Rappaccini’s Daughter (I) (La Hija de Rappaccini-1844) Nathaniel Hawthorne

Rappaccini’s Daughter (I)
(La Hija de Rappaccini-1844)

Nathaniel Hawthorne

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Hace mucho tiempo, un joven llamado Giovanni Guasconti acudió desde el sur de Italia a proseguir sus estudios en la Universidad de Padua. Giovanni, cuyo patrimonio consistía en unos cuantos ducados de oro, se hospedó en un humilde aposento sito en el piso alto de un viejo edificio, digno de haber sido el palacio de un noble paduano y que de hecho todavía exhibía sobre su puerta de entrada el blasón de una familia extinguida mucho tiempo atrás. El forastero, que conocía las grandes obras literarias de su país, recordó que uno de los antepasados de aquella familia figuraba entre los participantes de los eternos tormentos del Infierno imaginado por Dante. Tales recuerdos y asociaciones, unidos a la melancolía natural en un joven que se aleja por primera vez de su mundo habitual, hicieron que Giovanni se deprimiera al recorrer con la vista su ruinosa y mal amueblada alcoba.

—¡Cielo Santo, señor! —exclamó la anciana señora Lisabetta, quien, atraída por la llamativa belleza personal del joven, trataba amablemente de dar a la cámara un aire acogedor—. ¿Qué aspecto tiene esto para descorazonar a un joven? ¿Le parece oscura esta antigua mansión? Por amor de Dios, asómese a la ventana y verá un sol tan espléndido como el que dejó en Nápoles.

Guasconti hizo mecánicamente lo que la anciana le aconsejaba, pero no estuvo de acuerdo con ella en que el sol de Padua fuera tan encantador como el del sur de Italia. Tal como era, sin embargo, brillaba sobre el jardín situado debajo de la ventana y prodigaba su influjo vivificante sobre una colección de plantas que parecían haber sido cultivadas con excesivos cuidados.

—¿Pertenece a la casa este jardín? —preguntó Giovanni.

—Dios nos perdone, señor, si no hubiese tenido flores mejores de las que ahora crecen en él —respondió la señora Lisabetta—. No, este jardín es cultivado por las propias manos del señor Giacomo Rappaccini, el famoso doctor cuya fama, se lo aseguro, ha llegado hasta Nápoles. Se dice que destila de ellas medicinas tan activas como un hechizo. Podrá ver muchas veces al doctor en su trabajo y quizá también a la señorita, su hija, recogiendo las extrañas flores que crecen en el jardín.

La anciana señora hacía todo lo posible para mejorar el aspecto de la habitación y, encomendando al joven a la protección de los santos, se retiró a su aposento.

Giovanni no encontró mejor entretenimiento que quedarse contemplando el jardín. Era uno de aquellos jardines botánicos que fueron creados en Padua antes que en ningún otro lugar de Italia y aun del mundo. Era probable que hubiese sido el retiro apacible de una familia opulenta, pues conservaba en el centro una fuente de mármol ruinosa, esculpida con excelente arte pero tan deteriorada ya que era imposible trazar el diseño original utilizando el caos de fragmentos que quedaban. El agua, sin embargo, seguía brotando en surtidor y desgranándose en brillantes perlas.

Su tenue murmullo llegaba hasta la ventana del joven y le hizo imaginar que la fuente era un espíritu inmortal que cantaba incesantemente su canción sin preocuparse de lo que sucediese alrededor, mientras un siglo se encarnaba en mármol y otro esparcía la hermosura perdurable por el suelo. En el hoyo donde caía el agua crecían varias plantas que parecían necesitar mucha humedad para nutrir sus gigantescas hojas y magníficas flores. Había, sobre todo, una mata en un jarrón de mármol en medio del charco de la fuente con gran profusión de flores purpúreas, cada una de las cuales ostentaba el brillo y la riqueza de una gema. Y todo reunido formaba una visión tan resplandeciente que bastaba para iluminar el resto del jardín, aunque no hubiese sol. Todo el suelo estaba poblado de plantas y hierbas que, aunque menos bellas, disfrutaban también de asiduos cuidados, como si tuviesen virtudes especiales, conocidas por la mente científica que las protegía. Algunas estaban colocadas en jarrones enriquecidos con relieves antiguos y otras descansaban en vulgares macetas de jardín. Unas reptaban por la tierra como culebras o trepaban a lo alto utilizando para su ascenso todo lo que se interponía. Una enredadera se había enroscado en torno a una estatua de Vertumno, cubriéndola con un ropaje de hojas tan lleno de armonía y gracia que podría servir de modelo a un escultor.

Mientras Giovanni estaba acodado en la ventana, oyó un crujido detrás de una cortina de follaje y comprendió que una persona trabajaba en el jardín. Su figura pronto se hizo visible y por sus características no se trataba de un vulgar trabajador: alto, delgado, cetrino y con aspecto enfermizo, vestido de negro a la usanza escolar. Había pasado ya de los 50 años; con cabellos grises, usaba una barbita fina y su cara parecía la de una persona culta, inteligente y estudiosa, pero carente de sentimientos.

Nadie podría superar la atención con que este científico jardinero estudiaba las plantas que hallaba en su camino; parecía como si estuviese examinando su naturaleza íntima, haciendo consideraciones relacionadas con la posibilidad de utilizar su esencia y descubriendo por qué estas hojas nacían en esta forma y aquéllas en la otra, y por qué tales y cuales flores diferían entre sí en forma y perfume. A pesar de la profunda inteligencia que su porte manifestaba, nunca se aproximaba lo suficiente como para intimar con la vida de aquellos vegetales. Por el contrario, evitaba su contacto o inhalar directamente sus aromas, desplegando unas precauciones que impresionaron desagradablemente a Giovanni; el hombre se comportaba como si anduviera entre seres malignos, tales como bestias salvajes, ponzoñosas serpientes o espíritus demoniacos, con los que el menor descuido podía acarrear consecuencias terribles. El joven estaba asombrado al ver ese aire de inseguridad en una persona que cultiva un jardín, el más simple e inocente de los entretenimientos del hombre, y que había sido igualmente la diversión y la labor de los felices progenitores del género humano.

¿Era pues este jardín el Edén del mundo presente? ¿Y este hombre, que conocía bien lo que cultivaba con sus manos, un Adán moderno?

El receloso jardinero se protegía con un par de gruesos guantes para quitar las hojas secas o podar el crecimiento excesivo de los arbustos. No era ésta, sin embargo, su única protección. Al llegar en su recorrido a la magnífica planta que esparcía sus gemas purpúreas al lado de la fuente de mármol, se colocó una especie de mascarilla tapando boca y nariz como si tanta belleza no hiciera sino disfrazar unas cualidades mortales; más aún, considerando todavía su tarea demasiado peligrosa, retrocedió, se quitó la mascarilla y llamó con la voz propia de una persona que sufre una dolencia interna.

—¡Beatrice! ¡Beatrice!

—Estoy aquí, padre. ¿Qué quieres? —exclamó una voz juvenil y armoniosa desde una ventana de la casa de enfrente, una voz tan exquisita como una puesta de sol tropical y que hizo a Giovanni, aunque no comprendió el porqué, asociarla con matices intensos de púrpura o carmesí y con fuertes y deliciosos perfumes—. ¿Estás en el jardín?

—Sí, Beatrice —contestó el jardinero—, y necesito tu ayuda.

Casi al momento apareció, bajo un artístico pórtico, la figura de una joven vestida con la gracia de la más espléndida de las flores, bella como el día y con una vitalidad tan exuberante que de ser algo mayor parecería exagerada. Anunciaba vida, salud y energía; parecía como si todos esos atributos sólo estuviesen reprimidos por su virginal castidad. Mientras miraba el jardín, Giovanni suponía que se habría criado enfermiza; pero la impresión que la bella desconocida le produjo era como si se tratase de otra linda flor, hermana de aquellas otras del reino vegetal, más hermosa que la más hermosa de todas, pero a la que había que tocar con guantes y aproximarse a ella con mascarilla. Mientras descendía por el sendero del jardín, se podía ver cómo manipulaba e inhalaba el olor de varias de las plantas que su padre había evitado con más celo.

—Ven aquí, Beatrice —dijo él—, mira cuántos cuidados necesita nuestro mayor tesoro. Como estoy tan delicado, mi vida correría peligro si me acercase todo lo que las circunstancias requieren.

De ahora en adelante me temo que esta planta tendrá que ser vigilada sólo por ti.

—Me alegro de encargarme de ella —exclamó la joven con su armonioso timbre de voz, mientras se dirigía hacia la hermosa planta y abría sus brazos como si fuera a abrazarla—. Sí, hermana mía, mi gloria, será tarea de Beatrice el cuidarte y servirte, y tú, en recompensa, le darás tus besos y tu aliento perfumado, que son para ella fuente de vida.

Entonces, con la misma ternura en sus maneras que había expresado en sus palabras, dedicó tantas atenciones a la planta como ésta parecía necesitar. Giovanni, desde su elevada ventana, se frotó los ojos y dudó si se trataría en realidad de una muchacha cuidando su planta favorita o de una hermana cumpliendo con otra los deberes del afecto. La escena terminó pronto; bien porque el doctor Rappaccini hubiese finalizado sus trabajos en el jardín, bien porque su mirada de observador hubiese advertido al forastero, el hecho es que cogió a su hija del brazo y se retiró. Estaba anocheciendo y por la ventana abierta penetraban emanaciones sofocantes procedentes de las plantas del jardín. Giovanni cerró la ventana antes de irse a dormir. Soñó con una bella flor y una hermosa joven. La flor y la doncella eran distintas y al mismo tiempo la misma. Ambas anunciaban un extraño peligro.

Pero hay algo en la luz de la mañana que tiende a rectificar los errores de fantasía y aun de raciocinio en que incurrimos durante la puesta del sol, entre las sombras de la noche o a la todavía menos saludable luz de la luna. El primer movimiento que ejecutó Giovanni al despertar fue abrir la ventana y mirar al jardín que sus sueños habían hecho tan fecundo en misterios. Se sorprendió y avergonzó un poco al ver qué real aparecía bajo la luz del día. Los rayos de sol doraban las gotas de rocío que, suspendidas en las hojas y flores, realzaban su belleza y devolvían a aquellas flores extrañas su apariencia ordinaria. El joven se regocijó al considerar que en el mismo centro de la ciudad tenía el privilegio de poder disfrutar de la contemplación de aquel rincón de espléndida y frondosa vegetación. Le serviría, se dijo a sí mismo, para seguir conservando el contacto con la naturaleza. No estaban allí ni el doctor Giacomo Rappaccini ni su hermosa hija, así que Giovanni no pudo determinar cuánto había de realidad y cuánto de fantasía en las singulares cualidades que atribuía a ambos, pero estaba dispuesto a adoptar un punto de vista más racional en todo el asunto.

Durante el día ofreció sus respetos al señor Pietro Baglioni, profesor de medicina de la universidad y médico de eminente reputación, para quien Giovanni traía una carta de presentación. El profesor era un anciano de carácter afable y maneras, casi podríamos decir, joviales. Invitó a almorzar a nuestro héroe y se mostró locuaz y agradable, sobre todo después de animarse con una o dos botellas de vino toscano. Giovanni creyó que los hombres de ciencia que vivían en una misma ciudad debían de estar en buena armonía y buscó una oportunidad para mencionar el nombre del doctor Rappaccini. Pero el profesor no respondió con la cordialidad que él había imaginado.

—Estaría mal que un maestro del divino arte de la medicina negase el valor a un médico de tanta fama y prestigio como Rappaccini —dijo, en respuesta a la pregunta de Giovanni—; pero estaría peor por mi parte permitir que un joven de mérito como usted, señor Giovanni, hijo de un antiguo amigo, adquiriera ideas erróneas respecto a un hombre que en un futuro podría llegar a tener la vida, y aun la muerte, de usted en sus manos. La verdad es que nuestro respetable doctor Rappaccini tiene más ciencia que ningún otro miembro de la facultad, con quizás una única excepción, en Padua y en Italia; pero hay que hacer ciertas objeciones graves a su carácter profesional.

—¿Y cuáles son? —inquirió el joven.

—Amigo Giovanni, ¿está usted enfermo del cuerpo o del corazón para preocuparse tanto de los médicos? —preguntó el profesor con una sonrisa—. Se dice de Rappaccini, y yo que lo conozco bien puedo asegurarlo, que le preocupa mucho más la ciencia que la humanidad. Sus parientes le interesan sólo como material para nuevos experimentos. Sacrificaría una vida humana, la suya propia o la del ser más querido para él, con tal de poder añadir un solo grano de mostaza al gran cúmulo de sus conocimientos.

—Me imagino que será un hombre terrible —respondió Guasconti, recordando el aspecto de intelectual puro y frío de Rappaccini—. Y, sin embargo, querido profesor, ¿no es un espíritu noble? ¿Hay muchos hombres capaces de un amor tan espiritual por la ciencia?

—Dios perdone a los que tengan los mismos puntos de vista acerca del arte de curar que los adoptados por Rappaccini —dijo el profesor, con cierta grosería—. Su teoría es que todas las virtudes curativas se hallan encerradas dentro de aquellas sustancias a las que nosotros denominamos venenos vegetales. Los cultiva con sus propias manos y se dice que ha producido nuevas variedades de venenos más mortales que los de la naturaleza, los cuales aun sin la intervención de este hombre plagarían el mundo. Es innegable, empero, que el señor doctor hace menos daño del que pudiera esperarse con sustancias tan peligrosas. En alguna ocasión, hay que reconocerlo, parece haber hecho curas maravillosas; pero si he de ser sincero, señor Giovanni, no son totalmente dignas de crédito, pues quizá sean producto de la casualidad. Se le juzga, en cambio, responsable de sus fracasos, que son los resultados frecuentes de su trabajo.

El joven escuchó la opinión de Baglioni con cierta indulgencia, porque sabía que existía una antigua rivalidad entre él y el doctor Rappaccini, y se consideraba al último como el ganador de la partida. Si el lector quiere juzgar por sí mismo, le aconsejamos ciertos opúsculos en letra gótica que sobre ambas partes se conservan en las oficinas de la Universidad de Padua.

—No sé, querido profesor —volvió a decir Giovanni, después de meditar lo que había oído acerca del celo exagerado de Rappaccini por la ciencia—, cuánto puede amar su arte ese médico, pero seguramente hay algo más querido para él: tiene una hija.

—¡Ah! —exclamó el profesor, riendo—. Ya sé el secreto de nuestro amigo Giovanni: ha oído usted hablar de su hija, de quien están enamorados todos los jóvenes de Padua, aunque ni media docena han tenido la suerte de ver su cara. Sé poco de doña Beatrice, salvo que, según dicen, Rappaccini la ha instruido mucho en sus conocimientos y que, joven y bella como es, está ya considerada como apta para ocupar un sillón de catedrático. ¡Quizá su padre la destine para el mío! Otros rumores que corren no merecen ser citados ni oídos. Así que, ahora, bébase su vaso. Guasconti volvió a su alojamiento algo mareado por el vino que había bebido e imaginando extrañas fantasías referentes al doctor Rappaccini y a su bella hija Beatrice. Al pasar por una tienda de flores entró y compró un ramo recién cortado.

Subió a su habitación y se sentó cerca de la ventana, en la sombra, de forma que podía ver el jardín sin riesgo de ser descubierto. No veía a nadie. Las plantas desconocidas estaban iluminadas por el sol y de vez en cuando inclinaban sus cabezas con gentileza saludándose unas a otras como si hubiese entre ellas relaciones de simpatía y parentesco. En medio, sobre la fuente ruinosa, crecía la planta magnífica, cubierta de gemas purpúreas que brillaban en el aire y se reflejaban en el agua del estanque. Las aguas parecían pobladas con los colores radiantes que se reproducían en ellas. Pronto, como Giovanni había esperado y al mismo tiempo temido, una figura hizo su aparición bajo el antiguo y artístico pórtico. Se fue acercando entre las filas de plantas, y aspiraba sus variados perfumes como si se tratara de uno de aquellos seres de los que cuentan las viejas fábulas clásicas que se alimentaban de dulces olores. Viendo de nuevo a Beatrice, el joven se maravilló de que su belleza excediese aún al recuerdo que tenía de ella; era tan brillante e intensa que resplandecía al sol y, como Giovanni se dijo a sí mismo, iluminaba los rincones más sombríos del camino del jardín. Como tenía la cara más visible que la primera vez que la contempló, llamó la atención del joven su expresión de sencillez y dulzura, cualidades que él no había imaginado que pudiera poseer y que le hicieron preguntarse cómo sería su carácter. De nuevo le pareció hallar ciertas semejanzas entre la hermosa joven y el espléndido arbusto que lucía flores semejantes a gemas purpúreas, analogía que Beatrice acentuaba con la forma de sus trajes y los colores que escogía.

Cerca de la planta abrió sus brazos, como poseída de un ardor apasionado, y oprimió sus ramas en un íntimo abrazo, tan íntimo que medio se ocultó en el seno de las hojas, y los dorados rizos de su pelo se entremezclaron con las flores.

—Dame tu aliento, hermana mía —exclamó Beatrice—, pues me siento débil con el aire común. Y dame tus flores que separaré con delicadeza de tu tallo y colocaré junto a mi corazón.

Con estas palabras la bellísima hija de Rappaccini cortó una de las flores más espléndidas y se dispuso a prenderla en su pecho.

Entonces ocurrió algo singular, si no es que el vino había perturbado los sentidos de Giovanni. Un pequeño reptil color naranja, semejante a un lagarto o a un camaleón, pasaba en aquel momento por el sendero al lado de los pies de Beatrice. A Giovanni le pareció —pues a la distancia que estaba apenas si pudo ver una cosa tan diminuta— que una o dos gotas del jugo del tallo roto de la flor caían sobre la cabeza del lagarto. Durante un par de segundos, el reptil se contorsionó con violencia y luego quedó inmóvil.

Beatrice observó este fenómeno extraordinario y se santiguó tristemente, pero sin sorpresa, y no dudó en prender la flor fatal en su pecho. Allí se hizo más roja y lanzó unos destellos casi tan vivos como los de una piedra preciosa, que daban al vestido de la joven y a su aspecto un encanto extraordinario. Pero Giovanni, saliendo de la sombra de la ventana, se inclinó hacia delante y se retiró de nuevo, tembloroso.

«¿Estoy despierto? ¿Estoy en mi sano juicio? —se dijo a sí mismo—. ¿Qué es lo que pasa? ¿Puede ser bella y, al mismo tiempo, insensible y terrible?»

Beatrice caminó ahora con cuidado por el jardín, y se puso tan cerca de la ventana de Giovanni que éste no tuvo más remedio que asomar la cabeza por fuera de la ventana con objeto de satisfacer la intensa y dolorosa curiosidad que ella le despertaba. En aquel mismo instante divisó por encima de la tapia del jardín un insecto; quizá había estado vagabundeando por la ciudad y no halló flores o verdor hasta que los intensos perfumes de las plantas de Rappaccini le habían tentado. Sin posarse en las flores, pues parecía no sentir otro atractivo que el de Beatrice, se entretuvo en el aire revoloteando en torno a su cabeza. Ahora los ojos de Giovanni no podían engañarle. El joven vio cómo, mientras Beatrice contemplaba el insecto con infantil alegría, éste se fue debilitando y cayó a sus pies; las brillantes alas temblaron y quedó muerto por una causa que él desconocía. ¿Seria acaso el aliento de la joven? Una vez más Beatrice se santiguó y suspiró al inclinarse sobre el insecto muerto.

Un movimiento impulsivo de Giovanni hizo que ella mirase a la ventana. Contempló la hermosa cabeza del joven, de rasgos bellos y regulares y ensortijado cabello dorado, más propios de un griego que de un italiano, la cual la miraba desde lo alto como si estuviese suspendida en el aire.

Giovanni, dándose apenas cuenta de lo que hacía, le arrojó el ramo de flores que había tenido hasta entonces en su mano.

—Señorita —le dijo—, ahí tiene flores puras y saludables, úselas en obsequio de Giovanni Guasconti.

—Gracias, señor —respondió Beatrice con su armoniosa voz, que sonó como un chorro de música, y con una alegre expresión mitad infantil y mitad de mujer—. Acepto su presente y siento no poder recompensarle con esta preciosa flor purpúrea, porque aunque se la enviara por el aire no le alcanzaría. Así pues, señor Guasconti, tendrá que conformarse con las gracias.

Recogió el ramillete del suelo y entonces, como avergonzada de haber hablado con un extraño en contra de la reserva que debe tener una doncella, se dirigió presurosa hacia la casa atravesando el jardín. Mas a pesar de lo escaso del tiempo, le pareció a Giovanni, cuando ya ella estaba a punto de desaparecer por el pórtico, que su bello ramillete empezaba a marchitarse en sus manos. Era un pensamiento descabellado, no había posibilidad de distinguir unas flores marchitas de otras lozanas a tanta distancia.

Durante varios días después de este incidente, el joven evitó la ventana que daba al jardín del doctor Rappaccini, como si algo frío y monstruoso hubiese apagado su vista. Tenía la impresión de haberse puesto, en cierto modo, dentro del influjo de un poder ininteligible mediante la relación que había entablado con Beatrice. Si su corazón corría un verdadero peligro, el comportamiento más sabio sería abandonar no ya la casa donde se alojaba, sino incluso Padua. No debía acostumbrarse de ningún modo a la cotidiana vista de Beatrice, y aún mejor seria evitar el verla, ya que su proximidad y la posibilidad de trato con ella harían que la fantasía de Giovanni corriese desenfrenada, dando cuerpo y realidad a los encuentros que su imaginación creaba continuamente.

Guasconti no era un hombre apasionado, pero tenía una gran fantasía y un ardiente temperamento meridional que tendía a cada instante a las mayores agitaciones. No sabía el joven si Beatrice poseía o no aquel aliento mortífero, la afinidad con aquellas flores tan hermosas y al mismo tiempo fatales como él había creído descubrir, pero lo cierto es que le había instilado un veneno sutil y activo en todo su ser. No era amor, aunque su gran belleza le trastornaba; ni horror, a pesar de que suponía que su espíritu estaría impregnado del mismo perfume pernicioso que parecía poseer su organismo. Era una mezcla desordenada de ambos, de amor y horror; uno lo abrasaba y el otro le hacía temblar. Giovanni no sabía qué temer o qué esperar; esperanza y miedo luchaban sin cesar en su pecho, venciéndose alternativamente e iniciando de nuevo la lucha. Benditas sean todas las emociones simples, sean buenas o malas. Es la lóbrega mezcla de las dos la que produce los resplandores que alumbran las regiones infernales.

Algunas veces trataba de mitigar la fiebre de su espíritu paseando de prisa por las calles de Padua o saliendo de sus murallas; sus pasos seguían el ritmo de sus desordenados pensamientos, de modo que el paseo a veces se convertía en una carrera. Un día se sintió apresado por alguien que se había vuelto al reconocer al joven y que necesitó mucho aliento para alcanzarle.

—¡Señor Giovanni! ¡Párese, mi joven amigo! —exclamó—. ¿No me ha reconocido? Sería posible si yo estuviese tan cambiado como usted.

Era Baglioni, a quien Giovanni había evitado desde su primer encuentro por temor a que la sagacidad del profesor pudiese leer sus secretos. Luchando por recobrarse, miró extrañado desde su mundo interior y habló como un hombre en sueños.

—Sí, soy Giovanni Guasconti y usted es el profesor Pietro Baglioni. ¡Ahora, déjeme pasar!

—Todavía no, todavía no, señor Giovanni —dijo el profesor sonriendo y al mismo tiempo examinando al joven con una mirada atenta—. ¿Cómo va a pasar por mi lado como un extraño el hijo de aquel con quien me crié? Estése quieto, señor Giovanni; debemos hablar dos palabras antes de separarnos.

—Pronto entonces, querido profesor, pronto —dijo Giovanni con febril impaciencia—. ¿No se da cuenta su señoría de que tengo prisa?

Mientras hablaban vieron venir por la calle a un hombre vestido de negro, encorvado y andando con dificultad como si se tratase de una persona enferma. Su cara tenía un tinte enfermizo y cetrino, pero tan llena de aguda y viva inteligencia que el observador pasaba por alto las condiciones físicas para ver en él tan sólo una energía asombrosa. Cuando pasó cambió un saludo frío y distanciado con Baglioni, pero fijó los ojos con tanta intensidad en Giovanni que dio la impresión de que le había extraído todo lo que tenía dentro que valiera la pena. Sin embargo, había una serenidad peculiar en su mirada, como si el interés que le inspirara el joven fuera meramente especulativo y no humano.

—¡Ese es el doctor Rappaccini! —murmuró el profesor una vez que pasó el desconocido—. ¿Le ha visto a usted anteriormente?

—Que yo sepa, no —contestó Giovanni, sobresaltándose ante el nombre.

—¡Él le ha visto! ¡Tiene que haberle visto! —dijo Baglioni con pasión—. Este hombre de ciencia le está estudiando a usted por algún motivo. ¡Conozco esa manera de mirar! Es la misma frialdad que muestra su cara cuando se inclina sobre un pájaro, un ratón o una mariposa a los que ha matado con el perfume de una flor en el transcurso de un experimento; una mirada tan profunda como la naturaleza misma, pero desprovista de amor. Señor Giovanni, apuesto la vida a que es usted objeto de uno de los experimentos de Rappaccini.

—¿Quiere usted volverme loco? —exclamó Giovanni, con intensa emoción—. Eso, señor profesor, sería un desagradable experimento.

—¡Paciencia! ¡Paciencia! —contestó el imperturbable profesor—. Le digo, mi pobre Giovanni, que Rappaccini encuentra en usted un interés científico. Ha caído en unas manos terribles.

¿Y la señorita Beatrice, qué papel juega en este misterio?

Guasconti, encontrando intolerable la impertinencia de Baglioni, se marchó antes de que el profesor pudiera sujetarlo de nuevo. Éste quedó mirando al joven un rato mientras se alejaba y se encogió de hombros.

«No puedo consentir esto —se dijo—. El muchacho es hijo de un viejo amigo y quién sabe lo que puede acarrearle la arcana ciencia de la medicina. Por otro lado, es inaguantable la impertinencia de Rappaccini, quien me quitó, podemos decir, al muchacho de las manos y lo quiere utilizar en sus infernales experimentos. ¡Su hija! Todo se verá. ¡Quizás, inteligente Rappaccini, frustre yo tu sueño!»

Mientras tanto, Giovanni continuó su tortuoso camino llegando por fin a las puertas de su alojamiento. Al cruzar el umbral se encontró con la vieja Lisabetta, quien sonrió zalamera y dio muestras de querer llamar su atención, en vano sin embargo, pues la ardiente ebullición de sus sentimientos se había trocado de pronto en una fría y desinteresada vacuidad. Volvió sus ojos hacia la arrugada cara que se estaba plegando todavía más en una sonrisa, pero pareció no verla. La anciana entonces lo agarró por la capa.

—¡Señor! ¡Señor! —murmuró, todavía con una sonrisa en los labios que la hacía semejante a una máscara grotesca labrada en madera y oscurecida por los siglos—. ¡Escuche, señor! ¡Hay una entrada secreta al jardín!

—¡Qué es lo que dice? —exclamó Giovanni volviéndose con presteza, como una cosa inanimada que adquiriera de pronto una vida intensa—. ¿Una entrada privada al jardín del doctor Rappaccini?

—¡Silencio! ¡Silencio! ¡No tan alto! —murmuró Lisabetta poniéndole la mano delante de la boca—. Sí, al jardín del respetable doctor; podrá ver sus espléndidas plantas. Muchos jóvenes de Padua darían una moneda de oro por ser admitidos entre esas flores. Giovanni puso una moneda en la mano de la vieja.

—Muéstreme el camino —le dijo.

Una sospecha, nacida probablemente de su conversación con Baglioni, cruzó su pensamiento; quizás esta intervención de la vieja Lisabetta estuviera en relación con la intriga, fuera cual fuese su naturaleza, en la que el profesor suponía que el doctor Rappaccini estaba tratando de envolverle. Mas esta sospecha, aunque preocupó a Giovanni, era insuficiente para detenerle. El instante que había esperado de poder acercarse a Beatrice le impulsaba con demasiada fuerza. No importaba si ella era ángel o demonio; estaba dentro de su esfera de forma irremisible y tenía que obedecer la llamada que le impulsaba a girar en círculos cada vez menores, hacia un fin que no intentaba adivinar. Sin embargo, puede parecer extraño, le sobrevino de pronto la duda de si ese intenso interés de su parte no sería ilusorio; si sería tan profundo y positivo como para justificar que se metiese en una empresa cuya trascendencia era imprevisible; si no se trataría de la fantasía del cerebro de un joven, sin participación, o sólo muy ligera, de sus sentimientos.

Se detuvo dudando pero, decidido, siguió hacia delante. Su macilenta guía lo condujo por varios pasillos oscuros y, por último, reparó en una puerta por la que, dado que estaba abierta, se oía el susurro de las hojas atravesadas por el sol. Giovanni siguió andando y se metió por entre un arbusto que extendía sus zarcillos sobre la oculta entrada, hasta llegar debajo de la ventana de su habitación en el área descubierta del jardín del doctor Rappaccini.

Cuántas veces sucede que, cuando se han vencido las dificultades y los sueños han condensado su nebulosa sustancia en una realidad tangible, nos encontramos tranquilos e incluso fríamente dueños de nosotros mismos, en circunstancias que hubiese sido un delirio de júbilo o de agonía el anticipar. El destino se divierte desconcertándonos así. La pasión, que hubiera deseado la ocasión para lanzarse a actuar, vacila perezosamente cuando los sucesos parecen requerir su aparición. Eso era lo que le sucedía ahora a Giovanni. Día tras día su pulso se había agotado febrilmente ante la improbable idea de una entrevista con Beatrice y el deseo de estar con ella cara a cara en este mismo jardín, iluminado por el resplandor oriental de su belleza y tratando de arrancar a su contemplación el misterio que él consideraba el enigma de su propia existencia. Pero en aquel momento había en su pecho una ecuanimidad singular y fuera de lugar. Lanzó una mirada en derredor para ver si veía a Beatrice o a su padre y, dándose cuenta de que estaba solo, inició una investigación crítica de las plantas.

El aspecto de todas ellas le desagradó; su esplendor parecía salvaje, apasionado y poco natural. Casi todas las plantas que allí crecían hubieran sobresaltado a quien al atravesar un bosque las hubiera encontrado; como si una cara sobrenatural le estuviese mirando a través de la espesura. Algunas también hubieran llamado la atención de un entendido por su apariencia de artificialidad; parecían una adulteración de varias especies vegetales mezcladas, no muy distintas de las creadas por Dios, pero obra de la fantasía depravada de un hombre. Hasta su inmensa belleza tenía algo de demoniaca. Eran probablemente el fruto del experimento, que en uno o dos casos había alcanzado el éxito, de combinar dos plantas hermosas en una sola que adquiría el sospechoso y siniestro aspecto que informaba todo lo que crecía en el jardín. Giovanni reconoció sólo dos o tres plantas en toda la colección, y de las clases que él sabía que eran venenosas. Mientras estaba entretenido en estas observaciones, escuchó el crujido de un traje de seda y, volviéndose, vio aparecer a Beatrice bajo el artístico pórtico.

Giovanni no se había parado a pensar en cuál debía ser su comportamiento: si tenía que disculparse por su intrusión en el jardín o fingir que estaba allí con el consentimiento, ya que no por deseo, del doctor Rappaccini o de su hija, pero la conducta de Beatrice le tranquilizó, a pesar de que en su espíritu persistía la duda del motivo por el que habría conseguido la admisión. Ella vino con ligereza por el sendero y se encontraron cerca de la fuente en ruinas. Su cara mostraba sorpresa, pero la iluminaba una sencilla y amable expresión de placer.

—Usted es un experto en flores, señor —dijo con una sonrisa, aludiendo al ramillete que él le había echado desde la ventana—. No es extraño que la rara colección de mi padre le haga desear verla de cerca. Si él estuviera aquí podría contarle cosas muy extraordinarias e interesantes acerca de la naturaleza y virtudes de estas plantas, ya que se pasa la vida en tales estudios y este jardín constituye su mundo.

—Y usted misma, señora —comentó Giovanni—, si la fama no miente, también es muy experta en las virtudes que revela el magnífico desarrollo de tas flores y su olor aromático. Si no tuviera inconveniente en ser mi profesora, yo intentaría ser un alumno más aplicado que si me enseñara el mismo señor Rappaccini.

—¿Corren tan falsos rumores? —preguntó Beatrice, con la música de su agradable voz—. ¿Dice la gente que soy una experta como mi padre en conocimientos de botánica? ¡Qué gracioso! No; aunque crecí entre estas flores no conozco más de ellas que su color y perfume, y algunas veces pienso que aun debería ignorar eso. Muchas de estas flores, y quizá de las más hermosas, me repugnan con su olor y me ofenden cuando las veo. Pero le ruego, señor, que no crea esas historias referentes a mi ciencia. No crea de mí otra cosa que lo que vean sus propios ojos.

—¿Y debo creer todo lo que he visto con mis propios ojos? —preguntó Giovanni con sutileza, al tiempo que el recuerdo de las primeras escenas le hizo estremecer—. No, señora, exige usted poco de mí. Permítame creer solamente lo que proceda de sus labios.

Pareció como si Beatrice hubiese comprendido. Sus mejillas se colorearon de rubor, pero mirando a los ojos de Giovanni respondió a su mirada de ansiosa sospecha con la altivez de una reina.

—Eso es lo que le ruego, señor —respondió—. Olvide todo lo que se ha imaginado acerca de mí. Lo que nos dicen los sentidos externos puede ser falso en esencia, pero las palabras que brotan de los labios de Beatrice Rappaccini salen de lo más profundo de su corazón. Ésas son las que debe usted creer.

Una gran vehemencia la iluminaba y brilló sobre la conciencia de Giovanni como la luz de la verdad misma, pero mientras hablaba había una fragancia exquisita y deliciosa, aunque imperceptible, en el aire que la rodeaba, que el joven, por una repugnancia indefinible, apenas se atrevía a respirar. ¿Podría ser el olor de las flores? ¿Sería que el aliento de Beatrice embalsamaba sus palabras con una extraña fragancia como si tuviera impregnadas de ella sus entrañas? Giovanni sintió un ligero mareo, pero volvió a recobrarse en seguida; parecía mirar a través de los ojos de la hermosa muchacha su alma transparente, y no volvió a sentir duda ni temor.

El tinte de pasión que había coloreado las expresiones de Beatrice se desvaneció; se puso alegre y parecía sentir un placer puro con la presencia del joven, semejante al que sentiría la doncella de una isla solitaria al conversar con un viajero procedente del mundo civilizado. Era patente que su experiencia de la vida se limitaba al recinto del jardín. Unas veces hablaba de materias tan simples como la luz del día o las nubes de verano, otras hacía preguntas referentes a la ciudad, o a la tierra lejana de Giovanni, sus amigos, su madre, sus hermanas, preguntas que indicaban una vida tan retirada y una carencia tal de familiaridad con los modales y trato sociales que Giovanni respondía como si estuviese hablando con una niña. Su espíritu brotaba ante él como un arroyuelo recién nacido que recibiera por primera vez la caricia del sol y se maravillase de la tierra y el cielo reflejados en su fondo. Tenía también pensamientos profundos y fantasías brillantes como gemas, como diamantes y rubíes desgranándose en medio del hervor de la fuente. Mientras ella hablaba, Giovanni se asombraba de estar paseando con la joven a quien su excitada imaginación había dado tintes terroríficos; le maravillaba estar conversando con Beatrice como un hermano, y que pudiera parecerle tan humana y tan llena de candor. Pero estas reflexiones fueron sólo momentáneas; las muestras de su naturaleza eran demasiado reales para sentirse tranquilizado enseguida.

En esta confiada conversación habían paseado por el jardín, y después de muchas vueltas a lo largo de sus avenidas, llegaron hasta la fuente derruida donde crecía la magnífica planta con su tesoro de flores espléndidas. Se esparcía alrededor de ella una fragancia idéntica a la que Giovanni atribuyera al aliento de Beatrice, aunque mucho más intensa. Cuando ella la vio, Giovanni observó que se oprimía el pecho con la mano como si su corazón estuviera palpitando acelerado y le produjese dolor.

—Por primera vez en mi vida me he olvidado de ti —murmuró Beatrice dirigiéndose a la planta.

—Recuerdo, señora —dijo Giovanni—, que una vez me prometió recompensarme con una de estas vividas gemas a cambio del ramillete que tuve el feliz arrojo de echar a sus pies. Permítame ahora coger una en recuerdo de esta entrevista.

Dio el joven un paso hacia la planta con la mano extendida, pero Beatrice se precipitó hacia delante lanzando un grito que traspasó el corazón de Giovanni como un puñal. Lo cogió de la mano y le hizo retroceder con toda la fuerza de su delicada figura. El joven sintió su contacto con un temblor en todo su cuerpo.

—¡No la toque! —exclamó ella, con voz angustiada—. ¡No lo haga, por su vida! ¡Es letal!

Entonces, ocultando la cara entre sus manos, huyó de él y desapareció bajo el pórtico.

Al seguirla con los ojos, Giovanni vio la delgada y pálida figura de Rappaccini, que había estado observando la escena, no sabía desde hacía cuánto tiempo, oculto por la sombra del portal.

Antes de que el joven llegara a su habitación, Beatrice era ya el objeto de sus apasionadas meditaciones, revestida de todo el hechizo de que la había rodeado desde que la viera por primera vez, e imbuida ahora además con el afectuoso calor de su encantadora feminidad. Era humana; su carácter tenía todas esas cualidades dulces y femeninas que hacen a una mujer digna de ser adorada.

Sería capaz, seguramente, de los sacrificios y heroísmos del amor.

Aquellas muestras que él había considerado hasta ahora como señales de una temible constitución física y moral eran olvidadas en aquel momento por la sutil influencia de la pasión, y transformadas en una dorada corona de encantos que convertían a Beatrice en la más admirable de todas las mujeres, por ser única. Todo lo que le había parecido feo era ahora hermoso o, si no podía cambiarlo tan radicalmente, se ocultaba y escondía en la tenebrosa región que se halla bajo la zona de la conciencia. Pasó la noche pensando en ella. Cuando se durmió, la aurora comenzaba ya a despertar a las flores que dormitaban en el jardín del doctor Rappaccini. Giovanni, en sueños, también se encontraría allí. Salió el sol a su debido tiempo y lanzó sus rayos sobre los párpados del joven, que despertó con una sensación dolorosa. Después de levantarse notó como una quemadura y latidos en su mano —en la derecha—, la misma mano que le había cogido ella cuando estaba a punto de arrancar una de las flores de aspecto de gema. En el dorso de la mano aparecían ahora unas impresiones rojas, como de cuatro dedos pequeños, y una señal, como de un pulgar delgado, en su muñeca.

¡Oh, con qué obstinación se defiende el amor! —y aun lo que es astuta semblanza del amor, que florece en la imaginación pero que no tiene profundas raíces en el corazón—, con qué obstinación mantiene su fe hasta que llega el momento en que es condenado a desvanecerse en humo! Giovanni envolvió su mano con un pañuelo, se preguntó qué cosa maligna le habría picado y pronto olvidó su dolor con el recuerdo de Beatrice.

(continúa)

Fuente: http://www.cinefantastico.com/terroruniversal/ficcion/index.php?t=cuentos&id=348&mode=cuento

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Bartleby (I). Herman Melville

Bartleby

Herman Melville

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Soy un hombre de cierta edad. En los últimos treinta años, mis actividades me han puesto en íntimo contacto con un gremio interesante y hasta singular, del cual, entiendo, nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses o copistas judiciales. He conocido a muchos, profesional y particularmente, y podría referir diversas historias que harían sonreír a los señores benévolos y llorar a las almas sentimentales. Pero a las biografías de todos los amanuenses prefiero algunos episodios de la vida de Bartleby, que era uno de ellos, el más extraño que yo he visto o de quien tenga noticia. De otros copistas yo podría escribir biografías completas; nada semejante puede hacerse con Bartleby. No hay material suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este hombre. Es una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es indagable, salvo en las fuentes originales: en este caso, exiguas. De Bartleby no sé otra cosa que la que vieron mis asombrados ojos, salvo un nebuloso rumor que figurará en el epílogo.

Antes de presentar al amanuense, tal como lo vi por primera vez, conviene que registre algunos datos míos, de mis empleados, de mis asuntos, de mi oficina y de mi ambiente general. Esa descripción es indispensable para una inteligencia adecuada del protagonista de mi relato. Soy, en primer lugar, un hombre que desde la juventud ha sentido profundamente que la vida más fácil es la mejor. Por eso, aunque pertenezco a una profesión proverbialmente enérgica y a veces nerviosa hasta la turbulencia, jamás he tolerado que esas inquietudes conturben mi paz. Soy uno de esos abogados sin ambición que nunca se dirigen a un jurado o solicitan de algún modo el aplauso público. En la serena tranquilidad de un cómodo retiro realizo cómodos asuntos entre las hipotecas de personas adineradas, títulos de renta y acciones. Cuantos me conocen, considéranme un hombre eminentemente seguro. El finado Juan Jacobo Astor, personaje muy poco dado a poéticos entusiasmos, no titubeaba en declarar que mi primera virtud era la prudencia: la segunda, el método.

No lo digo por vanidad, pero registro el hecho de que mis servicios profesionales no eran desdeñados por el finado Juan Jacobo Astor; nombre que, reconozco, me gusta repetir porque tiene un sonido orbicular y tintinea como el oro acuñado. Espontáneamente agregaré que yo no era insensible a la buena opinión del finado Juan Jacobo Astor.

Poco antes de la historia que narraré, mis actividades habían aumentado en forma considerable. Había sido nombrado para el cargo, ahora suprimido en el Estado de Nueva York, de agregado a la Suprema Corte. No era un empleo difícil, pero sí muy agradablemente remunerativo. Raras veces me encojo; raras veces me permito una indignación peligrosa ante las injusticias y los abusos; pero ahora me permitiré ser temerario, y declarar que considero la súbita y violenta supresión del cargo de agregado, por la Nueva Constitución, como un acto prematuro, pues yo tenía por descontado hacer de sus gajes una renta vitalicia, y sólo percibí los de algunos años. Pero esto es al margen.

Mis oficinas ocupaban un piso alto en el n.º X de Wall Street. Por un lado daban a la pared blanqueada de un espacioso tubo de aire, cubierto por una claraboya y que abarcaba todos los pisos.

Este espectáculo era más bien manso, pues le faltaba lo que los paisajistas llaman animación. Aunque así fuera, la vista del otro lado ofrecía, por lo menos, un contraste. En esa dirección, las ventanas dominaban sin el menor obstáculo una alta pared de ladrillo, ennegrecida por los años y por la sombra; las ocultas bellezas de esta pared no exigían un telescopio, pues estaban a pocas varas de mis ventanas para beneficio de espectadores miopes. Mis oficinas ocupaban el segundo piso; a causa de la gran elevación de los edificios vecinos, el espacio entre esta pared y la mía se parecía no poco a un enorme tanque cuadrado.

En el período anterior al advenimiento de Bartleby, yo tenía dos escribientes bajo mis órdenes, y un muchacho muy vivo para los mandados. El primero, Turkey; el segundo, Nippers; el tercero, Ginger. Éstos son nombres que no es fácil encontrar en las guías. Eran en realidad sobrenombres, mutuamente conferidos por mis empleados, y que expresaban sus respectivas personas o caracteres. Turkey era un inglés bajo, obeso, de mi edad más o menos, esto es, no lejos de los sesenta. De mañana, podríamos decir, su rostro era rosado, pero después de las doce -su hora de almuerzo- resplandecía como una hornalla de carbones de Navidad, y seguía resplandeciendo (pero con un descenso gradual) hasta las seis de la tarde; después yo no veía más al propietario de ese rostro, quien coincidiendo en su cenit con el sol, parecía ponerse con él, para levantarse, culminar y declinar al día siguiente, con la misma regularidad y la misma gloria.

En el decurso de mi vida he observado singulares coincidencias, de las cuales no es la menor el hecho de que el preciso momento en que Turkey, con roja y radiante faz, emitía sus más vívidos rayos, indicaba el principio del período durante el cual su capacidad de trabajo quedaba seriamente afectada para el resto del día. No digo que se volviera absolutamente haragán u hostil al trabajo. Por el contrario, se volvía demasiado enérgico. Había entonces en él una exacerbada, frenética, temeraria y disparatada actividad. Se descuidaba al mojar la pluma en el tintero. Todas las manchas que figuran en mis documentos fueron ejecutadas por él después de las doce del día. En las tardes, no sólo propendía a echar manchas: a veces iba más lejos, y se ponía barullento. En tales ocasiones, su rostro ardía con más vívida heráldica, como si se arrojara carbón de piedra en antracita. Hacía con la silla un ruido desagradable, desparramaba la arena; al cortar las plumas, las rajaba impacientemente, y las tiraba al suelo en súbitos arranques de ira; se paraba, se echaba sobre la mesa, desparramando sus papeles de la manera más indecorosa; triste espectáculo en un hombre ya entrado en años. Sin embargo, como era por muchas razones mi mejor empleado y siempre antes de las doce el ser más juicioso y diligente, y capaz de despachar numerosas tareas de un modo incomparable, me resignaba a pasar por alto sus excentricidades, aunque, ocasionalmente, me veía obligado a reprenderlo. Sin embargo lo hacía con suavidad, pues aunque Turkey era de mañana el más cortés, más dócil y más reverencial de los hombres, estaba predispuesto por las tardes, a la menor provocación, a ser áspero de lengua, es decir, insolente. Por eso, valorando sus servicios matinales, como yo lo hacía, y resuelto a no perderlos -pero al mismo tiempo, incómodo por sus provocadoras maneras después del mediodía- y corno hombre pacífico, poco deseoso de que mis amonestaciones provocaran respuestas impropias, resolví, un sábado a mediodía (siempre estaba peor los sábados), sugerirle, muy bondadosamente, que, tal vez, ahora que empezaba a envejecer, sería prudente abreviar sus tareas; en una palabra, no necesitaba venir a la oficina más que de mañana; después del almuerzo era mejor que se fuera a descansar a su casa hasta la hora del té. Pero no, insistió en cumplir sus deberes vespertinos. Su rostro se puso intolerablemente fogoso, y gesticulando con una larga regla, en el extremo de la habitación, me aseguró enfáticamente que si sus servicios eran útiles de mañana, ¿cuánto más indispensables no serían de tarde?

-Con toda deferencia, señor -dijo Turkey entonces-, me considero su mano derecha. De mañana, ordeno y despliego mis columnas, pero de tarde me pongo a la cabeza, y bizarramente arremeto contra el enemigo, así -e hizo una violenta embestida con la regla.

-¿Y los borrones? -insinué yo.

-Es verdad, pero con todo respeto, señor, ¡contemple estos cabellos! Estoy envejeciendo. Seguramente, señor, un borrón o dos en una tarde calurosa no pueden reprocharse con severidad a mis canas. La vejez, aunque borronea una página, es honorable. Con permiso, señor, los dos estamos envejeciendo.

Este llamado a mis sentimientos personales resultó irresistible. Comprendí que estaba resuelto a no irse. Hice mi composición de lugar, resolviendo que por las tardes le confiaría sólo documentos de menor importancia.

Nippers, el segundo de mi lista, era un muchacho de unos veinticinco años, cetrino, melenudo, algo pirático. Siempre lo consideré una víctima de dos poderes malignos: la ambición y la indigestión. Evidencia de la primera era cierta impaciencia en sus deberes de mero copista y una injustificada usurpación de asuntos estrictamente profesionales, tales como la redacción original de documentos legales. La indigestión se manifestaba en rachas de sarcástico mal humor, con notorio rechinamiento de dientes, cuando cometía errores de copia; innecesarias maldiciones, silbadas más que habladas, en lo mejor de sus ocupaciones, y especialmente por un continuo disgusto con el nivel de la mesa en que trabajaba. A pesar de su ingeniosa aptitud mecánica, nunca pudo Nippers arreglar esa mesa a su gusto. Le ponía astillas debajo, cubos de distinta clase, pedazos de cartón y llegó hasta ensayar un prolijo ajuste con tiras de papel secante doblado. Pero todo era en vano. Si para comodidad de su espalda, levantaba la cubierta de su mesa en un ángulo agudo hacia el mentón, y escribía como si un hombre usara el empinado techo de una casa holandesa como escritorio, la sangre circulaba mal en sus brazos. Si bajaba la mesa al nivel de su cintura, y se agachaba sobre ella para escribir, le dolían las espaldas. La verdad es que Nippers no sabía lo que quería. O, si algo quería, era verse libre para siempre de una mesa de copista. Entre las manifestaciones de su ambición enfermiza, tenía la pasión de recibir a ciertos tipos de apariencia ambigua y trajes rotosos a los que llamaba sus clientes. Comprendí que no sólo le interesaba la política parroquial: a veces hacía sus negocitos en los juzgados, y no era desconocido en las antesalas de la cárcel. Tengo buenas razones para creer, sin embargo, que un individuo que lo visitaba en mis oficinas, y a quien pomposamente insistía en llamar mi cliente, era sólo un acreedor, y la escritura, una cuenta. Pero con todas sus fallas y todas las molestias que me causaba, Nippers (como su compatriota Turkey) me era muy útil, escribía con rapidez y letra clara; y cuando quería no le faltaban modales distinguidos. Además, siempre estaba vestido como un caballero; y con esto daba tono a mi oficina. En lo que respecta a Turkey, me daba mucho trabajo evitar el descrédito que reflejaba sobre mí. Sus trajes parecían grasientos y olían a comida. En verano usaba pantalones grandes y bolsudos. Sus sacos eran execrables; el sombrero no se podía tocar. Pero mientras sus sombreros me eran indiferentes, ya que su natural cortesía y deferencia, como inglés subalterno, lo llevaban a sacárselo apenas entraba en el cuarto, su saco ya era otra cosa. Hablé con él respecto a su ropa, sin ningún resultado. La verdad era, supongo, que un hombre con renta tan exigua no podía ostentar al mismo tiempo una cara brillante y una ropa brillante.

Como observó Nippers una vez, Turkey gastaba casi todo su dinero en tinta roja. Un día de invierno le regalé a Turkey un sobretodo mío de muy decorosa apariencia: un sobretodo gris, acolchado, de gran abrigo, abotonado desde el cuello hasta las rodillas. Pensé que Turkey apreciaría el regalo, y moderaría sus estrépitos e imprudencias. Pero no; creo que el hecho de enfundarse en un sobretodo tan suave y tan acolchado, ejercía un pernicioso efecto sobre él -según el principio de que un exceso de avena es perjudicial para los caballos-. De igual manera que un caballo impaciente muestra la avena que ha comido, así Turkey mostraba su sobretodo. Le daba insolencia. Era un hombre a quien perjudicaba la prosperidad.

Aunque en lo referente a la continencia de Turkey yo tenía mis presunciones, en lo referente a Nippers estaba persuadido de que, cualesquiera fueran sus faltas en otros aspectos, era por lo menos un joven sobrio. Pero la propia naturaleza era su tabernero, y desde su nacimiento le había suministrado un carácter tan irritable y tan alcohólico que toda bebida subsiguiente le era superflua. Cuando pienso que en la calma de mi oficina Nippers se ponía de pie, se inclinaba sobre la mesa, estiraba los brazos, levantaba todo el escritorio y lo movía, y lo sacudía marcando el piso, como si la mesa fuera un perverso ser voluntarioso dedicado a vejarlo y a frustrarlo, claramente comprendo que para Nippers el aguardiente era superfluo. Era una suerte para mí que, debido a su causa primordial -la mala digestión-, la irritabilidad y la consiguiente nerviosidad de Nippers eran más notables de mañana, y que de tarde estaba relativamente tranquilo. Y como los paroxismos de Turkey sólo se manifestaban después de mediodía, nunca debí sufrir a la vez las excentricidades de los dos. Los ataques se relevaban como guardias. Cuando el de Nippers estaba de turno, el de Turkey estaba franco, y viceversa. Dadas las circunstancias era éste un buen arreglo.

Ginger Nut, el tercero en mi lista, era un muchacho de unos doce años. Su padre era carrero, ambicioso de ver a su hijo, antes de morir, en los tribunales y no en el pescante. Por eso lo colocó en mi oficina como estudiante de derecho, mandadero, barredor y limpiador, a razón de un dólar por semana. Tenía un escritorio particular, pero no lo usaba mucho. Pasé revista a su cajón una vez: contenía un conjunto de cáscaras de muchas clases de nueces. Para este perspicaz estudiante, toda la noble ciencia del derecho cabía en una cáscara de nuez. Entre sus muchas tareas, la que desempeñaba con mayor presteza consistía en proveer de manzanas y de pasteles a Turkey y a Nippers.

Ya que la copia de expedientes es tarea proverbialmente seca, mis dos amanuenses solían humedecer sus gargantas con helados, de los que pueden adquirirse en los puestos cerca del Correo y de la Aduana. También solían encargar a Ginger Nut ese bizcocho especial -pequeño, chato, redondo y sazonado con especias- cuyo nombre se le daba. En las mañanas frías, cuando había poco trabajo, Turkey los engullía a docenas como si fueran obleas -lo cierto es que por un penique venden seis u ocho-, y el rasguido de la pluma se combinaba con el ruido que hacía al triturar las abizcochadas partículas. Entre las confusiones vespertinas y los fogosos atolondramientos de Turkey, recuerdo que una vez humedeció con la lengua un bizcocho de jengibre y lo estampó como sello en un título hipotecario. Estuve entonces en un tris de despedirlo, pero me desarmó con una reverencia oriental, diciéndome:

-Con permiso, señor, creo que he estado generoso suministrándole un sello a mis expensas.

Mis primitivas tareas de escribano de transferencias y buscador de títulos, y redactor de documentos recónditos de toda clase aumentaron considerablemente con el nombramiento de agregado a la Suprema Corte. Ahora había mucho trabajo, para el que no bastaban mis escribientes: requerí un nuevo empleado.

En contestación a mi aviso, un joven inmóvil apareció una mañana en mi oficina; la puerta estaba abierta, pues era verano. Reveo esa figura: ¡pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada! Era Bartleby.

Después de algunas palabras sobre su idoneidad, lo tomé, feliz de contar entre mis copistas a un hombre de tan morigerada apariencia, que podría influir de modo benéfico en el arrebatado carácter de Turkey, y en el fogoso de Nippers.

Yo hubiera debido decir que una puerta vidriera dividía en dos partes mis escritorios, una ocupada por mis amanuenses, la otra por mí. Según mi humor, las puertas estaban abiertas o cerradas. Resolví colocar a Bartleby en un rincón junto a la portada, pero de mi lado, para tener a mano a este hombre tranquilo, en caso de cualquier tarea insignificante. Coloqué su escritorio junto a una ventanita, en ese costado del cuarto que originariamente daba a algunos patios traseros y muros de ladrillos, pero que ahora, debido a posteriores construcciones, aunque daba alguna luz no tenía vista alguna. A tres pies de los vidrios había una pared, y la luz bajaba de muy arriba, entre dos altos edificios, como desde una pequeña abertura en una cúpula. Para que el arreglo fuera satisfactorio, conseguí un alto biombo verde que enteramente aislara a Bartleby de mi vista, dejándolo, sin embargo, al alcance de mi voz. Así, en cierto modo, se aunaban sociedad y retiro.

Al principio, Bartleby escribió extraordinariamente. Como si hubiera padecido un ayuno de algo que copiar, parecía hartarse con mis documentos. No se detenía para la digestión. Trabajaba día y noche, copiando, a la luz del día y a la luz de las velas. Yo, encantado con su aplicación, me hubiera encantado aún más si él hubiera sido un trabajador alegre. Pero escribía silenciosa, pálida, mecánicamente.

Una de las indispensables tareas del escribiente es verificar la fidelidad de la copia, palabra por palabra. Cuando hay dos o más amanuenses en una oficina, se ayudan mutuamente en este examen, uno leyendo la copia, el otro siguiendo el original. Es un asunto cansador, insípido y letárgico. Comprendo que para temperamentos sanguíneos, resultaría intolerable. Por ejemplo, no me imagino al ardoroso Byron, sentado junto a Bartleby, resignado a cotejar un expediente de quinientas páginas, escritas con letra apretada.

Yo ayudaba en persona a confrontar algún documento breve, llamando a Turkey o a Nippers con este propósito. Uno de mis fines al colocar a Bartleby tan a mano, detrás del biombo, era aprovechar sus servicios en estas ocasiones triviales. Al tercer día de su estada, y antes de que fuera necesario examinar lo escrito por él, la prisa por completar un trabajito que tenía entre manos, me hizo llamar súbitamente a Bartleby. En el apuro y en la justificada expectativa de una obediencia inmediata, yo estaba en el escritorio con la cabeza inclinada sobre el original y con la copia en la mano derecha algo nerviosamente extendida, de modo que, al surgir de su retiro, Bartleby pudiera tomarla y seguir el trabajo sin dilaciones.

En esta actitud estaba cuando le dije lo que debía hacer, esto es, examinar un breve escrito conmigo. Imaginen mi sorpresa, mi consternación, cuando sin moverse de su ángulo, Bartleby, con una voz singularmente suave y firme, replicó:

-Preferiría no hacerlo.

Me quedé un rato en silencio perfecto, ordenando mis atónitas facultades. Primero, se me ocurrió que mis oídos me engañaban o que Bartleby no había entendido mis palabras. Repetí la orden con la mayor claridad posible; pero con claridad se repitió la respuesta:

-Preferiría no hacerlo.

-Preferiría no hacerlo -repetí como un eco, poniéndome de pie, excitadísimo y cruzando el cuarto a grandes pasos-. ¿Qué quiere decir con eso? Está loco. Necesito que me ayude a confrontar esta página: tómela -y se la alcancé.

-Preferiría no hacerlo -dijo.

Lo miré con atención. Su rostro estaba tranquilo; sus ojos grises, vagamente serenos. Ni un rasgo denotaba agitación. Si hubiera habido en su actitud la menor incomodidad, enojo, impaciencia o impertinencia, en otras palabras si hubiera habido en él cualquier manifestación normalmente humana, yo lo hubiera despedido en forma violenta. Pero, dadas las circunstancias, hubiera sido como poner en la calle a mi pálido busto en yeso de Cicerón.

Me quedé mirándolo un rato largo mientras él seguía escribiendo y luego volví a mi escritorio. Esto es rarísimo, pensé. ¿Qué hacer? Mis asuntos eran urgentes. Resolví olvidar aquello, reservándolo para algún momento libre en el futuro. Llamé del otro cuarto a Nippers y pronto examinamos el escrito.

Pocos días después, Bartleby concluyó cuatro documentos extensos, copias cuadruplicadas de testimonios, dados ante mí durante una semana en la cancillería de la Corte. Era necesario examinarlos. El pleito era importante y una gran precisión era indispensable. Teniendo todo listo llamé a Turkey, Nippers y Ginger Nut, que estaban en el otro cuarto, pensando poner en manos de mis cuatro amanuenses las cuatro copias mientras yo leyera el original. Turkey, Nippers y Ginger Nut estaban sentados en fila, cada uno con su documento en la mano, cuando le dije a Bartleby que se uniera al interesante grupo.

-¡Bartleby!, pronto, estoy esperando.

Oí el arrastre de su silla sobre el piso desnudo, y el hombre no tardó en aparecer a la entrada de su ermita.

-¿En qué puedo ser útil? -dijo apaciblemente.

-Las copias, las copias -dije con apuro-. Vamos a examinarlas. Tome -y le alargué la cuarta copia.

-Preferiría no hacerlo -dijo, y dócilmente desapareció detrás de su biombo.

Por algunos momentos me convertí en una estatua de sal, a la cabeza de mi columna de amanuenses sentados. Vuelto en mí, avancé hacia el biombo a indagar el motivo de esa extraordinaria conducta.

-¿Por qué rehúsa?

-Preferiría no hacerlo.

Con cualquier otro hombre, me hubiera precipitado en un arranque de ira, desdeñando explicaciones, y lo hubiera arrojado ignominiosamente de mi vista. Pero había algo en Bartleby que no sólo me desarmaba singularmente, sino que de manera maravillosa me conmovía y desconcertaba. Me puse a razonar con él.

-Son sus propias copias las que estamos por confrontar. Esto le ahorrará trabajo, pues un examen bastará para sus cuatro copias. Es la costumbre. Todos los copistas están obligados a examinar su copia. ¿No es así? ¿No quiere hablar? ¡Conteste!

-Prefiero no hacerlo -replicó melodiosamente. Me pareció que mientras me dirigía a él, consideraba con cuidado cada aserto mío; que comprendía por entero el significado; que no podía contradecir la irresistible conclusión; pero que al mismo tiempo alguna suprema consideración lo inducía a contestar de ese modo.

-¿Está resuelto, entonces, a no acceder a mi solicitud, solicitud hecha de acuerdo con la costumbre y el sentido común?

Brevemente me dio a entender que en ese punto mi juicio era exacto. Sí: su decisión era irrevocable.

No es raro que el hombre a quien contradicen de una manera insólita e irrazonable, bruscamente descrea de su convicción más elemental. Empieza a vislumbrar vagamente que, por extraordinario que parezca, toda la justicia y toda la razón están del otro lado; si hay testigos imparciales, se vuelve a ellos para que de algún modo lo refuercen.

-Turkey -dije-, ¿qué piensa de esto? ¿Tengo razón?

-Con todo respeto, señor -dijo Turkey en su tono más suave-, creo que la tiene.

-Nippers. ¿Qué piensa de esto?

-Yo lo echaría a puntapiés de la oficina.

El sagaz lector habrá percibido que siendo mañana, la contestación de Turkey estaba concebida en términos tranquilos y corteses y la de Nippers era malhumorada. O para repetir una frase anterior, diremos que el malhumor de Nippers estaba de guardia y el de Turkey estaba franco.

-Ginger Nut -dije, ávido de obtener en mi favor el sufragio más mínimo-, ¿qué piensas de esto?

-Creo, señor, que está un poco chiflado -replicó Ginger Nut con una mueca burlona.

-Está oyendo lo que opinan -le dije, volviéndome al biombo-. Salga y cumpla con su deber.

No condescendió a contestar. Tuve un momento de molesta perplejidad. Pero las tareas urgían. Y otra vez decidí postergar el estudio de este problema a futuros ocios. Con un poco de incomodidad llegamos a examinar los papeles sin Bartleby, aunque a cada página, Turkey, deferentemente, daba su opinión de que este procedimiento no era correcto; mientras Nippers, retorciéndose en su silla con una nerviosidad dispéptica, trituraba entre sus dientes apretados, intermitentes maldiciones silbadas contra el idiota testarudo de detrás del biombo. En cuanto a él (Nippers), ésta era la primera y última vez que haría sin remuneración el trabajo de otro.

Mientras tanto, Bartleby seguía en su ermita, ajeno a todo lo que no fuera su propia tarea.

Pasaron algunos días, en los que el amanuense tuvo que hacer otro largo trabajo. Su conducta extraordinaria me hizo vigilarlo estrechamente. Observé que jamás iba a almorzar; en realidad, que jamás iba a ninguna parte. Jamás, que yo supiera, había estado ausente de la oficina. Era un centinela perpetuo en su rincón. Noté que a las once de la mañana, Ginger Nut solía avanzar hasta la apertura del biombo, como atraído por una señal silenciosa, invisible para mí. Luego salía de la oficina, haciendo sonar unas monedas, y reaparecía con un puñado de bizcochos de jengibre, que entregaba en la ermita, recibiendo dos de ellos como jornal.

Vive de bizcochos de jengibre, pensé; no toma nunca lo que se llama un almuerzo; debe ser vegetariano; pero no, pues no toma ni legumbres, no come más que bizcochos de jengibre. Medité sobre los probables efectos de un exclusivo régimen de bizcochos de jengibre. Se llaman así, porque el jengibre es uno de sus principales componentes, y su principal sabor. Ahora bien, ¿qué es el jengibre? Una cosa cálida y picante. ¿Era Bartleby cálido y picante? Nada de eso; el jengibre, entonces, no ejercía efecto alguno sobre Bartleby. Probablemente, él prefería que no lo ejerciera.

Nada exaspera más a una persona seria que una resistencia pasiva. Si el individuo resistido no es inhumano, y el individuo resistente es inofensivo en su pasividad, el primero, en sus mejores momentos, caritativamente procurará que su imaginación interprete lo que su entendimiento no puede resolver.

Así me aconteció con Bartleby y sus manejos. ¡Pobre hombre! pensé yo, no lo hace por maldad; es evidente que no procede por insolencia; su aspecto es suficiente prueba de lo involuntario de sus rarezas. Me es útil. Puedo llevarme bien con él. Si lo despido, caerá con un patrón menos indulgente, será maltratado y tal vez llegará miserablemente a morirse de hambre. Sí, puedo adquirir a muy bajo precio la deleitosa sensación de amparar a Bartleby; puedo adaptarme a su extraña terquedad; ello me costará poquísimo o nada y, mientras, atesoraré en el fondo de mi alma lo que finalmente será un dulce bocado para mi conciencia. Pero no siempre consideré así las cosas. La pasividad de Bartleby solía exasperarme. Me sentía aguijoneado extrañamente a chocar con él en un nuevo encuentro, a despertar en él una colérica chispa correspondiente a la mía. Pero hubiera sido lo mismo tratar de encender fuego golpeando con los nudillos de mi mano en un pedazo de jabón Windsor.

Una tarde, el impulso maligno me dominó y tuvo lugar la siguiente escena:

-Bartleby -le dije-, cuando haya copiado todos esos documentos, los voy a revisar con usted.

-Preferiría no hacerlo.

-¿Cómo? ¿Se propone persistir en ese capricho de mula?

Silencio.

Abrí la puerta vidriera, y dirigiéndome a Turkey y a Nippers exclamé:

-Bartleby dice por segunda vez que no examinará sus documentos. ¿Qué piensa de eso, Turkey?

Hay que recordar que era de tarde.

Turkey resplandecía como una marmita de bronce; tenía empapada la calva; tamborileaba con las manos sobre sus papeles borroneados.

-¿Qué pienso? -rugió Turkey-. ¡Pienso que voy a meterme en el biombo y le voy a poner un ojo negro!

Con estas palabras se puso de pie y estiró los brazos en una postura pugilística. Se disponía a hacer efectiva su promesa cuando lo detuve, arrepentido de haber despertado la belicosidad de Turkey después de almorzar.

-Siéntese, Turkey -le dije-, y oiga lo que Nippers va a decir. ¿Qué piensa, Nippers? ¿No estaría plenamente justificado despedir de inmediato a Bartleby?

-Discúlpeme, esto tiene que decidirlo usted mismo. Creo que su conducta es insólita, y ciertamente injusta hacia Turkey y hacia mí. Pero puede tratarse de un capricho pasajero.

-¡Ah! -exclamé-, es raro ese cambio de opinión. Usted habla de él, ahora, con demasiada indulgencia.

-Es la cerveza -gritó Turkey-, esa indulgencia es efecto de la cerveza. Nippers y yo almorzamos juntos. Ya ve qué indulgente estoy yo, señor. ¿ Le pongo un ojo negro?

-Supongo que se refiere a Bartleby. No, hoy no. Turkey -repliqué-, por favor, baje esos puños.

Cerré las puertas y volví a dirigirme a Bartleby. Tenía un nuevo incentivo para tentar mi suerte. Estaba deseando que volviera a rebelarse. Recordé que Bartleby no abandonaba nunca la oficina.

-Bartleby -le dije-. Ginger. Nut ha salido; cruce al Correo, ¿quiere? -era a tres minutos de distancia- y vea si hay algo para mí.

-Preferiría no hacerlo.

-¿No quiere ir?

-Lo preferiría así.

Pude llegar a mi escritorio, y me sumí en profundas reflexiones. Volvió mi ciego impulso. ¿Habría alguna cosa capaz de procurarme otra ignominiosa repulsa de este necio tipo sin un cobre, mi dependiente asalariado?

-¡Bartleby!

Silencio.

-¡Bartleby! -más fuerte.

Silencio.

-¡Bartleby! -vociferé.

Como un verdadero fantasma, cediendo a las leyes de una invocación mágica, apareció al tercer llamado.

-Vaya al otro cuarto, y dígale a Nippers que venga.

-Preferiría no hacerlo -dijo con respetuosa lentitud, y desapareció mansamente.

-Muy bien, Bartleby -dije con voz tranquila, aplomada y serenamente severa, insinuando el inalterable propósito de alguna terrible y pronta represalia. En ese momento proyectaba algo por el estilo. Pero pensándolo bien, y como se acercaba la hora de almorzar, me pareció mejor ponerme el sombrero y caminar hasta casa, sufriendo con mi perplejidad y mi preocupación.

¿Lo confesaré? Como resultado final quedó establecido en mi oficina que un pálido joven llamado Bartleby tenía ahí un escritorio, que copiaba al precio corriente de cuatro céntimos la hoja (cien palabras), pero que estaba exento, permanentemente, de examinar su trabajo y que ese deber era transferido a Turkey y a Nippers, sin duda en gracia de su mayor agudeza; ítem, el susodicho Bartleby no sería llamado a evacuar el más trivial encargo; y si se le pedía que lo hiciera, se entendería que preferiría no hacerlo, en otras palabras, que rehusaría de modo terminante.

Con el tiempo, me sentí considerablemente reconciliado con Bartleby. Su aplicación, su falta de vicios, su laboriosidad incesante (salvo cuando se perdía en un sueño detrás del biombo), su gran calma, su ecuánime conducta en todo momento, hacían de él una valiosa adquisición. En primer lugar siempre estaba ahí, el primero por la mañana, durante todo el día, y el último por la noche. Yo tenía singular confianza en su honestidad. Sentía que mis documentos más importantes estaban perfectamente seguros en sus manos. A veces, muy a pesar mío, no podía evitar el caer en espasmódicas cóleras contra él. Pues era muy difícil no olvidar nunca esas raras peculiaridades, privilegios y excepciones inauditas, que formaban las tácitas condiciones bajo las cuales Bartleby seguía en la oficina. A veces, en la ansiedad de despachar asuntos urgentes, distraídamente pedía a Bartleby, en breve y rápido tono, poner el dedo, digamos, en el nudo incipiente de un cordón colorado con el que estaba atando unos papeles. Detrás del biombo resonaba la consabida respuesta: preferiría no hacerlo; y entonces ¿cómo era posible que un ser humano dotado de las fallas comunes de nuestra naturaleza dejara de contestar con amargura a una perversidad semejante, a semejante sinrazón? Sin embargo, cada nueva repulsa de esta clase tendía a disminuir las probabilidades de que yo repitiera la distracción.

Debo decir que, según la costumbre de muchos hombres de ley con oficinas en edificios densamente habitados, la puerta tenía varias llaves. Una la guardaba una mujer que vivía en la buhardilla, que hacía una limpieza a fondo una vez por semana y diariamente barría y sacudía el departamento. Turkey tenía otra, la tercera yo solía llevarla en mi bolsillo, y la cuarta no sé quién la tenía.

Ahora bien, un domingo de mañana se me ocurrió ir a la iglesia de la Trinidad a oír a un famoso predicador, y como era un poco temprano pensé pasar un momento a mi oficina. Felizmente llevaba mi llave, pero al meterla en la cerradura, encontré resistencia por la parte interior. Llamé; consternado, vi girar una llave por dentro y, exhibiendo su pálido rostro por la puerta entreabierta, entreví a Bartleby en mangas de camisa, y en un raro y andrajosodeshabillé.

Se excusó, mansamente: dijo que estaba muy ocupado y que prefería no recibirme por el momento. Añadió que sería mejor que yo fuera a dar dos o tres vueltas por la manzana, y que entonces habría terminado sus tareas.

La inesperada aparición de Bartleby, ocupando mi oficina un domingo, con su cadavérica indiferencia caballeresca, pero tan firme y tan seguro de sí, tuvo tan extraño efecto, que de inmediato me retiré de mi puerta y cumplí sus deseos. Pero no sin variados pujos de inútil rebelión contra la mansa desfachatez de este inexplicable amanuense. Su maravillosa mansedumbre no sólo me desarmaba, me acobardaba. Porque considero que es una especie de cobarde el que tranquilamente permite a su dependiente asalariado que le dé órdenes y que lo expulse de sus dominios. Además, yo estaba lleno de dudas sobre lo que Bartleby podría estar haciendo en mi oficina, en mangas de camisa y todo deshecho, un domingo de mañana. ¿Pasaría algo impropio? No, eso quedaba descartado. No podía pensar ni por un momento que Bartleby fuera una persona inmoral. Pero, ¿qué podía estar haciendo allí? ¿Copias? No, por excéntrico que fuera Bartleby, era notoriamente decente. Era la última persona para sentarse en su escritorio en un estado vecino a la desnudez. Además, era domingo, y había algo en Bartleby que prohibía suponer que violaría la santidad de ese día con tareas profanas.

Con todo, mi espíritu no estaba tranquilo; y lleno de inquieta curiosidad, volví, por fin, a mi puerta. Sin obstáculo introduje la llave, abrí y entré. Bartleby no se veía, miré ansiosamente por todo, eché una ojeada detrás del biombo; pero era claro que se había ido. Después de un prolijo examen, comprendí que por un tiempo indefinido Bartleby debía haber comido y dormido y haberse vestido en mi oficina, y eso sin vajilla, cama o espejo. El tapizado asiento de un viejo sofá desvencijado mostraba en un rincón la huella visible de una flaca forma reclinada. Enrollada bajo el escritorio encontré una frazada; en el hogar vacío una caja de pasta y un cepillo; en una silla una palangana de lata, jabón y una toalla rotosa; en un diario, unas migas de bizcocho de jengibre y un bocado de queso. Sí, pensé, es bastante claro que Bartleby ha estado viviendo aquí .

Entonces, me cruzó el pensamiento: ¡Qué miserables orfandades, miserias, soledades, quedan reveladas aquí! Su pobreza es grande; pero, su soledad ¡qué terrible!

Los domingos, Wall Street es un desierto como la Arabia Pétrea; y cada noche de cada día es una desolación. Este edificio, también, que en los días de semana bulle de animación y de vida, por la noche retumba de puro vacío, y el domingo está desolado. ¡Y es aquí donde Bartleby hace su hogar, único espectador de una soledad que ha visto poblada, una especie de inocente y transformado Mario, meditando entre las ruinas de Cartago!

Por primera vez en mi vida una impresión de abrumadora y punzante melancolía se apoderó de mí. Antes, nunca había experimentado más que ligeras tristezas, no desagradables. Ahora el lazo de una común humanidad me arrastraba al abatimiento. ¡Una melancolía fraternal! Los dos, yo y Bartleby, éramos hijos de Adán. Recordé las sedas brillantes y los rostros dichosos que había visto ese día, bogando como cisnes por el Misisipí de Broadway, y los comparé al pálido copista, reflexionando: ah, la felicidad busca la luz, por eso juzgamos que el mundo es alegre; pero el dolor se esconde en la soledad, por eso juzgamos que el dolor no existe. Estas imaginaciones -quimeras, indudablemente, de un cerebro tonto y enfermo- me llevaron a pensamientos más directos sobre las rarezas de Bartleby. Presentimientos de extrañas novedades me visitaron. Creí ver la pálida forma del amanuense, entre desconocidos, indiferentes, extendida en su estremecida mortaja.

De pronto, me atrajo el escritorio cerrado de Bartleby, con su llave visible en la cerradura.

No me llevaba, pensé, ninguna intención aviesa, ni el apetito de una desalmada curiosidad, además, el escritorio es mío y también su contenido; bien puedo animarme a revisarlo. Todo estaba metódicamente arreglado, los papeles en orden. Los casilleros eran profundos; removiendo los legajos archivados, examiné el fondo. De pronto sentí algo y lo saqué. Era un viejo pañuelo de algodón, pesado y anudado. Lo abrí y encontré que era una caja de ahorros.

Entonces recordé todos los tranquilos misterios que había notado en el hombre. Recordé que sólo hablaba para contestar; que aunque a intervalos tenía tiempo de sobra, nunca lo había visto leer -no, ni siquiera un diario-; que por largo rato se quedaba mirando, por su pálida ventana detrás del biombo, al ciego muro de ladrillos; yo estaba seguro que nunca visitaba una fonda o un restaurante; mientras su pálido rostro indicaba que nunca bebía cerveza como Nippers, ni siquiera té o café como los otros hombres, que nunca salía a ninguna parte; que nunca iba a dar un paseo, salvo, tal vez ahora; que había rehusado decir quién era, o de dónde venía, o si tenía algún pariente en el mundo; que, aunque tan pálido y tan delgado, nunca se quejaba de mala salud. Y más aún, recordé cierto aire de inconsciente, de descolorida -¿cómo diré?- de descolorida altivez, digamos, o austera reserva, que me había infundido una mansa condescendencia con sus rarezas, cuando se trataba de pedirle el más ligero favor, aunque su larga inmovilidad me indicara que estaba detrás de su biombo, entregado a uno de sus sueños frente al muro.

Meditando en esas cosas, y ligándolas al reciente descubrimiento de que había convertido mi oficina en su residencia, y sin olvidar sus mórbidas cavilaciones, meditando en estas cosas, repito, un sentimiento de prudencia nació en mi espíritu. Mis primeras reacciones habían sido de pura melancolía y lástima sincera, pero a medida que la desolación de Bartleby se agrandaba en mi imaginación, esa melancolía se convirtió en miedo, esa lástima en repulsión.

Tan cierto es, y a la vez tan terrible, que hasta cierto punto el pensamiento o el espectáculo de la pena atrae nuestros mejores sentimientos, pero algunos casos especiales no van más allá. Se equivocan quienes afirman que esto se debe al natural egoísmo del corazón humano. Más bien proviene de cierta desesperanza de remediar un mal orgánico y excesivo. Y cuando se percibe que esa piedad no lleva a un socorro efectivo, el sentido común ordena al alma librarse de ella. Lo que vi esa mañana me convenció de que el amanuense era la víctima de un mal innato e incurable. Yo podía dar una limosna a su cuerpo; pero su cuerpo no le dolía; tenía el alma enferma, y yo no podía llegar a su alma.

No cumplí, esa mañana, mi propósito de ir a la Trinidad. Las cosas que había visto me incapacitaban, por el momento, para ir a la iglesia. Al dirigirme a mi casa, iba pensando en lo que haría con Bartleby. Al fin me resolví: lo interrogaría con calma, la mañana siguiente, acerca de su vida, etc., y si rehusaba contestarme francamente y sin reticencias (y suponía que él preferiría no hacerlo), le daría un billete de veinte dólares, además de lo que le debía, diciéndole que ya no necesitaba sus servicios; pero que en cualquier otra forma en que necesitara mi ayuda, se la prestaría gustoso, especialmente le pagaría los gastos para trasladarse al lugar de su nacimiento dondequiera que fuera. Además, si al llegar a su destino necesitaba ayuda, una carta haciéndomelo saber no quedaría sin respuesta.

La mañana siguiente llegó.

-Bartleby -dije, llamándolo comedidamente.

Silencio.

-Bartleby -dije en tono aún más suave- venga, no le voy a pedir que haga nada que usted preferiría no hacer. Sólo quiero conversar con usted.

Con esto, se me acercó silenciosamente.

-¿Quiere decirme, Bartleby, dónde ha nacido?

-Preferiría no hacerlo.

-¿Quiere contarme algo de usted?

-Preferiría no hacerlo.

-Pero ¿qué objeción razonable puede tener para no hablar conmigo? Yo quisiera ser un amigo.

Mientras yo hablaba, no me miró. Tenía los ojos fijos en el busto de Cicerón, que estaba justo detrás de mí, a unas seis pulgadas sobre mi cabeza.

-¿Cuál es su respuesta, Bartleby? -le pregunté, después de esperar un buen rato, durante el cual su actitud era estática, notándose apenas un levísimo temblor en sus labios descoloridos.

-Por ahora prefiero no contestar -dijo, y se retiró a su ermita.

Tal vez fui débil, lo confieso, pero su actitud en esta ocasión me irritó. No sólo parecía acechar en ella cierto desdén tranquilo; su terquedad resultaba desagradecida si se considera el indiscutible buen trato y la indulgencia que había recibido de mi parte.

De nuevo me quedé pensando qué haría. Aunque me irritaba su proceder, aunque al entrar en la oficina yo estaba resuelto a despedirlo, un sentimiento supersticioso golpeó en mi corazón y me prohibió cumplir mi propósito, y me dijo que yo sería un canalla si me atrevía a murmurar una palabra dura contra el más triste de los hombres. Al fin, colocando familiarmente mi silla detrás de su biombo, me senté y le dije:

-Dejemos de lado su historia, Bartleby; pero permítame suplicarle amistosamente que observe en lo posible las costumbres de esta oficina. Prométame que mañana o pasado ayudará a examinar documentos; prométame que dentro de un par de días se volverá un poco razonable, ¿verdad, Bartleby?

-Por ahora prefiero no ser un poco razonable -fue su mansa y cadavérica respuesta. En ese momento se abrió la puerta vidriera y Nippers se acercó. Parecía víctima, contra la costumbre, de una mala noche, producida por una indigestión más severa que las de costumbre. Oyó las últimas palabras de Bartleby.

-«¿Prefiere no ser razonable?» -gritó Nippers-. Yo le daría preferencias, si fuera usted, señor. ¿Qué es, señor, lo que ahora prefiere no hacer? -Bartleby no movió ni un dedo.

-Señor Nippers -le dije-, prefiero que, por el momento, usted se retire.

No sé cómo, últimamente, yo había contraído la costumbre de usar la palabra preferir. Temblé pensando que mi relación con el amanuense ya hubiera afectado seriamente mi estado mental. ¿Qué otra y quizá más honda aberración podría traerme? Este recelo había influido en mi determinación de emplear medidas sumarias.

Mientras Nippers, agrio y malhumorado, desaparecía, Turkey apareció, obsequioso y deferente.

-Con todo respeto, señor -dijo-, ayer estuve meditando sobre Bartleby, y pienso que si él prefiriera tomar a diario un cuarto de buena cerveza, le haría mucho bien, y lo habilitaría a prestar ayuda en el examen de documentos.

-Parece que usted también ha adopta do la palabra -dije, ligeramente excitado.

-Con todo respeto. ¿Qué palabra, señor? -preguntó Turkey, apretándose respetuosamente en el estrecho espacio detrás del biombo y obligándome, al hacerlo, a empujar al amanuense.

-¿Qué palabra, señor?

-Preferiría quedarme aquí solo -dijo Bartleby, como si lo ofendiera el verse atropellado en su retiro.

-Esa es la palabra, Turkey, ésa es.

-¡Ah!, ¿preferir?, ah, sí, curiosa palabra. Yo nunca la uso. Pero señor, como iba diciendo, si prefiriera…

-Turkey -interrumpí-, retírese, por favor.

-Ciertamente, señor, si usted lo prefiere.

Al abrir la puerta vidriera para retirarse, Nippers desde su escritorio me echó una mirada y me preguntó si yo prefería papel blanco o papel azul para copiar cierto documento. No acentuó maliciosamente la palabra preferir. Se veía que había sido dicha involuntariamente. Reflexioné que era mi deber deshacerme de un demente, que ya, en cierto modo, había influido en mi lengua y quizá en mi cabeza y en las de mis dependientes. Pero juzgué prudente no hacerlo de inmediato.

Al día siguiente noté que Bartleby no hacía más que mirar por la ventana, en su sueño frente a la pared. Cuando le pregunté por qué no escribía, me dijo que había resuelto no escribir más.

-¿Por qué no? ¿Qué se propone? -exclamé-. ¿ No escribir más?

-Nunca más.

-¿Y por qué razón?

-¿No la ve usted mismo? -replicó con indiferencia.

Lo miré fijamente y me pareció que sus ojos estaban apagados y vidriosos. Enseguida se me ocurrió que su ejemplar diligencia junto a esa pálida ventana, durante las primeras semanas, había dañado su vista.

Me sentí conmovido y pronuncié algunas palabras de simpatía. Sugerí que, por supuesto, era prudente de su parte el abstenerse de escribir por un tiempo; y lo animé a tomar esta oportunidad para hacer ejercicios al aire libre. Pero no lo hizo. Días después, estando ausentes mis otros empleados, y teniendo mucha prisa por despachar ciertas cartas, pensé que no teniendo nada que hacer, Bartleby seria menos inflexible que de costumbre y querría llevármelas al Correo. Se negó rotundamente y aunque me resultaba molesto, tuve que llevarlas yo mismo. Pasaba el tiempo. Ignoro si los ojos de Bartleby se mejoraron o no. Me parece que sí, según todas las apariencias. Pero cuando se lo pregunté no me concedió una respuesta. De todos modos, no quería seguir copiando. Al  fin, acosado por mis preguntas, me informó que había resuelto abandonar las copias.

-¡Cómo! -exclamé-. ¿Si sus ojos se curaran, si viera mejor que antes, copiaría entonces?

-He renunciado a copiar -contestó y se hizo a un lado.

Se quedó como siempre, enclavado en mi oficina. ¡Qué! -si eso fuera posible- se reafirmó más aún que antes. ¿Qué hacer? Si no hacia nada en la oficina: ¿por qué se iba a quedar? De hecho, era una carga, no sólo inútil, sino gravosa. Sin embargo, le tenía lástima. No digo sino la pura verdad cuando afirmo que me causaba inquietud. Si hubiese nombrado a algún pariente o amigo, yo le hubiera escrito, instándolo a llevar al pobre hombre a un retiro adecuado. Pero parecía solo, absolutamente solo en el universo. Algo como un despojo en mitad del océano Atlántico. A la larga, necesidades relacionadas con mis asuntos prevalecieron sobre toda consideración. Lo más bondadosamente posible, le dije a Bartleby que en seis días debía dejar la oficina. Le aconsejé tomar medidas en ese intervalo para procurarse una nueva morada. Le ofrecí ayudarlo en este empeño, si él personalmente daba el primer paso para la mudanza.

-Y cuando usted se vaya del todo, Bartleby -añadí-, velaré para que no salga completamente desamparado. Recuerde, dentro de seis días.

Al expirar el plazo, espié detrás del biombo: ahí estaba Bartleby.

Me abotoné el abrigo, me paré firme; avancé lentamente hasta tocarle el hombro y le dije:

-El momento ha llegado; debe abandonar este lugar; lo siento por usted; aquí tiene dinero, debe irse.

-Preferiría no hacerlo -replicó-, siempre dándome la espalda.

-Pero usted debe irse.

Silencio.

Yo tenía una ilimitada confianza en su honradez. Con frecuencia me había devuelto peniques y chelines que yo había dejado caer en el suelo, porque soy muy descuidado con esas pequeñeces. Las providencias que adopté no se considerarán, pues, extraordinarias.

-Bartleby -le dije-, le debo doce dólares, aquí tiene treinta y dos; esos veinte son suyos ¿quiere tomarlos? -y le alcancé los billetes.

Pero ni se movió.

-Los dejaré aquí, entonces -y los puse sobre la mesa bajo un pisapapeles. Tomando mi sombrero y mi bastón me dirigí a la puerta, y volviéndome tranquilamente añadí:

-Cuando haya sacado sus cosas de la oficina, Bartleby, usted por supuesto cerrará con llave la puerta, ya que todos se han ido, y por favor deje la llave bajo el felpudo, para que yo la encuentre mañana. No nos veremos más. Adiós. Si más adelante, en su nuevo domicilio puedo serle útil, no deje de escribirme. Adiós Bartleby y que le vaya bien.

No contestó ni una palabra, como la última columna de un templo en ruinas, quedó mudo y solitario en medio del cuarto desierto.

Mientras me encaminaba a mi casa, pensativo, mi vanidad se sobrepuso a mi lástima. No podía menos de jactarme del modo magistral con que había llevado mi liberación de Bartleby. Magistral, lo llamaba, y así debía opinar cualquier pensador desapasionado. La belleza de mi procedimiento consistía en su perfecta serenidad. Nada de vulgares intimidaciones, ni de bravatas, ni de coléricas amenazas, ni de paseos arriba y abajo por el departamento, con espasmódicas órdenes vehementes a Bartleby de desaparecer con sus miserables bártulos. Nada de eso. Sin mandatos gritones a Bartleby -como hubiera hecho un genio inferior- yo había postulado que se iba, y sobre esa promesa había construido todo mi discurso. Cuanto más pensaba en mi actitud, más me complací en ella. Con todo, al despertarme la mañana siguiente, tuve mis dudas: mis humos de vanidad se habían desvanecido. Una de las horas más lúcidas y serenas en la vida del hombre es la del despertar. Mi procedimiento seguía pareciéndome tan sagaz como antes, pero sólo en teoría. Cómo resultaría en la práctica era lo que estaba por verse. Era una bella idea, dar por sentada la partida de Bartleby; pero, después de todo, esta presunción era sólo mía, y no de Bartleby. Lo importante era no que yo hubiera establecido que debía irse, sino que él prefiriera hacerlo. Era hombre de preferencias, no de presunciones.

Después del almuerzo, me fui al centro, discutiendo las probabilidades pro y contra. A ratos pensaba que sería un fracaso y que encontraría a Bartleby en mi oficina como de costumbre; y enseguida tenía la seguridad de encontrar su silla vacía. Y así seguí titubeando. En la esquina de Broadway y la calle del Canal, vi a un grupo de gente muy excitada, conversando seriamente.

-Apuesto a que… -oí decir al pasar.

-¿A que no se va? ¡Ya está! -dije-, ponga su dinero.

Instintivamente metí la mano en el bolsillo, para vaciar el mío, cuando me acordé que era día de elecciones. Las palabras que había oído no tenían nada que ver con Bartleby, sino con el éxito o fracaso de algún candidato para intendente. En mi obsesión, ya había imaginado que todo Broadway compartía mi excitación y discutía el mismo problema.

(continúa)

Fuente: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/melville/bartleby.htm

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Nathaniel Hawthorne

Nathaniel Hawthorne

(Salem, EE UU, 1804-Plymouth, id., 1864) Novelista estadounidense. Nacido en el seno de una familia de vieja estirpe puritana, tanto su vida como su obra se vieron marcadas por la tradición calvinista. Su temprana vocación literaria lo obligó a afrontar numerosos problemas económicos, ya que sus obras no le daban lo suficiente para vivir.


Nathaniel Hawthorne

Su primera novela, Fanshawe (1928), protagonizada por un héroe de corte byroniano que posee rasgos biográficos del propio Hawthorne, evidencia las influencias del Romanticismo europeo; entre 1837 y 1842 publicó con regularidad los Cuentos narrados dos veces, en que aborda con detenimiento los que serían algunos de sus temas recurrentes, como la idea del pecado y el problema del mal.

Durante este período trabajó en la Aduana de Boston, en una granja comunal cercana a la misma ciudad, y en 1843 se estableció en Concord, tras contraer matrimonio (1842); allí escribió la colección de cuentos Musgos de una vieja granja (1846), que incluye el célebre relato La hija de Rapaccini. En 1846 volvió a trabajar en aduanas, pero al poco optó por aislarse de nuevo en una humilde casa de Massachusetts, donde compuso su obra más célebre,La letra escarlata (1850) y, un año después, La casa de las siete torres.

En 1853 describió su experiencia durante su visita a una colonia de filántropos inspirados por el socialismo utópico en La granja de Blithedale, y ese año fue nombrado cónsul en Liverpool por su amigo Pierce, entonces presidente de Estados Unidos, lo que le permitió viajar por Europa. Durante un viaje a Italia empezó El fauno de mármol (1860), última novela que, además de sus preocupaciones morales, revela una creciente dedicación al estilo narrativo y un acercamiento a la poesía.

Fuente: http://www.biografiasyvidas.com/biografia/h/hawthorne.htm

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Herman Melville

Herman Melville

(Nueva York, 1819 – id., 1891) Novelista estadounidense. A los once años se trasladó con su familia a Albany, donde estudió hasta que, dos años después, tras la quiebra de la empresa familiar, tuvo que ponerse a trabajar. La dificultad para encontrar un empleo estable le llevó, en 1841, a enrolarse en un ballenero. Fruto de sus experiencias en alta mar fueron Typee (1846) y Omoo (1847), escritas a su regreso a Estados Unidos en 1844.


Herman Melville

En 1847 contrajo matrimonio, y dos años después publicó Mardi. Dado que había sido etiquetado de autor de novelas de viajes y aventuras, el simbolismo de esta obra desconcertó a crítica y público, que la rechazaron.

También en 1849 apareció Redburn y un año despuésLa guerrera blanca, en la que arremetía ferozmente contra la rigidez de la marina estadounidense. Con estas obras recuperó el favor del público, pero se advertía ya la creciente complejidad que iba a caracterizar sus obras posteriores, influidas por el simbolismo de Nathaniel Hawthorne.

En 1850 publicó Moby Dick, obra también rechazada. Esta novela, considerada una de las grandes obras de la literatura universal, escondía una gran metáfora del mundo y la naturaleza humana: la incensante búsqueda del absoluto que siempre se escapa y la coexistencia del bien y del mal en el hombre, y ello tras un argumento aparentemente simple: la obsesión del capitán Ahab por matar a Moby Dick, la ballena blanca.

Pierre (1852) y Cuentos del mirador (1856), que contiene el relato «Bartleby el escribiente», considerado uno de los antecedentes de la obra de Kafka, dejaban ver el creciente desprecio del autor por la hipocresía humana. Israel Potter (1855) y El confidente (1857) fueron las últimas obras que publicó en vida. Olvidado por todos, su novela Billy Budd no apareció hasta 1924. La obra de Melville se tiene como una de las cimas de la corriente romántica estadounidense.

Fuente: http://www.biografiasyvidas.com/biografia/m/melville.htm

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Decálogo de Edgar Allan Poe

Decálogo de Edgar Allan Poe

 

Escrito por: Jesús Ortega

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De acuerdo, Poe está muy visto. Hay un hartazgo de Poe y un olvido de Poe. Es decir, todo el mundo dice conocer a Poe, aunque nadie lo lea en serio a partir de cierta edad. Hasta que no sobrevenga la próxima efeméride (en 2009, bicentenario de su nacimiento) Poe seguirá aletargado, semienterrado en todas esas ediciones de bolsillo que se venden en las librerías de viejo. Una amiga quisquillosa pronuncia la terrible palabra, esa expresión cool tan cara a los entendidos: “sobrevalorado”. Poe está sobrevalorado. Tiene que ser aburrido, dice, empezar tu taller literario con Poe como quien yo me sé sus clases con el Mío Cid. Y así. Que si es un autor para adolescentes, que si es de un goticismo cómico, que si le sobran adjetivos esdrújulos (como a Lovecraft), que si al leerlo es imposible quitarse de la cabeza la imagen de Vincent Price y su bigotillo, que si el propio Poe incumplía en muchos de sus cuentos sus propias reglas de composición…

Sí, Poe está muy visto. Pero creo que nunca ha terminado de decir lo que tiene que decir, como les sucede a todos los clásicos (según Italo Calvino). Su teoría del cuento es uno de los textos más plagiados de la historia literaria; cuando muchos cuentistas y preceptistas se pronuncian sobre lo que les parece el género, en buena medida no hacen más que paráfrasis de Poe. En fin, los Diez Mandamientos o el Padrenuestro también están muy vistos… Como decía Roberto Bolaño: “la verdad es que con Edgar Allan Poe todos tendríamos de sobra”.

Los fragmentos abajo transcritos pertenecen al ensayo “Filosofía de la composición”, a notas dispersas reunidas como “Marginalia” y, sobre todo, a la reseña de Twice-Told Tales de Nathaniel Hawthorne. Poe nunca escribió un decálogo del cuento, pero le hubiera hecho gracia, creo, la idea de verse presidiendo (de Quiroga a Neuman) la lista universal de mandamientos del género. A mis alumnos de los talleres les he dado alguna vez este falso decálogo hecho con fragmentos verdaderos, para que lo sumen a su archivo y lo discutan, lo nieguen, lo dejen atrás. La traducción es de Julio Cortázar.

1. [Saber hacia dónde se va: empezar por el final] “En la manera habitual de estructurar un relato se comete un error radical… El autor se pone a combinar acontecimientos sorprendentes que constituyen la base de su narración, y se promete llenar con descripciones, diálogos o comentarios personales todos los huecos que a cada página puedan aparecer en los hechos… Por mi parte, prefiero comenzar con el análisis de un efecto. Me digo en primer lugar: de entre los innumerables efectos de que son susceptibles el corazón, el intelecto o el alma, ¿cuál elegiré en esta ocasión?”

2. [Un solo efecto, una sola impresión] “El punto de mayor importancia es la unidad de efecto o impresión”

3. [Concebir todos los elementos del cuento en función del efecto final] “Luego de escoger un efecto novedoso y penetrante, me pregunto si podré lograrlo mediante los incidentes o por el tono general… entonces miro en torno de mí, en procura de la combinación de sucesos o de tono que mejor me ayuden en la producción del efecto. Si el artista literario es prudente… después de concebir cuidadosamente cierto efecto único y singular, inventará los incidentes, combinándolos de la manera que mejor lo ayude a lograr el efecto preconcebido”.

4. [La extensión del cuento: breve] “Lo primero a considerar es la extensión. Si es demasiado larga para ser leída de una sola vez, preciso es resignarse a perder el importantísimo efecto que se deriva de la unidad de impresión… Y sin unidad de impresión no se pueden lograr los efectos más profundos… Si la lectura se hace en dos veces, las actividades mundanas interfieren destruyendo toda totalidad”.

5. [Pero no demasiado, nada de microrrelatos] Cierto grado de duración es indispensable para conseguir un efecto cualquiera… Aludo a la breve narración cuya lectura insume entre media hora y dos… La brevedad extremada degenera en lo epigramático; el pecado de la longitud excesiva es aún más imperdonable… El cuento breve permite al autor desarrollar plenamente su propósito, sea cual fuere. Durante la hora de lectura, el alma del lector está sometida a la voluntad de aquél. Y no actúan influencias externas o intrínsecas, resultantes del cansancio o la interrupción”.

6. [Estructura compacta: construcción, condensación, precisión] “En el cuento, donde no hay espacio para desarrollar caracteres o para una gran profusión y variedad incidental, la mera construcción se requiere mucho más imperiosamente que en la novela. En esta última, una trama defectuosa puede escapar a la observación, cosa que jamás ocurrirá en un cuento”.

7. [Importancia del principio] “Si su primera frase no tiende ya a la producción de dicho efecto, quiere decir que ha fracasado en el primer paso”.

8. [Importancia del final] “La mayoría de nuestros cuentistas parecen empezar sus relatos sin saber cómo van a terminar; y, por lo general, sus finales parecen haber olvidado sus comienzos”.

9. [Funcionalidad de todos los elementos] “No debería haber una sola palabra en toda la composición cuya tendencia, directa o indirecta, no se aplicara al designio prestablecido”.

10. [El poema (el ritmo) de ocupa de lo Bello; el cuento (la prosa), de todo lo demás] “El autor que en un cuento en prosa apunta a lo puramente bello, se verá en manifiesta desventaja, pues la Belleza puede ser mejor tratada en el poema. No ocurre esto con el terror, la pasión o multitud de otros elementos…”

Fuente: http://lacomunidad.elpais.com/jesusortega/2008/8/7/decalogo-edgar-allan-poe

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LA RAZA NEGRA EN LA INDEPENDENCIA

LA RAZA NEGRA EN LA INDEPENDENCIA

Wilfredo Gameros Castillo. Historiador
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HISTORICAMENTE es poco conocido que en la Escuadra Libertadora del General José de San Martín llegaron el Batallón Nº 7 de Libertos de Cuyo y el Batallón Nº 8 de Libertos de Buenos Aires, que sumaban en conjunto 1,461 soldados y estaban integrados exclusivamente por negros argentinos.
El inglés James Paroissien, primer ayudante de campo del general José de San Martín, considera en su diario que una de las intenciones del Libertador, de desembarcar en Paracas – Pisco fue la de reclutar negros para enrolarlos. Estos no fueron enrolados por la fuerza, masivamente se presentaron como voluntarios al Ejército Libertador: donde luego de ser declarados libres, eran adiestrados en las tácticas de guerra de escuela y habituados al trabajo rudo, forzoso y disciplinado, así como por poseer una sanidad perfecta en su medio y clima que eran los de su cuna y crecimiento, fueron rápidamente incorporados a los cuerpos independientes.
Sobre el número de soldados negros enrolados en Pisco en el Ejército Expedicionario, existe el testimonio del general José de San Martín, en carta confidencial del 14 de octubre de 1820, en que comunica, desde Pisco, al Director Supremo de Chile, Bernardo O’Higgins: “Con seiscientos negros he aumentado el Ejército, y pienso aumentarlo con quinientos más. Estos negros se hallan ya fogueados y en estado de poder batirse”.
Fueron, efectivamente, mil cien los negros que se enrolaron al Ejército Libertador en Pisco y su destino fue e l siguiente: los que habiendo sido buenos jinetes, sumaron cuatrocientos y se integraron a los siguientes cuerpos de caballería: doscientos pasaron a dar núcleo al Escuadrón de Dragones Nº 2 de Chile, venido al Perú “en cuadro”, es decir, sin más efectivo que un sargento primero y un soldado raso. Doscientos más se distribuyeron entre los regimientos de granaderos y cazadores de a caballo, que comandaban respectivamente los coroneles Rudecindo
Alvarado y Mariano Necochea. Setecientos se destinaron a la infantería. Ciento cincuenta fueron incorporados en el Batallón Nº 7 del coronel Pedro Conde; y otros tantos en el Batallón Nº 8 del coronel Enrique Martínez, cuerpos, uno y otro, compuesto de negros argentinos desde su

creación; otros cuatrocientos se destinaron al Batallón Nº 4 del Ejército de Chile, del coronel José Santiago Sánchez, constituido por “gente blanca y criolla”, individuos éstos que pasaron a engrosar los también chilenos, Batallón Nº 2 del sargento mayor Santiago Aldunate y el Batallón Nº 5 del coronel Mariano Larrazábal; quedando así el Batallón Nº 4 de Chile -sin más excepción que la de los cabos y sargentos-, formado totalmente por soldados peruanos negros.

Fuente: http://wgameros.blogspot.com/2007/11/la-raza-negra-en-la-independencia-del_15.html

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Combatientes Negros En La Independencia Del Peru

Combatientes Negros En La Independencia Del Peru

 

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Acuarela de Pancho Fierro
José Gil de Castro nació en Lima, Perú, en 1785 y murió en la misma ciudad, alrededor del año 1850. Fue hijo de esclavos, nacido libre. Durante la guerra de Independencia, alcanzó el grado militar de Capitán de Milicias en Trujillo.”Mulato Gil”, apodo con el que se le conocería en Chile, es el más importante artista afrodescendiente de América Latina. Inició su formación artística, en el taller de Julián Jayo, y prosiguió luego en Lima, en la Escuela Pública de Pintura, donde recibió clases del español José del Pozo. Pasó etapas de su vida, entre Lima y Chile, donde se casó con una española. Fue nombrado Pintor de Cámara del Gobierno Peruano.Por su destacada labor como retratista y pintor, en Chile, el Cabildo de Santiago le otorga el nombramiento de Maestro Mayor del gremio de pintores y, aprovechando su experiencia militar y su alto conocimiento de dibujo, cartografía y cosmografía, es integrado al naciente ejército chileno, como miembro del cuerpo de ingenieros con el grado de Teniente y luego de Capitán del Batallón de Fusileros. O’Higgins le otorgó la condecoración “Al Mérito”, en el grado de legionario. José Gil de Castro, asumió el papel de testigo ocular de la Revolución en Latinoamérica, a través de retratos de los personajes que encarnaban los nuevos ideales. Los convirtió en modelos que pasaron a la historia como héroes. En Chile es considerado como el Padre del Género Retrato.El Inca Garcilazo de la Vega, sostiene en sus escritos, haber conocido en el Cuzco, al negro Guadalupe, un caudillo que comandó en el primer cuerpo de soldados negros durante la rebelión de Francisco Hernandez Girón, contra las nuevas leyes impuestas por la corona española en 1554.La historia también nos habla de Antonio Oblitas, el negro lugarteniente de Túpac Amaru II, conocido como el verdugo del Corregidor Arriaga, y quien luego fue apresado y ejecutado junto con Túpac Amaru.Fue importante también la participación real de los afro descendientes, en la formación del Estado a finales del siglo XIX, tanto en la Batalla de Junín, al mando de Bolívar, como en la de Ayacucho, a órdenes de Antonio José de Sucre.El historiador Julio Luna, menciona en sus crónicas a los Comandantes José Rayo, León Escobar y Negro León, quienes luego de la Guerra de Independencia formaron parte de los distintos grupos caudillistas que pugnaban por el control del poder, durante los primeros años de la etapa republicana (1835 – 1842).
Fuente: http://ashanti-peru.blogspot.com/2009/03/combatientes-negros-en-la-independencia.html

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Y EL GRITO DE LIBERTAD FINALMENTE EN SUS COSTAS SE OYÓ… Fernando de Trazegnies

Y EL GRITO DE LIBERTAD

FINALMENTE EN SUS COSTAS SE OYÓ…

Fernando de Trazegnies

Discurso de conmemoración

por los 150 años de la

abolición de la esclavitud en el Perú.

Academia Nacional de la Historia.

14 Diciembre 2004

Cuando hablamos en el Perú de la abolición de la esclavitud, nos referimos a la superación histórica de una condición servil que se presenta enmarcada dentro de dos características fundamentales: en primer lugar, estamos hablando de una esclavitud formal, es decir, de una esclavitud legalmente admitida y reglamentada por el Derecho; en segundo lugar, esa esclavitud se aplica sobre la población de origen africano.

 

Es esa esclavitud negra la que fue abolida el 3 de Diciembre de 1854 con la declaración del Presidente Castilla. Sin embargo, aún después de esa abolición, en el Perú se han mantenido formas esclavistas informales casi hasta nuestros días; y la condición servil ha sido aplicada ya no al negro sino al asiático con las llamadas contratas chineras y al indio con los contratos de enganche.

 

Voy a referirme en esta ocasión exclusivamente a la esclavitud africana, construida como una institución social legitimada por el ordenamiento jurídico vigente.

 

1. La esclavitud durante el Virreynato.

 

Hay quien ha afirmado que los primeros negros que vinieron a América fueron parte de una expedición organizada por Mohamed Gao, Sultán de Guinea, más de cien años antes del Descubrimiento de América por España[i]. Y se ha hablado también de expediciones muy anteriores que explicarían los rasgos sorprendentemente negroides en la cerámica de la Cultura Mochica de los S. V y VI. Sin embargo, estas hipótesis no son sino meras conjeturas que no han logrado ser probadas.

 

El hecho real es que los primeros negros que llegan al Perú vienen formando parte de las expediciones españolas de Conquista. Desde finales del S. XV, los marinos andaluces incluían en sus tripulaciones a esclavos negros. Y es así como éstos participaron en la conquista y ocupación de los nuevos territorios descubiertos. El cronista Cieza de León nos cuenta que en la tercera expedición de Pizarro venía un negro que descendió a tierra en Tumbes y que, con Alonso de Molina, acompañó al curaca de la región hasta su pueblo. Y narra que los naturales le tenían espanto al negro, que lo miraban y remiraban y querían lavarlo para ver si era su color natural o una pintura que se había puesto encima, mientras que el negro se reía “echando sus dientes blancos de fuera” dice muy descriptivamente el cronista[ii]. Y no era ciertamente el único porque el mismo Cieza, al describir las peripecias de Almagro tratando de atravesar la cordillera por las cumbres nevadas, relata vívidamente los terribles sufrimientos que pasó la expedición y agrega que “heláronse algunos negros y muchos indios e indias”[iii].

 

Hacia el S. XV, la esclavitud era una institución ya decadente en España. Además, en la Península Ibérica los esclavos no habían sido fundamentalmente negros sino que la mayoría eran cautivos sarracenos; aunque a partir del S. XIV se tuvo también esclavos tártaros, rusos, griegos, búlgaros y de otros países de la Europa oriental. Sin embargo, la esclavitud repunta extraordinariamente con el Descubrimiento y Conquista de América. Y, por otra parte, desde entonces los esclavos básicamente provendrán de África, comercializados inicialmente por Portugal.

 

Las razones para impulsar la importación de esclavos en las tierras del Nuevo Mundo son básicamente dos. De un lado, la necesidad de contar con mano de obra para la explotación de las minas centroamericanas, debido a que las poblaciones indias habían sido diezmadas a causa de las enfermedades traídas de Europa. De otro lado, encontramos una razón paradójica, cuya honestidad resulta muy difícil de aceptar. Se sostiene que hay que traer a negros de África por motivos humanitarios, ya que los indios son muy débiles y no se pueden acostumbrar al trabajo rudo e intenso que la civilización exigía de ellos. En las primeras décadas del S. XVI, España autoriza formalmente la importación de esclavos negros y otorga licencias a los españoles para que compitan con los portugueses en la trata.

 

Evidentemente, como suele suceder, algunos de los sujetos pasibles de esclavitud decidieron tomar más bien el lado de los esclavistas y aprovechar para hacer fortunas con esta nueva mercadería cuyas posibilidades económicas recién descubrían. Y es así como muchos jefes de tribus africanas imponían por cualquier falta la pena de esclavitud a sus súbditos y luego los vendían a españoles y portugueses. Igualmente, algunas tribus se encargaban de hacer la guerra a otras para capturar gente joven, convertirlos en esclavos con el pretexto de que eran cautivos y luego comerciarlos con los occidentales.

 

Cuando se había reunido suficientes negros como para justificar un viaje, se los llevaba a todos a una iglesia donde eran bautizados y luego eran embarcados en pequeñas naves llamadas en portugués tumbeiros, es decir, tumbas, más propiamente ataúdes. Los africanos pensaban que los europeos eran caníbales y los capturaban para comérselos; o también que querían hacer jabón con su grasa. Por eso, impulsados por el terror, se arrojaban muchas veces por la borda del barco prefiriendo ahogarse. Esto llevó a que fueran encadenados de seis en seis con anillos de hierro en el cuello durante la navegación. Las condiciones de salubridad del viaje eran ciertamente infames. Cuenta un jesuita de la época, que la pestilencia de la cala era tal que un español no podía acercar la cara a la escotilla sin sentir náuseas. Después de dos meses de navegación llegaban a América. Pero en la última parte de la travesía y en su tránsito por tierras americanas hasta el Pacífico era donde se producía la mayor mortandad porque, aunque los traficantes de esclavos querían mantener sana la mercadería que había sobrevivido a la travesía del Atlántico para venderla en Lima, las enfermedades tropicales americanas acababan con muchos de los africanos.

 

En ese trayecto eran sometidos al palmeo y a la carimba como actos indispensables para considerarlos mercadería legalmente válida en los dominios españoles; a partir de entonces se les denominaba “piezas de Indias”. El palmeo consistía en establecer si el esclavo tenía cuando menos siete palmos de altura, que era un requisito legal para ponerlos a la venta pública. La carimba era una marca de fuego -usualmente un letra “R” coronada- que se colocaba en la espalda, pecho o muslos, para garantizar que se trataba de un esclavo ingresado legalmente y no de una pieza de contrabando.

 

Una vez internados conforme a ley, se procedía a su venta. Los nuevos propietarios privados que los adquirían usaban frecuentemente marcas de fuego propias, cuyos diseños se encontraban registrados ante Notario, a fin de demostrar sus derechos en los casos que el esclavo fuera cimarrón y se escapara. En el Perú muy pocos esclavos trabajaron en las minas, siendo más frecuente que sus servicios se emplearan en las haciendas cañaveleras y en las ciudades. Es importante destacar que la práctica de tener africanos fue tan difundida que incluso los indios pudientes y las comunidades campesinas compraban también esclavos negros como asistentes de artesanos o para realizar el trabajo público en puentes, acequias y otras obras para las que la autoridad española exigía la colaboración de las comunidades: los indios pertenecientes a ella se liberaban mandando a los negros a hacer esos trabajos. Por cierto, las órdenes religiosas tenían igualmente esclavos que empleaban como sirvientes y a quienes les enseñaban ciertos oficios.

 

La vida del esclavo no era particularmente dura, sobre todo cuando residía en la ciudad, en la casa del amo. Tener esclavos bien mantenidos era una señal de status y por eso las clases altas se esmeraban en que sus esclavos vistieran bien, estuvieran limpios y contentos a fin de que hablaran bien de sus patrones a los otros esclavos. Los esclavos podían vengarse de un eventual mal trato haciendo circular por toda la ciudad las intimidades y miserias que la familia propietaria trataba de ocultar por decoro social. A fines del S. XVIII un esclavo valía lo que un piano de cola; pero era mucho más vistoso. Las familias aristocráticas buscaban que sus esclavos negros, vestidos con elegantes libreas de finas telas, cuando servían a la mesa o cuando conducían y custodiaban la calesa con la que salían de paseo, fueran unas verdaderas pinturas. Y así como mostraban orgullo en tener la calesa más elegante con los caballos más hermosos, estas personas también se vanagloriaban de estar servidas públicamente por esclavos de absoluta perfección en su apariencia y en sus modales. Y el propio esclavo se compenetraba con su papel y hacía competencia de vanidades con los esclavos de las familias amigas del patrón.

 

A su vez las esclavas mujeres estaban a menudo directamente al servicio de la esposa del amo o de sus hijas y eran una suerte de damas de compañía, muy bien tratadas y que se encontraban al día de todo lo que sucedía en el entorno familiar y en los sectores de la sociedad en los que estaban presentes los amos. En la relación ama y esclava, estas  mujeres recibían y daban cariño.

 

Por tanto, salvo casos de maltrato y arbitrariedad que nunca dejan de existir y que la condición servil los hace más duros, la existencia del esclavo no era torturada ni el esclavo era físicamente agredido en la vida cotidiana como pudiera pensarse. Claro está que el nivel de vanidad y de capacidad de gastar en ella iba reduciéndose conforme se desciende la escala social; y, consecuentemente, el nivel de buen trato y la necesidad de que el esclavo luzca una buena presencia también disminuían. De esta manera, paradójicamente, el esclavo era menos bien tratado cuando pertenecía a personas de sectores sociales más modestos que sólo pretendían extraerle la mayor cantidad de trabajo y que muchas veces no vacilaban en aplicar castigos muy duros a sus descontentos esclavos.

 

Pero lo más terrible y lo más indignante de su condición era el no poder disponer de su persona: el hecho de ser siempre un alieni iuris, casi sin esperanzas de cambiar a una vida independiente de la cual él mismo fuera el único responsable.

 

A veces, el amo en la vejez decidía liberar al esclavo que le había sido fiel y así lo determinaba en su testamento. Pero esos casos no eran muchos. Y aún así se produjeran, la libertad sólo alcanzaba al beneficiario directo pero no a su familia que seguía siendo esclava. Como es sabido, la esclavitud era hereditaria y se transmitía por el lado de la mujer, de acuerdo a la norma partus sequitur ventrum. Esto significaba que el hijo de un esclavo hombre en mujer libre no era esclavo; en cambio, el hijo o hija de mujer esclava, aunque el padre fuera libre, quedaba como esclavo del propietario de ella.

 

Es verdad que la esclavitud no consistió, como a veces se dice, en transformar un hombre en una cosa. Eso es una simplificación que no corresponde al régimen jurídico entonces vigente ni tampoco a la realidad de los hechos. Lo que sí puede decirse es que tenía una capitis demenutio muy radical, que hacía que sus derechos o poderes como ser humano estuvieran muy restringidos; pero eso de ninguna manera significa que no tuviera derecho alguno, como sucede estrictamente con las cosas. El esclavo tenía derecho a la vida porque el amo no podía asesinarlo por capricho[iv]; tenía derecho a un buen trato físico, lo que era exigible ante la Justicia: no se podía herirlo ni matarlo de hambre[v]; tenía un cierto derecho a la familia porque si estaba casado también con esclava y ésta era vendida, podía exigir legalmente ser vendido con ella para que no fuera desmembrado el hogar[vi].

 

Un aspecto que merece especial relevancia es el que se refiere al tratamiento del patrimonio del esclavo. En principio, el esclavo no podía tener patrimonio propio, debido a su condición de alieni iuris. Y es en ese sentido que las Partidas lo señalan enfáticamente: “Todas las cosas quel siervo ganare, por qual manera quier que las gane, deuen ser de su señor”[vii]. En principio, los esclavos ni siquiera podían recibir bienes a título gratuito, por donación o herencia, porque no tenían acceso a la propiedad. La propiedad era un derecho excluido de la condición servil. En muchos casos, el amo los enviaba a trabajar en naves o en tierras de otro, pero el salario que ganaban correspondía al amo.

 

Sin embargo, la rigidez de esta regla va debilitándose con el tiempo, de manera que algunos esclavos recibieron legados de sus amos. También se comenzó a permitirles en el campo dedicarse a trabajar una parcela para sí, ya sea propia o de un tercero, paralelamente al trabajo en las tierras del amo, mientras no interfiriera con sus labores obligatorias. En la ciudad, el esclavo pudo desarrollar una actividad artesanal, las mujeres preparaban dulces y otras viandas que eran vendidas al público. En todos estos casos, el fruto de su trabajo era para ellos mismos, aun cuando muchas veces el amo les imponía una suerte de regalía o derecho que percibía a cambio de dar el permiso para que su esclavo pudiera ejercer esta actividad libre. Hubo ocasiones en que de ello se derivaron abusos notorios, porque el amo exigía un pago tan alto que el esclavo comprometido se quedaba casi sin ganancia. Pero hubo también muchas otras situaciones en las que los esclavos pudieron organizar verdaderas empresas artesanales, contratando incluso a otros negros, libres o esclavos, para que trabajaran a su servicio. De esta manera, el esclavo se iba convirtiendo en una persona relativamente próspera que disponía de un cierto capital propio.

 

Esta evolución de la situación económica de algunos esclavos llevó a éstos a intentar comprar su libertad. Era claro que el amo no podía ser obligado a vender porque jurídicamente nadie puede ser forzado a desprenderse de lo que es suyo sin su consentimiento. Pero sucedía que los esclavos hacían ofertas que podían ser interesantes cuando los amos eran personas de modestos recursos y de esta manera comenzó un movimiento de los propios esclavos para liberarse a sí mismos. Es cierto que los amos económicamente más poderosos no tenían igual interés en esas ofertas que el que pudiera existir en una persona venida económicamente a menos. Por consiguiente, estas liberaciones por compra de sí mismo eran más factibles en los estratos sociales medios y bajos. Pero también es verdad que el buen trato que les daban en los estratos altos hacía que los esclavos tuvieran menos deseos de obtener una riesgosa libertad y preferían mantenerse –con su propia actividad económica incluida- bajo la protección del amo.

 

Desde fines del S. XVIII puede advertirse una evolución en un sentido diferente: se advierte una agitación entre los esclavos que intenta colarse por las rendijas del sistema y que contribuye a desprestigiarlo y, de esta forma, a deslegitimarlo.

 

Los esclavos van a emplear diversos medios –en una gran mayoría, legales- para conseguir su libertad minando el régimen esclavista. De un lado, utilizarán profusamente la compra de sí mismos, negociando con sus amos para obtener lo que entonces se llamaba su “ahorro”, es decir, su libertad. De otro lado, advertimos un incremento de la actividad judicial que cuestiona distintos aspectos de la esclavitud y utiliza estratégicamente el Derecho Canónico y la noción de familia cristiana para oponerlos al Derecho Civil y a la noción laica de propiedad. Hay muchos casos en que los esclavos piden al juez que ordene al amo a venderlos para reunirse con su familia que es propiedad de otro amo.

 

Entre estos hay un caso emblemático que tiene rasgos propios[viii]. Ciriaco de Urtecho, un español libre casado con una esclava, se presenta al juez para que ordene al amo a venderle a su mujer, a quien él quiere comprar para libertarla. Y mientras el amo opone la santidad de la propiedad, el esposo de la esclava opone la santidad de la familia. Finalmente, el esposo logrará que el juez le dé la razón y obligue al amo a venderle a esa esclava, su mujer. Esta sentencia se oponía frontalmente a la legislación entonces vigente y no cabe duda de que el juez lo sabía; pero, a pesar de ser un aristócrata (o quizá a causa de ello), se coloca del lado del enamorado Ciriaco, recurre a una triquiñuela jurídica y le entrega libre a su esposa a cambio del pago de su valor de acuerdo a una burda tasación. No cabe duda, entonces, de que los tiempos habían cambiado y que comienza aparecer en el ambiente una cierta consciencia de que la esclavitud es una institución anacrónica que tarde o temprano desaparecerá.

 

Es verdad que en todos estos casos no se trata de movimientos sociales sino más bien de acciones individuales que tienden a contrarrestar las condiciones de la esclavitud a nivel también individual. Habrá que esperar hasta la Constitución de Cádiz de 1812 para encontrar en estos juicios algunas voces de protesta que trascienden lo individual y ponen en cuestión la esclavitud como tema social[ix]. Sin embargo, incluso en las acciones individuales ya se perfila un afán de libertad y un clima de oposición o de evasión a esas  leyes esclavistas y discriminadoras.

 

No debemos olvidar que la discriminación jurídica contra los negros no era solamente por razones de esclavitud sino también de raza: un negro libre seguía siendo un negro no sólo en la consciencia de la gente sino también en cuanto a su tratamiento jurídico. Es así como encontramos normas ofensivas a la dignidad del ser humano que se aplican a los negros por ser tales, independientemente de la esclavitud.

 

Por ejemplo, las negras, aunque fueran libres, no podían traer oro, ni perlas ni manto en su vestimenta[x]. Esta norma legal muestra que los negros habían logrado ya situaciones económicas bastante prósperas; pero muestra también la magnitud del prejuicio racial. Juan Antonio Suardo cuenta en su Diario que el 28 de Julio de 1629, en Lima, “la justicia prendió dos mulatas, porque trahían unas sayas de seda azul muy cuaxadas de pasamanos de oro y aviéndose dado quenta desta prisión al señor Conde, dicen que mandó su Excelencia que se haga ejemplar castigo deste excesso y desverguenza, pero con mucho favor dieron las sayas por perdidas y pagaron cinquenta pesos de pena”[xi].

 

Veremos que, a pesar de la Constitución de 1812 y a pesar incluso de la Independencia del Perú, la población de origen africano tendrá que esperar todavía muchos años para vivir como los demás peruanos.

 

2. San Martín y la abolición de la esclavitud.

 

Los aires de independencia nacional llegan al Perú en el S. XIX y con ellos se difunden los ideales liberales.

 

Las nuevas ideas habían estado en ebullición desde algunos lustros atrás en otras regiones de la América española. Al Perú ingresan tardíamente debido a las barreras que suponen no sólo la presencia de una fuerte administración virreinal sino también los estrechos lazos que el Perú siente con su tradición hispana. De esta manera, el pensamiento revolucionario se filtra con dificultad y, una vez que lo logra, los planteamientos se amortiguan ante la resistencia de la tradición.

 

Ciertamente, para el Perú de entonces, la idea de una independencia nacional es mucho más importante que la concepción de un nuevo tipo de sociedad individualista y liberal, organizada bajo los principios de la Revolución Francesa. Varias décadas después de ganada la Independencia, encontramos todavía a autores como Bartolomé Herrera que se lamenta de las ideas liberales y sostiene que aunque repugne a los filósofos modernos hay hombres que han nacido para mandar y hombres que han nacido para obedecer[xii]. Sin ninguna vacilación proclama que “la igualdad… en su sentido ordinario es una injusticia”[xiii].

 

Incluso en aspectos políticamente mucho más prácticos como la forma específica que tendrá el nuevo gobierno y la percepción de las razones profundas de la independencia, las opiniones son bastante matizadas. Es sabido que mientras un buen número de los peruanos eminentes de entonces piensan decididamente en una República, otros tan eminentes como ellos, nada menos que el propio San Martín, piensan en una monarquía. Ganará sin duda la idea republicana. Pero los restos de un pensamiento aristocrático serán perceptibles todavía durante todo el S. XIX. Y en cuanto a las razones para independizarse, a diferencia de lo sucedido en otras emancipaciones hispanoamericanas, el Perú no rechaza a España como al conquistador enemigo sino que simplemente reclama su sitio como el hijo que ha llegado a la mayoría de edad y se ve obligado a enfrentarse al padre sólo para crearse un espacio al lado de él. Por ello, a pesar de la intensidad de la guerra, el rencor no cala en el sentimiento peruano. Es muy significativo que a los veinticinco años de la Independencia, en el Te Deum que se celebra con este motivo en la Catedral de Lima, en presencia de los generales y héroes que pelearon en Junín y Ayacucho, Bartolomé Herrera no tiene reparos en denunciar “los errores impíos y antisociales de la Revolución Francesa” y en alabar a España y hasta agradecerle por habernos dado la fe católica, el Derecho, el idioma y todos los demás beneficios de la civilización occidental, considerando que su papel en América ha sido como el de Roma en Europa[xiv].

 

Dentro de este horizonte, las opiniones de los contemporáneos sobre la esclavitud no pueden tampoco ser categóricas. El espíritu de libertad que anima la gesta emancipadora crea definitivamente en las consciencias una incomodidad respecto de la esclavitud. Pero, de otro lado, esa libertad que lleva a la emancipación frente a España es entendida más como un anhelo nacional que individual. Además, el nuevo Estado tiene que enfrentarse con los peligros de un desmoronamiento general de su sistema productivo y social.

 

San Martín se encuentra frente a un verdadero dilema[xv]. Considera que abolir la esclavitud es “el más santo de todos los deberes”. Sus palabras, que constan en los Considerandos del Decreto de 12 de Agosto de 1821, son muy fuertes contra la esclavitud: “los hombres han comprado a los hombres –dice- y no se han avergonzado de degradar a la familia a la que pertenecen, vendiéndose unos a otros”. Pero, al mismo tiempo, reconoce la crisis que se puede producir en la agricultura y “el interés de los propietarios” por lo que, dice, “no se puede atacar de un golpe este antiguo abuso” sino que hay que buscar una solución “conciliando por ahora el interés de los hacendados con el voto de la razón y la naturaleza”.

 

Acorde con esta perspectiva, San Martín encuentra una fórmula salomónica: decreta lo que se denominó la libertad de vientres, es decir, la regla de que nadie nace esclavo en el Perú a partir de la Independencia. En esta forma, los actuales esclavos permanecen como tales, pero la siguiente generación ya no será esclava. Así, dice el mismo San Martín, una institución que ha durado tanto tiempo no será terminada en un solo acto, lo que podría ser perjudicial, sino que se dejará que “el tiempo mismo que la ha sancionado la destruya”.

 

Sin embargo, las presiones de los propietarios de esclavos van a ser muy grandes y las dudas y vacilaciones, marchas y contramarchas de la legislación en esta materia van a ser patéticas.

 

En Noviembre de ese año, San Martín amplía los alcances abolicionistas declarando libres incuso a los esclavos actuales si habían pertenecido a españoles emigrados y, por consiguiente, ya no tenían un amo presente. Pero el mismo día expide otro Decreto por el que los hijos de esclavos nacidos ya libres en virtud de su Bando anterior, quedan sujetos a un patronazgo a cargo del amo de la madre hasta que cumplan 20 años las mujeres y 24 los hombres. En esta forma, los efectos de la abolición quedaban postergados por cerca de 25 años.

 

Empero, las leyes de San Martín no habían previsto otra forma de perpetuar la esclavitud en el Perú que también debía ser legalmente cerrada: la importación de esclavos nacidos en otros países. Por eso, en 1823, la primera Constitución del Perú independiente proclama en su artículo 11 que nadie nace esclavo en el Perú –retomando la fórmula de San Martín- pero agrega que nadie puede entrar al Perú en esa condición, prohibiéndose el comercio de negros.

 

Al parecer, los propietarios de esclavos logran hacer mayor presión en los años siguientes porque la Constitución de 1826 no repite esa norma; y debe tenerse en cuenta que, un año antes, se había expedido un Reglamento Interior de las Haciendas de la Costa, en cuya redacción habían participado importantes e influyentes propietarios de haciendas, en el que, bajo la forma de establecer medidas humanitarias para el trabajo de los negros, se reconoce plenamente la legitimidad de la esclavitud. En cambio, la Constitución de 1828 repone la norma en su artículo 152 e incluso sanciona a los traficantes de esclavos con la pérdida de la nacionalidad, limitando esta sanción solamente al tráfico exterior ya que la venta de los esclavos todavía existentes seguía siendo válida dentro del Perú[xvi].

 

3. La Reclamación de los vulnerados derechos de los hacendados de las provincias litorales del Departamento de Lima.

 

Un hito importante en esta historia vacilante de la abolición de la esclavitud en nuestro país lo constituye la titulada Reclamación de los vulnerados derechos de los hacendados de las provincias litorales del Departamento de Lima[xvii], redactada por Jose María de Pando y que se publica en 1833, la que resumía enérgicamente las protestas contra la abolición de la esclavitud.

 

Los argumentos de esta reclamación podría decirse que giran en torno de cuatro temas principales. En primer lugar, se dice, la esclavitud es una institución universal como lo demuestra el hecho de que incluso en la Biblia se narra que José fue vendido como esclavo por sus hermanos; historia donde lo que era inusual y condenable no es que existieran esclavos sino que los hermanos lo vendieran[xviii]. Por otra parte, agrega el documento, los discípulos de Jesús no hablaron de manumitir a los esclavos sino de tratarlos con caridad; porque el valor primordial es el respeto de la propiedad[xix]. Y si nos referimos a los tiempos modernos y a las ideas liberales que hoy predominan, puede verse que Estados Unidos de Norteamérica, país demócrata por excelencia, no ha abolido la esclavitud. Así, dicen los vulnerados hacendados, “desde el sublime e inspirado Moisés hasta los ilustres autores de la Acta de la Independencia de los Estados Unidos de Norteamérica” respetan este “axioma universal”[xx].

 

En segundo lugar, la Reclamación sostiene que la necesidad de pagar en adelante a trabajadores en vez de contar con mano de obra gratuita afectará a la economía nacional y hará que nuestros productos de exportación sean menos competitivos. “La agricultura de las provincias litorales del Departamento de Lima”, dice, “camina a pasos agigantados a su completa ruina, con grave menoscabo de los ingresos públicos, y de la existencia de infinidad de infelices particulares”[xxi].

 

En tercer lugar, argumenta la Reclamación, los negros no saben vivir sin un amo que los controle: dejarlos en libertad sólo conduciría a que “labradores tranquilos y útiles” se conviertan en “ociosos, vagabundos o salteadores de caminos” y “no serán con su vida licenciosa y desordenada otra cosa que una gavilla de escándalo, que excite a la insurrección a los que se hallan aún bajo servidumbre”[xxii]. “¿Qué sucederá”, prosigue la Reclamación citando a un autor colombiano, “el día que se aumenten estas hordas de bandoleros con noventa mil esclavos que cuenta la república? A mi me parece que una multitud de tigres furiosos sueltos de la cadena, no harían tanto mal como poner en ejercicio de sus fuerzas a estos hombres inmorales, sin honor, sin esperanza, sin temor”[xxiii].

 

El cuarto argumento, que reúne de alguna manera los tres precedentes, es la defensa del derecho de propiedad y de la garantía de no confiscación que contienen todas las Constituciones que han regido al Perú hasta entonces, denunciando que las leyes abolicionistas son inconstitucionales y violadoras del Derecho Natural por cuanto se pretende privar a los hacendados de su propiedad sin compensación alguna[xxiv].

 

La Reclamación de los hacendados critica duramente a San Martín, analizando irónicamente y casi despectivamente cada uno de los argumentos de éste para declarar libres a todos los nacidos después de la Independencia[xxv]. Y concluye con una afirmación lapidaria: ¿No es por ventura esa decisión del Libertador una mera “declaración sentimental, plagada de errores y de empalagosa afectación”?[xxvi].

 

Esta Reclamación de los hacendados, a pesar de su agresiva argumentación conservadora, no afecta a la Constitución de 1834. El artículo 146 repite el principio ya consagrado por la Constitución de 1823: “Nadie nace esclavo en el territorio de la República, ni entra de fuera ninguno que no quede libre”. Pero el General Salaverry, quien se autoproclama Presidente de la República, legalizó el comercio y la importación de negros mediante un Decreto –inconstitucional- de 10 de Marzo de 1835. Esta tendencia retrógrada fue consolidada por la Constitución de 1839 que, en su artículo 155, reitera que “Nadie nace esclavo en la República”; pero no repite la condena al tráfico de negros ni la libertad automática de todo esclavo que ingrese al Perú. Y un Decreto del mismo año resuelve aumentar la edad límite del patronazgo de 25 a 50 años. Esto significa que aquellos que nacieron libres a partir del 28 de Julio de 1821 y que debían quedar bajo la custodia de los amos de sus madres hasta cumplir cerca de 25 años, ahora debían seguir trabajando para el amo durante 25 años más, hasta cumplir los 50 años. Es verdad que este trabajo era remunerado. Pero la paga era de apenas un peso semanal y, en caso de trabajar en la ciudad, la mitad de lo que recibía un sirviente doméstico libre.

 

Notemos las contradicciones del nuevo régimen instituido. De un lado, la verdadera libertad de la esclavitud quedaba pospuesta hasta 25 años más tarde. De esta manera, si pensamos en un hijo de esclava nacido libre el 29 de Julio de 1821, quedaba sin embargo sujeto al patronazgo, en condiciones muy similares a la esclavitud, hasta el 29 de Julio de 1871. De esta manera, el propósito original de San Martín resultaba completamente desvirtuado. Pero, de otro lado, estas nuevas reglas creaban lo que hoy podríamos calificar como una “anti-jubilación” o, si se prefiere, como una jubilación perversa. En efecto, el principio moderno de la jubilación consiste en que una persona trabaja un determinado número de años para otro y luego, al final de su vida, se le permite dejar de trabajar pero continúa ganando una pensión para su mantenimiento. En el caso del patronazgo sucede justo lo contrario. La persona trabaja durante cincuenta años –es decir, durante sus mejores años- a la mitad de la paga normal; y luego, cuando baja su capacidad productiva, se lo envía a la calle bajo el pretexto de concederle libertad plena, sin darle ninguna opción de mantenimiento. De esta forma, el liberto sujeto al patronazgo tiene comida mientras es fuerte para el trabajo; pero cuando se convierte en una carga para el amo en razón de su edad, éste lo declara libre y se desliga de toda obligación frente a su mantenimiento en la vejez. Así, este régimen resultaba, desde un cierto punto de vista, peor que la esclavitud misma.

 

La ambigüedad que predomina en esta época frente a la esclavitud se encuentra muy claramente representada en la narración del viaje del presidente Orbegoso por el Sur del país. Cuenta el narrador que cuando el Presidente llegó a la hacienda San Pedro en el valle de Lurín, de propiedad de los Padres de San Felipe Neri, se quedó muy sorprendido de los bellos cantos religiosos de la negrería de la Hacienda al terminar la jornada de trabajo, los “que  despertaron en su alma sentimientos de piedad y religión”. No duda en denunciar las abominaciones de la esclavitud al comentar que esas canciones celestiales eran entonadas por “los seres degradados que forman las fortunas de los que tuvieron más maña que ellos para esclavizarlos”. Pero este diario de viaje agrega que “Su Excelencia se conmovió de la miseria de estos infelices, y bañándose sus ojos en lágrimas, se desquitó en prodigarles cariños. Pasada esta escena de dolor y tranquilizado Su Excelencia se retiró a dormir, haciendo lo mismo su familia”[xxvii]. Curiosos tiempos aquellos en que un Presidente de la República comprueba personalmente una injusticia que degrada al ser humano y que las leyes tienden a erradicar y, sin embargo, todo lo que atina a hacer es echar lágrimas y dar cariños, lo que lo tranquiliza y le permite dormir en paz[xxviii].

 

Vale la pena mencionar que, poco antes del Decreto del General Castilla sobre la abolición de la esclavitud, el Canciller Paz Soldán sostenía todavía que los esclavos peruanos vivían en mejores condiciones que los oficinistas franceses y que los obreros ingleses porque, entre otras cosas, celebraban sus fiestas “regadas con copiosos tragos del aguardiente de Pisco”[xxix].

 

4. Y el grito de libertad finalmente en sus costas se oyó…

 

En 1852 entra en vigencia el Código Civil que, aunque inspirado en el Código Napoleón y, por tanto, afín  hasta un cierto punto a los ideales liberales, incluye la esclavitud como una institución acogida por el Derecho. Sin embargo, cuando menos no la trata en el Libro sobre las cosas y su manera de adquirirlas, sino en el Libro sobre las personas[xxx]; y, por otra parte, determina que los amos tienen obligaciones frente a sus esclavos, como las de alimentarlos, protegerlos y asistirlos en sus enfermedades, lo que hubiera sido inconcebible si fueran tratados simplemente como una propiedad[xxxi]. En realidad, la norma legal indica que esas obligaciones se deben en retribución de los servicios recibidos del esclavo, lo que acerca la esclavitud más a la forma del contrato que a la de propiedad.

 

Todavía encontramos en el año siguiente anuncios en los periódicos sobre venta y trueque de esclavos, como aquel por el que se ofrece textualmente un “negocio”: cambiar una criada de 21 años de edad, buena lavandera, cocinera y costurera, por una criada joven, de buenas costumbres y apropiada para el servicio de mano[xxxii].

 

Sin embargo, era ya patente que los nuevos tiempos y las nuevas ideas hacían intolerable la esclavitud. El propio Código Civil tiene una redacción conscientemente efímera: condiciona las normas sobre esclavos a “Mientras subsistan los efectos de la antigua esclavitud”[xxxiii]. Esta redacción revela la convicción de los legisladores de que se trataba de una institución anacrónica y la premonición de que pronto desaparecería.

 

Y, en efecto, apenas dos años después, el 3 de Diciembre de 1854, quedaría abolida la esclavitud por el Decreto del Presidente Provisorio D. Ramón Castilla.

 

Las voces de los propietarios no fueron desoídas, pese a todo. El Decreto establece el pago de un justo precio a los amos de los esclavos y a los patrones de los siervos libertos. Estos pagos se harían con cargo a los ingresos estatales percibidos gracias a la prosperidad fiscal creada por el guano. De esta manera, la abolición de la esclavitud formó parte de la política de redistribución de los ingresos públicos del guano entre los empresarios privados con el objeto de dinamizar la economía. Castilla se cuida mucho de no preocupar a los propietarios de esclavos. Por eso, señala que un acto como éste no debe zozobrar en la desconfianza de la indemnización debida a los amos[xxxiv]; y agrega que la abolición que ofrece su rival político Echenique afecta el derecho de propiedad debido a la vaga indemnización que ofrece[xxxv]. Es así como el artículo sexto del mencionado Decreto de Castilla garantiza la acreencia de los propietarios por concepto indemnizatorio con la quinta parte de las rentas nacionales, inclusive los sobrantes de la venta del guano. Posteriormente, el Decreto de 9 de Marzo de 1855 reglamenta el pago de esta indemnización y dispone que el Estado abonará a los antiguos amos una indemnización de 300 pesos por cada esclavo, en un plazo de tres años, más un interés del 6% de interés anual.

 

Estos pagos constituían, entonces, una forma de transferir el capital público –proveniente de las ventas internacionales del guano- al sector privado, a fin de llevar adelante una restauración económica nacional impulsada por el sector privado; de la misma forma como procedió la Ley de Consolidación Económica que, bajo el pretexto de pagar las deudas de la Independencia, contribuyó a repartir la prosperidad del guano entre las familias importantes peruanas, cuyos miembros eran los acreedores de deudas resultantes de la lucha emancipatoria. Tanto el pago de los esclavos, como el efectuado para cubrir la llamada Deuda Interna, resulta un procedimiento para inyectar capital dentro de la economía privada –particularmente en al agricultura, que sufría de un grave carencia de capitales para tecnificarse- colocando la prosperidad del guano al alcance de los sectores privados con la idea de impulsar una economía nacional. Es por ello que se paga no solamente por los esclavos propiamente dichos sino también por los libertos, es decir, por aquellos que habían nacido libres según las leyes de San Martín, pero que continuaban sometidos al llamado patronazgo.

 

Dicho en términos de hoy, tanto el pago de la Deuda Interna generada por la Emancipación como la deuda resultante de la abolición de la esclavitud constituyeron formas de privatización del capital obtenido con un recurso nacional que era el guano.

 

Sin embargo, si bien podemos encontrar en este proceso motivaciones positivas, tales como el respeto por la libertad y la dignidad humana y la dinamización de la economía privada a través de una inyección de capital público, las cosas se presentaron en la práctica de una manera menos ética y más anecdótica.

 

El Presidente Constitucional de la República era por entonces el General Don José Rufino Echenique, elegido en 1852. Pero en 1854, el General Ramón Castilla, en alianza con el político civil Domingo Elías, se levantaron en armas. Es en estas circunstancias que Echenique, siguiendo una línea que ya había sido empleada en las Guerras de la Independencia, ofrece la libertad para todos los esclavos que peleen por el Ejército constitucional. Castilla indica que su revolución tiene por objeto reconocer y garantizar “los derechos de la humanidad oprimida, explotada y escarnecida con el tributo del indio y con la esclavitud del negro”[xxxvi]. Consecuente con ello y con gran habilidad política, asumiendo el carácter de Presidente Provisorio, retruca la oferta de libertad de Echenique diciendo que se está induciendo al esclavo a dar por rescate su vida en una guerra civil que no puede comprender, dado que nunca le dejaron adquirir ideas políticas durante su servidumbre[xxxvii]. En consecuencia, restituye, sin condición alguna, la libertad de todos los esclavos y siervos-libertos, en general[xxxviii].

 

Y así el anhelado grito de libertad, al que se refiere el Himno Nacional, finalmente se oyó en las haciendas de la costa del Perú.

 

Sin embargo, si bien se cita frecuentemente la norma del artículo primero del Decreto de 3 de Diciembre de 1854 que establece la abolición, no se menciona usualmente el artículo tercero del mismo Decreto.

 

Ese artículo tercero establecía que quedaban exceptuados de tal libertad y eran indignos de ella, los esclavos o siervos que tomaran las armas y sostuvieran la tiranía del llamado exPresidente D. José Rufino Echenique.

 

Por consiguiente, el 3 de Diciembre de 1854 no fue la fecha en que terminó la esclavitud en el Perú por cuanto aquellos esclavos que pelearon por Echenique siguieron legalmente siendo esclavos hasta el fin de sus vidas, dado que el Decreto de Castilla los había excluido de manera expresa del beneficio de la libertad.

 

En realidad, la abolición de la esclavitud, pese a ser un punto en debate de la mayor importancia filosófica y política, se resolvió en el Perú a través de una lucha entre caudillos. Echenique declaró libres a todos los negros que pelearan por él y Castilla declaró libres a todos los negros… salvo a los que pelearan por Echenique.

 

Como sucede lamentablemente a menudo en el Perú, un tema tan crucial se convirtió en una tragicomedia que por fortuna tuvo un final feliz. El problema grave es que los peruanos nunca sabemos si la historia que vivimos es una tragedia que se convertirá en comedia o si es una comedia que se convertirá en tragedia.


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NOTAS

[i] Rolando Mellafe, Breve historia de la esclavitud en América Latina, Sep-Setentas, México, 1973, p. 19.

[ii] Pedro Cieza de León, Crónica del Perú. Tercera parte. Cap. XX. Pontificia Universidad Católica del Perú y Academia Nacional de la Historia. Lima, 1987, p. 55.

[iii] Pedro Cieza de León, op. cit., cap. LXXII, ed. cit., p. 286.

[iv] Las Partidas de Alfonso el  Sabio, ley VI, tít XXI, Cuarta Partida.

[v] Ibidem, ley VI, tít XXI, Cuarta Partida

[vi] Ibidem, ley I, tít. V. Cuarta Partida.

[vii] Ibidem, ley VII, tít. XXI. Cuarta Partida.

[viii] Fernando de Trazegnies, Ciriaco de Urtecho, litigante por amor. Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, 1981.

[ix] Christine Hunefeldt, Los negros de Lima: 1800-1830, en Histórica, vol. III, No. 1. Departamento de Humanidades. Pontificia Universidad Católica del Perú. Lima, julio de 1979.

[x]  Política Indiana, lib. II, cap. XXX, 48; ed. cit. T.I, p. 617.

[xi] Juan Antonio SUARDO, Relación diaria de lo sucedido en la ciudad de Lima desde el 15 de Mayo 629 hasta  30 de Mayo de 1639, introd. y notas por Rubén Vargas Ugarte S.J., Lima, Universidad Católica del Perú, Instituto de Investigaciones Históricas, 1936, t. I, p. 17.

[xii] Bartolomé Herrera, Compendio de Derecho Público Interno y Externo, por el Comendador Silvestre Pinheiro Silveira, traducido y anotado por Bartolomé Herrera para uso del Colejio de San Carlos, Imprenta del Colejio, Lima, 1848, p. XVIII.

[xiii] Ibidem, p. III.

[xiv] Bartolomé Herrera, Escritos y Discursos, con prólogo de J. Guillermo Leguía, t. I, Biblioteca de la República, F. y E. Rosay, Lima. 1929, pp. 206-211.

[xv] Mariano Santos de Quirós, Colección de Leyes, Decretos y Órdenes publicas en el Perú, Lima, 1832, t. I, p. 16.

[xvi] Constitución Política de la República Peruana, 18 de Marzo de 1828, art. 5to., inc. 3º.

[xvii] Reclamación de los vulnerados derechos de los hacendados de las provincias litorales del Departamento de Lima, Imp. Rep. de J.M. Concha. Lima, 1833.

[xviii] Op. cit., p. 5.

[xix] Op. cit., p. 7

[xx] Loc. cit.

[xxi] Op. cit., p. 43.

[xxii] Op. cit., p. 22.

[xxiii] Op. cit., p. 22.

[xxiv] Op. cit., passim.

[xxv] Op. cit., p. 31 y ss.

[xxvi] Op. cit., p. 41.

[xxvii] José María Blanco, Diario del viaje del Presidente Orbegoso al Sur del Perú. Edición, prólogo y notas de Félix Denegri Luna. Pontificia Universidad Católica del Perú. Instituto Riva-Agüero. Lima, 1974, t. I, p. 10.

[xxviii] Vid. Fernando de Trazegnies, La tranquilidad de espíritu, en Imágenes rotas, Ediciones del Dragón, Lima, 1992, p. 41.

[xxix] Cit. p. Pablo Macera, Las plantaciones azucareras andinas (1821-1875), en Trabajos de Historia, t. IV, Instituto Nacional de Cultura, Lima,1973, pp. 54-68.

[xxx] Código Civil peruano de 1852, arts. 95 a 129.

[xxxi] Código Civil peruano de 1852, art.99.

[xxxii] El Comercio, Lima, 8 de Agosto de 1853.

[xxxiii] Código Civil peruano de 1852, art. 95.

[xxxiv] Decreto de 3 de Diciembre de 1854, Considerando cuarto.

[xxxv] Decreto de 3 de Diciembre de 1854, Considerando quinto.

[xxxvi] Decreto de 3 de Diciembre de 1854, Considerando segundo.

[xxxvii] Decreto de 3 de Diciembre de 1854, Considerando cuarto.

[xxxviii] Decreto de 3 de Diciembre de 1854, artículo 1º.

Fuente: http://macareo.pucp.edu.pe/ftrazeg/aafbc.htm

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Esclavos y negros en la independencia.

Esclavos y negros en la independencia

Por: Cháves Bustos, J. Mauricio

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ANTECEDENTES LIBERTARIOS DE NEGROS Y PARDOS

El negro, ocupado en las haciendas o minas de sus amos, escuchaba los planes de los señoritones que planeaban la independencia de España; ya antes, sin embargo, ellos mismos habían emprendido fugas, escapando de la esclavitud, forjando pueblos y aldeas llamados palenques, fundando sus propias repúblicas cimarronas, junto con sus hermanos que buscaban la libertad a toda costa, esa fue su primera y particular independencia, no sólo del Estado opresor y represivo, sino de una clase que se creía superior por su color, que desconocía en el negro la condición humana que los cobijaba, Es así como esta experiencia de independencia los vuelve prácticos, la búsqueda de libertad a toda costa; no les interesaban las proclamas o los discursos rimbombantes, retóricos, de corte individualista las más de las veces y románticos en exceso, que poco tenían que ver con el estado real de esclavitud que venían sufriendo desde tres siglos atrás. En la gesta de Los comuneros, el papel de los negros fue tan fundamental que el propio Galán los incitó para que se sublevaran en las haciendas de Honda, Mariquita, Antioquia y Cauca; en haciendas y minas libertaron a los esclavos, paralizaron la producción, inclusive presentaron memoriales pidiendo el reconocimiento de su libertad.

BUSCANDO LA INDEPENDENCIA… ¿PARA QUIÉN?

Erróneamente se ha creído que los negros no jugaron un papel importante en el proceso de independencia, sin embargo, los antecedentes muestran cómo forjaron un sentimiento de búsqueda de la libertad de tiempo atrás. Si bien la gesta como tal estuvo comandada y dirigida por unos criollos que buscaban antes que nada vivir y mandar como los europeos en los diferentes virreinatos, creando con ello divisiones y partidos, lo que forjó un proceso largo y cruento para los americanos, también es cierto que los negros, herederos de un sentimiento libertario que se gestó desde el momento mismo de su captura y que se transmitía de padres a hijos por generaciones, desempeñaron un papel fundamental en el proceso de la creación de estas repúblicas. Es así como en algunas regiones del país, como en el Caribe, específicamente en Cartagena, la actitud del gremio de artesanos negros y mulatos influyó decididamente para que en 1812 se declarara la independencia absoluta de la ciudad frente a España, y que en la Constitución del mismo año se prohibiera la esclavitud y se creara un fondo de manumisión para liberarlos gradualmente.

Ya el 14 de junio de 18 10, Cartagena había visto el pulso de negros y pardos del barrio Getsemaní, cuando se impusieron para destituir al gobernador Francisco Montes y en su lugar nombrar al coronel Blas de Soria, mulato de origen humilde que pasaba a ocupar el importante cargo con el apoyo del gremio de dichos artesanos. La actitud de los negros cartageneros fue más allá, durante el corto período de independencia absoluta que vivió ésta, de 1811 a 1815, influyendo para que las élites declararan la independencia absoluta de España, y después defendiendo la importante plaza ante la reconquista, bajo el mando del pacificador Morillo y del sanguinario Juan Sámano.

El propio Bolívar, de quien se dice tenía ancestros negros, buscó la ayuda del negro Petión en Haití, encontrando apoyo con hombres, armas y pertrechos, con la única promesa de declarar la abolición de la esclavitud en los territorios que se fuesen emancipando, promesa que cumplió en parte, pero que con el recrudecimiento de la guerra hizo que llegara inclusive a decretar que aquellos negros o pardos libertos mayores de catorce años que no se unieran al ejército libertador volverían a ser esclavizados. La actitud del Libertador de vetar la invitación a Haití en el Congreso Anfictiónico de 1825, así como su deseo de no entablar relaciones diplomáticas con dicho país, por el supuesto que espías haitianos estaban promoviendo una sublevación racial en la Nueva Granada , así como el no haber decretado la abolición de la esclavitud sin condicionamiento alguno, son sólo una muestra de la actitud de las elites frente al negro en la construcción de la república. El fusilamiento de algunos militares con ascendencia negra que alcanzaron estatus importantes en el ejército libertador también muestra la actitud de una época y de sus caudillos blancos, como de Manuel Carlos Piar Gómez, quien participó decididamente por la independencia de Colombia y de la Guyana , acusado de promover una conspiración contra Bolívar, fusilado en 1817, o del almirante José Prudencio Padilla, héroe de Trafalgar y de Maracaibo, implicado injustamente dentro de los conjurados de la llamada Noche septembrina, fusilado en 1828.

El ejército libertador buscó por medio del convencimiento atraerse a la población negra, pero cuando no lo pudo hacer por medios pacíficos recurrió a la esclavitud, la más nefanda y odiosa de las instituciones coloniales que pervivían aún en una gesta supuestamente libertadora, es así como se reclutan a cinco mil esclavos del Cauca, Antioquia y Chocó, con la debida indemnización económica para sus dueños, actitud que también tendría el ejército realista, es decir, que en contiendas, como la de Carabobo, éstos eran obligados a batirse contra los de su misma raza. En 1823 algunos fueron obligados a ir al Callao, reconociendo el puerto de Tumaco, optaron por escapar y unirse al ejército del realista pastuso general Agustín Agualongo, pero al ser recapturados o fueron asesinados o esclavizados nuevamente.

Muchos fueron los mártires negros que buscaron la libertad de su raza y de su patria, hoy pocos recuerdan que el Pacificador Morillo pasó por el patíbulo a 39 negros que defendieron a Cartagena; a Tomás Pérez, el sinuano que combatió en el Atrato comandando a un pelotón de negros cimarrones; a Miguel Buch y Miguel Montalvo, negros fusilados en Bogotá en 1816 al lado de Caldas. O a los héroes negros que defendieron el fuerte de Remolino de Murrí, o a los negros que llevaron sobre sus hombros el navío La Rosa de los Andes , desde Cupica en el Pacífico, hasta el Atrato en el Atlántico. Lo cierto es que mucho antes los negros habían buscado su libertad, en una patria que aún mantiene formas de esclavismo disfrazada de pobreza, miseria y abandono estatal. Buscaron a toda costa la libertad, ¿para quién?, para sí mismos, para su raza, pero también para una Colombia que recién empezaba a reconocer su importancia en la construcción de lo que somos y de lo que queremos ser como nación.

BIBLIOGRAFÍA

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Fuente: http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/revistas/credencial/julio2010/esclavos.htm

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