Rappaccini’s Daughter (I) (La Hija de Rappaccini-1844) Nathaniel Hawthorne
Rappaccini’s Daughter (I)
(La Hija de Rappaccini-1844)
Nathaniel Hawthorne
Hace mucho tiempo, un joven llamado Giovanni Guasconti acudió desde el sur de Italia a proseguir sus estudios en la Universidad de Padua. Giovanni, cuyo patrimonio consistía en unos cuantos ducados de oro, se hospedó en un humilde aposento sito en el piso alto de un viejo edificio, digno de haber sido el palacio de un noble paduano y que de hecho todavía exhibía sobre su puerta de entrada el blasón de una familia extinguida mucho tiempo atrás. El forastero, que conocía las grandes obras literarias de su país, recordó que uno de los antepasados de aquella familia figuraba entre los participantes de los eternos tormentos del Infierno imaginado por Dante. Tales recuerdos y asociaciones, unidos a la melancolía natural en un joven que se aleja por primera vez de su mundo habitual, hicieron que Giovanni se deprimiera al recorrer con la vista su ruinosa y mal amueblada alcoba.
—¡Cielo Santo, señor! —exclamó la anciana señora Lisabetta, quien, atraída por la llamativa belleza personal del joven, trataba amablemente de dar a la cámara un aire acogedor—. ¿Qué aspecto tiene esto para descorazonar a un joven? ¿Le parece oscura esta antigua mansión? Por amor de Dios, asómese a la ventana y verá un sol tan espléndido como el que dejó en Nápoles.
Guasconti hizo mecánicamente lo que la anciana le aconsejaba, pero no estuvo de acuerdo con ella en que el sol de Padua fuera tan encantador como el del sur de Italia. Tal como era, sin embargo, brillaba sobre el jardín situado debajo de la ventana y prodigaba su influjo vivificante sobre una colección de plantas que parecían haber sido cultivadas con excesivos cuidados.
—¿Pertenece a la casa este jardín? —preguntó Giovanni.
—Dios nos perdone, señor, si no hubiese tenido flores mejores de las que ahora crecen en él —respondió la señora Lisabetta—. No, este jardín es cultivado por las propias manos del señor Giacomo Rappaccini, el famoso doctor cuya fama, se lo aseguro, ha llegado hasta Nápoles. Se dice que destila de ellas medicinas tan activas como un hechizo. Podrá ver muchas veces al doctor en su trabajo y quizá también a la señorita, su hija, recogiendo las extrañas flores que crecen en el jardín.
La anciana señora hacía todo lo posible para mejorar el aspecto de la habitación y, encomendando al joven a la protección de los santos, se retiró a su aposento.
Giovanni no encontró mejor entretenimiento que quedarse contemplando el jardín. Era uno de aquellos jardines botánicos que fueron creados en Padua antes que en ningún otro lugar de Italia y aun del mundo. Era probable que hubiese sido el retiro apacible de una familia opulenta, pues conservaba en el centro una fuente de mármol ruinosa, esculpida con excelente arte pero tan deteriorada ya que era imposible trazar el diseño original utilizando el caos de fragmentos que quedaban. El agua, sin embargo, seguía brotando en surtidor y desgranándose en brillantes perlas.
Su tenue murmullo llegaba hasta la ventana del joven y le hizo imaginar que la fuente era un espíritu inmortal que cantaba incesantemente su canción sin preocuparse de lo que sucediese alrededor, mientras un siglo se encarnaba en mármol y otro esparcía la hermosura perdurable por el suelo. En el hoyo donde caía el agua crecían varias plantas que parecían necesitar mucha humedad para nutrir sus gigantescas hojas y magníficas flores. Había, sobre todo, una mata en un jarrón de mármol en medio del charco de la fuente con gran profusión de flores purpúreas, cada una de las cuales ostentaba el brillo y la riqueza de una gema. Y todo reunido formaba una visión tan resplandeciente que bastaba para iluminar el resto del jardín, aunque no hubiese sol. Todo el suelo estaba poblado de plantas y hierbas que, aunque menos bellas, disfrutaban también de asiduos cuidados, como si tuviesen virtudes especiales, conocidas por la mente científica que las protegía. Algunas estaban colocadas en jarrones enriquecidos con relieves antiguos y otras descansaban en vulgares macetas de jardín. Unas reptaban por la tierra como culebras o trepaban a lo alto utilizando para su ascenso todo lo que se interponía. Una enredadera se había enroscado en torno a una estatua de Vertumno, cubriéndola con un ropaje de hojas tan lleno de armonía y gracia que podría servir de modelo a un escultor.
Mientras Giovanni estaba acodado en la ventana, oyó un crujido detrás de una cortina de follaje y comprendió que una persona trabajaba en el jardín. Su figura pronto se hizo visible y por sus características no se trataba de un vulgar trabajador: alto, delgado, cetrino y con aspecto enfermizo, vestido de negro a la usanza escolar. Había pasado ya de los 50 años; con cabellos grises, usaba una barbita fina y su cara parecía la de una persona culta, inteligente y estudiosa, pero carente de sentimientos.
Nadie podría superar la atención con que este científico jardinero estudiaba las plantas que hallaba en su camino; parecía como si estuviese examinando su naturaleza íntima, haciendo consideraciones relacionadas con la posibilidad de utilizar su esencia y descubriendo por qué estas hojas nacían en esta forma y aquéllas en la otra, y por qué tales y cuales flores diferían entre sí en forma y perfume. A pesar de la profunda inteligencia que su porte manifestaba, nunca se aproximaba lo suficiente como para intimar con la vida de aquellos vegetales. Por el contrario, evitaba su contacto o inhalar directamente sus aromas, desplegando unas precauciones que impresionaron desagradablemente a Giovanni; el hombre se comportaba como si anduviera entre seres malignos, tales como bestias salvajes, ponzoñosas serpientes o espíritus demoniacos, con los que el menor descuido podía acarrear consecuencias terribles. El joven estaba asombrado al ver ese aire de inseguridad en una persona que cultiva un jardín, el más simple e inocente de los entretenimientos del hombre, y que había sido igualmente la diversión y la labor de los felices progenitores del género humano.
¿Era pues este jardín el Edén del mundo presente? ¿Y este hombre, que conocía bien lo que cultivaba con sus manos, un Adán moderno?
El receloso jardinero se protegía con un par de gruesos guantes para quitar las hojas secas o podar el crecimiento excesivo de los arbustos. No era ésta, sin embargo, su única protección. Al llegar en su recorrido a la magnífica planta que esparcía sus gemas purpúreas al lado de la fuente de mármol, se colocó una especie de mascarilla tapando boca y nariz como si tanta belleza no hiciera sino disfrazar unas cualidades mortales; más aún, considerando todavía su tarea demasiado peligrosa, retrocedió, se quitó la mascarilla y llamó con la voz propia de una persona que sufre una dolencia interna.
—¡Beatrice! ¡Beatrice!
—Estoy aquí, padre. ¿Qué quieres? —exclamó una voz juvenil y armoniosa desde una ventana de la casa de enfrente, una voz tan exquisita como una puesta de sol tropical y que hizo a Giovanni, aunque no comprendió el porqué, asociarla con matices intensos de púrpura o carmesí y con fuertes y deliciosos perfumes—. ¿Estás en el jardín?
—Sí, Beatrice —contestó el jardinero—, y necesito tu ayuda.
Casi al momento apareció, bajo un artístico pórtico, la figura de una joven vestida con la gracia de la más espléndida de las flores, bella como el día y con una vitalidad tan exuberante que de ser algo mayor parecería exagerada. Anunciaba vida, salud y energía; parecía como si todos esos atributos sólo estuviesen reprimidos por su virginal castidad. Mientras miraba el jardín, Giovanni suponía que se habría criado enfermiza; pero la impresión que la bella desconocida le produjo era como si se tratase de otra linda flor, hermana de aquellas otras del reino vegetal, más hermosa que la más hermosa de todas, pero a la que había que tocar con guantes y aproximarse a ella con mascarilla. Mientras descendía por el sendero del jardín, se podía ver cómo manipulaba e inhalaba el olor de varias de las plantas que su padre había evitado con más celo.
—Ven aquí, Beatrice —dijo él—, mira cuántos cuidados necesita nuestro mayor tesoro. Como estoy tan delicado, mi vida correría peligro si me acercase todo lo que las circunstancias requieren.
De ahora en adelante me temo que esta planta tendrá que ser vigilada sólo por ti.
—Me alegro de encargarme de ella —exclamó la joven con su armonioso timbre de voz, mientras se dirigía hacia la hermosa planta y abría sus brazos como si fuera a abrazarla—. Sí, hermana mía, mi gloria, será tarea de Beatrice el cuidarte y servirte, y tú, en recompensa, le darás tus besos y tu aliento perfumado, que son para ella fuente de vida.
Entonces, con la misma ternura en sus maneras que había expresado en sus palabras, dedicó tantas atenciones a la planta como ésta parecía necesitar. Giovanni, desde su elevada ventana, se frotó los ojos y dudó si se trataría en realidad de una muchacha cuidando su planta favorita o de una hermana cumpliendo con otra los deberes del afecto. La escena terminó pronto; bien porque el doctor Rappaccini hubiese finalizado sus trabajos en el jardín, bien porque su mirada de observador hubiese advertido al forastero, el hecho es que cogió a su hija del brazo y se retiró. Estaba anocheciendo y por la ventana abierta penetraban emanaciones sofocantes procedentes de las plantas del jardín. Giovanni cerró la ventana antes de irse a dormir. Soñó con una bella flor y una hermosa joven. La flor y la doncella eran distintas y al mismo tiempo la misma. Ambas anunciaban un extraño peligro.
Pero hay algo en la luz de la mañana que tiende a rectificar los errores de fantasía y aun de raciocinio en que incurrimos durante la puesta del sol, entre las sombras de la noche o a la todavía menos saludable luz de la luna. El primer movimiento que ejecutó Giovanni al despertar fue abrir la ventana y mirar al jardín que sus sueños habían hecho tan fecundo en misterios. Se sorprendió y avergonzó un poco al ver qué real aparecía bajo la luz del día. Los rayos de sol doraban las gotas de rocío que, suspendidas en las hojas y flores, realzaban su belleza y devolvían a aquellas flores extrañas su apariencia ordinaria. El joven se regocijó al considerar que en el mismo centro de la ciudad tenía el privilegio de poder disfrutar de la contemplación de aquel rincón de espléndida y frondosa vegetación. Le serviría, se dijo a sí mismo, para seguir conservando el contacto con la naturaleza. No estaban allí ni el doctor Giacomo Rappaccini ni su hermosa hija, así que Giovanni no pudo determinar cuánto había de realidad y cuánto de fantasía en las singulares cualidades que atribuía a ambos, pero estaba dispuesto a adoptar un punto de vista más racional en todo el asunto.
Durante el día ofreció sus respetos al señor Pietro Baglioni, profesor de medicina de la universidad y médico de eminente reputación, para quien Giovanni traía una carta de presentación. El profesor era un anciano de carácter afable y maneras, casi podríamos decir, joviales. Invitó a almorzar a nuestro héroe y se mostró locuaz y agradable, sobre todo después de animarse con una o dos botellas de vino toscano. Giovanni creyó que los hombres de ciencia que vivían en una misma ciudad debían de estar en buena armonía y buscó una oportunidad para mencionar el nombre del doctor Rappaccini. Pero el profesor no respondió con la cordialidad que él había imaginado.
—Estaría mal que un maestro del divino arte de la medicina negase el valor a un médico de tanta fama y prestigio como Rappaccini —dijo, en respuesta a la pregunta de Giovanni—; pero estaría peor por mi parte permitir que un joven de mérito como usted, señor Giovanni, hijo de un antiguo amigo, adquiriera ideas erróneas respecto a un hombre que en un futuro podría llegar a tener la vida, y aun la muerte, de usted en sus manos. La verdad es que nuestro respetable doctor Rappaccini tiene más ciencia que ningún otro miembro de la facultad, con quizás una única excepción, en Padua y en Italia; pero hay que hacer ciertas objeciones graves a su carácter profesional.
—¿Y cuáles son? —inquirió el joven.
—Amigo Giovanni, ¿está usted enfermo del cuerpo o del corazón para preocuparse tanto de los médicos? —preguntó el profesor con una sonrisa—. Se dice de Rappaccini, y yo que lo conozco bien puedo asegurarlo, que le preocupa mucho más la ciencia que la humanidad. Sus parientes le interesan sólo como material para nuevos experimentos. Sacrificaría una vida humana, la suya propia o la del ser más querido para él, con tal de poder añadir un solo grano de mostaza al gran cúmulo de sus conocimientos.
—Me imagino que será un hombre terrible —respondió Guasconti, recordando el aspecto de intelectual puro y frío de Rappaccini—. Y, sin embargo, querido profesor, ¿no es un espíritu noble? ¿Hay muchos hombres capaces de un amor tan espiritual por la ciencia?
—Dios perdone a los que tengan los mismos puntos de vista acerca del arte de curar que los adoptados por Rappaccini —dijo el profesor, con cierta grosería—. Su teoría es que todas las virtudes curativas se hallan encerradas dentro de aquellas sustancias a las que nosotros denominamos venenos vegetales. Los cultiva con sus propias manos y se dice que ha producido nuevas variedades de venenos más mortales que los de la naturaleza, los cuales aun sin la intervención de este hombre plagarían el mundo. Es innegable, empero, que el señor doctor hace menos daño del que pudiera esperarse con sustancias tan peligrosas. En alguna ocasión, hay que reconocerlo, parece haber hecho curas maravillosas; pero si he de ser sincero, señor Giovanni, no son totalmente dignas de crédito, pues quizá sean producto de la casualidad. Se le juzga, en cambio, responsable de sus fracasos, que son los resultados frecuentes de su trabajo.
El joven escuchó la opinión de Baglioni con cierta indulgencia, porque sabía que existía una antigua rivalidad entre él y el doctor Rappaccini, y se consideraba al último como el ganador de la partida. Si el lector quiere juzgar por sí mismo, le aconsejamos ciertos opúsculos en letra gótica que sobre ambas partes se conservan en las oficinas de la Universidad de Padua.
—No sé, querido profesor —volvió a decir Giovanni, después de meditar lo que había oído acerca del celo exagerado de Rappaccini por la ciencia—, cuánto puede amar su arte ese médico, pero seguramente hay algo más querido para él: tiene una hija.
—¡Ah! —exclamó el profesor, riendo—. Ya sé el secreto de nuestro amigo Giovanni: ha oído usted hablar de su hija, de quien están enamorados todos los jóvenes de Padua, aunque ni media docena han tenido la suerte de ver su cara. Sé poco de doña Beatrice, salvo que, según dicen, Rappaccini la ha instruido mucho en sus conocimientos y que, joven y bella como es, está ya considerada como apta para ocupar un sillón de catedrático. ¡Quizá su padre la destine para el mío! Otros rumores que corren no merecen ser citados ni oídos. Así que, ahora, bébase su vaso. Guasconti volvió a su alojamiento algo mareado por el vino que había bebido e imaginando extrañas fantasías referentes al doctor Rappaccini y a su bella hija Beatrice. Al pasar por una tienda de flores entró y compró un ramo recién cortado.
Subió a su habitación y se sentó cerca de la ventana, en la sombra, de forma que podía ver el jardín sin riesgo de ser descubierto. No veía a nadie. Las plantas desconocidas estaban iluminadas por el sol y de vez en cuando inclinaban sus cabezas con gentileza saludándose unas a otras como si hubiese entre ellas relaciones de simpatía y parentesco. En medio, sobre la fuente ruinosa, crecía la planta magnífica, cubierta de gemas purpúreas que brillaban en el aire y se reflejaban en el agua del estanque. Las aguas parecían pobladas con los colores radiantes que se reproducían en ellas. Pronto, como Giovanni había esperado y al mismo tiempo temido, una figura hizo su aparición bajo el antiguo y artístico pórtico. Se fue acercando entre las filas de plantas, y aspiraba sus variados perfumes como si se tratara de uno de aquellos seres de los que cuentan las viejas fábulas clásicas que se alimentaban de dulces olores. Viendo de nuevo a Beatrice, el joven se maravilló de que su belleza excediese aún al recuerdo que tenía de ella; era tan brillante e intensa que resplandecía al sol y, como Giovanni se dijo a sí mismo, iluminaba los rincones más sombríos del camino del jardín. Como tenía la cara más visible que la primera vez que la contempló, llamó la atención del joven su expresión de sencillez y dulzura, cualidades que él no había imaginado que pudiera poseer y que le hicieron preguntarse cómo sería su carácter. De nuevo le pareció hallar ciertas semejanzas entre la hermosa joven y el espléndido arbusto que lucía flores semejantes a gemas purpúreas, analogía que Beatrice acentuaba con la forma de sus trajes y los colores que escogía.
Cerca de la planta abrió sus brazos, como poseída de un ardor apasionado, y oprimió sus ramas en un íntimo abrazo, tan íntimo que medio se ocultó en el seno de las hojas, y los dorados rizos de su pelo se entremezclaron con las flores.
—Dame tu aliento, hermana mía —exclamó Beatrice—, pues me siento débil con el aire común. Y dame tus flores que separaré con delicadeza de tu tallo y colocaré junto a mi corazón.
Con estas palabras la bellísima hija de Rappaccini cortó una de las flores más espléndidas y se dispuso a prenderla en su pecho.
Entonces ocurrió algo singular, si no es que el vino había perturbado los sentidos de Giovanni. Un pequeño reptil color naranja, semejante a un lagarto o a un camaleón, pasaba en aquel momento por el sendero al lado de los pies de Beatrice. A Giovanni le pareció —pues a la distancia que estaba apenas si pudo ver una cosa tan diminuta— que una o dos gotas del jugo del tallo roto de la flor caían sobre la cabeza del lagarto. Durante un par de segundos, el reptil se contorsionó con violencia y luego quedó inmóvil.
Beatrice observó este fenómeno extraordinario y se santiguó tristemente, pero sin sorpresa, y no dudó en prender la flor fatal en su pecho. Allí se hizo más roja y lanzó unos destellos casi tan vivos como los de una piedra preciosa, que daban al vestido de la joven y a su aspecto un encanto extraordinario. Pero Giovanni, saliendo de la sombra de la ventana, se inclinó hacia delante y se retiró de nuevo, tembloroso.
«¿Estoy despierto? ¿Estoy en mi sano juicio? —se dijo a sí mismo—. ¿Qué es lo que pasa? ¿Puede ser bella y, al mismo tiempo, insensible y terrible?»
Beatrice caminó ahora con cuidado por el jardín, y se puso tan cerca de la ventana de Giovanni que éste no tuvo más remedio que asomar la cabeza por fuera de la ventana con objeto de satisfacer la intensa y dolorosa curiosidad que ella le despertaba. En aquel mismo instante divisó por encima de la tapia del jardín un insecto; quizá había estado vagabundeando por la ciudad y no halló flores o verdor hasta que los intensos perfumes de las plantas de Rappaccini le habían tentado. Sin posarse en las flores, pues parecía no sentir otro atractivo que el de Beatrice, se entretuvo en el aire revoloteando en torno a su cabeza. Ahora los ojos de Giovanni no podían engañarle. El joven vio cómo, mientras Beatrice contemplaba el insecto con infantil alegría, éste se fue debilitando y cayó a sus pies; las brillantes alas temblaron y quedó muerto por una causa que él desconocía. ¿Seria acaso el aliento de la joven? Una vez más Beatrice se santiguó y suspiró al inclinarse sobre el insecto muerto.
Un movimiento impulsivo de Giovanni hizo que ella mirase a la ventana. Contempló la hermosa cabeza del joven, de rasgos bellos y regulares y ensortijado cabello dorado, más propios de un griego que de un italiano, la cual la miraba desde lo alto como si estuviese suspendida en el aire.
Giovanni, dándose apenas cuenta de lo que hacía, le arrojó el ramo de flores que había tenido hasta entonces en su mano.
—Señorita —le dijo—, ahí tiene flores puras y saludables, úselas en obsequio de Giovanni Guasconti.
—Gracias, señor —respondió Beatrice con su armoniosa voz, que sonó como un chorro de música, y con una alegre expresión mitad infantil y mitad de mujer—. Acepto su presente y siento no poder recompensarle con esta preciosa flor purpúrea, porque aunque se la enviara por el aire no le alcanzaría. Así pues, señor Guasconti, tendrá que conformarse con las gracias.
Recogió el ramillete del suelo y entonces, como avergonzada de haber hablado con un extraño en contra de la reserva que debe tener una doncella, se dirigió presurosa hacia la casa atravesando el jardín. Mas a pesar de lo escaso del tiempo, le pareció a Giovanni, cuando ya ella estaba a punto de desaparecer por el pórtico, que su bello ramillete empezaba a marchitarse en sus manos. Era un pensamiento descabellado, no había posibilidad de distinguir unas flores marchitas de otras lozanas a tanta distancia.
Durante varios días después de este incidente, el joven evitó la ventana que daba al jardín del doctor Rappaccini, como si algo frío y monstruoso hubiese apagado su vista. Tenía la impresión de haberse puesto, en cierto modo, dentro del influjo de un poder ininteligible mediante la relación que había entablado con Beatrice. Si su corazón corría un verdadero peligro, el comportamiento más sabio sería abandonar no ya la casa donde se alojaba, sino incluso Padua. No debía acostumbrarse de ningún modo a la cotidiana vista de Beatrice, y aún mejor seria evitar el verla, ya que su proximidad y la posibilidad de trato con ella harían que la fantasía de Giovanni corriese desenfrenada, dando cuerpo y realidad a los encuentros que su imaginación creaba continuamente.
Guasconti no era un hombre apasionado, pero tenía una gran fantasía y un ardiente temperamento meridional que tendía a cada instante a las mayores agitaciones. No sabía el joven si Beatrice poseía o no aquel aliento mortífero, la afinidad con aquellas flores tan hermosas y al mismo tiempo fatales como él había creído descubrir, pero lo cierto es que le había instilado un veneno sutil y activo en todo su ser. No era amor, aunque su gran belleza le trastornaba; ni horror, a pesar de que suponía que su espíritu estaría impregnado del mismo perfume pernicioso que parecía poseer su organismo. Era una mezcla desordenada de ambos, de amor y horror; uno lo abrasaba y el otro le hacía temblar. Giovanni no sabía qué temer o qué esperar; esperanza y miedo luchaban sin cesar en su pecho, venciéndose alternativamente e iniciando de nuevo la lucha. Benditas sean todas las emociones simples, sean buenas o malas. Es la lóbrega mezcla de las dos la que produce los resplandores que alumbran las regiones infernales.
Algunas veces trataba de mitigar la fiebre de su espíritu paseando de prisa por las calles de Padua o saliendo de sus murallas; sus pasos seguían el ritmo de sus desordenados pensamientos, de modo que el paseo a veces se convertía en una carrera. Un día se sintió apresado por alguien que se había vuelto al reconocer al joven y que necesitó mucho aliento para alcanzarle.
—¡Señor Giovanni! ¡Párese, mi joven amigo! —exclamó—. ¿No me ha reconocido? Sería posible si yo estuviese tan cambiado como usted.
Era Baglioni, a quien Giovanni había evitado desde su primer encuentro por temor a que la sagacidad del profesor pudiese leer sus secretos. Luchando por recobrarse, miró extrañado desde su mundo interior y habló como un hombre en sueños.
—Sí, soy Giovanni Guasconti y usted es el profesor Pietro Baglioni. ¡Ahora, déjeme pasar!
—Todavía no, todavía no, señor Giovanni —dijo el profesor sonriendo y al mismo tiempo examinando al joven con una mirada atenta—. ¿Cómo va a pasar por mi lado como un extraño el hijo de aquel con quien me crié? Estése quieto, señor Giovanni; debemos hablar dos palabras antes de separarnos.
—Pronto entonces, querido profesor, pronto —dijo Giovanni con febril impaciencia—. ¿No se da cuenta su señoría de que tengo prisa?
Mientras hablaban vieron venir por la calle a un hombre vestido de negro, encorvado y andando con dificultad como si se tratase de una persona enferma. Su cara tenía un tinte enfermizo y cetrino, pero tan llena de aguda y viva inteligencia que el observador pasaba por alto las condiciones físicas para ver en él tan sólo una energía asombrosa. Cuando pasó cambió un saludo frío y distanciado con Baglioni, pero fijó los ojos con tanta intensidad en Giovanni que dio la impresión de que le había extraído todo lo que tenía dentro que valiera la pena. Sin embargo, había una serenidad peculiar en su mirada, como si el interés que le inspirara el joven fuera meramente especulativo y no humano.
—¡Ese es el doctor Rappaccini! —murmuró el profesor una vez que pasó el desconocido—. ¿Le ha visto a usted anteriormente?
—Que yo sepa, no —contestó Giovanni, sobresaltándose ante el nombre.
—¡Él le ha visto! ¡Tiene que haberle visto! —dijo Baglioni con pasión—. Este hombre de ciencia le está estudiando a usted por algún motivo. ¡Conozco esa manera de mirar! Es la misma frialdad que muestra su cara cuando se inclina sobre un pájaro, un ratón o una mariposa a los que ha matado con el perfume de una flor en el transcurso de un experimento; una mirada tan profunda como la naturaleza misma, pero desprovista de amor. Señor Giovanni, apuesto la vida a que es usted objeto de uno de los experimentos de Rappaccini.
—¿Quiere usted volverme loco? —exclamó Giovanni, con intensa emoción—. Eso, señor profesor, sería un desagradable experimento.
—¡Paciencia! ¡Paciencia! —contestó el imperturbable profesor—. Le digo, mi pobre Giovanni, que Rappaccini encuentra en usted un interés científico. Ha caído en unas manos terribles.
¿Y la señorita Beatrice, qué papel juega en este misterio?
Guasconti, encontrando intolerable la impertinencia de Baglioni, se marchó antes de que el profesor pudiera sujetarlo de nuevo. Éste quedó mirando al joven un rato mientras se alejaba y se encogió de hombros.
«No puedo consentir esto —se dijo—. El muchacho es hijo de un viejo amigo y quién sabe lo que puede acarrearle la arcana ciencia de la medicina. Por otro lado, es inaguantable la impertinencia de Rappaccini, quien me quitó, podemos decir, al muchacho de las manos y lo quiere utilizar en sus infernales experimentos. ¡Su hija! Todo se verá. ¡Quizás, inteligente Rappaccini, frustre yo tu sueño!»
Mientras tanto, Giovanni continuó su tortuoso camino llegando por fin a las puertas de su alojamiento. Al cruzar el umbral se encontró con la vieja Lisabetta, quien sonrió zalamera y dio muestras de querer llamar su atención, en vano sin embargo, pues la ardiente ebullición de sus sentimientos se había trocado de pronto en una fría y desinteresada vacuidad. Volvió sus ojos hacia la arrugada cara que se estaba plegando todavía más en una sonrisa, pero pareció no verla. La anciana entonces lo agarró por la capa.
—¡Señor! ¡Señor! —murmuró, todavía con una sonrisa en los labios que la hacía semejante a una máscara grotesca labrada en madera y oscurecida por los siglos—. ¡Escuche, señor! ¡Hay una entrada secreta al jardín!
—¡Qué es lo que dice? —exclamó Giovanni volviéndose con presteza, como una cosa inanimada que adquiriera de pronto una vida intensa—. ¿Una entrada privada al jardín del doctor Rappaccini?
—¡Silencio! ¡Silencio! ¡No tan alto! —murmuró Lisabetta poniéndole la mano delante de la boca—. Sí, al jardín del respetable doctor; podrá ver sus espléndidas plantas. Muchos jóvenes de Padua darían una moneda de oro por ser admitidos entre esas flores. Giovanni puso una moneda en la mano de la vieja.
—Muéstreme el camino —le dijo.
Una sospecha, nacida probablemente de su conversación con Baglioni, cruzó su pensamiento; quizás esta intervención de la vieja Lisabetta estuviera en relación con la intriga, fuera cual fuese su naturaleza, en la que el profesor suponía que el doctor Rappaccini estaba tratando de envolverle. Mas esta sospecha, aunque preocupó a Giovanni, era insuficiente para detenerle. El instante que había esperado de poder acercarse a Beatrice le impulsaba con demasiada fuerza. No importaba si ella era ángel o demonio; estaba dentro de su esfera de forma irremisible y tenía que obedecer la llamada que le impulsaba a girar en círculos cada vez menores, hacia un fin que no intentaba adivinar. Sin embargo, puede parecer extraño, le sobrevino de pronto la duda de si ese intenso interés de su parte no sería ilusorio; si sería tan profundo y positivo como para justificar que se metiese en una empresa cuya trascendencia era imprevisible; si no se trataría de la fantasía del cerebro de un joven, sin participación, o sólo muy ligera, de sus sentimientos.
Se detuvo dudando pero, decidido, siguió hacia delante. Su macilenta guía lo condujo por varios pasillos oscuros y, por último, reparó en una puerta por la que, dado que estaba abierta, se oía el susurro de las hojas atravesadas por el sol. Giovanni siguió andando y se metió por entre un arbusto que extendía sus zarcillos sobre la oculta entrada, hasta llegar debajo de la ventana de su habitación en el área descubierta del jardín del doctor Rappaccini.
Cuántas veces sucede que, cuando se han vencido las dificultades y los sueños han condensado su nebulosa sustancia en una realidad tangible, nos encontramos tranquilos e incluso fríamente dueños de nosotros mismos, en circunstancias que hubiese sido un delirio de júbilo o de agonía el anticipar. El destino se divierte desconcertándonos así. La pasión, que hubiera deseado la ocasión para lanzarse a actuar, vacila perezosamente cuando los sucesos parecen requerir su aparición. Eso era lo que le sucedía ahora a Giovanni. Día tras día su pulso se había agotado febrilmente ante la improbable idea de una entrevista con Beatrice y el deseo de estar con ella cara a cara en este mismo jardín, iluminado por el resplandor oriental de su belleza y tratando de arrancar a su contemplación el misterio que él consideraba el enigma de su propia existencia. Pero en aquel momento había en su pecho una ecuanimidad singular y fuera de lugar. Lanzó una mirada en derredor para ver si veía a Beatrice o a su padre y, dándose cuenta de que estaba solo, inició una investigación crítica de las plantas.
El aspecto de todas ellas le desagradó; su esplendor parecía salvaje, apasionado y poco natural. Casi todas las plantas que allí crecían hubieran sobresaltado a quien al atravesar un bosque las hubiera encontrado; como si una cara sobrenatural le estuviese mirando a través de la espesura. Algunas también hubieran llamado la atención de un entendido por su apariencia de artificialidad; parecían una adulteración de varias especies vegetales mezcladas, no muy distintas de las creadas por Dios, pero obra de la fantasía depravada de un hombre. Hasta su inmensa belleza tenía algo de demoniaca. Eran probablemente el fruto del experimento, que en uno o dos casos había alcanzado el éxito, de combinar dos plantas hermosas en una sola que adquiría el sospechoso y siniestro aspecto que informaba todo lo que crecía en el jardín. Giovanni reconoció sólo dos o tres plantas en toda la colección, y de las clases que él sabía que eran venenosas. Mientras estaba entretenido en estas observaciones, escuchó el crujido de un traje de seda y, volviéndose, vio aparecer a Beatrice bajo el artístico pórtico.
Giovanni no se había parado a pensar en cuál debía ser su comportamiento: si tenía que disculparse por su intrusión en el jardín o fingir que estaba allí con el consentimiento, ya que no por deseo, del doctor Rappaccini o de su hija, pero la conducta de Beatrice le tranquilizó, a pesar de que en su espíritu persistía la duda del motivo por el que habría conseguido la admisión. Ella vino con ligereza por el sendero y se encontraron cerca de la fuente en ruinas. Su cara mostraba sorpresa, pero la iluminaba una sencilla y amable expresión de placer.
—Usted es un experto en flores, señor —dijo con una sonrisa, aludiendo al ramillete que él le había echado desde la ventana—. No es extraño que la rara colección de mi padre le haga desear verla de cerca. Si él estuviera aquí podría contarle cosas muy extraordinarias e interesantes acerca de la naturaleza y virtudes de estas plantas, ya que se pasa la vida en tales estudios y este jardín constituye su mundo.
—Y usted misma, señora —comentó Giovanni—, si la fama no miente, también es muy experta en las virtudes que revela el magnífico desarrollo de tas flores y su olor aromático. Si no tuviera inconveniente en ser mi profesora, yo intentaría ser un alumno más aplicado que si me enseñara el mismo señor Rappaccini.
—¿Corren tan falsos rumores? —preguntó Beatrice, con la música de su agradable voz—. ¿Dice la gente que soy una experta como mi padre en conocimientos de botánica? ¡Qué gracioso! No; aunque crecí entre estas flores no conozco más de ellas que su color y perfume, y algunas veces pienso que aun debería ignorar eso. Muchas de estas flores, y quizá de las más hermosas, me repugnan con su olor y me ofenden cuando las veo. Pero le ruego, señor, que no crea esas historias referentes a mi ciencia. No crea de mí otra cosa que lo que vean sus propios ojos.
—¿Y debo creer todo lo que he visto con mis propios ojos? —preguntó Giovanni con sutileza, al tiempo que el recuerdo de las primeras escenas le hizo estremecer—. No, señora, exige usted poco de mí. Permítame creer solamente lo que proceda de sus labios.
Pareció como si Beatrice hubiese comprendido. Sus mejillas se colorearon de rubor, pero mirando a los ojos de Giovanni respondió a su mirada de ansiosa sospecha con la altivez de una reina.
—Eso es lo que le ruego, señor —respondió—. Olvide todo lo que se ha imaginado acerca de mí. Lo que nos dicen los sentidos externos puede ser falso en esencia, pero las palabras que brotan de los labios de Beatrice Rappaccini salen de lo más profundo de su corazón. Ésas son las que debe usted creer.
Una gran vehemencia la iluminaba y brilló sobre la conciencia de Giovanni como la luz de la verdad misma, pero mientras hablaba había una fragancia exquisita y deliciosa, aunque imperceptible, en el aire que la rodeaba, que el joven, por una repugnancia indefinible, apenas se atrevía a respirar. ¿Podría ser el olor de las flores? ¿Sería que el aliento de Beatrice embalsamaba sus palabras con una extraña fragancia como si tuviera impregnadas de ella sus entrañas? Giovanni sintió un ligero mareo, pero volvió a recobrarse en seguida; parecía mirar a través de los ojos de la hermosa muchacha su alma transparente, y no volvió a sentir duda ni temor.
El tinte de pasión que había coloreado las expresiones de Beatrice se desvaneció; se puso alegre y parecía sentir un placer puro con la presencia del joven, semejante al que sentiría la doncella de una isla solitaria al conversar con un viajero procedente del mundo civilizado. Era patente que su experiencia de la vida se limitaba al recinto del jardín. Unas veces hablaba de materias tan simples como la luz del día o las nubes de verano, otras hacía preguntas referentes a la ciudad, o a la tierra lejana de Giovanni, sus amigos, su madre, sus hermanas, preguntas que indicaban una vida tan retirada y una carencia tal de familiaridad con los modales y trato sociales que Giovanni respondía como si estuviese hablando con una niña. Su espíritu brotaba ante él como un arroyuelo recién nacido que recibiera por primera vez la caricia del sol y se maravillase de la tierra y el cielo reflejados en su fondo. Tenía también pensamientos profundos y fantasías brillantes como gemas, como diamantes y rubíes desgranándose en medio del hervor de la fuente. Mientras ella hablaba, Giovanni se asombraba de estar paseando con la joven a quien su excitada imaginación había dado tintes terroríficos; le maravillaba estar conversando con Beatrice como un hermano, y que pudiera parecerle tan humana y tan llena de candor. Pero estas reflexiones fueron sólo momentáneas; las muestras de su naturaleza eran demasiado reales para sentirse tranquilizado enseguida.
En esta confiada conversación habían paseado por el jardín, y después de muchas vueltas a lo largo de sus avenidas, llegaron hasta la fuente derruida donde crecía la magnífica planta con su tesoro de flores espléndidas. Se esparcía alrededor de ella una fragancia idéntica a la que Giovanni atribuyera al aliento de Beatrice, aunque mucho más intensa. Cuando ella la vio, Giovanni observó que se oprimía el pecho con la mano como si su corazón estuviera palpitando acelerado y le produjese dolor.
—Por primera vez en mi vida me he olvidado de ti —murmuró Beatrice dirigiéndose a la planta.
—Recuerdo, señora —dijo Giovanni—, que una vez me prometió recompensarme con una de estas vividas gemas a cambio del ramillete que tuve el feliz arrojo de echar a sus pies. Permítame ahora coger una en recuerdo de esta entrevista.
Dio el joven un paso hacia la planta con la mano extendida, pero Beatrice se precipitó hacia delante lanzando un grito que traspasó el corazón de Giovanni como un puñal. Lo cogió de la mano y le hizo retroceder con toda la fuerza de su delicada figura. El joven sintió su contacto con un temblor en todo su cuerpo.
—¡No la toque! —exclamó ella, con voz angustiada—. ¡No lo haga, por su vida! ¡Es letal!
Entonces, ocultando la cara entre sus manos, huyó de él y desapareció bajo el pórtico.
Al seguirla con los ojos, Giovanni vio la delgada y pálida figura de Rappaccini, que había estado observando la escena, no sabía desde hacía cuánto tiempo, oculto por la sombra del portal.
Antes de que el joven llegara a su habitación, Beatrice era ya el objeto de sus apasionadas meditaciones, revestida de todo el hechizo de que la había rodeado desde que la viera por primera vez, e imbuida ahora además con el afectuoso calor de su encantadora feminidad. Era humana; su carácter tenía todas esas cualidades dulces y femeninas que hacen a una mujer digna de ser adorada.
Sería capaz, seguramente, de los sacrificios y heroísmos del amor.
Aquellas muestras que él había considerado hasta ahora como señales de una temible constitución física y moral eran olvidadas en aquel momento por la sutil influencia de la pasión, y transformadas en una dorada corona de encantos que convertían a Beatrice en la más admirable de todas las mujeres, por ser única. Todo lo que le había parecido feo era ahora hermoso o, si no podía cambiarlo tan radicalmente, se ocultaba y escondía en la tenebrosa región que se halla bajo la zona de la conciencia. Pasó la noche pensando en ella. Cuando se durmió, la aurora comenzaba ya a despertar a las flores que dormitaban en el jardín del doctor Rappaccini. Giovanni, en sueños, también se encontraría allí. Salió el sol a su debido tiempo y lanzó sus rayos sobre los párpados del joven, que despertó con una sensación dolorosa. Después de levantarse notó como una quemadura y latidos en su mano —en la derecha—, la misma mano que le había cogido ella cuando estaba a punto de arrancar una de las flores de aspecto de gema. En el dorso de la mano aparecían ahora unas impresiones rojas, como de cuatro dedos pequeños, y una señal, como de un pulgar delgado, en su muñeca.
¡Oh, con qué obstinación se defiende el amor! —y aun lo que es astuta semblanza del amor, que florece en la imaginación pero que no tiene profundas raíces en el corazón—, con qué obstinación mantiene su fe hasta que llega el momento en que es condenado a desvanecerse en humo! Giovanni envolvió su mano con un pañuelo, se preguntó qué cosa maligna le habría picado y pronto olvidó su dolor con el recuerdo de Beatrice.
(continúa)
Fuente: http://www.cinefantastico.com/terroruniversal/ficcion/index.php?t=cuentos&id=348&mode=cuento