CUARESMA: DÍA 12
El Padre Jorge Loring (+) nos ha dejado un valioso libro llamado PARA SALVARTE, donde nos explica, entre muchas otras cosas, los Mandamientos de Dios y los pecados con los cuales pecamos contra este mandamiento.
Hoy continuamos revisando el Cuarto Mandamiento de Dios: Honrarás a tu Padre y a tu Madre.
Parte 01 – Cuarto Mandamiento de Dios
Parte 02 – Cuarto Mandamiento de Dios
Parte 03 – Cuarto Mandamiento de Dios
Continuación…
También entran en este mandamiento las relaciones entre superiores y subordinados, patronos y obreros, etc.
La organización de la sociedad exige que haya quien mande y haya quien obedezca. Por eso, el poder de la autoridad viene de Dios, y también por eso la autoridad debe ejercerse según la ley de Dios. Los que mandan deben hacerlo con justicia y delicadeza; y los que obedecen, con respeto, fidelidad y sumisión.
Lo mismo que los súbditos tienen la obligación de obedecer, las Autoridades tienen la obligación de mandar según la Moral. Es decir, consagrarse a procurar el bien común, no el propio; vigilar que se cumpla la justicia y guardarla a su vez, por ejemplo, otorgando cargos a personas idóneas, y empleando bien el dinero de los ciudadanos, atendiendo a lo más urgente y necesario.
La cuestión social se ha agravado profundamente en nuestro tiempo, por el poco caso que se ha hecho de la doctrina social de la Iglesia.
La solución está en que nos convenzamos de que todos somos hermanos, y por lo tanto, debemos ayudarnos mutuamente. El que tiene más debe dar al que tiene menos, pues todos los hombres deben gozar suficiente – pero moderadamente- de los bienes de este mundo. «El cristiano rico no se regocija de su condición, pues sabe que su riqueza le impone deberes; no ama la riqueza, sino a sus hermanos; y en la riqueza ve un recurso para ayudarles».
Lo que pasa es que muchos que se dan el nombre de cristianos -y con sus obras demuestran que no lo son- no quieren hacer caso de lo que manda la Iglesia. Pío XI se quejaba amargamente: «es en verdad lamentable que haya habido, y aun ahora haya, quienes llamándose católicos apenas se acuerdan de la sublime ley de la justicia y de la caridad en virtud de la cual nos está mandado no sólo dar a cada uno lo que le pertenece, sino también socorrer a nuestros hermanos necesitados como al mismo Cristo. Ésos, y esto es lo más grave, no temen oprimir a los obreros por espíritu de lucro. Hay, además, quienes abusan de la misma religión y se cubren con su nombre en las exacciones injustas para defenderse de las reclamaciones completamente justas de los obreros. No cesaremos nunca de condenar semejante conducta; esos hombres son la causa de que la Iglesia, inmerecidamente, haya podido tener la apariencia y ser acusada de inclinarse de parte de los ricos, sin conmoverse ante las necesidades y estrecheces de quienes se encontraban como desheredados de su parte de bienestar en esta vida».
Jesucristo no se presentó como un nuevo Espartaco proclamando la libertad de los esclavos con las armas en la mano. Jesucristo acabó con la esclavitud, pero no con la fuerza de las armas, sino con la fuerza de su doctrina. Las injusticias no se vencen con el odio, sino haciendo a los hombres mejores. El odio cambia una injusticia por otra. Lo único que hace mejores a los hombres es el amor al prójimo.
Para hacer mejor a la humanidad, no hay otra doctrina que supere a la de Jesucristo : «pórtate con los demás como quieres que los demás se porten contigo», «amaos unos a otros como yo os he amado».
Convenzámonos que mientras todos -los de arriba y los de abajo- no obedezcamos a nuestra Santa Madre la Iglesia, el mundo no se arreglará. El odio y el egoísmo no pueden sustentar la verdadera paz.
La doctrina social de la Iglesia no es dinamita que destroza, sino levadura que transforma lentamente.
Pío XII les dijo a los católicos austríacos: «La lucha de clases nunca podrá ser el objetivo de la doctrina social católica».
«Se equivoca -dice Pío XII a los trabajadores italianos el 1 de mayo de 1953- quien piensa que sirve a los intereses del obrero con los viejos métodos de la lucha de clases». Hay que conseguir una colaboración de las clases, basada en la confianza y en el mutuo cumplimiento de los deberes sociales.
Salvador de Madariaga, conocido intelectual republicano, dijo que para los marxistas la lucha de clases no es un medio, sino un fin: en las situaciones en que hay bienestar y paz social, procuran acabar con esto y crear la lucha de clases.
Dijo Juan Pablo II en Brasil: «La liberación cristiana usa medios evangélicos y no recurre a ninguna forma de violencia, ni a la dialéctica de la lucha de clases o a la praxis o análisis marxista.
«La lucha de clases no conduce al orden social porque corre el riesgo de invertir las situaciones de los contendientes, creando nuevas situaciones de injusticia … Rechazar la lucha de clases es optar decididamente por una noble lucha en favor de la justicia social …
El bien común de una sociedad exige que esa sociedad sea justa. Donde falta la justicia, la sociedad está amenazada desde dentro.
Eso no quiere decir que las transformaciones necesarias para llevar a una mayor justicia deban realizarse con la violencia, la revolución ni el derramamiento de sangre, porque la violencia prepara una sociedad violenta, y nosotros los cristianos no la podemos admitir. Pero hay transformaciones sociales, a veces profundas, que deben realizarse constantemente, progresivamente, con eficacia, y con realismo, por medio de reformas pacíficas».
La Iglesia, en sus veinte siglos de existencia, ha tenido que vivir en medio de las estructuras sociales más diversas. Y siempre, en todos los ambientes, ha trabajado por la implantación de la justicia social.
No por medio de una revolución sangrienta, sino por medio de su doctrina y de su influjo. Y lo mismo que en la antigüedad abolió la esclavitud e instituyó los gremios -verdaderas familias de productores, que tan buenos frutos dieron para el equilibrio social y buena distribución de las riquezas -, así en nuestra época abolirá la injusticia social, consecuencia del capitalismo liberal; y se impondrá la hermandad cristiana que armonice las relaciones entre todos los hombres.
«La igual dignidad de las personas humanas exige el esfuerzo para reducir las excesivas desigualdades sociales y económicas, e impulsa a la desaparición de las desigualdades inicuas».
El cumplimiento de la doctrina social de la Iglesia, por parte de todos, hará que patronos yobreros vivan en perfecta concordia y bienestar. Esta colaboración de unos y otros para la implantación de la doctrina de la Iglesia es la que ha de solucionar el problema social.
La Iglesia da las directrices; pero ella sola no puede. Necesita la colaboración de todos. Ella da la doctrina, pero las realizaciones dependen de los hombres.
La empresa moderna es muy distinta de la del siglo pasado. Ha avanzado mucho, pero todavía no ha llegado a la meta que desea la Iglesia.
Todos debemos colaborar a que siga evolucionando a mejor, hasta dar al elemento humano del trabajo la dignidad que merece. «El reconocimiento de la dignidad de la persona humana, sujeto de derechos inalienables, se encuentra en los fundamentos de toda la enseñanza social de la Iglesia».
«Las empresas económicas son comunidades de personas, es decir, de hombres libres y autónomos, creados a imagen de Dios. Por ello, teniendo en cuenta las diversas funciones de cada uno -propietarios, administradores, técnicos y trabajadores-, y quedando a salvo la necesaria unidad en la dirección, se ha de promover la activa participación de todos en la gestión de la empresa, según formas que habrá que determinar con acierto. Con todo, como en muchos casos no es a nivel de empresa, sino en niveles institucionales superiores, donde se toman las decisiones económicas y sociales, de las que depende el porvenir de los trabajadores y de sus hijos, deben los trabajadores participar también en semejantes decisiones por sí mismos o por medio de representantes libremente elegidos.
Entre los derechos fundamentales de la persona humana debe contarse el derecho a fundar libremente asociaciones obreras que representen auténticamente al trabajador y puedan colaborar en la recta ordenación de la vida económica, así como también el derecho de participar libremente en las actividades de las asociaciones, sin riesgo de represalias. Por medio de esta participación organizada, que está vinculada al progreso en la formación económica y social, crecerá más y más entre los trabajadores el sentido de la responsabilidad, que les llevará a sentirse sujetos activos, según sus medios y aptitudes propias, en la tarea total del desarrollo económico y social del logro del bien común universal.
En caso de conflictos económico-sociales hay que esforzarse por encontrarles soluciones pacíficas. Aunque se ha de recurrir siempre primero a un sincero diálogo entre las partes, sin embargo, en la situación presente, la huelga puede seguir siendo medio necesario, aunque extremo, para la defensa de los derechos y el logro de las aspiraciones justas de los trabajadores.
Búsquense, con todo, cuanto antes, caminos para negociar y reanudar el diálogo conciliatorio».
«La huelga es un método reconocido por la Doctrina Social Católica, como legítimo en las debidas condiciones y en los justos límites. En relación con esto, los trabajadores, deberían tener asegurado el derecho a la huelga sin sufrir sanciones penales personales por participar en ellas. Admitiendo que es un medio legítimo, se debe subrayar al mismo tiempo que la huelga sigue siendo, en cierto sentido, un medio extremo. No se puede abusar de él; especialmente en función de los juegos políticos. Por lo demás, no se puede jamás olvidar que cuando se trata de servicios esenciales para la convivencia civil, éstos han de asegurarse en todo caso, mediante medidas legales apropiadas, si es necesario. El abuso de la huelga puede conducir a la paralización de toda la vida socio-económica, y esto es contrario a las exigencias del bien común de la sociedad».
«La admisión de la huelga no legitima el empleo de medios injustos de presión huelguista como la calumnia, la mentira, las amenazas contra las personas, el sabotaje, y, en general, los medios llamados de acción directa. Se requiere asimismo que la huelga no vaya más lejos de lo que sea necesario para conseguir la finalidad de reparación de la injusticia o consecución de la mejora justamente pretendida. La huelga resulta moralmente inaceptable cuando va acompañada de violencias, o también cuando se lleva a cabo en función de objetivos no directamente vinculados con las condiciones de trabajo, o contrarios al bien común. El beneficio a obtener debe ser proporcionado a los males que ocasiona».
«Nadie está obligado en conciencia a tolerar la injusticia cometida contra él. Obran rectamente las personas que defienden sus propios derechos, respetando siempre los derechos de los demás.
Frente a la injusticia cabe, pues, una legítima oposición. Esta acción en contra de la injusticia establecida es tarea propia tanto de la Autoridad Pública como de los ciudadanos. El Estado mantiene el orden justo principalmente mediante las leyes, la fuerza publica y la acción de los tribunales. Los ciudadanos disponen de dos medios extraordinarios para oponerse a la injusticia social: la huelga y, en casos extremos, la revolución».
« Mucho más extrema que la huelga, por la complejidad de implicaciones de todo orden que lleva consigo, es la revolución como recurso de oposición a la injusticia, no limitado ya al campo económico, sino insertado en la línea política. La doctrina tradicional católica ha reconocido siempre su legitimidad, cuando se dan determinadas condiciones, como instrumento para liberarse de la injusticia padecida por un pueblo, y siempre que su puesta en marcha represente un mal menor comparado con las consecuencias desastrosas provocadas por el régimen de injusticia establecido en la sociedad».
«Y que se hayan agotado todos los otros recursos, haya esperanza fundada de éxito, y sea imposible prever razonablemente soluciones mejores».
A esta posibilidad se refería Pablo VI en la «Populorum Progressio»: «Hay situaciones cuya injusticia clama al cielo. Cuando poblaciones enteras, faltas de lo necesario, viven en una tal dependencia que les impide toda iniciativa y responsabilidad, lo mismo que toda posibilidad de promoción cultural y de participación en la vida social y política, es grande la tentación de rechazar con la violencia tan graves injurias contra la dignidad humana. Sin embargo, como es sabido, la insurrección revolucionaria, salvo en el caso de tiranía evidente y prolongada que atentase gravemente a los derechos fundamentales de la persona y dañase peligrosamente al bien común del país, engendra nuevas injusticias, introduce nuevos desequilibrios y provoca nuevas ruinas. No se puede combatir un mal real al precio de un mal mayor».Pablo VI , en la tradicional audiencia colectiva del primero de año al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, les dijo en 1967, hablando de la justicia social: «La Iglesia no puede aprobar a quienes pretenden alcanzar este objetivo tan noble y legítimo a través de la subversión violenta del derecho y del orden social. La Iglesia tiene conciencia, es cierto, de adoptar con su Doctrina, una revolución, si con este término se entiende un cambio de mentalidad, una modificación profunda de la escala de valores. Tampoco ignora la fuerte atracción que la idea de revolución, entendida en el sentido de un cambio brusco y violento, ejerce en todo tiempo en algunos espíritus ávidos de lo absoluto, de una solución rápida, enérgica y eficaz, como ellos piensan, del problema social, y con gusto en ella verían la única vía que conduce a la justicia. En realidad, la acción revolucionaria engendra ordinariamente toda una serie de injusticias y de sufrimientos, porque la violencia desencadenada es difícil de controlar y actúa tanto contra las personas como contra las estructuras. No es, por tanto, a los ojos de la Iglesia, una solución apta para remediar los males de la sociedad».
«He aquí otro criterio fundamental que ha de orientar la acción de los católicos en la sociedad: la Iglesia no prohíbe, sino que recomienda a sus fieles que colaboren con todos los hombres de buena voluntad en la construcción de una sociedad más justa».
«No corresponde a los pastores de la Iglesia intervenir directamente en la actividad política y en la organización de la vida social. Esta tarea forma parte de la vocación de los seglares».
«La diversidad de regímenes políticos es legítima con tal que promuevan el bien de la comunidad». «La autoridad sólo se ejerce legítimamente si busca el bien común del grupo en cuestión y si, para alcanzarlo, emplea medios moralmente lícitos. Si los dirigentes proclamasen leyes injustas o tomasen medidas contrarias al orden moral, estas disposiciones no pueden obligar en conciencia».
«El bien común comporta tres elementos esenciales: el respeto y la promoción de los derechos fundamentales de la persona; la prosperidad o el desarrollo de los bienes espirituales y temporales de la sociedad; y la paz y la seguridad del grupo y de sus miembros».
Los ateos atacan al cristianismo como alienación que atrofia la iniciativa y el trabajo del hombre.
Piensan que el fenómeno religioso es alienante, porque creen que la afirmación de la existencia de Dios aparta al creyente del empeño por la realización del mundo y del hombre, pues lo engaña con la utopía de un paraíso futuro. Pero no es así. El plan de Dios y el Evangelio dicen que «el hombre es responsable de su desarrollo lo mismo que de su salvación». El cristianismo «enseña que la importancia de las tareas terrenas no es disminuida por la esperanza del más allá». «Por el contrario, obliga a los hombres aún más a realizar estas actividades».
«La obra redentora de Cristo, aunque de suyo se refiere a la salvación de los hombres, se propone también la restauración de todo el orden temporal».
Pertenece a la misión de la Iglesia emitir un juicio moral sobre las cosas que afectan al orden político cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas.
Es evidente que la Iglesia, en cuanto tal, no tiene la función de edificar el mundo temporal.
Pero «se equivocan los cristianos que consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas, según la vocación personal de cada uno». «El plan de Dios sobre el mundo es que los hombres instauren con espíritu de concordia el orden temporal y lo perfeccionen sin cesar».
«El cristiano que falta a sus obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo, falta sobre todo a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación».
Los seglares no pueden limitarse a trabajar por la edificación del Pueblo de Dios o la salvación de su alma para la eternidad, sino que han de empeñarse en la instauración cristiana del orden temporal. Por su situación en el mundo, los seglares son los responsables directos de la presencia eficaz de la Iglesia en cuanto a la organización de la sociedad en conformidad con el espíritu del Evangelio.
«Cuando la Autoridad Pública, rebasando su competencia, oprime a los ciudadanos, éstos no deben rehuir las exigencias objetivas del bien común; les es lícito defender sus derechos y los de sus conciudadanos contra el abuso de tal autoridad, guardando los límites que señala la ley natural y evangélica».
La denuncia por la denuncia no vale, y menos todavía la denuncia por el sensacionalismo a estilo periodístico. La denuncia es para la corrección del mal. La prudencia aconsejará si es o no conveniente. Se han presentado ocasiones en que la jerarquía eclesiástica quería denunciar públicamente situaciones de opresión e injusticia, especialmente en países comunistas, y los cristianos de estos países han pedido que no lo hicieran, porque habría represalias que crearían una situación peor.
Un caso histórico se dio cuando la persecución hitleriana a los judíos; muchos querían que el Papa protestase públicamente. Y fue mucho más eficaz su trabajo en comisiones y delegaciones, consiguiendo la libertad de muchos judíos. Hecho que fue reconocido y agradecido públicamente por los mismos.
Existe una actitud de prudencia. Muchas veces se da el nombre de prudencia a la cobardía; eso es malo. Pero la temeridad agresiva puede tomar el nombre de valor, y también es malo.
Si queremos que la denuncia sea eficaz tenemos que creerla y hacerla primeramente con toda la verdad, es decir, que sea verdad lo que denunciamos y estar ciertos de que estamos en la verdad. En segundo lugar, con la verdad de las motivaciones, es decir, que la hagamos por amor a los perjudicados y con amor a los que perjudican.
La Doctrina Social Católica ha influido mucho en las realizaciones sociales a lo largo de la Historia. Por citar las más modernas podríamos decir lo siguiente: la primera ley sobre el descanso dominical, aprobada por el Parlamento francés, fue propuesta por diputados católicos. El primer comité o consejo de empresa, fue instituido en 1885 por el empresario católico francés León Harmel, en su fábrica Val-des-Bois. La primera Caja de Compensaciones de Subsidios familiares fue establecida en 1900 por el empresario católico francés Romanet. La implantación obligatoria del Seguro de Enfermedad fue propuesta en 1900 en Francia por el sacerdote Lemir. No es cierto, por tanto, que los católicos hayamos llegado siempre tarde.
«La restauración cristiana de la sociedad, como uno de los objetivos de la misión de la Iglesia en el mundo, no significa que sean los cristianos, ni los católicos los únicos capaces de respetar los derechos de la persona humana, de defender la legítima libertad de los pueblos o de instaurar un régimen de justicia. Hay hombres, incluso no creyentes, que aspiran a conseguir los mismos objetivos. El esfuerzo de la Iglesia no se contrapone, sino que se suma, a los esfuerzos de estos hombres de buena voluntad, y los católicos comparten con ellos el afán y los proyectos para construir una ciudad secular más libre, más justa, más humanizada, más habitable para el hombre, de manera que todos contribuyan a realizar en el mundo el plan de Dios». Por esto afirma el Vaticano II: «El Concilio aprecia con el mayor respeto cuanto de verdadero, de bueno y de justo se encuentra en las variadísimas instituciones fundadas ya, o que incesantemente se fundan, en la humanidad.
Declara, además, que la Iglesia quiere ayudar y fomentar tales instituciones en lo que de ella dependa, y pueda conciliarse con su misión propia. Nada desea tanto como desarrollarse libremente, en servicio de todos, bajo cualquier régimen político que reconozca los derechos fundamentales de la persona y de la familia, y los imperativos del bien común».
Hagamos los hombres mejores si queremos un mundo mejor. Para cambiar el mundo no basta cambiar las estructuras. «Es cierto que un mundo injusto dificulta gravemente el cambio de las personas. Pero sería una coartada atribuir todo el mal a unas impersonales estructuras que serían el chivo expiatorio de todos nuestros errores personales. Jesús coloca como primario y fundamental el tema de la responsabilidad personal de cada hombre en ese cambio necesario». El 30 de diciembre de 1987, Juan Pablo II publicó la séptima de sus encíclicas titulada «Sollicitudo rei socialis», es decir, «preocupación por la cuestión social». De ella son estos párrafos:
«El objetivo de la paz, tan deseado por todos, sólo se alcanzará con la realización de la justicia social e internacional, y además con la práctica de las virtudes que favorecen la convivencia y nos enseñan a vivir unidos para construir juntos dando y recibiendo una sociedad nueva y un mundo mejor. La Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer al problema del subdesarrollo, en cuanto tal, no propone sistemas o programas económicos o políticos, ni manifiesta preferencias por unos o por otros, con tal que la dignidad del hombre sea debidamente respetada y promovida, y ella goce del espacio necesario para ejercer su ministerio en el mundo. La doctrina social de la Iglesia no es una “tercera vía entre el capitalismo liberal y el colectivismo marxista” se trata de una doctrina que debe orientar la conducta de las personas. Un desarrollo sólo económico no es capaz de liberar al hombre: al contrario, lo esclaviza todavía más. Un desarrollo que no abarque la dimensión cultural, transcendente y religiosa del hombre y de la sociedad, contribuiría aún menos a la verdadera liberación. Todos estamos llamados, más aún, obligados, a ese tremendo desafío…
Cada uno está llamado a ocupar su propio lugar en esta campaña pacífica, que hay que realizar con medios pacíficos para conseguir el desarrollo de la paz. Quiero dirigirme a todos los hombres y mujeres sin excepción, para que convencidos de la gravedad del momento presente, y de la respectiva responsabilidad individual, pongamos por obra -con el estilo personal y familiar de vida, con el uso de los bienes, con la participación como ciudadanos, con la colaboración en las decisiones económicas y políticas, y con la actuación a nivel nacional e internacional- las medidas inspiradas en la solidaridad y en el amor preferencial por los pobres».
El hombre materialista ha levantado un altar a los ídolos del dinero, el sexo y el poder. En su adoración corre tras la felicidad sin conseguirla. Como los galgos que corren tras la liebre mecánica sin alcanzarla jamás. O como el que corre tras su sombra para alcanzarla sin poder conseguirlo.
Al barrer a Dios de la vida cruje la familia, fracasa el matrimonio, la juventud se esclaviza de la lujuria, y muchos negocios se convierten en bandas de ladrones.
Sólo Dios da motivación eficaz para la honradez y la virtud. La honradez sin Dios es excepcional.
Para moralizar la vida vale más el catecismo que la policía.
Después de la Primera Guerra Mundial, uno de los escritores más célebres de Italia, Papini, que había sido ateo, anarquista y anticatólico, se convirtió al catolicismo, y en su «Historia de Cristo» describe el mundo moderno idolatrando al dinero, la inmoralidad y el egoísmo. Sin Cristo los hombres se convierten en fieras que se devoran unas a otras. Al final de su libro tiene una conmovedora oración a Cristo:
«Cristo, vuelve, que te necesitamos.
– El que tiene hambre, te necesita a Ti: Pan de vida eterna.
– El que tiene sed, te necesita a Ti: que das agua de vida eterna.
– El que busca lo bello, te busca a Ti: Hermosura eterna.
– El que busca la verdad, te busca a Ti: Verdad eterna.
– El que busca la paz, te busca a Ti: el único que da la Paz verdadera.
Todos claman por Ti, Cristo! Ven Señor Jesús! Te necesitamos!
Muchos están rodeados por el cristianismo, pero éste no ha penetrado en su corazón de piedra: como el canto rodado sumergido en el arroyo, que si lo partes, por dentro está seco porque el agua no le ha calado.
Cuentan de unos náufragos que estaban muertos de sed en su bote salvavidas. Las corrientes marinas habían llevado el bote hasta la desembocadura del río Amazonas. El bote estaba rodeado de agua dulce del inmenso caudal del Amazonas, pero los náufragos, sin saberlo, se morían de sed.
Todos los hombres tienen el derecho y el deber de trabajar.
Muchos hombres desearían trabajar pero no pueden. Uno de los problemas actuales más graves es el paro, o falta de puestos de trabajo.
«El derecho al trabajo es un bien de la Humanidad que hay que compartir. Es necesario que los cristianos nos esforcemos para lograr que todos los hombres tengan en la sociedad un puesto de trabajo dignamente retribuido; que el trabajo sea cual fuere, no constituya para nadie una humillación; y que cada hombre, encuentre, en lo posible, el trabajo más adecuado a sus capacidades y vocación».
Muchos que exaltan su libertad como el supremo de los valores, después se quejan cuando sus derechos son arrollados por otro que en nombre de su propia libertad no le respeta a él.
Oigamos la doctrina de los Papas sobre salarios:
«No puede decirse que se haya satisfecho a la justicia social, si los obreros no tienen asegurado su propio sustento y el de sus familias, con un salario proporcionado a este fin; si no se les facilita la ocasión de adquirir alguna modesta fortuna, previniendo así la plaga del pauperismo universal; si no se toman precauciones en su favor, con seguros públicos y privados, para el tiempo de la vejez, de la enfermedad y de paro. En una palabra, para repetir lo que dijimos en nuestra encíclica 3Quadragessimo anno?: La economía social estará sólidamente constituida y alcanzará sus fines, sólo cuando a todos y a cada uno se provea de todos los bienes que las riquezas y subsidios naturales, y la técnica y la constitución social de la economía pueden producir. Estos bienes deben ser suficientemente abundantes para satisfacer las necesidades y honestas comodidades, y elevar a los hombres a aquella condición de vida más feliz que, administrada prudentemente, no sólo no impide la virtud, sino que la favorece en gran manera».
Pío XII , en su alocución del 13 de junio de 1943 a 20.000 obreros italianos, reunidos en el Vaticano, dijo cuál debería ser el salario integral: «Un salario que asegure la existencia de la familia, y sea tal que haga posible a los padres el cumplimiento de su deber natural de criar una prole sanamente alimentada y vestida; una habitación digna de personas humanas; la posibilidad de procurar a los hijos una suficiente instrucción y una educación conveniente; la de mirar y adoptar providencias para los tiempos de estrechez, enfermedad y vejez».
Juan XXIII , en su encíclica «Mater et Magistra», dice: «Una profunda amargura embarga nuestro ánimo ante el espectáculo inmensamente triste de innumerables trabajadores a los cuales se les da un salario que los somete a ellos y a sus familias a condiciones de vida infrahumana».
El Concilio Vaticano II haciendo suyas unas palabras de Juan XXIII en su encíclica «Mater et Magistra», dice: «La remuneración del trabajo debe ser suficiente para permitir al hombre y a su familia una vida digna en el plano material, social, cultural y espiritual, teniendo presentes el puesto de trabajo y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común».
Como es fácil apreciar, no es sencillo determinar los límites del salario íntegramente justo y equitativo. El criterio del salario legal, fijado por el Estado, no es suficiente, y los patronos tendrán que suplirlo con su sentido de la justicia. Lo que nunca se puede olvidar es que mayor derecho tienen el trabajador y su familia al salario, que el capitalista a sus dividendos de beneficios; y que todo beneficio adquirido a costa de la injusta retribución del trabajo ha de ser considerado como explotación y riqueza injusta. Sobre sus dueños y sus herederos pesa la incondicional obligación de la restitución.
«Los bienes creados -ha dicho el Cardenal Bueno Monreal en la XXV Semana Social de España- tienen un destino universal para uso del género humano. En consecuencia, deben llegar a todos en forma justa y en clima de caridad. No todos los hombres son iguales en lo que toca a la capacidad física y a las cualidades intelectuales y morales, pero hay una igualdad fundamental por naturaleza, origen, vocación y destino. Toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona es contraria al plan divino y ha de ser eliminada». «Aunque existen diversidades justas entre los hombres, sin embargo, la igual dignidad de la persona exige que se llegue a una situación social más humana y más justa. Resulta escandaloso el hecho de las excesivas desigualdades económicas y sociales que se dan entre los miembros o los pueblos de una misma familia humana. Son contrarias a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y a la paz social e internacional».
Juan Pablo II en su encíclica «Laborem exercens» dice: «Una justa remuneración por el trabajo de la persona adulta, que tiene responsabilidades de familia, es la que sea suficiente para fundar y mantener dignamente una familia y asegurar su futuro. Tal remuneración puede hacerse bien sea mediante el llamado salario familiar, es decir, un salario único dado al cabeza de familia por su trabajo y que sea suficiente para las necesidades de la familia, sin necesidad de hacer asumir a la esposa un trabajo retribuido fuera de casa, bien sea mediante otras medidas sociales, como subsidios familiares o ayudas a la madre que se dedica exclusivamente a la familia; ayudas que deben corresponder a las necesidades efectivas, es decir, al número de personas a su cargo durante todo el tiempo en que no esté en condiciones de asumir dignamente la responsabilidad de la propia vida».
El 1 de mayo de 1991, el Papa Juan Pablo II firmó una encíclica en el Centenario de la «Rerum Novarum» de León XIII. La «Rerum Novarum» tuvo notable influencia en numerosas reformas introducidas entre los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX en los sectores de la previsión social, seguros de enfermedad y accidente, pensiones, etc.. Aunque reconoce el Papa que el logro de estas mejoras no sólo se ha debido al influjo de la Iglesia. Ya León XIII en la «Rerum Novarum» después de acusar las injusticias sociales de su tiempo vio que el socialismo perjudicaba a quienes pretendía ayudar. La experiencia de los años posteriores lo ha confirmado con el hundimiento del marxismo en países del este europeo, donde muchedumbres eran explotadas y oprimidas por el totalitarismo comunista. Empezó en Polonia y siguió por el centro y el este de Europa (1989-1990).
Ha sido espectacular el fracaso económico del marxismo. La URSS después de setenta años de comunismo no ha conseguido un nivel económico para el pueblo como se ha conseguido en la Europa occidental. En los países en que se ha dado una libertad económica, negada por el comunismo, se ha conseguido un resultado material próspero y, en algunos casos, portentoso; se ha abierto una amplia franja de clase media acomodada; se ha elevado la media de renta «per cápita»; se han podido, incluso, organizar ayudas a otros países menos desarrollados.
La Confederación Europea de Sindicatos (CES) en su VII Congreso celebrado en Luxemburgo del 13 al 17 de mayo de 1991, ha dicho de la encíclica «Centesimus annus» del Papa Juan Pablo II : «La CES constata que los valores fundamentales y los ideales del movimiento sindical europeo se reencuentran en la nueva encíclica».
He aquí algunas ideas de esta encíclica:
« La causa del fracaso del marxismo está en su ateísmo, el cual hoy sigue presente en el socialismo real. Excluye la trascendencia del hombre, la religión. El marxismo había prometido desarraigar del corazón humano la necesidad de Dios, pero los resultados han demostrado que no es posible… . El vacío espiritual provocado por el ateísmo ha dejado sin orientación a las jóvenes generaciones. En el pasado reciente muchos creyentes han buscado un compromiso imposible entre el marxismo y el cristianismo. Después de la derrota del comunismo ateo en el este europeo, la solución no es el capitalismo materialista que no niega a Dios pero lo ignora. Hoy hay un capitalismo salvaje que reduce al hombre a la esfera de lo económico y a la satisfacción de las necesidades materiales excluyendo los valores espirituales. Después de la caída del socialismo real (en el este europeo) los países occidentales corren peligro de ver en esa caída la victoria unilateral del propio sistema económico, y por ello no se preocupen de introducir en él los debidos cambios. La solución marxista ha fracasado pero permanecen en el mundo fenómenos de marginación y explotación contra los que se alza con firmeza la voz de la Iglesia. Después de la caída del totalitarismo comunista asistimos hoy al predominio del ideal democrático. Pero es necesario que se dé a la democracia un auténtico y sólido fundamento mediante el reconocimiento del derecho a la vida del hijo después de haber sido concebido, el derecho a vivir en un ambiente moral, el derecho a vivir en la verdad de la propia fe, etc. La lucha de clases es inaceptable cuando lo que se busca no es la justicia y el bien general de la sociedad, sino el interés de una parte y la destrucción de la opuesta. La violencia y el rencor deben vencerse con la justicia. La paz no es el resultado de la victoria militar, sino la superación de las causas de la guerra. Queremos una sociedad en la que los hombres, gracias a su trabajo, puedan construir un futuro mejor para sí y para sus hijos. La producción de bienes y servicios no debe ser el centro de la vida social, ignorando la dimensión ética y religiosa del hombre. Hay que recordar el deber de la caridad, esto es, el deber de ayudar con lo propio “superfluo” y a veces con lo “necesario” para dar al pobre lo indispensable para vivir.
El hombre que se preocupa, sólo o prevalentemente, de tener y gozar, incapaz de dominar sus instintos y sus pasiones, y de subordinarlos, mediante la obediencia a la verdad, no puede ser libre.
La obediencia a la verdad sobre Dios y sobre el hombre, es la primera condición de la libertad, que le permite ordenar las propias necesidades, los propios deseos y el modo de satisfacerlos, según una justa jerarquía de valores de manera que la posesión de las cosas sea para él un medio de crecimiento. La obligación de ganar el pan con el sudor de la propia frente supone, al mismo tiempo, un derecho.
Una sociedad en la que este derecho se niegue sistemáticamente, y las medidas de política económica no permitan a los trabajadores alcanzar niveles satisfactorios de ocupación, no puede conseguir su legitimación ética ni la justa paz social. La empresa no puede considerarse únicamente como “una sociedad de capitales”; es al mismo tiempo “una sociedad de personas”. La regulación de las relaciones en el seno de las empresas debe establecerse de manera que el trabajador reciba una remuneración justa, trabaje en condiciones físicas y morales apropiadas a su salud y dignidad, y reciba el trato debido a quien forma parte de la empresa. La Iglesia no puede abandonar al hombre… Es esto y solamente esto, lo que inspira la doctrina social de la Iglesia… La Iglesia conoce el sentido del hombre gracias a la revelación divina… Para conocer al hombre integral hay que conocer a Dios. La Iglesia, cuando anuncia al hombre la salvación de Dios, contribuye al enriquecimiento de la dignidad del hombre… La Iglesia no puede abandonar nunca esta misión religiosa y transcendente en favor del hombre. Si no existe una Verdad Transcendente (Dios), con cuya obediencia el hombre conquista su propia identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres… Triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los demás. El Estado, o bien el partido…que se erige por encima de todos los valores, no puede tolerar que se sostenga un criterio objetivo del bien y del mal por encima de la voluntad de los gobernantes… Esto explica por qué el totalitarismo trata de destruir la Iglesia o al menos someterla».
En la encíclica «Laborem exercens» dice Juan Pablo II: «La experiencia confirma que hay que esforzarse por la revalorización social de las funciones maternas, de la fatiga unida a ellas y de la necesidad que tienen los hijos de cuidados, de amor y de afecto para poderse desarrollar como personas responsables, moral y religiosamente maduras y psicológicamente equilibradas. Será un honor para la sociedad hacer posible a la madre, sin obstaculizar su libertad, sin discriminación psicológica o práctica, sin dejarle en inferioridad ante sus compañeras, dedicarse al cuidado y a la educación de los hijos, según las necesidades diferenciadas de la edad. El abandono obligado de tales tareas, por una ganancia retribuida fuera de casa, es incorrecto desde el punto de vista del bien de la sociedad y de la familia, cuando contradice o hace difícil tales cometidos primarios de la misión materna».
El Papa Juan Pablo II, en su discurso al Consejo Pontificio de la Familia, ha propuesto a políticos y empresarios que deben estudiar el modo de que el ama de casa tenga un sueldo para que pueda atender mejor a su labor de educación y de madre sin tener que recurrir a un trabajo fuera de casa.
«Es un hecho que en muchas sociedades las mujeres trabajan en casi todos los sectores de la vida.
Pero es conveniente que ellas puedan desarrollar plenamente sus funciones según su propia índole, sin discriminaciones y sin exclusión de los empleos para los que están capacitadas, pero sin perjudicar al mismo tiempo sus aspiraciones familiares y el papel específico que les compete para contribuir al bien de la sociedad junto con el hombre. La verdadera promoción de la mujer exige que el trabajo se estructure de manera que no deba pagar su promoción con el abandono del carácter específico propio y en perjuicio de la familia en la que como madre tiene un papel insustituible».
«La política de rentas, además de sus aspectos puramente técnicos, abarca problemas profundamente humanos que suponen la orientación de toda actividad productiva al servicio del hombre, y, además, una acción inteligente y enérgica en favor de las categorías sociales más desheredadas, con el fin de que también éstas puedan tener acceso a una participación de la renta cada vez más justa, en conformidad con las aspiraciones fundadas en la dignidad y en la vocación de la persona humana».
«Bajo esta luz adquieren un significado de relieve particular las numerosas propuestas hechas por expertos en la Doctrina Social Católica y también por el supremo Magisterio de la Iglesia. Son propuestas que se refieren a la copropiedad de los medios de trabajo, a la participación de los trabajadores en la gestión, y en los beneficios de la empresa, al llamado “accionariado” del trabajo y otras semejantes».
La Iglesia exige a los propietarios que, en virtud de la función social de los bienes económicos, den -según sus posibilidades- al que no tiene lo suficiente para vivir honestamente.
Pero también exige que el obrero trabaje con nobleza y entusiasmo, para que un aumento en la producción y una economía floreciente hagan posible una elevación material y cultural de las clases económicamente débiles.
Éste es el constante anhelo de la Iglesia. Pío XII ha repetido una y otra vez que es necesario implantar una más justa distribución de la riqueza. Ha llamado a este problema el punto fundamental de la cuestión social y ha pedido a los cristianos que, aunque sea a costa de sacrificios, hagan esfuerzos para que una más justa distribución de las riquezas lleve a la práctica la doctrina social de la Iglesia.
El acceso de todos a los bienes necesarios para una vida humana -personal y familiar- digna de este nombre, es una primera exigencia de la justicia social .
La propiedad privada o un cierto dominio sobre los bienes materiales aseguran a cada cual una zona absolutamente necesaria para su autonomía personal y familiar, y deben ser considerados como una prolongación de la libertad humana.
Pablo VI ha dicho en su encíclica «Populorum Progressio»: «La propiedad privada no constituye para nadie un derecho incondicional y absoluto. No hay ninguna razón para reservarse en uso exclusivo lo que supera la propia necesidad, cuando a otros les falta lo necesario».
«Los bienes creados deben llegar a todos en forma justa, según la regla de la justicia inseparable de la caridad. Todos los demás derechos, comprendido el de la propiedad, a ello están subordinados».
El Papa Juan Pablo II en su encíclica «Laborem exercens» señala la posición que los cristianos tenemos ante el denominado sistema capitalista y ante el sistema colectivista: «El rígido capitalismo que considera la propiedad y posesión de los bienes materiales como un derecho absoluto de la persona, sin limitaciones, debe ser sometido continuamente a revisión desde la perspectiva de los derechos del hombre en la teoría y en la práctica.
El sistema colectivista considera que sólo el Estado tiene el derecho exclusivo de propiedad sobre los medios de producción, de los individuos y de la sociedad. Este sistema atenta contra la realización de la libertad de los individuos, de las familias, y grupos sociales, y debilita la capacidad creadora del hombre.
Para el cristiano, pues, el derecho a poseer bienes económicos es garantía para su libertad, para organizarse como persona. Y como todo derecho, exige el deber de reconocérselo también a todos los hombres de una manera eficaz, distribuyendo la riqueza entre todos».
«Para que todos los hombres tengan la posibilidad de desarrollarse como persona, es necesario que todas las personas puedan disponer de los bienes materiales en grado suficiente según el nivel económico de cada nación. Por eso es necesaria la justa distribución de la riqueza.
«Dios ha destinado la Tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa dirigida por la justicia y acompañada por la caridad… Por tanto el hombre no debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aproveche a él solamente, sino también a todos los demás».
«Dios no quiere, dice Pío XII , que algunos tengan riquezas exageradas y que otros se encuentren en tal estrechez que les falte lo necesario para la vida».
Es decir, que Dios no quiere el contraste ignominioso entre el lujo derrochador y la miseria. Dios no quiere que haya miseria. Dios ha creado los bienes de la Tierra para todos los hombres y quiere que todos gocen de estos dones de sus manos.
Por lo tanto no debe haber en el mundo nadie que, si hace lo que está de su parte, no disfrute de los bienes indispensables para sustentar su vida de una manera digna.
El problema del hambre en el mundo es problema de distribución.
Mientras en unos países el pueblo se muere de hambre, en otros se dejan perder las cosechas porque sobran alimentos.
En el mundo hay unos 5.000 millones de personas. Y según un informe de la Asociación de Productores Agro-Químicos de Alemania, si se explotara, con la tecnología actual, toda la superficie cultivable de la Tierra, se podrían alimentar, a nivel europeo, 50.000 millones de seres humanos. Es decir, una humanidad diez veces superior a la actual.
Jesucristo tiene en su Evangelio palabras durísimas contra los ricos que no cumplen sus obligaciones sociales:
-« Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer… Estuve desnudo, y no me vestisteis…
– Cuándo te vimos, Señor…?
-Lo que hicisteis con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicisteis».
Jesucristo se identifica con el necesitado. Quiere que el rico trate al necesitado como lo trataría a Él en persona.
Como ves, las obligaciones de los ricos son gravísimas. Y aunque, gracias a Dios, hay ricos buenos que escuchan la palabra de Jesucristo y consideran a los demás hombres como sus hermanos; pero, desgraciadamente, también hay otros muchos ricos malos, apegados a su dinero, que viven como si no conociesen el Evangelio. Por eso dice Jesucristo que es dificilísimo que un rico entre en el reino de los cielos.
Los obreros también tienen obligaciones muy graves: trabajar con empeño, diligencia y fidelidad, no malgastar materiales o energía, cuidar los instrumentos de trabajo, y emplear bien el dinero que ganan.
A veces se oye a un obrero quejarse de que no gana lo suficiente. Y, efectivamente, muchas veces tiene razón. Pero más de una vez se le podría preguntar: Crees tú que el empeño que pones en trabajar merece más salario? Es cierto que tú debes recibir un salario justo. Pero también es cierto que para que tú puedas en justicia quedarte con un salario, es preciso que lo hayas merecido. A veces se trabaja con tanta negligencia y desgana que difícilmente se justifica la aspiración a un salario mayor.
Pon de tu parte lo que tienes obligación, y así podrás exigir con justicia lo que se te debe.
El de arriba peca si no da un salario justo; pero el de abajo también peca si no trabaja lo justo. No se trata, de ninguna manera , de excusar los salarios insuficientes; sino de hacer ver que es necesario trabajar con empeño y diligencia, si se quiere uno hacer acreedor a un salario digno.
Es verdad que hay muchos obreros que trabajan con nobleza, pero también es verdad que hay otros que hacen lo menos posible. Y estos últimos se hacen daño a sí mismos y a sus compañeros. Para que se pueda elevar el nivel de vida del obrero, es necesario que haya prosperidad económica. Y para que haya prosperidad económica es necesario que el trabajo rinda.
Los obreros que no rinden lo que deben tienen su parte de culpa en las crisis económicas. Y en las crisis económicas salen perdiendo ellos y sus compañeros.
Mucho se ha hecho en España últimamente para elevar el nivel del obrero; pero hay que reconocer que todavía no se ha llegado al ideal que quiere la Iglesia. Para llegar a este ideal es necesario que todos los españoles pongamos lo que esté de nuestra parte. Por un lado aumentar la producción, y por otro distribuir justamente los beneficios de esta producción. Estos dos factores son los que han de alcanzarnos un bienestar económico-social. Y los culpables de que no se pueda llegar a este bienestar son reos de un grave pecado contra la justicia social.
En algunos sitios el trabajo está cronometrado, y, a veces, ciertamente mal tasado, de modo que se le puede ganar muy poco dinero, o para sacar algo se requieren esfuerzos inhumanos. Los responsables de esta injusticia darán también cuenta a Dios. Pero otras veces hay obreros que alargan los trabajos sin necesidad y los hacen más caros deliberadamente. Cada uno dará cuenta a Dios de la injusticia de la que es responsable.
Todo esto en cuanto a la obligación de trabajar con diligencia.
Pero, además, es necesario emplear bien el dinero que se gana. No hay derecho a que un hombre no gane lo suficiente para vivir. Pero tampoco hay derecho a que un hombre gaste en vicios, diversiones, caprichos y superfluidades lo que necesita para dar de comer a sus hijos. No hay que crearse necesidades superfluas. Lo primero es lo primero; y antes es comer que pasarlo bien. No es que sea reprensible una diversión discreta, cuando se ha atendido a lo sustancial. Pero gastar en diversiones lo que se necesita para comer, es absurdo y criminal.
Además, para diversiones todo parece poco. El dinero se va solo. Nunca hay bastante. Y así nunca se gana lo suficiente. Por eso, ese ansia de ganar más y más. Esforzarse por ganar lo necesario para una vida digna y una diversión decorosa, es justo; pero querer ganar para poder derrochar, es cosa distinta.
Es legítimo el deseo de lo necesario; y el trabajar para conseguirlo es un deber. Dice San Pablo: «el que no quiere trabajar que no coma».
«Pero la adquisición de los bienes temporales puede conducir a la codicia, al deseo de tener cada vez más y a la tentación de acrecentar el propio poder.
La avaricia de las personas, de las familias y de las naciones puede apoderarse lo mismo de los más desprovistos que de los más ricos, y suscitar en los unos y en los otros un materialismo sofocante… Para las naciones, como para las personas, la avaricia es la forma más evidente de un subdesarrollo moral».
La avaricia es un gusano que roe, tanto el corazón del rico como el del pobre; y mientras los hombres sólo piensen en enriquecerse más y más, por encima de todo, como si esta vida fuera la definitiva, es imposible que haya paz en el mundo.
Dios quiere que el hombre tenga lo necesario para vivir, pero no quiere que se apegue demasiado a los bienes de este mundo, que le estorbarán su salvación eterna. Por eso nos dice Jesucristo: «No queráis amontonar tesoros para vosotros aquí en la tierra», sino «buscad primero el reino de Dios y su justicia…».
No te olvides nunca que lo principal, lo primero, es salvarte; aunque, como es natural, también debes preocuparte de solucionar tu vida en este mundo. Pero sin olvidarte de que la vida eterna es lo primero.
Ocupan lugar importante para todo hombre en general, y para el cristiano en particular, entre las exigencias de la justicia social, las obligaciones tributarias.
El Concilio Vaticano II, en la Constitución Pastoral «Gaudium et Spes», enuncia así la doctrina: «Entre los deberes cívicos de cada uno está el de aportar a la vida pública el concurso material y personal requerido por el bien común».
La naturaleza y fundamento moral del deber tributario se desprende de la sociabilidad del hombre.
Para vivir con dignidad, progresar y satisfacer las necesidades propias, cada vez más numerosas con el avance de la civilización, el hombre aislado no se basta. Toma proporcionada relevancia el papel de la sociedad. Pero a la obligación social de suplir las impotencias singulares de los hombres o de los grupos humanos menores, se corresponde el derecho de exigir los medios necesarios para cumplirla.
Por otra parte, si en el hombre surge el espontáneo y natural derecho de ser ayudado por la sociedad, la correspondiente y necesaria contrapartida, también natural, será la de contribuir en la medida de su capacidad de recursos a los gastos y necesidades sociales.
Quedan pues, naturalmente, enraizadas las obligaciones y derechos fiscales, y por tanto vinculando las conciencias, tanto desde la vertiente de la sociedad como desde la del propio hombre individual.
El texto evangélico de Mateo, y sobre todo el paulino de Romanos lo confirma. Por supuesto que la obligación y el derecho tributarios, vinculando internamente las conciencias de los hombres, sólo proviene de los impuestos justos.
De cuatro fuentes mana la justicia o injusticia de un impuesto en particular o la de un concreto sistema tributario en su conjunto: debe establecerse por ley debidamente aprobada, encaminarse a cubrir las finalidades exigidas por el bien común, no gravar riquezas ni ingresos por debajo del mínimo vital, y regularse en escala progresiva.
Respetados estos condicionamientos, el impuesto o sistema fiscal es justo en sí mismo u objetivamente.
Pero puede suceder que un impuesto justo al recaer en determinada persona concreta resulte demasiado gravoso, atendidas las circunstancias individuales, convirtiéndose subjetivamente en injusto.
El análisis detallado de los condicionamientos que determinan la justicia tributaria exceden, por su extensión, este lugar.
El nuevo «Ritual de la Penitencia» en la segunda de las tres fórmulas que aporta para ayudar al examen de conciencia, bajo el número 5, se pregunta:
He cumplido mis deberes cívicos?
He pagado mis tributos?
Reconociendo así implícitamente que se trata de una obligación en conciencia. Se sobreentiende, conforme a lo indicado: He pagado mis tributos justos?
El engaño en el pago de los impuestos puede hacer a la nación impotente para atender las necesidades generales, y resolver los problemas urgentes de los más deprimidos socialmente.
Dos palabras sobre el mal llamado «impuesto religioso». Digo mal llamado porque no es un impuesto adicional, sino que de lo que necesariamente hay que pagar a Hacienda, dedicar cinco pesetas de cada mil para las obras de beneficencia de la Iglesia. Conviene poner la cruz en el lugar correspondiente, pues si no se pone la cruz, ese 0’5% va a parar al gobierno.
Pecan gravemente contra este mandamiento los hijos que desobedecen a sus padres en cosa grave, y que ellos pueden mandarles;
los que les dan disgustos graves; los que les injurian y desprecian gravemente; los que les insultan, golpean o les levantan la mano con deliberación y amenaza; los que les desean en serio un mal grave; los que no les socorren en sus necesidades graves, tanto corporales como espirituales: por ejemplo, si no les procuran a tiempo los sacramentos a la hora de la muerte.
Pecan también gravemente los padres que dan mal ejemplo a sus hijos (blasfemias, etc.), los maldicen, les desean en serio algún mal, o abandonan su instrucción humana y religiosa.
Los patronos pecan gravemente si, pudiendo, no dan a sus obreros el salario justo.
Pero además tienen obligación de no imponer a sus obreros trabajos superiores a sus fuerzas; protegerles, en cuanto sea posible, de los peligros del trabajo, y de respetar en ellos la dignidad de hombre y de cristiano, tratándoles con amabilidad y evitándoles los peligros de pecar.
Los obreros pecan gravemente si hacen daño grave a su patrono, ya sea malgastando materiales o energía, ya sea estropeando a propósito instrumentos de trabajo. Si voluntariamente rinden menos de lo debido pueden también llegar a pecado grave.
Las obligaciones de los patronos y de los obreros están más especificadas en el examen de conciencia que te pongo en el Apéndice.
Fin del Cuarto Mandamiento de Dios
Padre Jorge Loring – Libro: Para Salvarte
PARA SALVARTE – PADRE JORGE LORING
Que Dios les conceda a todos la Gracia de una sincera confesión y una verdadera conversión.
Karla Rouillon Gallangos
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Recuerda que los demonios son RESPONSABLES del pecado pero tú eres CULPABLE por no haber resistido la tentación y por ofender a Dios con el pecado. ¡Confiésate bien!
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La comunión en la mano es SACRILEGIO y PECADO y nadie puede obligarte a recibir la comunión en la mano, pues es “sólo para el fiel que lo desea”.
Por favor, por amor a Jesús, no se queden callados y luchen contra la sacrílega comunión en la mano… es Jesús ahí presente y no, no está dichoso de ser flagelado otra vez por ti recibiéndolo en las manos… ¡NO RECIBAS A JESÚS EN LA MANO!
Sobre la COMUNIÓN EN LA MANO