27 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Cristo, siervo de Dios (Filipenses 2, 6-11)

 27 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: CRISTO, SIERVO DE DIOS (FILIPENSES 2, 6-11)

AUDIENCIA GENERAL DEL 1 DE JUNIO DE 2005

CRISTO, SIERVO DE DIOS (FILIPENSES 2, 6-11)

1. En toda celebración dominical de Vísperas, la liturgia nos propone el breve pero denso himno cristológico de la carta a los Filipenses (cf. Flp 2, 6-11). Vamos a reflexionar ahora sobre la primera parte de ese himno (cf. vv. 6-8), que acaba de resonar, donde se describe el paradójico “despojarse” del Verbo divino, que renuncia a su gloria y asume la condición humana.
Cristo encarnado y humillado en la muerte más infame, la de la crucifixión, se propone como modelo vital para el cristiano. En efecto, este, como se afirma en el contexto, debe tener “los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (v. 5), sentimientos de humildad y donación, desprendimiento y generosidad.

2. Ciertamente, Cristo posee la naturaleza divina con todas sus prerrogativas. Pero esta realidad trascendente no se interpreta y vive con vistas al poder, a la grandeza y al dominio. Cristo no usa su igualdad con Dios, su dignidad gloriosa y su poder como instrumento de triunfo, signo de distancia y expresión de supremacía aplastante (cf. v. 6). Al contrario, él “se despojó”, se vació a sí mismo, sumergiéndose sin reservas en la miserable y débil condición humana. La forma (morphe) divina se oculta en Cristo bajo la “forma” (morphe) humana, es decir, bajo nuestra realidad marcada por el sufrimiento, la pobreza, el límite y la muerte (cf. v. 7).

Así pues, no se trata de un simple revestimiento, de una apariencia mudable, como se creía que sucedía a las divinidades de la cultura grecorromana:  la realidad de Cristo es divina en una experiencia auténticamente humana. Dios no sólo toma apariencia de hombre, sino que se hace hombre y se convierte realmente en uno de nosotros, se convierte realmente en “Dios con nosotros”; no se limita a mirarnos con benignidad desde el trono de su gloria, sino que se sumerge personalmente en la historia humana, haciéndose “carne”, es decir, realidad frágil, condicionada por el tiempo y el espacio (cf. Jn 1, 14).

3. Esta participación radical y verdadera en la condición humana, excluido el pecado (cf. Hb 4, 15), lleva a Jesús hasta la frontera que es el signo de nuestra finitud y caducidad, la muerte. Ahora bien, su muerte no es fruto de un mecanismo oscuro o de una ciega fatalidad:  nace de su libre opción de obediencia al designio de salvación del Padre (cf. Flp 2, 8).

El Apóstol añade que la muerte a la que Jesús sale al encuentro es la muerte de cruz, es decir, la más degradante, pues así quiere ser verdaderamente hermano de todo hombre y de toda mujer, incluso de los que se ven arrastrados a un fin atroz e ignominioso.

Pero precisamente en su pasión y muerte Cristo testimonia su adhesión libre y consciente a la voluntad del Padre, como se lee en la carta a los Hebreos:  “A pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer” (Hb 5, 8).

Detengámonos aquí, en nuestra reflexión sobre la primera parte del himno cristológico, centrado en la encarnación y en la pasión redentora. Más adelante tendremos ocasión de profundizar en el itinerario sucesivo, el pascual, que lleva de la cruz a la gloria. Creo que el elemento fundamental de esta primera parte del himno es la invitación a tener los mismos sentimientos de Jesús. Tener los mismos sentimientos de Jesús significa no considerar el poder, la riqueza, el prestigio como los valores supremos de nuestra vida, porque en el fondo no responden a la sed más profunda de nuestro espíritu, sino abrir nuestro corazón al Otro, llevar con el Otro el peso de nuestra vida y abrirnos al Padre del cielo con sentido de obediencia y confianza, sabiendo que precisamente obedeciendo al Padre seremos libres. Tener los mismos sentimientos de Jesús ha de ser el ejercicio diario de los cristianos.

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4. Concluyamos nuestra reflexión con un gran testigo de la tradición oriental, Teodoreto, que fue obispo de Ciro, en Siria, en el siglo V:  “La encarnación de nuestro Salvador representa la más elevada realización de la solicitud divina en favor de los hombres. En efecto, ni el cielo ni la tierra, ni el mar ni el aire, ni el sol ni la luna, ni los astros ni todo el universo visible e invisible, creado por su palabra o más bien sacado a la luz por su palabra según su voluntad, indican su inconmensurable bondad como el hecho de que el Hijo unigénito de Dios, el que subsistía en la naturaleza de Dios (cf. Flp 2, 6), reflejo de su gloria, impronta de su ser (cf.Hb 1, 3), que existía en el principio, estaba en Dios y era Dios, por el cual fueron hechas todas las cosas (cf. Jn 1, 1-3), después de tomar la condición de esclavo, apareció en forma de hombre, por su figura humana fue considerado hombre, se le vio en la tierra, se relacionó con los hombres, cargó con nuestras debilidades y tomó sobre sí nuestras enfermedades” (Discursos sobre la divina Providencia, 10:  Collana di testi patristici, LXXV, Roma 1998, pp. 250-251).

Teodoreto de Ciro prosigue su reflexión poniendo de relieve precisamente el estrecho vínculo, que se destaca en el himno de lacarta a los Filipenses, entre la encarnación de Jesús y la redención de los hombres. “El Creador, con sabiduría y justicia, actuó por nuestra salvación, dado que no quiso servirse sólo de su poder para concedernos el don de la libertad ni armar únicamente la misericordia contra aquel que ha sometido al género humano, para que aquel no acusara a la misericordia de injusticia, sino que inventó un camino rebosante de amor a los hombres y, a la vez, dotado de justicia. En efecto, después de unir a sí la naturaleza del hombre ya vencida, la lleva a la lucha y la prepara para reparar la derrota, para vencer a aquel que un tiempo había logrado inicuamente la victoria, para librarse de la tiranía de quien cruelmente la había hecho esclava y para recobrar la libertad originaria” (ib., pp. 251-252).

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26 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Grandes son las obras del Señor (Salmo 110)

26 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: GRANDES SON LAS OBRAS DEL SEÑOR (SALMO 110)

AUDIENCIA GENERAL DEL 8 DE JUNIO DE 2005

GRANDES SON LAS OBRAS DEL SEÑOR (SALMO 110)

Queridos hermanos y hermanas: 

1. Hoy sentimos un viento fuerte. El viento en la sagrada Escritura es símbolo del Espíritu Santo. Esperamos que el Espíritu Santo nos ilumine ahora en la meditación del salmo 110, que acabamos de escuchar. Este salmo encierra un himno de alabanza y acción de gracias por los numerosos beneficios que definen a Dios en sus atributos y en su obra de salvación:  se habla de “misericordia”, “clemencia”, “justicia”, “fuerza”, “verdad”, “rectitud”, “fidelidad”, “alianza”, “obras”, “maravillas”, incluso de “alimento” que él da y, al final, de su “nombre” glorioso, es decir, de su persona. Así pues, la oración es contemplación del misterio de Dios y de las maravillas que realiza en la historia de la salvación.

2. El Salmo comienza con el verbo de acción de gracias que se eleva del corazón del orante, pero también de toda la asamblea litúrgica (cf. v. 1). El objeto de esta oración, que incluye también el rito de la acción de gracias, se expresa con la palabra “obras” (cf. vv. 2. 3. 6. 7). Esas obras son las intervenciones salvíficas del Señor, manifestación de su “justicia” (cf. v. 3), término que en el lenguaje bíblico indica ante todo el amor que genera salvación.

Por tanto, el núcleo del Salmo se transforma en un himno a la alianza (cf. vv. 4-9), al vínculo íntimo que une a Dios con su pueblo y que comprende una serie de actitudes y gestos. Así, se habla de “misericordia y clemencia” (cf. v. 4), a la luz de la gran proclamación del Sinaí:  “El Señor, el Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad” (Ex 34, 6).

La “clemencia” es la gracia divina que envuelve y transfigura al fiel, mientras que la “misericordia” en el original hebreo se expresa con un término característico que remite a las “vísceras” maternas del Señor, más misericordiosas aún que las de una madre (cf.Is 49, 15).

3. Este vínculo de amor incluye el don fundamental del alimento y, por tanto, de la vida (cf. Sal 110, 5), que, en la relectura cristiana, se identificará con la Eucaristía, como dice san Jerónimo:  “Como alimento dio el pan bajado del cielo; si somos dignos de él, alimentémonos” (Breviarium in Psalmos, 110:  PL XXVI, 1238-1239).

Luego viene el don de la tierra, “la heredad de los gentiles” (Sal 110, 6), que alude al grandioso episodio del Éxodo, cuando el Señor se reveló como el Dios de la liberación. Por tanto, la síntesis del cuerpo central de este canto se ha de buscar en el tema del pacto especial entre el Señor y su pueblo, como declara de modo lapidario el versículo 9:  “Ratificó para siempre su alianza”.

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4. El salmo 110 concluye con la contemplación del rostro divino, de la persona del Señor, expresada a través de su “nombre” santo y trascendente. Luego, citando un dicho sapiencial (cf. Pr 1, 7; 9, 10; 15, 33), el salmista invita a todos los fieles a cultivar el “temor del Señor” (Sal 110, 10), principio de la verdadera sabiduría. Este término no se refiere al miedo ni al terror, sino al respeto serio y sincero, que es fruto del amor, a la adhesión genuina y activa al Dios liberador. Y, si las primeras palabras del canto habían sido una acción de gracias, las últimas son una alabanza:  del mismo modo que la justicia salvífica del Señor “dura por siempre” (v. 3), así la gratitud del orante no tiene pausa:  “La alabanza del Señor dura por siempre” (v. 10).

Para resumir, el Salmo nos invita al final a descubrir las muchas cosas buenas que el Señor nos da cada día. Nosotros vemos más fácilmente los aspectos negativos de nuestra vida. El Salmo nos invita a ver también las cosas positivas, los numerosos dones que recibimos, para sentir así la gratitud, porque sólo un corazón agradecido puede celebrar dignamente la gran liturgia de la gratitud, la Eucaristía.

5. Para concluir nuestra reflexión, quisiéramos meditar con la tradición eclesial  de  los  primeros siglos cristianos el versículo  final  con  su célebre declaración, reiterada en otros lugares de la  Biblia (cf. Pr 1, 7):  “El principio de la sabiduría es el temor del Señor” (Sal 110, 10).

El escritor cristiano Barsanufio de Gaza, en la primera mitad del siglo VI, lo comenta así:  “¿Qué es principio de la sabiduría sino abstenerse de todo lo que desagrada a Dios? ¿Y de qué modo uno puede abstenerse sino evitando hacer algo sin haber pedido consejo, o no diciendo nada que no se deba decir, y además considerándose a sí mismo loco, tonto, despreciable y totalmente inútil?” (Epistolario, 234:  Collana di testi patristici, XCIII, Roma 1991, pp. 265-266).

Con todo, Juan Casiano, que vivió entre los siglos IV y V, prefería precisar que “hay una gran diferencia entre el amor, al que nada le falta y que es el tesoro de la sabiduría y de la ciencia, y el amor imperfecto, denominado “principio de la sabiduría”; este, por contener en sí la idea del castigo, queda excluido del corazón de los perfectos al llegar la plenitud del amor” (Conferencias a los monjes, 2, 11, 13:  Collana di testi patristici, CLVI, Roma 2000, p. 29). Así, en el camino de nuestra vida hacia Cristo, el temor servil que hay al inicio es sustituido por un temor perfecto, que es amor, don del Espíritu Santo.

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25 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El Señor, Esperanza del Pueblo (Salmo 122)

25 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL SEÑOR, ESPERANZA DEL PUEBLO (SALMO 122)

AUDIENCIA GENERAL DEL 15 DE JUNIO DE 2005

EL SEÑOR, ESPERANZA DEL PUEBLO (SALMO 122)

Queridos hermanos y hermanas:

Por desgracia, habéis sufrido bajo la lluvia. Ahora esperamos que el tiempo mejore.

1. Jesús, en el evangelio, afirma con gran fuerza que el ojo es un símbolo que refleja el yo profundo, es un espejo del alma (cf. Mt6, 22-23). Pues bien, el salmo 122, que se acaba de proclamar, incluye un entramado de miradas:  el fiel eleva sus ojos hacia el Señor y espera una reacción divina, para captar un gesto de amor, una mirada de benevolencia. También nosotros elevamos nuestra mirada y esperamos un gesto de benevolencia del Señor.

A menudo en el Salterio se habla de la mirada del Altísimo, el cual “observa desde el cielo a los hijos de Adán, para ver si hay alguno sensato que busque a Dios” (Sal 13, 2). El salmista, como hemos escuchado, utiliza la imagen del esclavo y de la esclava, que están pendientes de su señor a la espera de una decisión liberadora.

Aunque la escena corresponde a la situación del mundo antiguo y a sus estructuras sociales, la idea es clara y significativa:  esa imagen, tomada del mundo del Oriente antiguo, quiere exaltar la adhesión del pobre, la esperanza del oprimido y la disponibilidad del justo con respecto al Señor.

2. El orante espera que las manos divinas se muevan, porque actúan según la justicia, destruyendo el mal. Por eso, en el Salterio el orante a menudo eleva los ojos hacia el Señor poniendo en él su esperanza:  “Tengo los ojos puestos en el Señor, porque él saca mis pies de la red” (Sal 24, 15), mientras “se me nublan los ojos de tanto aguardar a mi Dios” (Sal 68, 4).

El salmo 122 es una súplica en la que la voz de un fiel se une a la de toda la comunidad. En efecto, el Salmo pasa de la primera persona singular —”A ti levanto mis ojos”— a la plural “nuestros ojos” y “Dios mío, ten misericordia de nosotros” (cf. vv. 1-3). Se expresa la esperanza de que las manos del Señor se abran para derramar dones de justicia y libertad. El justo espera que la mirada de Dios se revele en toda su ternura y bondad, como se lee en la antigua bendición sacerdotal del libro de los Números:  “Ilumine el Señor su rostro sobre ti y te sea propicio; el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz” (Nm 6, 25-26).

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3. La segunda parte del Salmo, caracterizada por la invocación:  “Misericordia, Dios mío, misericordia” (Sal 122, 3), muestra cuán importante es la mirada amorosa de Dios. Está en continuidad con el final de la primera parte, donde se reafirma la confianza “en el Señor, Dios nuestro, esperando su misericordia” (v. 2).

Los fieles necesitan una intervención de Dios, porque se encuentran en una situación lamentable de desprecio y burlas por parte de gente prepotente. El salmista utiliza aquí la imagen de la saciedad:  “Estamos saciados de desprecios; nuestra alma está saciada del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos” (vv. 3-4).

A la tradicional saciedad bíblica de alimento y de años, considerada un signo de la bendición divina, se opone una intolerable saciedad, constituida por una cantidad exorbitante de humillaciones. Y nos consta que hoy también numerosas naciones, numerosas personas realmente están saciadas de burlas, demasiado saciadas del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos.
Pidamos por ellos y ayudemos a estos hermanos nuestros humillados.

Por eso, los justos han puesto su causa en manos del Señor y él no permanece indiferente a esos ojos implorantes, no ignora su invocación, y la nuestra, ni defrauda su esperanza.

4. Al final, demos la palabra a san Ambrosio, el gran arzobispo de Milán, el cual, con el espíritu del salmista, pondera poéticamente la obra que Dios realiza a favor nuestro en Jesús, nuestro Salvador:  “Cristo lo es todo para nosotros. Si quieres curar una herida, él es médico; si tienes  sed, es  fuente; si estás oprimido por la iniquidad, es justicia; si necesitas ayuda, es fuerza; si temes la muerte, es vida; si deseas el cielo, es camino; si huyes de las tinieblas, es luz; si buscas alimento, es comida” (La virginidad, 99: SAEMO, XIV, 2, Milán-Roma 1989, p. 81).

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24 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Dios Salvador (Efesios 1, 3.14)

24 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: DIOS SALVADOR (EFESIOS 1, 3.14)

AUDIENCIA GENERAL DEL 6 DE JULIO DE 2005

DIOS SALVADOR (EFESIOS 1, 3. 14)

Queridos hermanos y hermanas: 

1. Hoy no hemos escuchado un salmo, sino un himno tomado de la carta a los Efesios (cf. Ef 1, 3-14), un himno que se repite en la liturgia de las Vísperas de cada una de las cuatro semanas. Este himno es una oración de bendición dirigida a Dios Padre. Su desarrollo delinea las diversas etapas del plan de salvación que se realiza a través de la obra de Cristo.

En el centro de la bendición resuena el vocablo griego mysterion, un término asociado habitualmente a los verbos de revelación (“revelar”, “conocer”, “manifestar”). En efecto, este es el gran proyecto secreto que el Padre había conservado en sí mismo desde la eternidad (cf. v. 9), y que decidió  actuar y revelar “en la plenitud de los tiempos” (cf. v. 10) en Jesucristo, su Hijo.
En el himno las etapas de ese plan se señalan mediante las acciones salvíficas de Dios por Cristo en el Espíritu. Ante todo -este es el primer acto-, el Padre nos elige desde la eternidad para que seamos santos e irreprochables ante él por el amor (cf. v. 4); después nos predestina a ser sus hijos (cf. vv. 5-6); además, nos redime y nos perdona los pecados (cf. vv. 7-8); nos revela plenamente el misterio de la salvación en Cristo (cf. vv. 9-10); y, por último, nos da la herencia eterna (cf. vv. 11-12), ofreciéndonos ya ahora como prenda el don del Espíritu Santo con vistas a la resurrección final (cf. vv. 13-14).

2. Así pues, son muchos los acontecimientos salvíficos que se suceden en el desarrollo del himno. Implican a las tres Personas de la santísima Trinidad:  se parte del Padre, que es el iniciador y el artífice supremo del plan de salvación; se fija la mirada en el Hijo, que realiza el designio dentro de la historia; y se llega al Espíritu Santo, que imprime su “sello” a toda la obra de salvación. Nosotros, ahora, nos detenemos brevemente en las dos primeras etapas, las de la santidad y la filiación (cf. vv. 4-6).

El primer gesto divino, revelado y actuado en Cristo, es la elección de los creyentes, fruto de una iniciativa libre y gratuita de Dios. Por tanto, al principio, “antes de crear el mundo” (v. 4), en la eternidad de Dios, la gracia divina está dispuesta a entrar en acción. Me conmueve meditar esta verdad:  desde la eternidad estamos ante los ojos de Dios y él decidió salvarnos. El contenido de esta llamada es nuestra “santidad”, una gran palabra. Santidad es participación en la pureza del Ser divino. Pero sabemos que Dios es caridad. Por tanto, participar en la pureza divina significa participar en la “caridad” de Dios, configurarnos con Dios, que es “caridad”. “Dios es amor” (1 Jn 4, 8. 16):  esta es la consoladora verdad que nos ayuda a comprender que “santidad” no es una realidad alejada de nuestra vida, sino que, en cuanto que podemos llegar a ser personas que aman, con Dios entramos en el misterio de la “santidad”. El ágape se transforma así en nuestra realidad diaria. Por tanto, entramos en la esfera sagrada y vital de Dios mismo.

3. En esta línea, se pasa a la otra etapa, que también se contempla en el plan divino desde la eternidad:  nuestra “predestinación” a hijos de Dios. No sólo criaturas humanas, sino realmente pertenecientes a Dios como hijos suyos.

San Pablo, en otro lugar (cf. Ga 4, 5; Rm 8, 15. 23), exalta esta sublime condición de  hijos  que  implica y resulta de la fraternidad con Cristo, el Hijo por excelencia, “primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8, 29), y la intimidad con el Padre celestial, al que ahora podemos invocar Abbá, al que podemos decir “padre querido” con un sentido de verdadera familiaridad con Dios, con una relación de espontaneidad y amor. Por consiguiente, estamos en presencia de un don inmenso, hecho posible por el “beneplácito de la voluntad” divina y por la “gracia”, luminosa expresión del amor que salva.

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4. Ahora, para concluir, citamos al gran obispo de Milán, san Ambrosio, que en una de sus cartas comenta las palabras del apóstol san Pablo a los Efesios, reflexionando precisamente sobre el rico contenido de nuestro himno cristológico. Subraya, ante todo, la gracia sobreabundante con la que Dios nos ha hecho hijos adoptivos suyos en Cristo Jesús. “Por eso, no se debe dudar de que los miembros están unidos a su cabeza, sobre todo porque desde el principio hemos sido predestinados a ser hijos adoptivos de Dios, por Jesucristo” (Lettera XVI ad Ireneo, 4:  SAEMO, XIX, Milán-Roma 1988, p. 161).

El santo obispo de Milán prosigue su reflexión afirmando:  “¿Quién es rico, sino el único Dios, creador de todas las cosas?”. Y concluye:  “Pero es mucho más rico en misericordia, puesto que ha redimido a todos y, como autor de la naturaleza, nos ha transformado a nosotros, que según la naturaleza de la carne éramos hijos de la ira y sujetos al castigo, para que fuéramos hijos de la paz y de la caridad” (n. 7:  ib., p. 163).

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23 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Nuestro auxilio es el nombre del Señor (Salmo 123)

23 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: NUESTRO AUXILIO ES EL NOMBRE DEL SEÑOR (SALMO 123)

AUDIENCIA GENERAL DEL 22 DE JUNIO DE 2005

NUESTRO AUXILIO ES EL NOMBRE DEL SEÑOR (SALMO 123)

1. El salmo 123, que acabamos de proclamar, es un canto de acción de gracias entonado por toda la comunidad orante, que eleva a Dios la alabanza por el don de la liberación. El salmista proclama al inicio esta invitación:  “Que lo diga Israel” (v. 1), estimulando así a todo el pueblo a elevar una acción de gracias viva y sincera al Dios salvador. Si el Señor no hubiera estado de parte de las víctimas, ellas, con sus escasas fuerzas, habrían sido impotentes para liberarse y los enemigos, como monstruos, las habrían desgarrado y triturado.

Aunque se ha pensado en algún acontecimiento histórico particular, como el fin del exilio babilónico, es más probable que el salmo sea un himno compuesto para dar gracias a Dios por los peligros evitados y para implorar de él la liberación de todo mal. En este sentido es un salmo muy actual.

2. Después de la alusión inicial a ciertos “hombres” que asaltaban a los fieles y eran capaces de “tragarlos vivos” (cf. vv. 2-3), dos son los momentos del canto. En la primera parte dominan las aguas que arrollan, para la Biblia símbolo del caos devastador, del mal y de la muerte:  “Nos habrían arrollado las aguas, llegándonos el torrente hasta el cuello; nos habrían llegado hasta el cuello las aguas espumantes” (vv. 4-5). El orante experimenta ahora la sensación de encontrarse en una playa, salvado milagrosamente de la furia impetuosa del mar.

La vida del hombre está plagada de asechanzas de los malvados, que no sólo atentan contra su existencia, sino que también quieren destruir todos los valores humanos. Vemos cómo estos peligros existen también ahora. Pero ―podemos estar seguros también hoy― el Señor se presenta para proteger al justo, y lo salva, como se canta en el salmo 17:  “Él extiende su mano de lo alto para asirme, para sacarme de las profundas aguas; me libera de un enemigo poderoso, de mis adversarios más fuertes que yo. (…) El Señor fue un apoyo para mí; me sacó a espacio abierto, me salvó porque me amaba” (vv. 17-20). Realmente, el Señor nos ama; esta es nuestra certeza, el motivo de nuestra gran confianza.

3. En la segunda parte de nuestro canto de acción de gracias se pasa de la imagen marina a una escena de caza, típica de muchos salmos de súplica (cf. Sal 123, 6-8). En efecto, se evoca un fiera que aprieta entre sus fauces una presa, o la trampa del cazador, que captura un pájaro. Pero la bendición expresada por el Salmo nos permite comprender que el destino de los fieles, que era un destino de muerte, ha cambiado radicalmente gracias a una intervención salvífica:  “Bendito sea el Señor, que no nos entregó en presa a sus dientes; hemos salvado la vida como un pájaro de la trampa del cazador:  la trampa se rompió y escapamos” (vv. 6-7).

La oración se transforma aquí en un suspiro de alivio que brota de lo profundo del alma:  aunque se desvanezcan todas las esperanzas humanas, puede aparecer la fuerza liberadora divina. Por tanto, el Salmo puede concluir con una profesión de fe, que desde hace siglos ha entrado en la liturgia cristiana como premisa ideal de todas nuestras oraciones:  “Adiutorium nostrum in nomine Domini, qui fecit caelum et terram“, “Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra” (v. 8). En particular, el Todopoderoso está de parte de las víctimas y de los perseguidos, “que claman a él día y noche”, y “les hará justicia pronto” (cf. Lc 18, 7-8).

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4. San Agustín hace un comentario articulado de este salmo. En un primer momento, observa que cantan adecuadamente este salmo los “miembros de Cristo que han conseguido la felicidad”. Así pues, en particular, “lo han cantado los santos mártires, los cuales, habiendo salido de este mundo, están con Cristo en la alegría, dispuestos a retomar incorruptos los mismos cuerpos que antes eran corruptibles. En vida sufrieron tormentos en el cuerpo, pero en la eternidad estos tormentos se transformarán en adornos de justicia”. Y San Agustín habla de los mártires de todos los siglos, también del nuestro.

Sin embargo, en un segundo momento, el Obispo de Hipona nos dice que también nosotros, no sólo los bienaventurados en el cielo, podemos cantar este salmo con esperanza. Afirma:  “También a nosotros nos sostiene una segura esperanza, y cantaremos con júbilo. En efecto, para nosotros no son extraños los cantores de este salmo… Por tanto, cantemos todos con un mismo espíritu:  tanto los santos que ya poseen la corona, como nosotros, que con el afecto nos unimos en la esperanza a su corona. Juntos deseamos aquella vida que aquí en la tierra no tenemos, pero que no podremos tener jamás si antes no la hemos deseado”.

San Agustín vuelve entonces a la primera perspectiva y explica:  “Reflexionan los santos en los sufrimientos que han pasado, y desde el lugar de bienaventuranza y de tranquilidad donde ahora se hallan miran el camino recorrido para llegar allá; y, como habría sido difícil conseguir la liberación si no hubiera intervenido la mano del Liberador para socorrerlos, llenos de alegría exclaman:  “Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte”. Así inicia su canto. Era tan grande su júbilo, que ni siquiera han dicho de qué habían sido librados” (Esposizione sul Salmo 123, 3:  Nuova Biblioteca Agostiniana, XXVIII, Roma 1977, p. 65).

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22 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El Señor vela por su pueblo (Salmo 124)

22 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL SEÑOR VELA POR SU PUEBLO (SALMO 124)

AUDIENCIA GENERAL DEL 3 DE AGOSTO DE 2005

EL SEÑOR VELA POR SU PUEBLO (SALMO 124)

Queridos hermanos y hermanas: 

1. En nuestro encuentro, que tiene lugar después de mis vacaciones, pasadas en el Valle de Aosta, reanudamos el itinerario que estamos recorriendo dentro de la liturgia de las Vísperas. Ahora la atención se centra en el salmo 124, que forma parte de la intensa y sugestiva  colección llamada “Canción de las subidas”,  libro ideal de oraciones para la peregrinación  a  Sión con vistas al encuentro  con el Señor en el templo (cf. Sal 119-133).

Ahora meditaremos brevemente sobre un texto sapiencial, que suscita la confianza en el Señor y contiene una breve oración (cf.Sal 124, 4). La primera frase proclama la estabilidad de “los que confían en el Señor”, comparándola con la estabilidad “rocosa” y segura del “monte Sión”,  la cual, evidentemente, se debe a la presencia de Dios, que es “roca, fortaleza, peña, refugio, escudo, baluarte y fuerza de salvación” (cf. Sal 17, 3). Aunque el creyente se sienta aislado y rodeado por peligros y amenazas, su fe debe ser serena, porque el Señor está siempre con nosotros. Su fuerza nos rodea y nos protege.

También el profeta Isaías testimonia que escuchó de labios de Dios estas palabras destinadas a los fieles:  “He aquí que yo pongo por fundamento en Sión una piedra elegida, angular, preciosa y fundamental:  quien tuviere fe en ella, no vacilará” (Is 28, 16).

2. Sin embargo, continúa el salmista, la confianza del fiel tiene un apoyo ulterior:  el Señor ha acampado para defender a su pueblo, precisamente como las montañas rodean a Jerusalén, haciendo de ella una ciudad fortificada con bastiones naturales (cf.Sal 124, 2). En una profecía de Zacarías, Dios dice de Jerusalén:  “Yo seré para ella muralla de fuego en torno, y dentro de ella seré gloria” (Za 2, 9).

En este clima de confianza radical, que es el clima de la fe, el salmista tranquiliza “a los justos”, es decir, a los creyentes. Su situación puede ser preocupante a causa de la prepotencia de los malvados, que quieren imponer su dominio. Los justos tendrían incluso la tentación de transformarse en cómplices del mal para evitar graves inconvenientes, pero el Señor los protege de la opresión:  “No pesará el cetro de los malvados sobre el lote de los justos” (Sal 124, 3); al mismo tiempo, los libra de la tentación de que “extiendan su mano a la maldad” (Sal 124, 3).

Así pues, el Salmo infunde en el alma una profunda confianza. Es una gran ayuda para afrontar las situaciones difíciles, cuando a la crisis externa del aislamiento, de la ironía y del desprecio en relación con los creyentes se añade la crisis interna del desaliento, de la mediocridad y del cansancio. Conocemos esta situación, pero el Salmo nos dice que si tenemos confianza somos más fuertes que esos males.

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3. El final del Salmo contiene una invocación dirigida al Señor en favor de los “buenos” y de los “sinceros de corazón” (v. 4), y un anuncio de desventura para “los que se desvían por sendas tortuosas” (v. 5). Por un lado, el salmista pide al Señor que se manifieste como padre amoroso con los justos y los fieles que mantienen encendida la llama de la rectitud de vida y de la buena conciencia. Por otro, espera que se revele como juez justo ante quienes se han desviado por las sendas tortuosas del mal, cuyo desenlace es la muerte.

El Salmo termina con el tradicional saludo shalom, “paz a Israel”, un saludo que tiene asonancia con Jerushalajim, Jerusalén (cf. v. 2),  la ciudad símbolo de paz y de santidad. Es un saludo que se transforma en deseo de esperanza. Podemos  explicitarlo con las palabras de san Pablo:  “Para todos los que se sometan a esta regla, paz y misericordia, lo mismo que para el Israel de Dios” (Ga6, 16).
4. En su comentario a este salmo, san Agustín contrapone “los que se desvían por sendas tortuosas” a “los que son sinceros de corazón y no se alejan de Dios”. Dado que los primeros correrán la “suerte de los malvados”, ¿cuál será la suerte de los “sinceros de corazón”? Con la esperanza de compartir él mismo, junto con sus oyentes, el destino feliz de estos últimos, el Obispo de Hipona se pregunta:  “¿Qué poseeremos? ¿Cuál será nuestra herencia? ¿Cuál será nuestra patria? ¿Cómo se llama?”. Y él mismo responde, indicando su nombre -hago mías estas palabras-:  “Paz. Con el deseo de paz os saludamos; la paz os anunciamos; los montes reciben la paz, mientras sobre los collados se propaga la justicia (cf. Sal 71, 3). Ahora nuestra paz es Cristo:  “Él es nuestra paz” (Ef 2, 14)” (Esposizioni sui Salmi, IV, Nuova Biblioteca Agostiniana, XXVIII, Roma 1977, p. 105).

San Agustín concluye con una exhortación que es, al mismo tiempo, también un deseo:  “Seamos el Israel de Dios; abracemos con fuerza la paz, porque Jerusalén significa visión de paz, y nosotros somos Israel:  el Israel sobre el cual reina la paz” (ib., p. 107), la paz de Cristo.

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21 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Confiar en Dios como un niño en brazos de su madre (Salmo 130)

21 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: CONFIAR EN DIOS COMO UN NIÑO EN BRAZOS DE SUS MADRE (SALMO 130)

AUDIENCIA GENERAL DEL 10 DE AGOSTO DE 2005

CONFIAR EN DIOS COMO UN NIÑO EN BRAZOS DE SUS MADRE (SALMO 130)

1. Hemos escuchado sólo pocas palabras, cerca de treinta en el original hebreo del salmo 130. Sin embargo, son palabras intensas, que desarrollan un tema muy frecuente en toda la literatura religiosa:  la infancia espiritual. De modo espontáneo el pensamiento se dirige inmediatamente a santa Teresa de Lisieux, a su “caminito”, a su “permanecer pequeña” para “estar entre los brazos de Jesús” (cf. Manoscritto “C”, 2r°-3v°:  Opere complete, Ciudad del Vaticano 1997, pp. 235-236).

En efecto, en el centro del Salmo resalta la imagen de una madre con su hijo, signo del amor tierno y materno de Dios, como ya lo había presentado el profeta Oseas:  “Cuando Israel era niño, yo lo amé (…). Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer” (Os 11, 1. 4).

2. El Salmo comienza con la descripción de la actitud antitética a la de la infancia, la cual es consciente de su fragilidad, pero confía en la ayuda de los demás. En cambio, el Salmo habla de la ambición del corazón, la altanería de los ojos y “las grandezas y los prodigios” (cf. Sal 130, 1). Es la representación de la persona soberbia, descrita con términos hebreos que indican “altanería” y “exaltación”, la actitud arrogante de quien mira a los demás con aires de superioridad, considerándolos inferiores a él.

La gran tentación del soberbio, que quiere ser como Dios, árbitro del bien y del mal (cf. Gn 3, 5), es firmemente rechazada por el orante, que opta por la confianza humilde y espontánea en el único Señor.

3. Así, se pasa a la inolvidable imagen del niño y de la madre. El texto original hebreo no habla de un niño recién nacido, sino más bien de un “niño destetado” (Sal 130, 2). Ahora bien, es sabido que en el antiguo Próximo Oriente el destete oficial se realizaba alrededor de los tres años y se celebraba con una fiesta (cf. Gn 21, 8; 1 S 1, 20-23; 2 M 7, 27).

El niño al que alude el salmista está vinculado a su madre por una relación ya más personal e íntima y, por tanto, no por el mero contacto físico y la necesidad de alimento. Se trata de un vínculo más consciente, aunque siempre inmediato y espontáneo. Esta es la parábola ideal de la verdadera “infancia” del espíritu, que no se abandona a Dios de modo ciego y automático, sino sereno y responsable.

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4. En este punto, la profesión de confianza del orante se extiende a toda la comunidad:  “Espere Israel en el Señor ahora y por siempre” (Sal 130, 3). Ahora la esperanza brota en todo el pueblo, que recibe de Dios seguridad, vida y paz, y se mantiene en el presente y en el futuro, “ahora y por siempre”.

Es fácil continuar la oración utilizando otras frases del Salterio inspiradas en la misma confianza en Dios:  “Desde el seno pasé a tus manos, desde el vientre materno tú eres mi Dios” (Sal 21, 11). “Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá” (Sal 26, 10). “Tú, Dios mío, eres mi esperanza y mi confianza, Señor, desde mi juventud. En el vientre materno ya me apoyaba en ti, en el seno tú me sostenías” (Sal 70, 5-6).

5. Como hemos visto, a la confianza humilde se contrapone la soberbia. Un escritor cristiano de los siglos IV y V, Juan Casiano, advierte a los fieles de la gravedad de este vicio, que “destruye todas las virtudes en su conjunto y no sólo ataca a los mediocres y a los débiles, sino principalmente a los que han logrado cargos de responsabilidad con el uso de la fuerza”. Y prosigue:  “Por este motivo el bienaventurado David custodia con tanta circunspección su corazón, hasta el punto de que se atreve a proclamar ante Aquel a quien ciertamente no se ocultaban los secretos de su conciencia:  “Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad”. (…) Y, sin embargo, conociendo bien cuán difícil es también para los perfectos esa custodia, no presume de apoyarse únicamente en sus fuerzas, sino que suplica con oraciones al Señor que le ayude  a evitar los dardos del enemigo y a no ser herido:  “Que el pie del orgullo no me alcance” (Sal 35, 12)” (Le istituzioni cenobitiche, XII, 6, Abadía de Praglia, Bresseo di Teolo, Padua 1989, p. 289).

De modo análogo, un antiguo texto anónimo de los Padres del desierto nos ha transmitido esta declaración, que se hace eco delSalmo 130:  “No he superado nunca mi rango para subir más arriba, ni me he turbado jamás en caso de humillación, porque todos mis pensamientos se reducían a pedir al Señor que me despojara del hombre viejo” (I Padri del deserto. Detti, Roma 1980, p. 287).

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20 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Dios, alegría y esperanza nuestra (Salmo 125)

20 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: DIOS, ALEGRÍA Y ESPERANZA NUESTRA (SALMO 125)

AUDIENCIA GENERAL DEL 17 DE AGOSTO DE 2005

DIOS, ALEGRÍA Y ESPERANZA NUESTRA (SALMO 125)

1. Al escuchar las palabras del salmo 125 se tiene la impresión de contemplar con los propios ojos el acontecimiento cantado en la segunda parte del libro de Isaías:  el “nuevo éxodo”. Es el regreso de Israel del exilio babilónico a la tierra de los padres, tras el edicto del rey persa Ciro en el año 558 a.C. Entonces se repitió la experiencia gozosa del primer éxodo, cuando el pueblo hebreo fue liberado de la esclavitud egipcia.

Este salmo cobraba un significado particular cuando se cantaba en los días en que Israel se sentía amenazado y atemorizado, porque debía afrontar de nuevo una prueba. En efecto, el Salmo comprende una oración por el regreso de los prisioneros del momento (cf. v. 4). Así, se transforma en una oración del pueblo de Dios en su itinerario histórico, lleno de peligros y pruebas, pero siempre abierto a la confianza en Dios salvador y liberador, defensor de los débiles y los oprimidos.
2. El Salmo introduce en un clima de júbilo:  se sonríe, se festeja la libertad obtenida, afloran a los labios cantos de alegría (cf. vv. 1-2).

La reacción ante la libertad recuperada es doble. Por un lado, las naciones paganas reconocen la grandeza del Dios de Israel:  “El Señor ha estado grande con ellos” (v. 2). La salvación del pueblo elegido se convierte en una prueba nítida de la existencia eficaz y poderosa de Dios, presente y activo en la historia. Por otro lado, es el pueblo de Dios el que profesa su fe en el Señor que salva:  “El Señor ha estado grande con nosotros” (v. 3).

3. El pensamiento va después al pasado, revivido con un estremecimiento de miedo y amargura. Centremos nuestra atención en la imagen agrícola que usa el salmista:  “Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares” (v. 5). Bajo el peso del trabajo, a veces el rostro se cubre de lágrimas:  se está realizando una siembra fatigosa, que tal vez resulte inútil e infructuosa. Pero, cuando llega la cosecha abundante y gozosa, se descubre que el dolor ha sido fecundo.
En este versículo del Salmo se condensa la gran lección sobre el misterio de fecundidad y de vida que puede encerrar el sufrimiento. Precisamente como dijo Jesús en vísperas de su pasión y muerte:  “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24).

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4. El horizonte del Salmo se abre así a la cosecha festiva, símbolo de la alegría engendrada por la libertad, la paz y la prosperidad, que son fruto de la bendición divina. Así pues, esta oración es un canto de esperanza, al que se puede recurrir cuando se está inmerso en el tiempo de la prueba, del miedo, de la amenaza externa y de la opresión interior.

Pero puede convertirse también en una exhortación más general a vivir la vida y hacer las opciones en un clima de fidelidad. La perseverancia en el bien, aunque encuentre incomprensiones y obstáculos, al final llega siempre a una meta de luz, de fecundidad y de paz.

Es lo que san Pablo recordaba a los Gálatas:  “El que siembra en el espíritu, del espíritu cosechará vida eterna. No nos cansemos de obrar el bien; que a su tiempo nos vendrá la cosecha si no desfallecemos” (Ga 6, 8-9).

5. Concluyamos con una reflexión de san Beda el Venerable (672-735) sobre el salmo 125 comentando las palabras con que Jesús anunció a sus discípulos la tristeza que les esperaba y, al mismo tiempo, la alegría que brotaría de su aflicción (cf. Jn 16, 20).

Beda recuerda que “lloraban y se lamentaban los que amaban a Cristo cuando vieron que los enemigos lo prendieron, lo ataron, lo llevaron a juicio, lo condenaron, lo flagelaron, se burlaron de él y, por último, lo crucificaron, lo hirieron con la lanza y lo sepultaron. Al contrario, los que amaban el mundo se alegraban (…) cuando condenaron a una muerte infamante a aquel que les molestaba sólo al verlo. Los discípulos se entristecieron por la muerte del Señor, pero, conocida su resurrección, su tristeza se convirtió en alegría; visto después el prodigio de la Ascensión, con mayor alegría todavía alababan y bendecían al Señor, como testimonia el evangelista san Lucas (cf. Lc 24, 53). Pero estas palabras del Señor se pueden aplicar a todos los fieles que, a través de las lágrimas y las aflicciones del mundo, tratan de llegar a las alegrías eternas, y que con razón ahora lloran y están tristes, porque no pueden ver aún a aquel que aman, y porque, mientras estén en el cuerpo, saben que están lejos de la patria y del reino, aunque estén seguros de llegar al premio a través de las fatigas y las luchas. Su tristeza se convertirá en alegría cuando, terminada la lucha de esta vida, reciban la recompensa de la vida eterna, según lo que dice el Salmo:  “Los que sembraban con lágrimas, cosechan entre cantares”” (Omelie sul Vangelo, 2, 13:  Collana di Testi Patristici, XC, Roma 1990, pp. 379-380).

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19 de 121- Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Jornada Mundial de la Juventud Colonia 2005

19 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD COLONIA 2005

AUDIENCIA GENERAL DEL 24 DE AGOSTO DE 2005

 JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD COLONIA 2005

Queridos hermanos y hermanas:

Como solía hacer el amado Juan Pablo II después de cada peregrinación apostólica, también yo hoy, junto con vosotros, quisiera repasar los días transcurridos en Colonia con ocasión de la Jornada mundial de la juventud. La Providencia divina quiso que mi primer viaje pastoral fuera de Italia tuviera como meta precisamente mi país de origen, y se realizara con ocasión del gran encuentro de los jóvenes del mundo, a veinte años de la institución de la Jornada mundial de la juventud, querida con intuición profética por mi inolvidable predecesor.

Después de mi regreso, doy gracias a Dios desde lo más hondo de mi corazón por el don de esta peregrinación, de la que conservaré un grato recuerdo. Todos hemos sentido que era un don de Dios. Ciertamente, muchos colaboraron, pero al final la gracia de ese encuentro fue un don de lo alto, del Señor. Al mismo tiempo, expreso mi gratitud a todos los que, con empeño y amor, prepararon y organizaron ese encuentro en todas sus fases:  en primer lugar, al arzobispo de Colonia, cardenal Joachim Meisner, al cardenal Karl Lehmann, presidente de la Conferencia episcopal, y a los obispos de Alemania, con los que me reuní precisamente al final de mi visita. Asimismo, quisiera dar las gracias nuevamente a las autoridades, a las organizaciones y a los voluntarios, que dieron su contribución. También expreso mi agradecimiento a las personas y a las comunidades que, en todas las partes del mundo, lo sostuvieron con su oración, y a los enfermos, que ofrecieron sus sufrimientos por el éxito espiritual de esta importante cita.

El abrazo ideal con los jóvenes participantes en la Jornada mundial de la juventud comenzó desde mi llegada al aeropuerto de Colonia/Bonn, y fue haciéndose cada vez más emotivo a medida que navegaba por el Rhin, desde el muelle de Rodenkirchenerbrücke hasta Colonia, escoltados por otras cinco embarcaciones, que representaban los cinco continentes. También fue sugestiva la etapa frente al andén de Poller Rheinwiesen, donde ya me esperaban miles y miles de jóvenes, con los que celebré mi primer encuentro oficial, llamado con acierto “fiesta de acogida”, y que tenía como lema las palabras de los Magos:  “¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?” (Mt 2, 2).
Precisamente los Magos fueron los “guías” de aquellos jóvenes peregrinos hacia Cristo, adoradores del misterio de su presencia en la Eucaristía. Es muy significativo que todo esto haya sucedido mientras nos acercamos a la conclusión del Año de la Eucaristía querido por Juan Pablo II. El tema del Encuentro -“Hemos venido a adorarlo”- invitó a todos a seguir idealmente a los Magos, y a realizar con ellos un viaje interior de conversión hacia el Emmanuel, el Dios con nosotros, para conocerlo, encontrarlo, adorarlo y, después de haberlo encontrado y adorado, volver a partir llevando en el corazón, en  nuestro  interior, su luz y su alegría.

En Colonia los jóvenes tuvieron muchas ocasiones para profundizar en estas importantes temáticas espirituales, y se sintieron impulsados por el Espíritu Santo a ser testigos entusiastas y coherentes de Cristo, que en la Eucaristía prometió estar realmente presente entre nosotros hasta el fin del mundo. Recuerdo los diversos momentos que tuve la alegría de compartir con ellos, especialmente la vigilia del sábado por la tarde y la celebración conclusiva del domingo. A esas sugestivas manifestaciones de fe se unieron otros millones de jóvenes en todos los rincones de la tierra gracias a las providenciales conexiones de radio y televisión.

Pero ahora quisiera recordar un encuentro singular, el que celebré con los seminaristas, jóvenes llamados a un seguimiento personal más radical de Cristo, Maestro y Pastor. Quise que hubiera un momento específico dedicado a ellos, entre otras cosas, para poner de relieve la dimensión vocacional típica de las Jornadas mundiales de la juventud. Muchas vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada han surgido, a lo largo de estos veinte años, precisamente durante las Jornadas mundiales de la juventud, ocasiones privilegiadas en las que el Espíritu Santo hace oír con fuerza su llamada.

En el marco, lleno de esperanza, de las jornadas de Colonia se sitúa muy bien el encuentro ecuménico con los representantes de las demás Iglesias y comunidades eclesiales. El papel de Alemania en el diálogo ecuménico es importante, tanto por la triste historia de las divisiones como por la función significativa que ha desempeñado en el camino de reconciliación. Espero que el diálogo, como intercambio recíproco de dones, y no sólo de palabras, contribuya también a hacer que crezca y madure la “sinfonía” ordenada y armoniosa, que es la unidad católica.

Desde esta perspectiva, las Jornadas mundiales de la juventud constituyen un valioso “laboratorio” ecuménico. Y ¡cómo no revivir con emoción la visita a la sinagoga de Colonia, sede de la comunidad judía más antigua de Alemania! Con los hermanos judíos recordé la Shoah, así como el 60° aniversario de la liberación de los campos de concentración nazis. Además, este año se conmemora el 40° aniversario de la declaración conciliar Nostra aetate, que inauguró una nueva etapa de diálogo y solidaridad espiritual entre judíos y cristianos, así como de estima por las otras grandes tradiciones religiosas. Entre estas ocupa un lugar particular el islam, cuyos seguidores adoran al único Dios y veneran al patriarca Abraham. Por esta razón, quise encontrarme con los representantes de algunas comunidades musulmanas, a los que manifesté las esperanzas y las preocupaciones del difícil momento histórico que estamos viviendo, deseando que se extirpen el fanatismo y la violencia, y que colaboremos juntos para defender siempre la dignidad de la persona humana y tutelar sus derechos fundamentales.

Queridos hermanos y hermanas, desde el corazón de la “vieja” Europa, que en el siglo pasado, por desgracia, sufrió horrendos conflictos y regímenes inhumanos, los jóvenes volvieron a lanzar a la humanidad de nuestro tiempo el mensaje de la esperanza que no defrauda, porque se funda en la palabra de Dios hecho carne en Jesucristo, muerto y resucitado por nuestra salvación.

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JMJ Colonia 2005

En Colonia los jóvenes encontraron y adoraron al Emmanuel, el Dios con nosotros, en el misterio de la Eucaristía, y comprendieron mejor que la Iglesia es la gran familia mediante la cual Dios forma un espacio de comunión y de unidad entre todos los continentes, las culturas y las razas, una familia más vasta que el mundo, que no conoce límites ni confines, por decirlo así, una “gran comitiva de peregrinos” que caminan con Cristo, guiados por él, estrella resplandeciente que ilumina la historia. Jesús se convierte en nuestro compañero de viaje en la Eucaristía, y -como dije en la homilía de la celebración conclusiva, con una imagen de la física muy conocida- en la Eucaristía lleva la “fisión nuclear” al corazón más recóndito del ser. Sólo esta íntima explosión del bien que vence el mal puede impulsar las demás transformaciones necesarias para cambiar el mundo.

Jesús, el rostro de Dios misericordioso con todo hombre, sigue iluminando nuestro camino como la estrella que guió a los Magos, y nos colma de su alegría. Por tanto, oremos para que desde Colonia los jóvenes lleven consigo, dentro de sí, la luz de Cristo, que es verdad y amor, y la difundan por doquier. Espero que, gracias a la fuerza del Espíritu Santo y a la ayuda materna de la Virgen María, asistamos a una gran primavera de esperanza en Alemania, en Europa y en el mundo entero.

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18 de 121- Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El esfuerzo humano es inútil sin Dios (Salmo 126)

18 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL ESFUERZO HUMANO ES INÚTIL SIN DIOS

AUDIENCIA GENERAL DEL 31 DE AGOSTO DE 2005

EL ESFUERZO HUMANO ES INÚTIL SIN DIOS (SALMO 126)

1. El salmo 126, que se acaba de proclamar, nos presenta un espectáculo en movimiento: una casa en construcción, la ciudad con sus centinelas, la vida de las familias, las vigilias nocturnas, el trabajo diario, los pequeños y grandes secretos de la existencia. Pero sobre todo ello se eleva una presencia decisiva, la del Señor que se cierne sobre las obras del hombre, como sugiere el inicio incisivo del Salmo: “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles” (v. 1).

Ciertamente, una sociedad sólida nace del compromiso de todos sus miembros, pero necesita la bendición y la ayuda de Dios, que por desgracia a menudo se ve excluido o ignorado. El libro de los Proverbios subraya el primado de la acción divina para el bienestar de una comunidad y lo hace de modo radical, afirmando que “la bendición del Señor es la que enriquece, y nada le añade el trabajo a que obliga” (Pr 10, 22).

2. Este salmo sapiencial, fruto de la meditación sobre la realidad de la vida de todo hombre, está construido fundamentalmente sobre un contraste: sin el Señor, en vano se intenta construir una casa estable, edificar una ciudad segura, hacer que el propio esfuerzo dé fruto (cf. Sal 126, 1-2). En cambio, con el Señor se tiene prosperidad y fecundidad, una familia con muchos hijos y serena, una ciudad bien fortificada y defendida, libre de peligros e inseguridades (cf. vv. 3-5).

El texto comienza aludiendo al Señor representado como constructor de la casa y centinela que vela por la ciudad (cf. Sal 120, 1-8). El hombre sale por la mañana a trabajar para sustentar a su familia y contribuir al desarrollo de la sociedad. Es un trabajo que ocupa sus energías, provocando el sudor de su frente (cf. Gn 3, 19) a lo largo de toda la jornada (cf. Sal 126, 2).

3. Pues bien, el salmista, aun reconociendo la importancia del trabajo, no duda en afirmar que todo ese trabajo es inútil si Dios no está al lado del que lo realiza. Y, por el contrario, afirma que Dios premia incluso el sueño de sus amigos. Así el salmista quiere exaltar el primado de la gracia divina, que da consistencia y valor a la actividad humana, aunque esté marcada por el límite y la caducidad. En el abandono sereno y fiel de nuestra libertad al Señor, también nuestras obras se vuelven sólidas, capaces de un fruto permanente. Así nuestro “sueño” se transforma en un descanso bendecido por Dios, destinado a sellar una actividad que tiene sentido y consistencia.

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4. En este punto, el salmo nos presenta otra escena. El Señor ofrece el don de los hijos, considerados como una bendición y una gracia, signo de la vida que continúa y de la historia de la salvación orientada hacia nuevas etapas (cf. v. 3). El salmista destaca, en particular, a “los hijos de la juventud”: el padre que ha tenido hijos en su juventud no sólo los verá en todo su vigor, sino que además ellos serán su apoyo en la vejez. Así podrá afrontar con seguridad el futuro, como un guerrero armado con las “saetas” afiladas y victoriosas que son los hijos (cf. vv. 4-5).

Esta imagen, tomada de la cultura del tiempo, tiene como finalidad celebrar la seguridad, la estabilidad, la fuerza de una familia numerosa, como se repetirá en el salmo sucesivo -el 127-, en el que se presenta el retrato de una familia feliz.

El cuadro final describe a un padre rodeado por sus hijos, que es recibido con respeto a las puertas de la ciudad, sede de la vida pública. Así pues, la generación es un don que aporta vida y bienestar a la sociedad. Somos conscientes de ello en nuestros días al ver naciones a las que el descenso demográfico priva de lozanía, de energías, del futuro encarnado por los hijos. Sin embargo, sobre todo ello se eleva la presencia de Dios que bendice, fuente de vida y de esperanza.

5. Los autores espirituales han usado a menudo el salmo 126 precisamente con el fin de exaltar esa presencia divina, decisiva para avanzar por el camino del bien y del reino de Dios. Así, el monje Isaías (que murió en Gaza en el año 491), en su Asceticon (Logos4, 118), recordando el ejemplo de los antiguos patriarcas y profetas, enseña: “Se situaron bajo la protección de Dios, implorando su ayuda, sin poner su confianza en los esfuerzos que realizaban. Y la protección de Dios fue para ellos una ciudad fortificada, porque sabían que nada podían sin la ayuda de Dios, y su humildad les impulsaba a decir, con el salmista: “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas”” (Recueil ascétique, Abbaye de Bellefontaine 1976, pp. 74-75).

Eso vale también para hoy: sólo la comunión con el Señor puede custodiar nuestras casas y nuestras ciudades.

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17 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Cristo, primogénito de toda criatura y primer resucitado de entre los muertos (Colosenses 1, 12-20)

17 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI:  CRISTO, PRIMOGÉNITO DE TODA CRIATURA Y PRIMER RESUCITADO DE ENTRE LOS MUERTOS

AUDIENCIA GENERAL DEL 7 DE SEPTIEMBRE DE 2005

CRISTO, PRIMOGÉNITO DE TODA CRIATURA Y PRIMER RESUCITADO DE ENTRE LOS MUERTOS (COLOSENSES 1. 12-20)

1. En catequesis anteriores hemos contemplado el grandioso cuadro de Cristo, Señor del universo y de la historia, que domina el himno recogido al inicio de la carta de san Pablo a los Colosenses. En efecto, este cántico marca las cuatro semanas en que se articula la liturgia de las Vísperas.
El núcleo del himno está constituido por los versículos 15-20, donde entra en escena de modo directo y solemne Cristo, definido “imagen de Dios invisible” (v. 15). San Pablo emplea con frecuencia el término griego ekån,
icono. En sus cartas lo usa nueve veces, aplicándolo tanto a Cristo, icono perfecto de Dios (cf. 2 Co 4, 4), como al hombre, imagen y gloria de Dios (cf. 1 Co 11, 7). Sin embargo, el hombre, con el pecado, “cambió la gloria del Dios incorruptible por una representación en forma de hombre corruptible” (Rm 1, 23), prefiriendo adorar a los ídolos y haciéndose semejante a ellos.

Por eso, debemos modelar continuamente nuestro ser y nuestra vida según la imagen del Hijo de Dios (cf. 2 Co 3, 18), pues Dios “nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido” (Col 1, 13). Este es el primer imperativo de nuestro himno:  modelar nuestra vida según la imagen del Hijo de Dios, entrando en sus sentimientos y en su voluntad, en su pensamiento.

2. Luego, se proclama a Cristo “primogénito (engendrado antes) de toda criatura” (v. 15). Cristo precede a toda la creación (cf. v. 17), al haber sido engendrado desde la eternidad:  por eso “por él y para él fueron creadas todas las cosas” (v. 16). También en la antigua tradición judía se afirmaba que “todo el mundo ha sido creado con vistas al Mesías” (Sanhedrin 98 b).

Para el apóstol san Pablo, Cristo es el principio de cohesión (“todo se mantiene en él”), el mediador (“por él”) y el destino final hacia el que converge toda la creación. Él es el “primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8, 29), es decir, el Hijo por excelencia en la gran familia de los hijos de Dios, en la que nos inserta el bautismo.

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3. En este punto, la mirada pasa del mundo de la creación al de la historia:  Cristo es “la cabeza del cuerpo:  de la Iglesia” (Col 1, 18) y lo es ya por su Encarnación. En efecto, entró en la comunidad humana para regirla y componerla en un “cuerpo”, es decir, en una unidad armoniosa y fecunda. La consistencia y el crecimiento de la humanidad tienen en Cristo su raíz, su perno vital y su “principio”.
Precisamente con este primado Cristo puede llegar a ser el principio de la resurrección de todos, el “primogénito de entre los muertos”, porque “todos revivirán en Cristo. (…) Cristo como primicia; luego, en su venida, los de Cristo” (1 Co 15, 22-23).

4. El himno se encamina a su conclusión  celebrando  la  “plenitud”, en griego pleroma, que Cristo tiene en sí como don de amor del Padre. Es la plenitud  de  la divinidad, que se irradia tanto sobre el universo como sobre la humanidad, trasformándose en fuente de paz, de unidad y de armonía perfecta (cf. Col 1, 19-20).

Esta “reconciliación” y “pacificación” se realiza por “la sangre de la cruz”, que nos ha justificado y santificado. Al derramar su sangre y entregarse a sí mismo, Cristo trajo la paz que, en el lenguaje bíblico, es síntesis de los bienes mesiánicos y plenitud salvífica extendida a toda la realidad creada.
Por eso, el himno concluye con un luminoso horizonte de reconciliación, unidad, armonía y paz, sobre el que se yergue solemne la figura de su artífice, Cristo, “Hijo amado” del Padre.

5. Sobre este denso texto han reflexionado los escritores de la antigua tradición cristiana. San Cirilo de Jerusalén, en uno de sus diálogos, cita el cántico de la carta a los Colosenses para responder a un interlocutor anónimo que le había preguntado:  “¿Podemos decir que el Verbo engendrado por Dios Padre ha sufrido por nosotros en su carne?”. La respuesta, siguiendo la línea del cántico, es afirmativa. En efecto, afirma san Cirilo, “la imagen de Dios invisible, el primogénito de toda criatura, visible e invisible, por el cual y en el cual todo existe, ha sido dado ―dice san Pablo― como cabeza a la Iglesia; además, él es el primer resucitado de entre los muertos”, es decir, el primero en la serie de los muertos que resucitan. Él ―prosigue san Cirilo― “hizo suyo todo lo que es propio de la carne del hombre y “soportó la cruz sin miedo a la ignominia” (Hb 12, 2). Nosotros decimos que no fue un simple hombre, colmado de honores, no sé cómo, el que uniéndose a él se sacrificó por nosotros, sino que fue crucificado el mismo Señor de la gloria” (Perché Cristo è uno, Colección de textos patrísticos, XXXVII, Roma 1983, p. 101).

Ante este Señor de la gloria, signo del amor supremo del Padre, también nosotros elevamos nuestro canto de alabanza y nos postramos para adorarlo y darle gracias.

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16 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Promesas a la casa de David (Salmo 131)

16 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: PROMESAS A LA CASA DE DAVID 

AUDIENCIA GENERAL DEL 14 DE SEPTIEMBRE DE 2005

PROMESAS A LA CASA DE DAVID (SALMO 131)

1.Hemos escuchado la primera parte del salmo 131, un himno que la liturgia de Vísperas nos presenta en dos momentos distintos. Muchos estudiosos piensan que este canto resonó en la celebración solemne del traslado del arca del Señor, signo de la presencia divina en medio del pueblo de Israel, en Jerusalén, la nueva capital elegida por David.

En el relato de este acontecimiento, tal como nos lo presenta la Biblia, se lee que el rey David “danzaba y giraba con todas sus fuerzas ante el Señor, ceñido de un efod de lino. David y toda la casa de Israel hacían subir el arca del Señor entre clamores y resonar de cuernos” (2 S 6, 14-15).

Otros estudiosos, en cambio, afirman que el salmo 131 se refiere a una celebración conmemorativa de ese acontecimiento antiguo, después de la institución del culto en el santuario de Sión precisamente por obra de David.

2.Nuestro himno parece suponer una dimensión litúrgica: probablemente se utilizaba durante el desarrollo de una procesión, con la presencia de sacerdotes y fieles, y con la intervención de un coro.

Siguiendo la liturgia de Vísperas, reflexionaremos en los primeros diez versículos del Salmo, los que se acaban de proclamar. En el centro de esta sección se encuentra el solemne juramento que pronunció David. En efecto, se dice que, una vez superado el duro contraste que tuvo con su predecesor el rey Saúl, “juró al Señor e hizo voto al Fuerte de Jacob” (Sal 131, 2). El contenido de este compromiso solemne, expresado en los versículos 3-5, es claro: el soberano no pisará el palacio real de Jerusalén, no irá tranquilo a descansar, si antes no ha encontrado una morada para el arca del Señor.

Y esto es muy importante, porque demuestra que en el centro de la vida social de una ciudad, de una comunidad, de un pueblo, debe estar una presencia que evoca el misterio de Dios trascendente, precisamente un espacio para Dios, una morada para Dios. El hombre no puede caminar bien sin Dios, debe caminar juntamente con Dios en la historia, y el templo, la morada de Dios, tiene la misión de indicar de modo visible esta comunión, este dejarse guiar por Dios.
3.En este punto, después de las palabras de David, aparece, tal vez mediante las palabras de un coro litúrgico, el recuerdo del pasado. En efecto, se evoca el descubrimiento del arca en los campos de Jaar, en la región de Efratá (cf. v. 6): allí había permanecido largo tiempo, después de ser restituida por los filisteos a Israel, que la había perdido durante una batalla (cf. 1S 7, 1;2 S 6, 2.11).

Por eso, desde esa provincia es llevada a la futura ciudad santa, y nuestro pasaje termina con una celebración festiva, en la que por un lado está el pueblo que adora (cf. Sal 131, 7.9), o sea, la asamblea litúrgica; y, por otro, el Señor, que vuelve a hacerse presente y operante mediante el signo del arca colocada en Sión (cf. v. 8), así en el centro de su pueblo.

El alma de la liturgia está en este encuentro entre sacerdotes y fieles, por una parte, y el Señor con su poder, por otra.

rey david krouillong comunion en la mano sacrilegio

4.Como sello de la primera parte del salmo 131 resuena una aclamación orante en favor de los reyes sucesores de David: “Por amor a tu siervo David, no niegues audiencia a tu ungido” (v. 10).

Así pues, se refiere al futuro sucesor de David, “tu ungido”. Es fácil intuir una dimensión mesiánica en esta súplica, destinada inicialmente a pedir ayuda para el soberano judío en las pruebas de la vida. En efecto, el término “ungido” traduce el término hebreo “Mesías”: así, la mirada del orante se dirige más allá de las vicisitudes del reino de Judá y se proyecta hacia la gran espera del “Ungido perfecto”, el Mesías, que será siempre grato a Dios, por él amado y bendecido. Y no será sólo de Israel, sino el “ungido”, el rey de todo el mundo. Dios está con nosotros y se espera este “ungido”, que vino en la persona de Jesucristo.

5.Esta interpretación mesiánica del “ungido” futuro ha sido común en la relectura cristiana y se ha extendido a todo el Salmo.

Es significativa, por ejemplo, la aplicación que Hexiquio de Jerusalén, un presbítero de la primera mitad del siglo V, hizo del versículo 8 a la encarnación de Cristo. En su Segunda homilía sobre la Madre de Dios se dirige así a la Virgen. “Sobre ti y sobre Aquel que de ti ha nacido, David no cesa de cantar con la cítara: “Levántate, Señor, ven a tu mansión, ven con el arca de tu poder” (Sal 131, 8)”.

¿Quién es “el arca de tu poder”? Hexiquio responde: “Evidentemente, la Virgen, la Madre de Dios, pues si tú eres la perla, ella es con verdad el arca; si tú eres el sol, la Virgen será denominada necesariamente el cielo; y si tú eres la flor incontaminada, la Virgen será entonces planta de incorrupción, paraíso de inmortalidad” (Testi mariani del primo millennio, I, Roma 1988, pp. 532-533).

Me parece muy importante esta doble interpretación. El “ungido” es Cristo. Cristo, el Hijo de Dios, se encarnó. Y el Arca de la alianza, la verdadera morada de Dios en el mundo, no hecha de madera sino de carne y sangre, es la Virgen, que se ofrece al Señor como Arca de la alianza y nos invita a ser también nosotros morada viva de Dios en el mundo.

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15 de 121- Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Elección de David y de Sión (Salmo 131, 11-18)

15 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: ELECCIÓN DE DAVID Y DE SIÓN

AUDIENCIA GENERAL DEL 21 DE SEPTIEMBRE DE 2005

ELECCIÓN DE DAVID Y DE SIÓN  (SALMO 131, 11-18)

1. Acaba de resonar la segunda parte del salmo 131, un canto que evoca un acontecimiento capital en la historia de Israel:  el traslado del arca del Señor a la ciudad de Jerusalén.

David fue el artífice de este traslado, atestiguado en la primera parte del Salmo, sobre el que ya hemos reflexionado. En efecto, el rey había hecho el juramento de no establecerse en el palacio real si antes no encontraba una morada para el arca de Dios, signo de la presencia del Señor en medio de su pueblo (cf. vv. 3-5).

A ese juramento del rey responde ahora el juramento de Dios mismo:  “El Señor ha jurado a David una promesa que no retractará” (v. 11). Esta solemne promesa, en su esencia, es la misma que el profeta Natán había hecho, en nombre de Dios, al mismo David; se refiere a la descendencia davídica futura, destinada a reinar establemente (cf. 2 S 7, 8-16).

2. Con todo, el juramento divino implica el esfuerzo humano, hasta el punto de que está condicionado por un “si”:  “Si tus hijos guardan mi alianza” (Sal 131, 12). A la promesa y al don de Dios, que no tiene nada de mágico, debe responder la adhesión fiel y activa del hombre, en un diálogo que implica dos libertades:  la divina y la humana.

En este punto, el Salmo se transforma en un canto que exalta los efectos estupendos tanto del don del Señor como de la fidelidad de Israel. En efecto, se experimentará la presencia de Dios en medio del pueblo (cf. vv. 13-14):  él será como un habitante entre los habitantes de Jerusalén, como un ciudadano que vive con los demás ciudadanos las vicisitudes de la historia, pero ofreciendo el poder de su bendición.

3. Dios bendecirá las cosechas, preocupándose de los pobres para que puedan saciar su hambre (cf. v. 15); extenderá su manto protector sobre los sacerdotes, ofreciéndoles su salvación; hará que todos los fieles vivan con alegría y confianza (cf. v. 16).

La bendición más intensa se reserva una vez más para David y su descendencia:  “Haré germinar el vigor de David, enciendo una lámpara para mi ungido. A  sus enemigos los vestiré de ignominia, sobre él brillará mi diadema” (vv. 17-18).

Una vez más, como había sucedido en la primera parte del Salmo (cf. v. 10), entra en escena la figura del “Ungido”, en hebreo “Mesías”, uniendo así la descendencia davídica al mesianismo que, en la relectura cristiana, encuentra plena realización en la figura de Cristo. Las imágenes usadas son vivaces:  a David se le representa como un vástago que crece con vigor. Dios ilumina al descendiente davídico con una lámpara brillante, símbolo de vitalidad y de gloria; una diadema espléndida marcará su triunfo sobre los enemigos y, por consiguiente, la victoria sobre el mal.

Rey David en Trono krouillong comunion en la mano sacrilegio
4. En Jerusalén, en el templo donde se conserva el arca y en la dinastía davídica, se realiza la doble presencia del Señor:  la presencia en el espacio y la presencia en la historia. Así, el salmo 131 se transforma en una celebración del Dios-Emmanuel, que está con sus criaturas, vive a su lado y las llena de beneficios, con tal de que permanezcan unidas a él en la verdad y en la justicia. El centro espiritual de este himno ya es un preludio de la proclamación de san Juan:  “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14).

5. Concluyamos recordando que los Padres de la Iglesia usaron habitualmente el inicio de esta segunda parte del salmo 131 para describir la encarnación del Verbo en el seno de la Virgen María.

Ya san Ireneo, refiriéndose a la profecía de Isaías sobre la virgen que da a luz, explicaba:  “Las palabras:  “Escuchad, pues, casa de David” (Is 7, 13) dan también a entender que el Rey eterno, que Dios había prometido a David suscitar del “fruto de su seno” (Sal 131, 11), es el mismo que nació de la Virgen, descendiente de David. Porque por esto le había prometido Dios un rey que sería el “fruto de su vientre” ―lo que era propio de una virgen embarazada― (…). Así, por tanto, la Escritura (…) pone y afirma vigorosamente la expresión “fruto del vientre” para proclamar de antemano la generación de Aquel que debía nacer de la Virgen, tal como Isabel, llena del Espíritu Santo, atestiguó, diciendo a María:  “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre” (Lc 1, 42). Por estas palabras el Espíritu Santo indica, a los que quieren entender, que la promesa hecha por Dios a David de suscitar un Rey “del fruto de su vientre” se cumplió cuando la Virgen, es decir, María dio a luz” (Adversus hareses, III, 21, 5).

Así, en el gran arco que va del Salmo antiguo hasta la encarnación del Señor, vemos la fidelidad de Dios. En el Salmo ya se pone de manifiesto el misterio de un Dios que habita con nosotros, que se hace uno de nosotros en la Encarnación. Y esta fidelidad de Dios es nuestra confianza en medio de los cambios de la historia, es nuestra alegría.

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14 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Himno a Dios, realizador de maravillas (Salmo 134)

14 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: HIMNO A DIOS, REALIZADOR DE MARAVILLAS

AUDIENCIA GENERAL DEL 28 DE SEPTIEMBRE DE 2005

HIMNO A DIOS, REALIZADOR DE MARAVILLAS (SALMO 134)

1. Se presenta ahora ante nosotros la primera parte del salmo 134, un himno de índole litúrgica, entretejido de alusiones, reminiscencias y referencias a otros textos bíblicos. En efecto, la liturgia compone a menudo sus textos tomando del gran patrimonio de la Biblia un rico repertorio de temas y de oraciones, que sostienen el camino de los fieles.

Sigamos la trama orante de esta primera sección (cf. Sal 134, 1-12), que se abre con una amplia y apasionada invitación a alabar al Señor (cf. vv. 1-3). El llamamiento se dirige a los “siervos del Señor que estáis en la casa del Señor, en los atrios de la casa de nuestro Dios” (vv. 1-2).

Por tanto, estamos en el clima vivo del culto que se desarrolla en el templo, el lugar privilegiado y comunitario de la oración. Allí se experimenta de modo eficaz la presencia de “nuestro Dios”, un Dios “bueno” y “amable”, el Dios de la elección y de la alianza (cf. vv. 3-4).

Después de la invitación a la alabanza, un solista proclama la profesión de fe, que inicia con la fórmula “Yo sé” (v. 5). Este Credoconstituirá la esencia de todo el himno, que se presenta como una proclamación de la grandeza del Señor (ib.), manifestada en sus obras maravillosas.

2. La omnipotencia divina se manifiesta continuamente en el mundo entero, “en el cielo y en la tierra, en los mares y en los océanos”. Él es quien produce nubes, relámpagos, lluvia y vientos, imaginados como encerrados en “silos” o depósitos (cf. vv. 6-7).

Sin embargo, es sobre todo otro aspecto de la actividad divina el que se celebra en esta profesión de fe. Se trata de la admirable intervención en la historia, donde el Creador muestra el rostro de redentor de su pueblo y de soberano del mundo. Ante los ojos de Israel, recogido en oración, pasan los grandes acontecimientos del Éxodo.

Ante todo, la conmemoración sintética y esencial de las “plagas” de Egipto, los flagelos suscitados por el Señor para doblegar al opresor (cf. vv. 8-9). Luego, se evocan las victorias obtenidas por Israel después de su larga marcha por el desierto. Se atribuyen a la potente intervención de Dios, que “hirió de muerte a pueblos numerosos, mató a reyes poderosos” (v. 10). Por último, la meta tan anhelada y esperada, la tierra prometida:  “Dio su tierra en heredad, en heredad a Israel, su pueblo” (v. 12).

El amor divino se hace concreto y casi se puede experimentar en la historia con todas sus vicisitudes dolorosas y gloriosas. La liturgia tiene la tarea de hacer siempre presentes y eficaces los dones divinos, sobre todo en la gran celebración pascual, que es la raíz de toda otra solemnidad, y constituye el emblema supremo de la libertad y de la salvación.benedicto XVI castel gandolfo enciclicas oraciones exhortaciones apostolicas krouillong sacrilega comunion en la mano 19
3. Recogemos el espíritu del salmo y de su alabanza a Dios, proponiéndolo de nuevo a través de la voz de san Clemente Romano, tal como resuena en la larga oración conclusiva de su Carta a los Corintios. Él observa que, así como en el salmo 134 se manifiesta el rostro del Dios redentor, así también su protección, que concedió a los antiguos padres, ahora llega a nosotros en Cristo:  “Oh Señor, muestra tu rostro sobre nosotros para el bien en la paz, para ser protegidos por tu poderosa mano, y líbrenos de todo pecado tu brazo excelso, y de cuantos nos aborrecen sin motivo. Danos concordia y paz a nosotros y a todos los que habitan sobre la tierra, como se la diste a nuestros padres que te invocaron santamente en fe y verdad. (…) A ti, el único que puedes hacer esos bienes y mayores que esos por nosotros, a ti te confesamos por el sumo Sacerdote y protector de nuestras almas, Jesucristo, por el cual sea a ti gloria y magnificencia ahora y de generación en generación, y por los siglos de los siglos” (60, 3-4; 61, 3:  Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1993, pp. 234-235).

Sí, esta oración de un Papa del siglo primero la podemos rezar también nosotros, en nuestro tiempo, como nuestra oración para el día de hoy:  “Oh Señor, haz resplandecer tu rostro sobre nosotros hoy, para el bien de la paz. Concédenos en estos tiempos concordia y paz a nosotros y a todos los habitantes de la tierra, por Jesucristo, que reina de generación en generación y por los siglos de los siglos. Amén”.

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13 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Solo Dios es grande y eterno (Salmo 134, 13-21)

13 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SOLO DIOS ES GRANDE Y ETERNO

AUDIENCIA GENERAL DEL 5 DE OCTUBRE DE 2005

SOLO DIOS ES GRANDE Y ETERNO (SALMO 134, 13-21)

1. La liturgia de las Vísperas nos presenta el salmo 134, un canto con tono pascual, en dos pasajes distintos. El que acabamos de escuchar contiene la segunda parte (cf. vv. 13-21), la cual concluye con el aleluya, exclamación de alabanza al Señor con la que se había iniciado el Salmo.

El salmista, después de conmemorar, en la primera parte del himno, el acontecimiento del Éxodo, centro de la celebración pascual de Israel, ahora compara con gran relieve dos concepciones religiosas diversas. Por un lado, destaca la figura del Dios vivo y personal que está en el centro de la fe auténtica (cf. vv. 13-14). Su presencia es eficaz y salvífica; el Señor no es una realidad inmóvil y ausente, sino una persona viva que “gobierna” a sus fieles, “se compadece” de ellos y los sostiene con su poder y su amor.

2. Por otro lado, se presenta la idolatría (cf. vv. 15-18), manifestación de una religiosidad desviada y engañosa. En efecto, el ídolo no es más que “hechura de manos humanas”, un producto de los deseos humanos; por tanto, es incapaz de superar los límites propios de las criaturas. Ciertamente, tiene una forma humana, con boca, ojos, orejas, garganta, pero es inerte, no tiene vida, como sucede precisamente a una estatua inanimada (cf. Sal 113, 4-8).

El destino de quienes adoran a estos objetos sin vida es llegar a ser semejantes a ellos:  impotentes, frágiles, inertes. En esta descripción de la idolatría como religión falsa se representa claramente la eterna tentación del hombre de buscar la salvación en “las obras de sus manos”, poniendo su esperanza en la riqueza, en el poder, en el éxito, en lo material. Por desgracia, a quienes actúan de esa manera, adorando la riqueza, lo material, les sucede lo que ya describía de modo eficaz el profeta Isaías:  “A quien se apega a la ceniza, su corazón engañado le extravía. No salvará su vida. Nunca dirá:  “¿Acaso lo que tengo en la mano es engañoso?”” (Is 44, 20).

benedicto XVI castel gandolfo enciclicas oraciones exhortaciones apostolicas krouillong sacrilega comunion en la mano 12
3. El salmo 134, después de esta meditación sobre la religión verdadera y la falsa, sobre la fe auténtica en el Señor del universo y de la historia, y sobre la idolatría, concluye con una bendición litúrgica (cf. vv. 19-21), que pone en escena una serie de figuras presentes en el culto tributado en el templo de Sión (cf.Sal 113, 9-13).

Toda la comunidad congregada en el templo eleva en coro a Dios, creador del universo y salvador de su pueblo en la historia, una bendición, expresada con variedad de voces y con la humildad de la fe.

La liturgia es el lugar privilegiado para la escucha de la palabra divina, que hace presentes los actos salvíficos del Señor, pero también es el ámbito en el cual se eleva la oración comunitaria que celebra el amor divino. Dios y el hombre se encuentran en un abrazo de salvación, que culmina precisamente en la celebración litúrgica. Podríamos decir que es casi una definición de la liturgia:  realiza un abrazo de salvación entre Dios y el hombre.

4. Comentando los versículos de este salmo referentes a los ídolos y la semejanza que tienen con ellos los que confían en los mismos (cf. Sal 134, 15-18), san Agustín explica:  “En efecto, creedme hermanos, esas personas tienen cierta semejanza con sus ídolos:  ciertamente, no en su cuerpo, sino en su hombre interior. Tienen orejas, pero no escuchan lo que Dios les dice:  “El que tenga oídos para oír, que oiga”. Tienen ojos, pero no ven; es decir, tienen los ojos del cuerpo pero no el ojo de la fe”. No perciben la presencia de Dios. Tienen ojos y no ven. Y del mismo modo, “tienen narices pero no perciben olores. No son capaces de percibir el olor del que habla el Apóstol:  Somos el buen olor de Cristo en todos los lugares (cf. 2 Co 2, 15). ¿De qué les sirve tener narices, si con ellas no logran respirar el suave perfume de Cristo?”.

Es verdad ―reconoce san Agustín―, hay aún personas que viven en la idolatría; y esto vale también para nuestro tiempo, con su materialismo, que es una idolatría. San Agustín añade:  aunque hay aún personas así, aunque persiste esta idolatría, sin embargo, “cada día hay gente que, convencida por los milagros de Cristo nuestro Señor, abraza la fe, ―y gracias a Dios esto también sucede hoy―. Cada día se abren ojos a los ciegos y oídos a los sordos, comienzan a respirar narices antes obstruidas, se sueltan las lenguas de los mudos, se consolidan las piernas de los paralíticos, se enderezan los pies de los lisiados. De todas estas piedras salen hijos de Abraham (cf. Mt 3, 9). Así pues, hay que decirles a todos esos:  “Casa de Israel, bendice al Señor”… Bendecid al Señor, vosotros, pueblos en general; esto significa:  casa de Israel. Bendecidlo vosotros, prelados de la Iglesia; esto significa:  casa de Aarón. Bendecidlo vosotros, ministros; esto significa:  casa de Leví. Y ¿qué decir de las demás naciones? “Vosotros, que teméis al Señor, bendecid al Señor”” (Exposición sobre el salmo 134, 24-25):  Nuova Biblioteca Agostiniana, XXVIII, Roma 1997, pp. 375. 377).

Hagamos nuestra esta invitación y bendigamos, alabemos y adoremos al Señor, al Dios vivo y verdadero.

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12 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Saludo a la ciudad santa de Jerusalén (Salmo 121)

12 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SALUDO A LA CIUDAD SANTA DE JERUSALÉN

AUDIENCIA GENERAL DEL 12 DE OCTUBRE DE 2005

SALUDO A LA CIUDAD SANTA DE JERUSALÉN (SALMO 121)

1. La oración que acabamos de escuchar y gustar es uno de los más hermosos y apasionados cánticos de las subidas. Se trata del salmo 121, una celebración viva y comunitaria en Jerusalén, la ciudad santa hacia la que suben los peregrinos.

En efecto, al inicio, se funden dos momentos vividos por el fiel:  el del día en que aceptó la invitación a “ir a la casa del Señor” (v. 1) y el de la gozosa llegada a los “umbrales” de Jerusalén (cf. v. 2). Sus pies ya pisan, por fin, la tierra santa y amada. Precisamente entonces sus labios se abren para elevar un canto de fiesta en honor de Sión, considerada en su profundo significado espiritual.

2. Jerusalén, “ciudad bien compacta” (v. 3), símbolo de seguridad y estabilidad, es el corazón de la unidad de las doce tribus de Israel, que convergen hacia ella como centro de su fe y de su culto. En efecto, a ella suben “a celebrar el nombre del Señor” (v. 4) en el lugar que la “ley de Israel” (Dt 12, 13-14; 16, 16) estableció como único santuario legítimo y perfecto.

En Jerusalén hay otra realidad importante, que es también signo de la presencia de Dios en Israel:  son “los tribunales de justicia en el palacio de David” (Sal 121, 5); es decir, en ella gobierna la dinastía davídica, expresión de la acción divina en la historia, que desembocaría en el Mesías (cf. 2 S 7, 8-16).

Ciudad Santa de Jerusalen krouillong comunion en la mano sacrilegio
3. Se habla de “los tribunales de justicia en el palacio de David” (v. 5) porque el rey era también el juez supremo. Así, Jerusalén, capital política, era también la sede judicial más alta, donde se resolvían en última instancia las controversias:  de ese modo, al salir de Sión, los peregrinos judíos volvían a sus aldeas más justos y pacificados.

El Salmo ha trazado, así, un retrato ideal de la ciudad santa en su función religiosa y social, mostrando que la religión bíblica no es abstracta ni intimista, sino que es fermento de justicia y solidaridad. Tras la comunión con Dios viene necesariamente la comunión de los hermanos entre sí.

4. Llegamos ahora a la invocación final (cf. vv. 6-9). Toda ella está marcada por la palabra hebrea shalom, “paz”, tradicionalmente considerada como parte del nombre mismo de la ciudad santa:  Jerushalajim, interpretada como “ciudad de la paz”.

Como es sabido, shalom alude a la paz mesiánica, que entraña alegría, prosperidad, bien, abundancia. Más aún, en la despedida que el peregrino dirige al templo, a la “casa del Señor, nuestro Dios”, además de la paz se añade el “bien”:  “te deseo todo bien” (v. 9). Así, anticipadamente, se tiene el saludo franciscano:  “¡Paz y bien!”. Todos tenemos algo de espíritu franciscano. Es un deseo de bendición sobre los fieles que aman la ciudad santa, sobre su realidad física de muros y palacios, en los que late la vida de un pueblo, y sobre todos los hermanos y los amigos. De este modo, Jerusalén se transformará en un hogar de armonía y paz.

5. Concluyamos nuestra meditación sobre el salmo 121 con la reflexión de uno de los Santos Padres, para los cuales la Jerusalén antigua era signo de otra Jerusalén, también “fundada como ciudad bien compacta”. Esta ciudad ―recuerda san Gregorio Magno en sus Homilías sobre Ezequiel― “ya tiene aquí un gran edificio en las costumbres de los santos. En un edificio una piedra soporta la otra, porque se pone una piedra sobre otra, y la que soporta a otra es a su vez soportada por otra. Del mismo modo, exactamente así, en la santa Iglesia cada uno soporta al otro y es soportado por el otro. Los más cercanos se sostienen mutuamente, para que por ellos se eleve el edificio de la caridad. Por eso san Pablo recomienda:  “Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo” (Ga 6, 2). Subrayando la fuerza de esta ley, dice:  “La caridad es la ley en su plenitud” (Rm 13, 10). En efecto, si yo no me esfuerzo por aceptaros a vosotros tal como sois, y vosotros no os esforzáis por aceptarme tal como soy, no puede construirse el edificio de la caridad entre nosotros, que también estamos unidos por amor recíproco y paciente”. Y, para completar la imagen, no conviene olvidar que “hay un cimiento que soporta todo el peso del edificio, y es nuestro Redentor; él solo nos soporta a todos tal como somos. De él dice el Apóstol:  “nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo” (1 Co 3, 11). El cimiento soporta las piedras, y las piedras no lo soportan a él; es decir, nuestro Redentor soporta el peso de todas nuestras culpas, pero en él no hubo  ninguna  culpa  que  sea necesario soportar” (2, 1, 5:  Opere di Gregorio Magno, III/2, Roma 1993, pp. 27. 29).

Así, el gran Papa san Gregorio nos explica lo que significa el Salmo en concreto para la práctica de nuestra vida. Nos dice que debemos ser en la Iglesia de hoy una verdadera Jerusalén, es decir, un lugar de paz, “soportándonos los unos a los otros” tal como somos; “soportándonos mutuamente” con la gozosa certeza de que el Señor nos “soporta” a todos. Así crece la Iglesia como una verdadera Jerusalén, un lugar de paz. Pero también queremos orar por la ciudad de Jerusalén, para que sea cada vez más un lugar de encuentro entre las religiones y los pueblos; para que sea realmente un lugar de paz.

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11 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: “Desde lo hondo a ti grito” (Salmo 129)

11 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: “DESDE LO HONDO A TI GRITO”

AUDIENCIA GENERAL DEL 19 DE OCTUBRE DE 2005

“DESDE LO HONDO A TI GRITO (SALMO 129)

1. Se ha proclamado uno de los salmos más célebres y arraigados en la tradición cristiana:  el De profundis, llamado así por sus primeras palabras en la versión latina. Juntamente con el Miserere ha llegado a ser uno de los salmos penitenciales preferidos en la piedad popular.

Más allá de su aplicación fúnebre, el texto es, ante todo, un canto a la misericordia divina y a la reconciliación entre el pecador y el Señor, un Dios justo pero siempre dispuesto a mostrarse “compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por mil generaciones, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado” (Ex 34, 6-7). Precisamente por este motivo, el Salmo se encuentra insertado en la liturgia vespertina de Navidad y de toda la octava de Navidad, así como en la del IV domingo de Pascua y de la solemnidad de la Anunciación del Señor.

2. El salmo 129 comienza con una voz que brota de las profundidades del mal y de la culpa (cf. vv. 1-2). El orante se dirige al Señor, diciendo:  “Desde lo hondo a ti grito, Señor”. Luego, el Salmo se desarrolla en tres momentos dedicados al tema del pecado y del perdón. En primer lugar, se dirige a Dios, interpelándolo directamente con el “tú”:  “Si llevas cuentas de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón, y así infundes respeto” (vv. 3-4).

Es significativo que lo que produce el temor, una actitud de respeto mezclado con amor, no es el castigo sino el perdón. Más que la ira de Dios, debe provocar en nosotros un santo temor su magnanimidad generosa y desarmante. En efecto, Dios no es un soberano inexorable que condena al culpable, sino un padre amoroso, al que debemos amar no por miedo a un castigo, sino por su bondad dispuesta a perdonar.

3. En el centro del segundo momento está el “yo” del orante, que ya no se dirige al Señor, sino que habla de él:  “Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor, más que el centinela a la aurora” (vv. 5-6). Ahora en el corazón del salmista arrepentido florecen la espera, la esperanza, la certeza de que Dios pronunciará una palabra liberadora y borrará el pecado.
La tercera y última etapa en el desarrollo del Salmo se extiende a todo Israel, al pueblo a menudo pecador y consciente de la necesidad de la gracia salvífica de Dios:  “Aguarde Israel al Señor (…); porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa:  y él redimirá a Israel de todos sus delitos” (vv. 7-8).

La salvación personal, implorada antes por el orante, se extiende ahora a toda la comunidad. La fe del salmista se inserta en la fe histórica del pueblo de la alianza, “redimido” por el Señor no sólo de las angustias de la opresión egipcia, sino también “de todos sus delitos”. Pensemos que el pueblo de la elección, el pueblo de Dios, somos ahora nosotros. También nuestra fe nos inserta en la fe común de la Iglesia. Y precisamente así nos da la certeza de que Dios es bueno con nosotros y nos libra de nuestras culpas.

Partiendo del abismo tenebroso del pecado, la súplica del De profundis llega al horizonte luminoso de Dios, donde reina “la misericordia y la redención”, dos grandes características de Dios, que es amor.

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4. Releamos ahora la meditación que sobre este salmo ha realizado la tradición cristiana. Elijamos la palabra de san Ambrosio:  en sus escritos recuerda a menudo los motivos que llevan a implorar de Dios el perdón.

“Tenemos un Señor bueno, que quiere perdonar a todos”, recuerda en el tratado sobre La penitencia, y añade:  “Si quieres  ser  justificado, confiesa tu maldad:  una humilde confesión de los pecados deshace el enredo de las culpas… Mira con qué esperanza de perdón te impulsa a confesar” (2, 6, 40-41:  Sancti Ambrosii Episcopi Mediolanensis Opera SAEMO, XVII, Milán-Roma 1982, p. 253).

En la Exposición del Evangelio según san Lucas, repitiendo la misma invitación, el Obispo de Milán manifiesta su admiración por los dones que Dios añade a su perdón:  “Mira cuán bueno es Dios; está dispuesto a perdonar los pecados. Y no sólo te devuelve lo que te había quitado, sino que además te concede dones inesperados”. Zacarías, padre de Juan Bautista, se había quedado mudo por no haber creído al ángel, pero luego, al perdonarlo, Dios le había concedido el don de profetizar en el canto del Benedictus:  “El que poco antes era mudo, ahora ya profetiza —observa san Ambrosio—; una de las mayores gracias del Señor es que precisamente los que lo han negado lo confiesen. Por tanto, nadie pierda la confianza, nadie desespere de las recompensas divinas, aunque le remuerdan antiguos pecados. Dios sabe cambiar de parecer, si tú sabes enmendar la culpa” (2, 33:  SAEMO, XI, Milán-Roma 1978, p. 175).

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10 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Cristo, siervo de Dios (Filipenses 2, 6-11)

10 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: CRISTO, SIERVO DE DIOS

AUDIENCIA GENERAL DEL 26 DE OCTUBRE DE 2005

CRISTO, SIERVO DE DIOS (FILIPENSES 2, 6-11)

1. Una vez más, siguiendo el recorrido propuesto por la liturgia de las Vísperas con los diversos salmos y cánticos, hemos escuchado el admirable y esencial himno insertado por san Pablo en la carta a los Filipenses (Flp 2, 6-11).

Ya subrayamos en otra ocasión que el texto tiene un movimiento descendente y otro ascendente. En el primero, Cristo Jesús, desde el esplendor de su divinidad, que le pertenece por naturaleza, elige descender hasta la humillación de la “muerte de cruz”. Así se hace realmente hombre y nuestro redentor, con una auténtica y plena participación en nuestra realidad humana de dolor y muerte.

2. El segundo movimiento, ascendente, revela la gloria pascual de Cristo que, después de la muerte, se manifiesta de nuevo en el esplendor de su majestad divina.

El Padre, que había aceptado el acto de obediencia del Hijo en la Encarnación y en la Pasión, ahora lo “exalta” de modo supereminente, como dice el texto griego. Esta exaltación no sólo se expresa con la entronización a la diestra de Dios, sino también con la concesión a Cristo de un “nombre sobre todo nombre” (v. 9).

Ahora bien, en el lenguaje bíblico, el “nombre” indica la verdadera esencia y la función específica de una persona; manifiesta su realidad íntima y profunda. Al Hijo, que por amor se humilló en la muerte, el Padre le confiere una dignidad incomparable, el “nombre” más excelso, el de “Señor”, propio de Dios mismo.

3. En efecto, la  proclamación de fe, entonada en coro por el cielo, la tierra y el abismo postrados en adoración, es clara y explícita:  “Jesucristo es Señor” (v. 11). En griego se afirma que Jesús es Kyrios, un título ciertamente regio, que en la traducción griega de la Biblia se usaba en vez del nombre de Dios revelado a Moisés, nombre sagrado e impronunciable. Con este nombre, “Kyrios”, se reconoce a Jesucristo verdadero Dios.

Así pues, por una parte, se produce un reconocimiento del señorío universal de Jesucristo, que recibe el homenaje de toda la creación, vista como un súbdito postrado a sus pies. Pero, por otra, la aclamación de fe declara a Cristo subsistente en la forma o condición divina, por consiguiente presentándolo como digno de adoración.

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4. En este himno, la referencia al escándalo de la cruz (cf. 1 Co 1, 23) y, antes aún, a la verdadera humanidad del Verbo hecho carne (cf. Jn 1, 14), se entrelaza y culmina con el acontecimiento de la resurrección. A la obediencia sacrificial del Hijo sigue la respuesta glorificadora del Padre, a la que se une la adoración por parte de la humanidad y de la creación. La singularidad de Cristo deriva de su función de Señor del mundo redimido, que le fue conferida por su obediencia perfecta “hasta la muerte”. El proyecto de salvación tiene en el Hijo su pleno cumplimiento y los fieles son invitados —sobre todo en la liturgia— a proclamarlo y a vivir sus frutos.

Esta es la meta a la que lleva el himno cristológico que, desde hace siglos, la Iglesia medita, canta y considera guía de su vida:  “Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Flp 2, 5).

5. Veamos ahora la meditación que san Gregorio Nacianceno escribió sabiamente sobre nuestro himno. En un canto en honor de Cristo, ese gran doctor de la Iglesia del siglo IV declara que Jesucristo “no se despojó de ninguna parte constitutiva de su naturaleza divina y a pesar de ello me salvó como un médico que se inclina hasta tocar las heridas fétidas. (…) Era del linaje de David, pero fue el creador de Adán. Llevaba la carne, pero también era ajeno al cuerpo. Fue engendrado por una madre, pero por una madre virgen; era limitado, pero también inmenso. Y lo pusieron en un pesebre, pero una estrella hizo de guía a los Magos, que llegaron llevándole dones y ante él se postraron. Como un mortal se enfrentó al demonio, pero, siendo invencible, superó al tentador después de una triple batalla. (…) Fue víctima, pero también sumo sacerdote; fue sacrificador, pero era Dios. Ofreció a Dios su sangre y de este modo purificó a todo el mundo. Una  cruz  lo  mantuvo  elevado  de la tierra, pero el pecado quedó clavado. (…) Bajó al lugar de los muertos, pero salió del abismo y resucitó a muchos que estaban muertos. El primer acontecimiento es propio de la miseria humana, pero el segundo corresponde a la riqueza del ser incorpóreo. (…) El Hijo inmortal asumió esa forma terrena porque te ama” (Carmina arcana, 2:  Collana di Testi Patristici, LVIII, Roma 1986, pp. 236-238).

Al final de esta meditación, quisiera subrayar dos palabras para nuestra vida. Ante todo, esta exhortación de san Pablo:  “Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús”. Aprender a sentir como sentía Jesús; conformar nuestro modo de pensar, de decidir, de actuar, a los sentimientos de Jesús. Si nos esforzamos por conformar nuestros sentimientos a los de Jesús, vamos por el camino correcto. La otra palabra es de san Gregorio Nacianceno:  “Jesús te ama”. Esta palabra, llena de ternura, es para nosotros un gran consuelo, pero también una gran responsabilidad cada día.

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09 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Felicidad del Justo (Salmo 111)

09 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI:  FELICIDAD DEL JUSTO

AUDIENCIA GENERAL DEL 2 DE NOVIEMBRE DE 2005

FELICIDAD DEL JUSTO (SALMO 111)

1. Después de celebrar ayer la solemne fiesta de Todos los Santos del cielo, hoy conmemoramos a todos los Fieles Difuntos. La liturgia nos invita a orar por nuestros seres queridos que han fallecido, dirigiendo nuestro pensamiento al misterio de la muerte, herencia común de todos los hombres.
Iluminados por la fe, contemplamos el enigma humano de la muerte con serenidad y esperanza. Según la Escritura, más que un final, es un nuevo nacimiento, es el paso obligado a través del cual pueden llegar a la vida plena los que conforman su vida terrena según las indicaciones de la palabra de Dios.

El salmo 111, composición de índole sapiencial, nos presenta la figura de estos justos, los cuales temen al Señor, reconocen su trascendencia y se adhieren con confianza y amor a su voluntad a la espera de encontrarse con él después de la muerte.

A esos fieles está reservada una “bienaventuranza”:  “Dichoso el que teme al Señor” (v. 1). El salmista precisa inmediatamente en qué consiste ese temor:  se manifiesta en la docilidad a los mandamientos de Dios. Llama dichoso a aquel que “ama de corazón sus mandatos” y los cumple, hallando en ellos alegría y paz.

2. La docilidad a Dios es, por tanto, raíz de esperanza y armonía interior y exterior. El cumplimiento de la ley moral es fuente de profunda paz de la conciencia. Más aún, según la visión bíblica de la “retribución”, sobre el justo se extiende el manto de la bendición divina, que da estabilidad y éxito a sus obras y a las de sus descendientes:  “Su linaje será  poderoso en la tierra, la descendencia del justo será bendita. En su casa habrá riquezas y abundancia” (vv. 2-3; cf. v. 9). Ciertamente, a esta visión optimista se oponen las observaciones amargas del justo Job, que experimenta el misterio del dolor, se siente injustamente castigado y sometido a pruebas aparentemente sin sentido. Job representa a muchas personas justas, que sufren duras pruebas en el mundo. Así pues, conviene leer este salmo en el contexto global de la sagrada Escritura, hasta la cruz y la resurrección del Señor. La Revelación abarca la realidad de la vida humana en todos sus aspectos.

Con todo, sigue siendo válida la confianza que el salmista quiere transmitir y hacer experimentar a quienes han escogido seguir el camino de una conducta moral intachable, contra cualquier alternativa de éxito ilusorio obtenido mediante la injusticia y la inmoralidad.

3. El centro de esta fidelidad a la palabra divina consiste en una opción fundamental, es decir, la caridad con los pobres y necesitados:  “Dichoso el que se apiada y presta (…). Reparte limosna a los pobres” (vv. 5. 9). Por consiguiente, el fiel es generoso:  respetando la norma bíblica, concede préstamos a los hermanos que pasan necesidad, sin intereses (cf. Dt 15, 7-11) y sin caer en la infamia de la usura, que arruina la vida de los pobres.

El justo, acogiendo la advertencia constante de los profetas, se pone de parte de los marginados y los sostiene con ayudas abundantes. “Reparte limosna a los pobres”, se dice en el versículo 9, expresando así una admirable generosidad, completamente desinteresada.

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4. El salmo 111, juntamente con el retrato del hombre fiel y caritativo, “justo, clemente y compasivo”, presenta al final, en un solo versículo (cf. v. 10), también  el  perfil del malvado. Este individuo asiste al éxito del justo recomiéndose de rabia y envidia. Es el tormento de quien tiene una mala conciencia, a diferencia del hombre generoso cuyo “corazón está firme” y “seguro” (vv. 7-8).

Nosotros fijamos nuestra mirada en el rostro sereno del hombre fiel, que “reparte limosna a los pobres” y, para nuestra reflexión conclusiva, acudimos a las palabras de Clemente Alejandrino, el Padre de la Iglesia del siglo II, que comenta una afirmación difícil del Señor. En la parábola sobre el administrador injusto aparece la expresión según la cual debemos hacer el bien con “dinero injusto”.

Aquí surge la pregunta:  el dinero, la riqueza, ¿son de por sí injustos? o ¿qué quiere decir el Señor? Clemente Alejandrino lo explica muy bien en su homilía titulada “¿Cuál rico se salvará?” Y dice:  Jesús “declara injusta por naturaleza cualquier posesión que uno conserva  para sí mismo como bien propio y no la pone al servicio de los necesitados;  pero declara también que partiendo de esta injusticia se puede realizar una  obra  justa  y saludable, ayudando a alguno de los pequeños que tienen una morada eterna junto al Padre (cf. Mt 10, 42;  18, 10)”  (31, 6:   Collana di Testi Patristici,  CXLVIII,  Roma 1999, pp. 56-57).

Y, dirigiéndose al lector, Clemente añade:  “Mira, en primer lugar, que no te ha mandado esperar a que te rueguen o te supliquen, te pide que busques tú mismo a los que son dignos de ser escuchados, en cuanto discípulos del Salvador” (31, 7:  ib., p. 57).

Luego, recurriendo a otro texto bíblico, comenta:  “Así pues, es hermosa la afirmación del Apóstol:  “Dios ama a quien da con alegría” (2 Co 9, 7), a quien goza dando y no siembra con mezquindad,  para no recoger del mismo  modo,  sino  que comparte sin tristeza, sin hacer distinciones y sin dolor; esto es auténticamente hacer el bien” (31, 8:  ib.).

En el día de la conmemoración de los difuntos, como dije al principio, todos estamos llamados a confrontarnos con el enigma de la muerte y, por tanto, con la cuestión de cómo vivir bien, cómo encontrar la felicidad. Y este salmo responde:  dichoso el hombre que da; dichoso el hombre que no utiliza la vida para sí mismo, sino que da; dichoso el hombre que es “justo, clemente y compasivo”; dichoso el hombre que vive amando a Dios y al prójimo. Así vivimos bien y así no debemos tener miedo a la muerte, porque tenemos la felicidad que viene de Dios y que dura para siempre.

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08 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Himno Pascual (Salmo 135)

08 de 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: HIMNO PASCUAL

AUDIENCIA GENERAL DEL 9 DE NOVIEMBRE DE 2005

HIMNO PASCUAL (SALMO 135)

1. Ha sido llamado “el gran Hallel”, es decir, la alabanza solemne y grandiosa que el judaísmo entonaba durante la liturgia pascual. Hablamos del salmo 135, cuya primera parte acabamos de escuchar, según la división propuesta por la liturgia de las Vísperas (cf. vv. 1-9).

Reflexionemos ante todo en el estribillo:  “Es eterna su misericordia”. En esa frase destaca la palabra “misericordia”, que en realidad es una traducción legítima, pero limitada, del vocablo originario hebreo hesed. En efecto, este vocablo forma parte del lenguaje característico que usa la Biblia para hablar de la relación que existe entre Dios y su pueblo. El término trata de definir las actitudes que se establecen dentro de esa relación:  la fidelidad, la lealtad, el amor y, evidentemente, la misericordia de Dios.

Aquí tenemos la representación sintética del vínculo profundo e interpersonal que instaura el Creador con su criatura. Dentro de esa relación, Dios no aparece en la Biblia como un Señor impasible e implacable, ni como un ser oscuro e indescifrable, semejante al hado, contra cuya fuerza misteriosa es inútil luchar. Al contrario, él se manifiesta como una persona que ama a sus criaturas, vela por ellas, las sigue en el camino de la historia y sufre por las infidelidades que a menudo el pueblo opone a su hesed, a su amor misericordioso y paterno.

2. El primer signo visible de esta caridad divina —dice el salmista— ha de buscarse en la creación. Luego entrará en escena la historia. La mirada, llena de admiración  y asombro, se detiene ante todo en la creación:  los cielos, la tierra, las aguas, el sol, la luna y las estrellas.

Antes de descubrir al Dios que se revela en la historia de un pueblo, hay una revelación cósmica, al alcance de todos, ofrecida a toda la humanidad por el único Creador, “Dios de los dioses” y “Señor de los señores” (vv. 2-3).

Como había cantado el salmo 18, “el cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos:  el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra” (vv. 2-3). Así pues, existe un mensaje divino, grabado secretamente en la creación y signo del hesed, de la fidelidad amorosa de Dios, que da a sus criaturas el ser y la vida, el agua y el alimento, la luz y el tiempo.

Hay que tener ojos limpios para captar esta revelación divina, recordando lo que dice el libro de la Sabiduría:  “De la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor” (Sb 13, 5; cf. Rm 1, 20). Así, la alabanza orante brota de la contemplación de las “maravillas” de Dios (cf. Sal 135, 4), expuestas en la creación, y se transforma en gozoso himno de alabanza y acción de gracias al Señor.

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3. Por consiguiente, de las obras creadas se asciende hasta la grandeza de Dios, hasta su misericordia amorosa. Es lo que nos enseñan los Padres de la Iglesia, en cuya voz resuena la constante Tradición cristiana.

Así, san Basilio Magno, en una de las páginas iniciales de su primera homilía sobre el Exameron, en la que comenta el relato de la creación según el capítulo primero del libro del Génesis, se detiene a considerar la acción sabia de Dios, y llega a reconocer en la bondad divina el centro propulsor de la creación. He aquí algunas expresiones tomadas de la larga reflexión del santo obispo de Cesarea de Capadocia:

“”En el principio creó Dios los cielos y la tierra”. Mi palabra se rinde abrumada por el asombro ante este pensamiento” (1, 2, 1: Sulla Genesi, en Omelie sull’Esamerone, Milán 1990, pp. 9. 11). En efecto, aunque algunos, “engañados por el ateísmo que llevaban en su interior, imaginaron que el universo no tenía guía ni orden, como si estuviera gobernado por la casualidad”, el escritor sagrado “en seguida nos ha iluminado la mente con el nombre de Dios al inicio del relato, diciendo:  “En el principio creó Dios”. Y ¡qué belleza hay en este orden!” (1, 2, 4:  ib., p. 11). “Así pues, si el mundo tiene un principio y ha sido creado, busca al que lo ha creado, busca al que le ha dado inicio, al que es su Creador. (…) Moisés nos ha prevenido con su enseñanza imprimiendo en nuestras almas como sello y filacteria el santísimo nombre de Dios, cuando dijo:  “En el principio creó Dios”. La naturaleza bienaventurada, la bondad sin envidia, el que es objeto de amor por parte de todos los seres racionales, la belleza más deseable que ninguna otra, el principio de los seres, la fuente de la vida, la luz intelectiva, la sabiduría inaccesible, es decir, Dios “en el principio creó los cielos y la tierra”” (1, 2, 6-7:  ib., p. 13).

Creo que las palabras de este Santo Padre del siglo IV tienen una actualidad sorprendente cuando dice:  “Algunos, engañados por el ateísmo que llevaban en su interior, imaginaron que el universo no tenía guía ni orden, como si estuviera gobernado por la casualidad”. ¡Cuántos son hoy los que piensan así! Engañados por el ateísmo, consideran y tratan de demostrar que es científico pensar que todo carece de guía y de orden, como si estuviera gobernado por la casualidad. El Señor, con la sagrada Escritura, despierta la razón que duerme y nos dice:  “En el inicio está la Palabra creadora. Y la Palabra creadora que está en el inicio -la Palabra que lo ha creado todo, que ha creado este proyecto inteligente que es el cosmos- es también amor”.

Por consiguiente, dejémonos despertar por esta Palabra de Dios; pidamos que esta Palabra ilumine también nuestra mente, para que podamos captar el mensaje de la creación —inscrito también en nuestro corazón—:  que el principio de todo es la Sabiduría creadora, y que esta Sabiduría es amor, es bondad; “es eterna su misericordia”.

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