Poncio Pilato durante el proceso: «¿De dónde eres tú?» (Jn 19, 9). Sin embargo, se trata de un origen bien claro. En el Evangelio de Juan, cuando el Señor afirma: «Yo soy el pan bajado del cielo», los judíos reaccionan murmurando: «¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?» (Jn 6, 41-42). Y, poco más tarde, los habitantes de Jerusalén se opusieron con fuerza ante la pretensión mesiánica de Jesús, afirmando que se conoce bien «de dónde viene; mientras que el Mesías, cuando llegue, nadie sabrá de dónde viene» (Jn 7, 27). Jesús mismo hace notar cuán inadecuada es su pretensión de conocer su origen, y con esto ya ofrece una orientación para saber de dónde viene: «No vengo por mi cuenta, sino que el Verdadero es el que me envía; a ese vosotros no lo conocéis» (Jn 7, 28). Cierto, Jesús es originario de Nazaret, nació en Belén, pero ¿qué se sabe de su verdadero origen?

En los cuatro Evangelios emerge con claridad la respuesta a la pregunta «de dónde» viene Jesús: su verdadero origen es el Padre, Dios; Él proviene totalmente de Él, pero de un modo distinto al de todo profeta o enviado por Dios que lo han precedido. Este origen en el misterio de Dios, «que nadie conoce», ya está contenido en los relatos de la infancia de los Evangelios de Mateo y de Lucas, que estamos leyendo en este tiempo navideño. El ángel Gabriel anuncia: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35). Repetimos estas palabras cada vez que rezamos el Credo, la profesión de fe: «Et incarnatus est de Spiritu Sancto, ex Maria Virgine», «por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen». En esta frase nos arrodillamos porque el velo que escondía a Dios, por decirlo así, se abre y su misterio insondable e inaccesible nos toca: Dios se convierte en el Emmanuel, «Dios con nosotros». Cuando escuchamos las Misas compuestas por los grandes maestros de música sacra —pienso por ejemplo en la Misa de la Coronación, de Mozart— notamos inmediatamente cómo se detienen de modo especial en esta frase, casi queriendo expresar con el lenguaje universal de la música aquello que las palabras no pueden manifestar: el misterio grande de Dios que se encarna, que se hace hombre.

Si consideramos atentamente la expresión «por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen», encontramos que la misma incluye cuatro sujetos que actúan. En modo explícito se menciona al Espíritu Santo y a María, pero está sobreentendido «Él», es decir el Hijo, que se hizo carne en el seno de la Virgen. En la Profesión de fe, el Credo, se define a Jesús con diversos apelativos: «Señor, … Cristo, unigénito Hijo de Dios… Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero… de la misma sustancia del Padre» (Credo niceno-constantinopolitano). Vemos entonces que «Él» remite a otra persona, al Padre. El primer sujeto de esta frase es, por lo tanto, el Padre que, con el Hijo y el Espíritu Santo, es el único Dios.

Esta afirmación del Credo no se refiere al ser eterno de Dios, sino más bien nos habla de una acción en la que toman parte las tres Personas divinas y que se realiza «ex Maria Virgine». Sin ella el ingreso de Dios en la historia de la humanidad no habría llegado a su fin ni habría tenido lugar aquello que es central en nuestra Profesión de fe: Dios es un Dios con nosotros. Así, María pertenece en modo irrenunciable a nuestra fe en el Dios que obra, que entra en la historia. Ella pone a disposición toda su persona, «acepta» convertirse en lugar en el que habita Dios.

A veces también en el camino y en la vida de fe podemos advertir nuestra pobreza, nuestra inadecuación ante el testimonio que se ha de ofrecer al mundo. Pero Dios ha elegido precisamente a una humilde mujer, en una aldea desconocida, en una de las provincias más lejanas del gran Imperio romano. Siempre, incluso en medio de las dificultades más arduas de afrontar, debemos tener confianza en Dios, renovando la fe en su presencia y acción en nuestra historia, como en la de María. ¡Nada es imposible para Dios! Con Él nuestra existencia camina siempre sobre un terreno seguro y está abierta a un futuro de esperanza firme.

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Profesando en el Credo: «Por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen», afirmamos que el Espíritu Santo, como fuerza del Dios Altísimo, ha obrado de modo misterioso en la Virgen María la concepción del Hijo de Dios. El evangelista Lucas retoma las palabras del arcángel Gabriel: «El Espíritu vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra» (1, 35). Son evidentes dos remisiones: la primera es al momento de la creación. Al comienzo del Libro del Génesis leemos que «el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas» (1, 2); es el Espíritu creador que ha dado vida a todas las cosas y al ser humano. Lo que acontece en María, a través de la acción del mismo Espíritu divino, es una nueva creación: Dios, que ha llamado al ser de la nada, con la Encarnación da vida a un nuevo inicio de la humanidad. Los Padres de la Iglesia en más de una ocasión hablan de Cristo como el nuevo Adán para poner de relieve el inicio de la nueva creación por el nacimiento del Hijo de Dios en el seno de la Virgen María. Esto nos hace reflexionar sobre cómo la fe trae también a nosotros una novedad tan fuerte capaz de producir un segundo nacimiento. En efecto, en el comienzo del ser cristianos está el Bautismo que nos hace renacer como hijos de Dios, nos hace participar en la relación filial que Jesús tiene con el Padre. Y quisiera hacer notar cómo el Bautismo se recibe, nosotros «somos bautizados» —es una voz pasiva— porque nadie es capaz de hacerse hijo de Dios por sí mimo: es un don que se confiere gratuitamente. San Pablo se refiere a esta filiación adoptiva de los cristianos en un pasaje central de su Carta a los Romanos, donde escribe: «Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: “¡Abba, Padre!”. Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (8, 14-16), no siervos. Sólo si nos abrimos a la acción de Dios, como María, sólo si confiamos nuestra vida al Señor como a un amigo de quien nos fiamos totalmente, todo cambia, nuestra vida adquiere un sentido nuevo y un rostro nuevo: el de hijos de un Padre que nos ama y nunca nos abandona.

Hemos hablado de dos elementos: el primer elemento el Espíritu sobre las aguas, el Espíritu Creador. Hay otro elemento en las palabras de la Anunciación. El ángel dice a María: «La fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra». Es una referencia a la nube santa que, durante el camino del éxodo, se detenía sobre la tienda del encuentro, sobre el arca de la Alianza, que el pueblo de Israel llevaba consigo, y que indicaba la presencia de Dios (cf. Ex 40, 34-38). María, por lo tanto, es la nueva tienda santa, la nueva arca de la alianza: con su «sí» a las palabras del arcángel, Dios recibe una morada en este mundo, Aquel que el universo no puede contener establece su morada en el seno de una virgen.

Volvamos, entonces, a la cuestión de la que hemos partido, la cuestión sobre el origen de Jesús, sintetizada por la pregunta de Pilato: «¿De dónde eres tú?». En nuestras reflexiones se ve claro, desde el inicio de los Evangelios, cuál es el verdadero origen de Jesús: Él es el Hijo unigénito del Padre, viene de Dios. Nos encontramos ante el gran e impresionante misterio que celebramos en este tiempo de Navidad: el Hijo de Dios, por obra del Espíritu Santo, se ha encarnado en el seno de la Virgen María. Este es un anuncio que resuena siempre nuevo y que en sí trae esperanza y alegría a nuestro corazón, porque cada vez nos dona la certeza de que, aunque a menudo nos sintamos débiles, pobres, incapaces ante las dificultades y el mal del mundo, el poder de Dios actúa siempre y obra maravillas precisamente en la debilidad. Su gracia es nuestra fuerza (cf. 2 Co 12, 9-10). Gracias.

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94 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Se hizo hombre

94 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SE HIZO HOMBRE

AUDIENCIA GENERAL DEL 9 DE ENERO DE 2013

Se hizo hombre

Queridos hermanos y hermanas:

En este tiempo navideño nos detenemos una vez más en el gran misterio de Dios que descendió de su Cielo para entrar en nuestra carne. En Jesús, Dios se encarnó; se hizo hombre como nosotros, y así nos abrió el camino hacia su Cielo, hacia la comunión plena con Él.

En estos días ha resonado repetidas veces en nuestras iglesias el término «Encarnación» de Dios, para expresar la realidad que celebramos en la Santa Navidad: el Hijo de Dios se hizo hombre, como recitamos en el Credo. Pero, ¿qué significa esta palabra central para la fe cristiana? Encarnación deriva del latín «incarnatio». San Ignacio de Antioquía —finales del siglo I— y, sobre todo, san Ireneo usaron este término reflexionando sobre el Prólogo del Evangelio de san Juan, en especial sobre la expresión: «El Verbo se hizo carne» (Jn 1, 14). Aquí, la palabra «carne», según el uso hebreo, indica el hombre en su integridad, todo el hombre, pero precisamente bajo el aspecto de su caducidad y temporalidad, de su pobreza y contingencia. Esto para decirnos que la salvación traída por el Dios que se hizo carne en Jesús de Nazaret toca al hombre en su realidad concreta y en cualquier situación en que se encuentre. Dios asumió la condición humana para sanarla de todo lo que la separa de Él, para permitirnos llamarle, en su Hijo unigénito, con el nombre de «Abbá, Padre» y ser verdaderamente hijos de Dios. San Ireneo afirma: «Este es el motivo por el cual el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, entrando en comunión con el Verbo y recibiendo de este modo la filiación divina, llegara a ser hijo de Dios» (Adversus haereses, 3, 19, 1: PG 7, 939; cf. Catecismo de la Iglesia católica, 460).

«El Verbo se hizo carne» es una de esas verdades a las que estamos tan acostumbrados que casi ya no nos asombra la grandeza del acontecimiento que expresa. Y efectivamente en este período navideño, en el que tal expresión se repite a menudo en la liturgia, a veces se está más atento a los aspectos exteriores, a los «colores» de la fiesta, que al corazón de la gran novedad cristiana que celebramos: algo absolutamente impensable, que sólo Dios podía obrar y donde podemos entrar solamente con la fe. El Logos, que está junto a Dios, el Logos que es Dios, el Creador del mundo (cf. Jn 1, 1), por quien fueron creadas todas las cosas (cf. 1, 3), que ha acompañado y acompaña a los hombres en la historia con su luz (cf. 1, 4-5; 1, 9), se hace uno entre los demás, establece su morada en medio de nosotros, se hace uno de nosotros (cf. 1, 14). El Concilio Ecuménico Vaticano II afirma: «El Hijo de Dios… trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado» (const. Gaudium et spes, 22). Es importante entonces recuperar el asombro ante este misterio, dejarnos envolver por la grandeza de este acontecimiento: Dios, el verdadero Dios, Creador de todo, recorrió como hombre nuestros caminos, entrando en el tiempo del hombre, para comunicarnos su misma vida (cf. 1 Jn 1, 1-4). Y no lo hizo con el esplendor de un soberano, que somete con su poder el mundo, sino con la humildad de un niño.

Desearía poner de relieve un segundo elemento. En la Santa Navidad, a menudo, se intercambia algún regalo con las personas más cercanas. Tal vez puede ser un gesto realizado por costumbre, pero generalmente expresa afecto, es un signo de amor y de estima. En la oración sobre las ofrendas de la Misa de medianoche de la solemnidad de Navidad la Iglesia reza así: «Acepta, Señor, nuestras ofrendas en esta noche santa, y por este intercambio de dones en el que nos muestras tu divina largueza, haznos partícipes de la divinidad de tu Hijo que, al asumir la naturaleza humana, nos ha unido a la tuya de modo admirable». El pensamiento de la donación, por lo tanto, está en el centro de la liturgia y recuerda a nuestra conciencia el don originario de la Navidad: Dios, en aquella noche santa, haciéndose carne, quiso hacerse don para los hombres, se dio a sí mismo por nosotros; Dios hizo de su Hijo único un don para nosotros, asumió nuestra humanidad para donarnos su divinidad. Este es el gran don. También en nuestro donar no es importante que un regalo sea más o menos costoso; quien no logra donar un poco de sí mismo, dona siempre demasiado poco. Es más, a veces se busca precisamente sustituir el corazón y el compromiso de donación de sí mismo con el dinero, con cosas materiales. El misterio de la Encarnación indica que Dios no ha hecho así: no ha donado algo, sino que se ha donado a sí mismo en su Hijo unigénito. Encontramos aquí el modelo de nuestro donar, para que nuestras relaciones, especialmente aquellas más importantes, estén guiadas por la gratuidad del amor.

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Quisiera ofrecer una tercera reflexión: el hecho de la Encarnación, de Dios que se hace hombre como nosotros, nos muestra el inaudito realismo del amor divino. El obrar de Dios, en efecto, no se limita a las palabras, es más, podríamos decir que Él no se conforma con hablar, sino que se sumerge en nuestra historia y asume sobre sí el cansancio y el peso de la vida humana. El Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, nació de la Virgen María, en un tiempo y en un lugar determinados, en Belén durante el reinado del emperador Augusto, bajo el gobernador Quirino (cf. Lc 2, 1-2); creció en una familia, tuvo amigos, formó un grupo de discípulos, instruyó a los Apóstoles para continuar su misión, y terminó el curso de su vida terrena en la cruz. Este modo de obrar de Dios es un fuerte estímulo para interrogarnos sobre el realismo de nuestra fe, que no debe limitarse al ámbito del sentimiento, de las emociones, sino que debe entrar en lo concreto de nuestra existencia, debe tocar nuestra vida de cada día y orientarla también de modo práctico. Dios no se quedó en las palabras, sino que nos indicó cómo vivir, compartiendo nuestra misma experiencia, menos en el pecado. El Catecismo de san Pío X, que algunos de nosotros estudiamos cuando éramos jóvenes, con su esencialidad, ante la pregunta: «¿Qué debemos hacer para vivir según Dios?», da esta respuesta: «Para vivir según Dios debemos creer las verdades por Él reveladas y observar sus mandamientos con la ayuda de su gracia, que se obtiene mediante los sacramentos y la oración». La fe tiene un aspecto fundamental que afecta no sólo la mente y el corazón, sino toda nuestra vida.

Propongo un último elemento para vuestra reflexión. San Juan afirma que el Verbo, el Logos estaba desde el principio junto a Dios, y que todo ha sido hecho por medio del Verbo y nada de lo que existe se ha hecho sin Él (cf. Jn 1, 1-3). El evangelista hace una clara alusión al relato de la creación que se encuentra en los primeros capítulos del libro del Génesis, y lo relee a la luz de Cristo. Este es un criterio fundamental en la lectura cristiana de la Biblia: el Antiguo y el Nuevo Testamento se han de leer siempre juntos, y a partir del Nuevo se abre el sentido más profundo también del Antiguo. Aquel mismo Verbo, que existe desde siempre junto a Dios, que Él mismo es Dios y por medio del cual y en vista del cual todo ha sido creado (cf. Col 1, 16-17), se hizo hombre: el Dios eterno e infinito se ha sumergido en la finitud humana, en su criatura, para reconducir al hombre y a toda la creación hacia Él. El Catecismo de la Iglesia católica afirma: «La primera creación encuentra su sentido y su cumbre en la nueva creación en Cristo, cuyo esplendor sobrepasa el de la primera» (n. 349). Los Padres de la Iglesia han comparado a Jesús con Adán, hasta definirle «segundo Adán» o el Adán definitivo, la imagen perfecta de Dios. Con la Encarnación del Hijo de Dios tiene lugar una nueva creación, que dona la respuesta completa a la pregunta: «¿Quién es el hombre?». Sólo en Jesús se manifiesta completamente el proyecto de Dios sobre el ser humano: Él es el hombre definitivo según Dios. El Concilio Vaticano II lo reafirma con fuerza: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado… Cristo, el nuevo Adán, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación» (const. Gaudium et spes, 22; cf.Catecismo de la Iglesia católica, 359). En aquel niño, el Hijo de Dios que contemplamos en Navidad, podemos reconocer el rostro auténtico, no sólo de Dios, sino el auténtico rostro del ser humano. Sólo abriéndonos a la acción de su gracia y buscando seguirle cada día, realizamos el proyecto de Dios sobre nosotros, sobre cada uno de nosotros.

Queridos amigos, en este período meditemos la grande y maravillosa riqueza del misterio de la Encarnación, para dejar que el Señor nos ilumine y nos transforme cada vez más a imagen de su Hijo hecho hombre por nosotros.

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93 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Jesucristo, “mediador y plenitud de toda la revelación”

93 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: JESUCRISTO, “MEDIADOR Y PLENITUD DE TODA LA REVELACIÓN”

AUDIENCIA GENERAL DEL 16 DE ENERO DE 2013

Jesucristo, “mediador y plenitud de toda la revelación”

Queridos hermanos y hermanas:

El Concilio Vaticano II, en la constitución sobre la divina Revelación Dei Verbum, afirma que la íntima verdad de toda la Revelación de Dios resplandece para nosotros «en Cristo, mediador y plenitud de toda la revelación» (n. 2). El Antiguo Testamento nos narra cómo Dios, después de la creación, a pesar del pecado original, a pesar de la arrogancia del hombre de querer ocupar el lugar de su Creador, ofrece de nuevo la posibilidad de su amistad, sobre todo a través de la alianza con Abrahán y el camino de un pequeño pueblo, el pueblo de Israel, que Él eligió no con criterios de poder terreno, sino sencillamente por amor. Es una elección que sigue siendo un misterio y revela el estilo de Dios, que llama a algunos no para excluir a otros, sino para que hagan de puente para conducir a Él: elección es siempre elección para el otro. En la historia del pueblo de Israel podemos volver a recorrer las etapas de un largo camino en el que Dios se da a conocer, se revela, entra en la historia con palabras y con acciones. Para esta obra Él se sirve de mediadores —como Moisés, los Profetas, los Jueces— que comunican al pueblo su voluntad, recuerdan la exigencia de fidelidad a la alianza y mantienen viva la esperanza de la realización plena y definitiva de las promesas divinas.

Y es precisamente la realización de estas promesas lo que hemos contemplado en la Santa Navidad: la Revelación de Dios alcanza su cumbre, su plenitud. En Jesús de Nazaret, Dios visita realmente a su pueblo, visita a la humanidad de un modo que va más allá de toda espera: envía a su Hijo Unigénito; Dios mismo se hace hombre. Jesús no nos dice algo sobre Dios, no habla simplemente del Padre, sino que es revelación de Dios, porque es Dios, y nos revela de este modo el rostro de Dios. San Juan, en el Prólogo de su Evangelio, escribe: «A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha revelado» (Jn1, 18).

Quisiera detenerme en este «revelar el rostro de Dios». Al respecto, san Juan, en su Evangelio, nos relata un hecho significativo que acabamos de escuchar. Acercándose la Pasión, Jesús tranquiliza a sus discípulos invitándoles a no temer y a tener fe; luego entabla un diálogo con ellos, donde habla de Dios Padre (cf. Jn 14, 2-9). En cierto momento, el apóstol Felipe pide a Jesús: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14, 8). Felipe es muy práctico y concreto, dice también lo que nosotros queremos decir: «queremos ver, muéstranos al Padre», pide «ver» al Padre, ver su rostro. La respuesta de Jesús es respuesta no sólo para Felipe, sino también para nosotros, y nos introduce en el corazón de la fe cristológica. El Señor afirma: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9). En esta expresión se encierra sintéticamente la novedad del Nuevo Testamento, la novedad que apareció en la gruta de Belén: Dios se puede ver, Dios manifestó su rostro, es visible en Jesucristo.

En todo el Antiguo Testamento está muy presente el tema de la «búsqueda del rostro de Dios», el deseo de conocer este rostro, el deseo de ver a Dios como es; tanto que el término hebreo pānîm, que significa «rostro», se encuentra 400 veces, y 100 de ellas se refieren a Dios: 100 veces existe la referencia a Dios, se quiere ver el rostro de Dios. Sin embargo la religión judía prohíbe totalmente las imágenes porque a Dios no se le puede representar, como hacían en cambio los pueblos vecinos con la adoración de los ídolos. Por lo tanto, con esta prohibición de imágenes, el Antiguo Testamento parece excluir totalmente el «ver» del culto y de la piedad. ¿Qué significa, entonces, para el israelita piadoso, buscar el rostro de Dios, sabiendo que no puede existir ninguna imagen? La pregunta es importante: por una parte se quiere decir que Dios no se puede reducir a un objeto, como una imagen que se toma en la mano, pero tampoco se puede poner una cosa en el lugar de Dios. Por otra parte, sin embargo, se afirma que Dios tiene un rostro, es decir, que es un «Tú» que puede entrar en relación, que no está cerrado en su Cielo mirando desde lo alto a la humanidad. Dios está, ciertamente, sobre todas las cosas, pero se dirige a nosotros, nos escucha, nos ve, habla, estipula alianza, es capaz de amar. La historia de la salvación es la historia de Dios con la humanidad, es la historia de esta relación con Dios que se revela progresivamente al hombre, que se da conocer a sí mismo, su rostro.

Precisamente al comienzo del año, el 1 de enero, hemos escuchado en la liturgia la bellísima oración de bendición sobre el pueblo: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Nm 6, 24-26). El esplendor del rostro divino es la fuente de la vida, es lo que permite ver la realidad; la luz de su rostro es la guía de la vida. En el Antiguo Testamento hay una figura a la que está vinculada de modo especial el tema del «rostro de Dios»: se trata de Moisés, a quien Dios elige para liberar al pueblo de la esclavitud de Egipto, donarle la Ley de la alianza y guiarle a la Tierra prometida. Pues bien, el capítulo 33 del Libro del Éxodo dice que Moisés tenía una relación estrecha y confidencial con Dios: «El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con un amigo» (v. 11). Dada esta confianza, Moisés pide a Dios: «¡Muéstrame tu gloria!», y la respuesta de Dios es clara: «Yo haré pasar ante ti toda mi bondad y pronunciaré ante ti el nombre del Señor… Pero mi rostro no lo puedes ver, porque no puede verlo nadie y quedar con vida… Aquí hay un sitio junto a mí… podrás ver mi espalda, pero mi rostro no lo verás» (vv. 18-23). Por un lado, entonces, tiene lugar el diálogo cara a cara como entre amigos, pero por otro lado existe la imposibilidad, en esta vida, de ver el rostro de Dios, que permanece oculto; la visión es limitada. Los Padres dicen que estas palabras, «tú puedes ver sólo mi espalda», quieren decir: tú sólo puedes seguir a Cristo y siguiéndole ves desde la espalda el misterio de Dios. Se puede seguir a Dios viendo su espalda.

Algo completamente nuevo tiene lugar, sin embargo, con la Encarnación. La búsqueda del rostro de Dios recibe un viraje inimaginable, porque este rostro ahora se puede ver: es el rostro de Jesús, del Hijo de Dios que se hace hombre. En Él halla cumplimiento el camino de revelación de Dios iniciado con la llamada de Abrahán, Él es la plenitud de esta revelación porque es el Hijo de Dios, es a la vez «mediador y plenitud de toda la Revelación» (const. dogm. Dei Verbum, 2), en Él el contenido de la Revelación y el Revelador coinciden. Jesús nos muestra el rostro de Dios y nos da a conocer el nombre de Dios. En la Oración sacerdotal, en la Última Cena, Él dice al Padre: «He manifestado tu nombre a los hombres… Les he dado a conocer tu nombre» (cf. Jn 17, 6.26). La expresión «nombre de Dios» significa Dios como Aquel que está presente entre los hombres. A Moisés, junto a la zarza ardiente, Dios le había revelado su nombre, es decir, hizo posible que se le invocara, había dado un signo concreto de su «estar» entre los hombres. Todo esto encuentra en Jesús cumplimiento y plenitud: Él inaugura de un modo nuevo la presencia de Dios en la historia, porque quien lo ve a Él ve al Padre, como dice a Felipe (cf. Jn 14, 9). El cristianismo —afirma san Bernardo— es la «religión de la Palabra de Dios»; no, sin embargo, de «una palabra escrita y muda, sino del Verbo encarnado y viviente» (Hom. super missus est, IV, 11: pl 183, 86 b). En la tradición patrística y medieval se usa una fórmula especial para expresar esta realidad: se dice que Jesús es el Verbum abbreviatum (cf. Rm 9, 28, referido a Is 10, 23), el Verbo abreviado, la Palabra breve, abreviada y sustancial del Padre, que nos ha dicho todo de Él. En Jesús está presente toda la Palabra.

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En Jesús también la mediación entre Dios y el hombre encuentra su plenitud. En el Antiguo Testamento hay una multitud de figuras que desempeñaron esta función, en especial Moisés, el liberador, el guía, el «mediador» de la alianza, como lo define también el Nuevo Testamento (cf. Gal 3, 19; Hch 7, 35; Jn 1, 17). Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, no es simplemente uno de los mediadores entre Dios y el hombre, sino que es «el mediador» de la nueva y eterna alianza (cf. Hb 8, 6; 9, 15; 12, 24); «Dios es uno —dice Pablo—, y único también el mediador entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús» (1 Tm 2, 5; cf. Gal 3, 19-20). En Él vemos y encontramos al Padre; en Él podemos invocar a Dios con el nombre de «Abbà, Padre»; en Él se nos dona la salvación.

El deseo de conocer realmente a Dios, es decir, de ver el rostro de Dios es innato en cada hombre, también en los ateos. Y nosotros tenemos, tal vez inconscientemente, este deseo de ver sencillamente quién es Él, qué cosa es, quién es para nosotros. Pero este deseo se realiza siguiendo a Cristo; así vemos su espalda y vemos en definitiva también a Dios como amigo, su rostro en el rostro de Cristo. Lo importante es que sigamos a Cristo no sólo en el momento en que tenemos necesidad y cuando encontramos un espacio en nuestras ocupaciones cotidianas, sino con nuestra vida en cuanto tal. Toda nuestra existencia debe estar orientada hacia el encuentro con Jesucristo, al amor hacia Él; y, en ella, debe tener también un lugar central el amor al prójimo, ese amor que, a la luz del Crucificado, nos hace reconocer el rostro de Jesús en el pobre, en el débil, en el que sufre. Esto sólo es posible si el rostro auténtico de Jesús ha llegado a ser familiar para nosotros en la escucha de su Palabra, al dialogar interiormente, al entrar en esta Palabra de tal manera que realmente lo encontremos, y, naturalmente, en el Misterio de la Eucaristía. En el Evangelio de san Lucas es significativo el pasaje de los dos discípulos de Emaús, que reconocen a Jesús al partir el pan, pero preparados por el camino hecho con Él, preparados por la invitación que le hicieron de permanecer con ellos, preparados por el diálogo que hizo arder su corazón; así, al final, ven a Jesús. También para nosotros la Eucaristía es la gran escuela en la que aprendemos a ver el rostro de Dios, entramos en relación íntima con Él; y aprendemos, al mismo tiempo, a dirigir la mirada hacia el momento final de la historia, cuando Él nos saciará con la luz de su rostro. Sobre la tierra caminamos hacia esta plenitud, en la espera gozosa de que se realice realmente el reino de Dios. Gracias.

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92 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Creo en Dios

92 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: CREO EN DIOS

AUDIENCIA GENERAL DEL 23 DE ENERO DE 2013

«Creo en Dios»

Queridos hermanos y hermanas:

En este Año de la fe quisiera comenzar hoy a reflexionar con vosotros sobre el Credo, es decir, sobre la solemne profesión de fe que acompaña nuestra vida de creyentes. El Credo comienza así: «Creo en Dios». Es una afirmación fundamental, aparentemente sencilla en su esencialidad, pero que abre al mundo infinito de la relación con el Señor y con su misterio. Creer en Dios implica adhesión a Él, acogida de su Palabra y obediencia gozosa a su revelación. Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, «la fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela» (n. 166). Poder decir que creo en Dios es, por lo tanto, a la vez un don —Dios se revela, viene a nuestro encuentro— y un compromiso, es gracia divina y responsabilidad humana, en una experiencia de diálogo con Dios que, por amor, «habla a los hombres como amigos» (Dei Verbum, 2), nos habla a fin de que, en la fe y con la fe, podamos entrar en comunión con Él.

¿Dónde podemos escuchar a Dios y su Palabra? Es fundamental la Sagrada Escritura, donde la Palabra de Dios se hace audible para nosotros y alimenta nuestra vida de «amigos» de Dios. Toda la Biblia relata la revelación de Dios a la humanidad; toda la Biblia habla de fe y nos enseña la fe narrando una historia en la que Dios conduce su proyecto de redención y se hace cercano a nosotros, los hombres, a través de numerosas figuras luminosas de personas que creen en Él y a Él se confían, hasta la plenitud de la revelación en el Señor Jesús.

Es muy bello, al respecto, el capítulo 11 de la Carta a los Hebreos, que acabamos de escuchar. Se habla de la fe y se ponen de relieve las grandes figuras bíblicas que la han vivido, convirtiéndose en modelo para todos los creyentes. En el primer versículo, dice el texto: «La fe es fundamento de lo que se espera y garantía de lo que no se ve» (11, 1). Los ojos de la fe son, por lo tanto, capaces de ver lo invisible y el corazón del creyente puede esperar más allá de toda esperanza, precisamente como Abrahán, de quien Pablo dice en la Carta a los Romanos que «creyó contra toda esperanza» (4, 18).

Y es precisamente sobre Abrahán en quien quisiera detenerme y detener nuestra atención, porque él es la primera gran figura de referencia para hablar de fe en Dios: Abrahán el gran patriarca, modelo ejemplar, padre de todos los creyentes (cf. Rm 4, 11-12). La Carta a los Hebreos lo presenta así: «Por la fe obedeció Abrahán a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber adónde iba. Por fe vivió como extranjero en la tierra prometida, habitando en tiendas, y lo mismo Isaac y Jacob, herederos de la misma promesa, mientras esperaba la ciudad de sólidos cimientos cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios» (11, 8-10).

El autor de la Carta a los Hebreos hace referencia aquí a la llamada de Abrahán, narrada en el Libro del Génesis, el primer libro de la Biblia. ¿Qué pide Dios a este patriarca? Le pide que se ponga en camino abandonando la propia tierra para ir hacia el país que le mostrará: «Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré» (Gn 12 ,1). ¿Cómo habríamos respondido nosotros a una invitación similar? Se trata, en efecto, de partir en la oscuridad, sin saber adónde le conducirá Dios; es un camino que pide una obediencia y una confianza radical, a lo cual sólo la fe permite acceder. Pero la oscuridad de lo desconocido —adonde Abrahán debe ir— se ilumina con la luz de una promesa; Dios añade al mandato una palabra tranquilizadora que abre ante Abrahán un futuro de vida en plenitud: «Haré de ti una gran nación, te bendeciré, haré famoso tu nombre… y en ti serán benditas todas las familias de la tierra» (Gn 12, 2.3).

La bendición, en la Sagrada Escritura, está relacionada principalmente con el don de la vida que viene de Dios, y se manifiesta ante todo en la fecundidad, en una vida que se multiplica, pasando de generación en generación. Y con la bendición está relacionada también la experiencia de la posesión de una tierra, de un lugar estable donde vivir y crecer en libertad y seguridad, temiendo a Dios y construyendo una sociedad de hombres fieles a la Alianza, «reino de sacerdotes y nación santa» (cf. Ex 19, 6).

Por ello Abrahán, en el proyecto divino, está destinado a convertirse en «padre de muchedumbre de pueblos» (Gn 17, 5; cf. Rm 4, 17-18) y a entrar en una tierra nueva donde habitar. Sin embargo Sara, su esposa, es estéril, no puede tener hijos; y el país hacia el cual le conduce Dios está lejos de su tierra de origen, ya está habitado por otras poblaciones, y nunca le pertenecerá verdaderamente. El narrador bíblico lo subraya, si bien con mucha discreción: cuando Abrahán llega al lugar de la promesa de Dios: «en aquel tiempo habitaban allí los cananeos» (Gn 12, 6). La tierra que Dios dona a Abrahán no le pertenece, él es un extranjero y lo será siempre, con todo lo que comporta: no tener miras de posesión, sentir siempre la propia pobreza, ver todo como don. Ésta es también la condición espiritual de quien acepta seguir al Señor, de quien decide partir acogiendo su llamada, bajo el signo de su invisible pero poderosa bendición. Y Abrahán, «padre de los creyentes», acepta esta llamada en la fe. Escribe san Pablo en laCarta a los Romanos: «Apoyado en la esperanza, creyó contra toda esperanza que llegaría a ser padre de muchos pueblos, de acuerdo con lo que se le había dicho: Así será tu descendencia. Y, aunque se daba cuenta de que su cuerpo estaba ya medio muerto —tenía unos cien años— y de que el seno de Sara era estéril, no vaciló en su fe. Todo lo contrario, ante la promesa divina no cedió a la incredulidad, sino que se fortaleció en la fe, dando gloria a Dios, pues estaba persuadido de que Dios es capaz de hacer lo que promete» (Rm 4, 18-21).

La fe lleva a Abrahán a recorrer un camino paradójico. Él será bendecido, pero sin los signos visibles de la bendición: recibe la promesa de llegar a ser un gran pueblo, pero con una vida marcada por la esterilidad de su esposa, Sara; se le conduce a una nueva patria, pero deberá vivir allí como extranjero; y la única posesión de la tierra que se le consentirá será el de un trozo de terreno para sepultar allí a Sara (cf. Gn 23, 1-20). Abrahán recibe la bendición porque, en la fe, sabe discernir la bendición divina yendo más allá de las apariencias, confiando en la presencia de Dios incluso cuando sus caminos se presentan misteriosos.

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¿Qué significa esto para nosotros? Cuando afirmamos: «Creo en Dios», decimos como Abrahán: «Me fío de Ti; me entrego a Ti, Señor», pero no como a Alguien a quien recurrir sólo en los momentos de dificultad o a quien dedicar algún momento del día o de la semana. Decir «creo en Dios» significa fundar mi vida en Él, dejar que su Palabra la oriente cada día en las opciones concretas, sin miedo de perder algo de mí mismo. Cuando en el Rito del Bautismo se pregunta tres veces: «¿Creéis?» en Dios, en Jesucristo, en el Espíritu Santo, en la santa Iglesia católica y las demás verdades de fe, la triple respuesta se da en singular: «Creo», porque es mi existencia personal la que debe dar un giro con el don de la fe, es mi existencia la que debe cambiar, convertirse. Cada vez que participamos en un Bautizo deberíamos preguntarnos cómo vivimos cada día el gran don de la fe.

Abrahán, el creyente, nos enseña la fe; y, como extranjero en la tierra, nos indica la verdadera patria. La fe nos hace peregrinos, introducidos en el mundo y en la historia, pero en camino hacia la patria celestial. Creer en Dios nos hace, por lo tanto, portadores de valores que a menudo no coinciden con la moda y la opinión del momento, nos pide adoptar criterios y asumir comportamientos que no pertenecen al modo de pensar común. El cristiano no debe tener miedo a ir «a contracorriente» por vivir la propia fe, resistiendo la tentación de «uniformarse». En muchas de nuestras sociedades Dios se ha convertido en el «gran ausente» y en su lugar hay muchos ídolos, ídolos muy diversos, y, sobre todo, la posesión y el «yo» autónomo. Los notables y positivos progresos de la ciencia y de la técnica también han inducido al hombre a una ilusión de omnipotencia y de autosuficiencia; y un creciente egocentrismo ha creado no pocos desequilibrios en el seno de las relaciones interpersonales y de los comportamientos sociales.

Sin embargo, la sed de Dios (cf. Sal 63, 2) no se ha extinguido y el mensaje evangélico sigue resonando a través de las palabras y la obras de tantos hombres y mujeres de fe. Abrahán, el padre de los creyentes, sigue siendo padre de muchos hijos que aceptan caminar tras sus huellas y se ponen en camino, en obediencia a la vocación divina, confiando en la presencia benévola del Señor y acogiendo su bendición para convertirse en bendición para todos. Es el bendito mundo de la fe al que todos estamos llamados, para caminar sin miedo siguiendo al Señor Jesucristo. Y es un camino algunas veces difícil, que conoce también la prueba y la muerte, pero que abre a la vida, en una transformación radical de la realidad que sólo los ojos de la fe son capaces de ver y gustar en plenitud.

Afirmar «creo en Dios» nos impulsa, entonces, a ponernos en camino, a salir continuamente de nosotros mismos, justamente como Abrahán, para llevar a la realidad cotidiana en la que vivimos la certeza que nos viene de la fe: es decir, la certeza de la presencia de Dios en la historia, también hoy; una presencia que trae vida y salvación, y nos abre a un futuro con Él para una plenitud de vida que jamás conocerá el ocaso.

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90 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Yo creo en Dios: el Creador del Cielo y de la Tierra, el Creador del ser humano

90 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: YO CREO EN DIOS: EL CREADOR DEL CIELO Y DE LA TIERRA, EL CREADOR DEL SER HUMANO

AUDIENCIA GENERAL DEL 6 DE FEBRERO DE 2013

Yo creo en Dios: el Creador del Cielo y de la Tierra, el Creador del ser humano

Queridos hermanos y hermanas:

El Credo, que comienza calificando a Dios «Padre omnipotente», como meditamos la semana pasada, añade luego que Él es el «Creador del cielo y de la tierra», y retoma de este modo la afirmación con la que comienza la Biblia. En el primer versículo de la Sagrada Escritura en efecto se lee: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1, 1): es Dios el origen de todas las cosas y en la belleza de la creación se despliega su omnipotencia de Padre que ama.

Dios se manifiesta como Padre en la creación, en cuanto origen de la vida, y, al crear, muestra su omnipotencia. Las imágenes usadas por la Sagrada Escritura al respecto son muy sugestivas (cf. Is 40, 12; 45, 18; 48, 13; Sal 104, 2.5; 135, 7; Pr 8, 27-29; Jb38–39). Él, como un Padre bueno y poderoso, cuida de todo aquello que ha creado con un amor y una fidelidad que nunca decae, dicen repetidamente los Salmos (cf. Sal 57, 11; 108, 5; 36, 6). Así, la creación se convierte en espacio donde conocer y reconocer la omnipotencia del Señor y su bondad, y llega a ser llamamiento a nuestra fe de creyentes para que proclamemos a Dios como Creador. «Por la fe —escribe el autor de la Carta a los Hebreos— sabemos que el universo fue configurado por la Palabra de Dios, de manera que lo visible procede de lo invisible» (11, 3). La fe, por lo tanto, implica saber reconocer lo invisible distinguiendo sus huellas en el mundo visible. El creyente puede leer el gran libro de la naturaleza y entender su lenguaje (cf. Sal 19, 2-5); pero es necesaria la Palabra de revelación, que suscita la fe, para que el hombre pueda llegar a la plena consciencia de la realidad de Dios como Creador y Padre. En el libro de la Sagrada Escritura la inteligencia humana puede encontrar, a la luz de la fe, la clave de interpretación para comprender el mundo. En particular, ocupa un lugar especial el primer capítulo del Génesis, con la solemne presentación de la obra creadora divina que se despliega a lo largo de siete días: en seis días Dios realiza la creación y el séptimo día, el sábado, concluye toda actividad y descansa. Día de la libertad para todos, día de la comunión con Dios. Y así, con esta imagen, el libro del Génesis nos indica que el primer pensamiento de Dios era encontrar un amor que respondiera a su amor. El segundo pensamiento es crear un mundo material donde situar este amor, estas criaturas que le correspondan en libertad. Tal estructura, por lo tanto, hace que el texto esté caracterizado por algunas repeticiones significativas. Por ejemplo, se repite seis veces la frase: «Vio Dios que era bueno» (vv. 4.10.12.18.21.25), para concluir, la séptima vez, después de la creación del hombre: «Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno» (v. 31). Todo lo que Dios crea es bello y bueno, impregnado de sabiduría y de amor; la acción creadora de Dios trae orden, introduce armonía, dona belleza. En el relato del Génesis emerge luego que el Señor crea con su Palabra: en el texto se lee diez veces la expresión «Dijo Dios» (vv. 3.6.9.11.14.20.24.26.28.29). Es la palabra, elLogos de Dios, lo que está en el origen de la realidad del mundo; y al decir: «Dijo Dios», fue así, subraya el poder eficaz de la Palabra divina. El Salmista canta de esta forma: «La Palabra del Señor hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos… porque Él lo dijo, y existió; Él lo mandó y todo fue creado» (33, 6.9). La vida brota, el mundo existe, porque todo obedece a la Palabra divina.

Pero hoy nuestra pregunta es: en la época de la ciencia y de la técnica, ¿tiene sentido todavía hablar de creación? ¿Cómo debemos comprender las narraciones del Génesis? La Biblia no quiere ser un manual de ciencias naturales; quiere en cambio hacer comprender la verdad auténtica y profunda de las cosas. La verdad fundamental que nos revelan los relatos del Génesis es que el mundo no es un conjunto de fuerzas entre sí contrastantes, sino que tiene su origen y su estabilidad en el Logos, en la Razón eterna de Dios, que sigue sosteniendo el universo. Hay un designio sobre el mundo que nace de esta Razón, del Espíritu creador. Creer que en la base de todo exista esto, ilumina cualquier aspecto de la existencia y da la valentía para afrontar con confianza y esperanza la aventura de la vida. Por lo tanto, la Escritura nos dice que el origen del ser, del mundo, nuestro origen no es lo irracional y la necesidad, sino la razón y el amor y la libertad. De ahí la alternativa: o prioridad de lo irracional, de la necesidad, o prioridad de la razón, de la libertad, del amor. Nosotros creemos en esta última posición.

Pero quisiera decir una palabra también sobre aquello que es el vértice de toda la creación: el hombre y la mujer, el ser humano, el único «capaz de conocer y amar a su Creador» (const. past. Gaudium et spes, 12). El Salmista, mirando a los cielos, se pregunta: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para mirar por él?» (8, 4-5). El ser humano, creado con amor por Dios, es algo muy pequeño ante la inmensidad del universo. A veces, mirando fascinados las enormes extensiones del firmamento, también nosotros hemos percibido nuestra limitación. El ser humano está habitado por esta paradoja: nuestra pequeñez y nuestra caducidad conviven con la grandeza de aquello que el amor eterno de Dios ha querido para nosotros.

Los relatos de la creación en el Libro del Génesis nos introducen también en este misterioso ámbito, ayudándonos a conocer el proyecto de Dios sobre el hombre. Antes que nada afirman que Dios formó al hombre con el polvo de la tierra (cf. Gn 2, 7). Esto significa que no somos Dios, no nos hemos hecho solos, somos tierra; pero significa también que venimos de la tierra buena, por obra del Creador bueno. A esto se suma otra realidad fundamental: todos los seres humanos son polvo, más allá de las distinciones obradas por la cultura y la historia, más allá de toda diferencia social; somos una única humanidad plasmada con la única tierra de Dios. Hay, luego, un segundo elemento: el ser humano se origina porque Dios sopla el aliento de vida en el cuerpo modelado de la tierra (cf. Gn 2, 7). El ser humano está hecho a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26-27). Todos, entonces, llevamos en nosotros el aliento vital de Dios, y toda vida humana —nos dice la Biblia— está bajo la especial protección de Dios. Esta es la razón más profunda de la inviolabilidad de la dignidad humana contra toda tentación de valorar a la persona según criterios utilitaristas y de poder. El ser a imagen y semejanza de Dios indica luego que el hombre no está cerrado en sí mismo, sino que tiene una referencia esencial en Dios.

La Creacion de Dios krouillong comunion en la mano sacrilegio 2

En los primeros capítulos del Libro del Génesis encontramos dos imágenes significativas: el jardín con el árbol del conocimiento del bien y del mal y la serpiente (cf. 2, 15-17; 3, 1-5). El jardín nos dice que la realidad en la que Dios puso al ser humano no es una foresta salvaje, sino un lugar que protege, nutre y sostiene; y el hombre debe reconocer el mundo no como propiedad que se puede saquear y explotar, sino como don del Creador, signo de su voluntad salvífica, don que se ha de cultivar y custodiar, que se debe hacer crecer y desarrollar en el respeto, en la armonía, siguiendo en él los ritmos y la lógica, según el designio de Dios (cf.Gn 2, 8-15). La serpiente es una figura que deriva de los cultos orientales de la fecundidad, que fascinaban a Israel y constituían una constante tentación de abandonar la misteriosa alianza con Dios. A la luz de esto, la Sagrada Escritura presenta la tentación que sufrieron Adán y Eva como el núcleo de la tentación y del pecado. ¿Qué dice, en efecto, la serpiente? No niega a Dios, pero insinúa una pregunta solapada: «¿Conque Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?» (Gn 3, 2). De este modo la serpiente suscita la sospecha de que la alianza con Dios es como una cadena que ata, que priva de la libertad y de las cosas más bellas y preciosas de la vida. La tentación se convierte en la de construirse solos el mundo donde se vive, de no aceptar los límites de ser creatura, los límites del bien y del mal, de la moralidad; la dependencia del amor creador de Dios se ve como un peso del que hay que liberarse. Este es siempre el núcleo de la tentación. Pero cuando se desvirtúa la relación con Dios, con una mentira, poniéndose en su lugar, todas las demás relaciones se ven alteradas. Entonces el otro se convierte en un rival, en una amenaza: Adán, después de ceder a la tentación, acusa inmediatamente a Eva (cf. Gn 3, 12); los dos se esconden de la mirada de aquel Dios con quien conversaban en amistad (cf. 3, 8-10); el mundo ya no es el jardín donde se vive en armonía, sino un lugar que se ha de explotar y en el cual se encubren insidias (cf. 3, 14-19); la envidia y el odio hacia el otro entran en el corazón del hombre: ejemplo de ello es Caín que mata al propio hermano Abel (cf. 4, 3-9). Al ir contra su Creador, en realidad el hombre va contra sí mismo, reniega de su origen y por lo tanto de su verdad; y el mal entra en el mundo, con su penosa cadena de dolor y de muerte. Cuanto Dios había creado era bueno, es más, muy bueno; después de esta libre decisión del hombre a favor de la mentira contra la verdad, el mal entra en el mundo.

De los relatos de la creación, quisiera poner de relieve una última enseñanza: el pecado engendra pecado y todos los pecados de la historia están vinculados entre sí. Este aspecto nos impulsa a hablar del llamado «pecado original». ¿Cuál es el significado de esta realidad, difícil de comprender? Desearía solamente mencionar algún elemento. Antes que nada debemos considerar que ningún hombre está cerrado en sí mismo, nadie puede vivir solo de sí y para sí; nosotros recibimos la vida de otro y no sólo en el momento del nacimiento, sino cada día. El ser humano es relación: yo soy yo mismo sólo en el tú y a través del tú, en la relación del amor con el Tú de Dios y el tú de los demás. Pues bien, el pecado consiste en enturbiar o destruir la relación con Dios, esta es su esencia: destruir la relación con Dios, la relación fundamental, situarse en el lugar de Dios. El Catecismo de la Iglesia católicaafirma que con el primer pecado el hombre «hizo la elección de sí mismo contra Dios, contra las exigencias de su estado de creatura y, por tanto, contra su propio bien» (n. 398). Alterada la relación fundamental, se comprometen o se destruyen también los demás polos de la relación, el pecado arruina las relaciones, así arruina todo, porque nosotros somos relación. Ahora, si la estructura relacional de la humanidad está turbada desde el inicio, todo hombre entra en un mundo marcado por esta alteración de las relaciones, entra en un mundo turbado por el pecado, del cual es marcado personalmente; el pecado inicial menoscaba e hiere la naturaleza humana (cf. Catecismo de la Iglesia católica, 404-406). Y el hombre por sí solo, uno solo, no puede salir de esta situación, no puede redimirse solo; solamente el Creador mismo puede restaurar las justas relaciones. Sólo si Aquél de quien nos hemos alejado viene a nosotros y nos tiende la mano con amor, las justas relaciones pueden reanudarse. Esto acontece en Jesucristo, que realiza exactamente el itinerario inverso del que hizo Adán, como describe el himno en el segundo capítulo de la Carta de San Pablo a los Filipenses (2, 5-11): así como Adán no reconoce que es creatura y quiere ponerse en el lugar de Dios, Jesús, el Hijo de Dios, está en en una relación filial perfecta con el Padre, se abaja, se convierte en siervo, recorre el camino del amor humillándose hasta la muerte de cruz, para volver a poner en orden las relaciones con Dios. La Cruz de Cristo se convierte de este modo en el nuevo árbol de la vida.

Queridos hermanos y hermanas, vivir de fe quiere decir reconocer la grandeza de Dios y aceptar nuestra pequeñez, nuestra condición de creaturas dejando que el Señor la colme con su amor y crezca así nuestra verdadera grandeza. El mal, con su carga de dolor y de sufrimiento, es un misterio que la luz de la fe ilumina, que nos da la certeza de poder ser liberados de él: la certeza de que es bueno ser hombre.

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89 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Las tentaciones de Jesús y la conversión por el Reino de los Cielos

89 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: LAS TENTACIONES DE JESÚS Y LA CONVERSIÓN POR EL REINO DE DIOS

AUDIENCIA GENERAL DEL 13 DE FEBRERO DE 2013

Las tentaciones de Jesús y la conversión por el Reino de los Cielos

Queridos hermanos y hermanas

Como sabéis —gracias por vuestra simpatía—, he decidido renunciar al ministerio que el Señor me ha confiado el 19 de abril de 2005. Lo he hecho con plena libertad por el bien de la Iglesia, tras haber orado durante mucho tiempo y haber examinado mi conciencia ante Dios, muy consciente de la importancia de este acto, pero consciente al mismo tiempo de no estar ya en condiciones de desempeñar el ministerio petrino con la fuerza que éste requiere. Me sostiene y me ilumina la certeza de que la Iglesia es de Cristo, que no dejará de guiarla y cuidarla. Agradezco a todos el amor y la plegaria con que me habéis acompañado. Gracias. En estos días nada fáciles para mí, he sentido casi físicamente la fuerza que me da la oración, el amor de la Iglesia, vuestra oración. Seguid rezando por mí, por la Iglesia, por el próximo Papa. El Señor nos guiará.

Las tentaciones de Jesús y la conversión por el Reino de los Cielos

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, miércoles de Ceniza, empezamos el tiempo litúrgico de Cuaresma, cuarenta días que nos preparan a la celebración de la Santa Pascua; es un tiempo de particular empeño en nuestro camino espiritual. El número cuarenta se repite varias veces en la Sagrada Escritura. En especial, como sabemos, recuerda los cuarenta años que el pueblo de Israel peregrinó en el desierto: un largo período de formación para convertirse en el pueblo de Dios, pero también un largo período en el que la tentación de ser infieles a la alianza con el Señor estaba siempre presente. Cuarenta fueron también los días de camino del profeta Elías para llegar al Monte de Dios, el Horeb; así como el periodo que Jesús pasó en el desierto antes de iniciar su vida pública y donde fue tentado por el diablo. En la catequesis de hoy desearía detenerme precisamente en este momento de la vida terrena del Señor, que leeremos en el Evangelio del próximo domingo.

Ante todo el desierto, donde Jesús se retira, es el lugar del silencio, de la pobreza, donde el hombre está privado de los apoyos materiales y se halla frente a las preguntas fundamentales de la existencia, es impulsado a ir a lo esencial y precisamente por esto le es más fácil encontrar a Dios. Pero el desierto es también el lugar de la muerte, porque donde no hay agua no hay siquiera vida, y es el lugar de la soledad, donde el hombre siente más intensa la tentación. Jesús va al desierto y allí sufre la tentación de dejar el camino indicado por el Padre para seguir otros senderos más fáciles y mundanos (cf. Lc 4, 1-13). Así Él carga nuestras tentaciones, lleva nuestra miseria para vencer al maligno y abrirnos el camino hacia Dios, el camino de la conversión.

Reflexionar sobre las tentaciones a las que es sometido Jesús en el desierto es una invitación a cada uno de nosotros para responder a una pregunta fundamental: ¿qué cuenta de verdad en mi vida? En la primera tentación el diablo propone a Jesús que cambie una piedra en pan para satisfacer el hambre. Jesús rebate que el hombre vive también de pan, pero no sólo de pan: sin una respuesta al hambre de verdad, al hambre de Dios, el hombre no se puede salvar (cf. vv. 3-4). En la segunda tentación, el diablo propone a Jesús el camino del poder: le conduce a lo alto y le ofrece el dominio del mundo; pero no es éste el camino de Dios: Jesús tiene bien claro que no es el poder mundano lo que salva al mundo, sino el poder de la cruz, de la humildad, del amor (cf. vv. 5-8). En la tercera tentación, el diablo propone a Jesús que se arroje del alero del templo de Jerusalén y que haga que le salve Dios mediante sus ángeles, o sea, que realice algo sensacional para poner a prueba a Dios mismo; pero la respuesta es que Dios no es un objeto al que imponer nuestras condiciones: es el Señor de todo (cf. vv. 9-12). ¿Cuál es el núcleo de las tres tentaciones que sufre Jesús? Es la propuesta de instrumentalizar a Dios, de utilizarle para los propios intereses, para la propia gloria y el propio éxito. Y por lo tanto, en sustancia, de ponerse uno mismo en el lugar de Dios, suprimiéndole de la propia existencia y haciéndole parecer superfluo. Cada uno debería preguntarse: ¿qué puesto tiene Dios en mi vida? ¿Es Él el Señor o lo soy yo?

Superar la tentación de someter a Dios a uno mismo y a los propios intereses, o de ponerle en un rincón, y convertirse al orden justo de prioridades, dar a Dios el primer lugar, es un camino que cada cristiano debe recorrer siempre de nuevo. «Convertirse», una invitación que escucharemos muchas veces en Cuaresma, significa seguir a Jesús de manera que su Evangelio sea guía concreta de la vida; significa dejar que Dios nos transforme, dejar de pensar que somos nosotros los únicos constructores de nuestra existencia; significa reconocer que somos creaturas, que dependemos de Dios, de su amor, y sólo «perdiendo» nuestra vida en Él podemos ganarla. Esto exige tomar nuestras decisiones a la luz de la Palabra de Dios. Actualmente ya no se puede ser cristiano como simple consecuencia del hecho de vivir en una sociedad que tiene raíces cristianas: también quien nace en una familia cristiana y es formado religiosamente debe, cada día, renovar la opción de ser cristiano, dar a Dios el primer lugar, frente a las tentaciones que una cultura secularizada le propone continuamente, frente al juicio crítico de muchos contemporáneos.

Las pruebas a las que la sociedad actual somete al cristiano, en efecto, son muchas y tocan la vida personal y social. No es fácil ser fieles al matrimonio cristiano, practicar la misericordia en la vida cotidiana, dejar espacio a la oración y al silencio interior; no es fácil oponerse públicamente a opciones que muchos consideran obvias, como el aborto en caso de embarazo indeseado, la eutanasia en caso de enfermedades graves, o la selección de embriones para prevenir enfermedades hereditarias. La tentación de dejar de lado la propia fe está siempre presente y la conversión es una respuesta a Dios que debe ser confirmada varias veces en la vida.

Sirven de ejemplo y de estímulo las grandes conversiones, como la de san Pablo en el camino de Damasco, o san Agustín; pero también en nuestra época de eclipse del sentido de lo sagrado, la gracia de Dios actúa y obra maravillas en la vida de muchas personas. El Señor no se cansa de llamar a la puerta del hombre en contextos sociales y culturales que parecen engullidos por la secularización, como ocurrió con el ruso ortodoxo Pavel Florenskij. Después de una educación completamente agnóstica, hasta el punto de experimentar auténtica hostilidad hacia las enseñanzas religiosas impartidas en la escuela, el científico Florenskij llega a exclamar: «¡No, no se puede vivir sin Dios!», y cambió completamente su vida: tanto que se hace monje.

Pienso también en la figura de Etty Hillesum, una joven holandesa de origen judío que morirá en Auschwitz. Inicialmente lejos de Dios, le descubre mirando profundamente dentro de ella misma y escribe: «Un pozo muy profundo hay dentro de mí. Y Dios está en ese pozo. A veces me sucede alcanzarle, más a menudo piedra y arena le cubren: entonces Dios está sepultado. Es necesario que lo vuelva a desenterrar» (Diario, 97). En su vida dispersa e inquieta, encuentra a Dios precisamente en medio de la gran tragedia del siglo XX, la Shoah. Esta joven frágil e insatisfecha, transfigurada por la fe, se convierte en una mujer llena de amor y de paz interior, capaz de afirmar: «Vivo constantemente en intimidad con Dios».

La capacidad de oponerse a las lisonjas ideológicas de su tiempo para elegir la búsqueda de la verdad y abrirse al descubrimiento de la fe está testimoniada por otra mujer de nuestro tiempo: la estadounidense Dorothy Day. En su autobiografía, confiesa abiertamente haber caído en la tentación de resolver todo con la política, adhiriéndose a la propuesta marxista: «Quería ir con los manifestantes, ir a prisión, escribir, influir en los demás y dejar mi sueño al mundo. ¡Cuánta ambición y cuánta búsqueda de mí misma había en todo esto!». El camino hacia la fe en un ambiente tan secularizado era particularmente difícil, pero la Gracia actúa igual, como ella misma subrayara: «Es cierto que sentí más a menudo la necesidad de ir a la iglesia, de arrodillarme, de inclinar la cabeza en oración. Un instinto ciego, se podría decir, porque no era consciente de orar. Pero iba, me introducía en la atmósfera de oración…». Dios la condujo a una adhesión consciente a la Iglesia, a una vida dedicada a los desheredados.

En nuestra época no son pocas las conversiones entendidas como el regreso de quien, después de una educación cristiana, tal vez superficial, se ha alejado durante años de la fe y después redescubre a Cristo y su Evangelio. En el Libro del Apocalipsis leemos: «Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (3, 20). Nuestro hombre interior debe prepararse para ser visitado por Dios, y precisamente por esto no debe dejarse invadir por los espejismos, las apariencias, las cosas materiales.

En este tiempo de Cuaresma, en el Año de la fe, renovemos nuestro empeño en el camino de conversión para superar la tendencia a cerrarnos en nosotros mismos y para, en cambio, hacer espacio a Dios, mirando con sus ojos la realidad cotidiana. La alternativa entre el cierre en nuestro egoísmo y la apertura al amor de Dios y de los demás podríamos decir que se corresponde con la alternativa de las tentaciones de Jesús: o sea, alternativa entre poder humano y amor a la Cruz, entre una redención vista en el bienestar material sólo y una redención como obra de Dios, a quien damos la primacía en la existencia. Convertirse significa no encerrarse en la búsqueda del propio éxito, del propio prestigio, de la propia posición, sino hacer que cada día, en las pequeñas cosas, la verdad, la fe en Dios y el amor se transformen en la cosa más importante.

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88 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI:Última Audiencia General del Santo Padre Benedicto XVI

 

88 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: ÚLTIMA AUDIENCIA GENERAL DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL DEL 27 DE FEBRERO DE 2013

Última Audiencia General del Santo Padre Benedicto XVI

Venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado,
distinguidas autoridades,
queridos hermanos y hermanas:

Os doy las gracias por haber venido, y tan numerosos, a ésta que es mi última audiencia general.

Gracias de corazón. Estoy verdaderamente conmovido y veo que la Iglesia está viva. Y pienso que debemos también dar gracias al Creador por el buen tiempo que nos regala ahora, todavía en invierno.

Como el apóstol Pablo en el texto bíblico que hemos escuchado, también yo siento en mi corazón que debo dar gracias sobre todo a Dios, que guía y hace crecer a la Iglesia, que siembra su Palabra y alimenta así la fe en su Pueblo. En este momento, mi alma se ensancha y abraza a toda la Iglesia esparcida por el mundo; y doy gracias a Dios por las “noticias” que en estos años de ministerio petrino he recibido sobre la fe en el Señor Jesucristo, y sobre la caridad que circula realmente en el Cuerpo de la Iglesia, y que lo hace vivir en el amor, y sobre la esperanza que nos abre y nos orienta hacia la vida en plenitud, hacia la patria celestial.

Siento que llevo a todos en la oración, en un presente que es el de Dios, donde recojo cada encuentro, cada viaje, cada visita pastoral. Recojo todo y a todos en la oración para encomendarlos al Señor, para que tengamos pleno conocimiento de su voluntad, con toda sabiduría e inteligencia espiritual, y para que podamos comportarnos de manera digna de Él, de su amor, fructificando en toda obra buena (cf. Col 1, 9-10).

En este momento, tengo una gran confianza, porque sé, sabemos todos, que la Palabra de verdad del Evangelio es la fuerza de la Iglesia, es su vida. El Evangelio purifica y renueva, da fruto, dondequiera que la comunidad de los creyentes lo escucha y acoge la gracia de Dios en la verdad y en la caridad. Ésta es mi confianza, ésta es mi alegría.

Cuando el 19 de abril de hace casi ocho años acepté asumir el ministerio petrino, tuve esta firme certeza que siempre me ha acompañado: la certeza de la vida de la Iglesia por la Palabra de Dios. En aquel momento, como ya he expresado varias veces, las palabras que resonaron en mi corazón fueron: Señor, ¿por qué me pides esto y qué me pides? Es un peso grande el que pones en mis hombros, pero si Tú me lo pides, por tu palabra echaré las redes, seguro de que Tú me guiarás, también con todas mis debilidades. Y ocho años después puedo decir que el Señor realmente me ha guiado, ha estado cerca de mí, he podido percibir cotidianamente su presencia. Ha sido un trecho del camino de la Iglesia, que ha tenido momentos de alegría y de luz, pero también momentos no fáciles; me he sentido como San Pedro con los apóstoles en la barca en el lago de Galilea: el Señor nos ha dado muchos días de sol y de brisa suave, días en los que la pesca ha sido abundante; ha habido también momentos en los que las aguas se agitaban y el viento era contrario, como en toda la historia de la Iglesia, y el Señor parecía dormir. Pero siempre supe que en esa barca estaba el Señor y siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es suya. Y el Señor no deja que se hunda; es Él quien la conduce, ciertamente también a través de los hombres que ha elegido, pues así lo ha querido. Ésta ha sido y es una certeza que nada puede empañar. Y por eso hoy mi corazón está lleno de gratitud a Dios, porque jamás ha dejado que falte a toda la Iglesia y tampoco a mí su consuelo, su luz, su amor.

Estamos en el Año de la fe, que he proclamado para fortalecer precisamente nuestra fe en Dios en un contexto que parece rebajarlo cada vez más a un segundo plano. Desearía invitaros a todos a renovar la firme confianza en el Señor, a confiarnos como niños en los brazos de Dios, seguros de que esos brazos nos sostienen siempre y son los que nos permiten caminar cada día, también en la dificultad. Me gustaría que cada uno se sintiera amado por ese Dios que ha dado a su Hijo por nosotros y que nos ha mostrado su amor sin límites. Quisiera que cada uno de vosotros sintiera la alegría de ser cristiano. En una bella oración para recitar a diario por la mañana se dice: “Te adoro, Dios mío, y te amo con todo el corazón. Te doy gracias porque me has creado, hecho cristiano…”. Sí, alegrémonos por el don de la fe; es el bien más precioso, que nadie nos puede arrebatar. Por ello demos gracias al Señor cada día, con la oración y con una vida cristiana coherente. Dios nos ama, pero espera que también nosotros lo amemos.

Pero no es sólo a Dios a quien quiero dar las gracias en este momento. Un Papa no guía él solo la barca de Pedro, aunque sea ésta su principal responsabilidad. Yo nunca me he sentido solo al llevar la alegría y el peso del ministerio petrino; el Señor me ha puesto cerca a muchas personas que, con generosidad y amor a Dios y a la Iglesia, me han ayudado y han estado cerca de mí. Ante todo vosotros, queridos hermanos cardenales: vuestra sabiduría y vuestros consejos, vuestra amistad han sido valiosos para mí; mis colaboradores, empezando por mi Secretario de Estado que me ha acompañado fielmente en estos años; la Secretaría de Estado y toda la Curia Romana, así como todos aquellos que, en distintos ámbitos, prestan su servicio a la Santa Sede. Se trata de muchos rostros que no aparecen, permanecen en la sombra, pero precisamente en el silencio, en la entrega cotidiana, con espíritu de fe y humildad, han sido para mí un apoyo seguro y fiable. Un recuerdo especial a la Iglesia de Roma, mi diócesis. No puedo olvidar a los hermanos en el episcopado y en el presbiterado, a las personas consagradas y a todo el Pueblo de Dios: en las visitas pastorales, en los encuentros, en las audiencias, en los viajes, siempre he percibido gran interés y profundo afecto. Pero también yo os he querido a todos y cada uno, sin distinciones, con esa caridad pastoral que es el corazón de todo Pastor, sobre todo del Obispo de Roma, del Sucesor del Apóstol Pedro. Cada día he llevado a cada uno de vosotros en la oración, con el corazón de padre.

Desearía que mi saludo y mi agradecimiento llegara además a todos: el corazón de un Papa se extiende al mundo entero. Y querría expresar mi gratitud al Cuerpo diplomático ante la Santa Sede, que hace presente a la gran familia de las Naciones. Aquí pienso también en cuantos trabajan por una buena comunicación, y a quienes agradezco su importante servicio.

En este momento, desearía dar las gracias de todo corazón a las numerosas personas de todo el mundo que en las últimas semanas me han enviado signos conmovedores de delicadeza, amistad y oración. Sí, el Papa nunca está solo; ahora lo experimento una vez más de un modo tan grande que toca el corazón. El Papa pertenece a todos y muchísimas personas se sienten muy cerca de él. Es verdad que recibo cartas de los grandes del mundo –de los Jefes de Estado, de los líderes religiosos, de los representantes del mundo de la cultura, etcétera. Pero recibo también muchísimas cartas de personas humildes que me escriben con sencillez desde lo más profundo de su corazón y me hacen sentir su cariño, que nace de estar juntos con Cristo Jesús, en la Iglesia. Estas personas no me escriben como se escribe, por ejemplo, a un príncipe o a un personaje a quien no se conoce. Me escriben como hermanos y hermanas o como hijos e hijas, sintiendo un vínculo familiar muy afectuoso. Aquí se puede tocar con la mano qué es la Iglesia –no una organización, una asociación con fines religiosos o humanitarios, sino un cuerpo vivo, una comunión de hermanos y hermanas en el Cuerpo de Jesucristo, que nos une a todos. Experimentar la Iglesia de este modo, y poder casi llegar a tocar con la mano la fuerza de su verdad y de su amor, es motivo de alegría, en un tiempo en que tantos hablan de su declive. Pero vemos cómo la Iglesia hoy está viva.

En estos últimos meses, he notado que mis fuerzas han disminuido, y he pedido a Dios con insistencia, en la oración, que me iluminara con su luz para tomar la decisión más adecuada no para mi propio bien, sino para el bien de la Iglesia. He dado este paso con plena conciencia de su importancia y también de su novedad, pero con una profunda serenidad de ánimo. Amar a la Iglesia significa también tener el valor de tomar decisiones difíciles, sufridas, teniendo siempre delante el bien de la Iglesia y no el de uno mismo.

Permitidme aquí volver de nuevo al 19 de abril de 2005. La seriedad de la decisión reside precisamente también en el hecho de que a partir de aquel momento me comprometía siempre y para siempre con el Señor. Siempre –quien asume el ministerio petrino ya no tiene ninguna privacidad. Pertenece siempre y totalmente a todos, a toda la Iglesia. Su vida, por así decirlo, viene despojada de la dimensión privada. He podido experimentar, y lo experimento precisamente ahora, que uno recibe la vida justamente cuando la da. Antes he dicho que muchas personas que aman al Señor aman también al Sucesor de San Pedro y le tienen un gran cariño; que el Papa tiene verdaderamente hermanos y hermanas, hijos e hijas en todo el mundo, y que se siente seguro en el abrazo de vuestra comunión; porque ya no se pertenece a sí mismo, pertenece a todos y todos le pertenecen.

El “siempre” es también un “para siempre” –ya no existe una vuelta a lo privado. Mi decisión de renunciar al ejercicio activo del ministerio no revoca esto. No vuelvo a la vida privada, a una vida de viajes, encuentros, recepciones, conferencias, etcétera. No abandono la cruz, sino que permanezco de manera nueva junto al Señor Crucificado. Ya no tengo la potestad del oficio para el gobierno de la Iglesia, pero en el servicio de la oración permanezco, por así decirlo, en el recinto de San Pedro. San Benito, cuyo nombre llevo como Papa, me será de gran ejemplo en esto. Él nos mostró el camino hacia una vida que, activa o pasiva, pertenece totalmente a la obra de Dios.

Doy las gracias a todos y cada uno también por el respeto y la comprensión con la que habéis acogido esta decisión tan importante. Continuaré acompañando el camino de la Iglesia con la oración y la reflexión, con la entrega al Señor y a su Esposa, que he tratado de vivir hasta ahora cada día y quisiera vivir siempre. Os pido que me recordéis ante Dios, y sobre todo que recéis por los Cardenales, llamados a una tarea tan relevante, y por el nuevo Sucesor del Apóstol Pedro: que el Señor le acompañe con la luz y la fuerza de su Espíritu.

Invoquemos la intercesión maternal de la Virgen María, Madre de Dios y de la Iglesia, para que nos acompañe a cada uno de nosotros y a toda la comunidad eclesial; a Ella nos encomendamos, con profunda confianza.

Queridos amigos, Dios guía a su Iglesia, la sostiene siempre, también y sobre todo en los momentos difíciles. No perdamos nunca esta visión de fe, que es la única visión verdadera del camino de la Iglesia y del mundo. Que en nuestro corazón, en el corazón de cada uno de vosotros, esté siempre la gozosa certeza de que el Señor está a nuestro lado, no nos abandona, está cerca de nosotros y nos cubre con su amor. Gracias.

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87 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 4 de Enero de 2012

87 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 4 DE ENERO DE 2012

AUDIENCIA GENERAL DEL 4 DE ENERO DE 2012

Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra acogeros en esta primera audiencia general del nuevo año y de todo corazón os expreso a vosotros y a vuestras familias mi más cordial felicitación: Dios, que en el nacimiento de Cristo su Hijo ha inundado de alegría al mundo entero, disponga las obras y los días en su paz. Estamos en el tiempo litúrgico de Navidad, que comienza la noche del 24 de diciembre con la vigilia y concluye con la celebración del Bautismo del Señor. El arco de los días es breve, pero denso de celebraciones y de misterios, y todo él se centra en torno a las dos grandes solemnidades del Señor: Navidad y Epifanía. El nombre mismo de estas dos fiestas indica su respectiva fisonomía. La Navidad celebra el hecho histórico del nacimiento de Jesús en Belén. La Epifanía, nacida como fiesta en Oriente, indica un hecho, pero sobre todo un aspecto del Misterio: Dios se revela en la naturaleza humana de Cristo y este es el sentido del verbo griego epiphaino, hacerse visible. En esta perspectiva, la Epifanía hace referencia a una pluralidad de acontecimientos que tienen como objeto la manifestación del Señor: de modo especial la adoración de los Magos, que reconocen en Jesús al Mesías esperado, pero también el Bautismo en el río Jordán con su teofanía —la voz de Dios desde lo alto— y el milagro en las bodas de Caná, como primer «signo» realizado por Cristo. Una bellísima antífona de la Liturgia de las Horas unifica estos tres acontecimientos en torno al tema de las bodas entre Cristo y la Iglesia: «Hoy la Iglesia se ha unido a su celestial Esposo, porque en el Jordán Cristo la purifica de sus pecados; los Magos acuden con regalos a las bodas del Rey y los invitados se alegran por el agua convertida en vino» (Antífona de Laudes). Casi podemos decir que en la fiesta de Navidad se pone de relieve el ocultamiento de Dios en la humildad de la condición humana, en el Niño de Belén. En la Epifanía, en cambio, se evidencia su manifestación, la aparición de Dios a través de esta misma humanidad.

En esta catequesis quiero hacer referencia brevemente a algún tema propio de la celebración de la Navidad del Señor a fin de que cada uno de nosotros pueda beber en la fuente inagotable de este Misterio y dar abundantes frutos de vida.

Ante todo, nos preguntamos: ¿Cuál es la primera reacción ante esta extraordinaria acción de Dios que se hace niño, que se hace hombre? Pienso que la primera reacción no puede ser otra que la alegría. «Alegrémonos todos en el Señor, porque nuestro Salvador ha nacido en el mundo»: así comienza la Misa de la noche de Navidad, y acabamos de escuchar las palabras del ángel a los pastores: «Os anuncio una gran alegría» (Lc 2, 10). Es el tema que abre el Evangelio, y es el tema que lo cierra porque Jesús Resucitado reprende a los Apóstoles precisamente por estar tristes (cf. Lc 24, 17) —incompatible con el hecho de que él permanece Hombre por la eternidad—. Pero demos un paso adelante: ¿De dónde nace esta alegría? Diría que nace del estupor del corazón al ver cómo Dios está cerca de nosotros, cómo piensa Dios en nosotros, cómo actúa Dios en la historia; es una alegría que nace de la contemplación del rostro de aquel humilde niño, porque sabemos que es el Rostro de Dios presente para siempre en la humanidad, para nosotros y con nosotros. La Navidad es alegría porque vemos y estamos finalmente seguros de que Dios es el bien, la vida, la verdad del hombre y se abaja hasta el hombre, para elevarlo hacia él: Dios se hace tan cercano que se lo puede ver y tocar. La Iglesia contempla este inefable misterio y los textos de la liturgia de este tiempo están llenos de estupor y de alegría; todos los cantos de Navidad expresan esta alegría. Navidad es el punto donde se unen el cielo y la tierra, y varias expresiones que escuchamos en estos días ponen de relieve la grandeza de lo sucedido: el lejano —Dios parece lejanísimo— se hizo cercano; «el inaccesible quiere ser accesible; él, que existe antes del tiempo, comenzó a ser en el tiempo; el Señor del universo, velando la grandeza de su majestad, asumió la naturaleza de siervo» —exclama san León Magno— (Sermón 2 sobre la Navidad, 2.1). En ese Niño, necesitado de todo como los demás niños, lo que Dios es: eternidad, fuerza, santidad, vida, alegría, se une a lo que somos nosotros: debilidad, pecado, sufrimiento, muerte.

La teología y la espiritualidad de la Navidad usan una expresión para describir este hecho: hablan de admirabile commercium, es decir, de un admirable intercambio entre la divinidad y la humanidad. San Atanasio de Alejandría afirma: «El Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios» (De Incarnatione, 54, 3: pg 25, 192), pero sobre todo con san León Magno y sus célebres homilías sobre la Navidad esta realidad se convierte en objeto de profunda meditación. En efecto, el santo Pontífice, afirma: «Si nosotros recurrimos a la inenarrable condescendencia de la divina misericordia que indujo al Creador de los hombres a hacerse hombre, ella nos elevará a la naturaleza de Aquel que nosotros adoramos en nuestra naturaleza» (Sermón 8 sobre la Navidad: ccl 138, 139). El primer acto de este maravilloso intercambio tiene lugar en la humanidad misma de Cristo. El Verbo asumió nuestra humanidad y, en cambio, la naturaleza humana fue elevada a la dignidad divina. El segundo acto del intercambio consiste en nuestra participación real e íntima en la naturaleza divina del Verbo. Dice san Pablo: «Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción filial» (Ga4, 4-5). La Navidad es, por lo tanto, la fiesta en la que Dios se hace tan cercano al hombre que comparte su mismo acto de nacer, para revelarle su dignidad más profunda: la de ser hijo de Dios. De este modo, el sueño de la humanidad que comenzó en el Paraíso —quisiéramos ser como Dios— se realiza de forma inesperada no por la grandeza del hombre, que no puede hacerse Dios, sino por la humildad de Dios, que baja y así entra en nosotros en su humildad y nos eleva a la verdadera grandeza de su ser. El concilio Vaticano II dijo al respecto: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (Gaudium et spes, 22); de otro modo permanece un enigma: ¿Qué significa esta criatura llamada hombre? Solamente viendo que Dios está con nosotros podemos ver luz para nuestro ser, ser felices de ser hombres y vivir con confianza y alegría. ¿Dónde se hace presente de modo real este maravilloso intercambio, para que se haga presente en nuestra vida y la convierta en una existencia de auténticos hijos de Dios? Se hace muy concreto en la Eucaristía. Cuando participamos en la santa misa presentamos a Dios lo que es nuestro: el pan y el vino, fruto de la tierra, para que él los acepte y los transforme donándonos a sí mismo y haciéndose nuestro alimento, a fin de que recibiendo su Cuerpo y su Sangre participemos en su vida divina.

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Quiero detenerme, por último, en otro aspecto de la Navidad. Cuando el ángel del Señor se presenta a los pastores en la noche del nacimiento de Jesús, el evangelista san Lucas señala que «la gloria del Señor los envolvió de luz» (2, 9); y el Prólogo del Evangelio de san Juan habla del Verbo hecho carne como la luz verdadera que viene al mundo, la luz capaz de iluminar a cada hombre (cf. Jn 1, 9). La liturgia navideña está impregnada de luz. La venida de Cristo disipa las sombras del mundo, llena la Noche santa de un fulgor celestial y difunde sobre el rostro de los hombres el esplendor de Dios Padre. También hoy. Envueltos por la luz de Cristo, la liturgia navideña nos invita con insistencia a dejarnos iluminar la mente y el corazón por el Dios que mostró el fulgor de su Rostro. El primer Prefacio de Navidad proclama: «Porque gracias al misterio de la Palabra hecha carne, la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos con nuevo esplendor, para que, conociendo a Dios visiblemente, él nos lleve al amor de lo invisible». En el misterio de la Encarnación, Dios, después de haber hablado e intervenido en la historia mediante mensajeros y con signos, «apareció», salió de su luz inaccesible para iluminar el mundo.

En la solemnidad de la Epifanía, el 6 de enero, que celebraremos dentro de pocos días, la Iglesia propone un pasaje del profeta Isaías muy significativo: «¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! Mira: las tinieblas cubren la tierra, y la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti; y caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora» (60, 1-3). Es una invitación dirigida a la Iglesia, la comunidad de Cristo, pero también a cada uno de nosotros, a tomar conciencia aún mayor de la misión y de la responsabilidad hacia el mundo para testimoniar y llevar la luz nueva del Evangelio. Al comienzo de la constitución Lumen gentium del concilio Vaticano II encontramos las siguientes palabras: «Cristo es la luz de los pueblos. Por eso este santo Concilio, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia, anunciando el Evangelio a todas las criaturas» (n. 1). El Evangelio es la luz que no se ha de esconder, que se ha de poner sobre el candil. La Iglesia no es la luz, pero recibe la luz de Cristo, la acoge para ser iluminada por ella y para difundirla en todo su esplendor. Esto debe acontecer también en nuestra vida personal. Una vez más cito a san León Magno, que en la Noche Santa dijo: «Reconoce, cristiano, tu dignidad y, puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no pienses en volver con un comportamiento indigno a las antiguas vilezas. Piensa de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro. No olvides que fuiste liberado del poder de las tinieblas y trasladado a la luz y al reino de Dios» (Sermón 1 sobre la Navidad, 3,2: ccl 138, 88).

Queridos hermanos y hermanas, la Navidad es detenerse a contemplar a aquel Niño, el Misterio de Dios que se hace hombre en la humildad y en la pobreza; pero es, sobre todo, acoger de nuevo en nosotros mismos a aquel Niño, que es Cristo Señor, para vivir de su misma vida, para hacer que sus sentimientos, sus pensamientos, sus acciones, sean nuestros sentimientos, nuestros pensamientos, nuestras acciones. Celebrar la Navidad es, por lo tanto, manifestar la alegría, la novedad, la luz que este Nacimiento ha traído a toda nuestra existencia, para ser también nosotros portadores de la alegría, de la auténtica novedad, de la luz de Dios a los demás. Una vez más deseo a todos un tiempo navideño bendecido por la presencia de Dios.

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86 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: La Oración de Jesús en la Última Cena

86 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: LA ORACIÓN DE JESÚS EN LA ÚLTIMA CENA

AUDIENCIA GENERAL DEL 11 DE ENERO DE 2012

La Oración de Jesús en la Última Cena

Queridos hermanos y hermanas:

En nuestro camino de reflexión sobre la oración de Jesús, que nos presentan los Evangelios, quiero meditar hoy sobre el momento, especialmente solemne, de su oración en la última Cena.

El trasfondo temporal y emocional del convite en el que Jesús se despide de sus amigos es la inminencia de su muerte, que él siente ya cercana. Jesús había comenzado a hablar de su Pasión ya desde hacía tiempo, tratando incluso de implicar cada vez más a sus discípulos en esta perspectiva. El Evangelio según san Marcos relata que desde el comienzo del viaje hacia Jerusalén, en los poblados de la lejana Cesarea de Filipo, Jesús había comenzado «a instruirlos: “el Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser reprobado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días”» (Mc 8, 31). Además, precisamente en los días en que se preparaba para despedirse de sus discípulos, la vida del pueblo estaba marcada por la cercanía de la Pascua, o sea, del memorial de la liberación de Israel de Egipto. Esta liberación, experimentada en el pasado y esperada de nuevo en el presente y para el futuro, se revivía en las celebraciones familiares de la Pascua. La última Cena se inserta en este contexto, pero con una novedad de fondo. Jesús mira a su pasión, muerte y resurrección, siendo plenamente consciente de ello. Él quiere vivir esta Cena con sus discípulos con un carácter totalmente especial y distinto de los demás convites; es su Cena, en la que dona Algo totalmente nuevo: se dona a sí mismo. De este modo, Jesús celebra su Pascua, anticipa su cruz y su resurrección.

Esta novedad la pone de relieve la cronología de la última Cena en el Evangelio de san Juan, el cual no la describe como la cena pascual, precisamente porque Jesús quiere inaugurar algo nuevo, celebrar su Pascua, vinculada ciertamente a los acontecimientos del Éxodo. Para san Juan, Jesús murió en la cruz precisamente en el momento en que, en el templo de Jerusalén, se inmolaban los corderos pascuales.

¿Cuál es entonces el núcleo de esta Cena? Son los gestos de partir el pan, de distribuirlo a los suyos y de compartir el cáliz del vino con las palabras que los acompañan y en el contexto de oración en el que se colocan: es la institución de la Eucaristía, es la gran oración de Jesús y de la Iglesia. Pero miremos un poco más de cerca este momento.

Ante todo, las tradiciones neotestamentarias de la institución de la Eucaristía (cf. 1 Co 11, 23-25; Lc 22, 14-20; Mc 14, 22-25; Mt26, 26-29), al indicar la oración que introduce los gestos y las palabras de Jesús sobre el pan y sobre el vino, usan dos verbos paralelos y complementarios. San Pablo y san Lucas hablan de eucaristía/acción de gracias: «tomando pan, después de pronunciar la acción de gracias, lo partió y se lo dio» (Lc 22, 19). San Marcos y san Mateo, en cambio, ponen de relieve el aspecto deeulogia/bendición: «tomó pan y, pronunciando la bendición, lo partió y se lo dio» (Mc 14, 22). Ambos términos griegos eucaristeín yeulogeín remiten a la berakha judía, es decir, a la gran oración de acción de gracias y de bendición de la tradición de Israel con la que comenzaban los grandes convites. Las dos palabras griegas indican las dos direcciones intrínsecas y complementarias de esta oración. La berakha, en efecto, es ante todo acción de gracias y alabanza que sube a Dios por el don recibido: en la última Cena de Jesús, se trata del pan —elaborado con el trigo que Dios hace germinar y crecer de la tierra— y del vino, elaborado con el fruto madurado en los viñedos. Esta oración de alabanza y de acción de gracias, que se eleva hacia Dios, vuelve como bendición, que baja desde Dios sobre el don y lo enriquece. Al dar gracias, la alabanza a Dios se convierte en bendición, y el don ofrecido a Dios vuelve al hombre bendecido por el Todopoderoso. Las palabras de la institución de la Eucaristía se sitúan en este contexto de oración; en ellas la alabanza y la bendición de la berakha se transforman en bendición y conversión del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre de Jesús.

Antes de las palabras de la institución se realizan los gestos: el de partir el pan y el de ofrecer el vino. Quien parte el pan y pasa el cáliz es ante todo el jefe de familia, que acoge en su mesa a los familiares; pero estos gestos son también gestos de hospitalidad, de acogida del extranjero, que no forma parte de la casa, en la comunión convival. En la cena con la que Jesús se despide de los suyos, estos mismos gestos adquieren una profundidad totalmente nueva: él da un signo visible de acogida en la mesa en la que Dios se dona. Jesús se ofrece y se comunica él mismo en el pan y en el vino.

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¿Pero cómo puede realizarse todo esto? ¿Cómo puede Jesús darse, en ese momento, él mismo? Jesús sabe que están por quitarle la vida a través del suplicio de la cruz, la pena capital de los hombres no libres, la que Cicerón definía la mors turpissima crucis. Con el don del pan y del vino que ofrece en la última Cena Jesús anticipa su muerte y su resurrección realizando lo que había dicho en el discurso del Buen Pastor: «Yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre» (Jn 10, 17-18). Él, por lo tanto, ofrece por anticipado la vida que se le quitará, y, de este modo, transforma su muerte violenta en un acto libre de donación de sí mismo por los demás y a los demás. La violencia sufrida se transforma en un sacrificio activo, libre y redentor.

En la oración, iniciada según las formas rituales de la tradición bíblica, Jesús muestra una vez más su identidad y la decisión de cumplir hasta el fondo su misión de amor total, de entrega en obediencia a la voluntad del Padre. La profunda originalidad de la donación de sí a los suyos, a través del memorial eucarístico, es la cumbre de la oración que caracteriza la cena de despedida con los suyos. Contemplando los gestos y las palabras de Jesús de aquella noche, vemos claramente que la relación íntima y constante con el Padre es el ámbito donde él realiza el gesto de dejar a los suyos, y a cada uno de nosotros, el Sacramento del amor, el«Sacramentum caritatis». Por dos veces en el cenáculo resuenan las palabras: «Haced esto en memoria mía» (1 Co 11, 24.25). Él celebra su Pascua con la donación de sí, convirtiéndose en el verdadero Cordero que lleva a cumplimiento todo el culto antiguo. Por ello, san Pablo, hablando a los cristianos de Corinto, afirma: «Cristo, nuestra Pascua [nuestro Cordero pascual], ha sido inmolado. Así pues, celebremos… con los panes ácimos de la sinceridad y la verdad» (1 Co 5, 7-8).

El evangelista san Lucas ha conservado otro elemento valioso de los acontecimientos de la última Cena, que nos permite ver la profundidad conmovedora de la oración de Jesús por los suyos en aquella noche: la atención por cada uno. Partiendo de la oración de acción de gracias y de bendición, Jesús llega al don eucarístico, al don de sí mismo, y, mientras dona la realidad sacramental decisiva, se dirige a Pedro. Ya para terminar la cena, le dice: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 31-32). La oración de Jesús, cuando se acerca la prueba también para sus discípulos, sostiene su debilidad, su dificultad para comprender que el camino de Dios pasa a través del Misterio pascual de muerte y resurrección, anticipado en el ofrecimiento del pan y del vino. La Eucaristía es alimento de los peregrinos que se convierte en fuerza incluso para quien está cansado, extenuado y desorientado. Y la oración es especialmente por Pedro, para que, una vez convertido, confirme a sus hermanos en la fe. El evangelista san Lucas recuerda que fue precisamente la mirada de Jesús la que buscó el rostro de Pedro en el momento en que acababa de realizar su triple negación, para darle la fuerza de retomar el camino detrás de él: «Y enseguida, estando todavía él hablando, cantó un gallo. El Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había dicho» (Lc 22, 60-61).

Queridos hermanos y hermanas, participando en la Eucaristía, vivimos de modo extraordinario la oración que Jesús hizo y hace continuamente por cada uno a fin de que el mal, que todos encontramos en la vida, no llegue a vencer, y obre en nosotros la fuerza transformadora de la muerte y resurrección de Cristo. En la Eucaristía la Iglesia responde al mandamiento de Jesús: «Haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19; cf. 1 Co 11, 24-26); repite la oración de acción de gracias y de bendición y, con ella, las palabras de la transustanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor. En nuestras Eucaristías somos atraídos a aquel momento de oración, nos unimos siempre de nuevo a la oración de Jesús. Desde el principio, la Iglesia comprendió las palabras de la consagración como parte de la oración rezada junto con Jesús; como parte central de la alabanza impregnada de gratitud, a través de la cual Dios nos dona nuevamente el fruto de la tierra y del trabajo del hombre como cuerpo y sangre de Jesús, como auto-donación de Dios mismo en el amor del Hijo que nos acoge (cf. Jesús de Nazaret, II, p. 154). Participando en la Eucaristía, nutriéndonos de la carne y de la Sangre del Hijo de Dios, unimos nuestra oración a la del Cordero pascual en su noche suprema, para que nuestra vida no se pierda, no obstante nuestra debilidad y nuestras infidelidades, sino que sea transformada.

Queridos amigos, pidamos al Señor que nuestra participación en su Eucaristía, indispensable para la vida cristiana, después de prepararnos debidamente, también con el sacramento de la Penitencia, sea siempre el punto más alto de toda nuestra oración. Pidamos que, unidos profundamente en su mismo ofrecimiento al Padre, también nosotros transformemos nuestras cruces en sacrificio, libre y responsable, de amor a Dios y a los hermanos. Gracias.

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85 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos

85 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SEMANA DE ORACIÓN POR LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS

AUDIENCIA GENERAL DEL 18 DE ENERO DE 2012

Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy comienza la Semana de oración por la unidad de los cristianos que, desde hace más de un siglo, celebran cada año los cristianos de todas las Iglesias y comunidades eclesiales, para invocar el don extraordinario por el que el Señor Jesús oró durante la última Cena, antes de su pasión: «Para que todos sean uno; como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). La celebración de la Semana de oración por la unidad de los cristianos fue introducida el año 1908 por el padre Paul Wattson, fundador de una comunidad religiosa anglicana que posteriormente entró en la Iglesia católica. La iniciativa recibió la bendición del Papa san Pío X y fue promovida por el Papa Benedicto XV, quien impulsó su celebración en toda la Iglesia católica con el Breve Romanorum Pontificum, del 25 de febrero de 1916.

El octavario de oración fue desarrollado y perfeccionado en la década de 1930 por el abad Paul Couturier de Lyon, que sostuvo la oración «por la unidad de la Iglesia tal como quiere Cristo y de acuerdo con los instrumentos que él quiere». En sus últimos escritos, el abad Couturier ve esta Semana como un medio que permite a la oración universal de Cristo «entrar y penetrar en todo el Cuerpo cristiano»; esta oración debe crecer hasta convertirse en «un grito inmenso, unánime, de todo el pueblo de Dios», que pide a Dios este gran don. Y precisamente en la Semana de oración por la unidad de los cristianos encuentra cada año una de sus manifestaciones más eficaces el impulso dado por el concilio Vaticano II a la búsqueda de la comunión plena entre todos los discípulos de Cristo. Esta cita espiritual, que une a los cristianos de todas las tradiciones, nos hace más conscientes del hecho de que la unidad hacia la que tendemos no podrá ser sólo resultado de nuestros esfuerzos, sino que será más bien un don recibido de lo alto, que es preciso invocar siempre.

Cada año se encarga de preparar los materiales para la Semana de oración un grupo ecuménico de una región diversa del mundo. Quiero comentar este hecho. Este año, los textos fueron propuestos por un grupo mixto compuesto por representantes de la Iglesia católica y del Consejo ecuménico polaco, que comprende varias Iglesias y comunidades eclesiales de ese país. La documentación fue revisada después por un comité compuesto por miembros del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos y de la Comisión Fe y Constitución del Consejo mundial de Iglesias. También este trabajo, realizado en colaboración en dos etapas, es un signo del deseo de unidad que anima a los cristianos y de la convicción de que la oración es el camino principal para alcanzar la comunión plena, porque caminando unidos hacia el Señor caminamos hacia la unidad. El tema de la Semana de este año —como hemos escuchado— está tomado de la primera carta a los Corintios: «Todos seremos transformados por la victoria de Jesucristo, nuestro Señor» (cf. 1 Co 15, 51-58), su victoria nos transformará. Y este tema fue sugerido por el amplio grupo ecuménico polaco que he citado, el cual, reflexionando sobre su propia experiencia como nación, quiso subrayar la gran fuerza con que la fe cristiana sostiene en medio de pruebas y dificultades, como las que han caracterizado la historia de Polonia. Después de largos debates se eligió un tema centrado en el poder transformador de la fe en Cristo, especialmente a la luz de la importancia que esta fe reviste para nuestra oración en favor de la unidad visible de la Iglesia, Cuerpo de Cristo. Esta reflexión se inspiró en las palabras de san Pablo, quien, dirigiéndose a la Iglesia de Corinto, habla de la índole temporal de lo que pertenece a nuestra vida presente, marcada también por la experiencia de «derrota» del pecado y de la muerte, frente a lo que nos trae la «victoria» de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte en su Misterio pascual.

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La historia particular de la nación polaca, que conoció períodos de convivencia democrática y de libertad religiosa, como en el siglo XVI, en los últimos siglos ha estado marcada por invasiones y derrotas, pero también por la lucha constante contra la opresión y por la sed de libertad. Todo esto indujo al grupo ecuménico a reflexionar de modo más profundo en el verdadero significado de «victoria» —qué es la victoria— y de «derrota». Con respecto a la «victoria» entendida de modo triunfalista, Cristo nos sugiere un camino muy distinto, que no pasa por el poder y la potencia. De hecho, afirma: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9, 35). Cristo habla de una victoria a través del amor que sufre, a través del servicio recíproco, la ayuda, la nueva esperanza y el consuelo concreto ofrecidos a los últimos, a los olvidados, a los excluidos. Para todos los cristianos la más alta expresión de ese humilde servicio es Jesucristo mismo, el don total que hace de sí mismo, la victoria de su amor sobre la muerte, en la cruz, que resplandece en la luz de la mañana de Pascua. Nosotros podemos participar en esta «victoria» transformadora si nos dejamos transformar por Dios, sólo si realizamos una conversión de nuestra vida, y la transformación se realiza en forma de conversión. Por este motivo el grupo ecuménico polaco consideró especialmente adecuadas para el tema de su meditación las palabras de san Pablo: «Todos seremos transformados por la victoria de Jesucristo, nuestro Señor» (cf. 1 Co 15, 51-58).

La unidad plena y visible de los cristianos, a la que aspiramos, exige que nos dejemos transformar y conformar, de modo cada vez más perfecto, a la imagen de Cristo. La unidad por la que oramos requiere una conversión interior, tanto común como personal. No se trata simplemente de cordialidad o de cooperación; hace falta fortalecer nuestra fe en Dios, en el Dios de Jesucristo, que nos habló y se hizo uno de nosotros; es preciso entrar en la nueva vida en Cristo, que es nuestra verdadera y definitiva victoria; es necesario abrirse unos a otros, captando todos los elementos de unidad que Dios ha conservado para nosotros y que siempre nos da de nuevo; es necesario sentir la urgencia de dar testimonio del Dios vivo, que se dio a conocer en Cristo, al hombre de nuestro tiempo.

El concilio Vaticano II puso la búsqueda ecuménica en el centro de la vida y de la acción de la Iglesia: «Este santo Concilio exhorta a todos los fieles católicos a que, reconociendo los signos de los tiempos, participen diligentemente en el trabajo ecuménico» (Unitatis redintegratio, 4). El beato Juan Pablo II puso de relieve la índole esencial de ese compromiso, diciendo: «Esta unidad, que el Señor dio a su Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos, no es accesoria, sino que está en el centro mismo de su obra. No equivale a un atributo secundario de la comunidad de sus discípulos. Pertenece, en cambio, al ser mismo de la comunidad» (Enc.Ut unum sint, 9). Así pues, la tarea ecuménica es una responsabilidad de toda la Iglesia y de todos los bautizados, que deben hacer crecer la comunión parcial ya existente entre los cristianos hasta la comunión plena en la verdad y en la caridad. Por lo tanto, la oración por la unidad no se limita a esta Semana de oración, sino que debe formar parte de nuestra oración, de la vida de oración de todos los cristianos, en todos los lugares y en todos los tiempos, especialmente cuando personas de tradiciones diversas se encuentran y trabajan juntas por la victoria, en Cristo, sobre todo lo que es pecado, mal, injusticia y violación de la dignidad del hombre.

Desde que nació el movimiento ecuménico moderno, hace más de un siglo, siempre ha habido una clara consciencia de que la falta de unidad entre los cristianos impide un anuncio más eficaz del Evangelio, porque pone en peligro nuestra credibilidad. ¿Cómo podemos dar un testimonio convincente si estamos divididos? Ciertamente, por lo que se refiere a las verdades fundamentales de la fe, nos une mucho más de lo que nos divide. Pero las divisiones existen, y atañen también a varias cuestiones prácticas y éticas, suscitando confusión y desconfianza, debilitando nuestra capacidad de transmitir la Palabra salvífica de Cristo. En este sentido, debemos recordar las palabras del beato Juan Pablo II, quien en su encíclica Ut unum sint habla del daño causado al testimonio cristiano y al anuncio del Evangelio por la falta de unidad (cf. nn. 98-99). Este es un gran desafío para la nueva evangelización, que puede ser más fructuosa si todos los cristianos anuncian juntos la verdad del Evangelio de Jesucristo y dan una respuesta común a la sed espiritual de nuestros tiempos.

El camino de la Iglesia, como el de los pueblos, está en las manos de Cristo resucitado, victorioso sobre la muerte y sobre la injusticia que él soportó y sufrió en nombre de todos. Él nos hace partícipes de su victoria. Sólo él es capaz de transformarnos y cambiarnos, de débiles y vacilantes, en fuertes y valientes para obrar el bien. Sólo él puede salvarnos de las consecuencias negativas de nuestras divisiones. Queridos hermanos y hermanas, os invito a todos a uniros en oración de modo más intenso durante esta Semana por la unidad, para que aumente el testimonio común, la solidaridad y la colaboración entre los cristianos, esperando el día glorioso en que podremos profesar juntos la fe transmitida por los Apóstoles y celebrar juntos los sacramentos de nuestra transformación en Cristo. Gracias.

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84 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: La Oración Sacerdotal de Jesús

84 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: LA ORACIÓN SACERDOTAL DE JESÚS

AUDIENCIA GENERAL DEL 25 DE ENERO DE 2012

La Oración Sacerdotal de Jesús

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis de hoy centramos nuestra atención en la oración que Jesús dirige al Padre en la «Hora» de su elevación y glorificación (cf. Jn 17, 1-26). Como afirma el Catecismo de la Iglesia católica: «La tradición cristiana acertadamente la denomina la oración “sacerdotal” de Jesús. Es la oración de nuestro Sumo Sacerdote, inseparable de su sacrificio, de su “paso” [pascua] hacia el Padre donde él es “consagrado” enteramente al Padre» (n. 2747).

Esta oración de Jesús es comprensible en su extrema riqueza sobre todo si la colocamos en el trasfondo de la fiesta judía de la expiación, el Yom kippur. Ese día el Sumo Sacerdote realiza la expiación primero por sí mismo, luego por la clase sacerdotal y, finalmente, por toda la comunidad del pueblo. El objetivo es dar de nuevo al pueblo de Israel, después de las transgresiones de un año, la consciencia de la reconciliación con Dios, la consciencia de ser el pueblo elegido, el «pueblo santo» en medio de los demás pueblos. La oración de Jesús, presentada en el capítulo 17 del Evangelio según san Juan, retoma la estructura de esta fiesta. En aquella noche Jesús se dirige al Padre en el momento en el que se está ofreciendo a sí mismo. Él, sacerdote y víctima, reza por sí mismo, por los apóstoles y por todos aquellos que creerán en él, por la Iglesia de todos los tiempos (cf. Jn 17, 20).

La oración que Jesús hace por sí mismo es la petición de su propia glorificación, de su propia «elevación» en su «Hora». En realidad es más que una petición y que una declaración de plena disponibilidad a entrar, libre y generosamente, en el designio de Dios Padre que se cumple al ser entregado y en la muerte y resurrección. Esta «Hora» comenzó con la traición de Judas (cf. Jn 13, 31) y culminará en la ascensión de Jesús resucitado al Padre (cf. Jn 20, 17). Jesús comenta la salida de Judas del cenáculo con estas palabras: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él» (Jn 13, 31). No por casualidad, comienza la oración sacerdotal diciendo: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti» (Jn 17, 1).

La glorificación que Jesús pide para sí mismo, en calidad de Sumo Sacerdote, es el ingreso en la plena obediencia al Padre, una obediencia que lo conduce a su más plena condición filial: «Y ahora, Padre, glorifícame junto a ti con la gloria que yo tenía junto a ti antes que el mundo existiese» (Jn 17, 5). Esta disponibilidad y esta petición constituyen el primer acto del sacerdocio nuevo de Jesús, que consiste en entregarse totalmente en la cruz, y precisamente en la cruz —el acto supremo de amor— él es glorificado, porque el amor es la gloria verdadera, la gloria divina.

El segundo momento de esta oración es la intercesión que Jesús hace por los discípulos que han estado con él. Son aquellos de los cuales Jesús puede decir al Padre: «He manifestado tu nombre a los que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra» (Jn 17, 6). «Manifestar el nombre de Dios a los hombres» es la realización de una presencia nueva del Padre en medio del pueblo, de la humanidad. Este «manifestar» no es sólo una palabra, sino que es unarealidad en Jesús; Dios está con nosotros, y así el nombre —su presencia con nosotros, el hecho de ser uno de nosotros— se ha hecho una «realidad». Por lo tanto, esta manifestación se realiza en la encarnación del Verbo. En Jesús Dios entra en la carne humana, se hace cercano de modo único y nuevo. Y esta presencia alcanza su cumbre en el sacrificio que Jesús realiza en su Pascua de muerte y resurrección.

En el centro de esta oración de intercesión y de expiación en favor de los discípulos está la petición de consagración. Jesús dice al Padre: «No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo. Y por ellos yo me consagro a mí mismo, para que también ellos sean consagrados en la verdad» (Jn 17, 16-19). Pregunto: En este caso, ¿qué significa «consagrar»? Ante todo es necesario decir que propiamente «consagrado» o «santo» es sólo Dios. Consagrar, por lo tanto, quiere decir transferir una realidad —una persona o cosa— a la propiedad de Dios. Y en esto se presentan dos aspectos complementarios: por un lado, sacar de las cosas comunes, separar, «apartar» del ambiente de la vida personal del hombre para entregarse totalmente a Dios; y, por otro, esta separación, este traslado a la esfera de Dios, tiene el significado de «envío», de misión: precisamente porque al entregarse a Dios, la realidad, la persona consagrada existe «para» los demás, se entrega a los demás. Entregar a Dios quiere decir ya no pertenecerse a sí mismo, sino a todos. Es consagrado quien, como Jesús, es separado del mundo y apartado para Dios con vistas a una tarea y, precisamente por ello, está completamente a disposición de todos. Para los discípulos, será continuar la misión de Jesús, entregarse a Dios para estar así en misión para todos. La tarde de la Pascua, el Resucitado, al aparecerse a sus discípulos, les dirá: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21).

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El tercer acto de esta oración sacerdotal extiende la mirada hasta el fin de los tiempos. En esta oración Jesús se dirige al Padre para interceder en favor de todos aquellos que serán conducidos a la fe mediante la misión inaugurada por los apóstoles y continuada en la historia: «No sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos» (Jn 17, 20). Jesús ruega por la Iglesia de todos los tiempos, ruega también por nosotros. El Catecismo de la Iglesia católica comenta: «Jesús ha cumplido toda la obra del Padre, y su oración, al igual que su sacrificio, se extiende hasta la consumación de los siglos. La oración de la “Hora de Jesús” llena los últimos tiempos y los lleva a su consumación» (n. 2749).

La petición central de la oración sacerdotal de Jesús dedicada a sus discípulos de todos los tiempos es la petición de la futura unidad de cuantos creerán en él. Esa unidad no es producto del mundo, sino que proviene exclusivamente de la unidad divina y llega a nosotros del Padre mediante el Hijo y en el Espíritu Santo. Jesús invoca un don que proviene del cielo, y que tiene su efecto —real y perceptible— en la tierra. Él ruega «para que todos sean uno; como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). La unidad de los cristianos, por una parte, es una realidad secreta que está en el corazón de las personas creyentes. Pero, al mismo tiempo esa unidad debe aparecer con toda claridad en la historia, debe aparecer para que el mundo crea; tiene un objetivo muy práctico y concreto, debe aparecer para que todos realmente sean uno. La unidad de los futuros discípulos, al ser unidad con Jesús —a quien el Padre envió al mundo—, es también la fuente originaria de la eficacia de la misión cristiana en el mundo.

«Podemos decir que en la oración sacerdotal de Jesús se cumple la institución de la Iglesia… Precisamente aquí, en el acto de la última Cena, Jesús crea la Iglesia. Porque, ¿qué es la Iglesia sino la comunidad de los discípulos que, mediante la fe en Jesucristo como enviado del Padre, recibe su unidad y se ve implicada en la misión de Jesús de salvar el mundo llevándolo al conocimiento de Dios? Aquí encontramos realmente una verdadera definición de la Iglesia.

La Iglesia nace de la oración de Jesús. Y esta oración no es solamente palabra: es el acto en que él se “consagra” a sí mismo, es decir, “se sacrifica” por la vida del mundo» (cf. Jesús de Nazaret, II, 123 s).

Jesús ruega para que sus discípulos sean uno. En virtud de esa unidad, recibida y custodiada, la Iglesia puede caminar «en el mundo» sin ser «del mundo» (cf. Jn 17, 16) y vivir la misión que le ha sido confiada para que el mundo crea en el Hijo y en el Padre que lo envió. La Iglesia se convierte entonces en el lugar donde continúa la misión misma de Cristo: sacar al «mundo» de la alienación del hombre de Dios y de sí mismo, es decir, sacarlo del pecado, para que vuelva a ser el mundo de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, hemos comentado sólo algún elemento de la gran riqueza de la oración sacerdotal de Jesús, que os invito a leer y a meditar, para que nos guíe en el diálogo con el Señor, para que nos enseñe a rezar. Así pues, también nosotros, en nuestra oración, pidamos a Dios que nos ayude a entrar, de forma más plena, en el proyecto que tiene para cada uno de nosotros; pidámosle que nos «consagre» a él, que le pertenezcamos cada vez más, para poder amar cada vez más a los demás, a los cercanos y a los lejanos; pidámosle que seamos siempre capaces de abrir nuestra oración a las dimensiones del mundo, sin limitarla a la petición de ayuda para nuestros problemas, sino recordando ante el Señor a nuestro prójimo, comprendiendo la belleza de interceder por los demás; pidámosle el don de la unidad visible entre todos los creyentes en Cristo —lo hemos invocado con fuerza en esta Semana de oración por la unidad de los cristianos—; pidamos estar siempre dispuestos a responder a quien nos pida razón de la esperanza que está en nosotros (cf. 1 P 3, 15). Gracias.

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83 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: La Oración de Jesús en Getsemaní

83 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: LA ORACIÓN DE JESÚS EN GETSEMANÍ

AUDIENCIA GENERAL DEL 1 DE FEBRERO DE 2012

La Oración de Jesús en Getsemaní

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero hablar de la oración de Jesús en Getsemaní, en el Huerto de los Olivos. El escenario de la narración evangélica de esta oración es particularmente significativo. Jesús, después de la última Cena, se dirige al monte de los Olivos, mientras ora juntamente con sus discípulos. Narra el evangelista san Marcos: «Después de cantar el himno, salieron para el monte de los Olivos» (14, 26). Se hace probablemente alusión al canto de algunos Salmos del ’hallél con los cuales se da gracias a Dios por la liberación del pueblo de la esclavitud y se pide su ayuda ante las dificultades y amenazas siempre nuevas del presente. El recorrido hasta Getsemaní está lleno de expresiones de Jesús que hacen sentir inminente su destino de muerte y anuncian la próxima dispersión de los discípulos.

También aquella noche, al llegar a la finca del monte de los Olivos, Jesús se prepara para la oración personal. Pero en esta ocasión sucede algo nuevo: parece que no quiere quedarse solo. Muchas veces Jesús se retiraba a un lugar apartado de la multitud e incluso de los discípulos, permaneciendo «en lugares solitarios» (cf. Mc 1, 35) o subiendo «al monte», dice san Marcos (cf. Mc 6, 46). En Getsemaní, en cambio, invita a Pedro, Santiago y Juan a que estén más cerca. Son los discípulos que había llamado a estar con él en el monte de la Transfiguración (cf. Mc 9, 2-13). Esta cercanía de los tres durante la oración en Getsemaní es significativa. También aquella noche Jesús rezará al Padre «solo», porque su relación con él es totalmente única y singular: es la relación del Hijo Unigénito. Es más, se podría decir que, sobre todo aquella noche, nadie podía acercarse realmente al Hijo, que se presenta al Padre en su identidad absolutamente única, exclusiva. Sin embargo, Jesús, incluso llegando «solo» al lugar donde se detendrá a rezar, quiere que al menos tres discípulos no permanezcan lejos, en una relación más estrecha con él. Se trata de una cercanía espacial, una petición de solidaridad en el momento en que siente acercarse la muerte; pero es sobre todo una cercanía en la oración, para expresar, en cierta manera, la sintonía con él en el momento en que se dispone a cumplir hasta el fondo la voluntad del Padre; y es una invitación a todo discípulo a seguirlo en el camino de la cruz. El evangelista san Marcos narra: «Se llevó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y empezó a sentir espanto y angustia. Les dijo: “Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad”» (14, 33-34).

Jesús, en la palabra que dirige a los tres, una vez más se expresa con el lenguaje de los Salmos: «Mi alma está triste», una expresión del Salmo 43 (cf. Sal 43, 5). La dura determinación «hasta la muerte», luego, hace referencia a una situación vivida por muchos de los enviados de Dios en el Antiguo Testamento y expresada en su oración. De hecho, no pocas veces seguir la misión que se les encomienda significa encontrar hostilidad, rechazo, persecución. Moisés siente de forma dramática la prueba que sufre mientras guía al pueblo en el desierto, y dice a Dios: «Yo solo no puedo cargar con todo este pueblo, pues supera mis fuerzas. Si me vas a tratar así, hazme morir, por favor, si he hallado gracia a tus ojos» (Nm 11, 14-15). Tampoco para el profeta Elías es fácil realizar el servicio a Dios y a su pueblo. En el Primer Libro de los Reyes se narra: «Luego anduvo por el desierto una jornada de camino, hasta que, sentándose bajo una retama, imploró la muerte diciendo: “¡Ya es demasiado, Señor! ¡Toma mi vida, pues no soy mejor que mis padres!”» (19, 4).

Las palabras de Jesús a los tres discípulos a quienes llamó a estar cerca de él durante la oración en Getsemaní revelan en qué medida experimenta miedo y angustia en aquella «Hora», experimenta la última profunda soledad precisamente mientras se está llevando a cabo el designio de Dios. En ese miedo y angustia de Jesús se recapitula todo el horror del hombre ante la propia muerte, la certeza de su inexorabilidad y la percepción del peso del mal que roza nuestra vida.

Después de la invitación dirigida a los tres a permanecer y velar en oración, Jesús «solo» se dirige al Padre. El evangelista san Marcos narra que él «adelantándose un poco, cayó en tierra y rogaba que, si era posible, se alejara de él aquella hora» (14, 35). Jesús cae rostro en tierra: es una posición de la oración que expresa la obediencia a la voluntad del Padre, el abandonarse con plena confianza a él. Es un gesto que se repite al comienzo de la celebración de la Pasión, el Viernes Santo, así como en la profesión monástica y en las ordenaciones diaconal, presbiteral y episcopal, para expresar, en la oración, también corporalmente, el abandono completo a Dios, la confianza en él. Luego Jesús pide al Padre que, si es posible, aparte de él aquella hora. No es sólo el miedo y la angustia del hombre ante la muerte, sino el desconcierto del Hijo de Dios que ve la terrible masa del mal que deberá tomar sobre sí para superarlo, para privarlo de poder.

Jesus en el Huerto de Getsemani krouillong comunion en la mano sacrilegio 1

Queridos amigos, también nosotros, en la oración debemos ser capaces de llevar ante Dios nuestros cansancios, el sufrimiento de ciertas situaciones, de ciertas jornadas, el compromiso cotidiano de seguirlo, de ser cristianos, así como el peso del mal que vemos en nosotros y en nuestro entorno, para que él nos dé esperanza, nos haga sentir su cercanía, nos proporcione un poco de luz en el camino de la vida.

Jesús continúa su oración: «¡Abbá! ¡Padre!: tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres» (Mc 14, 36). En esta invocación hay tres pasajes reveladores. Al comienzo tenemos la duplicación del término con el que Jesús se dirige a Dios: «¡Abbá! ¡Padre!» (Mc 14, 36a). Sabemos bien que la palabra aramea Abbá es la que utilizaba el niño para dirigirse a su papá, y, por lo tanto, expresa la relación de Jesús con Dios Padre, una relación de ternura, de afecto, de confianza, de abandono. En la parte central de la invocación está el segundo elemento: la consciencia de la omnipotencia del Padre —«tú lo puedes todo»—, que introduce una petición en la que, una vez más, aparece el drama de la voluntad humana de Jesús ante la muerte y el mal: «Aparta de mí este cáliz». Hay una tercera expresión de la oración de Jesús, y es la expresión decisiva, donde la voluntad humana se adhiere plenamente a la voluntad divina. En efecto, Jesús concluye diciendo con fuerza: «Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres» (Mc 14, 36c). En la unidad de la persona divina del Hijo, la voluntad humana encuentra su realización plena en el abandono total del yo en el del Padre, al que llama Abbá. San Máximo el Confesor afirma que desde el momento de la creación del hombre y de la mujer, la voluntad humana está orientada a la voluntad divina, y la voluntad humana es plenamente libre y encuentra su realización precisamente en el «sí» a Dios. Por desgracia, a causa del pecado, este «sí» a Dios se ha transformado en oposición: Adán y Eva pensaron que el «no» a Dios sería la cumbre de la libertad, el ser plenamente uno mismo. Jesús, en el monte de los Olivos, reconduce la voluntad humana al «sí» pleno a Dios; en él la voluntad natural está plenamente integrada en la orientación que le da la Persona divina. Jesús vive su existencia según el centro de su Persona: su ser Hijo de Dios. Su voluntad humana es atraída por el yo del Hijo, que se abandona totalmente al Padre. De este modo, Jesús nos dice que el ser humano sólo alcanza su verdadera altura, sólo llega a ser «divino» conformando su propia voluntad a la voluntad divina; sólo saliendo de sí, sólo en el «sí» a Dios, se realiza el deseo de Adán, de todos nosotros, el deseo de ser completamente libres. Es lo que realiza Jesús en Getsemaní: conformando la voluntad humana a la voluntad divina nace el hombre auténtico, y nosotros somos redimidos.

El Compendio del Catecismo de la Iglesia católica enseña sintéticamente: «La oración de Jesús durante su agonía en el huerto de Getsemaní y sus últimas palabras en la cruz revelan la profundidad de su oración filial: Jesús lleva a cumplimiento el designio amoroso del Padre, y toma sobre sí todas las angustias de la humanidad, todas las súplicas e intercesiones de la historia de la salvación; las presenta al Padre, quien las acoge y escucha, más allá de toda esperanza, resucitándolo de entre los muertos» (n. 543). Verdaderamente «en ningún otro lugar de las Escrituras podemos asomarnos tan profundamente al misterio interior de Jesús como en la oración del monte de los Olivos» (Jesús de Nazaret II, 186).

Queridos hermanos y hermanas, cada día en la oración del Padrenuestro pedimos al Señor: «hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo» (Mt 6, 10). Es decir, reconocemos que existe una voluntad de Dios con respecto a nosotros y para nosotros, una voluntad de Dios para nuestra vida, que se ha de convertir cada día más en la referencia de nuestro querer y de nuestro ser; reconocemos, además, que es en el «cielo» donde se hace la voluntad de Dios y que la «tierra» solamente se convierte en «cielo», lugar de la presencia del amor, de la bondad, de la verdad, de la belleza divina, si en ella se cumple la voluntad de Dios. En la oración de Jesús al Padre, en aquella noche terrible y estupenda de Getsemaní, la «tierra» se convirtió en «cielo»; la «tierra» de su voluntad humana, sacudida por el miedo y la angustia, fue asumida por su voluntad divina, de forma que la voluntad de Dios se cumplió en la tierra. Esto es importante también en nuestra oración: debemos aprender a abandonarnos más a la Providencia divina, pedir a Dios la fuerza de salir de nosotros mismos para renovarle nuestro «sí», para repetirle que «se haga tu voluntad», para conformar nuestra voluntad a la suya. Es una oración que debemos hacer cada día, porque no siempre es fácil abandonarse a la voluntad de Dios, repetir el «sí» de Jesús, el «sí» de María. Los relatos evangélicos de Getsemaní muestran dolorosamente que los tres discípulos, elegidos por Jesús para que estuvieran cerca de él, no fueron capaces de velar con él, de compartir su oración, su adhesión al Padre, y fueron vencidos por el sueño. Queridos amigos, pidamos al Señor que seamos capaces de velar con él en la oración, de seguir la voluntad de Dios cada día incluso cuando habla de cruz, de vivir una intimidad cada vez mayor con el Señor, para traer a esta «tierra» un poco del «cielo» de Dios. Gracias.

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82 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Las Palabras de Jesús en la Cruz (1)

82 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: LAS PALABRAS DE JESÚS EN LA CRUZ (1)

AUDIENCIA GENERAL DEL 8 DE FEBRERO  DE 2012

Las Palabras de Jesús en la Cruz (1)

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero reflexionar con vosotros sobre la oración de Jesús en la inminencia de la muerte, deteniéndome en lo que refieren san Marcos y san Mateo. Los dos evangelistas nos presentan la oración de Jesús moribundo no sólo en lengua griega, en la que está escrito su relato, sino también, por la importancia de aquellas palabras, en una mezcla de hebreo y arameo. De este modo, transmitieron no sólo el contenido, sino hasta el sonido que esa oración tuvo en los labios de Jesús: escuchamos realmente las palabras de Jesús como eran. Al mismo tiempo, nos describieron la actitud de los presentes en el momento de la crucifixión, que no comprendieron —o no quisieron comprender— esta oración.

Como hemos escuchado, escribe san Marcos: «Llegado el mediodía toda la región quedó en tinieblas hasta las tres de la tarde. Y a las tres, Jesús clamó con voz potente: “Eloí, Eloí, lemá sabactaní?”, que significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”» (15, 33-34). En la estructura del relato, la oración, el grito de Jesús se eleva en el culmen de las tres horas de tinieblas que, desde el mediodía hasta las tres de la tarde, cubrieron toda la tierra. Estas tres horas de oscuridad son, a su vez, la continuación de un lapso de tiempo anterior, también de tres horas, que comenzó con la crucifixión de Jesús. El evangelista san Marcos, en efecto, nos informa que: «Eran las nueve de la mañana cuando lo crucificaron» (cf. 15, 25). Del conjunto de las indicaciones horarias del relato, las seis horas de Jesús en la cruz están articuladas en dos partes cronológicamente equivalentes.

En las tres primeras horas, desde las nueve hasta el mediodía, tienen lugar las burlas por parte de diversos grupos de personas, que muestran su escepticismo, afirman que no creen. Escribe san Marcos: «Los que pasaban lo injuriaban» (15, 29); «de igual modo, también los sumos sacerdotes, con los escribas, entre ellos se burlaban de él» (15, 31); «también los otros crucificados lo insultaban» (15, 32). En las tres horas siguientes, desde mediodía «hasta las tres de la tarde», el evangelista habla sólo de las tinieblas que cubrían toda la tierra; la oscuridad ocupa ella sola toda la escena, sin ninguna referencia a movimientos de personajes o a palabras. Cuando Jesús se acerca cada vez más a la muerte, sólo está la oscuridad que cubre «toda la tierra». Incluso el cosmos toma parte en este acontecimiento: la oscuridad envuelve a personas y cosas, pero también en este momento de tinieblas Dios está presente, no abandona. En la tradición bíblica, la oscuridad tiene un significado ambivalente: es signo de la presencia y de la acción del mal, pero también de una misteriosa presencia y acción de Dios, que es capaz de vencer toda tiniebla. En el Libro del Éxodo, por ejemplo, leemos: «El Señor le dijo a Moisés: “Voy a acercarme a ti en una nube espesa”» (19, 9); y también: «El pueblo se quedó a distancia y Moisés se acercó hasta la nube donde estaba Dios» (20, 21). En los discursos delDeuteronomio, Moisés relata: «La montaña ardía en llamas que se elevaban hasta el cielo entre nieblas y densas nubes» (4, 11); vosotros «oísteis la voz que salía de la tiniebla, mientras ardía la montaña» (5, 23). En la escena de la crucifixión de Jesús, las tinieblas envuelven la tierra y son tinieblas de muerte en las que el Hijo de Dios se sumerge para traer la vida con su acto de amor.

Volviendo a la narración de san Marcos, Jesús, ante los insultos de las diversas categorías de personas, ante la oscuridad que lo cubre todo, en el momento en que se encuentra ante la muerte, con el grito de su oración muestra que, junto al peso del sufrimiento y de la muerte donde parece haber abandono, la ausencia de Dios, él tiene la plena certeza de la cercanía del Padre, que aprueba este acto de amor supremo, de donación total de sí mismo, aunque no se escuche, como en otros momentos, la voz de lo alto. Al leer los Evangelios, nos damos cuenta de que Jesús, en otros pasajes importantes de su existencia terrena, había visto cómo a los signos de la presencia del Padre y de la aprobación a su camino de amor se unía también la voz clarificadora de Dios. Así, en el episodio que sigue al bautismo en el Jordán, al abrirse los cielos, se escuchó la palabra del Padre: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Mc 1, 11). Después, en la Transfiguración, el signo de la nube estuvo acompañado por la palabra: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo» (Mc 9, 7). En cambio, al acercarse la muerte del Crucificado, desciende el silencio; no se escucha ninguna voz, aunque la mirada de amor del Padre permanece fija en la donación de amor del Hijo.

Jesus crucificado Crucifixion krouillong comunion en la mano sacrilegio 2

Pero, ¿qué significado tiene la oración de Jesús, aquel grito que eleva al Padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado», la duda de su misión, de la presencia del Padre? En esta oración, ¿no se refleja, quizá, la consciencia precisamente de haber sido abandonado? Las palabras que Jesús dirige al Padre son el inicio del Salmo 22, donde el salmista manifiesta a Dios la tensión entre sentirse dejado solo y la consciencia cierta de la presencia de Dios en medio de su pueblo. El salmista reza: «Dios mío, de día te grito, y no respondes; de noche, y no me haces caso. Porque tú eres el Santo y habitas entre las alabanzas de Israel» (vv. 3-4). El salmista habla de «grito» para expresar ante Dios, aparentemente ausente, todo el sufrimiento de su oración: en el momento de angustia la oración se convierte en un grito.

Y esto sucede también en nuestra relación con el Señor: ante las situaciones más difíciles y dolorosas, cuando parece que Dios no escucha, no debemos temer confiarle a él el peso que llevamos en nuestro corazón, no debemos tener miedo de gritarle nuestro sufrimiento; debemos estar convencidos de que Dios está cerca, aunque en apariencia calle.

Al repetir desde la cruz precisamente las palabras iniciales del Salmo, —«Elí, Elí, lemá sabactaní?»— «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46), gritando las palabras del Salmo, Jesús reza en el momento del último rechazo de los hombres, en el momento del abandono; reza, sin embargo, con el Salmo, consciente de la presencia de Dios Padre también en esta hora en la que siente el drama humano de la muerte. Pero en nosotros surge una pregunta: ¿Cómo es posible que un Dios tan poderoso no intervenga para evitar esta prueba terrible a su Hijo? Es importante comprender que la oración de Jesús no es el grito de quien va al encuentro de la muerte con desesperación, y tampoco es el grito de quien es consciente de haber sido abandonado. Jesús, en aquel momento, hace suyo todo el Salmo 22, el Salmo del pueblo de Israel que sufre, y de este modo toma sobre sí no sólo la pena de su pueblo, sino también la pena de todos los hombres que sufren a causa de la opresión del mal; y, al mismo tiempo, lleva todo esto al corazón de Dios mismo con la certeza de que su grito será escuchado en la Resurrección: «El grito en el extremo tormento es al mismo tiempo certeza de la respuesta divina, certeza de la salvación, no solamente para Jesús mismo, sino para “muchos”» (Jesús de Nazaret II, p. 251). En esta oración de Jesús se encierran la extrema confianza y el abandono en las manos de Dios, incluso cuando parece ausente, cuando parece que permanece en silencio, siguiendo un designio que para nosotros es incomprensible. En el Catecismo de la Iglesia católica leemos: «En el amor redentor que le unía siempre al Padre, Jesús nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”» (n. 603). Su sufrimiento es un sufrimiento en comunión con nosotros y por nosotros, que deriva del amor y ya lleva en sí mismo la redención, la victoria del amor.

Las personas presentes al pie de cruz de Jesús no logran entender y piensan que su grito es una súplica dirigida a Elías. En una escena agitada, buscan apagarle la sed para prolongarle la vida y verificar si realmente Elías venía en su ayuda, pero un fuerte grito puso fin a la vida terrena de Jesús y al deseo de los que estaban al pie de la cruz. En el momento extremo, Jesús deja que su corazón exprese el dolor, pero deja emerger, al mismo tiempo, el sentido de la presencia del Padre y el consenso a su designio de salvación de la humanidad. También nosotros nos encontramos siempre y nuevamente ante el «hoy» del sufrimiento, del silencio de Dios —lo expresamos muchas veces en nuestra oración—, pero nos encontramos también ante el «hoy» de la Resurrección, de la respuesta de Dios que tomó sobre sí nuestros sufrimientos, para cargarlos juntamente con nosotros y darnos la firme esperanza de que serán vencidos (cf. Carta enc. Spe salvi, 35-40).

Queridos amigos, en la oración llevamos a Dios nuestras cruces de cada día, con la certeza de que él está presente y nos escucha. El grito de Jesús nos recuerda que en la oración debemos superar las barreras de nuestro «yo» y de nuestros problemas y abrirnos a las necesidades y a los sufrimientos de los demás. La oración de Jesús moribundo en la cruz nos enseña a rezar con amor por tantos hermanos y hermanas que sienten el peso de la vida cotidiana, que viven momentos difíciles, que atraviesan situaciones de dolor, que no cuentan con una palabra de consuelo. Llevemos todo esto al corazón de Dios, para que también ellos puedan sentir el amor de Dios que no nos abandona nunca. Gracias.

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81 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Las palabras de Jesús en la Cruz (2)

81 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI:  AUDIENCIA GENERAL DEL 15 DE FEBRERO DE 2012

AUDIENCIA GENERAL DEL 15 DE FEBRERO DE 2012

Las Palabras de Jesús en la Cruz (2)

Queridos hermanos y hermanas:

En nuestra escuela de oración, el miércoles pasado hablé sobre la oración de Jesús en la cruz tomada del Salmo 22: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Ahora quiero continuar con la meditación sobre la oración de Jesús en la cruz, en la inminencia de la muerte. Quiero detenerme hoy en la narración que encontramos en el Evangelio de san Lucas. El evangelista nos ha transmitido tres palabras de Jesús en la cruz, dos de las cuales —la primera y la tercera— son oraciones dirigidas explícitamente al Padre. La segunda, en cambio, está constituida por la promesa hecha al así llamado buen ladrón, crucificado con él. En efecto, respondiendo a la oración del ladrón, Jesús lo tranquiliza: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc23, 43). En el relato de san Lucas se entrecruzan muy sugestivamente las dos oraciones que Jesús moribundo dirige al Padre y la acogida de la petición que le dirige a él el pecador arrepentido. Jesús invoca al Padre y al mismo tiempo escucha la oración de este hombre al que a menudo se llama latro poenitens, «el ladrón arrepentido».

Detengámonos en estas tres palabras de Jesús. La primera la pronuncia inmediatamente después de haber sido clavado en la cruz, mientras los soldados se dividen sus vestiduras como triste recompensa de su servicio. En cierto sentido, con este gesto se cierra el proceso de la crucifixión. Escribe san Lucas: «Y cuando llegaron al lugar llamado “La Calavera”, lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte» (23, 33-34). La primera oración que Jesús dirige al Padre es de intercesión: pide el perdón para sus propios verdugos. Así Jesús realiza en primera persona lo que había enseñado en el sermón de la montaña cuando dijo: «A vosotros los que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian» (Lc 6, 27), y también había prometido a quienes saben perdonar: «será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo» (v. 35). Ahora, desde la cruz, él no sólo perdona a sus verdugos, sino que se dirige directamente al Padre intercediendo a su favor.

Esta actitud de Jesús encuentra una «imitación» conmovedora en el relato de la lapidación de san Esteban, primer mártir. Esteban, en efecto, ya próximo a su fin, «cayendo de rodillas y clamando con voz potente, dijo: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Y, con estas palabras, murió» (Hch 7, 60): estas fueron sus últimas palabras. La comparación entre la oración de perdón de Jesús y la oración del protomártir es significativa. San Esteban se dirige al Señor resucitado y pide que su muerte —un gesto definido claramente con la expresión «este pecado»— no se impute a los que lo lapidaban. Jesús en la cruz se dirige al Padre y no sólo pide el perdón para los que lo crucifican, sino que ofrece también una lectura de lo que está sucediendo. Según sus palabras, en efecto, los hombres que lo crucifican «no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Es decir, él pone la ignorancia, el «no saber», como motivo de la petición de perdón al Padre, porque esta ignorancia deja abierto el camino hacia la conversión, como sucede por lo demás en las palabras que pronunciará el centurión en el momento de la muerte de Jesús: «Realmente, este hombre era justo» (v. 47), era el Hijo de Dios. «Por eso es más consolador aún para todos los hombres y en todos los tiempos que el Señor, tanto respecto a los que verdaderamente no sabían —los verdugos— como a los que sabían y lo condenaron, haya puesto la ignorancia como motivo para pedir que se les perdone: la ve como una puerta que puede llevarnos a la conversión» (Jesús de Nazaret, II, 243-244).

La segunda palabra de Jesús en la cruz transmitida por san Lucas es una palabra de esperanza, es la respuesta a la oración de uno de los dos hombres crucificados con él. El buen ladrón, ante Jesús, entra en sí mismo y se arrepiente, se da cuenta de que se encuentra ante el Hijo de Dios, que hace visible el Rostro mismo de Dios, y le suplica: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (v. 42). La respuesta del Señor a esta oración va mucho más allá de la petición; en efecto dice: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Jesús es consciente de que entra directamente en la comunión con el Padre y de que abre nuevamente al hombre el camino hacia el paraíso de Dios. Así, a través de esta respuesta da la firme esperanza de que la bondad de Dios puede tocarnos incluso en el último instante de la vida, y la oración sincera, incluso después de una vida equivocada, encuentra los brazos abiertos del Padre bueno que espera el regreso del hijo.

Pero detengámonos en las últimas palabras de Jesús moribundo. El evangelista relata: «Era ya casi mediodía, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta las tres de la tarde, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. Y, dicho esto, expiró» (vv. 44-46). Algunos aspectos de esta narración son diversos con respecto al cuadro que ofrecen san Marcos y san Mateo. Las tres horas de oscuridad no están descritas en san Marcos, mientras que en san Mateo están vinculadas con una serie de acontecimientos apocalípticos diversos, como el terremoto, la apertura de los sepulcros y los muertos que resucitan (cf. Mt 27, 51-53). En san Lucas las horas de oscuridad tienen su causa en el eclipse del sol, pero en aquel momento se produce también el rasgarse del velo del templo. De este modo el relato de san Lucas presenta dos signos, en cierto modo paralelos, en el cielo y en el templo. El cielo pierde su luz, la tierra se hunde, mientras en el templo, lugar de la presencia de Dios, se rasga el velo que protege el santuario. La muerte de Jesús se caracteriza explícitamente como acontecimiento cósmico y litúrgico; en particular, marca el comienzo de un nuevo culto, en un templo no construido por hombres, porque es el Cuerpo mismo de Jesús muerto y resucitado, que reúne a los pueblos y los une en el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre.

La oración de Jesús, en este momento de sufrimiento —«Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu»— es un fuerte grito de confianza extrema y total en Dios. Esta oración expresa la plena consciencia de no haber sido abandonado. La invocación inicial —«Padre»— hace referencia a su primera declaración cuando era un adolescente de doce años. Entonces permaneció durante tres días en el templo de Jerusalén, cuyo velo ahora se ha rasgado. Y cuando sus padres le manifestaron su preocupación, respondió: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49). Desde el comienzo hasta el final, lo que determina completamente el sentir de Jesús, su palabra, su acción, es la relación única con el Padre. En la cruz él vive plenamente, en el amor, su relación filial con Dios, que anima su oración.

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Jesús Crucificado – Martirio Etíope 1756, Mural de Iglesia Africana 

Las palabras pronunciadas por Jesús después de la invocación «Padre» retoman una expresión del Salmo 31: «A tus manos encomiendo mi espíritu» (Sal 31, 6). Estas palabras, sin embargo, no son una simple cita, sino que más bien manifiestan una decisión firme: Jesús se «entrega» al Padre en un acto de total abandono. Estas palabras son una oración de «abandono», llena de confianza en el amor de Dios. La oración de Jesús ante la muerte es dramática como lo es para todo hombre, pero, al mismo tiempo, está impregnada de esa calma profunda que nace de la confianza en el Padre y de la voluntad de entregarse totalmente a él. En Getsemaní, cuando había entrado en el combate final y en la oración más intensa y estaba a punto de ser «entregado en manos de los hombres» (Lc 9, 44), «le entró un sudor que caía hasta el suelo como si fueran gotas espesas de sangre» (Lc 22, 44). Pero su corazón era plenamente obediente a la voluntad del Padre, y por ello «un ángel del cielo» vino a confortarlo (cf. Lc22, 42-43). Ahora, en los últimos momentos, Jesús se dirige al Padre diciendo cuáles son realmente las manos a las que él entrega toda su existencia. Antes de partir en viaje hacia Jerusalén, Jesús había insistido con sus discípulos: «Meteos bien en los oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres» (Lc 9, 44). Ahora que su muerte es inminente, él sella en la oración su última decisión: Jesús se dejó entregar «en manos de los hombres», pero su espíritu lo pone en las manos del Padre; así —como afirma el evangelista san Juan— todo se cumplió, el supremo acto de amor se cumplió hasta el final, al límite y más allá del límite.

Queridos hermanos y hermanas, las palabras de Jesús en la cruz en los últimos instantes de su vida terrena ofrecen indicaciones comprometedoras a nuestra oración, pero la abren también a una serena confianza y a una firme esperanza. Jesús, que pide al Padre que perdone a los que lo están crucificando, nos invita al difícil gesto de rezar incluso por aquellos que nos han hecho mal, nos han perjudicado, sabiendo perdonar siempre, a fin de que la luz de Dios ilumine su corazón; y nos invita a vivir, en nuestra oración, la misma actitud de misericordia y de amor que Dios tiene para con nosotros: «perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden», decimos cada día en el «Padrenuestro». Al mismo tiempo, Jesús, que en el momento extremo de la muerte se abandona totalmente en las manos de Dios Padre, nos comunica la certeza de que, por más duras que sean las pruebas, difíciles los problemas y pesado el sufrimiento, nunca caeremos fuera de las manos de Dios, esas manos que nos han creado, nos sostienen y nos acompañan en el camino de la vida, porque las guía un amor infinito y fiel. Gracias.

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80 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Miércoles de Ceniza

 

80 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: MIÉRCOLES DE CENIZA

AUDIENCIA GENERAL DEL 22 DE FEBRERO DE 2012

Miércoles de Ceniza

Queridos hermanos y hermanas:

En esta catequesis quiero hablar brevemente del tiempo de Cuaresma, que comienza hoy con la liturgia del Miércoles de Ceniza. Se trata de un itinerario de cuarenta días que nos conducirá al Triduo pascual, memoria de la pasión, muerte y resurrección del Señor, el corazón del misterio de nuestra salvación. En los primeros siglos de vida de la Iglesia este era el tiempo en que los que habían oído y acogido el anuncio de Cristo iniciaban, paso a paso, su camino de fe y de conversión para llegar a recibir el sacramento del Bautismo. Se trataba de un acercamiento al Dios vivo y de una iniciación en la fe que debía realizarse gradualmente, mediante un cambio interior por parte de los catecúmenos, es decir, de quienes deseaban hacerse cristianos, incorporándose así a Cristo y a la Iglesia.

Sucesivamente, también a los penitentes y luego a todos los fieles se les invitaba a vivir este itinerario de renovación espiritual, para conformar cada vez más su existencia a la de Cristo. La participación de toda la comunidad en los diversos pasos del itinerario cuaresmal subraya una dimensión importante de la espiritualidad cristiana: la redención, no de algunos, sino de todos, está disponible gracias a la muerte y resurrección de Cristo. Por tanto, sea los que recorrían un camino de fe como catecúmenos para recibir el Bautismo, sea quienes se habían alejado de Dios y de la comunidad de la fe y buscaban la reconciliación, sea quienes vivían la fe en plena comunión con la Iglesia, todos sabían que el tiempo que precede a la Pascua es un tiempo demetánoia, es decir, de cambio interior, de arrepentimiento; el tiempo que identifica nuestra vida humana y toda nuestra historia como un proceso de conversión que se pone en movimiento ahora para encontrar al Señor al final de los tiempos.

Con una expresión que se ha hecho típica en la liturgia, la Iglesia denomina el período en el que hemos entrado hoy «Quadragesima», es decir, tiempo de cuarenta días y, con una clara referencia a la Sagrada Escritura, nos introduce así en un contexto espiritual preciso. De hecho, cuarenta es el número simbólico con el que tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento representan los momentos más destacados de la experiencia de la fe del pueblo de Dios. Es una cifra que expresa el tiempo de la espera, de la purificación, de la vuelta al Señor, de la consciencia de que Dios es fiel a sus promesas. Este número no constituye un tiempo cronológico exacto, resultado de la suma de los días. Indica más bien una paciente perseverancia, una larga prueba, un período suficiente para ver las obras de Dios, un tiempo dentro del cual es preciso decidirse y asumir las propias responsabilidades sin más dilaciones. Es el tiempo de las decisiones maduras.

El número cuarenta aparece ante todo en la historia de Noé. Este hombre justo, a causa del diluvio, pasa cuarenta días y cuarenta noches en el arca, junto a su familia y a los animales que Dios le había dicho que llevara consigo. Y espera otros cuarenta días, después del diluvio, antes de tocar la tierra firme, salvada de la destrucción (cf. Gn 7, 4.12; 8, 6). Luego, la próxima etapa: Moisés permanece en el monte Sinaí, en presencia del Señor, cuarenta días y cuarenta noches, para recibir la Ley. En todo este tiempo ayuna (cf. Ex 24, 18). Cuarenta son los años de viaje del pueblo judío desde Egipto hasta la Tierra prometida, tiempo apto para experimentar la fidelidad de Dios: «Recuerda todo el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer estos cuarenta años… Tus vestidos no se han gastado ni se te han hinchado los pies durante estos cuarenta años», dice Moisés en el Deuteronomio al final de estos cuarenta años de emigración (Dt 8, 2.4). Los años de paz de los que goza Israel bajo los Jueces son cuarenta (cf. Jc 3, 11.30), pero, transcurrido este tiempo, comienza el olvido de los dones de Dios y la vuelta al pecado. El profeta Elías emplea cuarenta días para llegar al Horeb, el monte donde se encuentra con Dios (cf. 1 R 19, 8). Cuarenta son los días durante los cuales los ciudadanos de Nínive hacen penitencia para obtener el perdón de Dios (cf. Gn 3, 4). Cuarenta son también los años de los reinos de Saúl (cf. Hch 13, 21), de David (cf. 2 Sm 5, 4-5) y de Salomón (1 R 11, 41), los tres primeros reyes de Israel. También los Salmos reflexionan sobre el significado bíblico de los cuarenta años, como por ejemplo el Salmo 95, del que hemos escuchado un pasaje: «Ojalá escuchéis hoy su voz: “No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto, cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras”. Durante cuarenta años aquella generación me asqueó, y dije: “Es un pueblo de corazón extraviado, que no reconoce mi camino”» (vv. 7c-10).

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En el Nuevo Testamento Jesús, antes de iniciar su vida pública, se retira al desierto durante cuarenta días, sin comer ni beber (cf.Mt 4, 2): se alimenta de la Palabra de Dios, que usa como arma para vencer al diablo. Las tentaciones de Jesús evocan las que el pueblo judío afrontó en el desierto, pero que no supo vencer. Cuarenta son los días durante los cuales Jesús resucitado instruye a los suyos, antes de ascender al cielo y enviar el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 3).

Con este número recurrente —cuarenta— se describe un contexto espiritual que sigue siendo actual y válido, y la Iglesia, precisamente mediante los días del período cuaresmal, quiere mantener su valor perenne y hacernos presente su eficacia. La liturgia cristiana de la Cuaresma tiene como finalidad favorecer un camino de renovación espiritual, a la luz de esta larga experiencia bíblica y sobre todo aprender a imitar a Jesús, que en los cuarenta días pasados en el desierto enseñó a vencer la tentación con la Palabra de Dios. Los cuarenta años de la peregrinación de Israel en el desierto presentan actitudes y situaciones ambivalentes. Por una parte, son el tiempo del primer amor con Dios y entre Dios y su pueblo, cuando él hablaba a su corazón, indicándole continuamente el camino por recorrer. Dios, por decirlo así, había puesto su morada en medio de Israel, lo precedía dentro de una nube o de una columna de fuego, proveía cada día a su sustento haciendo que bajara el maná y que brotara agua de la roca. Por tanto, los años pasados por Israel en el desierto se pueden ver como el tiempo de la elección especial de Dios y de la adhesión a él por parte del pueblo: tiempo del primer amor. Por otro lado, la Biblia muestra asimismo otra imagen de la peregrinación de Israel en el desierto: también es el tiempo de las tentaciones y de los peligros más grandes, cuando Israel murmura contra su Dios y quisiera volver al paganismo y se construye sus propios ídolos, pues siente la exigencia de venerar a un Dios más cercano y tangible. También es el tiempo de la rebelión contra el Dios grande e invisible.

Esta ambivalencia, tiempo de la cercanía especial de Dios —tiempo del primer amor—, y tiempo de tentación —tentación de volver al paganismo—, la volvemos a encontrar, de modo sorprendente, en el camino terreno de Jesús, naturalmente sin ningún compromiso con el pecado. Después del bautismo de penitencia en el Jordán, en el que asume sobre sí el destino del Siervo de Dios que renuncia a sí mismo y vive para los demás y se mete entre los pecadores para cargar sobre sí el pecado del mundo, Jesús se dirige al desierto para estar cuarenta días en profunda unión con el Padre, repitiendo así la historia de Israel, todos los períodos de cuarenta días o años a los que he aludido. Esta dinámica es una constante en la vida terrena de Jesús, que busca siempre momentos de soledad para orar a su Padre y permanecer en íntima comunión, en íntima soledad con él, en exclusiva comunión con él, y luego volver en medio de la gente. Pero en este tiempo de «desierto» y de encuentro especial con el Padre, Jesús se encuentra expuesto al peligro y es asaltado por la tentación y la seducción del Maligno, el cual le propone un camino mesiánico diferente, alejado del proyecto de Dios, porque pasa por el poder, el éxito, el dominio, y no por el don total en la cruz. Esta es la alternativa: un mesianismo de poder, de éxito, o un mesianismo de amor, de entrega de sí mismo.

Esta situación de ambivalencia describe también la condición de la Iglesia en camino por el «desierto» del mundo y de la historia. En este «desierto» los creyentes, ciertamente, tenemos la oportunidad de hacer una profunda experiencia de Dios que fortalece el espíritu, confirma la fe, alimenta la esperanza y anima la caridad; una experiencia que nos hace partícipes de la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte mediante el sacrificio de amor en la cruz. Pero el «desierto» también es el aspecto negativo de la realidad que nos rodea: la aridez, la pobreza de palabras de vida y de valores, el laicismo y la cultura materialista, que encierran a la persona en el horizonte mundano de la existencia sustrayéndolo a toda referencia a la trascendencia. Este es también el ambiente en el que el cielo que está sobre nosotros se oscurece, porque lo cubren las nubes del egoísmo, de la incomprensión y del engaño. A pesar de esto, también para la Iglesia de hoy el tiempo del desierto puede transformarse en tiempo de gracia, pues tenemos la certeza de que incluso de la roca más dura Dios puede hacer que brote el agua viva que quita la sed y restaura.

Queridos hermanos y hermanas, en estos cuarenta días que nos conducirán a la Pascua de Resurrección podemos encontrar nuevo valor para aceptar con paciencia y con fe todas las situaciones de dificultad, de aflicción y de prueba, conscientes de que el Señor hará surgir de las tinieblas el nuevo día. Y si permanecemos fieles a Jesús, siguiéndolo por el camino de la cruz, se nos dará de nuevo el claro mundo de Dios, el mundo de la luz, de la verdad y de la alegría: será el alba nueva creada por Dios mismo. ¡Feliz camino de Cuaresma a todos vosotros!

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79 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 7 de marzo de 2012

79 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 7 DE MARZO DE 2012

AUDIENCIA GENERAL DEL 7 DE MARZO DE 2012

Queridos hermanos y hermanas:

En una serie de catequesis anteriores hablé de la oración de Jesús y no quiero concluir esta reflexión sin detenerme brevemente sobre el tema del silencio de Jesús, tan importante en la relación con Dios.

En la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini hice referencia al papel que asume el silencio en la vida de Jesús, sobre todo en el Gólgota: «Aquí nos encontramos ante el “Mensaje de la cruz” (1 Co 1, 18). El Verbo enmudece, se hace silencio mortal, porque se ha “dicho” hasta quedar sin palabras, al haber hablado todo lo que tenía que comunicar, sin guardarse nada para sí» (n. 12). Ante este silencio de la cruz, san Máximo el Confesor pone en labios de la Madre de Dios la siguiente expresión: «Está sin palabra la Palabra del Padre, que hizo a toda criatura que habla; sin vida están los ojos apagados de aquel a cuya palabra y ademán se mueve todo lo que tiene vida» (La vida de María, n. 89: Testi mariani del primo millennio, 2, Roma 1989, p. 253).

La cruz de Cristo no sólo muestra el silencio de Jesús como su última palabra al Padre, sino que revela también que Dios habla a través del silencio: «El silencio de Dios, la experiencia de la lejanía del Omnipotente y Padre, es una etapa decisiva en el camino terreno del Hijo de Dios, Palabra encarnada. Colgado del leño de la cruz, se quejó del dolor causado por este silencio: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34; Mt 27, 46). Jesús, prosiguiendo hasta el último aliento de vida en la obediencia, invocó al Padre en la oscuridad de la muerte. En el momento de pasar a través de la muerte a la vida eterna, se confió a él: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”(Lc 23, 46)» (Exhort. ap. postsin. Verbum Domini, 21). La experiencia de Jesús en la cruz es profundamente reveladora de la situación del hombre que ora y del culmen de la oración: después de haber escuchado y reconocido la Palabra de Dios, debemos considerar también el silencio de Dios, expresión importante de la misma Palabra divina.

La dinámica de palabra y silencio, que marca la oración de Jesús en toda su existencia terrena, sobre todo en la cruz, toca también nuestra vida de oración en dos direcciones.

La primera es la que se refiere a la acogida de la Palabra de Dios. Es necesario el silencio interior y exterior para poder escuchar esa Palabra. Se trata de un punto particularmente difícil para nosotros en nuestro tiempo. En efecto, en nuestra época no se favorece el recogimiento; es más, a veces da la impresión de que se siente miedo de apartarse, incluso por un instante, del río de palabras y de imágenes que marcan y llenan las jornadas. Por ello, en la ya mencionada exhortación Verbum Domini recordé la necesidad de educarnos en el valor del silencio: «Redescubrir el puesto central de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia quiere decir también redescubrir el sentido del recogimiento y del sosiego interior. La gran tradición patrística nos enseña que los misterios de Cristo están unidos al silencio, y sólo en él la Palabra puede encontrar morada en nosotros, como ocurrió en María, mujer de la Palabra y del silencio inseparablemente» (n. 66). Este principio —que sin silencio no se oye, no se escucha, no se recibe una palabra— es válido sobre todo para la oración personal, pero también para nuestras liturgias: para facilitar una escucha auténtica, las liturgias deben tener también momentos de silencio y de acogida no verbal. Nunca pierde valor la observación de san Agustín: Verbo crescente, verba deficiunt – «Cuando el Verbo de Dios crece, las palabras del hombre disminuyen» (cf. Sermo 288, 5: pl 38, 1307; Sermo 120, 2: pl 38, 677). Los Evangelios muestran cómo con frecuencia Jesús, sobre todo en las decisiones decisivas, se retiraba completamente solo a un lugar apartado de la multitud, e incluso de los discípulos, para orar en el silencio y vivir su relación filial con Dios. El silencio es capaz de abrir un espacio interior en lo más íntimo de nosotros mismos, para hacer que allí habite Dios, para que su Palabra permanezca en nosotros, para que el amor a él arraigue en nuestra mente y en nuestro corazón, y anime nuestra vida. Por lo tanto, la primera dirección es: volver a aprender el silencio, la apertura a la escucha, que nos abre al otro, a la Palabra de Dios.

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Además, hay también una segunda relación importante del silencio con la oración. En efecto, no sólo existe nuestro silencio para disponernos a la escucha de la Palabra de Dios. A menudo, en nuestra oración, nos encontramos ante el silencio de Dios, experimentamos una especie de abandono, nos parece que Dios no escucha y no responde. Pero este silencio de Dios, como le sucedió también a Jesús, no indica su ausencia. El cristiano sabe bien que el Señor está presente y escucha, incluso en la oscuridad del dolor, del rechazo y de la soledad. Jesús asegura a los discípulos y a cada uno de nosotros que Dios conoce bien nuestras necesidades en cualquier momento de nuestra vida. Él enseña a los discípulos: «Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis» (Mt 6, 7-8): un corazón atento, silencioso, abierto es más importante que muchas palabras. Dios nos conoce en la intimidad, más que nosotros mismos, y nos ama: y saber esto debe ser suficiente. En la Biblia, la experiencia de Job es especialmente significativa a este respecto. Este hombre en poco tiempo lo pierde todo: familiares, bienes, amigos, salud. Parece que Dios tiene hacia él una actitud de abandono, de silencio total. Sin embargo Job, en su relación con Dios, habla con Dios, grita a Dios; en su oración, no obstante todo, conserva intacta su fe y, al final, descubre el valor de su experiencia y del silencio de Dios. Y así, al final, dirigiéndose al Creador, puede concluir: «Te conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos» (Jb 42, 5): todos nosotros casi conocemos a Dios sólo de oídas y cuanto más abiertos estamos a su silencio y a nuestro silencio, más comenzamos a conocerlo realmente. Esta confianza extrema que se abre al encuentro profundo con Dios maduró en el silencio. San Francisco Javier rezaba diciendo al Señor: yo te amo no porque puedes darme el paraíso o condenarme al infierno, sino porque eres mi Dios. Te amo porque Tú eres Tú.

Encaminándonos a la conclusión de las reflexiones sobre la oración de Jesús, vuelven a la mente algunas enseñanzas delCatecismo de la Iglesia católica: «El drama de la oración se nos revela plenamente en el Verbo que se ha hecho carne y que habita entre nosotros. Intentar comprender su oración, a través de lo que sus testigos nos dicen en el Evangelio, es aproximarnos a la santidad de Jesús nuestro Señor como a la zarza ardiendo: primero contemplándolo a él mismo en oración y después escuchando cómo nos enseña a orar, para conocer finalmente cómo acoge nuestra plegaria» (n. 2598). ¿Cómo nos enseña Jesús a rezar? En el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica encontramos una respuesta clara: «Jesús nos enseña a orar no sólo con la oración del Padre nuestro» —ciertamente el acto central de la enseñanza de cómo rezar—, «sino también cuando él mismo ora. Así, además del contenido, nos enseña las disposiciones requeridas por una verdadera oración: la pureza del corazón, que busca el Reino y perdona a los enemigos; la confianza audaz y filial, que va más allá de lo que sentimos y comprendemos; la vigilancia, que protege al discípulo de la tentación» (n. 544).

Recorriendo los Evangelios hemos visto cómo el Señor, en nuestra oración, es interlocutor, amigo, testigo y maestro. En Jesús se revela la novedad de nuestro diálogo con Dios: la oración filial que el Padre espera de sus hijos. Y de Jesús aprendemos cómo la oración constante nos ayuda a interpretar nuestra vida, a tomar nuestras decisiones, a reconocer y acoger nuestra vocación, a descubrir los talentos que Dios nos ha dado, a cumplir cada día su voluntad, único camino para realizar nuestra existencia.

A nosotros, con frecuencia preocupados por la eficacia operativa y por los resultados concretos que conseguimos, la oración de Jesús nos indica que necesitamos detenernos, vivir momentos de intimidad con Dios, «apartándonos» del bullicio de cada día, para escuchar, para ir a la «raíz» que sostiene y alimenta la vida. Uno de los momentos más bellos de la oración de Jesús es precisamente cuando él, para afrontar enfermedades, malestares y límites de sus interlocutores, se dirige a su Padre en oración y, de este modo, enseña a quien está a su alrededor dónde es necesario buscar la fuente para tener esperanza y salvación. Ya recordé, como ejemplo conmovedor, la oración de Jesús ante la tumba de Lázaro. El evangelista san Juan relata: «Entonces quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: “Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado”. Y dicho esto, gritó con voz potente: “Lázaro, sal afuera”» (Jn 11, 41-43). Pero Jesús alcanza el punto más alto de profundidad en la oración al Padre en el momento de la pasión y de la muerte, cuando pronuncia el «sí» extremo al proyecto de Dios y muestra cómo la voluntad humana encuentra su realización precisamente en la adhesión plena a la voluntad divina y no en la contraposición. En la oración de Jesús, en su grito al Padre en la cruz, confluyen «todas las angustias de la humanidad de todos los tiempos, esclava del pecado y de la muerte, todas las súplicas y las intercesiones de la historia de la salvación… He aquí que el Padre las acoge y, por encima de toda esperanza, las escucha al resucitar a su Hijo. Así se realiza y se consuma el drama de la oración en la economía de la creación y de la salvación» (Catecismo de la Iglesia católica, 2606).

Queridos hermanos y hermanas, pidamos con confianza al Señor vivir el camino de nuestra oración filial, aprendiendo cada día del Hijo Unigénito, que se hizo hombre por nosotros, cómo debe ser nuestro modo de dirigirnos a Dios. Las palabras de san Pablo sobre la vida cristiana en general, valen también para nuestra oración: «Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 38-39).

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78 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 14 de marzo de 2012

78 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 14 DE MARZO DE 2012

AUDIENCIA GENERAL DEL 14 DE MARZO DE 2012

Queridos hermanos y hermanas:

Con la catequesis de hoy quiero comenzar a hablar de la oración en los Hechos de los Apóstoles y en las Cartas de san Pablo. Como sabemos, san Lucas nos ha entregado uno de los cuatro Evangelios, dedicado a la vida terrena de Jesús, pero también nos ha dejado el que ha sido definido el primer libro sobre la historia de la Iglesia, es decir, los Hechos de los Apóstoles. En ambos libros, uno de los elementos recurrentes es precisamente la oración, desde la de Jesús hasta la de María, la de los discípulos, la de las mujeres y la de la comunidad cristiana. El camino inicial de la Iglesia está marcado, ante todo, por la acción del Espíritu Santo, que transforma a los Apóstoles en testigos del Resucitado hasta el derramamiento de su sangre, y por la rápida difusión de la Palabra de Dios hacia Oriente y Occidente. Sin embargo, antes de que se difunda el anuncio del Evangelio, san Lucas refiere el episodio de la Ascensión del Resucitado (cf. Hch 1, 6-9). El Señor entrega a los discípulos el programa de su existencia dedicada a la evangelización y dice: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta el confín de la tierra» (Hch 1, 8). En Jerusalén los Apóstoles, que ya eran sólo once por la traición de Judas Iscariote, se encuentran reunidos en casa para orar, y es precisamente en la oración como esperan el don prometido por Cristo resucitado, el Espíritu Santo.

En este contexto de espera, entre la Ascensión y Pentecostés, san Lucas menciona por última vez a María, la Madre de Jesús, y a sus parientes (cf. v. 14). A María le dedicó las páginas iniciales de su Evangelio, desde el anuncio del ángel hasta el nacimiento y la infancia del Hijo de Dios hecho hombre. Con María comienza la vida terrena de Jesús y con María inician también los primeros pasos de la Iglesia; en ambos momentos, el clima es el de la escucha de Dios, del recogimiento. Hoy, por lo tanto, quiero detenerme en esta presencia orante de la Virgen en el grupo de los discípulos que serán la primera Iglesia naciente. María siguió con discreción todo el camino de su Hijo durante la vida pública hasta el pie de la cruz, y ahora sigue también, con una oración silenciosa, el camino de la Iglesia. En la Anunciación, en la casa de Nazaret, María recibe al ángel de Dios, está atenta a sus palabras, las acoge y responde al proyecto divino, manifestando su plena disponibilidad: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu voluntad» (cf. Lc 1, 38). María, precisamente por la actitud interior de escucha, es capaz de leer su propia historia, reconociendo con humildad que es el Señor quien actúa. En su visita a su prima Isabel, prorrumpe en una oración de alabanza y de alegría, de celebración de la gracia divina, que ha colmado su corazón y su vida, convirtiéndola en Madre del Señor (cf. Lc 1, 46-55). Alabanza, acción de gracias, alegría: en el cántico del Magníficat, María no mira sólo lo que Dios ha obrado en ella, sino también lo que ha realizado y realiza continuamente en la historia. San Ambrosio, en un célebre comentario al Magníficat, invita a tener el mismo espíritu en la oración y escribe: «Cada uno debe tener el alma de María para alabar al Señor; cada uno debe tener el espíritu de María para alegrarse en Dios» (Expositio Evangelii secundum Lucam 2, 26: pl 15, 1561).

También en el Cenáculo, en Jerusalén, «en la sala del piso superior, donde solían reunirse» los discípulos de Jesús (cf. Hch 1, 13), en un clima de escucha y de oración, ella está presente, antes de que se abran de par en par las puertas y ellos comiencen a anunciar a Cristo Señor a todos los pueblos, enseñándoles a guardar todo lo que él les había mandado (cf. Mt 28, 19-20). Las etapas del camino de María, desde la casa de Nazaret hasta la de Jerusalén, pasando por la cruz, donde el Hijo le confía al apóstol Juan, están marcadas por la capacidad de mantener un clima perseverante de recogimiento, para meditar todos los acontecimientos en el silencio de su corazón, ante Dios (cf. Lc 2, 19-51); y en la meditación ante Dios comprender también la voluntad de Dios y ser capaces de aceptarla interiormente. La presencia de la Madre de Dios con los Once, después de la Ascensión, no es, por tanto, una simple anotación histórica de algo que sucedió en el pasado, sino que asume un significado de gran valor, porque con ellos comparte lo más precioso que tiene: la memoria viva de Jesús, en la oración; comparte esta misión de Jesús: conservar la memoria de Jesús y así conservar su presencia.

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La última alusión a María en los dos escritos de san Lucas está situada en el día de sábado: el día del descanso de Dios después de la creación, el día del silencio después de la muerte de Jesús y de la espera de su resurrección. Y en este episodio hunde sus raíces la tradición de Santa María en Sábado. Entre la Ascensión del Resucitado y el primer Pentecostés cristiano, los Apóstoles y la Iglesia se reúnen con María para esperar con ella el don del Espíritu Santo, sin el cual no se puede ser testigos. Ella, que ya lo había recibido para engendrar al Verbo encarnado, comparte con toda la Iglesia la espera del mismo don, para que en el corazón de todo creyente «se forme Cristo» (cf. Ga 4, 19). Si no hay Iglesia sin Pentecostés, tampoco hay Pentecostés sin la Madre de Jesús, porque ella vivió de un modo único lo que la Iglesia experimenta cada día bajo la acción del Espíritu Santo. San Cromacio de Aquileya comenta así la anotación de los Hechos de los Apóstoles: «Se reunió, por tanto, la Iglesia en la sala del piso superior junto con María, la Madre de Jesús, y con sus hermanos. Así pues, no se puede hablar de Iglesia si no está presente María, la Madre del Señor… La Iglesia de Cristo está allí donde se predica la Encarnación de Cristo de la Virgen; y, donde predican los Apóstoles, que son hermanos del Señor, allí se escucha el Evangelio» (Sermo 30, 1: sc 164, 135).

El concilio Vaticano II quiso subrayar de modo especial este vínculo que se manifiesta visiblemente al orar juntos María y los Apóstoles, en el mismo lugar, a la espera del Espíritu Santo. La constitución dogmática Lumen gentium afirma: «Dios no quiso manifestar solemnemente el misterio de la salvación humana antes de enviar el Espíritu prometido por Cristo. Por eso vemos a los Apóstoles, antes del día de Pentecostés, “perseverar en la oración unidos, junto con algunas mujeres, con María, la Madre de Jesús, y sus parientes” (Hch 1, 14). María pedía con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra» (n. 59). El lugar privilegiado de María es la Iglesia, donde «es también saludada como miembro muy eminente y del todo singular… y como su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y en el amor» (ib., 53).

Venerar a la Madre de Jesús en la Iglesia significa, por consiguiente, aprender de ella a ser comunidad que ora: esta es una de las notas esenciales de la primera descripción de la comunidad cristiana trazada en los Hechos de los Apóstoles (cf. 2, 42). Con frecuencia se recurre a la oración por situaciones de dificultad, por problemas personales que impulsan a dirigirse al Señor para obtener luz, consuelo y ayuda. María invita a abrir las dimensiones de la oración, a dirigirse a Dios no sólo en la necesidad y no sólo para pedir por sí mismos, sino también de modo unánime, perseverante y fiel, con «un solo corazón y una sola alma» (cf. Hch4, 32).

Queridos amigos, la vida humana atraviesa diferentes fases de paso, a menudo difíciles y arduas, que requieren decisiones inderogables, renuncias y sacrificios. El Señor puso a la Madre de Jesús en momentos decisivos de la historia de la salvación y ella supo responder siempre con plena disponibilidad, fruto de un vínculo profundo con Dios madurado en la oración asidua e intensa. Entre el viernes de la Pasión y el domingo de la Resurrección, a ella le fue confiado el discípulo predilecto y con él toda la comunidad de los discípulos (cf. Jn 19, 26). Entre la Ascensión y Pentecostés, ella se encuentra con y en la Iglesia en oración (cf.Hch 1, 14). Madre de Dios y Madre de la Iglesia, María ejerce esta maternidad hasta el fin de la historia. Encomendémosle a ella todas las fases de paso de nuestra existencia personal y eclesial, entre ellas la de nuestro tránsito final. María nos enseña la necesidad de la oración y nos indica que sólo con un vínculo constante, íntimo, lleno de amor con su Hijo podemos salir de «nuestra casa», de nosotros mismos, con valentía, para llegar hasta los confines del mundo y anunciar por doquier al Señor Jesús, Salvador del mundo. Gracias.

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77 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Viaje Apostólico a México y República de Cuba – Triduo Pascual

77 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: VIAJE APOSTÓLICO A MÉXICO Y REPÚBLICA DE CUBA

AUDIENCIA GENERAL DEL 4 DE ABRIL DE 2012

Viaje apostólico a México y República de Cuba – Triduo Pascual

Queridos hermanos y hermanas:

Siguen vivas en mí las emociones suscitadas por el reciente viaje apostólico a México y a Cuba, sobre el que quiero reflexionar hoy. Surge espontáneamente en mi alma la acción de gracias al Señor: en su providencia, quiso que fuera por primera vez como Sucesor de Pedro a esos dos países, que conservan un recuerdo indeleble de las visitas realizadas por el beato Juan Pablo II. El bicentenario de la independencia de México y de otros países latinoamericanos, el vigésimo aniversario de las relaciones diplomáticas entre México y la Santa Sede, y el cuarto centenario del hallazgo de la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre en la República de Cuba fueron las ocasiones de mi peregrinación. Con ella quise abrazar idealmente a todo el continente, invitando a todos a vivir juntos en la esperanza y en el compromiso concreto de caminar unidos hacia un futuro mejor. Expreso mi agradecimiento a los señores presidentes de México y de Cuba, que con deferencia y cortesía me dieron su bienvenida, así como a las demás autoridades. Doy las gracias de corazón a los arzobispos de León, de Santiago de Cuba y de La Habana, y a los demás venerados hermanos en el episcopado, que me acogieron con gran afecto, así como a sus colaboradores y a todos los que se prodigaron generosamente por mi visita pastoral. Fueron días inolvidables de alegría y de esperanza, que quedarán impresos en mi corazón.

La primera etapa fue León, en el Estado de Guanajuato, centro geográfico de México. Allí una gran multitud en fiesta me dispensó una acogida extraordinaria y entusiasta, como signo del abrazo cordial de todo un pueblo. Desde la ceremonia de bienvenida pude apreciar la fe y el calor de los sacerdotes, de las personas consagradas y de los fieles laicos. En presencia de los exponentes de las instituciones, de numerosos obispos y de representantes de la sociedad, recordé la necesidad del reconocimiento y de la tutela de los derechos fundamentales de la persona humana, entre los que destaca la libertad religiosa, asegurando mi cercanía a quienes sufren a causa de plagas sociales, de antiguos y nuevos conflictos, de la corrupción y de la violencia. Recuerdo con profunda gratitud la fila interminable de gente a lo largo de las calles, que me acompañó con entusiasmo. En esas manos tendidas en señal de saludo y de afecto, en esos rostros alegres, en esos gritos de alegría constaté la tenaz esperanza de los cristianos mexicanos, esperanza que permaneció encendida en los corazones a pesar de los difíciles momentos de violencia, que no dejé de deplorar y a cuyas víctimas dirigí un conmovido pensamiento; y pude confortar personalmente a algunas. Ese mismo día me encontré con muchísimos niños y adolescentes, que son el futuro de la nación y de la Iglesia. Su inagotable alegría, manifestada con ruidosos cantos y músicas, así como sus miradas y sus gestos, expresaban el fuerte deseo de todos los muchachos de México, de América Latina y del Caribe, de poder vivir en paz, con serenidad y armonía, en una sociedad más justa y reconciliada.

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Los discípulos del Señor deben incrementar la alegría de ser cristianos, la alegría de pertenecer a su Iglesia. De esta alegría nacen también las energías para servir a Cristo en las situaciones difíciles y de sufrimiento. Recordé esta verdad a la inmensa multitud que se reunió para la celebración eucarística dominical en el parque del Bicentenario de León. Exhorté a todos a confiar en la bondad de Dios omnipotente que puede cambiar desde dentro, desde el corazón, las situaciones insoportables y oscuras. Los mexicanos respondieron con su fe ardiente; y en su adhesión convencida al Evangelio reconocí una vez más signos consoladores de esperanza para el continente. El último evento de mi visita a México fue, también en León, la celebración de las vísperas en la catedral de Nuestra Señora de la Luz, con los obispos mexicanos y los representantes de los Episcopados de América. Manifesté mi cercanía a su compromiso frente a los diversos desafíos y dificultades, y mi gratitud por los que siembran el Evangelio en situaciones complejas y a menudo con muchas limitaciones. Los animé a ser pastores celosos y guías seguros, suscitando por doquier comunión sincera y adhesión cordial a la enseñanza de la Iglesia. Luego dejé la amada tierra mexicana, donde experimenté una devoción y un afecto especiales al Vicario de Cristo. Antes de partir, estimulé al pueblo mexicano a permanecer fiel al Señor y a su Iglesia, bien anclado en sus raíces cristianas.

Al día siguiente comenzó la segunda parte de mi viaje apostólico con la llegada a Cuba, adonde fui ante todo para sostener la misión de la Iglesia católica, comprometida a anunciar con alegría el Evangelio, a pesar de la pobreza de medios y las dificultades que todavía quedan por superar, para que la religión pueda prestar su servicio espiritual y formativo en el ámbito público de la sociedad. Esto lo quise subrayar al llegar a Santiago de Cuba, segunda ciudad de la isla, sin dejar de evidenciar las buenas relaciones existentes entre el Estado y la Santa Sede, orientadas al servicio de la presencia viva y constructiva de la Iglesia local. Además, aseguré que el Papa lleva en el corazón las preocupaciones y las aspiraciones de todos los cubanos, especialmente de los que sufren por la limitación de la libertad.

La primera santa misa que tuve la alegría de celebrar en tierra cubana se situaba en el contexto del IV centenario del hallazgo de la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba. Se trató de un momento de fuerte intensidad espiritual, con la participación atenta y orante de miles de personas, signo de una Iglesia que viene de situaciones difíciles, pero con un testimonio vivo de caridad y de presencia activa en la vida de la gente. A los católicos cubanos que, junto a toda la población, esperan un futuro cada vez mejor, les dirigí una invitación a dar nuevo vigor a su fe y a contribuir, con la valentía del perdón y de la comprensión, a la construcción de una sociedad abierta y renovada, donde haya cada vez más espacio para Dios porque, cuando se excluye a Dios, el mundo se transforma en un lugar inhóspito para el hombre. Antes de dejar Santiago de Cuba me dirigí al santuario de Nuestra Señora de la Caridad en El Cobre, tan venerada por el pueblo cubano. La peregrinación de la imagen de la Virgen de la Caridad entre las familias de la isla suscitó gran entusiasmo espiritual, representando un significativo evento de nueva evangelización y una ocasión de redescubrimiento de la fe. A la Virgen santísima encomendé sobre todo a las personas que sufren y a los jóvenes cubanos.

La segunda etapa cubana fue La Habana, capital de la isla. Los jóvenes, en particular, fueron los principales protagonistas de la exuberante acogida en el itinerario hasta la nunciatura, donde tuve ocasión de reunirme con los obispos del país para hablar de los desafíos que la Iglesia cubana está llamada a afrontar, consciente de que la gente la mira con creciente confianza. Al día siguientepresidí la santa misa en la plaza principal de La Habana, abarrotada de gente. A todos recordé que Cuba y el mundo necesitan cambios, pero que estos cambios sólo se producirán si cada uno se abre a la verdad integral sobre el hombre, presupuesto imprescindible para alcanzar la libertad, y decide sembrar en su entorno reconciliación y fraternidad, fundando su vida en Jesucristo: únicamente él puede disipar las tinieblas del error, ayudándonos a derrotar el mal y todo lo que nos oprime. Asimismo, quise reafirmar que la Iglesia no pide privilegios; sólo pide poder proclamar y celebrar también públicamente la fe, llevando el mensaje de esperanza y de paz del Evangelio a todos los ambientes de la sociedad. Manifestando aprecio por los pasos dados hasta ahora en ese sentido por las autoridades cubanas, subrayé que es necesario proseguir en este camino de libertad religiosa cada vez más plena.

En el momento de dejar Cuba, decenas de miles de cubanos salieron a las calles para saludarme, a pesar de la fuerte lluvia. En laceremonia de despedida recordé que en la actualidad los diversos componentes de la sociedad cubana están llamados a un esfuerzo de sincera colaboración y de diálogo paciente para el bien de la patria. En esta perspectiva, mi presencia en la isla, como testigo de Jesucristo, quiso ser un estímulo a abrir las puertas del corazón a él, que es fuente de esperanza y de fuerza para hacer que crezca el bien. Por esto, me despedí de los cubanos exhortándolos a reavivar la fe de sus padres y edificar un futuro cada vez mejor.

Este viaje a México y a Cuba, gracias a Dios, logró el anhelado éxito pastoral. Que el pueblo mexicano y el cubano obtengan de él abundantes frutos para construir en la comunión eclesial y con valentía evangélica un futuro de paz y de fraternidad.

Queridos amigos, mañana por la tarde, con la santa misa in cena Domini, entraremos en el Triduo pascual, culmen de todo el Año litúrgico, para celebrar el Misterio central de la fe: la pasión, muerte y resurrección de Cristo. En el Evangelio de san Juan, este momento culminante de la misión de Jesús se llama su «hora», que se abre con la última Cena. El evangelista lo introduce así: «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Toda la vida de Jesús está orientada a esta hora, caracterizada por dos aspectos que se iluminan recíprocamente: es la hora del «paso» (metabasis) y es la hora del «amor (agape) hasta el extremo». En efecto, es precisamente el amor divino, el Espíritu del que Jesús está colmado, el que hace «pasar» a Jesús mismo a través del abismo del mal y de la muerte, y lo hace salir al «espacio» nuevo de la resurrección. Es el agape, el amor, el que obra esta transformación, de modo que Jesús trasciende los límites de la condición humana marcada por el pecado y supera la barrera que mantiene prisionero al hombre, separado de Dios y de la vida eterna. Participando con fe en las celebraciones litúrgicas del Triduo pascual, se nos invita a vivir esta transformación obrada por el agape. Cada uno de nosotros ha sido amado por Jesús «hasta el extremo», es decir, hasta la entrega total de sí mismo en la cruz, cuando gritó: «Está cumplido» (Jn 19, 30). Dejémonos abrazar por este amor; dejémonos transformar, para que se realice de verdad en nosotros la resurrección. Os invito, por tanto, a vivir con intensidad el Triduo pascual y deseo a todos una santa Pascua. Gracias.

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76 de 95 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Audiencia General del 11 de abril de 2012

76 DE 95 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AUDIENCIA GENERAL DEL 11 DE ABRIL DE 2012

AUDIENCIA GENERAL DEL 11 DE ABRIL DE 2012

Queridos hermanos y hermanas:

Después de las solemnes celebraciones de la Pascua, nuestro encuentro de hoy está impregnado de alegría espiritual. Aunque el cielo esté gris, en el corazón llevamos la alegría de la Pascua, la certeza de la Resurrección de Cristo, que triunfó definitivamente sobre la muerte. Ante todo, renuevo a cada uno de vosotros un cordial deseo pascual: que en todas las casas y en todos los corazones resuene el anuncio gozoso de la Resurrección de Cristo, para que haga renacer la esperanza.

En esta catequesis quiero mostrar la transformación que la Pascua de Jesús provocó en sus discípulos. Partimos de la tarde del día de la Resurrección. Los discípulos están encerrados en casa por miedo a los judíos (cf. Jn 20, 19). El miedo oprime el corazón e impide salir al encuentro de los demás, al encuentro de la vida. El Maestro ya no está. El recuerdo de su Pasión alimenta la incertidumbre. Pero Jesús ama a los suyos y está a punto de cumplir la promesa que había hecho durante la última Cena: «No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros» (Jn 14, 18) y esto lo dice también a nosotros, incluso en tiempos grises: «No os dejaré huérfanos». Esta situación de angustia de los discípulos cambia radicalmente con la llegada de Jesús. Entra a pesar de estar las puertas cerradas, está en medio de ellos y les da la paz que tranquiliza: «Paz a vosotros» (Jn 20, 19). Es un saludo común que, sin embargo, ahora adquiere un significado nuevo, porque produce un cambio interior; es el saludo pascual, que hace que los discípulos superen todo miedo. La paz que Jesús trae es el don de la salvación que él había prometido durante sus discursos de despedida: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14, 27). En este día de Resurrección, él la da en plenitud y esa paz se convierte para la comunidad en fuente de alegría, en certeza de victoria, en seguridad por apoyarse en Dios. También a nosotros nos dice: «No se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14, 1).

Después de este saludo, Jesús muestra a los discípulos las llagas de las manos y del costado (cf. Jn 20, 20), signos de lo que sucedió y que nunca se borrará: su humanidad gloriosa permanece «herida». Este gesto tiene como finalidad confirmar la nueva realidad de la Resurrección: el Cristo que ahora está entre los suyos es una persona real, el mismo Jesús que tres días antes fue clavado en la cruz. Y así, en la luz deslumbrante de la Pascua, en el encuentro con el Resucitado, los discípulos captan el sentido salvífico de su pasión y muerte. Entonces, de la tristeza y el miedo pasan a la alegría plena. La tristeza y las llagas mismas se convierten en fuente de alegría. La alegría que nace en su corazón deriva de «ver al Señor» (Jn 20, 20). Él les dice de nuevo: «Paz a vosotros» (v. 21). Ya es evidente que no se trata sólo de un saludo. Es un don, el don que el Resucitado quiere hacer a sus amigos, y al mismo tiempo es una consigna: esta paz, adquirida por Cristo con su sangre, es para ellos pero también para todos nosotros, y los discípulos deberán llevarla a todo el mundo. De hecho, añade: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (ib.). Jesús resucitado ha vuelto entre los discípulos para enviarlos. Él ya ha completado su obra en el mundo; ahora les toca a ellos sembrar en los corazones la fe para que el Padre, conocido y amado, reúna a todos sus hijos de la dispersión. Pero Jesús sabe que en los suyos hay aún mucho miedo, siempre. Por eso realiza el gesto de soplar sobre ellos y los regenera en su Espíritu (cf. Jn 20, 22); este gesto es el signo de la nueva creación. Con el don del Espíritu Santo que proviene de Cristo resucitado comienza de hecho un mundo nuevo. Con el envío de los discípulos en misión se inaugura el camino del pueblo de la nueva alianza en el mundo, pueblo que cree en él y en su obra de salvación, pueblo que testimonia la verdad de la resurrección. Esta novedad de una vida que no muere, traída por la Pascua, se debe difundir por doquier, para que las espinas del pecado que hieren el corazón del hombre dejen lugar a los brotes de la Gracia, de la presencia de Dios y de su amor que vencen al pecado y a la muerte.

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Queridos amigos, también hoy el Resucitado entra en nuestras casas y en nuestros corazones, aunque a veces las puertas están cerradas. Entra donando alegría y paz, vida y esperanza, dones que necesitamos para nuestro renacimiento humano y espiritual. Sólo él puede correr aquellas piedras sepulcrales que el hombre a menudo pone sobre sus propios sentimientos, sobre sus propias relaciones, sobre sus propios comportamientos; piedras que sellan la muerte: divisiones, enemistades, rencores, envidias, desconfianzas, indiferencias. Sólo él, el Viviente, puede dar sentido a la existencia y hacer que reemprenda su camino el que está cansado y triste, el desconfiado y el que no tiene esperanza. Es lo que experimentaron los dos discípulos que el día de Pascua iban de camino desde Jerusalén hacia Emaús (cf. Lc 24, 13-35). Hablan de Jesús, pero su «rostro triste» (cf. v. 17) expresa sus esperanzas defraudadas, su incertidumbre y su melancolía. Habían dejado su aldea para seguir a Jesús con sus amigos, y habían descubierto una nueva realidad, en la que el perdón y el amor ya no eran sólo palabras, sino que tocaban concretamente la existencia. Jesús de Nazaret lo había hecho todo nuevo, había transformado su vida. Pero ahora estaba muerto y parecía que todo había acabado.

Sin embargo, de improviso, ya no son dos, sino tres las personas que caminan. Jesús se une a los dos discípulos y camina con ellos, pero son incapaces de reconocerlo. Ciertamente, han escuchado las voces sobre la resurrección; de hecho le refieren: «Algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo» (vv. 22-23). Y todo eso no había bastado para convencerlos, pues «a él no lo vieron» (v. 24). Entonces Jesús, con paciencia, «comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras» (v. 27). El Resucitado explica a los discípulos la Sagrada Escritura, ofreciendo su clave de lectura fundamental, es decir, él mismo y su Misterio pascual: de él dan testimonio las Escrituras (cf. Jn 5, 39-47). El sentido de todo, de la Ley, de los Profetas y de los Salmos, repentinamente se abre y resulta claro a sus ojos. Jesús había abierto su mente a la inteligencia de las Escrituras (cf. Lc 24, 45).

Mientras tanto, habían llegado a la aldea, probablemente a la casa de uno de los dos. El forastero viandante «simula que va a seguir caminando» (v. 28), pero luego se queda porque se lo piden con insistencia: «Quédate con nosotros» (v. 29). También nosotros debemos decir al Señor, siempre de nuevo, con insistencia: «Quédate con nosotros». «Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando» (v. 30). La alusión a los gestos realizados por Jesús en la última Cena es evidente. «A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron» (v. 31). La presencia de Jesús, primero con las palabras y luego con el gesto de partir el pan, permite a los discípulos reconocerlo, y pueden sentir de modo nuevo lo que habían experimentado al caminar con él: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» (v. 32). Este episodio nos indica dos «lugares» privilegiados en los que podemos encontrar al Resucitado que transforma nuestra vida: la escucha de la Palabra, en comunión con Cristo, y el partir el Pan; dos «lugares» profundamente unidos entre sí porque «Palabra y Eucaristía se pertenecen tan íntimamente que no se puede comprender la una sin la otra: la Palabra de Dios se hace sacramentalmente carne en el acontecimiento eucarístico» (Exhort. ap. postsin. Verbum Domini, 54-55).

Después de este encuentro, los dos discípulos «se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: “Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón”» (vv. 33-34). En Jerusalén escuchan la noticia de la resurrección de Jesús y, a su vez, cuentan su propia experiencia, inflamada de amor al Resucitado, que les abrió el corazón a una alegría incontenible. Como dice san Pedro, «mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, fueron regenerados para una esperanza viva» (cf. 1 P 1, 3). De hecho, renace en ellos el entusiasmo de la fe, el amor a la comunidad, la necesidad de comunicar la buena nueva. El Maestro ha resucitado y con él toda la vida resurge; testimoniar este acontecimiento se convierte para ellos en una necesidad ineludible.

Queridos amigos, que el Tiempo pascual sea para todos nosotros la ocasión propicia para redescubrir con alegría y entusiasmo las fuentes de la fe, la presencia del Resucitado entre nosotros. Se trata de realizar el mismo itinerario que Jesús hizo seguir a los dos discípulos de Emaús, a través del redescubrimiento de la Palabra de Dios y de la Eucaristía, es decir, caminar con el Señor y dejarse abrir los ojos al verdadero sentido de la Escritura y a su presencia al partir el pan. El culmen de este camino, entonces como hoy, es la Comunión eucarística: en la Comunión Jesús nos alimenta con su Cuerpo y su Sangre, para estar presente en nuestra vida, para renovarnos, animados por el poder del Espíritu Santo.

En conclusión, la experiencia de los discípulos nos invita a reflexionar sobre el sentido de la Pascua para nosotros. Dejémonos encontrar por Jesús resucitado. Él, vivo y verdadero, siempre está presente en medio de nosotros; camina con nosotros para guiar nuestra vida, para abrirnos los ojos. Confiemos en el Resucitado, que tiene el poder de dar la vida, de hacernos renacer como hijos de Dios, capaces de creer y de amar. La fe en él transforma nuestra vida: la libra del miedo, le da una firme esperanza, la hace animada por lo que da pleno sentido a la existencia, el amor de Dios. Gracias.

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