El cine, desde lo más sencillo, habla sobre la gente en conflictos que no se esperaban tener. Así, hablar de cine es pensar en emociones que, desde la contradicción, se hacen relevantes y permanentes. Y, en cierta medida, Manchester by the Sea es como la gente: extraña, dolorosa, cómica, contradictoria y, al final, desbordante de empatía. Es, pues, un pequeño testimonio de vida, una observación cuidadosa del día a día y, a fin de cuentas, un estudio sobre la tragedia desde todas sus facetas. Lo importante, por supuesto, radica en los detalles: conocer a estos personajes a fondo, quererlos y odiarlos, a ver si entendemos, luego de tanto, qué significan esos lazos que nos unen.
Comenzamos con un jardinero, Lee Chandler, quien trata de conciliar su mal humor y su necesidad de trabajo. Tenemos, además, a Patrick, adolescente cualquiera, preocupado por sus dos novias, su banda de rock y el equipo de hockey. Tío y sobrino comparten a Joe, abnegado padre y hermano, quien sufre de una complicada enfermedad. Un día Joe se va. Lee, borracho y efusivo, deberá hacerse cargo de los gastos y arreglos. Se ve forzado a pasar unos días con su sobrino, a quien conoce, pero no tanto, y a esperar. Las trabas burocrático en el proceso de entierro y la custodia de Patrick lo llevarán a mantenerse en el pueblo mucho más de lo deseado. Y es que en Manchester By The Sea todo se recuerda. Hay una horrible verdad, que persigue a Lee desde hace mucho y que, al parecer, vuelve con fuerza. Tanto tiempo recluso en el pueblo y Lee se ve obligado a enfrentarse a su pasado y todos los que formaron parte de él, incluyendo su ex-esposa, Randi y sus vecinos. El punto central, sin embargo, estará en su relación con su sobrino, relación tensa y extraña, salpicada por el incierto paradero futuro del muchacho.
Kenneth Lonnergan, como guionista, asume un rol atrevido, el de maestro titiritero, capaz de hilar los desvaríos emocionales de sus personajes y convertir su dolor en arte. La idea es sencilla: apelar a la empatía, a la cotidianidad, no apostar por el melodrama, sino por la rutina, con todo lo que eso significa. Por buena parte del metraje, somos testigos del día a día en Manchester by the Sea. Lonnergan lo deja claro: el camino para enterrar a los muertos —y darles un cierre— está plagado de trabas burocráticas, de pequeños pasos que nadie quiere tomar. En el film se explotan todos: se utilizan de excusa para forzar emociones y, a su vez, revelaciones. Vemos, por ejemplo, lo que significa “ver al muerto” una vez está en la morgue, y la duda, presente en sobrino y tío, de si vale la pena encontrarse con un ser querido sobre una fría tabla en el sótano. Tenemos, además, todo el conflicto latente por la custodia de Patrick, ya que Lee parece querer desligarse del muchacho —seguro a raíz de la irresponsabilidad en su vida— y el propio Patrick no sabe con quién contar. La clave de Lonnergan está en explorar esas circunstancias comunes, hacerlas universales y, a su estilo, despertar en el espectador un sentimiento de cercanía: saber que todos tenemos dramas familiares, todos enterramos a nuestros muertos y todos nos enfrentamos a la burocracia local. Todos sentimos culpa.
Para esto, se echa mano a dos elementos trascendentales: culpa y confrontación. La culpa, por supuesto, está inmersa en las personas: en la voz quebrada y actitud misteriosa de Lee Chandler, en los actos rebeldes y de distracción de Patrick, en la propia impotencia y reproche de Randi. Ahora bien, la culpa es, finalmente, un puente al pasado. Y para el pasado, Lonnergan echa mano al flashback: va contando una historia sencilla —escenas familiares de Lee y Randi, espacios testimoniales de Lee y Joe, noches de borrachera y risas— para terminar incidiendo en las falencias, en aquellos pasos en falso, esos que, por otra parte, devienen en resultados indeseables, también irreversibles. Lonnergan va presentando estas escenas —contrastándolas con las secuencias del presente, con la gente rota y herida— hasta que todas las piezas del puzle tienen sentido, cobran relevancia y nuestra curiosidad se ve saciada. Lo irónico —o necesario— es que la única forma de que estos personajes se enfrenten unos a otros, buscando liberarse de su culpa, es a raíz de otra tragedia. Decimos que resulta necesario, porque el mismo film nos da pistas sobre lo que significa “tragedia”: es cuando los personajes bajan la guardia, cuando las críticas del pasado pierden impacto, cuando la gente decide dejar a los fracasados en paz, en su duelo. Son esos momentos de fraternidad y comprensión, de honestidad y afecto, de menos odio, necesarios para un común acuerdo, para reflexionar y tratar de exculpase de lo sucedido.
La confrontación solo es efectiva mediante el uso convincente del diálogo. Los diálogos en Manchester by the Sea son necesarios para ir desentrañando las emociones rígidas en los personajes. Asumen distintos roles, pero esenciales. Son reveladores, como en las escenas entre Lee y Joe, en las que el contraste entre ambos —la figura paternal de Joe versus la infantilidad de Lee— se nos hace evidente. Tienen, además, el rol de cuestionadores: vemos, por ejemplo, como Patrick le achaca a Lee su ausencia de responsabilidad y cómo el propio Lee trata de forma torpe de establecer autoridad en su sobrino. A eso se le añade el ser disparadores: se necesita un diálogo para hacer caer la coraza, para despertar emociones violentas. En una escena, Lonnergan hace un cameo y, pasando por la calle, grita great parenting (gran labor de padre) a Lee. Esto desata la furia en él, y por varias razones: no es el padre del muchacho, ya ha fallado como padre en el pasado y está harto de verse criticado por el resto. Lo que sigue es una confrontación violenta, una necesidad de que los personajes se liberen de esa carga tremenda. Algo importante en estos diálogos es que no son falsos, no son teatrales, sino conversaciones del día a día; palabreos sueltos, escritos en un bar; anécdotas, chistes y menciones a hechos sin aparente importancia: hechos que todos conocemos y que nos definen.
Y claro, entre tragedia y naturalidad, cabe el humor Algo que destaca a Manchester By The Sea es la afilada forma de usarlo. A veces bizarro, marcado por lo “negro” y el mal gusto, este humor aplica el principio de reírse hasta que duela. ¿Cómo justificar el humor en tan dramático escenario? La respuesta es sencilla: estamos ante una persona cualquiera, en la que el humor, aunque sea pequeño y reducido, existe. En la cola del supermercado, en las cenas incómodas o en camino al entierro, el humor, como faceta natural en las personas, se mantiene. Esto, por supuesto, funciona como válvula de escape, una forma de aligerar la pesadumbre, de acercarse a otros. Incluso en las conversaciones acerca de congelar a los difuntos o no, ese humor es la mejor estrategia para lidiar con nuestras contradicciones.
Culpa, confrontación y humor. Así se componen estos personajes. Así también se caracterizan. Lee Chandler es un personaje que absorbe: un ser frágil, plagado de fallas, arrastrando un dolor inmenso del que parece no librarse. Como si perteneciese a alguna tragedia shakesperiana o poema griego, el jardinero lucha constantemente contra sus demonios internos, sus fueros ocultos. Affleck tiene que soportar el cambio, el dolor por lo perdido y debe recomponerse sin decir palabra. Su Lee Chandler es raro, y así lo recrea Affleck, conocido antes por generalmente hacer del chico extraño, del marginal. Tenemos, además, una lumbrera en Patrick —Lucas Hedges—: rebeldía, cuestionamiento y jovialidad. También está Randi, quien, gracias a Michelle Williams, es testimonio palpable del dolor y de crisis; representa un poco de humanidad y compasión con pocos minutos en escena.
La lección es aprendida: de todo se compone una tragedia: lágrimas, rabia, risas nerviosas, culpa y, al final, expiación. La vida de las personas es afectada por lo que no se dice, lo que se esconde tensamente. Y, una vez que lo rebelamos, una vez que nos acercamos al otro, sanamos, resistimos. Intentamos.
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