46 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Felipe

46 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN FELIPE

AUDIENCIA GENERAL DEL 6 DE SEPTIEMBRE DE 2006

SAN FELIPE

Queridos hermanos y hermanas: 

Prosiguiendo la presentación de las figuras de los Apóstoles, como hacemos desde hace unas semanas, hoy hablaremos de Felipe. En las listas de los Doce siempre aparece en el quinto lugar (cf. Mt 10, 3; Mc 3, 18; Lc 6, 14; Hch 1, 13); por tanto, fundamentalmente entre los primeros.
Aunque Felipe era de origen judío, su nombre es griego, como el de Andrés, lo cual constituye un pequeño signo de apertura cultural que tiene su importancia. Las noticias que tenemos de él nos las proporciona el evangelio según san Juan. Era del mismo lugar de donde procedían san Pedro y san Andrés, es decir, de Betsaida (cf. Jn 1, 44), una pequeña localidad que pertenecía a la tetrarquía de uno de los hijos de Herodes el Grande, el cual también se llamaba Felipe (cf. Lc 3, 1).

El cuarto Evangelio cuenta que, después de haber sido llamado por Jesús, Felipe se encuentra con Natanael y le dice:  “Hemos encontrado a aquel de quien escribió Moisés en la Ley, y también los profetas:  Jesús el hijo de José, de Nazaret” (Jn 1, 45). Ante la respuesta más bien escéptica de Natanael —”¿De Nazaret puede salir algo bueno?”—, Felipe no se rinde y replica con decisión:  “Ven y lo verás” (Jn 1, 46). Con esta respuesta, escueta pero clara, Felipe muestra las características del auténtico testigo:  no se contenta con presentar el anuncio como una teoría, sino que interpela directamente al interlocutor, sugiriéndole que él mismo haga una experiencia personal de lo anunciado. Jesús utiliza esos dos mismos verbos cuando dos discípulos de Juan Bautista se acercan a él para preguntarle dónde vive. Jesús respondió:  “Venid y lo veréis” (cf. Jn 1, 38-39).

Podemos pensar que Felipe nos interpela también a nosotros con esos dos verbos, que suponen una implicación personal. También a nosotros nos dice lo que le dijo a Natanael:  “Ven y lo verás”. El Apóstol nos invita a conocer a Jesús de cerca. En efecto, la amistad, conocer de verdad al otro, requiere cercanía, más aún, en parte vive de ella.

Por lo demás, no conviene olvidar que, como escribe san Marcos, Jesús escogió a los Doce con la finalidad principal de que “estuvieran con él” (Mc 3, 14), es decir, de que compartieran su vida y aprendieran directamente de él no sólo el estilo de su comportamiento, sino sobre todo quién era él realmente, pues sólo así, participando en su vida, podían conocerlo y luego anunciarlo.

Más tarde, en su carta a los Efesios, san Pablo dirá que lo importante es “aprender a Cristo” (cf. Ef 4, 20), por consiguiente, lo importante no es sólo ni sobre todo escuchar sus enseñanzas, sus palabras, sino conocerlo a él personalmente, es decir, su humanidad y divinidad, su misterio, su belleza. Él no es sólo un Maestro, sino un Amigo; más aún, un Hermano. ¿Cómo podríamos conocerlo a fondo si permanecemos alejados de él? La intimidad, la familiaridad, la cercanía nos hacen descubrir la verdadera identidad de Jesucristo. Esto es precisamente lo que nos recuerda el apóstol Felipe. Por eso, nos invita a “venir” y “ver”, es decir, a entrar en un contacto de escucha, de respuesta y de comunión de vida con Jesús, día tras día.

Con ocasión de la multiplicación de los panes, Jesús hizo a Felipe una pregunta precisa, algo sorprendente:  dónde se podía comprar el pan necesario para dar de comer a toda la gente que lo seguía (cf. Jn 6, 5). Felipe respondió con mucho realismo:  “Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno tome un poco” (Jn 6, 7). Aquí se puede constatar el realismo y el sentido práctico del Apóstol, que sabe juzgar las implicaciones de una situación. Sabemos lo que sucedió después:  Jesús tomó los panes, y, después de orar, los distribuyó. Así realizó la multiplicación de los panes. Pero es interesante constatar que Jesús se dirigió precisamente a Felipe para obtener una primera sugerencia sobre cómo resolver el problema:  signo evidente de que formaba parte del grupo restringido que lo rodeaba.

En otro momento, muy importante para la historia futura, antes de la Pasión, algunos griegos que se encontraban en Jerusalén con motivo de la Pascua “se dirigieron a Felipe y le rogaron:  “Señor, queremos ver a Jesús”. Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús” (Jn 12, 20-22). Una vez más nos encontramos ante el indicio de su prestigio particular dentro del Colegio apostólico. En este caso, de modo especial, actúa como intermediario entre la petición de algunos griegos y Jesús —probablemente hablaba griego y pudo hacer de intérprete—; aunque se une a Andrés, el otro Apóstol que tenía nombre griego, es a él a quien se dirigen los extranjeros. Esto nos enseña a estar también nosotros dispuestos a acoger las peticiones y súplicas, vengan de donde vengan, y a orientarlas hacia el Señor, pues sólo él puede satisfacerlas plenamente. En efecto, es importante saber que no somos nosotros los destinatarios últimos de las peticiones de quienes se nos acercan, sino el Señor:  tenemos que orientar hacia él a quienes se encuentran en dificultades. Cada uno de nosotros debe ser un camino abierto hacia él.

Hay otra ocasión muy particular en la que interviene Felipe. Durante la última Cena, después de afirmar Jesús que conocerlo a él significa también conocer al Padre (cf. Jn 14, 7), Felipe, casi ingenuamente, le pide:  “Señor, muéstranos al Padre y nos basta” (Jn14, 8). Jesús le responde con un tono de benévolo reproche:  “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú:  “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? (…) Creedme:  yo estoy en el Padre y el Padre está en mí” (Jn 14, 9-11). Son unas de las palabras más sublimes del evangelio según san Juan. Contienen una auténtica revelación.

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Al final del Prólogo de su evangelio, san Juan afirma:  “A Dios nadie le ha visto jamás:  el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha revelado” (Jn 1, 18). Pues bien, Jesús mismo repite y confirma esa declaración, que es del evangelista. Pero con un nuevo matiz:  mientras que el Prólogo del evangelio de san Juan habla de una intervención explicativa de Jesús a través de las palabras de su enseñanza, en la respuesta a Felipe Jesús hace referencia a su propia persona como tal, dando a entender que no sólo se le puede comprender a través de lo que dice, sino sobre todo a través de lo que él es. Para explicarlo desde la perspectiva de la paradoja de la Encarnación, podemos decir que Dios asumió un rostro humano, el de Jesús, y por consiguiente de ahora en adelante, si queremos conocer realmente el rostro de Dios, nos basta contemplar el rostro de Jesús. En su rostro vemos realmente quién es Dios y cómo es Dios.

El evangelista no nos dice si Felipe comprendió plenamente la frase de Jesús. Lo cierto es que le entregó totalmente su vida. Según algunas narraciones posteriores (“Hechos de Felipe” y otras), habría evangelizado primero Grecia y después Frigia, donde habría afrontado la muerte, en Hierópolis, con un suplicio que según algunos fue crucifixión y según otros, lapidación.

Queremos concluir nuestra reflexión recordando el objetivo hacia el que debe orientarse nuestra vida:  encontrar a Jesús, como lo encontró Felipe, tratando de ver en él a Dios mismo, al Padre celestial. Si no actuamos así, nos encontraremos sólo a nosotros mismos, como en un espejo, y cada vez estaremos más solos. En cambio, Felipe nos enseña a dejarnos conquistar por Jesús, a estar con él y a invitar también a otros a compartir esta compañía indispensable; y, viendo, encontrando a Dios, a encontrar la verdadera vida.

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45 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Viaje Apostólico a Alemania

45 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: VIAJE APOSTÓLICO A ALEMANIA

AUDIENCIA GENERAL DEL 20 DE SEPTIEMBRE DE 2006

VIAJE APOSTÓLICO A ALEMANIA

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quisiera volver con el pensamiento a los diversos momentos del viaje pastoral que el Señor me permitió realizar la semana pasada a Baviera. Al compartir con vosotros las emociones y los sentimientos que experimenté al volver a ver esos lugares tan queridos, ante todo siento la necesidad de dar gracias a Dios por haber hecho posible esta segunda visita a Alemania y, por primera vez, a Baviera, mi tierra de origen.

También doy sinceramente las gracias a todos los que han trabajado con entrega y paciencia para que cada uno de los acontecimientos se desarrollara de la mejor manera posible:  pastores, sacerdotes, agentes pastorales, autoridades públicas, organizadores, fuerzas de seguridad y voluntarios.

Como dije a la llegada al aeropuerto de Munich, el sábado 9 de septiembre, mi viaje tenía por finalidad, en recuerdo de todos los que contribuyeron a formar mi personalidad, reafirmar y confirmar, como Sucesor del apóstol Pedro, los estrechos vínculos que unen a la Sede de Roma con la Iglesia en Alemania. Por consiguiente, el viaje no fue una simple “vuelta” al pasado, sino también una ocasión providencial para mirar con esperanza al futuro. El lema de la visita -“El que cree nunca está solo”- quería ser una invitación a reflexionar en la pertenencia de todo bautizado a la única Iglesia de Cristo, dentro de la cual nunca estamos solos, sino en constante comunión con Dios y con todos los hermanos.

La primera etapa fue la ciudad de Munich, conocida como “la metrópoli con corazón” (“Weltstadt mit Herz”). En su centro histórico se encuentra la Marienplatz, plaza de María, en la que surge la Mariensäule, Columna de la Virgen, coronada por la estatua de la Virgen María, en bronce dorado. Quise comenzar mi estancia bávara con el homenaje a la Patrona de Baviera, que tiene para mí un valor muy significativo:  en esa plaza y ante esa imagen de María, hace cerca de treinta años fui acogido como arzobispo y comencé mi misión episcopal con una oración a María; allí regresé al final de mi mandato, antes de partir para Roma. Esta vez quise detenerme de nuevo al pie de la Mariensäule para implorar la intercesión y la bendición de la Madre de Dios no sólo para la ciudad de Munich y para Baviera, sino para toda la Iglesia y para el mundo entero.

Al día siguiente, el domingo, celebré la Eucaristía en la explanada de la Nueva Feria (“Neue Messe”) de Munich, entre los fieles que acudieron en gran número desde diferentes partes:  comentando el pasaje evangélico del día, recordé a todos que especialmente en la actualidad se padece un “defecto de oído” con respecto a Dios. Los cristianos tenemos la tarea de proclamar y testimoniar a todos, en un mundo secularizado, el mensaje de esperanza que nos ofrece la fe:  en Jesús crucificado, Dios, Padre misericordioso, nos llama a ser sus hijos y a superar toda forma de odio y de violencia para contribuir al triunfo definitivo del amor.

“Haznos fuertes en la fe”, fue el lema de la cita de la tarde del domingo con los niños de primera Comunión y con sus jóvenes familias, con los catequistas, con los demás agentes pastorales y con todos los que colaboran en la evangelización en la diócesis de Munich. Juntos celebramos las Vísperas en la histórica catedral, conocida como “Catedral de Nuestra Señora”, donde se conservan las reliquias de san Benno, patrono de la ciudad, y donde fui ordenado obispo en 1977.
los niños y a los adultos les recordé que Dios no está lejos de nosotros, en algún lugar inalcanzable del universo; al contrario, en Jesús, se nos acercó para entablar con cada uno una relación de amistad. Cada comunidad cristiana, y en particular la parroquia, gracias al compromiso constante de cada uno de sus miembros, está llamada a convertirse en una gran familia, capaz de avanzar unida por el sendero de la vida verdadera.

La jornada del lunes, 11 de septiembre, estuvo dedicada en buena parte a la visita a Altötting, en la diócesis de Passau. Esta localidad es conocida como el “corazón de Baviera” (Herz Bayerns); en ella se encuentra la “Virgen negra”, venerada en la Capilla de las Gracias (Gnadenkapelle), meta de numerosos peregrinos provenientes de Alemania y de las naciones de Europa central.

Cerca de allí se halla el convento capuchino de Santa Ana, donde vivió san Konrad Birndorfer, canonizado por mi venerado predecesor el Papa Pío XI en el año 1934. Con los numerosos fieles presentes en la santa misa, celebrada en la plaza ante el santuario, reflexionamos juntos sobre el papel de María en la obra de la salvación, para aprender de ella la bondad servicial, la humildad y la generosa aceptación de la voluntad divina. María nos conduce a Jesús:  esta verdad se hizo aún más visible, al final del divino sacrificio, por la devota procesión en la que, con la estatua de la Virgen, nos dirigimos a la nueva capilla de la adoración eucarística (Anbetungskapelle), inaugurada en esta ocasión. La jornada terminó con las solemnes Vísperas marianas en la basílica de Santa Ana de Altötting, con la presencia de los religiosos y los seminaristas de Baviera, así como de los miembros de la Obra para las vocaciones.

Al día siguiente, el martes, en Ratisbona, diócesis erigida por san Bonifacio en el año 739 y cuyo patrono es el obispo san Wolfgang, tuvieron lugar tres citas importantes. Por la mañana, la santa misa en la explanada de Isling (Islinger Feld), en la que, retomando el tema de la visita pastoral —”El que cree nunca está solo”—, reflexionamos sobre el contenido del Símbolo de la fe. Dios, que es Padre, quiere reunir mediante Jesucristo a toda la humanidad en una sola familia, la Iglesia. Por eso, el que cree nunca está solo; el que cree no debe tener miedo de acabar en un callejón sin salida.

Luego, por la tarde, visité la catedral de Ratisbona, conocida también por su coro de voces blancas, los “Domspatzen” (pajarillos de la catedral), que lleva mil años de actividad y que durante treinta años fue dirigido por mi hermano Georg. Allí tuvo lugar la celebración ecuménica de las Vísperas, en las que participaron numerosos representantes de diversas Iglesias y comunidades eclesiales en Baviera y los miembros de la comisión ecuménica de la Conferencia episcopal alemana. Fue una ocasión providencial para orar juntos a fin de que se apresure la unidad plena entre todos los discípulos de Cristo y para reafirmar el deber de proclamar nuestra fe en Jesucristo sin atenuaciones, sino de modo integral y claro, sobre todo con nuestro comportamiento de amor sincero.

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Para mí fue una experiencia particularmente bella en ese día pronunciar una conferencia ante un gran auditorio de profesores y estudiantes en la Universidad de Ratisbona, en la que durante muchos años fui profesor. Con alegría me encontré una vez más con el mundo universitario que, durante un largo período de mi vida, fue mi patria espiritual. Había elegido como tema la cuestión de la relación entre fe y razón. Para introducir al auditorio en el carácter dramático y actual del tema, cité algunas palabras de un diálogo cristiano-islámico del siglo XIV, con las que el interlocutor cristiano —el emperador bizantino Manuel II Paleólogo— de forma incomprensiblemente brusca para nosotros, presentó al interlocutor islámico el problema de la relación entre religión y violencia.

Por desgracia, esta cita ha podido dar pie a un malentendido. Sin embargo, a quien lea atentamente mi texto le resultará claro que de ningún modo quería hacer mías las palabras negativas pronunciadas por el emperador medieval en ese diálogo y que su contenido polémico no expresa mi convicción personal. Mi intención era muy diferente:  partiendo de lo que Manuel II afirma a continuación de modo positivo, con palabras muy hermosas, acerca de la racionalidad que debe guiar en la transmisión de la fe, quería explicar que la religión no va unida a la violencia, sino a la razón.

Por consiguiente, el tema de mi conferencia —respondiendo a la misión de la universidad— fue la relación entre fe y razón:  quería invitar al diálogo de la fe cristiana con el mundo moderno y al diálogo de todas las culturas y religiones. Espero que en diferentes ocasiones de mi visita —como por ejemplo en Munich, cuando subrayé la importancia de respetar lo que para otros es sagrado— haya quedado claro mi profundo respeto por las grandes religiones, y en particular por los musulmanes, que “adoran al único Dios” y junto con los cuales estamos comprometidos a “defender y promover la justicia social, los valores morales, la paz y la libertad para todos los hombres” (Nostra aetate, 3).

Así pues, confío en que, tras las reacciones del primer momento, mis palabras en la universidad de Ratisbona constituyan un impulso y un estímulo a un diálogo positivo, incluso autocrítico, tanto entre las religiones como entre la razón moderna y la fe de los cristianos.

Al día siguiente, 13 de septiembre, por la mañana, en la Antigua Capilla (Alte Kapelle) de Ratisbona, en la que se custodia una imagen milagrosa de María, pintada según la tradición local por el evangelista san Lucas, presidí una breve liturgia para la bendición del nuevo órgano.
Tomando pie de la estructura de este instrumento musical, formado por muchos tubos de diferentes dimensiones, pero todos bien armonizados entre sí, recordé a los presentes la necesidad de que los distintos ministerios, dones y carismas que actúan en la comunidad eclesial contribuyan todos, bajo la guía del Espíritu Santo, a formar la única armonía de la alabanza a Dios y del amor a los hermanos.

La última etapa, el jueves 14 de septiembre, fue la ciudad de Freising. Me siento particularmente vinculado a ella, pues fui ordenado sacerdote precisamente en su catedral, dedicada a María santísima y a san Corbiniano, el evangelizador de Baviera. Y precisamente en la catedral se celebró el último acto programado, el encuentro con los sacerdotes y los diáconos permanentes. Reviviendo las emociones de mi ordenación sacerdotal, recordé a los presentes el deber de colaborar con el Señor para suscitar nuevas vocaciones para el servicio de la “mies”, que también hoy es “mucha”, y los exhorté a cultivar la vida interior  como prioridad pastoral para no  perder  el contacto con Cristo, fuente de alegría en el esfuerzo diario del ministerio.

En la ceremonia de despedida, al dar las gracias una vez más a cuantos habían colaborado en la realización de la visita, reafirmé nuevamente su finalidad principal:  volver a proponer a mis compatriotas las verdades eternas del Evangelio y confirmar a los creyentes en la adhesión a Cristo, Hijo de Dios encarnado, muerto y resucitado por nosotros. Que María, Madre de la Iglesia, nos ayude a abrir el corazón y la mente a Aquel que es “el camino, la verdad, y la vida” (Jn 14, 16).
Por esto he orado y por esto os invito a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, a seguir orando, a la vez que os agradezco cordialmente el afecto con el que me acompañáis en mi ministerio pastoral cotidiano. Gracias a todos vosotros.

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44 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Santo Tomás

44 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SANTO TOMÁS

AUDIENCIA GENERAL DEL 27 DE SEPTIEMBRE DE 2006

SANTO TOMÁS

Queridos hermanos y hermanas:

Prosiguiendo nuestros encuentros con los doce Apóstoles elegidos directamente por Jesús, hoy dedicamos nuestra atención a Tomás. Siempre presente en las cuatro listas del Nuevo Testamento, es presentado en los tres primeros evangelios junto a Mateo (cf. Mt 10, 3; Mc 3, 18; Lc 6, 15), mientras que en los Hechos de los Apóstoles aparece junto a Felipe (cf. Hch 1, 13). Su nombre deriva de una raíz hebrea, «ta’am», que significa «mellizo». De hecho, el evangelio de san Juan lo llama a veces con el apodo de «Dídimo» (cf. Jn 11, 16; 20, 24; 21, 2), que en griego quiere decir precisamente «mellizo». No se conoce el motivo de este apelativo.

El cuarto evangelio, sobre todo, nos ofrece algunos rasgos significativos de su personalidad. El primero es la exhortación que hizo a los demás apóstoles cuando Jesús, en un momento crítico de su vida, decidió ir a Betania para resucitar a Lázaro, acercándose así de manera peligrosa a Jerusalén (cf. Mc 10, 32). En esa ocasión Tomás dijo a sus condiscípulos: «Vayamos también nosotros a morir con él» (Jn 11, 16). Esta determinación para seguir al Maestro es verdaderamente ejemplar y nos da una lección valiosa: revela la total disponibilidad a seguir a Jesús hasta identificar su propia suerte con la de él y querer compartir con él la prueba suprema de la muerte.

En efecto, lo más importante es no alejarse nunca de Jesús. Por otra parte, cuando los evangelios utilizan el verbo «seguir», quieren dar a entender que adonde se dirige él tiene que ir también su discípulo. De este modo, la vida cristiana se define como una vida con Jesucristo, una vida que hay que pasar juntamente con él. San Pablo escribe algo parecido cuando tranquiliza a los cristianos de Corinto con estas palabras: «En vida y muerte estáis unidos en mi corazón» (2 Co 7, 3).
Obviamente, la relación que existe entre el Apóstol y sus cristianos es la misma que tiene que existir entre los cristianos y Jesús: morir juntos, vivir juntos, estar en su corazón como él está en el nuestro.

Una segunda intervención de Tomás se registra en la última Cena. En aquella ocasión, Jesús, prediciendo su muerte inminente, anuncia que irá a preparar un lugar para los discípulos a fin de que también ellos estén donde él se encuentre; y especifica: «Y adonde yo voy sabéis el camino» (Jn 14, 4). Entonces Tomás interviene diciendo: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» (Jn 14, 5). En realidad, al decir esto se sitúa en un nivel de comprensión más bien bajo; pero esas palabras ofrecen a Jesús la ocasión para pronunciar la célebre definición: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6).

Por tanto, es en primer lugar a Tomás a quien se hace esta revelación, pero vale para todos nosotros y para todos los tiempos. Cada vez que escuchamos o leemos estas palabras, podemos ponernos con el pensamiento junto a Tomás e imaginar que el Señor también habla con nosotros como habló con él. Al mismo tiempo, su pregunta también nos da el derecho, por decirlo así, de pedir aclaraciones a Jesús. Con frecuencia no lo comprendemos. Debemos tener el valor de decirle: no te entiendo, Señor, escúchame, ayúdame a comprender. De este modo, con esta sinceridad, que es el modo auténtico de orar, de hablar con Jesús, manifestamos nuestra escasa capacidad para comprender, pero al mismo tiempo asumimos la actitud de confianza de quien espera luz y fuerza de quien puede darlas.

Luego, es muy conocida, incluso es proverbial, la escena de la incredulidad de Tomás, que tuvo lugar ocho días después de la Pascua. En un primer momento, no había creído que Jesús se había aparecido en su ausencia, y había dicho: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré» (Jn 20, 25). En el fondo, estas palabras ponen de manifiesto la convicción de que a Jesús ya no se le debe reconocer por el rostro, sino más bien por las llagas. Tomás considera que los signos distintivos de la identidad de Jesús son ahora sobre todo las llagas, en las que se revela hasta qué punto nos ha amado. En esto el apóstol no se equivoca.

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Como sabemos, ocho días después, Jesús vuelve a aparecerse a sus discípulos y en esta ocasión Tomás está presente. Y Jesús lo interpela: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente» (Jn20, 27). Tomás reacciona con la profesión de fe más espléndida del Nuevo Testamento: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20, 28). A este respecto, san Agustín comenta: Tomás «veía y tocaba al hombre, pero confesaba su fe en Dios, a quien ni veía ni tocaba. Pero lo que veía y tocaba lo llevaba a creer en lo que hasta entonces había dudado» (In Iohann. 121, 5). El evangelista prosigue con una última frase de Jesús dirigida a Tomás: «Porque me has visto has creído. Bienaventurados los que crean sin haber  visto» (Jn 20, 29).

Esta frase puede ponerse también en presente: «Bienaventurados los que no ven y creen». En todo caso, Jesús enuncia aquí un principio fundamental para los cristianos que vendrán después de Tomás, es decir, para todos nosotros. Es interesante observar cómo otro Tomás, el gran teólogo medieval de Aquino, une esta bienaventuranza con otra referida por san Lucas que parece opuesta: «Bienaventurados los ojos que ven lo que veis» (Lc 10, 23). Pero el Aquinate comenta: «Tiene mucho más mérito quien cree sin ver que quien cree viendo» (In Johann. XX, lectio VI, § 2566).

En efecto, la carta a los Hebreos, recordando toda la serie de los antiguos patriarcas bíblicos, que creyeron en Dios sin ver el cumplimiento de sus promesas, define la fe como «garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven» (Hb11, 1). El caso del apóstol Tomás es importante para nosotros al menos por tres motivos: primero, porque nos conforta en nuestras inseguridades; en segundo lugar, porque nos demuestra que toda duda puede tener un final luminoso más allá de toda incertidumbre; y, por último, porque las palabras que le dirigió Jesús nos recuerdan el auténtico sentido de la fe madura y nos alientan a continuar, a pesar de las dificultades, por el camino de fidelidad a él.

El cuarto evangelio nos ha conservado una última referencia a Tomás, al presentarlo como testigo del Resucitado en el momento sucesivo de la pesca milagrosa en el lago de Tiberíades (cf. Jn 21, 2). En esa ocasión, es mencionado incluso inmediatamente después de Simón Pedro: signo evidente de la notable importancia de que gozaba en el ámbito de las primeras comunidades cristianas. De hecho, en su nombre fueron escritos después los Hechos y el Evangelio de Tomás, ambos apócrifos, pero en cualquier caso importantes para el estudio de los orígenes cristianos.

Recordemos, por último, que según una antigua tradición Tomás evangelizó primero Siria y Persia (así lo dice ya Orígenes, según refiere Eusebio de Cesarea, Hist. eccl. 3, 1), luego se dirigió hasta el oeste de la India (cf. Hechos de Tomás 1-2 y 17 ss), desde donde llegó también al sur de la India. Con esta perspectiva misionera terminamos nuestra reflexión, deseando que el ejemplo de Tomás confirme cada vez más nuestra fe en Jesucristo, nuestro Señor y nuestro Dios.

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43 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Bartolomé

43 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN BARTOLOMÉ

AUDIENCIA GENERAL DEL 4 DE OCTUBRE DE 2006

SAN BARTOLOMÉ

Queridos hermanos y hermanas: 

En la serie de los Apóstoles llamados por Jesús durante su vida terrena, hoy nuestra atención se centra en el apóstol Bartolomé. En las antiguas listas de los Doce siempre aparece antes de Mateo, mientras que varía el nombre de quien lo precede y que puede ser Felipe (cf. Mt 10, 3; Mc 3, 18; Lc 6, 14) o bien Tomás (cf. Hch 1, 13). Su nombre es claramente un patronímico, porque está formulado con una referencia explícita al nombre de su padre. En efecto, se trata de un nombre probablemente de origen arameo,bar Talmay, que significa precisamente “hijo de Talmay”.

De Bartolomé no tenemos noticias relevantes; en efecto, su nombre aparece siempre y solamente dentro de las listas de los Doce citadas anteriormente y, por tanto, no se encuentra jamás en el centro de ninguna narración.

Pero tradicionalmente se lo identifica con Natanael:  un nombre que significa “Dios ha dado”. Este Natanael provenía de Caná (cf.Jn 21, 2) y, por consiguiente, es posible que haya sido testigo del gran “signo” realizado por Jesús en aquel lugar (cf. Jn 2, 1-11). La identificación de los dos personajes probablemente se deba al hecho de que este Natanael, en la escena de vocación narrada por el evangelio de san Juan, está situado al lado de Felipe, es decir, en el lugar que tiene Bartolomé en las listas de los Apóstoles referidas por los otros evangelios.

A este Natanael Felipe le comunicó que había encontrado a “ese del que escribió Moisés en la Ley, y también los profetas:  Jesús el hijo de José, el de Nazaret” (Jn 1, 45). Como sabemos, Natanael le manifestó un prejuicio más bien fuerte:  “¿De Nazaret puede salir algo bueno?” (Jn 1, 46). Esta especie de contestación es, en cierto modo, importante para nosotros. En efecto, nos permite ver que, según las expectativas judías, el Mesías no podía provenir de una aldea tan oscura como era precisamente Nazaret (véase también Jn 7, 42). Pero, al mismo tiempo, pone de relieve la libertad de Dios, que sorprende nuestras expectativas manifestándose precisamente allí donde no nos lo esperaríamos. Por otra parte, sabemos que en realidad Jesús no era exclusivamente “de Nazaret”, sino que había nacido en Belén (cf. Mt 2, 1; Lc 2, 4) y que, en último término, venía del cielo, del Padre que está en los cielos.

La historia de Natanael nos sugiere otra reflexión:  en nuestra relación con Jesús no debemos contentarnos sólo con palabras. Felipe, en su réplica, dirige a Natanael una invitación significativa:  “Ven y lo verás” (Jn 1, 46).

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Nuestro conocimiento de Jesús necesita sobre todo una experiencia viva:  el testimonio de los demás ciertamente es importante, puesto que por lo general toda nuestra vida cristiana comienza con el anuncio que nos llega a través de uno o más testigos. Pero después nosotros mismos debemos implicarnos personalmente en una relación íntima y profunda con Jesús. De modo análogo los samaritanos, después de haber oído el testimonio de su conciudadana, a la que Jesús había encontrado junto al pozo de Jacob, quisieron hablar directamente con él y, después de ese coloquio, dijeron a la mujer:  “Ya no creemos por tus palabras; que nosotros mismos hemos oído y sabemos que este es verdaderamente el Salvador del mundo” (Jn 4, 42).

Volviendo a la escena de vocación, el evangelista nos refiere que, cuando Jesús ve a Natanael acercarse, exclama:  “Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño” (Jn 1, 47). Se trata de un elogio que recuerda el texto de un salmo:  “Dichoso el hombre… en cuyo espíritu no hay fraude” (Sal 32, 2), pero que suscita la curiosidad de Natanael, que replica asombrado:  “¿De qué me conoces?” (Jn 1, 48). La respuesta de Jesús no es inmediatamente comprensible. Le dice:  “Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi” (Jn 1, 48). No sabemos qué había sucedido bajo esa higuera. Es evidente que se trata de un momento decisivo en la vida de Natanael.

Él se siente tocado en el corazón por estas palabras de Jesús, se siente comprendido y llega a la conclusión:  este hombre sabe todo sobre mí, sabe y conoce el camino de la vida, de este hombre puedo fiarme realmente. Y así responde con una confesión de fe límpida y hermosa, diciendo:  “Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel” (Jn 1, 49). En ella se da un primer e importante paso en el itinerario de adhesión a Jesús. Las palabras de Natanael presentan un doble aspecto complementario de la identidad de Jesús:  es reconocido tanto en su relación especial con Dios Padre, de quien es Hijo unigénito, como en su relación con el pueblo de Israel, del que es declarado rey, calificación propia del Mesías esperado. No debemos perder de vista jamás ninguno de estos dos componentes, ya que si proclamamos solamente la dimensión celestial de Jesús, corremos el riesgo de transformarlo en un ser etéreo y evanescente; y si, por el contrario, reconocemos solamente su puesto concreto en la historia, terminamos por descuidar la dimensión divina que propiamente lo distingue.

Sobre la sucesiva actividad apostólica de Bartolomé-Natanael no tenemos noticias precisas. Según una información referida por el historiador Eusebio, en el siglo IV, un tal Panteno habría encontrado incluso en la India signos de la presencia de Bartolomé (cf.Hist. eccl. V, 10, 3). En la tradición posterior, a partir de la Edad Media, se impuso la narración de su muerte desollado, que llegó a ser muy popular. Pensemos en la conocidísima escena del Juicio final en la capilla Sixtina, en la que Miguel Ángel pintó a san Bartolomé sosteniendo en la mano izquierda su propia piel, en la cual el artista dejó su autorretrato.

Sus reliquias se veneran aquí, en Roma, en la iglesia dedicada a él en la isla Tiberina, adonde las habría llevado el emperador alemán Otón III en el año 983. Concluyendo, podemos decir que la figura de san Bartolomé, a pesar de la escasez de informaciones sobre él, de todos modos sigue estando ante nosotros para decirnos que la adhesión a Jesús puede vivirse y testimoniarse también sin la realización de obras sensacionales. Extraordinario es, y seguirá siéndolo, Jesús mismo, al que cada uno de nosotros está llamado a consagrarle su vida y su muerte.

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42 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Simón el Cananeo y Judas Tadeo

42 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN SIMÓN EL CANANEO Y SAN JUDAS TADEO

AUDIENCIA GENERAL DEL 11 DE OCTUBRE DE 2006

SAN SIMÓN EL CANANEO Y SAN JUDAS TADEO

Queridos hermanos y hermanas: 

Hoy contemplamos a dos de los doce Apóstoles:  Simón el Cananeo y Judas Tadeo (a quien no hay que confundir con Judas Iscariote). Los consideramos juntos, no sólo porque en las listas de los Doce siempre aparecen juntos (cf. Mt 10, 4; Mc 3, 18; Lc6, 15; Hch 1, 13), sino también porque las noticias que se refieren a ellos no son muchas, si exceptuamos el hecho de que el canon del Nuevo Testamento conserva una carta atribuida a Judas Tadeo.

Simón recibe un epíteto diferente en las cuatro listas:  mientras Mateo y Marcos lo llaman “Cananeo”, Lucas en cambio lo define “Zelota”. En realidad, los dos calificativos son equivalentes, pues significan lo mismo:  en hebreo, el verbo qanà’ significa “ser celoso, apasionado” y se puede aplicar tanto a Dios, en cuanto que es celoso del pueblo que eligió (cf. Ex 20, 5), como a los hombres que tienen celo ardiente por servir al Dios único con plena entrega, como Elías (cf. 1 R 19, 10).

Por tanto, es muy posible que este Simón, si no pertenecía propiamente al movimiento nacionalista de los zelotas, al menos se distinguiera por un celo ardiente por la identidad judía y, consiguientemente, por Dios, por su pueblo y por la Ley divina. Si es así, Simón está en los antípodas de Mateo que, por el contrario, como publicano procedía de una actividad considerada totalmente impura. Es un signo evidente de que Jesús llama a sus discípulos y colaboradores de los más diversos estratos sociales y religiosos, sin exclusiones. A él le interesan las personas, no las categorías sociales o las etiquetas.

Y es hermoso que en el grupo de sus seguidores, todos, a pesar de ser diferentes, convivían juntos, superando las imaginables dificultades:  de hecho, Jesús mismo es el motivo de cohesión, en el que todos se encuentran unidos. Esto constituye claramente una lección para nosotros, que con frecuencia tendemos a poner de relieve las diferencias y quizá las contraposiciones, olvidando que en Jesucristo se nos da la fuerza para superar nuestros conflictos.

Conviene también  recordar  que  el grupo de los Doce es la prefiguración de la Iglesia, en la que deben encontrar espacio todos los  carismas,  pueblos  y razas, así como  todas  las  cualidades  humanas, que  encuentran  su armonía y su unidad en la comunión con Jesús.

San Simon el Cananeo y San Judas Tadeo krouillong comunion en la mano sacrilegio

Por lo que se refiere a Judas Tadeo, así es llamado por la tradición, uniendo dos nombres diversos:  mientras Mateo y Marcos lo llaman simplemente “Tadeo” (Mt 10, 3; Mc 3, 18), Lucas lo llama “Judas de Santiago” (Lc 6, 16; Hch 1, 13). No se sabe a ciencia cierta de dónde viene el sobrenombre Tadeo y se explica como proveniente del arameo taddà’, que quiere decir “pecho” y por tanto significaría “magnánimo”, o como una abreviación de un nombre griego como “Teodoro, Teódoto”.

Se sabe poco de él. Sólo san Juan señala una petición que hizo a Jesús durante la última Cena. Tadeo le dice al Señor:  “Señor, ¿qué pasa para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?”. Es una cuestión de gran actualidad; también nosotros preguntamos al Señor:  ¿por qué el Resucitado no se ha manifestado en toda su gloria a sus adversarios para mostrar que el vencedor es Dios? ¿Por qué sólo se manifestó a sus discípulos? La respuesta de Jesús es misteriosa y profunda. El Señor dice:  “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y pondremos nuestra morada en él” (Jn 14, 22-23). Esto quiere decir que al Resucitado hay que verlo y percibirlo también con el corazón, de manera que Dios pueda poner su morada en nosotros. El Señor no se presenta como una cosa. Él quiere entrar en nuestra vida y por eso su manifestación implica y presupone un corazón abierto. Sólo así vemos al Resucitado.

A Judas Tadeo se le ha atribuido la paternidad de una de las cartas del Nuevo Testamento que se suelen llamar “católicas” por no estar dirigidas a una Iglesia local determinada, sino a un círculo mucho más amplio de destinatarios. Se dirige “a los que han sido llamados, amados de Dios Padre y guardados para Jesucristo” (v. 1). Esta carta tiene como preocupación central alertar a los cristianos ante todos los que toman como excusa la gracia de Dios para disculpar sus costumbres depravadas y para desviar a otros hermanos con enseñanzas inaceptables, introduciendo divisiones dentro de la Iglesia “alucinados en sus delirios” (v. 8), así define Judas esas doctrinas e ideas particulares. Los compara incluso con los ángeles caídos y, utilizando palabras fuertes, dice que “se han ido por el camino de Caín” (v. 11). Además, sin reticencias los tacha de “nubes sin agua zarandeadas por el viento, árboles de otoño sin frutos, dos veces muertos, arrancados de raíz; son olas salvajes del mar, que echan la espuma de su propia vergüenza, estrellas errantes a quienes está reservada la oscuridad de las tinieblas para siempre” (vv. 12-13).

Hoy no se suele utilizar un lenguaje tan polémico, que sin embargo nos dice algo importante. En medio de todas las tentaciones, con todas las corrientes de la vida moderna, debemos conservar la identidad de nuestra fe. Ciertamente, es necesario seguir con firme constancia el camino de la indulgencia y el diálogo, que emprendió felizmente el concilio Vaticano II. Pero este camino del diálogo, tan necesario, no debe hacernos olvidar el deber de tener siempre presentes y subrayar con la misma fuerza las líneas fundamentales e irrenunciables de nuestra identidad cristiana.

Por otra parte, es preciso tener muy presente que nuestra identidad exige fuerza, claridad y valentía ante las contradicciones del mundo en que vivimos. Por eso, el texto de la carta prosigue así:  “Pero vosotros, queridos ―nos habla a todos nosotros―, edificándoos sobre vuestra santísima fe y orando en el Espíritu Santo, manteneos en la caridad de Dios, aguardando la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para vida eterna. A los que vacilan tratad de convencerlos…” (vv. 20-22). La carta se concluye con estas bellísimas palabras:  “Al que es capaz de guardaros inmunes de caída y de presentaros sin tacha ante su gloria con alegría, al Dios único, nuestro Salvador, por medio de Jesucristo, nuestro Señor, gloria, majestad, fuerza y poder antes de todo tiempo, ahora y por todos los siglos. Amén” (vv. 24-25).

Se ve con claridad que el autor de estas líneas vive en plenitud su fe, a la que pertenecen realidades grandes, como la integridad moral y la alegría, la confianza y, por último, la alabanza, todo ello motivado sólo por la bondad de nuestro único Dios y por la misericordia de nuestro Señor Jesucristo. Por eso, ojalá que tanto Simón el Cananeo como Judas Tadeo nos ayuden a redescubrir siempre y a vivir incansablemente la belleza de la fe cristiana, sabiendo testimoniarla con valentía y al mismo tiempo con serenidad.

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41 de 121- Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Judas Iscariote y San Matías

41 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: JUDAS ISCARIOTE Y SAN MATÍAS

AUDIENCIA GENERAL DEL 18 DE OCTUBRE DE 2006

JUDAS ISCARIOTE Y SAN MATÍAS

Queridos hermanos y hermanas: 

Al terminar hoy de recorrer la galería de retratos de los Apóstoles llamados directamente por Jesús durante su vida terrena, no podemos dejar de mencionar a quien siempre aparece en último lugar en las listas de los Doce:  Judas Iscariote. Y queremos referirnos también a la persona que después fue escogida para sustituirlo, es decir, Matías.

Ya sólo el nombre de Judas suscita entre los cristianos una reacción instintiva de reprobación y de condena. El significado del apelativo “Iscariote” es controvertido:  la explicación más común dice que significa “hombre de Keriot”, aludiendo a su pueblo de origen, situado cerca de Hebrón y mencionado dos veces en la sagrada Escritura (cf. Jos 15, 25; Am 2, 2). Otros lo interpretan como una variación del término “sicario”, como si aludiera a un guerrillero armado de puñal, llamado en latín “sica”. Por último, algunos ven en ese apodo la simple trascripción de una raíz hebreo-aramea que significa:  “el que iba a entregarlo”. Esta designación se encuentra dos veces en el cuarto Evangelio:  después de una confesión de fe de Pedro (cf. Jn 6, 71) y luego durante la unción de Betania (cf. Jn 12, 4).

Otros pasajes muestran que la traición se estaba gestando:  “aquel que lo traicionaba”, se dice de él durante la última Cena, después del anuncio de la traición (cf. Mt 26, 25) y luego en el momento en que Jesús fue arrestado (cf. Mt 26, 46. 48; Jn 18, 2. 5). Sin embargo, las listas de los Doce recuerdan la traición como algo ya acontecido:  “Judas Iscariote, el mismo que lo entregó”, dice Marcos (Mc 3, 19); Mateo (Mt 10, 4) y Lucas (Lc 6, 16) utilizan fórmulas equivalentes. La traición en cuanto tal tuvo lugar en dos momentos:  ante todo en su gestación, cuando Judas se pone de acuerdo con los enemigos de Jesús por treinta monedas de plata (cf. Mt 26, 14-16), y después en su ejecución con el beso que dio al Maestro en Getsemaní (cf. Mt 26, 46-50).

En cualquier caso, los evangelistas insisten en que le correspondía con pleno derecho el título de Apóstol:  repetidamente se le llama “uno de los Doce” (Mt 26, 14. 47; Mc 14, 10. 20; Jn 6, 71) o “del número de los Doce” (Lc 22, 3). Más aún, en dos ocasiones Jesús, dirigiéndose a los Apóstoles y hablando precisamente  de  él,  lo indica como “uno de vosotros” (Mt 26, 21; Mc14, 18; Jn 6, 70; 13, 21). Y Pedro dirá de Judas que “era uno de los nuestros  y obtuvo un puesto en este ministerio” (Hch 1, 17).

Se trata, por tanto, de una figura perteneciente al grupo de los que Jesús se había escogido como compañeros y colaboradores cercanos. Esto plantea dos preguntas al intentar explicar lo sucedido. La primera consiste en preguntarnos cómo es posible que Jesús escogiera a este hombre y confiara en él. Ante todo, aunque Judas  era  de hecho el ecónomo del grupo (cf. Jn 12, 6; 13, 29), en realidad también se le llama “ladrón” (Jn 12, 6). Es un misterio su elección, sobre todo teniendo en cuenta que Jesús pronuncia un juicio muy severo sobre él:  “¡Ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado!” (Mt 26, 24). Es todavía más profundo el misterio sobre su suerte eterna, sabiendo que Judas “acosado por el remordimiento, devolvió las treinta monedas de  plata  a  los sumos sacerdotes y a los ancianos, diciendo:  “Pequé entregando sangre inocente”” (Mt 27, 3-4).
Aunque luego se alejó para ahorcarse (cf. Mt 27, 5), a nosotros no nos corresponde juzgar su gesto, poniéndonos en el lugar de Dios, infinitamente misericordioso y justo.

Una segunda pregunta atañe al motivo del comportamiento de Judas:  ¿por qué traicionó a Jesús? Para responder a este interrogante se han hecho varias hipótesis. Algunos recurren al factor de la avidez por el dinero; otros dan una explicación de carácter mesiánico:  Judas habría quedado decepcionado al ver que Jesús no incluía en su programa la liberación político-militar de su país.

En realidad, los textos evangélicos insisten en otro aspecto:  Juan dice expresamente  que “el diablo  había  puesto en el  corazón  a  Judas  Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo” (Jn 13, 2); de manera semejante, Lucas escribe:  “Satanás entró en Judas, llamado Iscariote, que era del número de los Doce” (Lc 22, 3). De este modo, se va más allá de las motivaciones históricas y se explica lo sucedido basándose en la responsabilidad personal de Judas, que cedió miserablemente a una tentación del Maligno. En todo caso, la traición de Judas sigue siendo un misterio. Jesús lo trató como a un amigo (cf. Mt 26, 50), pero en sus invitaciones a seguirlo por el camino de las bienaventuranzas no forzaba las voluntades ni les impedía caer en las tentaciones de Satanás, respetando la libertad humana.

En efecto, las posibilidades de perversión del corazón humano son realmente muchas. El único modo de prevenirlas consiste en no cultivar una visión de las cosas meramente individualista, autónoma, sino, por el contrario, en ponerse siempre del lado de Jesús, asumiendo su punto de vista. Día tras día debemos esforzarnos por estar en plena comunión con él.

Recordemos que incluso Pedro quería oponerse a él y a lo que le esperaba en Jerusalén, pero recibió una fortísima reprensión:  “Tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres” (Mc 8, 33). Tras su caída, Pedro se arrepintió y encontró perdón y gracia. También Judas se arrepintió, pero su arrepentimiento degeneró en desesperación y así se transformó en autodestrucción. Para nosotros es una invitación a tener siempre presente lo que dice san Benito al final del capítulo V de su “Regla”, un capítulo fundamental:  “No desesperar nunca de la misericordia de Dios”. En realidad, “Dios es mayor que nuestra conciencia”, como dice san Juan (1 Jn 3, 20).

Recordemos dos cosas. La primera:  Jesús respeta nuestra libertad. La segunda:  Jesús espera que queramos arrepentirnos y convertirnos; es rico en misericordia y perdón. Por lo demás, cuando pensamos en el papel negativo que desempeñó Judas, debemos enmarcarlo en el designio superior de Dios que guía los acontecimientos. Su traición llevó a la muerte de Jesús, quien transformó este tremendo suplicio en un espacio de amor salvífico y en entrega de sí mismo al Padre (cf. Ga 2, 20; Ef 5, 2. 25). El verbo “traicionar” es la versión de una palabra griega que significa “entregar”. A veces su sujeto es incluso Dios en persona:  él mismo por amor “entregó” a Jesús por todos nosotros (cf. Rm 8, 32). En su misterioso plan de salvación, Dios asume el gesto injustificable de Judas como ocasión de la entrega total del Hijo por la redención del mundo.

Como conclusión, queremos recordar también a quien, después de Pascua, fue elegido para ocupar el lugar del traidor. En la Iglesia de Jerusalén la comunidad presentó a dos discípulos; y después echaron suertes:  “José, llamado Barsabás, por sobrenombre Justo, y Matías” (Hch l, 23).

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Precisamente este último fue el escogido y de este modo “fue agregado al número de los doce Apóstoles” (Hch 1, 26). No sabemos nada más de él, salvo que fue testigo de la vida pública de Jesús (cf. Hch 1, 21-22), siéndole fiel hasta el final. A la grandeza de su fidelidad se añadió después la llamada divina a tomar el lugar de Judas, como para compensar su traición.

De aquí sacamos una última lección:  aunque en la Iglesia no faltan cristianos indignos y traidores, a cada uno de nosotros nos corresponde contrarrestar el mal que ellos realizan con nuestro testimonio fiel a Jesucristo, nuestro Señor y Salvador.

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40 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Pablo, perfil del Hombre y del Apóstol

40 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN PABLO, PERFIL DEL HOMBRE Y DEL APÓSTOL

AUDIENCIA GENERAL DEL 25 DE OCTUBRE DE 2006

SAN PABLO, PERFIL DEL HOMBRE Y DEL APÓSTOL

Queridos hermanos y hermanas: 

Hemos concluido nuestras reflexiones sobre los doce Apóstoles, llamados directamente por Jesús durante su vida terrena. Hoy comenzamos a tratar sobre las figuras de otros personajes importantes de la Iglesia primitiva. También ellos entregaron su vida por el Señor, por el Evangelio y por la Iglesia. Se trata de hombres y mujeres que, como escribe san Lucas en los Hechos de los Apóstoles, “entregaron su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo” (Hch 15, 26).

El primero de estos, llamado por el Señor mismo, por el Resucitado, a ser también él auténtico Apóstol, es sin duda Pablo de Tarso. Brilla como una estrella de primera magnitud en la historia de la Iglesia, y no sólo en la de los orígenes. San Juan Crisóstomo lo exalta como personaje superior incluso a muchos ángeles y arcángeles (cf. Panegírico 7, 3). Dante Alighieri, en laDivina Comedia, inspirándose en la narración de san Lucas en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 9, 15), lo define sencillamente como “vaso de elección” (Infierno 2, 28), que significa:  instrumento escogido por Dios. Otros lo han llamado el “decimotercer apóstol” -y realmente él insiste mucho en que es un verdadero apóstol, habiendo sido llamado por el Resucitado-, o incluso “el primero después del Único”.

Ciertamente, después de Jesús, él es el personaje de los orígenes del que tenemos más información, pues no sólo contamos con los relatos de san Lucas en los Hechos de los Apóstoles, sino también con un grupo de cartas que provienen directamente de su mano y que, sin intermediarios, nos revelan su personalidad y su pensamiento. San Lucas nos informa de que su nombre original era Saulo (cf. Hch 7, 58; 8, 1 etc.), en hebreo Saúl (cf. Hch 9, 14. 17; 22, 7. 13; 26, 14), como el rey Saúl (cf. Hch 13, 21), y era un judío de la diáspora, dado que la ciudad de Tarso está situada entre Anatolia y Siria. Muy pronto había ido a Jerusalén para estudiar a fondo la Ley mosaica a los pies del gran rabino Gamaliel (cf. Hch 22, 3). Había aprendido también un trabajo manual y rudo, la fabricación de tiendas (cf. Hch 18, 3), que más tarde le permitiría proveer él mismo a su propio sustento sin ser una carga para las Iglesias (cf. Hch 20, 34; 1 Co 4, 12; 2 Co 12, 13-14).

Para él fue decisivo conocer a la comunidad de quienes se declaraban discípulos de Jesús. Por ellos tuvo noticia de una nueva fe, un nuevo “camino”, como se decía, que no ponía en el centro la Ley de Dios, sino la persona de Jesús, crucificado y resucitado, a quien se le atribuía el perdón de los pecados. Como judío celoso, consideraba este mensaje inaceptable, más aún, escandaloso, y por eso sintió el deber de perseguir a los discípulos de Cristo incluso fuera de Jerusalén. Precisamente, en el camino hacia Damasco, a inicios de los años treinta, Saulo, según sus palabras, fue “alcanzado por Cristo Jesús” (Flp 3, 12).

Mientras san Lucas cuenta el hecho con abundancia de detalles -la manera en que la luz del Resucitado le alcanzó, cambiando radicalmente toda su vida-, él en sus cartas va a lo esencial y no habla sólo de una visión (cf. 1 Co 9, 1), sino también de una iluminación (cf. 2 Co 4, 6) y sobre todo de una revelación y una vocación en el encuentro con el Resucitado (cf. Ga 1, 15-16). De hecho, se definirá explícitamente “apóstol por vocación” (cf. Rm 1, 1; 1 Co 1, 1) o “apóstol por voluntad de Dios” (2 Co 1, 1; Ef 1, 1; Col 1, 1), como para subrayar que su conversión no fue resultado de pensamientos o reflexiones, sino fruto de una intervención divina, de una gracia divina imprevisible. A partir de entonces, todo lo que antes tenía valor para él se convirtió paradójicamente, según sus palabras, en pérdida y basura (cf. Flp 3, 7-10). Y desde aquel momento puso todas sus energías al servicio exclusivo de Jesucristo y de su Evangelio. Desde entonces su vida fue la de un apóstol deseoso de “hacerse todo a todos” (1 Co 9, 22) sin reservas.

De aquí se deriva una lección muy importante para nosotros:  lo que cuenta es poner en el centro de nuestra vida a Jesucristo, de manera que nuestra identidad se caracterice esencialmente por el encuentro, por la comunión con Cristo y con su palabra. A su luz, cualquier otro valor se recupera y a la vez se purifica de posibles escorias.

Otra lección fundamental que nos da san Pablo es la dimensión universal que caracteriza a su apostolado. Sintiendo agudamente el problema del acceso de los gentiles, o sea, de los paganos, a Dios, que en Jesucristo crucificado y resucitado ofrece la salvación a todos los hombres sin excepción, se dedicó a dar a conocer este Evangelio, literalmente “buena nueva”, es decir, el anuncio de gracia destinado a reconciliar al hombre con Dios, consigo mismo y con los demás. Desde el primer momento había comprendido que esta realidad no estaba destinada sólo a los judíos, a un grupo determinado de hombres, sino que tenía un valor universal y afectaba a todos, porque Dios es el Dios de todos.

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El punto de partida de sus viajes fue la Iglesia de Antioquía de Siria, donde por primera vez se anunció el Evangelio a los griegos y donde se acuñó también la denominación de “cristianos” (cf. Hch 11, 20. 26), es decir, creyentes en Cristo. Desde allí en un primer momento se dirigió a Chipre; luego, en diferentes ocasiones, a las regiones de Asia Menor (Pisidia, Licaonia, Galacia); y después a las de Europa (Macedonia, Grecia). Más importantes fueron las ciudades de Éfeso, Filipos, Tesalónica, Corinto, sin olvidar Berea, Atenas y Mileto.

En el apostolado de san Pablo no faltaron dificultades, que afrontó con valentía por amor a Cristo. Él mismo recuerda que tuvo que soportar “trabajos…, cárceles…, azotes; muchas veces peligros de muerte. Tres veces fui azotado con varas; una vez lapidado; tres veces naufragué. Viajes frecuentes; peligros de ríos; peligros de salteadores; peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles; peligros en ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar; peligros entre falsos hermanos; trabajo y fatiga; noches sin dormir, muchas veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío y desnudez. Y aparte de otras cosas, mi responsabilidad diaria:  la preocupación por todas las Iglesias” (2 Co 11, 23-28).

En un pasaje de la carta a los Romanos (cf. Rm 15, 24. 28) se refleja su propósito de llegar hasta España, el extremo de Occidente, para anunciar el Evangelio por doquier hasta los confines de la tierra entonces conocida. ¿Cómo no admirar a un hombre así? ¿Cómo no dar gracias al Señor por habernos dado un Apóstol de esta talla? Es evidente que no hubiera podido afrontar situaciones tan difíciles, a veces desesperadas, si no hubiera tenido una razón de valor absoluto ante la que ningún límite podía considerarse insuperable. Para san Pablo, como sabemos, esta razón es Jesucristo, de quien escribe:  “El amor de Cristo nos apremia al pensar que (…) murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 14-15), por nosotros, por todos.

De hecho, el Apóstol dio el testimonio supremo con su sangre bajo el emperador Nerón aquí, en Roma, donde conservamos y veneramos sus restos mortales. San Clemente Romano, mi predecesor en esta Sede apostólica en los últimos años del siglo I, escribió:  “Por la envidia y rivalidad mostró Pablo el galardón de la paciencia. (…) Después de haber enseñado a todo el mundo la justicia y de haber llegado hasta el límite de Occidente, sufrió el martirio ante los gobernantes; salió así de este mundo y marchó al lugar santo, dejándonos el más alto dechado de perseverancia”.

Que el Señor nos ayude a poner en práctica la exhortación que nos dejó el apóstol en sus cartas:  “Sed mis imitadores, como yo lo soy de Cristo” (1 Co 11, 1).

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39 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Pablo, la centralidad de Cristo

39 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN PABLO. LA CENTRALIDAD DE CRISTO

AUDIENCIA GENERAL DEL 8 DE NOVIEMBRE DE 2006

SAN PABLO. LA CENTRALIDAD DE CRISTO

Queridos hermanos y hermanas: 

En la catequesis anterior, hace quince días, traté de trazar las líneas esenciales de la biografía del apóstol san Pablo. Vimos cómo el encuentro con Cristo en el camino de Damasco revolucionó literalmente su vida. Cristo se convirtió en su razón de ser y en el motivo profundo de todo su trabajo apostólico. En sus cartas, después del nombre de Dios, que aparece más de 500 veces, el nombre mencionado con más frecuencia es el de Cristo (380 veces). Por consiguiente, es importante que nos demos cuenta de cómo Jesucristo puede influir en la vida de una persona y, por tanto, también en nuestra propia vida. En realidad, Jesucristo es el culmen de la historia de la salvación y, por tanto, el verdadero punto que marca la diferencia también en el diálogo con las demás religiones.

Al ver a san Pablo, podríamos formular así la pregunta de fondo:  ¿Cómo se produce el encuentro de un ser humano con Cristo? ¿En qué consiste la relación que se deriva de él? La respuesta que da san Pablo se puede dividir en dos momentos.

En primer lugar, san Pablo nos ayuda a comprender el valor fundamental e insustituible de la fe. En la carta a los Romanos escribe:  “Pensamos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley” (Rm 3, 28). Y también en la carta a los Gálatas:  “El hombre no se justifica por las obras de la ley sino sólo por la fe en Jesucristo; por eso nosotros hemos creído en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en Cristo, y no por las obras de la ley, pues por las obras de la ley nadie será justificado” (Rm 2, 16).

“Ser justificados” significa ser hechos justos, es decir, ser acogidos por la justicia misericordiosa de Dios y entrar en comunión con él; en consecuencia, poder entablar una relación mucho más auténtica con todos nuestros hermanos:  y esto sobre la base de un perdón total de nuestros pecados. Pues bien, san Pablo dice con toda claridad que esta condición de vida no depende de nuestras posibles buenas obras, sino solamente de la gracia de Dios:  “Somos justificados gratuitamente por su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús” (Rm 3, 24).

Con estas palabras, san Pablo expresa el contenido fundamental de su conversión, el nuevo rumbo que tomó su vida como resultado de su encuentro con Cristo resucitado. San Pablo, antes de la conversión, no era un hombre alejado de Dios y de su ley. Al contrario, era observante, con una observancia fiel que rayaba en el fanatismo. Sin embargo, a la luz del encuentro con Cristo comprendió que con ello sólo había buscado construirse a sí mismo, su propia justicia, y que con toda esa justicia sólo había vivido para sí mismo. Comprendió que su vida necesitaba absolutamente una nueva orientación. Y esta nueva orientación la expresa así:  “La vida, que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2, 20).

Así pues, san Pablo ya no vive para sí mismo, para su propia justicia. Vive de Cristo y con Cristo:  dándose a sí mismo; ya no buscándose y construyéndose a sí mismo. Esta es la nueva justicia, la nueva orientación que nos da el Señor, que nos da la fe. Ante la cruz de Cristo, expresión máxima de su entrega, ya nadie puede gloriarse de sí mismo, de su propia justicia, conseguida por sí mismo y para sí mismo.

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En otro pasaje, san Pablo, haciéndose eco del profeta Jeremías, aclara su pensamiento:  “El que se gloríe, gloríese en el Señor” (1 Co 1, 31; Jr 9, 22 s); o también:  “En cuanto a mí ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!” (Ga 6, 14).

Al reflexionar sobre lo que quiere decir justificación no por las obras sino por la fe, hemos llegado al segundo elemento que define la identidad cristiana descrita por san Pablo en su vida. Esta identidad cristiana consta precisamente de dos elementos:  no buscarse a sí mismo, sino revestirse de Cristo y entregarse con Cristo, para participar así personalmente en la vida de Cristo hasta sumergirse en él y compartir tanto su muerte como su vida.

Es lo que escribe san Pablo en la carta a los Romanos:  “Hemos sido bautizados en su muerte. Hemos sido sepultados con él. Somos una misma cosa con él. Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús” (cf. Rm 6, 3. 4. 5. 11). Precisamente esta última expresión es sintomática, pues para san Pablo no basta decir que los cristianos son bautizados o creyentes; para él es igualmente importante decir que ellos “están en Cristo Jesús” (cf. también Rm 8, 1. 2. 39; 12, 5; 16,3. 7. 10; 1 Co 1, 2. 3, etc.).

En otras ocasiones invierte los términos y escribe que “Cristo está en nosotros/vosotros” (Rm 8, 10; 2 Co 13, 5) o “en mí” (Ga 2, 20). Esta compenetración mutua entre Cristo y el cristiano, característica de la enseñanza de san Pablo, completa su reflexión sobre la fe, pues la fe, aunque nos une íntimamente a Cristo, subraya la distinción entre nosotros y él. Pero, según san Pablo, la vida del cristiano tiene también un componente que podríamos llamar “místico”, puesto que implica ensimismarnos en Cristo y Cristo en nosotros. En este sentido, el Apóstol llega incluso a calificar nuestros sufrimientos como los “sufrimientos de Cristo en nosotros” (2 Co 1, 5), de manera que “llevamos siempre en nuestro cuerpo por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo” (2 Co 4, 10).

Todo esto debemos aplicarlo a nuestra vida cotidiana siguiendo el ejemplo de san Pablo, que vivió siempre con este gran horizonte espiritual. Por una parte, la fe debe mantenernos en una actitud constante de humildad ante Dios, más aún, de adoración y alabanza en relación con él. En efecto, lo que somos como cristianos se lo debemos sólo a él y a su gracia. Por tanto, dado que nada ni nadie puede tomar su lugar, es necesario que a nada ni nadie rindamos el homenaje que le rendimos a él.
Ningún ídolo debe contaminar nuestro universo espiritual; de lo contrario, en vez de gozar de la libertad alcanzada, volveremos a caer en una forma de esclavitud humillante. Por otra parte, nuestra radical pertenencia a Cristo y el hecho de que “estamos en él” tiene que infundirnos una actitud de total confianza y de inmensa alegría.

En definitiva, debemos exclamar con san Pablo:  “Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (Rm 8, 31). Y la respuesta es que nada ni nadie “podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rm 8, 39). Por tanto, nuestra vida cristiana se apoya en la roca más estable y segura que pueda imaginarse. De ella sacamos toda nuestra energía, como escribe precisamente el Apóstol:  “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Flp 4, 13).

Así pues, afrontemos nuestra existencia, con sus alegrías y dolores, sostenidos por estos grandes sentimientos que san Pablo nos ofrece. Si los vivimos, podremos comprender cuánta verdad encierra lo que el mismo Apóstol escribe:  “Yo sé bien en quién tengo puesta mi fe, y estoy convencido de que es poderoso para guardar mi depósito hasta aquel día”, es decir, hasta el día definitivo (2 Tm 1, 12) de nuestro encuentro con Cristo juez, Salvador del mundo y nuestro.

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38 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Pablo. El Espíritu en nuestros corazones

38 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN PABLO. EL ESPÍRITU EN NUESTROS CORAZONES

AUDIENCIA GENERAL DEL 15 DE NOVIEMBRE DE 2006

SAN PABLO. EL ESPÍRITU EN NUESTROS CORAZONES

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, al igual que en las dos catequesis anteriores, volvemos a hablar de san Pablo y de su pensamiento. Nos encontramos ante un gigante no sólo por su apostolado concreto, sino también por su doctrina teológica, extraordinariamente profunda y estimulante. Después de haber meditado, la vez pasada, en lo que escribió san Pablo sobre el puesto central que ocupa Jesucristo en nuestra vida de fe, hoy veremos lo que nos dice sobre el Espíritu Santo y su presencia en nosotros, pues también en esto el Apóstol tiene algo muy importante que enseñarnos.

Ya conocemos lo que nos dice san Lucas sobre el Espíritu Santo en los Hechos de los Apóstoles al describir el acontecimiento de Pentecostés. El Espíritu en Pentecostés impulsa con fuerza a asumir el compromiso de la misión para testimoniar el Evangelio por los caminos del mundo. De hecho, el libro de los Hechos de los Apóstoles narra una serie de misiones realizadas por los Apóstoles, primero en Samaría, después en la franja de la costa de Palestina, y luego en Siria.

Sobre todo se narran los tres grandes viajes misioneros realizados por san Pablo, como ya recordé en un anterior encuentro del miércoles.

Ahora bien, san Pablo, en sus cartas nos habla del Espíritu también desde otra perspectiva. No se limita a ilustrar la dimensión dinámica y operativa de la tercera Persona de la santísima Trinidad, sino que analiza también su presencia en la vida del cristiano, cuya identidad queda marcada por él. Es decir, san Pablo reflexiona sobre el Espíritu mostrando su influjo no solamente sobre elactuar del cristiano sino también sobre su ser. En efecto, dice que el Espíritu de Dios habita en nosotros (cf. Rm 8, 9; 1 Co 3, 16) y que “Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo” (Ga 4, 6).

Por tanto, para san Pablo el Espíritu nos penetra hasta lo más profundo de nuestro ser. A este propósito escribe estas importantes palabras: “La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte. (…) Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!” (Rm 8, 2. 15), dado que somos hijos, podemos llamar “Padre” a Dios.

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Así pues, se ve claramente que el cristiano, incluso antes de actuar, ya posee una interioridad rica y fecunda, que le ha sido donada en los sacramentos del Bautismo y la Confirmación, una interioridad que lo sitúa en una relación objetiva y original de filiación con respecto a Dios. Nuestra gran dignidad consiste precisamente en que no sólo somos imagen, sino también hijos de Dios. Y esto es una invitación a vivir nuestra filiación, a tomar cada vez mayor conciencia de que somos hijos adoptivos en la gran familia de Dios. Es una invitación a transformar este don objetivo en una realidad subjetiva, decisiva para nuestro pensar, para nuestro actuar, para nuestro ser. Dios nos considera hijos suyos, pues nos ha elevado a una dignidad semejante, aunque no igual, a la de Jesús mismo, el único Hijo verdadero en sentido pleno. En él se nos da o se nos restituye la condición filial y la libertad confiada en relación con el Padre.

De este modo descubrimos que para el cristiano el Espíritu ya no es sólo el “Espíritu de Dios”, como se dice normalmente en el Antiguo Testamento y como se sigue repitiendo en el lenguaje cristiano (cf. Gn 41, 38; Ex 31, 3; 1 Co 2, 11-12; Flp 3, 3; etc.). Y tampoco es sólo un “Espíritu Santo” entendido genéricamente, según la manera de expresarse del Antiguo Testamento (cf. Is 63, 10-11; Sal 51, 13), y del mismo judaísmo en sus escritos (cf. Qumrán, rabinismo). Es específica de la fe cristiana la convicción de que el Señor resucitado, el cual se ha convertido él mismo en “Espíritu que da vida” (1 Co 15, 45), nos da una participación original de este Espíritu.

Precisamente por este motivo san Pablo habla directamente del “Espíritu de Cristo” (Rm 8, 9), del “Espíritu del Hijo” (Ga 4, 6) o del “Espíritu de Jesucristo” (Flp 1, 19). Es como si quisiera decir que no sólo Dios Padre es visible en el Hijo (cf. Jn 14, 9), sino que también el Espíritu de Dios se manifiesta en la vida y en la acción del Señor crucificado y resucitado.

San Pablo nos enseña también otra cosa importante: dice que no puede haber auténtica oración sin la presencia del Espíritu en nosotros. En efecto, escribe: “El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene ―¡realmente no sabemos hablar con Dios!―; mas el Espíritu mismo intercede continuamente por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios” (Rm 8, 26-27). Es como decir que el Espíritu Santo, o sea, el Espíritu del Padre y del Hijo, es ya como el alma de nuestra alma, la parte más secreta de nuestro ser, de la que se eleva incesantemente hacia Dios un movimiento de oración, cuyos términos no podemos ni siquiera precisar.

En efecto, el Espíritu, siempre activo en nosotros, suple nuestras carencias y ofrece al Padre nuestra adoración, junto con nuestras aspiraciones más profundas. Obviamente esto exige un nivel de gran comunión vital con el Espíritu. Es una invitación a ser cada vez más sensibles, más atentos a esta presencia del Espíritu en nosotros, a transformarla en oración, a experimentar esta presencia y a aprender así a orar, a hablar con el Padre como hijos en el Espíritu Santo.

Hay, además, otro aspecto típico del Espíritu que nos enseña san Pablo: su relación con el amor. El Apóstol escribe: “La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5, 5). En mi carta encíclica Deus caritas est cité una frase muy elocuente de san Agustín: “Ves la Trinidad si ves el amor” (n. 19), y luego expliqué: “El Espíritu es esa potencia interior que armoniza su corazón (de los creyentes) con el corazón de Cristo y los mueve a amar a los hermanos como él los ha amado” (ib.). El Espíritu nos sitúa en el mismo ritmo de la vida divina, que es vida de amor, haciéndonos participar personalmente en las relaciones que se dan entre el Padre y el Hijo.

De forma muy significativa, san Pablo, cuando enumera los diferentes frutos del Espíritu, menciona en primer lugar el amor: “El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz…” (Ga 5, 22). Y, dado que por definición el amor une, el Espíritu es ante todo creador de comunión dentro de la comunidad cristiana, como decimos al inicio de la santa misa con una expresión de san Pablo: “La comunión del Espíritu Santo (es decir, la que él realiza) esté con todos vosotros” (2 Co 13, 13). Ahora bien, por otra parte, también es verdad que el Espíritu nos estimula a entablar relaciones de caridad con todos los hombres. De este modo, cuando amamos dejamos espacio al Espíritu, le permitimos expresarse en plenitud. Así se comprende por qué san Pablo une en la misma página de la carta a los Romanos estas dos exhortaciones: “Sed fervorosos en el Espíritu” y “No devolváis a nadie mal por mal” (Rm 12, 11. 17).

Por último, el Espíritu, según san Pablo, es una prenda generosa que el mismo Dios nos ha dado como anticipación y al mismo tiempo como garantía de nuestra herencia futura (cf. 2 Co 1, 22; 5, 5; Ef 1, 13-14). Aprendamos así de san Pablo que la acción del Espíritu orienta nuestra vida hacia los grandes valores del amor, la alegría, la comunión y la esperanza. Debemos hacer cada día esta experiencia, secundando las mociones interiores del Espíritu; en el discernimiento contamos con la guía iluminadora del Apóstol.

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37 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Pablo. La vida en la Iglesia

37 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN PABLO. LA VIDA EN LA IGLESIA

AUDIENCIA GENERAL DEL 22 DE NOVIEMBRE DE 2006

SAN PABLO. LA VIDA EN LA IGLESIA

Queridos hermanos y hermanas:

Concluimos hoy nuestros encuentros con el apóstol san Pablo, dedicándole una última reflexión. No podemos despedirnos de él sin considerar uno de los elementos decisivos de su actividad y uno de los temas más importantes de su pensamiento: la realidad de la Iglesia. Tenemos que constatar, ante todo, que su primer contacto con la persona de Jesús tuvo lugar a través del testimonio de la comunidad cristiana de Jerusalén. Fue un contacto turbulento. Al conocer al nuevo grupo de creyentes, se transformó inmediatamente en su fiero perseguidor. Lo reconoce él mismo tres veces en diferentes cartas: “He perseguido a la Iglesia de Dios”, escribe (1 Co 15, 9; Ga 1, 13; Flp 3, 6), presentando su comportamiento casi como el peor crimen.

La historia nos demuestra que normalmente se llega a Jesús pasando por la Iglesia. En cierto sentido, como decíamos, es lo que le sucedió también a san Pablo, el cual encontró a la Iglesia antes de encontrar a Jesús. Ahora bien, en su caso, este contacto fue contraproducente: no provocó la adhesión, sino más bien un rechazo violento.

La adhesión de Pablo a la Iglesia se realizó por una intervención directa de Cristo, quien al revelársele en el camino de Damasco, se identificó con la Iglesia y le hizo comprender que perseguir a la Iglesia era perseguirlo a él, el Señor. En efecto, el Resucitado dijo a Pablo, el perseguidor de la Iglesia: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hch 9, 4). Al perseguir a la Iglesia, perseguía a Cristo. Entonces, Pablo se convirtió, al mismo tiempo, a Cristo y a la Iglesia. Así se comprende por qué la Iglesia estuvo tan presente en el pensamiento, en el corazón y en la actividad de san Pablo.

En primer lugar estuvo presente en cuanto que fundó literalmente varias Iglesias en las diversas ciudades a las que llegó como evangelizador. Cuando habla de su “preocupación por todas las Iglesias” (2 Co 11, 28), piensa en las diferentes comunidades cristianas constituidas sucesivamente en Galacia, Jonia, Macedonia y Acaya. Algunas de esas Iglesias también le dieron preocupaciones y disgustos, como sucedió por ejemplo con las Iglesias de Galacia, que se pasaron “a otro evangelio” (Ga 1, 6), a lo que él se opuso con firmeza. Sin embargo, no se sentía unido de manera fría o burocrática, sino intensa y apasionada, a las comunidades que fundó.

Por ejemplo, define a los filipenses “hermanos míos queridos y añorados, mi gozo y mi corona” (Flp 4, 1). Otras veces compara a las diferentes comunidades con una carta de recomendación única en su género: “Vosotros sois nuestra carta, escrita en nuestros corazones, conocida y leída por todos los hombres” (2 Co 3, 2). En otras ocasiones les demuestra un verdadero sentimiento no sólo de paternidad, sino también de maternidad, como cuando se dirige a sus destinatarios llamándolos “hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros” (Ga 4, 19; cf. 1 Co 4, 14-15; 1 Ts 2, 7-8).

En sus cartas, san Pablo nos ilustra también su doctrina sobre la Iglesia en cuanto tal. Es muy conocida su original definición de la Iglesia como “cuerpo de Cristo”, que no encontramos en otros autores cristianos del siglo I (cf. 1 Co 12, 27; Ef 4, 12; 5, 30; Col 1, 24). La raíz más profunda de esta sorprendente definición de la Iglesia la encontramos en el sacramento del Cuerpo de Cristo. Dice san Pablo: “Dado que hay un solo pan, nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo” (1 Co 10, 17). En la misma Eucaristía Cristo nos da su Cuerpo y nos convierte en su Cuerpo. En este sentido, san Pablo dice a los Gálatas: “Todos vosotros sois uno en Cristo” (Ga 3, 28).

Con todo esto, san Pablo nos da a entender que no sólo existe una pertenencia de la Iglesia a Cristo, sino también una cierta forma de equiparación e identificación de la Iglesia con Cristo mismo. Por tanto, la grandeza y la nobleza de la Iglesia, es decir, de todos los que formamos parte de ella, deriva del hecho de que somos miembros de Cristo, como una extensión de su presencia personal en el mundo.

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Y de aquí deriva, naturalmente, nuestro deber de vivir realmente en conformidad con Cristo. De aquí derivan también las exhortaciones de san Pablo a propósito de los diferentes carismas que animan y estructuran a la comunidad cristiana. Todos se remontan a un único manantial, que es el Espíritu del Padre y del Hijo, sabiendo que en la Iglesia nadie carece de un carisma, pues, como escribe el Apóstol, “a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común” (1 Co 12, 7). Ahora bien, lo importante es que todos los carismas contribuyan juntos a la edificación de la comunidad y no se conviertan, por el contrario, en motivo de discordia. A este respecto, san Pablo se pregunta retóricamente: “¿Está dividido Cristo?” (1 Co 1, 13). Sabe bien y nos enseña que es necesario “conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz: un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados” (Ef 4, 3-4).

Obviamente, subrayar la exigencia de la unidad no significa decir que se debe uniformar o aplanar la vida eclesial según una manera única de actuar. En otro lugar, san Pablo invita a “no extinguir el Espíritu” (1 Ts 5, 19), es decir, a dejar generosamente espacio al dinamismo imprevisible de las manifestaciones carismáticas del Espíritu, el cual es una fuente de energía y de vitalidad siempre nueva. Pero para san Pablo la edificación mutua es un criterio especialmente importante: “Que todo sea para edificación” (1 Co 14, 26). Todo debe ayudar a construir ordenadamente el tejido eclesial, no sólo sin estancamientos, sino también sin fugas ni desgarramientos.

En una de sus cartas san Pablo presenta a la Iglesia como esposa de Cristo (cf. Ef 5, 21-33), utilizando una antigua metáfora profética, que consideraba al pueblo de Israel como la esposa del Dios de la alianza (cf. Os 2, 4. 21; Is 54, 5-8): así se pone de relieve la gran intimidad de las relaciones entre Cristo y su Iglesia, ya sea porque es objeto del más tierno amor por parte de su Señor, ya sea porque el amor debe ser recíproco, y por consiguiente, también nosotros, en cuanto miembros de la Iglesia, debemos demostrarle una fidelidad apasionada.

Así pues, en definitiva, está en juego una relación de comunión: la relación ―por decirlo así― vertical, entre Jesucristo y todos nosotros, pero también la horizontal, entre todos los que se distinguen en el mundo por “invocar el nombre de Jesucristo, Señor nuestro” (1 Co 1, 2). Esta es nuestra definición: formamos parte de los que invocan el nombre del Señor Jesucristo. De este modo se entiende cuán deseable es que se realice lo que el mismo san Pablo dice en su carta a los Corintios: “Por el contrario, si todos profetizan y entra un infiel o un no iniciado, será convencido por todos, juzgado por todos. Los secretos de su corazón quedarán al descubierto y, postrado rostro en tierra, adorará a Dios confesando que Dios está verdaderamente entre vosotros” (1 Co 14, 24-25).

Así deberían ser nuestros encuentros litúrgicos. Si entrara un no cristiano en una de nuestras asambleas, al final debería poder decir: “Verdaderamente Dios está con vosotros”. Pidamos al Señor que vivamos así, en comunión con Cristo y en comunión entre nosotros.

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36 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Viaje Apostólico a Turquía

36 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: VIAJE APOSTÓLICO A TURQUÍA

AUDIENCIA GENERAL DEL 6 DE DICIEMBRE DE 2006

VIAJE APOSTÓLICO A TURQUÍA

Queridos hermanos y hermanas:

Como ya es costumbre después de cada viaje apostólico, en esta audiencia general quisiera repasar las diferentes etapas de la peregrinación que realicé a Turquía del martes al viernes de la semana pasada. Esta visita, como sabéis, no se presentaba fácil en varios aspectos, pero Dios la acompañó desde el principio y así pudo llevarse a cabo felizmente. Por tanto, del mismo modo que os había pedido prepararla y acompañarla con la oración, ahora os pido que os unáis a mí para dar gracias al Señor por su desarrollo y su conclusión. Pongo en manos de Dios los frutos que espero broten de ella, tanto por lo que atañe a las relaciones con nuestros hermanos ortodoxos como al diálogo con los musulmanes.

En primer lugar, siento el deber de renovar mi sincero agradecimiento al presidente de la República, al primer ministro, y a las demás autoridades, que me acogieron con tanta cortesía y aseguraron las condiciones necesarias para que todo se desarrollara de la mejor manera posible. Doy las gracias fraternamente a los obispos de la Iglesia católica en Turquía, y a sus colaboradores, por todo lo que han hecho. Expreso mi gratitud en particular al Patriarca ecuménico Bartolomé I, que me acogió en su casa, al Patriarca armenio Mesrob II, al metropolita siro-ortodoxo Mor Filüksinos y a las demás autoridades religiosas.

A lo largo de todo el viaje me sentí espiritualmente sostenido por mis venerados predecesores los siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo II, que realizaron una memorable visita a Turquía, y sobre todo por el beato Juan XXIII, que fue representante pontificio en ese noble país de 1935 a 1944, dejando un recuerdo lleno de afecto y devoción.

Remontándome a la visión de la Iglesia que presenta el concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium, 14-16), podría decir que también los viajes pastorales del Papa contribuyen a realizar su misión, que se desarrolla en “círculos concéntricos”. En el círculo más interno, el Sucesor de Pedro confirma a los católicos en la fe; en el intermedio, se encuentra con los demás cristianos; y en el más externo se dirige a los no cristianos y a la humanidad entera.

La primera jornada de mi visita a Turquía se desarrolló en el ámbito de este tercer “círculo”, el más amplio:  me reuní con el primer ministro, con el presidente de la República y con el presidente para Asuntos religiosos, dirigiendo a este último mi primer discurso; rendí homenaje al Mausoleo del “padre de la patria” Mustafá Kemal Ataturk; después hablé al Cuerpo diplomático en la nunciatura apostólica de Ankara.

Esta intensa serie de encuentros constituyó una parte importante de la visita, sobre todo porque Turquía es un país en su gran mayoría musulmán, pero que se regula por una Constitución que afirma la laicidad del Estado. Por tanto, es un país emblemático por lo que atañe al gran reto que hoy se plantea a nivel mundial:  por una parte, es necesario redescubrir la realidad de Dios y la importancia pública de la fe religiosa y, por otra, garantizar que la expresión de esa fe sea libre, sin degeneraciones fundamentalistas, capaz de rechazar decididamente cualquier forma de violencia.

Así pues, fue una oportunidad propicia para renovar mis sentimientos de estima con respecto a los musulmanes y a la civilización islámica. Al mismo tiempo, insistí en la importancia de que cristianos y musulmanes trabajen juntos por el hombre, la vida, la paz y la justicia, reafirmando que la distinción entre la esfera civil y la religiosa constituye un valor, y que el Estado debe garantizar al ciudadano y a las comunidades religiosas la efectiva libertad de culto.

En el ámbito del diálogo interreligioso, la divina Providencia me permitió realizar, casi al final de mi viaje, un gesto que en un primer momento no estaba previsto y que resultó muy significativo:  la visita a la célebre Mezquita Azul de Estambul. En unos minutos de recogimiento en ese lugar de oración, oré al único Señor del cielo y de la tierra, Padre misericordioso de toda la humanidad, para que todos los creyentes se reconozcan como criaturas suyas y den testimonio de auténtica fraternidad.

La segunda jornada me llevó a Éfeso; de este modo, me encontré rápidamente en el “círculo” más interno del viaje, en contacto directo con la comunidad católica. En efecto, en Éfeso, en una agradable localidad llamada “Colina del ruiseñor”, mirando al mar Egeo, se halla el santuario de la Casa de María. Se trata de una antigua y pequeña capilla, edificada en torno a una casita que, según una antiquísima tradición, el apóstol san Juan mandó construir para la Virgen María, después de haberla llevado consigo a Éfeso. El mismo Jesús los había encomendado el uno a la otra y viceversa cuando, antes de morir en la cruz, le dijo a María:  “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, y a Juan:  “Ahí tienes a tu madre” (Jn 19, 26-27).

Las investigaciones arqueológicas han demostrado que ese lugar es desde tiempo inmemorial un lugar de culto mariano, muy querido también por los musulmanes, que acuden habitualmente a él para venerar a la que llaman “Meryem Ana”, la Madre María. En el jardín situado delante del santuario celebré la santa misa para un grupo de fieles que acudieron de la cercana ciudad de Esmirna y de otras partes de Turquía, e incluso del extranjero. En la “Casa de María” nos sentimos realmente “en casa”, y en ese clima de paz oramos por la paz en Tierra Santa y en todo el mundo. Allí recordé a don Andrea Santoro, sacerdote romano, que en tierra turca dio testimonio del Evangelio con su sangre.

El “círculo” intermedio, el de las relaciones ecuménicas, ocupó la parte central de este viaje, realizado con ocasión de la fiesta de san Andrés, el 30 de noviembre. Esta fiesta sirvió de contexto ideal para consolidar las relaciones fraternas entre el Obispo de Roma, Sucesor de Pedro, y el Patriarca ecuménico de Constantinopla, Iglesia fundada según la tradición por el apóstol san Andrés, hermano de Simón Pedro. Siguiendo las huellas de Pablo VI, que se encontró con el Patriarca Atenágoras, y de Juan Pablo II, que fue acogido por el sucesor de Atenágoras, Dimitrios I, renové junto con Su Santidad Bartolomé I este gesto de gran valor simbólico, para confirmar el compromiso recíproco de proseguir el camino hacia el restablecimiento de la comunión plena entre católicos y ortodoxos.

Para reafirmar este decidido propósito firmé, juntamente con el Patriarca ecuménico, una Declaración común, que constituye una etapa ulterior en este camino. Fue sumamente significativo que este acto tuviera lugar al final de la Divina Liturgia de la fiesta de san Andrés, a la que asistí y que se concluyó con la doble bendición impartida por el Obispo de Roma y el Patriarca de Constantinopla, sucesores respectivamente de los apóstoles Pedro y Andrés. De este modo manifestamos que en la base de todo compromiso ecuménico está siempre la oración y la perseverante invocación al Espíritu Santo.

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En este mismo ámbito, en Estambul, tuve la alegría de visitar al Patriarca de la Iglesia armenia apostólica, Su Beatitud Mesrob II, y de encontrarme con el metropolita siro-ortodoxo. Asimismo, en este contexto, me complace recordar la conversación que mantuve con el gran rabino de Turquía.

Mi visita se concluyó, poco antes de partir para Roma, regresando al “círculo” más interno, es decir, encontrándome con la comunidad católica, presente con todos sus componentes, en la catedral latina del Espíritu Santo, en Estambul. También asistieron a esa santa misa el Patriarca ecuménico, el Patriarca armenio, el metropolita siro-ortodoxo y los representantes de las Iglesias protestantes. Es decir, estaban reunidos en oración todos los cristianos, con sus diversas tradiciones, ritos e idiomas. Confortados por la palabra de Cristo, que promete a los creyentes “ríos de agua viva” (Jn 7, 38), y por la imagen de los numerosos miembros unidos en un solo cuerpo (cf. 1 Co 12, 12-13), vivimos la experiencia de un renovado Pentecostés.

Queridos hermanos y hermanas, volví al Vaticano con el alma llena de gratitud a Dios y con sentimientos de sincero afecto y estima por los habitantes de la querida nación turca, por quienes me sentí acogido y comprendido. La simpatía y la cordialidad que manifestaron, a pesar de las dificultades inevitables que provocó mi visita al desarrollo normal de sus actividades cotidianas, las conservo como un intenso recuerdo que me impulsa a la oración.

Que Dios omnipotente y misericordioso ayude al pueblo turco, a sus gobernantes y a los representantes de las diversas religiones a construir juntos un futuro de paz, para que Turquía sea un “puente” de amistad y de colaboración fraterna entre Occidente y Oriente.

Oremos también para que, por intercesión de María santísima, el Espíritu Santo haga fecundo este viaje apostólico y anime en todo el mundo la misión de la Iglesia, instituida por Cristo para anunciar a todos los pueblos el Evangelio de la verdad, de la paz y del amor.

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35 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Timoteo y Tito

35 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: TIMOTEO Y TITO, LOS MÁS ÍNTIMOS COLABORADORES DE SAN PABLO

AUDIENCIA GENERAL DEL 13 DE DICIEMBRE DE 2006

TIMOTEO Y TITO, LOS MÁS ÍNTIMOS COLABORADORES DE SAN PABLO

Queridos hermanos y hermanas:

Después de haber hablado ampliamente del gran apóstol Pablo, hoy nos referiremos a dos de sus colaboradores más íntimos: Timoteo y Tito. A ellos están dirigidas tres cartas tradicionalmente atribuidas a san Pablo, dos de las cuales están destinadas a Timoteo y una a Tito.

Timoteo es nombre griego y significa “que honra a Dios”. San Lucas lo menciona seis veces en los Hechos de los Apóstoles; san Pablo en sus cartas lo nombra en 17 ocasiones (además, aparece una vez en la carta a los Hebreos). De ello se deduce que para san Pablo gozaba de gran consideración, aunque san Lucas no nos ha contado todo lo que se refiere a él. En efecto, el Apóstol le encargó misiones importantes y vio en él una especie de alter ego, como lo demuestra el gran elogio que hace de él en la carta a los Filipenses. “A nadie tengo de tan iguales sentimientos (isópsychon) que se preocupe sinceramente de vuestros intereses” (Flp2, 20).

Timoteo nació en Listra (a unos 200 kilómetros al noroeste de Tarso) de madre judía y de padre pagano (cf. Hch 16, 1). El hecho de que su madre hubiera contraído un matrimonio mixto y no hubiera circuncidado a su hijo hace pensar que Timoteo se crió en una familia que no era estrictamente observante, aunque se dice que conocía las Escrituras desde su infancia (cf. 2 Tm 3, 15). Se nos ha transmitido el nombre de su madre, Eunice, y el de su abuela, Loida (cf. 2 Tm 1, 5).

Cuando san Pablo pasó por Listra al inicio del segundo viaje misionero, escogió a Timoteo como compañero, pues “los hermanos de Listra e Iconio daban de él un buen testimonio” (Hch 16, 2), pero “lo circuncidó a causa de los judíos que había por aquellos lugares” (Hch 16, 3). Junto a Pablo y Silas, Timoteo atravesó Asia menor hasta Tróada, desde donde pasó a Macedonia. Sabemos que en Filipos, donde Pablo y Silas fueron acusados de alborotar la ciudad y encarcelados por haberse opuesto a que algunos individuos sin escrúpulos explotaran a una joven como adivina (cf. Hch 16, 16-40), Timoteo quedó libre. Después, cuando Pablo se vio obligado a proseguir hasta Atenas, Timoteo se reunió con él en esa ciudad y desde allí fue enviado a la joven Iglesia de Tesalónica para tener noticias y para confirmarla en la fe (cf. 1 Ts 3, 1-2). Volvió a unirse después al Apóstol en Corinto, dándole buenas noticias sobre los tesalonicenses y colaborando con él en la evangelización de esa ciudad (cf. 2 Co 1, 19).

Volvemos a encontrar a Timoteo en Éfeso durante el tercer viaje misionero de Pablo. Probablemente desde allí, el Apóstol escribió a Filemón y a los Filipenses, y en ambas cartas aparece también Timoteo como remitente (cf. Flm 1; Flp 1, 1). Desde Éfeso Pablo lo envió a Macedonia junto con un cierto Erasto (cf. Hch 19, 22) y después también a Corinto con el encargo de llevar una carta, en la que recomendaba a los corintios que le dieran buena acogida (cf. 1 Co 4, 17; 16, 10-11).

También aparece como remitente, junto con san Pablo, de la segunda carta a los Corintios; y cuando desde Corinto san Pablo escribe la carta a los Romanos, transmite saludos de Timoteo y de otros (cf. Rm 16, 21). Desde Corinto, el discípulo volvió a viajar a Tróada, en la orilla asiática del mar Egeo, para esperar allí al Apóstol, que se dirigía hacia Jerusalén al concluir su tercer viaje misionero (cf. Hch 20, 4).

Desde ese momento, respecto de la biografía de Timoteo las fuentes antiguas sólo nos ofrecen una mención en la carta a los Hebreos, donde se lee: “Sabed que nuestro hermano Timoteo ha sido liberado. Si viene pronto, iré con él a veros” (Hb 13, 23).

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Para concluir, podemos decir que Timoteo destaca como un pastor de gran importancia. Según la posterior Historia eclesiástica de Eusebio, Timoteo fue el primer obispo de Éfeso (cf. 3, 4). Algunas reliquias suyas se encuentran desde 1239 en Italia, en la catedral de Térmoli, en Molise, procedentes de Constantinopla.

Por lo que se refiere a Tito, cuyo nombre es de origen latino, sabemos que era griego de nacimiento, es decir, pagano (cf. Ga 2, 3). San Pablo lo llevó consigo a Jerusalén con motivo del así llamado Concilio apostólico, en el que se aceptó solemnemente la predicación del Evangelio a los paganos, sin los condicionamientos de la ley de Moisés.

En la carta que dirige a Tito, el Apóstol lo elogia definiéndolo “verdadero hijo según la fe común” (Tt 1, 4). Cuando Timoteo se fue de Corinto, san Pablo envió a Tito para hacer que esa comunidad rebelde volviera a la obediencia. Tito restableció la paz entre la Iglesia de Corinto y el Apóstol, el cual escribió a esas Iglesia: “El Dios que consuela a los humillados, nos consoló con la llegada de Tito, y no sólo con su llegada, sino también con el consuelo que le habíais proporcionado, comunicándonos vuestra añoranza, vuestro pesar, vuestro celo por mí (…). Y mucho más que por este consuelo, nos hemos alegrado por el gozo de Tito, cuyo espíritu fue tranquilizado por todos vosotros” (2 Co 7, 6-7. 13).

San Pablo volvió a enviar a Tito —a quien llama “compañero y colaborador” (2 Co 8, 23)— para organizar la conclusión de las colectas en favor de los cristianos de Jerusalén (cf. 2 Co 8, 6). Ulteriores noticias que nos refieren las cartas pastorales lo presentan como obispo de Creta (cf. Tt 1, 5), desde donde, por invitación de san Pablo, se unió al Apóstol en Nicópolis, en Epiro, (cf. Tt 3, 12). Más tarde fue también a Dalmacia (cf. 2 Tm 4, 10). No tenemos más información sobre los viajes sucesivos de Tito ni sobre su muerte.

Para concluir, si consideramos juntamente las figuras de Timoteo y de Tito, nos damos cuenta de algunos datos muy significativos. El más importante es que san Pablo se sirvió de colaboradores para el cumplimiento de sus misiones. Él es, ciertamente, el Apóstol por antonomasia, fundador y pastor de muchas Iglesias. Sin embargo, es evidente que no lo hacía todo él solo, sino que se apoyaba en personas de confianza que compartían sus esfuerzos y sus responsabilidades.

Conviene destacar, además, la disponibilidad de estos colaboradores. Las fuentes con que contamos sobre Timoteo y Tito subrayan su disponibilidad para asumir las diferentes tareas, que con frecuencia consistían en representar a san Pablo incluso en circunstancias difíciles. Es decir, nos enseñan a servir al Evangelio con generosidad, sabiendo que esto implica también un servicio a la misma Iglesia.

Acojamos, por último, la recomendación que el apóstol san Pablo hace a Tito en la carta que le dirige: “Es cierta esta afirmación, y quiero que en esto te mantengas firme, para que los que creen en Dios traten de sobresalir en la práctica de las buenas obras. Esto es bueno y provechoso para los hombres” (Tt 3, 8). Con nuestro compromiso concreto, debemos y podemos descubrir la verdad de estas palabras, y realizar en este tiempo de Adviento obras buenas para abrir las puertas del mundo a Cristo, nuestro Salvador.

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34 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Santa Navidad

34 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SANTA NAVIDAD

AUDIENCIA GENERAL DEL 20 DE DICIEMBRE DE 2006

SANTA NAVIDAD 2006

Queridos hermanos y hermanas: 

“El Señor está cerca:  venid, adorémoslo”. Con esta invocación, la liturgia nos invita, en estos últimos días del Adviento, a acercarnos, como de puntillas, a la cueva de Belén, donde tuvo lugar el acontecimiento extraordinario que cambió el rumbo de la historia:  el nacimiento del Redentor. En la noche de Navidad nos detendremos una vez más ante el belén para contemplar, maravillados, al “Verbo hecho carne”. En nuestro corazón se renovarán, como cada año, sentimientos de alegría y de gratitud al escuchar los villancicos que en tantos idiomas cantan el mismo extraordinario prodigio. El Creador del universo vino por amor a poner su morada entre los hombres.

En la carta a los Filipenses san Pablo afirma que Cristo, “a pesar de su condición  divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de  su  rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos” (Flp 2, 6). Actuando como un hombre cualquiera, añade el Apóstol, se rebajó. En la santa Navidad reviviremos la realización de este sublime misterio de gracia y misericordia.

San Pablo dice también:  “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Ga 4, 4-5). Efectivamente, desde hacía muchos siglos el pueblo elegido esperaba al Mesías, pero lo imaginaba como un caudillo poderoso y victorioso, que libraría a los suyos de la opresión de los extranjeros. En cambio,  el  Salvador  nació en el silencio y en la pobreza más completa. Vino como luz que ilumina a todos los hombres —constata el evangelista san Juan—, “pero los suyos no lo recibieron” (Jn 1, 9. 11). Sin embargo, el Apóstol añade:  “A todos los que lo recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios” (Jn 1, 12). La luz prometida iluminó los corazones de quienes habían perseverado en la espera vigilante y activa.

La liturgia de Adviento nos exhorta también a nosotros a ser sobrios y vigilantes, para evitar que nos agobien el peso del pecado y las excesivas preocupaciones del mundo. En efecto, vigilando y orando podremos reconocer y acoger el resplandor de la Navidad de Cristo. San Máximo de Turín, obispo que vivió entre los siglos IV y V, afirma en una de sus homilías:  “El tiempo nos advierte de que la Navidad de Cristo nuestro Señor está cerca. El mundo, incluso con sus angustias, habla de la inminencia de algo que lo renovará, y desea con una espera impaciente que el esplendor de un sol más brillante ilumine sus tinieblas. (…) Esta espera de la creación también nos lleva a nosotros a esperar el nacimiento de Cristo, nuevo Sol” (Discurso 61 a, 1-3). Así pues, la creación misma nos lleva a descubrir y a reconocer a Aquel que tiene que venir.

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Pero la pregunta es:  la humanidad de nuestro tiempo, ¿espera todavía un Salvador? Da la impresión de que muchos consideran que Dios es ajeno a sus intereses. Aparentemente no tienen necesidad de él, viven como si no existiera y, peor aún, como si fuera un “obstáculo” que hay que quitar para poder realizarse. Seguramente también entre los creyentes algunos se dejan atraer por seductoras quimeras y desviar por doctrinas engañosas que proponen atajos ilusorios para alcanzar la felicidad.

Sin embargo, a pesar de sus contradicciones, angustias y dramas, y quizá precisamente por ellos, la humanidad de hoy busca un camino de renovación, de salvación; busca un Salvador y espera, a veces sin saberlo, la venida del Señor que renueva el mundo y nuestra vida, la venida de Cristo, el único Redentor verdadero del hombre y de todo el hombre. Ciertamente, falsos profetas siguen proponiendo una salvación “barata”, que acaba siempre por provocar fuertes decepciones.

Precisamente la historia de los últimos cincuenta años demuestra esta búsqueda de un Salvador “barato” y pone de manifiesto todas las decepciones que se han derivado de ello. Los cristianos tenemos la misión de difundir, con el testimonio de la vida, la verdad de la Navidad, que Cristo trae a todo hombre y mujer de buena voluntad. Al nacer en la pobreza del pesebre, Jesús viene a ofrecer a todos la única alegría y la única paz que pueden colmar las expectativas del alma humana.

Pero, ¿cómo prepararnos para abrir el corazón al Señor que viene? La actitud espiritual de la espera vigilante y orante sigue siendo la característica fundamental del cristiano en este tiempo de Adviento. Es la actitud que adoptaron los protagonistas de entonces:  Zacarías e Isabel, los pastores, los Magos, el pueblo sencillo y humilde, pero, sobre todo, la espera de María y de José. Estos últimos, más que nadie, experimentaron personalmente la emoción y la trepidación por el Niño que debía nacer. No es difícil imaginar cómo pasaron los últimos días, esperando abrazar al recién nacido entre sus brazos. Hagamos nuestra su actitud, queridos hermanos y hermanas.

Escuchemos, a este respecto, la exhortación de san Máximo, obispo de Turín, citado ya antes:  “Mientras nos preparamos a acoger la Navidad del Señor, revistámonos con vestidos limpios, sin mancha. Hablo de la vestidura del alma, no del cuerpo. No tenemos que vestirnos con vestiduras de seda, sino con obras santas. Los vestidos lujosos pueden cubrir los miembros del cuerpo, pero no adornan la conciencia” (ib.).

Que el Niño Jesús, al nacer entre nosotros, no nos encuentre distraídos o dedicados simplemente a decorar con luces nuestra casa. Más bien, preparemos en nuestra alma y en nuestra familia una digna morada en la que él se sienta acogido con fe y amor. Que nos ayuden la Virgen y san José a vivir el misterio de la Navidad con nuevo asombro y serenidad tranquilizante.

Con estos sentimientos, quiero expresaros a todos los que estáis aquí presentes y a vuestros familiares mi más cordial felicitación, deseándoos una santa y feliz Navidad, recordando en particular a quienes atraviesan dificultades o sufren en el cuerpo y en el espíritu. ¡Feliz Navidad a todos!

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33 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres que él ama

33 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: GLORIA A DIOS EN LAS ALTURAS Y PAZ A LOS HOMBRES QUE ÉL AMA

AUDIENCIA GENERAL DEL 27 DE DICIEMBRE DE 2006

Queridos hermanos y hermanas: 

El encuentro de hoy tiene lugar en el clima navideño impregnado de íntima alegría por el nacimiento del Salvador. Acabamos de celebrar, anteayer, este misterio, cuyo eco se extiende a la liturgia de todos estos días. Es un misterio de luz que los hombres de todas las épocas pueden revivir en la fe.

Resuenan en nuestra alma las palabras del evangelista san Juan, cuya fiesta celebramos precisamente hoy:  “Et Verbum caro factum est“, “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). Así pues, en Navidad Dios ha venido a habitar entre nosotros; ha venido por nosotros, para estar con nosotros. Una pregunta que se repite a lo largo de estos dos mil años de historia cristiana es:  “Pero, ¿por qué lo ha hecho?, ¿por qué Dios se ha hecho hombre?”.

Nos ayuda a responder a este interrogante el canto que los ángeles entonaron cerca de la cueva de Belén:  “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres que él ama” (Lc 2, 14). El cántico de la noche de Navidad, que entró en el Gloria, ya forma parte de la liturgia, como los otros tres cánticos del Nuevo Testamento, que se refieren al nacimiento y a la infancia de Jesús:  elBenedictus, el Magníficat, y el Nunc dimittis. Mientras los últimos fueron insertados respectivamente en las Laudes matutinas, en la oración vespertina de las Vísperas y en la nocturna de las Completas, el Gloria fue introducido precisamente en la santa misa.

A las palabras de los ángeles, desde el siglo II, se añadieron algunas aclamaciones:  “Por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias”; y más tarde otras invocaciones:  “Señor Dios, Cordero de Dios, Hijo del Padre, tú que quitas el pecado del mundo…”, hasta formular un armonioso himno de alabanza que se cantó por primera vez en la misa de Navidad y luego en todos los días de fiesta. Insertado al inicio de la celebración eucarística, el Gloria quiere subrayar la continuidad que existe entre el nacimiento y la muerte de Cristo, entre la Navidad y la Pascua, aspectos inseparables del único y mismo misterio de salvación.

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El evangelio narra que la multitud angélica cantaba:  “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres que él ama”. Los ángeles anuncian a los pastores que el nacimiento de Jesús “es” gloria para Dios en las alturas y “es” paz en la tierra para los hombres que él ama. Por tanto, es muy oportuna la costumbre de poner en la cueva estas palabras angélicas como explicación del misterio de la Navidad, que se realizó en el pesebre.

El término “gloria” (doxa) indica el esplendor de Dios que suscita la alabanza, llena de gratitud, de las criaturas. San Pablo diría:  es “el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo” (2 Co 4, 6). “Paz” (eirene) sintetiza la plenitud de los dones mesiánicos, es decir, la salvación que, como explica también el Apóstol, se identifica con Cristo mismo:  “Él es nuestra paz” (Ef 2, 14).

Por último, se hace una referencia a los hombres “de buena voluntad”. “Buena voluntad” (eudokia), en el lenguaje común, hace pensar en la “buena voluntad” de los hombres, pero aquí se indica, más bien, el “buen querer” de Dios a los hombres, que no tiene límites. Y ese es precisamente el mensaje de la Navidad:  con el nacimiento de Jesús Dios manifestó su amor a todos.

Volvamos a la pregunta:  “¿Por qué Dios se ha hecho hombre?”. San  Ireneo escribe. “El Verbo se ha hecho dispensador de la gloria del Padre en beneficio de los hombres… Gloria de Dios es el hombre que vive y su vida consiste en la visión de Dios” (Adv. haer. IV, 20, 5. 7). Así pues, la gloria de Dios se manifiesta en la salvación del hombre, al que —como afirma el evangelista san Juan— tanto amó Dios “que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).

Por consiguiente, el amor es la razón última de la encarnación de Cristo. Es elocuente, al respecto, la reflexión del teólogo Hans Urs von Balthasar:  Dios “no es, en primer lugar, potencia absoluta, sino amor absoluto, cuya soberanía no se manifiesta en tener para sí mismo todo lo que le pertenece, sino en abandonarlo” (Mysterium paschale I, 4). El Dios que contemplamos en el pesebre es Dios-Amor.

En este momento el anuncio de los ángeles resuena para nosotros como una invitación:  “sea” gloria a Dios en las alturas, “sea” paz en la tierra a los hombres que él ama. El único modo de glorificar a Dios y de construir la paz en el mundo consiste en la humilde y confiada acogida del regalo de Navidad:  el amor.

Entonces, el canto de los ángeles puede convertirse en una oración que podemos repetir con frecuencia, no sólo en este tiempo navideño. Un himno de alabanza a Dios en las alturas y una ferviente invocación de paz en la tierra, que se traduzca en un compromiso concreto de construirla con nuestra vida.

Este es el compromiso que nos encomienda la Navidad.

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32 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Pongo mi ministerio al servicio de la Reconciliación

32 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: PONGO MI MINISTERIO AL SERVICIO DE LA RECONCILIACIÓN

AUDIENCIA GENERAL DEL 27 DE ABRIL DE 2005

PONGO MI MINISTERIO AL SERVICIO DE LA RECONCILIACIÓN

Amadísimos hermanos y hermanas:

Me alegra acogeros. Dirijo un cordial saludo a todos los presentes, así como a los que nos siguen a través de la radio y la televisión. Como ya dije en el primer encuentro con los señores cardenales, precisamente el miércoles de la semana pasada, en la capilla Sixtina, experimento en mi alma durante estos días de inicio de mi ministerio petrino algunos sentimientos opuestos entre sí:  asombro y gratitud con respecto a Dios, que ante todo me sorprendió a mí mismo, llamándome a suceder al apóstol Pedro; y temor interior ante la magnitud de la tarea y de las responsabilidades que me han sido encomendadas.

Sin embargo, me da serenidad y alegría la certeza de la ayuda de Dios, de su Madre santísima, la Virgen María, y de los santos protectores. Me conforta también la cercanía espiritual de todo el pueblo de Dios, al cual, como repetí el domingo pasado, pido que me siga acompañando siempre con insistente oración.

Después de la muerte de mi venerado predecesor Juan Pablo II, hoy se reanudan las tradicionales audiencias generales de los miércoles. Volvemos a la normalidad. En este primer encuentro quisiera comentar, ante todo, el nombre que escogí al llegar a ser Obispo de Roma y Pastor universal de la Iglesia. He querido llamarme Benedicto XVI para vincularme idealmente al venerado Pontífice Benedicto XV, que guió a la Iglesia en un período agitado a causa de la primera guerra mundial.
Fue intrépido y auténtico profeta de paz, y trabajó con gran valentía primero para evitar el drama de la guerra y, después, para limitar sus consecuencias nefastas. Como él, deseo poner mi ministerio al servicio de la reconciliación y la armonía entre los hombres y los pueblos, profundamente convencido de que el gran bien de la paz es ante todo don de Dios, don —por desgracia— frágil y precioso que es preciso invocar, conservar y construir día a día con la aportación de todos.

El nombre Benedicto evoca, además, la extraordinaria figura del gran “patriarca del monacato occidental”, san Benito de Nursia, copatrono de Europa juntamente con san Cirilo y san Metodio, y las santas Brígida de Suecia, Catalina de Siena y Edith Stein. La progresiva expansión de la orden benedictina, por él fundada, ejerció un influjo inmenso en la difusión del cristianismo en todo el continente. Por eso, san Benito es también muy venerado en Alemania y, particularmente, en Baviera, mi tierra de origen; constituye un punto de referencia fundamental para la unidad de Europa y un fuerte recuerdo de las irrenunciables raíces cristianas de su cultura y de su civilización.

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De este padre del monacato occidental conocemos la recomendación que hizo a los monjes en su Regla:  “No antepongáis absolutamente nada a Cristo” (Regla 72, 11; cf. 4, 21). Al inicio de mi servicio como Sucesor de Pedro pido a san Benito que nos ayude a mantener firmemente a Cristo en el centro de nuestra existencia. Que él ocupe siempre el primer lugar en nuestros pensamientos y en todas nuestras actividades.

Mi pensamiento vuelve con afecto a mi venerado predecesor Juan Pablo II, con el que tenemos una gran deuda por la extraordinaria herencia espiritual que nos dejó. “Nuestras comunidades cristianas -escribió en la carta apostólica Novo millennio ineunte– tienen que llegar a ser auténticas escuelas de oración, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha e intensidad de afecto, hasta el arrebato del corazón” (n. 33).

Él mismo trató de aplicar estas indicaciones dedicando las catequesis de los miércoles de los últimos tiempos a comentar los salmos de Laudes y Vísperas. Como hizo al inicio de su pontificado, cuando quiso proseguir las reflexiones comenzadas por su predecesor sobre las virtudes cristianas (cf. L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de octubre de 1978, p. 11), también yo quiero proponer en las próximas citas semanales el comentario que él había preparado sobre la segunda parte de los salmos y los cánticos que componen las Vísperas. Por eso, el miércoles próximo reanudaré sus catequesis precisamente desde donde se habían interrumpido, en la audiencia general del pasado 26 de enero.

Queridos amigos, gracias de nuevo por vuestra visita; gracias por el afecto que me dispensáis. Son sentimientos a los que correspondo cordialmente con una bendición especial, que os imparto a vosotros, aquí presentes, a vuestros familiares y a todos vuestros seres queridos.

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31 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El guardián de Israel (Salmo 120)

31 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL GUARDIÁN DE ISRAEL (SALMO 120)

AUDIENCIA GENERAL DEL 4 DE MAYO DE 2005

EL GUARDIÁN DE ISRAEL (SALMO 120)

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Como ya anuncié el miércoles pasado, he decidido reanudar en las catequesis el comentario a los salmos y cánticos que componen las Vísperas, utilizando los textos preparados por mi querido predecesor el Papa Juan Pablo II.

Iniciamos hoy con el salmo 120. Este salmo forma parte de la colección de “cánticos de las ascensiones”, o sea, de la peregrinación hacia el encuentro con el Señor en el templo de Sión. Es un salmo de confianza, pues en él resuena seis veces el verbo hebreo shamar, “guardar, proteger”. Dios, cuyo nombre se invoca repetidamente, se presenta como el “guardián” que nunca duerme, atento y solícito, el “centinela” que vela por su pueblo para defenderlo de todo riesgo y peligro.

El canto comienza con una mirada del orante dirigida hacia las alturas, “a los montes”, es decir, a las colinas sobre las que se alza Jerusalén:  desde allá arriba le vendrá la ayuda, porque allá arriba mora el Señor en su templo (cf. vv. 1-2). Con todo, los “montes” pueden evocar también los lugares donde surgen santuarios dedicados a los ídolos, que suelen llamarse “los altos”, a menudo condenados por el Antiguo Testamento (cf. 1 R 3, 2; 2 R 18, 4). En este caso se produciría un contraste:  mientras el peregrino avanza hacia Sión, sus ojos se vuelven hacia los templos paganos, que constituyen una gran tentación para él. Pero su fe es inquebrantable y su certeza es una sola:  “El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra” (Sal 120, 2). También en la peregrinación de nuestra vida suceden cosas parecidas. Vemos alturas que se abren y se presentan como una promesa de vida:  la riqueza, el poder, el prestigio, la vida cómoda. Alturas que son tentaciones, porque se presentan como la promesa de la vida. Pero, gracias a nuestra fe, vemos que no es verdad y que esas alturas no son la vida. La verdadera vida, la verdadera ayuda viene del Señor. Y nuestra mirada, por consiguiente, se vuelve hacia la verdadera altura, hacia el verdadero monte:  Cristo.

2. Esta confianza está ilustrada en el Salmo mediante la imagen del guardián y del centinela, que vigilan y  protegen. Se alude también al pie que no resbala (cf. v. 3) en el camino de la vida y tal vez al pastor que en la pausa nocturna vela por su rebaño sin dormir ni reposar (cf. v. 4). El pastor divino no descansa en su obra de defensa de su pueblo, de todos nosotros.

Luego, en el Salmo, se introduce otro símbolo, el de la “sombra”, que supone la reanudación del viaje durante el día soleado (cf. v. 5). El pensamiento se remonta a la histórica marcha por el desierto del Sinaí, donde el Señor camina al frente de Israel “de día en columna de nube para guiarlos por el camino” (Ex 13, 21). En el Salterio a menudo se ora así:  “A la sombra de tus alas escóndeme…” (Sal 16, 8; cf. Sal 90, 1). Aquí también hay un aspecto muy real de nuestra vida. A menudo nuestra vida se desarrolla bajo un sol despiadado. El Señor es la sombra que nos protege, nos ayuda.

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3. Después de la vela y la sombra, viene el tercer símbolo:  el del Señor que “está a la derecha” de sus fieles (cf. Sal 120, 5). Se trata de la posición del defensor, tanto en el ámbito militar como en el procesal:  es la certeza de que el Señor no abandona en el tiempo de la prueba, del asalto del mal y de la persecución. En este punto, el salmista vuelve a la idea del viaje durante un día caluroso, en el que Dios nos protege del sol incandescente.

Pero al día sucede la noche. En la antigüedad se creía que incluso los rayos de la luna eran nocivos, causa de fiebre, de ceguera o incluso de locura; por eso, el Señor nos protege también durante la noche (cf. v. 6), en las noches de nuestra vida.

El Salmo concluye con una declaración sintética de confianza. Dios nos guardará con amor en cada instante, protegiendo nuestra vida de todo mal (cf. v. 7). Todas nuestras actividades, resumidas en dos términos extremos:  “entradas” y “salidas”, están siempre bajo la vigilante mirada del Señor. Asimismo, lo están todos nuestros actos y todo nuestro tiempo, “ahora y por siempre” (v. 8).

4. Ahora, al final, queremos comentar esta última declaración de confianza con un testimonio espiritual de la antigua tradición cristiana. En efecto, en el Epistolario de Barsanufio de Gaza (murió hacia mediados del siglo VI), un asceta de gran fama, al que consultaban monjes, eclesiásticos y laicos por su clarividente discernimiento, encontramos que cita con frecuencia el versículo del Salmo:  “El Señor te guarda de todo mal; él guarda tu alma”. Con este Salmo, con este versículo, Barsanufio quería confortar a los que le manifestaban sus aflicciones, las pruebas de la vida, los peligros y las desgracias.

En cierta ocasión, Barsanufio, cuando un monje le pidió que orara por él y por sus compañeros, respondió así, incluyendo en sus deseos la cita de ese versículo:  “Hijos míos queridos, os abrazo en el Señor, y le suplico que os guarde de todo mal y os dé paciencia como a Job, gracia como a José, mansedumbre como a Moisés y el valor en el combate como a Josué, hijo de Nun, dominio de los pensamientos como a los jueces, victoria sobre los enemigos como a los reyes David y Salomón, la fertilidad de la tierra como a los israelitas… Os conceda el perdón de vuestros pecados con la curación de vuestro cuerpo como al paralítico. Os salve de las olas como a Pedro y os libere de la tribulación como a Pablo y a los demás apóstoles. Os guarde de todo mal como a sus hijos verdaderos, y os conceda todos los anhelos de vuestro corazón, para bien de vuestra alma y de vuestro cuerpo, en su nombre. Amén” (Barnasufio y Juan de Gaza, Epistolario, 194:  Collana di Testi Patristici, XCIII, Roma 1991, pp. 235-236).

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30 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Himno de Adoración y Alabanza (Apocalipsis 15, 3-4)

30 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: HIMNO DE ADORACIÓN Y ALABANZA (APOCALIPSIS 15, 3-4)

AUDIENCIA GENERAL DEL 11 DE MAYO DE 2005

HIMNO DE ADORACIÓN Y ALABANZA (APOCALIPSIS 15, 3-4)

Queridos hermanos y hermanas: 

1. Breve y solemne, incisivo y grandioso en su tonalidad es el cántico que acabamos de escuchar y de hacer nuestro, elevándolo como himno de alabanza al “Señor, Dios todopoderoso” (Ap 15, 3). Se trata de uno de los muchos textos de oración insertados en el Apocalipsis, el último libro de la sagrada Escritura, libro de juicio, de salvación y, sobre todo, de esperanza.

En efecto, la historia no está en las manos de potencias oscuras, de la casualidad o únicamente de las opciones humanas. Sobre las energías malignas que se desencadenan, sobre la acción vehemente de Satanás y sobre los numerosos azotes y males que sobrevienen, se eleva el Señor, árbitro supremo de las vicisitudes históricas. Él las lleva sabiamente hacia el alba del nuevo cielo y de la nueva tierra, sobre los que se canta en la parte final del libro con la imagen de la nueva Jerusalén (cf. Ap 21-22).

Quienes entonan este cántico, que queremos meditar ahora, son los justos de la historia, los vencedores de la bestia satánica, los que a través de la aparente derrota del martirio son en realidad los auténticos constructores del mundo nuevo, con Dios como artífice supremo.

2. Comienzan ensalzando las “obras grandes y maravillosas” y los “caminos justos y verdaderos” del Señor (cf. v. 3). En este cántico se utiliza el lenguaje característico del éxodo de Israel de la esclavitud de Egipto. El primer cántico de Moisés —pronunciado después del paso del mar Rojo— celebra al Señor “terrible en prodigios, autor de maravillas” (Ex 15, 11). El segundo cántico, referido por el Deuteronomio al final de la vida del gran legislador, reafirma que “su obra es consumada, pues todos sus caminos son justicia” (Dt 32, 4).

Así pues, se quiere reafirmar que Dios no es indiferente a las vicisitudes humanas, sino que penetra en ellas realizando sus “caminos”, o sea, sus proyectos y sus “obras” eficaces.

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3. Según nuestro himno, esta intervención divina tiene una finalidad muy precisa:  ser un signo que invita a todos los pueblos de la tierra a la conversión. Por consiguiente, el himno nos invita a todos a convertirnos siempre de nuevo. Las naciones deben aprender a “leer” en la historia un mensaje de Dios. La aventura de la humanidad no es confusa y sin sentido, ni está sin remedio a merced de la prevaricación de los prepotentes y de los perversos.

Existe la posibilidad de reconocer la acción divina oculta en la historia. También el concilio ecuménico Vaticano II, en la constitución pastoral Gaudium et spes, invita a los creyentes a escrutar, a la luz del Evangelio, los signos de los tiempos para encontrar en ellos la manifestación de la acción misma de Dios (cf. nn. 4 y 11). Esta actitud de fe lleva al hombre a descubrir la fuerza de Dios que actúa en la historia y a abrirse así al temor del nombre del Señor.

En efecto, en el lenguaje bíblico este “temor” de Dios no es miedo, no coincide con el miedo; el temor de Dios es algo muy diferente:  es el reconocimiento del misterio de la trascendencia divina. Por eso, está en la base de la fe y enlaza con el amor. Dice la sagrada Escritura en el Deuteronomio:  “El Señor, tu Dios, te pide que lo temas, que lo ames con todo tu corazón y con toda tu alma” (cf. Dt 10, 12). Y san Hilario, obispo del siglo IV, dijo:  “Todo nuestro temor está en el amor”.

En esta línea, en nuestro breve himno, tomado del Apocalipsis, se unen el temor y la glorificación de Dios. El himno dice:  “¿Quién no temerá, Señor, y glorificará tu nombre?” (Ap 15, 4). Gracias al temor del Señor no se tiene miedo al mal que abunda en la historia, y se reanuda con entusiasmo el camino de la vida. Precisamente gracias al temor de Dios no tenemos miedo del mundo y de todos estos problemas; no tememos a los hombres, porque Dios es más fuerte.

El Papa Juan XXIII dijo en cierta ocasión:  “Quien cree no tiembla, porque, al tener temor de Dios, que es bueno, no debe tener miedo del mundo y del futuro”. Y el profeta Isaías dice:  “Fortaleced las manos débiles, afianzad las rodillas vacilantes. Decid a los de corazón intranquilo:  ¡Ánimo, no temáis!” (Is 35, 3-4).

4. El himno concluye con la previsión de una procesión universal de los pueblos, que se presentarán ante el Señor de la historia, revelado por sus “justos juicios” (cf. Ap 15, 4). Se postrarán en adoración. Y el único Señor y Salvador parece repetirles las palabras que pronunció  en  la  última tarde de su vida terrena, cuando dijo a sus Apóstoles:  “¡Ánimo!  Yo  he  vencido  al mundo” (Jn 16, 33).

Queremos concluir nuestra breve reflexión sobre el cántico del “Cordero victorioso” (cf. Ap 15, 3), entonado por los justos delApocalipsis, con un antiguo himno del lucernario, es decir, de la oración vespertina, ya conocido por san Basilio de Cesarea. Ese himno dice:  “Al llegar al ocaso del sol, al ver la luz de la tarde, cantamos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo de Dios. Eres digno de que te cantemos en todo momento con voces santas, Hijo de Dios, tú que das la vida. Por eso, el mundo te glorifica” (S. Pricolo-M. Simonetti, La preghiera dei cristiani, Milán 2000, p. 97).

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29 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Alabad el nombre del Señor (Salmo 112)

29 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: ALABAD EL NOMBRE DEL SEÑOR (SALMO 112)

AUDIENCIA GENERAL DEL 18 DE MAYO DE 2005

ALABAD EL NOMBRE DEL SEÑOR (SALMO 112)

Queridos hermanos y hermanas:

Antes de introducirnos en una breve interpretación del salmo que se ha cantado, quisiera recordar que hoy es el cumpleaños de nuestro amado Papa Juan Pablo II. Habría cumplido 85 años y estamos seguros de que desde allá arriba nos ve y está con nosotros. En esta ocasión queremos expresar nuestra profunda gratitud al Señor por el don de este Papa y queremos también dar gracias al Papa por todo lo que hizo y sufrió.

1. Acaba de resonar, en su sencillez y belleza, el salmo 112, verdadero pórtico a una pequeña colección de salmos que va del 112 al 117, convencionalmente llamada “el Hallel egipcio”. Es el aleluya, o sea, el canto de alabanza que exalta la liberación de la esclavitud del faraón y la alegría de Israel al servir al Señor en libertad en la tierra prometida (cf. Sal 113).

No por nada la tradición judía había unido esta serie de salmos a la liturgia pascual. La celebración de ese acontecimiento, según sus dimensiones histórico-sociales y sobre todo espirituales, se sentía como signo de la liberación del mal en sus múltiples manifestaciones.

El salmo 112 es un breve himno que, en el original hebreo, consta sólo de sesenta palabras, todas ellas impregnadas de sentimientos de confianza, alabanza y alegría.

2. La primera estrofa (cf. Sal 112, 1-3) exalta “el nombre del Señor”, que, como es bien sabido, en el lenguaje bíblico indica a la persona misma de Dios, su presencia viva y operante en la historia humana.

Tres veces, con insistencia apasionada, resuena “el nombre del Señor” en el centro de la oración de adoración. Todo el ser y todo el tiempo -“desde la salida del sol hasta su ocaso”, dice el Salmista (v. 3)- está implicado en una única acción de gracias. Es como si se elevara desde la tierra una plegaria incesante al cielo para ensalzar al Señor, Creador del cosmos y Rey de la historia.

3. Precisamente a través de este movimiento hacia las alturas, el Salmo nos conduce al misterio divino. En efecto, la segunda parte (cf. vv. 4-6) celebra la trascendencia del Señor, descrita con imágenes verticales que superan el simple horizonte humano. Se proclama:  “el Señor se eleva sobre todos los pueblos”, “se eleva en su trono”, y nadie puede igualarse a él; incluso para mirar al cielo debe “abajarse”, porque “su gloria está sobre el cielo” (v. 4).

La mirada divina se dirige a toda la realidad, a los seres terrenos y a los celestes. Sin embargo, sus ojos no son altaneros y lejanos, como los de un frío emperador. El Señor -dice el Salmista- “se abaja para mirar” (v. 6).

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4. Así, se pasa al último movimiento del Salmo (cf. vv. 7-9), que desvía la atención de las alturas celestes a nuestro horizonte terreno. El Señor se abaja con solicitud por nuestra pequeñez e indigencia, que nos impulsaría a retraernos por timidez. Él, con su mirada amorosa y con su compromiso eficaz, se dirige a los últimos y a los desvalidos del mundo:  “Levanta del polvo al desvalido; alza de la basura al pobre” (v. 7).

Por consiguiente, Dios se inclina hacia los necesitados y los que sufren, para consolarlos; y esta palabra encuentra su mayor densidad, su mayor realismo en el momento en que Dios se inclina hasta el punto de encarnarse, de hacerse uno de nosotros, y precisamente uno de los pobres del mundo. Al pobre le otorga el mayor honor, el de “sentarlo con los príncipes”, sí, “con los príncipes de su pueblo” (v. 8). A la mujer sola y estéril, humillada por la antigua sociedad como si fuera una rama seca e inútil, Dios le da el honor y la gran alegría de tener muchos hijos (cf. v. 9). El Salmista, por tanto, alaba a un Dios muy diferente de nosotros por su grandeza, pero al mismo tiempo muy cercano a sus criaturas que sufren.

Es fácil intuir en estos versículos finales del salmo 112 la prefiguración de las palabras de María en el Magníficat, el cántico de las opciones de Dios que “mira la humillación de su esclava”. María, más radical que nuestro salmo, proclama que Dios “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (cf. Lc 1, 48. 52; Sal 112, 6-8).

5. Un “himno vespertino” muy antiguo, conservado en las así llamadas Constituciones de los Apóstoles (VII, 48), recoge y desarrolla el inicio gozoso de nuestro salmo. Lo recordamos aquí, al final de nuestra reflexión, para poner de relieve la relectura “cristiana” que la comunidad primitiva hacía de los salmos:  “Alabad, niños, al Señor; alabad el nombre del Señor. Te alabamos, te cantamos, te bendecimos, por tu inmensa gloria. Señor Rey, Padre de Cristo, Cordero inmaculado que quita el pecado del mundo. A ti la alabanza, a ti el himno, a ti la gloria, a Dios  Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén” (S. PricocoM. Simonetti, La preghiera dei cristiani, Milán 2000, p. 97).

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28 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Acción de Gracias en el Templo (Salmo 115)

28 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: ACCIÓN DE GRACIAS EN EL TEMPLO ( SALMO 115)

AUDIENCIA GENERAL DEL 25 DE MAYO DE 2005

ACCIÓN DE GRACIAS EN EL TEMPLO ( SALMO 115)

1. El salmo 115, con el que acabamos de orar, siempre se ha utilizado en la tradición cristiana, desde san Pablo, el cual, citando su inicio según la traducción griega de los Setenta, escribe así a los cristianos de Corinto:  “Teniendo aquel espíritu de fe conforme a lo que está escrito:  “Creí, por eso hablé”, también nosotros creemos, y por eso hablamos” (2 Co 4, 13).

El Apóstol se siente espiritualmente de acuerdo con el salmista en la serena confianza y en el sincero testimonio, a pesar de los sufrimientos y las debilidades humanas. Escribiendo a los Romanos, san Pablo utilizará el versículo 2 del Salmo y presentará un contraste entre el Dios fiel y el hombre incoherente:  “Dios es veraz y todo hombre mentiroso” (Rm 3, 4).

La tradición cristiana ha leído, orado e interpretado el texto en diversos contextos y así se aprecia toda la riqueza y la profundidad de la palabra de Dios, que abre nuevas dimensiones y nuevas situaciones.

Al inicio se leyó sobre todo como un texto del martirio, pero luego, cuando la Iglesia alcanzó la paz, se transformó cada vez más en texto eucarístico, por la referencia al “cáliz de la salvación”.
En realidad, Cristo es el primer mártir. Dio su vida en un contexto de odio y de falsedad, pero transformó esta pasión —y así también este contexto— en la Eucaristía:  en una fiesta de acción de gracias. La Eucaristía es acción de gracias:  “Alzaré el cáliz de la salvación” .

2. El salmo 115, en el original hebreo, constituye una única composición con el salmo anterior, el 114. Ambos constituyen una acción de gracias unitaria, dirigida al Señor que libera de la pesadilla de la muerte, de los contextos de odio y mentira.

En nuestro texto aflora la memoria de un pasado angustioso:  el orante ha mantenido en alto la antorcha de la fe, incluso cuando a sus labios asomaba la amargura de la desesperación y de la infelicidad (cf. Sal 115, 10). En efecto, a su alrededor se elevaba una especie de cortina gélida de odio y engaño, porque el prójimo se manifestaba falso e infiel (cf. v. 11). Pero la súplica se transforma ahora en gratitud porque el Señor ha permanecido fiel en este contexto de infidelidad, ha sacado a su fiel del remolino oscuro de la mentira (cf. v. 12). Y así este salmo es siempre para nosotros un texto de esperanza, porque el Señor no nos abandona ni siquiera en las situaciones difíciles; por ello, debemos mantener elevada la antorcha de la fe.

Por eso, el orante se dispone a ofrecer un sacrificio de acción de gracias, durante el cual se beberá en el cáliz ritual, la copa de la libación sagrada, que es signo de gratitud por la liberación (cf. v. 13) y encuentra su realización plena en el cáliz del Señor. Así pues, la liturgia es la sede privilegiada para elevar la alabanza grata al Dios salvador.

3. En efecto, no sólo se alude al rito sacrificial, sino también, de forma explícita, a la asamblea de “todo el pueblo”, en cuya presencia el orante cumple su voto y testimonia su fe (cf. v. 14). En esta circunstancia hará pública su acción de gracias, consciente de que, incluso cuando se cierne sobre él la muerte, el Señor lo acompaña con amor. Dios no es indiferente ante el drama de su criatura, sino que rompe sus cadenas (cf. v. 16).

El orante, salvado de la muerte, se siente “siervo” del Señor, “hijo de su esclava” (cf. v. 16), una hermosa expresión oriental para indicar a quien ha nacido en la misma casa del amo. El salmista profesa humildemente y con alegría su pertenencia a la casa de Dios, a la familia de las criaturas unidas a él en el amor y en la fidelidad.

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4. El Salmo, reflejando las palabras del orante, concluye evocando de nuevo el rito de acción de gracias que se celebrará en el marco del templo (cf. vv. 17-19). Así su oración se situará en un ámbito comunitario. Se narra su historia personal para que sirva de estímulo a creer y amar al Señor. En el fondo, por tanto, podemos descubrir a todo el pueblo de Dios mientras da gracias al Señor de la vida, el cual no abandona al justo en el seno oscuro del dolor y de la muerte, sino que lo guía a la esperanza y a la vida.

5. Concluyamos nuestra reflexión con las palabras de san Basilio Magno, el cual, en la Homilía sobre el salmo 115, comenta así la pregunta y la respuesta recogidas en el Salmo:  «”¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré el cáliz de la salvación”. El salmista ha comprendido los numerosísimos dones recibidos de Dios:  del no ser ha sido llevado al ser, ha sido plasmado de la tierra y dotado de razón…; luego ha conocido la economía de la salvación en favor del género humano, reconociendo que el Señor se ha entregado a sí mismo en redención en lugar de todos nosotros, y, buscando entre todas las cosas que le pertenecen, no sabe cuál don será digno del Señor. “¿Cómo pagaré al Señor?”. No con sacrificios ni con holocaustos…, sino con toda mi vida. Por eso, dice:  “Alzaré el cáliz de la salvación”, llamando cáliz al sufrimiento en la lucha espiritual, al resistir al pecado hasta la muerte. Esto, por lo demás, es lo que nos enseñó nuestro Salvador en el Evangelio:  “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz”; y de nuevo a los discípulos, “¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?”, significando claramente la muerte que aceptaba para la salvación del mundo» (PG XXX, 109), transformando así el mundo del pecado en un mundo redimido, en un mundo de acción de gracias por la vida que nos ha dado el Señor.

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27 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Cristo, siervo de Dios (Filipenses 2, 6-11)

 27 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: CRISTO, SIERVO DE DIOS (FILIPENSES 2, 6-11)

AUDIENCIA GENERAL DEL 1 DE JUNIO DE 2005

CRISTO, SIERVO DE DIOS (FILIPENSES 2, 6-11)

1. En toda celebración dominical de Vísperas, la liturgia nos propone el breve pero denso himno cristológico de la carta a los Filipenses (cf. Flp 2, 6-11). Vamos a reflexionar ahora sobre la primera parte de ese himno (cf. vv. 6-8), que acaba de resonar, donde se describe el paradójico “despojarse” del Verbo divino, que renuncia a su gloria y asume la condición humana.
Cristo encarnado y humillado en la muerte más infame, la de la crucifixión, se propone como modelo vital para el cristiano. En efecto, este, como se afirma en el contexto, debe tener “los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (v. 5), sentimientos de humildad y donación, desprendimiento y generosidad.

2. Ciertamente, Cristo posee la naturaleza divina con todas sus prerrogativas. Pero esta realidad trascendente no se interpreta y vive con vistas al poder, a la grandeza y al dominio. Cristo no usa su igualdad con Dios, su dignidad gloriosa y su poder como instrumento de triunfo, signo de distancia y expresión de supremacía aplastante (cf. v. 6). Al contrario, él “se despojó”, se vació a sí mismo, sumergiéndose sin reservas en la miserable y débil condición humana. La forma (morphe) divina se oculta en Cristo bajo la “forma” (morphe) humana, es decir, bajo nuestra realidad marcada por el sufrimiento, la pobreza, el límite y la muerte (cf. v. 7).

Así pues, no se trata de un simple revestimiento, de una apariencia mudable, como se creía que sucedía a las divinidades de la cultura grecorromana:  la realidad de Cristo es divina en una experiencia auténticamente humana. Dios no sólo toma apariencia de hombre, sino que se hace hombre y se convierte realmente en uno de nosotros, se convierte realmente en “Dios con nosotros”; no se limita a mirarnos con benignidad desde el trono de su gloria, sino que se sumerge personalmente en la historia humana, haciéndose “carne”, es decir, realidad frágil, condicionada por el tiempo y el espacio (cf. Jn 1, 14).

3. Esta participación radical y verdadera en la condición humana, excluido el pecado (cf. Hb 4, 15), lleva a Jesús hasta la frontera que es el signo de nuestra finitud y caducidad, la muerte. Ahora bien, su muerte no es fruto de un mecanismo oscuro o de una ciega fatalidad:  nace de su libre opción de obediencia al designio de salvación del Padre (cf. Flp 2, 8).

El Apóstol añade que la muerte a la que Jesús sale al encuentro es la muerte de cruz, es decir, la más degradante, pues así quiere ser verdaderamente hermano de todo hombre y de toda mujer, incluso de los que se ven arrastrados a un fin atroz e ignominioso.

Pero precisamente en su pasión y muerte Cristo testimonia su adhesión libre y consciente a la voluntad del Padre, como se lee en la carta a los Hebreos:  “A pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer” (Hb 5, 8).

Detengámonos aquí, en nuestra reflexión sobre la primera parte del himno cristológico, centrado en la encarnación y en la pasión redentora. Más adelante tendremos ocasión de profundizar en el itinerario sucesivo, el pascual, que lleva de la cruz a la gloria. Creo que el elemento fundamental de esta primera parte del himno es la invitación a tener los mismos sentimientos de Jesús. Tener los mismos sentimientos de Jesús significa no considerar el poder, la riqueza, el prestigio como los valores supremos de nuestra vida, porque en el fondo no responden a la sed más profunda de nuestro espíritu, sino abrir nuestro corazón al Otro, llevar con el Otro el peso de nuestra vida y abrirnos al Padre del cielo con sentido de obediencia y confianza, sabiendo que precisamente obedeciendo al Padre seremos libres. Tener los mismos sentimientos de Jesús ha de ser el ejercicio diario de los cristianos.

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4. Concluyamos nuestra reflexión con un gran testigo de la tradición oriental, Teodoreto, que fue obispo de Ciro, en Siria, en el siglo V:  “La encarnación de nuestro Salvador representa la más elevada realización de la solicitud divina en favor de los hombres. En efecto, ni el cielo ni la tierra, ni el mar ni el aire, ni el sol ni la luna, ni los astros ni todo el universo visible e invisible, creado por su palabra o más bien sacado a la luz por su palabra según su voluntad, indican su inconmensurable bondad como el hecho de que el Hijo unigénito de Dios, el que subsistía en la naturaleza de Dios (cf. Flp 2, 6), reflejo de su gloria, impronta de su ser (cf.Hb 1, 3), que existía en el principio, estaba en Dios y era Dios, por el cual fueron hechas todas las cosas (cf. Jn 1, 1-3), después de tomar la condición de esclavo, apareció en forma de hombre, por su figura humana fue considerado hombre, se le vio en la tierra, se relacionó con los hombres, cargó con nuestras debilidades y tomó sobre sí nuestras enfermedades” (Discursos sobre la divina Providencia, 10:  Collana di testi patristici, LXXV, Roma 1998, pp. 250-251).

Teodoreto de Ciro prosigue su reflexión poniendo de relieve precisamente el estrecho vínculo, que se destaca en el himno de lacarta a los Filipenses, entre la encarnación de Jesús y la redención de los hombres. “El Creador, con sabiduría y justicia, actuó por nuestra salvación, dado que no quiso servirse sólo de su poder para concedernos el don de la libertad ni armar únicamente la misericordia contra aquel que ha sometido al género humano, para que aquel no acusara a la misericordia de injusticia, sino que inventó un camino rebosante de amor a los hombres y, a la vez, dotado de justicia. En efecto, después de unir a sí la naturaleza del hombre ya vencida, la lleva a la lucha y la prepara para reparar la derrota, para vencer a aquel que un tiempo había logrado inicuamente la victoria, para librarse de la tiranía de quien cruelmente la había hecho esclava y para recobrar la libertad originaria” (ib., pp. 251-252).

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