El ciudadano ilustreexplora la compleja relación entre artista e inspiración, creador y creación, interpelando el valor de la memoria y la desesperación como motores de la producción literaria y artística. A través de un humor mordaz, cierto realismo social y una cuidadosa puesta en escena, el film de Mariano Cohn y Gastón Duprat funciona como un peculiar estudio sobre el prestigio, la creación artística y los vínculos que perdemos con el tiempo. Volver a casa nunca es sencillo, pero los realizadores hacen del suplicio de Daniel una peculiar fábula sobre la cultura latinoamericana, el rol -y moral- de la literatura y cómo ambos factores convergen, aún con resultados controversiales y muy entretenidos.
Esta es la historia de Daniel Mantovani, recientemente galardonado Nobel de Literatura. Como parece ser común en Daniel, este reconocimiento parece condena: dos años después, Daniel no puede escribir más, no quiere dar entrevistas y se encierra en su fortaleza en Barcelona. Aun así, una invitación parece despertar su interés. Daniel ha sido nombrado “Ciudadano ilustre” de Salas, el pequeño pueblo rural en Buenos Aires donde creció y al que no visita hace décadas. Deprimido y sin inspiración, Daniel va de regreso, encontrándose con viejos y nuevos amores, amigos y enemigos, y toda la expectativa del pueblo.
La construcción de Salas, con su idiosincrasia, sus excesos y peculiaridades, por momentos parece bordar la caricatura, pero, gracias a la matizada caracterización de los personajes y el estilo de los realizadores, termina siendo clave para las temáticas que explota la historia. Aquí todo tiene que ver con lugares comunes, elementos propios del sello cultural de América Latina. Un video conmemorativo campy y exagerado, celebra a Daniel. Un vecino, torpe e imprudente, le exige a Daniel que sea su invitado de honor en un almuerzo familiar. Artistas locales y seguidores peregrinan junto a Daniel por la calle. Desconocidos filman a Daniel sin vergüenza. La bienvenida a Daniel se da desde un camión de bomberos, junto a una reina de belleza. Eventos sumamente formales, dominados por una excesiva solemnidad. Las dinámicas occidentales de élite se mimetizan con las prácticas locales y dan paso a un extraño sincretismo, evidenciado en pequeños rituales y valores compartidos. Ninguna parece ser mejor que la otra, eso sí. La inocencia local parece ser igual de exasperante que la parsimonia y esnobismo de Daniel.
Aquí, cada conflicto se inserta en la historia con la misma naturalidad del anterior. El estilo de los realizadores es pragmático y sin demasiadas pretensiones. Filman casi sin música, con planos generales, muchas veces estáticos. Las escenas no cuentan con ningún filtro estético adicional, y son filmadas de forma rústica, a veces con cámara en mano, sobre todo cuando la historia llega a puntos de no retorno, cargados de tensión. El estilo de los realizadores parece cercano al falso documental, en la tradición de Curb Your Enthusiasm -de la cual se presta el mismo humor neurótico e intelectualoide-. Así, Salas se filma sin filtros, sin intromisiones técnicas ni arreglos de más: lo que guía la historia es la fuerza del texto, el microcosmos de extraños personajes y la espontaneidad percibida escena a escena.
Conforme avanza la película, cada vez son menos las personas que peregrinan junto a Daniel por las calles de Salas. Ha conseguido alienarlos a casi todos. El film es astuto en no culpar explícitamente a uno y a otro. La actitud imprudente y caótica de los habitantes de Salas parece ir en tándem con la presencia cínica y sumamente intelectualizada de Daniel, como dos extremos del comportamiento humano, en constante conflicto. El machismo, los celos, el egoísmo, los rencores y el dolor parecen acomodarse entre las gentes de Salas, lo que podría venir de cualquier otro lugar. Salas puede ser la inspiración de Daniel, pero este film apela a algo mucho más universal.
Es sumamente irónico que, para la última clase, sean muy pocos los asistentes al taller literario -gratuito, además- de un Nobel de Literatura. Pero ello solo responde al constante proceso de desmitificación al que se somete Daniel. Desde que ganó el Nobel, él mismo se considera una figura ajena a la realidad, un “prócer”, un objeto del pasado que apenas es traído de vuelta para eventos protocolares y celebraciones. Por supuesto, es en Salas donde el proceso parece haber llegado al extremo. A Daniel lo celebran casi como un hito, una figura despersonalizada, casi mesiánica, en la misma idealización a las que tantas otras figuras públicas se han visto sometidas, y es allí donde la gente ya ha empezado a olvidarle, o nunca recordarle del todo. En Salas parece haber dos tipos de personas: aquellos que mitifican y le exigen algo a Daniel (ya sea una donación, la asistencia a un almuerzo, el escape del pueblo) y aquellos que no comprenden la exaltación ocasionada por su visita. Los primeros empiezan a resentirle al verse insatisfechos y los segundos utilizan esas emociones para justificar su creciente suspicacia por el Nóbel. Es curioso que los críticos utilicen la misma actitud condescendiente con los habitantes de Salas que ya antes asociaban con Daniel y su obra.
Por supuesto, nadie es profeta en su propio pueblo, pero el problema de Daniel es que no quiere ser profeta en ningún lugar, ni que nadie lo asocie con esa figura. Actúa de forma desinteresada y melancólica, como en un estado de permanente agotamiento. Podríamos sugerir diferentes razones para eso. Quizás el hastío frente a las exigencias del mundo del arte ha llevado a Daniel a una pelea con su propia creación, lo que lo deja en un estado de conflicto consigo mismo. Quizás la culpa por su vida pasada -y el haberla inmortalizado en el papel-, como si Daniel no estuviese convencido de merecer ese pasado y de haber sido exitoso explotándolo. Quizás sea la frustración por ya no saber que hacer una vez que lo ha logrado todo, una especie de vida alterna al final que fue el Nobel. Quizás sea la paradoja del autor famoso: tan rodeado de gente y, a su vez, tan irremediablemente solo. Quizás sea un poco de todo. El constreñido, casi siempre distinguido y definidamente nostálgico rostro de Óscar Martínez -a quien la cámara persigue constantemente- es suficiente para nosotros.
Podemos seguir con lo paradójico. Hay dos grandes preguntas que nos quedan de El ciudadano ilustre. Ambas son cuidadosamente insertadas en el film, a través de preguntas que el inocente público le hace a Daniel. ¿Acaso es necesario vivir de forma miserable para crear buen arte? ¿Y es legítimo explotar una cultura local para lograrlo? El final de El ciudadano ilustre, lejos de dar una respuesta definitiva, esboza un par de pistas que nos parecen suficientes. Parece que, luego de enfrentarse al repudio y la violencia, Daniel descubre lo que quizás ya sabía: no es necesario sufrir para crear. Parece haber salido de su letargo y haber escrito algo que vale la pena. Parece haber inspirado a otros a hacerlo.
Por otro lado, una vez que acaba su pericia en Salas, podríamos decir que no, no parece siempre legítimo explotar a su pueblo por éxito. Pero, en ciertos casos, como demuestra Daniel, hablar de su pueblo es hablar de sí mismo. Y, en ese caso, bienvenido sea.
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