108 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: La Octava de Pascua

108 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: LA OCTAVA DE PASCUA

AUDIENCIA GENERAL DEL 11 DE ABRIL DE 2007

La octava de Pascua

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy nos volvemos a reunir, después de las solemnes celebraciones de la Pascua, para el acostumbrado encuentro del miércoles. Ante todo deseo renovaros a cada uno mi más cordial felicitación pascual. Os agradezco vuestra presencia en tan gran número y doy gracias al Señor por el hermoso sol que nos da.

En la Vigilia pascual resonó este anuncio:  “Verdaderamente, ha resucitado el Señor, aleluya”. Ahora es él mismo quien nos habla:  “No moriré —proclama—; seguiré vivo”. A los pecadores dice:  “Recibid el perdón de los pecados, pues yo soy vuestro perdón”. Por último, a todos repite:  “Yo soy la Pascua de la salvación, yo soy el Cordero inmolado por vosotros, yo soy vuestro rescate, yo soy vuestra vida, yo soy vuestra resurrección, yo soy vuestra luz, yo soy vuestra salvación, yo soy vuestro rey. Yo os mostraré al Padre”. Así se expresa un escritor del siglo II, Melitón de Sardes, interpretando con realismo las palabras y el pensamiento del Resucitado (Sobre la Pascua, 102-103).

En estos días la liturgia recuerda varios encuentros que Jesús tuvo después de su resurrección: con María Magdalena y las demás mujeres que fueron al sepulcro de madrugada, el día que siguió al sábado; con los Apóstoles, reunidos incrédulos en el Cenáculo; con Tomás y los demás discípulos. Estas diferentes apariciones de Jesús constituyen también para nosotros una invitación a profundizar el mensaje fundamental de la Pascua; nos estimulan a recorrer el itinerario espiritual de quienes se encontraron con Cristo y lo reconocieron en esos primeros días después de los acontecimientos pascuales.

El evangelista Juan narra que Pedro y él mismo, al oír la noticia que les dio María Magdalena, corrieron, casi como en una competición, hacia el sepulcro (cf. Jn 20, 3 ss). Los Padres de la Iglesia vieron en esa carrera hacia el sepulcro vacío una exhortación a la única competición legítima entre los creyentes:  la competición en busca de Cristo.

Y ¿qué decir de María Magdalena? Llorando, permanece junto a la tumba vacía con el único deseo de saber a dónde han llevado a su Maestro. Lo vuelve a encontrar y lo reconoce cuando la llama por su nombre (cf. Jn 20, 11-18). También nosotros, si buscamos al Señor con sencillez y sinceridad de corazón, lo encontraremos, más aún, será él quien saldrá a nuestro encuentro; se dejará reconocer, nos llamará por nuestro nombre, es decir, nos hará entrar en la intimidad de su amor.

Hoy, miércoles de la octava de Pascua, la liturgia nos invita a meditar en otro encuentro singular del Resucitado, el que tuvo con los dos discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35). Mientras volvían a casa, desconsolados por la muerte de su Maestro, el Señor se hizo su compañero de viaje sin que lo reconocieran. Sus palabras, al comentar las Escrituras que se referían a él, hicieron arder el corazón de los dos discípulos, los cuales, al llegar a su destino, le pidieron que se quedara con ellos. Cuando, al final, él “tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio” (Lc 24, 30), sus ojos se abrieron. Pero en ese mismo instante Jesús desapareció de su vista. Por tanto, lo reconocieron cuando desapareció.

Comentando este episodio evangélico, san Agustín afirma:  “Jesús parte el pan y ellos lo reconocen. Entonces nosotros no podemos decir que no conocemos a Cristo. Si creemos, lo conocemos. Más aún, si creemos, lo tenemos. Ellos tenían a Cristo a su mesa; nosotros lo tenemos en nuestra alma”. Y concluye:  “Tener a Cristo en nuestro corazón es mucho más que tenerlo en la casa, pues nuestro corazón es más íntimo para nosotros que nuestra casa” (Discurso 232, VII, 7). Esforcémonos realmente por llevar a Jesús en el corazón.

Pascua de Resurreccion krouillong comunion en la mano sacrilegio 3 Cristo ResucitadoEn el prólogo de los Hechos de los Apóstoles, san Lucas afirma que el Señor resucitado, “después de su pasión, se les presentó (a los Apóstoles), dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días” (Hch 1, 3). Hay que entender bien:  cuando el autor sagrado dice que les dio pruebas de que vivía no quiere decir que Jesús volvió a la vida de antes, como Lázaro. La Pascua que celebramos —observa san Bernardo— significa “paso” y no “regreso”, porque Jesús no volvió a la situación anterior, sino que “cruzó una frontera hacia una condición más gloriosa”, nueva y definitiva. Por eso —añade— “ahora Cristo ha pasado verdaderamente a una vida nueva” (cf. Discurso sobre la Pascua).

A María Magdalena el Señor le dijo:  “Suéltame, pues todavía no he subido al Padre” (Jn 20, 17). Es sorprendente esta frase, sobre todo si se compara con lo que sucedió al incrédulo Tomás. Allí, en el Cenáculo, fue el Resucitado quien presentó las manos y el costado al Apóstol para que los tocara y así obtuviera la certeza de que era precisamente él (cf. Jn 20, 27). En realidad, los dos episodios no se contradicen; al contrario, uno ayuda a comprender el otro.

María Magdalena quería volver a tener a su Maestro como antes, considerando la cruz como un dramático recuerdo que era preciso olvidar. Sin embargo, ya no era posible una relación meramente humana con el Resucitado. Para encontrarse con él no había que volver atrás, sino entablar una relación totalmente nueva con él:  era necesario ir hacia adelante.

Lo subraya san Bernardo:  Jesús “nos invita a todos a esta nueva vida, a este paso… No veremos a Cristo volviendo la vista atrás” (Discurso sobre la Pascua). Es lo que aconteció a Tomás. Jesús le muestra sus heridas no para olvidar la cruz, sino para hacerla inolvidable también en el futuro.
Por tanto, la mirada ya está orientada hacia el futuro. El discípulo tiene la misión de testimoniar la muerte y la resurrección de su Maestro y su vida nueva. Por eso, Jesús invita a su amigo incrédulo a “tocarlo”:  lo quiere convertir en testigo directo de su resurrección.

Queridos hermanos y hermanas, también nosotros, como María Magdalena, Tomás y los demás discípulos, estamos llamados a ser testigos de la muerte y la resurrección de Cristo. No podemos guardar para nosotros la gran noticia. Debemos llevarla al mundo entero:  “Hemos visto al Señor” (Jn 20, 24).

Que la Virgen María nos ayude a gustar plenamente la alegría pascual, para que, sostenidos por la fuerza del Espíritu Santo, seamos capaces de difundirla a nuestra vez dondequiera que vivamos y actuemos.

Una vez más:  ¡Feliz Pascua a todos vosotros!

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107 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Clemente de Alejandría

107 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN CLEMENTE DE ALEJANDRÍA

AUDIENCIA GENERAL DEL 18 DE ABRIL DE 2007

San Clemente de Alejandría

Queridos hermanos y hermanas: 

Después del tiempo de las fiestas, volvemos a las catequesis normales, aunque por lo que se ve la plaza está todavía de fiesta. Como decía, con las catequesis volvemos a la serie que habíamos comenzado. Hemos hablado de los doce Apóstoles, luego de los discípulos de los Apóstoles, ahora de las grandes personalidades de la Iglesia naciente, de la Iglesia antigua. La última catequesis la dedicamos a hablar de san Ireneo de Lyon; hoy hablamos de Clemente de Alejandría, un gran teólogo que nació probablemente en Atenas a mediados del siglo II. De Atenas heredó un notable interés por la filosofía, que lo convirtió en uno de los más destacados promotores del diálogo entre la fe y la razón en la tradición cristiana.

Siendo todavía joven, llegó a Alejandría, la “ciudad símbolo” de la fecunda encrucijada entre diferentes culturas que caracterizó la edad helenista. Allí fue discípulo de Panteno, y le sucedió en la dirección de la escuela catequística. Numerosas fuentes atestiguan que fue ordenado presbítero. Durante la persecución de los años 202-203 abandonó Alejandría para refugiarse en Cesarea, en Capadocia, donde falleció hacia el año 215.

Las obras más importantes que nos quedan de él son tres:  el Protréptico, el Pedagogo, y los Stromata. Aunque al parecer no era esta la intención originaria del autor, esos escritos constituyen una auténtica trilogía, destinada a acompañar eficazmente la maduración espiritual del cristiano.

El Protréptico, como dice la palabra misma, es una “exhortación” dirigida a quienes comienzan y buscan el camino de la fe. O, mejor, el Protréptico coincide con una Persona:  el Hijo de Dios, Jesucristo, que “exhorta” a los hombres a avanzar con decisión por el camino que lleva hacia la Verdad. Jesucristo es asimismo Pedagogo, es decir, “educador” de aquellos que, en virtud del bautismo, se han convertido en hijos de Dios. Y, por último, Jesucristo es también Didascalos, es decir, “Maestro”, que propone las enseñanzas más profundas. Estas enseñanzas se recogen en la tercera obra de Clemente, los Stromata, palabra griega que significa:  “tapicerías”. No es una composición sistemática; aborda diferentes temas, fruto directo de la enseñanza habitual de Clemente.

En su conjunto, la catequesis de Clemente acompaña paso a paso el camino del catecúmeno y del bautizado para que, con las “alas” de la fe y la razón, llegue a un conocimiento profundo de la Verdad, que es Jesucristo, el Verbo de Dios. Sólo este conocimiento de la persona que es la Verdad, es la “auténtica gnosis”, expresión griega que significa “conocimiento”, “inteligencia”. Es el edificio construido por la razón bajo el impulso de un principio sobrenatural. La fe misma construye la verdadera filosofía, es decir, la auténtica conversión al camino que hay que tomar en la vida. Por tanto, la auténtica “gnosis” es un desarrollo de la fe, suscitado por Jesucristo en el alma unida a él.

San Clemente de Alejandria krouillong comunion en la mano sacrilegio

Clemente distingue después dos niveles de la vida cristiana. El primero:  los cristianos creyentes que viven la fe de una manera común, pero siempre abierta a los horizontes de la santidad. Y el segundo:  los “gnósticos”, es decir, los que  ya  llevan una vida de perfección espiritual; en todo caso, el cristiano debe comenzar por la base común de la fe; a través de un camino de búsqueda debe dejarse guiar por Cristo, para llegar así al conocimiento de la Verdad y de las verdades que forman el contenido de la fe.

Este conocimiento, nos dice Clemente, se convierte para el alma en una realidad viva:  no es sólo una teoría; es una fuerza de vida, es una unión de amor transformadora. El conocimiento de Cristo no es sólo pensamiento; también es amor que abre los ojos, transforma al hombre y crea comunión con el “Logos”, con el Verbo divino que es verdad y vida. En esta comunión, que es el conocimiento perfecto y es amor, el cristiano perfecto alcanza la contemplación, la unificación con Dios.

Asimismo, Clemente retoma la doctrina según la cual el fin último del hombre consiste en llegar a ser semejantes a Dios. Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, pero esto es también un desafío, un camino; de hecho, el objetivo de la vida, el destino último consiste verdaderamente en hacerse semejantes a Dios. Esto es posible gracias a la connaturalidad con él, que el hombre ha recibido en el momento de la creación, gracias a la cual ya es de por sí imagen de Dios.

Esta connaturalidad permite conocer las realidades divinas que el hombre acepta ante todo por la fe y, mediante la vivencia de la fe y la práctica de las virtudes, puede crecer hasta llegar a la contemplación de Dios. De este modo, en el camino de la perfección, Clemente da al requisito moral la misma importancia que al intelectual. Ambos están unidos, porque no es posible conocer sin vivir y no se puede vivir sin conocer. No es posible asemejarse a Dios y contemplarlo solamente con el conocimiento racional:  para lograr este objetivo hay que vivir una vida según el “Logos”, una vida según la verdad. En consecuencia, las buenas obras tienen que acompañar al conocimiento intelectual, como la sombra sigue al cuerpo.

Dos virtudes sobre todo adornan al alma del “auténtico gnóstico”. La primera es la libertad de las pasiones (apátheia); la segunda es el amor, la verdadera pasión, que asegura la unión íntima con Dios. El amor da la paz perfecta, y permite al “auténtico gnóstico” afrontar los mayores sacrificios, incluso el sacrificio supremo en el seguimiento de Cristo, y le hace subir escalón a escalón hasta llegar a la cumbre de las virtudes. Así, Clemente vuelve a definir, y conjugar con el amor, el ideal ético de la filosofía antigua, es decir, la liberación de las pasiones, en el proceso incesante de asemejarse a Dios.

De este modo, Clemente de Alejandría propició la segunda gran ocasión de diálogo entre el anuncio cristiano y la filosofía griega. Sabemos que san Pablo en el Areópago de Atenas, donde nació Clemente,  hizo el primer intento de diálogo con la filosofía griega -en gran parte fue un fracaso-, pero le dijeron:  “Otra vez te escucharemos”. Ahora Clemente retoma este diálogo y lo ennoblece al máximo en la tradición filosófica griega.

Como escribió mi venerado predecesor  Juan Pablo II en la encíclica Fides et ratio, Clemente de Alejandría llega a interpretar la filosofía como “una instrucción propedéutica a la fe cristiana” (n. 38). De hecho, Clemente llegó a afirmar que Dios dio la filosofía a los griegos “como un Testamento precisamente para ellos” (Stromata VI, 8, 67, 1). Para él la tradición filosófica griega, casi como sucede con la Ley para los judíos, es ámbito de “revelación”; son dos ríos que en definitiva confluyen en el mismo “Logos”. Clemente sigue señalando con decisión el camino a quienes quieren “dar razón” de su fe en Jesucristo. Puede servir de ejemplo a los cristianos, a los catequistas y a los teólogos de nuestro tiempo, a los que Juan Pablo II, en esa misma encíclica, exhortaba “a recuperar y subrayar más la dimensión metafísica de la verdad para entrar así en diálogo crítico y exigente con el pensamiento filosófico contemporáneo” (n. 105).

Concluyamos con una de las expresiones de la famosa “oración a Cristo Logos“, con la que Clemente termina su Pedagogo. Suplica así:  “Muéstrate propicio a tus hijos”; “concédenos vivir en tu paz, trasladarnos a tu ciudad, atravesar las olas del pecado sin quedar sumergidos en ellas, ser transportados con serenidad por el Espíritu Santo y por la Sabiduría inefable:  nosotros, que de día y de noche, hasta el último día elevamos un canto de acción de gracias al único Padre, … al Hijo pedagogo y maestro, y al Espíritu Santo. ¡Amén!” (Pedagogo III, 12, 101).

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106 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Orígenes, vida y obra

106 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: ORÍGENES, VIDA Y OBRA

AUDIENCIA GENERAL DEL 25 DE ABRIL DE 2007

Orígenes: vida y obra

Queridos hermanos y hermanas: 

En nuestras meditaciones sobre las grandes personalidades de la Iglesia antigua, conocemos hoy a una de las más destacadas. Orígenes de Alejandría es, en realidad, una de las personalidades determinantes para todo el desarrollo del pensamiento cristiano. Recoge la herencia de Clemente de Alejandría, sobre quien meditamos el miércoles pasado, y la proyecta al futuro de manera tan innovadora que lleva a cabo un cambio irreversible en el desarrollo del pensamiento cristiano. Fue un verdadero “maestro”; así lo recordaban con nostalgia y emoción sus discípulos:  no sólo era un brillante teólogo, sino también un testigo ejemplar de la doctrina que transmitía. Como escribe Eusebio de Cesarea, su biógrafo entusiasta, “enseñó que la conducta debe corresponder exactamente a la palabra, y sobre todo por esto, con la ayuda de la gracia de Dios, indujo a muchos a imitarlo” (Hist. Eccl. VI, 3, 7).

Durante toda su vida anhelaba el martirio. Cuando tenía diecisiete años, en el décimo año del emperador Septimio Severo, se desató en Alejandría la persecución contra los cristianos. Clemente, su maestro, abandonó la ciudad, y el padre de Orígenes, Leónidas, fue encarcelado. Su hijo anhelaba ardientemente el martirio, pero no pudo realizar este deseo. Entonces escribió a su padre, exhortándolo a no desfallecer en el supremo testimonio de la fe. Y cuando Leónidas fue decapitado, el joven Orígenes sintió que debía acoger el ejemplo de su vida. Cuarenta años más tarde, mientras predicaba en Cesarea, declaró:  “De nada me sirve haber tenido un padre mártir si no tengo una buena conducta y no honro la nobleza de mi estirpe, esto es, el martirio de mi padre y el testimonio que lo hizo ilustre en Cristo” (Hom. Ez. 4, 8).

En una homilía sucesiva —cuando, gracias a la extrema tolerancia del emperador Felipe el Árabe, parecía haber pasado la posibilidad de dar un testimonio cruento— Orígenes exclama:  “Si Dios me concediera ser lavado en mi sangre, para recibir el segundo bautismo habiendo aceptado la muerte por Cristo, me alejaría seguro de este mundo… Pero son dichosos los que merecen estas cosas” (Hom. Iud. 7, 12). Estas frases revelan la fuerte nostalgia de Orígenes por el bautismo de sangre. Y, al final, este irresistible anhelo se realizó, al menos en parte. En el año 250, durante la persecución de Decio, Orígenes fue arrestado y torturado cruelmente. A causa de los sufrimientos padecidos, murió pocos años después. Tenía menos de setenta años.

Hemos aludido a ese “cambio irreversible” que Orígenes inició en la historia de la teología y del pensamiento cristiano. ¿Pero en qué consiste este “cambio”, esta novedad tan llena de consecuencias? Consiste, principalmente, en haber fundamentado la teología en la explicación de las Escrituras. Hacer teología era para él esencialmente explicar, comprender la Escritura; o podríamos decir incluso que su teología es una perfecta simbiosis entre teología y exégesis. En verdad, la característica propia de la doctrina de Orígenes se encuentra precisamente en la incesante invitación a pasar de la letra al espíritu de las Escrituras, para progresar en el conocimiento de Dios. Y, como escribió von Balthasar, este “alegorismo”, coincide precisamente “con el desarrollo del dogma cristiano realizado por la enseñanza de los doctores de la Iglesia”, los cuales —de una u otra forma—  acogieron la “lección” de Orígenes.

Así la tradición y el magisterio, fundamento y garantía de la investigación teológica, llegan a configurarse como “Escritura en acto” (cf. Origene:  il mondo, Cristo e la Chiesa, tr. it., Milán 1972, p. 43). Por ello, podemos afirmar que el núcleo central de la inmensa obra literaria de Orígenes consiste en su “triple lectura” de la Biblia. Pero antes de ilustrar esta “lectura” conviene echar una mirada de conjunto a la producción literaria del alejandrino. San Jerónimo, en su Epístola 33, enumera los títulos de 320 libros y de 310 homilías de Orígenes. Por desgracia, la mayor parte de esta obra se ha perdido, pero incluso lo poco que queda de ella lo convierte en el autor más prolífico de los tres primeros siglos cristianos. Su radio de interés va de la exégesis al dogma, la filosofía, la apologética, la ascética y la mística. Es una visión fundamental y global de la vida cristiana.

El núcleo inspirador de esta obra es, como hemos dicho, la “triple lectura” de las Escrituras desarrollada por Orígenes en el arco de su vida. Con esta expresión aludimos a las tres modalidades más importantes —no son sucesivas entre sí; más bien, con frecuencia se superponen— con las que Orígenes se dedicó al estudio de las Escrituras. Ante todo leyó la Biblia con el deseo de buscar el texto más seguro y ofrecer su edición más fidedigna. Por ejemplo, el primer paso consiste en conocer realmente lo que está escrito y conocer lo que esta escritura quería decir inicialmente.

Origenes krouillong comunion en la mano sacrilegio 2

Orígenes realizó un gran estudio con este fin y redactó una edición de la Biblia con seis columnas paralelas, de izquierda a derecha, con el texto hebreo en caracteres hebreos —mantuvo también contactos con los rabinos para comprender bien el texto original hebraico de la Biblia—, después el texto hebraico transliterado en caracteres griegos y a continuación cuatro traducciones diferentes en lengua griega, que le permitían comparar las diversas posibilidades de traducción. De aquí el título de “Hexapla” (“seis columnas”) atribuido a esta gran sinopsis. Lo primero, por tanto, es conocer exactamente lo que está escrito, el texto como tal. En segundo lugar Orígenes leyó sistemáticamente la Biblia con sus célebres Comentarios, que reproducen fielmente las explicaciones que el maestro daba en sus clases, tanto en Alejandría como en Cesarea. Orígenes avanza casi versículo a versículo, de forma minuciosa, amplia y profunda, con notas de carácter filológico y doctrinal. Se esfuerza por conocer bien, con gran exactitud, lo que querían decir los autores sagrados.

Por último, incluso antes de su ordenación presbiteral, Orígenes se dedicó muchísimo a la predicación de la Biblia, adaptándose a un público muy heterogéneo. En cualquier caso, también en sus Homilías se percibe al maestro totalmente dedicado a la interpretación sistemática del pasaje bíblico analizado, fraccionado en los sucesivos versículos. En las Homilías Orígenes aprovecha también todas las ocasiones para recordar las diversas dimensiones del sentido de la sagrada Escritura, que ayudan o expresan un camino en el crecimiento de la fe:  la primera es el sentido “literal”, el cual encierra profundidades que no se perciben en un primer momento; la segunda dimensión es el sentido “moral”:  qué debemos hacer para vivir la palabra; y, por último, el sentido “espiritual”, o sea, la unidad de la Escritura, que en  todo  su desarrollo habla de Cristo. Es el Espíritu Santo quien nos hace entender el contenido cristológico y así la unidad de la Escritura en su diversidad.

Sería interesante mostrar esto. En mi libro Jesús de Nazaret he intentado señalar en la situación actual estas múltiples dimensiones de la Palabra, de la sagrada Escritura, que ante todo debe respetarse precisamente en el sentido histórico. Pero este sentido nos trasciende hacia Cristo, a la luz del Espíritu Santo, y nos muestra el camino, cómo vivir. Por ejemplo, eso se puede percibir en la novena Homilía sobre los Números, en la que Orígenes compara la Escritura con las nueces:  “La doctrina de la Ley y de los Profetas, en la escuela de Cristo, es así —afirma Orígenes en su homilía—:  la letra, que es como la corteza, es amarga; luego, está la cáscara, que es la doctrina moral; en tercer lugar se encuentra el sentido de los misterios, del que se alimentan las almas de los santos en la vida presente y en la futura” (Hom. Num. IX, 7).

Sobre todo por este camino Orígenes llega a promover eficazmente la “lectura cristiana” del Antiguo Testamento, rebatiendo brillantemente las teorías de los herejes —sobre todo gnósticos y marcionitas— que oponían entre sí los dos Testamentos, rechazando el Antiguo. Al respecto, en la misma Homilía sobre los Números, el Alejandrino afirma:  “Yo no llamo a la Ley un “Antiguo Testamento”, si la comprendo en el Espíritu. La Ley es “Antiguo Testamento” sólo para quienes quieren comprenderla carnalmente”, es decir, quedándose en la letra del texto. Pero “para nosotros, que la comprendemos y la aplicamos en el Espíritu y en el sentido del Evangelio, la Ley es siempre nueva, y los dos Testamentos son para nosotros un nuevo Testamento, no a causa de la fecha temporal, sino de la novedad del sentido… En cambio, para el pecador y para quienes no respetan el pacto de la caridad, también los Evangelios envejecen” (Hom. Num. IX, 4).

Os invito —y así concluyo— a acoger en vuestro corazón la enseñanza de este gran maestro en la fe, el cual nos recuerda con entusiasmo que, en la lectura orante de la Escritura y en el compromiso coherente de la vida, la Iglesia siempre se renueva y rejuvenece. La palabra de Dios, que ni envejece ni se agota nunca, es medio privilegiado para ese fin. En efecto, la palabra de Dios, por obra del Espíritu Santo, nos guía continuamente a la verdad completa (cf. Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el congreso internacional con motivo del XL aniversario de la constitución dogmática “Dei Verbum”L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de septiembre de 2005, p. 3). Pidamos al Señor que nos dé hoy pensadores, teólogos y exégetas que perciban estas múltiples dimensiones, esta actualidad permanente de la sagrada Escritura, su novedad para hoy. Pidamos al Señor que nos ayude a leer la sagrada Escritura de modo orante, para alimentarnos realmente del verdadero pan de la vida, de su Palabra.

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105 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Orígenes, el pensamiento

105 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: ORÍGENES, EL PENSAMIENTO

AUDIENCIA GENERAL DEL 2 DE MAYO DE 2007

Orígenes: el pensamiento

Queridos hermanos y hermanas: 

La catequesis del miércoles pasado estuvo dedicada a la gran figura de Orígenes, doctor alejandrino que vivió entre los siglos II y III. En esa catequesis, hablamos de la vida y la producción literaria de este gran maestro alejandrino, encontrando en la “triple lectura” que hacía de la Biblia el núcleo inspirador de toda su obra. No traté —para retomarlos hoy— dos aspectos de la doctrina de Orígenes, que considero entre los más importantes y actuales:  me refiero a sus enseñanzas sobre la oración y sobre la Iglesia.

En realidad, Orígenes, autor de un importante tratado “Sobre la oración”, siempre actual, mezcla constantemente su producción exegética y teológica con experiencias y sugerencias relativas a la oración. A pesar de toda la riqueza teológica de su pensamiento, nunca lo desarrolla de modo meramente académico; siempre se funda en la experiencia de la oración, del contacto con Dios. En su opinión, para comprender las Escrituras no sólo hace falta el estudio, sino también la intimidad con Cristo y la oración. Está convencido de que el camino privilegiado para conocer a Dios es el amor, y de que no se puede conocer de verdad a Cristo sin enamorarse de él.

En la Carta a Gregorio, Orígenes recomienda:  “Dedícate a la lectio de las divinas Escrituras; aplícate a ella con perseverancia. Comprométete en la lectio con la intención de creer y agradar a Dios. Si durante la lectio te encuentras ante una puerta cerrada, llama y te la abrirá el guardián, de quien Jesús dijo:  “El guardián se la abrirá”. Aplicándote de este modo a la lectio divina, busca con lealtad y confianza inquebrantable en Dios el sentido de las divinas Escrituras, que en ellas se encuentra oculto con gran amplitud. Ahora bien, no te contentes con llamar y buscar:  para comprender los asuntos de Dios tienes absoluta necesidad de la oración. Precisamente para exhortarnos a la oración, el Salvador no sólo nos dijo:  “buscad y hallaréis”, y “llamad y se os abrirá”, sino que añadió:  “Pedid y recibiréis”” (Carta a Gregorio, 4).

Salta a la vista el “papel primordial” que ha desempeñado Orígenes en la historia de la lectio divina. San Ambrosio, obispo de Milán, que aprendió a leer las Escrituras con las obras de Orígenes, la introdujo después en Occidente para entregarla a san Agustín y a la tradición monástica sucesiva.

Como ya hemos dicho, el nivel más elevado del conocimiento de Dios, según Orígenes, brota del amor. Lo mismo sucede entre los hombres:  uno sólo conoce profundamente al otro si hay amor, si se abren los corazones. Para demostrarlo, se basa en un significado que en ocasiones se da al verbo conocer en hebreo, es decir, cuando se utiliza para expresar el acto del amor humano:  “Conoció Adán a Eva, su mujer, la cual concibió” (Gn 4, 1). De esta manera se sugiere que la unión en el amor produce el conocimiento más auténtico. Como el hombre y la mujer son “dos en una sola carne”, así Dios y el creyente llegan a ser “dos en un mismo espíritu”.

De este modo, la oración de Orígenes roza los niveles más elevados de la mística, como lo atestiguan sus Homilías sobre el Cantar de los Cantares. A este propósito, en un pasaje de la primera Homilía, confiesa:  “Con frecuencia —Dios es testigo— he sentido que el Esposo se me acercaba al máximo; después se iba de repente, y yo no pude encontrar lo que buscaba. De nuevo siento el deseo de su venida,  y a  veces él vuelve, y cuando se me ha aparecido, cuando  lo tengo  entre mis  manos, vuelve a huir, y una vez que se ha ido me pongo a buscarlo de nuevo…” (Homilías sobre el Cantar de los Cantares I, 7).

Origenes krouillong comunion en la mano sacrilegio

Me viene a la mente lo que mi venerado predecesor escribió, como auténtico testigo, en la Novo millennio ineunte, cuando mostraba a los fieles que la “oración puede avanzar, como verdadero diálogo de amor, hasta hacer que la persona humana sea poseída totalmente por el divino Amado, sensible a la acción del Espíritu y abandonada filialmente en el corazón del Padre” (n. 33). Se trata, seguía diciendo Juan Pablo II, de “un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual y encuentra también dolorosas purificaciones (la “noche oscura”), pero llega, de muchas formas posibles, al inefable gozo vivido por los místicos como “unión esponsal”” (ib.).

Veamos, por último, la enseñanza de Orígenes sobre la Iglesia, y precisamente, dentro de ella, sobre el sacerdocio común de los fieles. Como afirma Orígenes en su novena Homilía sobre el Levítico (IX, 1), “esto nos afecta a todos”. En la misma Homilía, refiriéndose a la prohibición hecha a Aarón, tras la muerte de sus dos hijos, de entrar en el Sancta sanctorum “en cualquier tiempo” (Lv 16, 2), exhorta así a los fieles:  “Esto demuestra que si uno entra a cualquier hora en el santuario, sin la debida preparación, sin estar revestido de los ornamentos pontificales, sin haber preparado las ofrendas prescritas y sin ser propicio a Dios, morirá… Esto vale para todos, pues establece que aprendamos a acercarnos al altar de Dios. ¿Acaso no sabes que el sacerdocio también ha sido conferido a ti, es decir, a toda la Iglesia de Dios y al pueblo de los creyentes? Escucha cómo habla san Pedro a los fieles:  “Linaje elegido”, dice, “sacerdocio real, nación santa, pueblo que Dios ha adquirido”. Por tanto, tú tienes el sacerdocio, pues eres “linaje sacerdotal”, y por ello debes ofrecer a Dios el sacrificio… Pero para que lo puedas ofrecer dignamente, necesitas vestidos puros, distintos de los que usan los demás hombres, y te hace falta el fuego divino” (ib.).

Así, por una parte, “los lomos ceñidos” y los “ornamentos sacerdotales”, es decir, la pureza y la honestidad de vida; y, por otra, tener la “lámpara siempre encendida”, es decir, la fe y el conocimiento de las Escrituras, son las condiciones indispensables para el ejercicio del sacerdocio universal, que exige pureza y honestidad de vida, fe y conocimiento de las Escrituras.

Con mayor razón aún estas condiciones son indispensables, evidentemente, para el ejercicio del sacerdocio ministerial. Estas condiciones —conducta íntegra de vida, pero sobre todo acogida y estudio de la Palabra— establecen una auténtica “jerarquía de la santidad” en el sacerdocio común de los cristianos. En la cumbre de este camino de perfección Orígenes pone el martirio.

También en la novena Homilía sobre el Levítico alude al “fuego para el holocausto”, es decir, a la fe y al conocimiento de las Escrituras, que nunca debe apagarse en el altar de quien ejerce el sacerdocio. Después añade:  “Pero, cada uno de nosotros no sólo tiene en sí el fuego, sino también el holocausto, y con su holocausto enciende el altar para que arda siempre. Si renuncio a todo lo que poseo y tomo mi cruz y sigo a Cristo, ofrezco mi holocausto en el altar de Dios; y si entrego mi cuerpo para que arda, con caridad, y alcanzo la gloria del martirio, ofrezco mi holocausto sobre el altar de Dios” (IX, 9).

Este continuo camino de perfección “nos afecta a todos”, a condición de que “la mirada de nuestro corazón” se dirija a la contemplación de la Sabiduría y de la Verdad, que es Jesucristo. Al predicar sobre el discurso de Jesús en Nazaret, cuando “en la sinagoga todos los ojos estaban fijos en él” (Lc 4, 16-30), Orígenes parece dirigirse precisamente a nosotros:  “También hoy, en esta asamblea, si queréis, vuestros ojos pueden fijarse en el Salvador. Cuando dirijas la mirada más profunda del corazón hacia la contemplación de la Sabiduría, de la Verdad y del Hijo único de Dios, entonces tus ojos verán a Dios. ¡Bienaventurada la asamblea de la que la Escritura dice que los ojos de todos estaban fijos en él! ¡Cuánto desearía que esta asamblea diera ese mismo testimonio:  que los ojos de todos, de los no bautizados y de los fieles, de las mujeres, de los hombres y de los niños —no los ojos del cuerpo, sino los del alma— estuvieran fijos en Jesús!… Sobre nosotros está impresa la luz de tu rostro, Señor, a quien pertenecen la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén” (Homilía sobre san Lucas, XXXII, 6).

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104 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Viaje Apostólico a Brasil

104 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: VIAJE APOSTÓLICO A BRASIL

AUDIENCIA GENERAL DEL 23 DE MAYO DE 2007

Viaje apostólico a Brasil

Queridos hermanos y hermanas: 

En esta audiencia general quisiera recordar el viaje apostólico que realicé a Brasil del 9 al 14 de este mes. Después de dos años de pontificado, finalmente he tenido la alegría de visitar América Latina, a la que tanto quiero, y donde vive, de hecho, una gran parte de los católicos  del mundo. La meta fue Brasil, pero quise abrazar a todo el gran subcontinente latinoamericano, pues el acontecimiento eclesial que me impulsó a  ir allá fue la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe.

Deseo renovar mi profunda gratitud a los queridos hermanos obispos, en particular a los de São Paulo y Aparecida, por la acogida recibida. Doy las gracias al presidente de Brasil y a las demás autoridades civiles por su cordial y generosa colaboración. Con gran afecto, agradezco al pueblo brasileño la cordialidad con que me acogió —fue verdaderamente grande y conmovedora— y la atención que prestó a mis palabras.

Mi viaje tuvo ante todo el valor de un acto de alabanza a Dios por las “maravillas” obradas en los pueblos de América Latina, por la fe que ha animado su vida y su cultura durante más de quinientos años.

En este sentido, fue una peregrinación que tuvo su momento culminante en el santuario de la Virgen Aparecida, Patrona principal de Brasil. El tema de la relación entre fe y cultura fue siempre muy importante para mis venerados predecesores Pablo VI y Juan Pablo II. Quise retomarlo confirmando a la Iglesia que está en América Latina y el Caribe en el camino de una fe que se ha hecho y se hace historia vivida, piedad popular, arte, en diálogo con las ricas tradiciones precolombinas así como con las múltiples influencias europeas y de otros continentes.

Ciertamente el recuerdo de un pasado glorioso no puede ignorar las sombras que acompañaron la obra de evangelización del continente latinoamericano:  no es posible olvidar los sufrimientos y las injusticias que infligieron los colonizadores a las poblaciones indígenas, a menudo pisoteadas en sus derechos humanos fundamentales. Pero la obligatoria mención de esos crímenes injustificables —por lo demás condenados ya entonces por misioneros como Bartolomé de las Casas y por teólogos como Francisco de Vitoria, de la Universidad de Salamanca— no debe impedir reconocer con gratitud la admirable obra que ha llevado a cabo la gracia divina entre esas poblaciones a lo largo de estos siglos.

Así, en ese continente el Evangelio ha llegado a ser el elemento fundamental de una síntesis dinámica que, con diversos matices según las naciones, expresa de todas formas la identidad de los pueblos latinoamericanos. Hoy, en la época de la globalización, esta identidad católica sigue presentándose como la respuesta más adecuada, con tal de que esté animada por una seria formación espiritual y por los principios de la doctrina social de la Iglesia.

Brasil es un gran país que conserva valores cristianos profundamente arraigados, pero también vive enormes problemas sociales y económicos. Para contribuir a su solución, la Iglesia debe movilizar a todas las fuerzas espirituales y morales de sus comunidades, buscando convergencias oportunas con las demás energías sanas del país.

Ciertamente, entre los elementos positivos hay que indicar la creatividad y la fecundidad de esa Iglesia, en la que nacen continuamente nuevos Movimientos y nuevos institutos de vida consagrada. También es de alabar la entrega generosa de tantos fieles laicos, muy activos en las diferentes iniciativas promovidas por la Iglesia.

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Brasil es también un país que puede proponer al mundo el testimonio de un nuevo modelo de desarrollo:  la cultura cristiana puede impulsar una “reconciliación” entre los hombres y la creación, a partir de la recuperación de la dignidad personal en la relación con Dios Padre.

En este sentido, un ejemplo elocuente es la “Hacienda de la Esperanza”, una red de comunidades de recuperación para jóvenes que quieren salir del túnel tenebroso de la droga. En la que visité, que me impresionó profundamente y llevo fuertemente grabada en mi corazón, es significativa la presencia de un monasterio de religiosas Clarisas. Esto me pareció emblemático para el mundo de hoy, que necesita una “recuperación” ciertamente psicológica y social, pero sobre todo profundamente espiritual.

También fue emblemática la canonización, celebrada con alegría, del primer santo nativo del país:  fray Antonio de Santa Ana Galvão. Este sacerdote franciscano del siglo XVIII, muy devoto de la Virgen María, apóstol de la Eucaristía y de la Confesión, fue llamado ya en vida “hombre de paz y de caridad”. Su testimonio es una ulterior confirmación de que la santidad es la verdadera revolución, que puede promover la auténtica reforma de la Iglesia y de la sociedad.

En la catedral de São Paulo me encontré con los obispos de Brasil, la Conferencia episcopal más numerosa del mundo. Testimoniarles el apoyo del Sucesor de Pedro era uno de los objetivos principales de mi misión, pues conozco los grandes desafíos que el anuncio del Evangelio tiene que afrontar en ese país. Alenté a mis hermanos a proseguir y reforzar el compromiso de la nueva evangelización, exhortándolos a desarrollar de forma capilar y metódica la difusión de la palabra de Dios, para que la religiosidad innata y generalizada de las poblaciones se haga más profunda y se transforme en fe madura y en adhesión personal y comunitaria al Dios de Jesucristo. Los animé a recuperar por doquier el estilo de la primitiva comunidad cristiana, descrita en ellibro de los Hechos de los Apóstoles:  asidua en la catequesis, en la vida sacramental y en la caridad operante.
Conozco la entrega de estos fieles servidores del Evangelio, que lo quieren presentar sin cortapisas ni confusiones, custodiando el depósito de la fe con discernimiento; y conozco también su preocupación constante por promover el desarrollo social, principalmente mediante la formación de los laicos, llamados a asumir responsabilidades en el campo de la política y la economía. Doy gracias a Dios por haberme permitido profundizar en la comunión con los obispos brasileños, que siguen estando siempre presentes en mi oración.

Otro momento destacado del viaje fue, sin duda, el encuentro con los jóvenes, no sólo esperanza para el futuro, sino también fuerza vital para el presente de la Iglesia y de la sociedad. Por eso, la vigilia que animaron en São Paulo de Brasil  fue una fiesta de esperanza, iluminada por las palabras que Cristo dirigió al “joven rico”, que le había preguntado:  “Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?” (Mt 19, 16). Jesús le indicó, ante todo, “los mandamientos” como el camino de la vida, y después lo invitó a dejarlo todo para seguirle.

Hoy la Iglesia sigue haciendo lo mismo:  ante todo vuelve a proponer los mandamientos, auténtico camino de educación de la libertad para el bien personal y social, y sobre todo propone el “primer mandamiento”, el del amor, pues sin amor incluso los mandamientos no pueden dar pleno sentido a la vida y proporcionar la verdadera felicidad. Sólo quien encuentra en Jesús el amor de Dios y emprende este camino para recorrerlo entre los hombres, se convierte en su discípulo y su misionero. Invité a los jóvenes a ser apóstoles de sus coetáneos y, por eso, a cuidar siempre su formación humana y espiritual; a tener gran estima del matrimonio y del camino que conduce a él, con castidad y responsabilidad; a estar abiertos también a la llamada a la vida consagrada por el reino de Dios. En síntesis, los animé a aprovechar la gran “riqueza” de su juventud, para ser el rostro joven de la Iglesia.

La cumbre del viaje fue la inauguración de la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe, en el santuario de Nuestra Señora Aparecida. El tema de esta grande e importante asamblea, que se concluirá a finales de mes, es “Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en él tengan vida. “Yo soy el camino, la verdad y la vida””. El binomio “discípulos  y  misioneros” corresponde a  lo que el evangelio de san Marcos dice sobre la llamada de los Apóstoles:  “(Jesús) instituyó Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar” (Mc 3, 14-15).

Por tanto, la palabra “discípulos” hace referencia a la dimensión formativa y al seguimiento, a la comunión y a la amistad con Jesús; el término “misionero” expresa el fruto del discipulado, es decir, el testimonio y la comunicación de la experiencia vivida, de la verdad y del amor conocidos y asimilados. Ser discípulos y misioneros implica un vínculo íntimo con la palabra de Dios, con la Eucaristía y con los demás sacramentos, vivir en la Iglesia en escucha obediente de sus enseñanzas. Renovar con alegría la voluntad de ser discípulos de Jesús, de “estar con él”, es la condición fundamental para ser misioneros “recomenzando desde Cristo”, según la consigna del Papa Juan Pablo II a toda la Iglesia tras el jubileo del año 2000.

Mi venerado predecesor siempre insistió en una evangelización “nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión”, como afirmó precisamente hablando a la asamblea del Celam, el 9 de marzo de 1983, en Haití (cf. L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de marzo de 1983, p. 24). Con mi viaje apostólico, he querido exhortar a proseguir por este camino, ofreciendo como perspectiva de unificación la de la encíclica Deus caritas est, una perspectiva inseparablemente teológica y social, que se resume en esta expresión:  es el amor quien da la vida. “La presencia de Dios, la amistad con el Hijo de Dios encarnado, la luz de su Palabra, son siempre condiciones fundamentales para la presencia y eficiencia de la justicia y del amor en nuestras sociedades” (Discurso inaugural de la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe, n. 4).

A la materna intercesión de la Virgen María, venerada con el título de Nuestra Señora de Guadalupe como patrona de toda América Latina, y al nuevo santo brasileño, fray Antonio de Santa Ana Galvão, encomiendo los frutos de este inolvidable viaje apostólico.

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103 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Tertuliano

103 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: TERTULIANO

AUDIENCIA GENERAL DEL 30 DE MAYO DE 2007

Tertuliano

Queridos hermanos y hermanas: 

Con la catequesis de hoy retomamos el hilo de las catequesis abandonado con motivo del viaje a Brasil y seguimos hablando de las grandes personalidades de la Iglesia antigua:  también para nosotros hoy son maestros de fe y testigos de la perenne actualidad de la fe cristiana.

Hoy hablamos de un africano, Tertuliano, que entre fines del siglo II e inicios del III inaugura la literatura cristiana en latín. Con él comienza una teología en ese idioma. Su obra ha dado frutos decisivos, que sería imperdonable subestimar. Ejerce su influencia en varios niveles:  desde el lenguaje y la recuperación de la cultura clásica, hasta el descubrimiento de un “alma cristiana” común en el mundo y la formulación de nuevas propuestas de convivencia humana.

No conocemos exactamente las fechas de su nacimiento y de su muerte. Sin embargo, sabemos que en Cartago, a fines del siglo II, recibió de padres y maestros paganos una sólida formación retórica, filosófica, jurídica e histórica. Luego se convirtió al cristianismo, al parecer, atraído por el ejemplo de los mártires cristianos. Comenzó a publicar sus escritos más famosos en el año 197. Pero una búsqueda demasiado individual de la verdad y su carácter intransigente —era muy riguroso— lo llevaron poco a poco a abandonar la comunión con la Iglesia y a unirse a la secta del montanismo. Sin embargo, la originalidad de su pensamiento y la incisiva eficacia de su lenguaje los sitúan en un lugar destacado dentro de la literatura cristiana antigua.

Son famosos sobre todo sus escritos de carácter apologético, que manifiestan dos objetivos principales: confutar las gravísimas acusaciones que los paganos dirigían contra la nueva religión; y, de manera más positiva y misionera, comunicar el mensaje del Evangelio en diálogo con la cultura de su tiempo. Su obra más conocida, el Apologético, denuncia el comportamiento injusto de las autoridades políticas con respecto a la Iglesia; explica y defiende las enseñanzas y las costumbres de los cristianos; presenta las diferencias entre la nueva religión y las principales corrientes filosóficas de la época; manifiesta el triunfo del Espíritu, que opone a la violencia de los perseguidores la sangre, el sufrimiento y la paciencia de los mártires:  «Aunque sea refinada —escribe el autor africano—, vuestra crueldad no sirve de nada; más aún, para nuestra comunidad constituye una invitación. Después de cada uno de vuestros golpes de hacha, nos hacemos más numerosos:  la sangre de los cristianos es semilla eficaz (semen est sanguis christianorum)» (Apologético 50, 13). Al final el martirio y el sufrimiento por la verdad salen victoriosos, y son más eficaces que la crueldad y la violencia de los regímenes totalitarios.

Pero Tertuliano, como todo buen apologista, experimenta al mismo tiempo la necesidad de comunicar positivamente la esencia del cristianismo. Por eso, adopta el método especulativo para ilustrar los fundamentos racionales del dogma cristiano. Los profundiza de manera sistemática, comenzando por la descripción del «Dios de los cristianos».  «Aquel a quien adoramos es un Dios único», atestigua el apologista. Y prosigue, utilizando las antítesis y paradojas características de su lenguaje:  «Es invisible, aunque se le vea; inalcanzable, aunque esté presente a través de la gracia; inconcebible, aunque los sentidos humanos lo puedan concebir; por eso es verdadero y grande» (ib., 17, 1-2).

Tertuliano, además, da un paso enorme en el desarrollo del dogma trinitario; nos dejó en latín el lenguaje adecuado para expresar este gran misterio, introduciendo los términos:  «una sustancia» y «tres personas». También desarrolló mucho el lenguaje correcto para expresar el misterio de Cristo, Hijo de Dios y verdadero hombre. El autor africano habla también del Espíritu Santo, demostrando su carácter personal y divino:  «Creemos que, según su promesa, Jesucristo envió por medio del Padre al Espíritu Santo, el Paráclito, el santificador de la fe de quienes creen en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu» (ib., 2, 1). Asimismo, sus obras contienen numerosos textos sobre la Iglesia, a la que Tertuliano siempre reconoce como “madre”. Incluso después de su adhesión al montanismo, no olvidó que la Iglesia es la Madre de nuestra fe y de nuestra vida cristiana. También habla de la conducta moral de los cristianos y de la vida futura.

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Sus escritos son importantes también para descubrir tendencias vivas en las comunidades cristianas sobre María santísima, sobre los sacramentos de la Eucaristía, el Matrimonio y la Reconciliación, sobre el primado de Pedro, sobre la oración… En aquellos años de persecución, en los que los cristianos parecían una minoría perdida, el apologista los exhorta en especial a la esperanza, que —según sus escritos— no es solamente una virtud, sino también una modalidad que afecta a todos los aspectos de la existencia cristiana.

Tenemos la esperanza de que el futuro será nuestro porque el futuro es de Dios. Así, la resurrección del Señor se presenta como el fundamento de nuestra resurrección futura, y representa el objeto principal de la confianza de los cristianos:  «La carne resucitará —afirma categóricamente Tertuliano—:  toda la carne, precisamente la carne, y la carne toda entera. Dondequiera que se encuentre, está en consigna ante Dios, en virtud del fidelísimo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo, que restituirá  Dios  al  hombre y el hombre a Dios» (La resurrección de los muertos, 63, 1).

Desde el punto de vista humano, se puede hablar sin duda del drama de Tertuliano. Con el paso del tiempo, se hizo cada vez más exigente con los cristianos. Pretendía de ellos en todas las circunstancias, sobre todo en las persecuciones, un comportamiento heroico. Rígido en sus posiciones, no ahorraba duras críticas y acabó inevitablemente por aislarse. Por lo demás, todavía hoy siguen abiertas muchas cuestiones, no sólo sobre el pensamiento teológico y filosófico de Tertuliano, sino también sobre su actitud ante las instituciones políticas y la sociedad pagana.

A mí esta gran personalidad moral e intelectual, este hombre que dio una contribución tan grande al pensamiento cristiano, me hace reflexionar mucho. Se ve que al final le falta la sencillez, la humildad para integrarse en la Iglesia, para aceptar sus debilidades, para ser tolerante con los demás y consigo mismo. Cuando sólo se ve el propio pensamiento en su grandeza, al final se pierde precisamente esta grandeza. La característica esencial de  un  gran teólogo es la humildad para estar  con  la Iglesia, para  aceptar  sus  debilidades y las propias, porque sólo Dios es totalmente santo. Nosotros, en cambio, siempre tenemos necesidad de perdón.

En definitiva, Tertuliano es un testigo interesante de los primeros tiempos de la Iglesia, cuando los cristianos se convirtieron en auténticos sujetos de «nueva cultura» en el encuentro entre herencia clásica y mensaje evangélico. Es suya la famosa afirmación, según la cual, nuestra alma es “naturaliter cristiana” (Apologético, 17, 6), con la que evoca la perenne continuidad entre los auténticos valores humanos y los cristianos; y también es suya la reflexión, inspirada directamente en el Evangelio, según la cual, «el cristiano no puede odiar ni siquiera a sus enemigos» (cf. Apologético, 37), pues la dimensión moral ineludible de la opción de fe propone la “no violencia” como regla de vida. Y es evidente la dramática actualidad de esta enseñanza, a la luz del intenso debate sobre las religiones.

En definitiva, los escritos de Tertuliano contienen numerosos temas que todavía hoy tenemos que afrontar. Nos impulsan a una fecunda búsqueda interior, a la que invito a todos los fieles, para que sepan expresar de manera cada vez más convincente laRegla de la fe, según la cual, como dice el mismo Tertuliano, «nosotros creemos que hay un solo Dios, y no hay ningún otro fuera del Creador del mundo:  él lo  ha hecho todo de la  nada por medio de su Verbo, engendrado antes de todas las cosas» (La prescripción de los herejes 13, 1).

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102 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Cipriano

102 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN CIPRIANO

AUDIENCIA GENERAL DEL 6 DE JUNIO DE 2007

San Cipriano

Queridos hermanos y hermanas:

En la serie de nuestras catequesis sobre grandes personalidades de la Iglesia antigua llegamos hoy a un excelente obispo africano del siglo III, san Cipriano, «el primer obispo que consiguió en África la corona del martirio». Como atestigua el diácono Poncio, su primer biógrafo, su fama está vinculada tanto a la producción literaria como a la actividad pastoral de los trece años que transcurren entre su conversión y su martirio (cf. Vida 19, 1; 1, 1).

Nacido en Cartago en el seno de una rica familia pagana, después de una juventud disipada, Cipriano se convierte al cristianismo a la edad de 35 años. Él mismo narra su itinerario espiritual: «Cuando me encontraba aún en una noche oscura —escribe algunos meses después de su bautismo—, me parecía sumamente difícil y arduo realizar lo que la misericordia de Dios me proponía… Estaban tan arraigados en mí los muchos errores de mi vida pasada, que no creía que podía liberarme de ellos; me arrastraban los vicios, tenía malos deseos… Pero luego, con la ayuda del agua regeneradora, quedó lavada la miseria de mi vida anterior; una luz de lo alto se difundió en mi corazón; un segundo nacimiento me restauró en un ser totalmente nuevo. De un modo maravilloso comenzó entonces a disiparse toda duda… Comprendí claramente que era terreno lo que antes vivía en mí, en la esclavitud de los vicios de la carne, y que, en cambio, era divino y celestial lo que el Espíritu Santo ya había generado en mí» (A Donato, 3-4).

Inmediatamente después de la conversión, Cipriano —no sin envidias y resistencias—fue elegido para el oficio sacerdotal y para la dignidad episcopal. En el breve período de su episcopado afrontó las dos primeras persecuciones decretadas por un edicto imperial, la de Decio (año 250) y la de Valeriano (años 257-258).

Después de la persecución especialmente cruel de Decio, san Cipriano tuvo que esforzarse denodadamente por restablecer la disciplina en la comunidad cristiana, pues muchos fieles habían renegado, o por lo menos no habían mantenido una conducta correcta ante la prueba. Eran los así llamados “lapsi“, es decir, los “caídos”, que deseaban ardientemente volver a formar parte de la comunidad. El debate sobre su readmisión llegó a dividir a los cristianos de Cartago en laxos y rigoristas.

A estas dificultades es preciso añadir una grave peste que asoló África y planteó interrogantes teológicos angustiosos tanto en el seno de la comunidad como frente a los paganos. Por último, conviene recordar la controversia entre san Cipriano y el obispo de Roma, Esteban, sobre la validez del bautismo administrado a los paganos por cristianos herejes.

En estas circunstancias realmente difíciles, san Cipriano mostró notables dotes de gobierno: fue severo, pero no inflexible con los lapsi, concediéndoles la posibilidad del perdón después de una penitencia ejemplar. Ante Roma fue firme defensor de las sanas tradiciones de la Iglesia africana. Fue muy bondadoso; estaba animado por el más auténtico espíritu evangélico, que lo impulsaba a exhortar a los cristianos a ayudar fraternalmente a los paganos durante la peste.

Supo practicar la justa medida al recordar a los fieles —demasiado temerosos de perder la vida y los bienes terrenos— que para ellos la verdadera vida y los verdaderos bienes no son los de este mundo.

Combatió con decisión las costumbres corrompidas y los pecados que devastaban la vida moral, sobre todo la avaricia. «Así pasaba sus jornadas —narra en este punto el diácono Poncio—, cuando he aquí que, por orden del procónsul, llegó repentinamente a su casa el jefe de la policía» (Vida, 15, 1). Ese día el santo obispo fue arrestado y, tras un breve interrogatorio, afrontó con valentía el martirio en medio de su pueblo.

San Cipriano krouillong comunion en la mano sacrilegio 2

San Cipriano compuso numerosos tratados y cartas, siempre relacionados con su ministerio pastoral. Poco inclinado a la especulación teológica, escribía sobre todo para la edificación de la comunidad y para el buen comportamiento de los fieles. De hecho, la Iglesia es —con mucho— el tema que más trató. Distingue entre Iglesia visible, jerárquica, e Iglesia invisible, mística, pero afirma con fuerza que la Iglesia es una sola, fundada sobre Pedro. No se cansa de repetir que «quien abandona la cátedra de Pedro, sobre la que está fundada la Iglesia, se engaña si cree que se mantiene en la Iglesia» (La unidad de la Iglesia católica, 4). San Cipriano sabe bien, y lo formuló con palabras fuertes, que «fuera de la Iglesia no hay salvación» (Carta 4, 4 y 73, 21) y que «no puede tener a Dios como padre quien no tiene a la Iglesia como madre» (La unidad de la Iglesia católica, 4).

Una característica esencial de la Iglesia es la unidad, simbolizada por la túnica de Cristo sin costuras (cf. ib., 7):unidad de la que dice que tiene su fundamento en Pedro (cf. ib., 4) y su perfecta realización en la Eucaristía (cf. Carta 63, 13). «Hay un solo Dios y un solo Cristo —afirma san Cipriano—; una sola es su Iglesia, una sola fe, un solo pueblo cristiano, que se mantiene fuertemente unido con el cemento de la concordia; y no se puede separar lo que es uno por naturaleza» (La unidad de la Iglesia católica, 23).

Hemos hablado de su pensamiento sobre la Iglesia, pero no podemos dejar de referirnos a la enseñanza de san Cipriano sobre la oración. A mí me gusta especialmente su libro sobre el «Padre nuestro», que me ha ayudado mucho a comprender mejor y a rezar mejor la “oración del Señor”. San Cipriano enseña que en el «Padre nuestro» se da al cristiano precisamente el modo correcto de orar, y subraya que esa oración está en plural, «para que quien reza no ore únicamente por sí mismo. Nuestra oración —escribe— es pública y comunitaria; y, cuando rezamos, no oramos por uno solo, sino por todo el pueblo, porque junto con todo el pueblo somos uno» (La oración del Señor, 8).

De esta forma, oración personal y litúrgica se presentan estrechamente unidas entre sí. Su unidad proviene del hecho de que responden a la misma palabra de Dios. El cristiano no dice  «Padre mío», sino «Padre nuestro», incluso en lo más secreto de su recámara cerrada, porque sabe que en todo lugar, en toda circunstancia, es miembro de un mismo cuerpo.

«Oremos, pues, hermanos amadísimos —escribe el Obispo de Cartago—, como Dios, el Maestro, nos ha enseñado. Es oración confidencial e íntima orar a Dios con lo que es suyo, elevar hasta sus oídos la oración de Cristo. Que el Padre reconozca las palabras de su Hijo, cuando rezamos una oración: el que habita en lo más íntimo del alma debe estar presente también en la voz… Además, cuando se reza, hay que tener un modo de hablar y orar que, con disciplina, mantenga la calma y la reserva. Pensemos que estamos en la presencia de Dios. Debemos ser gratos a los ojos divinos tanto con la postura del cuerpo como con el tono de la voz… Y cuando nos reunimos con los hermanos y celebramos los sacrificios divinos con el sacerdote de Dios, debemos recordar el temor reverencial y la disciplina, sin lanzar al viento nuestras oraciones con voz descompuesta, ni hacer con mucha palabrería una petición que más bien debemos elevar a Dios con moderación, porque Dios no escucha la voz sino el corazón (non vocis sed cordis auditor est)« (ib., 3-4). Se trata de palabras que siguen siendo válidas hoy y nos ayudan a celebrar bien la sagrada liturgia.

En definitiva, san Cipriano se sitúa en los orígenes de la fecunda tradición teológico-espiritual que ve en el «corazón» el lugar privilegiado de la oración. Según la Biblia y los santos Padres, el corazón es lo más íntimo del hombre, el lugar donde habita Dios. En él se realiza el encuentro en el que Dios habla al hombre y el hombre escucha a Dios; el hombre habla a Dios y Dios escucha al hombre. Todo ello a través de la única Palabra divina. Precisamente en este sentido, remitiéndose a san Cipriano, Esmaragdo, abad de San Miguel en el Mosa en los primeros años del siglo IX, atestigua que la oración «es obra del corazón, no de los labios, porque Dios no mira las palabras sino el corazón del que ora» (La diadema de los monjes, 1).

Queridos hermanos, hagamos nuestro este «corazón que escucha» del que hablan la Biblia (cf. 1 R 3, 9) y los santos Padres; lo necesitamos mucho. Sólo así podremos experimentar con plenitud que Dios es nuestro Padre, y que la Iglesia, la santa Esposa de Cristo, es verdaderamente nuestra Madre.

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101 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Eusebio de Cesarea

101 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN EUSEBIO DE CESAREA

AUDIENCIA GENERAL DEL 13 DE JUNIO DE 2007

San Eusebio de Cesarea

Queridos hermanos y hermanas:

En la historia del cristianismo antiguo es fundamental la distinción entre los primeros tres siglos y los que siguieron al concilio de Nicea del año 325, el primero ecuménico. Como “bisagra” entre los dos períodos están el así llamado “viraje constantiniano” y la paz de la Iglesia, así como la figura de Eusebio, obispo de Cesarea en Palestina, que fue el exponente más cualificado de la cultura cristiana de su tiempo en contextos tan variados como la teología, la exégesis, la historia y la erudición. Eusebio es conocido sobre todo como el primer historiador del cristianismo, pero también como el mayor filólogo de la Iglesia antigua.

En Cesarea, donde probablemente nació Eusebio alrededor del año 260, Orígenes se había refugiado procedente de Alejandría, y allí había fundado una escuela y una gran biblioteca. Precisamente con estos libros se habría formado, alguna década después, el joven Eusebio. En el año 325, como obispo de Cesarea, participó en el concilio de Nicea, desempeñando un papel de protagonista. Suscribió el Credo y la afirmación de la plena divinidad del Hijo de Dios, definido por eso “de la misma sustancia” del Padre (homooúsios tõ Patrí). Es prácticamente el mismo Credo que rezamos todos los domingos en la sagrada liturgia.

Eusebio, sincero admirador de Constantino, que había dado la paz a la Iglesia, sintió por él estima y consideración. Celebró al emperador, no sólo en sus obras, sino también con discursos oficiales, pronunciados en el vigésimo y en el 30° aniversario de su llegada al trono, y después de su muerte, acaecida en el año 337. Dos o tres años después murió también Eusebio.

Estudioso incansable, en sus numerosos escritos Eusebio trata de reflexionar y hacer un balance de tres siglos de cristianismo, tres siglos vividos bajo la persecución, recurriendo en gran parte a las fuentes cristianas y paganas conservadas sobre todo en la gran biblioteca de Cesarea. Así, a pesar de la importancia objetiva de sus obras apologéticas, exegéticas y doctrinales, la fama imperecedera de Eusebio sigue estando vinculada en primer lugar a los diez libros de su Historia eclesiástica. Fue el primero en escribir una historia de la Iglesia, que sigue siendo fundamental gracias a las fuentes que Eusebio pone a nuestra disposición para siempre. Con esta Historia logró salvar del olvido seguro numerosos acontecimientos, personajes y obras literarias de la Iglesia antigua. Se trata, por tanto, de una fuente fundamental para el conocimiento de los primeros siglos del cristianismo.

Nos podemos preguntar cómo estructuró y con qué intenciones redactó esta nueva obra. Al inicio del primer libro, el historiador presenta los temas que pretende afrontar en su obra: “Es mi propósito consignar las sucesiones de los santos apóstoles y los tiempos transcurridos desde nuestro Salvador hasta nosotros; el número y la magnitud de los hechos registrados por la historia eclesiástica y el número de los que en ella sobresalieron en el gobierno y en la presidencia de las iglesias más ilustres, así como el número de los que en cada generación, de viva voz o por escrito, fueron los embajadores de la palabra de Dios; y también quiénes, cuántos y cuándo, impulsados por el deseo de innovación hasta el error, se proclamaron públicamente a sí mismos introductores de una ciencia falsa y devoraron sin piedad, como lobos crueles, al rebaño de Cristo; (…) así como también el número, el modo y el tiempo de los ataques de los paganos contra la Palabra divina y la grandeza de cuantos, por defenderla afrontaron duras pruebas de sangre y torturas; y además los martirios de nuestros propios tiempos y la protección benévola y propicia de nuestro Salvador” (1, 1, 1-2).

De esta manera, Eusebio abarca diferentes aspectos: la sucesión de los Apóstoles, como estructura de la Iglesia, la difusión del Mensaje, los errores, las persecuciones por parte de los paganos y los grandes testimonios que constituyen la luz de esta “Historia”. En todo esto, a través de él resplandecen la misericordia y la benevolencia del Salvador. Así Eusebio inaugura la historiografía eclesiástica, abarcando su narración hasta el año 324, cuando Constantino, después de la derrota de Licinio, fue aclamado como único emperador de Roma. Se trata del año precedente al gran concilio de Nicea, que después ofrece la “summa” de lo que la Iglesia había aprendido -doctrinal, moral e incluso jurídicamente- en esos trescientos años.

La cita que acabamos de referir del primer libro de la Historia eclesiástica contiene una repetición seguramente voluntaria. En pocas líneas repite el título cristológico de Salvador, y hace referencia explícita a “su misericordia” y a “su benevolencia”. Así podemos descubrir la perspectiva fundamental de la historiografía de Eusebio: es una historia “cristocéntrica”, en la que se revela progresivamente el misterio del amor de Dios a los hombres. Con genuina sorpresa, Eusebio reconoce que “de todos los hombres de su tiempo y de los que han existido hasta hoy en toda la tierra, sólo Jesús es llamado y confesado como Cristo (es decir Mesíasy Salvador del mundo), y todos dan testimonio de él con este nombre, recordándolo así tanto los griegos como los bárbaros. Además, todavía hoy entre sus discípulos, en toda la tierra, es honrado como rey, es contemplado como superior a un profeta y es glorificado como el verdadero y único sumo sacerdote de Dios; y, por encima de todo esto, es adorado como Dios por ser el Logospreexistente, anterior a todos los siglos, y habiendo recibido del Padre el honor de ser digno de veneración. Y lo más singular de todo es que los que estamos consagrados a él no lo honramos solamente con la voz o con los sonidos de nuestras palabras, sino con una completa disposición del alma, llegando incluso a preferir el martirio por su causa a nuestra propia vida” (1, 3, 19-20).

San Eusebio de Cesarea krouillong comunion en la mano sacrilegio

Así se destaca otra característica que será una constante en la antigua historiografía eclesiástica: la “intención moral” que entraña la narración. El análisis histórico nunca es un fin en sí mismo; no sólo busca conocer el pasado; más bien, apunta con decisión a la conversión, y a un auténtico testimonio de vida cristiana por parte de los fieles. Es una guía para nosotros mismos.

De esta manera, Eusebio interpela encarecidamente a los creyentes de todos los tiempos sobre su manera de afrontar las vicisitudes de la historia, y de la Iglesia en particular. Nos interpela también a nosotros: ¿Cuál es nuestra actitud ante las vicisitudes de la Iglesia? ¿Es la actitud de quien se interesa de ellas por simple curiosidad, buscando quizá el sensacionalismo y el escándalo a toda costa? ¿O es más bien la actitud llena de amor, y abierta al misterio, de quien sabe por la fe que puede descubrir en la historia de la Iglesia los signos del amor de Dios y las grandes obras de la salvación por él realizadas? Si esta es nuestra actitud, no podemos menos de sentirnos impulsados a dar una respuesta más coherente y generosa, un testimonio de vida más cristiano, para comunicar los signos del amor de Dios también a las futuras generaciones.

“Hay un misterio”, no se cansaba de repetir el cardenal Jean Daniélou, eminente estudioso de los Padres: “Hay un contenido oculto en la historia. (…) El misterio es el de las obras de Dios, que constituyen en el tiempo la realidad auténtica, oculta detrás de las apariencias. (…) Pero esta historia que Dios realiza en favor del hombre, no la realiza sin él. Quedarse en la contemplación de las “grandes hazañas” de Dios significaría ver sólo un aspecto de las cosas. Ante ellas está la respuesta de los hombres” (Saggio sul mistero della storia, Brescia 1963, p. 182).

También hoy, muchos siglos después, Eusebio de Cesarea nos invita a los creyentes a asombrarnos, a contemplar en la historia las grandes obras de Dios para la salvación de los hombres. Y con la misma fuerza nos invita a la conversión de vida. De hecho, no podemos quedar insensibles ante un Dios que nos ha amado así. El amor exige que toda la vida se oriente a la imitación del Amado. Hagamos todo lo que esté a nuestro alcance para dejar en nuestra vida una huella transparente del amor de Dios.

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100 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Atanasio

100 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN ATANASIO

AUDIENCIA GENERAL DEL 20 DE JUNIO DE 2007

San Atanasio

Queridos hermanos y hermanas: 

Continuando nuestro repaso de los grandes maestros de la Iglesia antigua, queremos centrar hoy nuestra atención en san Atanasio de Alejandría. Este auténtico protagonista de la tradición cristiana, ya pocos años después de su muerte, fue aclamado como “la columna de la Iglesia” por el gran teólogo y obispo de Constantinopla san Gregorio Nacianceno (Discursos 21, 26), y siempre ha sido considerado un modelo de ortodoxia, tanto en Oriente como en Occidente.

Por tanto, no es casualidad que Gian Lorenzo Bernini colocara su estatua entre las de los cuatro santos doctores de la Iglesia oriental y occidental —juntamente con san Ambrosio, san Juan Crisóstomo y san Agustín—, que en el maravilloso ábside de la basílica vaticana rodean la Cátedra de san Pedro.

San Atanasio fue, sin duda, uno de los Padres de la Iglesia antigua más importantes y venerados. Pero este gran santo es, sobre todo, el apasionado teólogo de la encarnación del Logos, el Verbo de Dios que, como dice el prólogo del cuarto evangelio, “se hizo carne y puso su morada entre nosotros” (Jn 1, 14).

Precisamente por este motivo san Atanasio fue también el más importante y tenaz adversario de la herejía arriana, que entonces era una amenaza para la fe en Cristo, reducido a una criatura “intermedia” entre Dios y el hombre, según una tendencia que se repite en la historia y que también hoy existe de diferentes maneras.

Atanasio nació probablemente en Alejandría, en Egipto, hacia el año 300; recibió una buena educación antes de convertirse en diácono y secretario del obispo de la metrópoli egipcia, san Alejandro. El joven eclesiástico, íntimo colaborador de su obispo, participó con él en el concilio de Nicea, el primero de carácter ecuménico, convocado por el emperador Constantino en mayo del año 325 para asegurar la unidad de la Iglesia. Así los Padres de Nicea pudieron afrontar varias cuestiones, principalmente el grave problema originado algunos años antes por la predicación de Arrio, un presbítero de Alejandría.

Este, con su teoría, constituía una amenaza para la auténtica fe en Cristo, declarando que el Logos no era verdadero Dios, sino un Dios creado, un ser “intermedio” entre Dios y el hombre; de este modo el verdadero Dios permanecía siempre inaccesible para nosotros. Los obispos reunidos en Nicea respondieron redactando el “Símbolo de la fe” que, completado más tarde por el primer concilio de Constantinopla, ha quedado en la tradición de las diversas confesiones cristianas y en la liturgia como el Credo niceno-constantinopolitano.

En este texto fundamental, que expresa la fe de la Iglesia indivisa, y que todavía recitamos hoy todos los domingos en la celebración eucarística, aparece el término griego homooúsios, en latín consubstantialis:  indica que el Hijo, el Logos, es “de la misma substancia” del Padre, es Dios de Dios, es su substancia; así se subraya la plena divinidad del Hijo, que negaban los arrianos.

San Atanasio krouillong comunion en la mano sacrilegio 2

Al morir el obispo san Alejandro, en el año 328, san Atanasio pasó a ser su sucesor como obispo de Alejandría, e inmediatamente rechazó con decisión cualquier componenda con respecto a las teorías arrianas condenadas por el concilio de Nicea. Su intransigencia, tenaz y a veces muy dura, aunque necesaria, contra quienes se habían opuesto a su elección episcopal y sobre todo contra los adversarios del Símbolo de Nicea, le provocó la implacable hostilidad de los arrianos y de los filo-arrianos.

A pesar del resultado inequívoco del Concilio, que había afirmado con claridad que el Hijo es de la misma substancia del Padre, poco después esas ideas erróneas volvieron a prevalecer —en esa situación, Arrio fue incluso rehabilitado— y fueron sostenidas por motivos políticos por el mismo emperador Constantino y después por su hijo Constancio II. Este, al que le preocupaban más la unidad del Imperio y sus problemas políticos que la verdad teológica, quería politizar la fe, haciéndola más accesible, según su punto de vista, a todos los súbditos del Imperio.

Así, la crisis arriana, que parecía haberse solucionado en Nicea, continuó durante décadas con vicisitudes difíciles y divisiones dolorosas en la Iglesia. Y en cinco ocasiones —durante treinta años, entre 336 y 366— san Atanasio se vio obligado a abandonar su ciudad, pasando diecisiete años en el destierro y sufriendo por la fe. Pero durante sus ausencias forzadas de Alejandría el obispo pudo sostener y difundir en Occidente, primero en Tréveris y después en Roma, la fe de Nicea así como los ideales del monaquismo, abrazados en Egipto por el gran eremita san Antonio, con una opción de vida por la que san Atanasio siempre se sintió atraído.

San Antonio, con su fuerza espiritual, era la persona más importante que apoyaba la fe de san Atanasio. Al volver definitivamente a su sede, el obispo de Alejandría pudo dedicarse a la pacificación religiosa y a la reorganización de las comunidades cristianas. Murió el 2 de mayo del año 373, día en el que celebramos su memoria litúrgica.

La obra doctrinal más famosa del santo obispo de Alejandría es el tratado Sobre la encarnación del Verbo, el Logos divino que se hizo carne, llegando a ser como nosotros, por nuestra salvación. En esta obra, san Atanasio afirma, con una frase que se ha hecho justamente célebre, que el Verbo de Dios “se hizo hombre para que nosotros llegáramos a ser Dios; se hizo visible corporalmente para que nosotros tuviéramos una idea del Padre invisible, y soportó la violencia de los hombres para que nosotros heredáramos la incorruptibilidad” (54, 3). Con su resurrección, el Señor destruyó la muerte como si fuera “paja en el fuego” (8, 4). La idea fundamental de toda la lucha teológica de san Atanasio era precisamente la de que Dios es accesible. No es un Dios secundario, es el verdadero Dios, y a través de nuestra comunión con Cristo nosotros podemos unirnos realmente a Dios. Él se ha hecho realmente “Dios con nosotros”.

Entre las demás obras de este gran Padre de la Iglesia, que en buena parte están vinculadas a las vicisitudes de la crisis arriana, podemos citar también las cuatro cartas que dirigió a su amigo Serapión, obispo de Thmuis, sobre la divinidad del Espíritu Santo, en las que esa verdad se afirma con claridad, y unas treinta cartas “festivas”, dirigidas al inicio de cada año a las Iglesias y a los monasterios de Egipto para indicar la fecha de la fiesta de Pascua, pero sobre todo para consolidar los vínculos entre los fieles, reforzando su fe y preparándolos para esa gran solemnidad.

Por último, san Atanasio también es autor de textos de meditaciones sobre los Salmos, muy difundidos desde entonces, y sobre todo de una obra que constituye el best seller de la antigua literatura cristiana, la Vida de san Antonio, es decir, la biografía de san Antonio abad, escrita poco después de la muerte de este santo, precisamente mientras el obispo de Alejandría, en el destierro, vivía con los monjes del desierto egipcio. San Atanasio fue amigo del grande eremita hasta el punto de que recibió una de las dos pieles de oveja que dejó san Antonio como herencia, junto con el manto que el mismo obispo de Alejandría le había regalado.

La biografía ejemplar de ese santo tan apreciado por la tradición cristiana, que se hizo pronto sumamente popular y fue traducida inmediatamente dos veces al latín y luego a varias lenguas orientales, contribuyó decisivamente a la difusión del monaquismo, tanto en Oriente como en Occidente. En Tréveris la lectura de este texto forma parte de una emotiva narración de la conversión de dos funcionarios imperiales que san Agustín incluye en las Confesiones (VIII, 6, 15) como premisa para su misma conversión.

Por lo demás, el mismo san Atanasio muestra que tenía clara conciencia de la influencia que podía ejercer sobre el pueblo cristiano la figura ejemplar de san Antonio. En la conclusión de esa obra escribe:  “El hecho de que llegó a ser famoso en todas partes, de que encontró admiración universal y de que su pérdida fue sentida aun por gente que nunca lo vio, subraya su virtud y el amor que Dios le tenía. Antonio ganó renombre no por sus escritos ni por sabiduría de palabras ni por ninguna otra cosa, sino sólo por su servicio a Dios. Y nadie puede negar que esto es don de Dios. ¿Cómo explicar, en efecto, que este hombre, que vivió escondido en la montaña, fuera conocido en España y Galia, en Roma y África, sino por Dios, que en todas partes da a conocer a los suyos, y que, más aún, le había anunciado esto a Antonio desde el principio? Pues aunque hagan sus obras en secreto y deseen permanecer en la oscuridad, el Señor los muestra públicamente como lámparas a todos los hombres, y así los que oyen hablar de ellos pueden darse cuenta de que los mandamientos llevan a la perfección, y entonces cobran valor para seguir la senda que conduce a la virtud” (Vida de san Antonio, 93, 5-6).

Sí, hermanos y hermanas, tenemos muchos motivos para dar gracias a san Atanasio. Su vida, como la de san Antonio y la de otros innumerables santos, nos muestra que “quien va hacia Dios, no se aleja de los hombres, sino que se hace realmente cercano a ellos” (Deus caritas est, 42).

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99 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Cirilo de Jerusalen

99 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN CIRILO DE JERUSALÉN

AUDIENCIA GENERAL DEL 27 DE JUNIO DE 2007

San Cirilo de Jerusalén

Queridos hermanos y hermanas: 

Nuestra atención se concentra hoy en san Cirilo de Jerusalén. En su vida se entrecruzan dos dimensiones:  por una parte, la solicitud pastoral; y, por otra, la implicación, a su pesar, en las intensas controversias que afligían entonces a la Iglesia de Oriente.

San Cirilo, nacido alrededor del año 315 en Jerusalén o en sus cercanías, recibió una óptima formación literaria, que constituyó la base de su cultura eclesiástica, centrada en el estudio de la Biblia. Ordenado presbítero por el obispo Máximo, cuando este murió o fue depuesto, en el año 348 fue ordenado obispo por Acacio, influyente metropolita de Cesarea de Palestina, filo-arriano, convencido de que Cirilo era su aliado. Por eso, se sospechó que había obtenido el nombramiento episcopal mediante concesiones al arrianismo.

En realidad, muy pronto san Cirilo chocó con Acacio, no sólo en el campo doctrinal, sino también en el jurisdiccional, porque san Cirilo reivindicaba la autonomía de su sede con respecto a la metropolitana de Cesarea. En dos décadas san Cirilo sufrió tres destierros:  el primero en el año 357, cuando fue depuesto por un Sínodo de Jerusalén; el segundo, en el año 360, por obra de Acacio; y el tercero, el más largo -duró once años- en el año 367 por iniciativa del emperador filo-arriano Valente. Sólo en el año 378, después de la muerte del emperador, san Cirilo pudo volver a tomar definitivamente posesión de su sede, devolviendo a los fieles unidad y paz.

Su ortodoxia, puesta en duda por algunas fuentes de aquel tiempo, la atestiguan otras fuentes igualmente históricas. La más autorizada de ellas es la carta sinodal del año 382, después del segundo concilio ecuménico de Constantinopla (381), en el que san Cirilo había participado con un papel cualificado. En esa carta, enviada al Pontífice romano, los obispos orientales reconocen oficialmente la más absoluta ortodoxia de san Cirilo, la legitimidad de su ordenación episcopal y los méritos de su servicio pastoral, que concluyó con su muerte en el año 387.

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De san Cirilo conservamos veinticuatro célebres catequesis, que impartió como obispo hacia el año 350. Introducidas por unaProcatequesis de acogida, las primeras dieciocho están dirigidas a los catecúmenos o iluminandos ((photizomenoi); las pronunció en la basílica del Santo Sepulcro. Las primeras (1-5) tratan cada una, respectivamente, de las disposiciones previas al bautismo, de la conversión de las costumbres paganas, del sacramento del bautismo, de las diez verdades dogmáticas contenidas en el Credo o Símbolo de la fe.

Las sucesivas (6-18) constituyen una “catequesis continua” sobre el Símbolo de Jerusalén, en clave antiarriana. De las últimas cinco (19-23), llamadas “mistagógicas”, las dos primeras desarrollan un comentario a los ritos del bautismo; y las tres últimas versan sobre la Confirmación, sobre el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y sobre la liturgia eucarística. En ellas se incluye la explicación del padrenuestro (Oración dominical):  con ella se comienza un camino de iniciación en la oración, que se desarrolla paralelamente a la iniciación en los tres sacramentos:  Bautismo, Confirmación y Eucaristía.

La base de la instrucción sobre la fe cristiana se realizaba también en función polémica contra los paganos, los judeocristianos y los maniqueos. La argumentación se fundaba en el cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento, con un lenguaje lleno de imágenes. La catequesis era un momento importante, insertado en el amplio contexto de toda la vida, especialmente litúrgica, de la comunidad cristiana, en cuyo seno materno tenía lugar la gestación del futuro fiel, acompañada de la oración y el testimonio de los hermanos.

En su conjunto, las homilías de san Cirilo constituyen una catequesis sistemática sobre el nuevo nacimiento del cristiano mediante el bautismo. Dice san Cirilo al catecúmeno:  “Has caído dentro de las redes de la Iglesia (cf. Mt 13, 47). Por tanto, déjate captar vivo; no huyas, porque es Jesús quien te pesca con su anzuelo, no para darte la muerte, sino la resurrección después de la muerte. En efecto, debes morir y resucitar (cf. Rm 6, 11.14)… Desde hoy mueres al pecado y vives para la justicia” (Procatequesis5).

Desde el punto de vista doctrinal, san Cirilo comenta el Símbolo de Jerusalén recurriendo a la tipología de las Escrituras, en una relación “sinfónica” entre los dos Testamentos, desembocando en Cristo, centro del universo. La tipología será incisivamente descrita por san Agustín de Hipona:  “El Antiguo Testamento es el velo del Nuevo; y en el Nuevo Testamento se manifiesta el Antiguo” (De catechizandis rudibus 4, 8).

Por lo que atañe a la catequesis moral, se funda, con una profunda unidad, en la catequesis doctrinal:  el dogma se va introduciendo progresivamente en las almas, las cuales así se ven impulsadas a cambiar los comportamientos paganos de acuerdo con la nueva vida en Cristo, don del bautismo.

Por último, la catequesis “mistagógica” constituía el vértice de la instrucción que san Cirilo impartía, ya no a los catecúmenos, sino a los recién bautizados o neófitos, durante la semana de Pascua. Esa catequesis los llevaba a descubrir, bajo los ritos bautismales de la Vigilia pascual, los misterios encerrados en ellos, aún sin desvelar. Iluminados por la luz de una fe más profunda gracias al bautismo, los neófitos podían por fin comprenderlos mejor, habiendo celebrado ya sus ritos.

En particular con los neófitos de origen griego, san Cirilo se apoyaba en la facultad visiva, muy natural en ellos. Era el paso del rito al misterio, que valoraba el efecto psicológico de la sorpresa y la experiencia vivida en la noche pascual. He aquí un texto que explica el misterio del bautismo:  “Tres veces habéis sido sumergidos en el agua y otras tantas habéis emergido, para simbolizar los tres días de la sepultura de Cristo, es decir, imitando con este rito a nuestro Salvador, que pasó tres días y tres noches en el seno de la tierra (cf. Mt 12, 40). Con la primera emersión del agua habéis celebrado el recuerdo del primer día que pasó Cristo en el sepulcro, como con la primera inmersión habéis confesado la primera noche que pasó en el sepulcro:  del mismo modo que quien está en la noche no ve nada, y en cambio quien está en el día goza de luz, así también vosotros antes estabais inmersos en la noche y no veíais nada, pero al emerger os habéis encontrado en pleno día. Esta agua de salvación, misterio de la muerte y del nacimiento, ha sido para vosotros tumba y madre… Para vosotros (…) el tiempo de morir coincidió con el tiempo de nacer:  en el mismo tiempo han tenido lugar ambos acontecimientos” (Segunda Catequesis mistagógica, 4).

El misterio que se debe captar es el plan de Dios, que se realiza mediante las acciones salvíficas de Cristo en la Iglesia. A su vez, la dimensión mistagógica va acompañada por la de los símbolos, que expresan la vivencia espiritual que entrañan. Así la catequesis de san Cirilo, basándose en las tres dimensiones descritas -doctrinal, moral y mistagógica- es una catequesis global en el Espíritu. La dimensión mistagógica lleva a cabo la síntesis de las dos primeras, orientándolas a la celebración sacramental, en la que se realiza la salvación de todo el hombre.

En definitiva, se trata de una catequesis integral que, al implicar el cuerpo, el alma y el espíritu, es emblemática también para la formación catequética de los cristianos de hoy.

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98 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Basilio (1)

98 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN BASILIO (1)

AUDIENCIA GENERAL DEL 4 DE JULIO DE 2007

San Basilio (1)

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy queremos recordar a uno de los grandes Padres de la Iglesia, san Basilio, a quien los textos litúrgicos bizantinos definen como una «lumbrera de la Iglesia». Fue un gran obispo del siglo IV, al que mira con admiración tanto la Iglesia de Oriente como la de Occidente por su santidad de vida, por la excelencia de su doctrina y  por la síntesis armoniosa de sus dotes especulativas y prácticas.
Nació alrededor del año 330 en una familia de santos, «verdadera Iglesia doméstica», que vivía en un clima de profunda fe. Estudió con los mejores maestros de Atenas y Constantinopla. Insatisfecho de sus éxitos mundanos, al darse cuenta de que había perdido mucho tiempo en vanidades, él mismo confiesa:  «Un día, como si despertase de un sueño profundo, volví mis ojos a la admirable luz de la verdad del Evangelio…, y lloré por mi miserable vida» (cf. Ep. 223:  PG 32, 824 a).

Atraído por Cristo, comenzó a mirarlo y a escucharlo sólo a él (cf. Moralia 80, 1:  PG 31, 860 b c). Con determinación se dedicó a la vida monástica en la oración, en la meditación de las sagradas Escrituras y de los escritos de los Padres de la Iglesia, y en el ejercicio de la caridad (cf. Ep. 2 y 22), siguiendo también el ejemplo de su hermana, santa Macrina, la cual ya vivía el  ascetismo monacal. Después fue ordenado sacerdote y, por último, en el año 370, consagrado obispo de Cesarea de Capadocia, en la actual Turquía.

Con su predicación y sus escritos realizó una intensa actividad pastoral, teológica y literaria. Con sabio equilibrio supo unir el servicio a las almas y la entrega a la oración y a la meditación en la soledad. Aprovechando su experiencia personal, favoreció la fundación de muchas «fraternidades» o comunidades de cristianos consagrados a Dios, a las que visitaba con frecuencia (cf. san Gregorio Nacianceno, Oratio 43, 29 in laudem BasiliiPG 36, 536 b). Con su palabra y sus escritos, muchos de los cuales se conservan todavía hoy (cf. Regulae brevius tractatae, Proemio:  PG 31, 1080 a b), los exhortaba a vivir y a avanzar en la perfección. De esos escritos se valieron después no pocos legisladores de la vida monástica antigua, entre ellos san Benito, que consideraba a san Basilio como su maestro (cf. Regula 73, 5).

En realidad, san Basilio creó una vida monástica muy particular:  no cerrada a la comunidad de la Iglesia local, sino abierta a ella. Sus monjes formaban parte de la Iglesia particular, eran su núcleo animador que, precediendo a los demás fieles en el seguimiento de Cristo y no sólo de la fe, mostraba su firme adhesión a Cristo —el amor a él—, sobre todo con obras de caridad. Estos monjes, que tenían escuelas y hospitales, estaban al servicio de los pobres; así mostraron la integridad de la vida cristiana.

El siervo de Dios Juan Pablo II, hablando de la vida monástica, escribió:  «Muchos opinan que esa institución tan importante en toda la Iglesia como es la vida monástica quedó establecida, para todos los siglos, principalmente por san Basilio o que, al menos, la naturaleza de la misma no habría quedado tan propiamente definida sin su decisiva aportación» (carta apostólica Patres Ecclesiae, 2:  L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de enero de 1980, p. 13).

Como obispo y pastor de su vasta diócesis, san Basilio se preocupó constantemente por las difíciles condiciones materiales en las que vivían los fieles; denunció con firmeza los males; se comprometió en favor de los más pobres y marginados; intervino también ante los gobernantes para aliviar los sufrimientos de la población, sobre todo en momentos de calamidad; veló por la libertad de la Iglesia, enfrentándose a los poderosos para defender el derecho de profesar la verdadera fe (cf. san Gregorio Nacianceno, Oratio43, 48-51 in laudem BasiliiPG 36, 557 c-561 c). Dio testimonio de Dios, que es amor y caridad, con la construcción de varios hospicios para necesitados (cf. san Basilio, Ep. 94:  PG 32, 488 b c), una especie de ciudad de la misericordia, que por él tomó el nombre de «Basiliades» (cf. Sozomeno, Historia Eccl. 6, 34:  PG 67, 1397 a). En ella hunden sus raíces los modernos hospitales para la atención y curación de los enfermos.

San Basilio krouillong comunion en la mano sacrilegio

Consciente de que «la liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza» (Sacrosanctum Concilium, 10), san Basilio, aunque siempre se preocupaba por vivir la caridad, que es la señal de reconocimiento de la fe, también fue un sabio «reformador litúrgico» (cf. san Gregorio Nacianceno, Oratio 43, 34 in laudem BasiliiPG 36, 541 c). Nos dejó una gran plegaria eucarística, o anáfora, que lleva su nombre y que dio una organización fundamental a la oración y a la salmodia:  gracias a él el pueblo amó y conoció los Salmos y acudía a rezarlos incluso de noche (cf. san Basilio, In Psalmum 1, 1-2:  PG 29, 212 a-213 c). Así vemos cómo la liturgia, la adoración, la oración con la Iglesia y la caridad van unidas y se condicionan mutuamente.

Con celo y valentía, san Basilio supo oponerse a los herejes, que negaban que Jesucristo era Dios como el Padre (cf. san Basilio,Ep. 9, 3:  PG 32, 272 a; Ep. 52, 1-3:  PG 32, 392 b-396 a; Adv. Eunomium 1, 20:  PG 29, 556 c). Del mismo modo, contra quienes no aceptaban la divinidad del Espíritu Santo, defendió que también el Espíritu Santo es Dios y «debe ser considerado y glorificado juntamente con el Padre y el Hijo» (cf. De Spiritu SanctoSC 17 bis, 348). Por eso, san Basilio es uno de los grandes Padres que formularon la doctrina sobre la Trinidad:  el único Dios, precisamente por ser Amor, es un Dios en tres Personas, que forman la unidad más profunda que existe, la unidad divina.

En su amor a Cristo y a su Evangelio, el gran Padre capadocio trabajó también por sanar las divisiones dentro de la Iglesia (cf. Ep.70 y 243), procurando siempre que todos se convirtieran a Cristo y a su Palabra (cf. De iudicio 4:  PG 31, 660 b-661 a), fuerza unificadora, a la que  todos los creyentes deben obedecer (cf. ib. 1-3:  PG 31, 653 a-656 c).

En conclusión, san Basilio se entregó totalmente al fiel servicio a la Iglesia y al multiforme ejercicio del ministerio episcopal. Según el programa que él mismo trazó, se convirtió en “apóstol y ministro de Cristo, dispensador de los misterios de Dios, heraldo del reino, modelo y norma de piedad, ojo del cuerpo de la Iglesia, pastor de las ovejas de Cristo, médico compasivo, padre nutricio, cooperador de Dios, agricultor de Dios, constructor del templo de Dios” (cf. Moralia 80, 11-20:  PG 31, 864 b-868 b).

Este es el programa que el santo obispo entrega a los heraldos de la Palabra —tanto ayer como hoy—, un programa que él mismo se esforzó generosamente por poner en práctica. En el año 379, san Basilio, sin cumplir aún cincuenta años, agotado por el cansancio y la ascesis, regresó a Dios, «con la esperanza de la vida eterna, por Jesucristo, nuestro Señor» (De Baptismo 1, 2, 9). Fue un hombre que vivió verdaderamente con la mirada puesta en Cristo, un hombre del amor al prójimo. Lleno de la esperanza y de la alegría de la fe, san Basilio nos muestra cómo ser realmente cristianos.

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97 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Basilio (2)

97 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN BASILIO (2)

AUDIENCIA GENERAL DEL 1 DE AGOSTO DE 2007

San Basilio (2)

Queridos hermanos y hermanas:

Después de estas tres semanas de pausa, reanudamos nuestros habituales encuentros del miércoles. Hoy quiero continuar el tema que tratamos en la última catequesis: la vida y los escritos de san Basilio, obispo en la actual Turquía, en Asia menor, durante el siglo IV. La vida de este gran santo y sus obras están llenas de puntos de reflexión y de enseñanzas que valen también para nosotros hoy.

San Basilio habla, ante todo, del misterio de Dios, que sigue siendo el punto de referencia más significativo y vital para el hombre. El Padre es “el principio de todo y la causa del ser de lo que existe, la raíz de los seres vivos” (Hom. 15, 2 de fide: PG 31, 465c) y sobre todo es “el Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Anaphora sancti Basilii). Remontándonos a Dios a través de las criaturas, “tomamos conciencia de su bondad y de su sabiduría” (Contra Eunomium 1, 14: PG 29, 544b). El Hijo es la “imagen de la bondad del Padre y el sello de forma igual a él” (cf. Anaphora sancti Basilii). Con su obediencia y su pasión, el Verbo encarnado realizó la misión de Redentor del hombre (cf. In Psalmum 48, 8: PG 29, 452ab; De Baptismo 1, 2: SC 357, 158).

Por último, habla extensamente del Espíritu Santo, al que dedicó un libro entero. Nos explica que el Espíritu Santo anima a la Iglesia, la colma de sus dones y la hace santa. La luz espléndida del misterio divino se refleja en el hombre, imagen de Dios, y exalta su dignidad. Contemplando a Cristo, se comprende plenamente la dignidad del hombre. San Basilio exclama: “(Hombre), date cuenta de tu grandeza considerando el precio pagado por ti: mira el precio de tu rescate y comprende tu dignidad” (In Psalmum 48, 8: PG 29, 452b).

En particular el cristiano, viviendo de acuerdo con el Evangelio, reconoce que todos los hombres son hermanos entre sí; que la vida es una administración de los bienes recibidos de Dios, por lo cual cada uno es responsable ante los demás, y el que es rico debe ser como un “ejecutor de las órdenes de Dios bienhechor” (Hom. 6 de avaritia: PG 32, 1181-1196). Todos debemos ayudarnos y cooperar como miembros de un solo cuerpo (Ep. 203, 3).

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San Basilio, en sus homilías usó también palabras valientes, fuertes, a este respecto. En efecto, quien quiere amar al prójimo como a sí mismo, cumpliendo el mandamiento de Dios, “no debe poseer nada más de lo que posee su prójimo” (Hom. in divites: PG 31, 281b).

En tiempo de carestía y calamidad, con palabras apasionadas, el santo obispo exhortaba a los fieles a “no mostrarse más crueles que las bestias…, apropiándose de lo que es común y poseyendo ellos solos lo que es de todos” (Hom. tempore famis: PG 31, 325a). El pensamiento profundo de san Basilio se pone claramente de manifiesto en esta sugestiva frase: “Todos los necesitados miran nuestras manos, como nosotros miramos las de Dios cuando tenemos necesidad”.

Así pues, es bien merecido el elogio que hizo de él san Gregorio Nacianceno, el cual, después de la muerte de san Basilio, dijo: “Basilio nos persuadió de que, al ser hombres, no debemos despreciar a los hombres ni ultrajar a Cristo, cabeza común de todos, con nuestra inhumanidad respecto de los hombres; más bien, en las desgracias ajenas debemos obtener beneficio y prestar a Dios nuestra misericordia, porque necesitamos misericordia” (Oratio 43, 63: PG 36, 580b). Son palabras muy actuales. Realmente, san Basilio es uno de los Padres de la doctrina social de la Iglesia.

San Basilio nos recuerda, además, que para mantener vivo en nosotros el amor a Dios y a los hombres, es necesaria la Eucaristía, alimento adecuado para los bautizados, capaz de robustecer las nuevas energías derivadas del Bautismo (cf. De Baptismo 1, 3: SC357, 192). Es motivo de inmensa alegría poder participar en la Eucaristía (Moralia 21, 3: PG 31, 741a), instituida “para conservar incesantemente el recuerdo de Aquel que murió y resucitó por nosotros” (Moralia 80, 22: PG 31, 869b).

La Eucaristía, don inmenso de Dios, protege en cada uno de nosotros el recuerdo del sello bautismal y permite vivir en plenitud y con fidelidad la gracia del Bautismo. Por eso, el santo obispo recomienda la Comunión frecuente, incluso diaria: “Comulgar también cada día recibiendo el santo cuerpo y la sangre de Cristo es algo bueno y útil, dado que él mismo dice claramente: “Quien come mi cuerpo y bebe mi sangre tiene vida eterna” (Jn 6, 54). Por tanto, ¿quién dudará de que comulgar continuamente la vida es vivir en plenitud?” (Ep. 93: PG 32, 484b). En otras palabras, la Eucaristía nos es necesaria para acoger en nosotros la verdadera vida, la vida eterna (cf. Moralia 21, 1: PG 31, 737c).

Por último, san Basilio también se interesó, naturalmente, por esa porción elegida del pueblo de Dios que son los jóvenes, el futuro de la sociedad. A ellos les dirigió un Discurso sobre el modo de sacar provecho de la cultura pagana de su tiempo. Con gran equilibrio y apertura, reconoce que en la literatura clásica, griega y latina, se encuentran ejemplos de virtud. Estos ejemplos de vida recta pueden ser útiles para el joven cristiano en la búsqueda de la verdad, del modo recto de vivir (cf. Ad adolescentes 3).

Por tanto, hay que tomar de los textos de los autores clásicos lo que es conveniente y conforme a la verdad; así, con una actitud crítica y abierta —en realidad, se trata de un auténtico “discernimiento”— los jóvenes crecen en la libertad. Con la célebre imagen de las abejas, que toman de las flores sólo lo que sirve para la miel, san Basilio recomienda: “Como las abejas saben sacar de las flores la miel, a diferencia de los demás animales, que se limitan a gozar del perfume y del color de las flores, así también de estos escritos… se puede sacar provecho para el espíritu. Debemos utilizar esos libros siguiendo en todo el ejemplo de las abejas, las cuales no van indistintamente a todas las flores, y tampoco tratan de sacar todo lo que tienen las flores donde se posan, sino que sólo sacan lo que les sirve para la elaboración de la miel, y dejan lo demás. Así también nosotros, si somos sabios, tomaremos de esos escritos lo que se adapta a nosotros y es conforme a la verdad, y dejaremos el resto” (Ad adolescentes 4). San Basilio recomienda a los jóvenes, sobre todo, que crezcan en la virtud, en el recto modo de vivir: “Mientras que los demás bienes… pasan de uno a otro, como en el juego de los dados, sólo la virtud es un bien inalienable, y permanece durante la vida y después de la muerte” (ib., 5).

Queridos hermanos y hermanas, podemos decir que este santo Padre de un tiempo tan lejano nos habla también a nosotros y nos dice cosas importantes. Ante todo, esta participación atenta, crítica y creativa en la cultura de hoy. Luego, la responsabilidad social: en nuestro tiempo, en un mundo globalizado, también los pueblos geográficamente lejanos son realmente nuestro prójimo. A continuación, la amistad con Cristo, el Dios de rostro humano. Y, por último, el conocimiento y la acción de gracias a Dios, Creador y Padre de todos nosotros: sólo abiertos a este Dios, Padre común, podemos construir un mundo justo y fraterno.

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96 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Gregorio Nacianceno (1)

96 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN GREGORIO NACIANCENO (1)

AUDIENCIA GENERAL DEL 8 DE AGOSTO DE 2007

San Gregorio Nacianceno (1)

Queridos hermanos y hermanas:

El miércoles pasado hablé de un gran maestro de la fe, el Padre de la Iglesia san Basilio. Hoy quiero hablar de su amigo san Gregorio Nacianceno, que, al igual que san Basilio, era originario de Capadocia. Ilustre teólogo, orador y defensor de la fe cristiana en el siglo IV, fue célebre por su elocuencia y, al ser también poeta, tuvo un alma refinada y sensible.

San Gregorio nació en el seno de una familia noble. Su madre lo consagró a Dios desde su nacimiento, que tuvo lugar alrededor del año 330. Después de la educación familiar, frecuentó las más célebres escuelas de su época: primero fue a Cesarea de Capadocia, donde entabló amistad con san Basilio, futuro obispo de esa ciudad; luego estuvo en otras metrópolis del mundo antiguo, como Alejandría de Egipto y sobre todo Atenas, donde se encontró de nuevo con san Basilio (cf. Oratio 43, 14-24: SC 384, 146-180).

Recordando su amistad con san Basilio, escribirá más tarde: “Yo, entonces, no sólo sentía gran veneración hacia mi gran amigo Basilio por la austeridad de sus costumbres y por la madurez y sabiduría de sus discursos, sino que también inducía a tenerla a otros que aún no lo conocían… Nos impulsaba el mismo anhelo de saber… Nuestra competición no consistía en ver quién era el primero, sino en quién permitiría al otro serlo. Parecía que teníamos una sola alma en dos cuerpos” (Oratio 43, 16.20: SC 384, 154-156.164). Esas palabras representan en cierto sentido un autorretrato de esta alma noble. Pero también se puede imaginar que este hombre, fuertemente proyectado más allá de los valores terrenos, sufrió mucho por las cosas de este mundo.

Al volver a casa, san Gregorio recibió el bautismo y se orientó hacia la vida monástica: se sentía atraído por la soledad y la meditación filosófica y espiritual. Él mismo escribirá: “Nada me parece más grande que esto: hacer callar a los sentidos; salir de la carne del mundo; recogerse en sí mismo; no ocuparse ya de las cosas humanas, salvo de las estrictamente necesarias; hablar consigo mismo y con Dios; vivir una vida que trascienda las cosas visibles; llevar en el alma imágenes divinas siempre puras, sin mezcla de formas terrenas y erróneas; ser realmente un espejo inmaculado de Dios y de las cosas divinas, y llegar a serlo cada vez más, tomando luz de la Luz…; gozar del bien futuro ya en la esperanza presente, y conversar con los ángeles; haber dejado ya la tierra, aun estando en la tierra, transportados a las alturas con el espíritu” (Oratio 2, 7: SC 247, 96).

Como confiesa él mismo en su autobiografía (cf. Carmina [historica] 2, 1, 11 de vita sua 340-349: PG 37, 1053), era reacio a recibir la ordenación presbiteral, porque sabía que así debería ser pastor, ocuparse de los demás, de sus cosas, y por tanto ya no podría dedicarse exclusivamente a la meditación. Con todo, aceptó esta vocación y asumió el ministerio pastoral con obediencia total, aceptando ser llevado por la Providencia a donde no quería ir (cf. Jn 21, 18), como a menudo le aconteció en la vida.

En el año 371, su amigo Basilio, obispo de Cesarea, contra el deseo del mismo Gregorio, lo quiso consagrar obispo de Sásima, una localidad estratégicamente importante de Capadocia. Sin embargo, él, por diversas dificultades, no llegó a tomar posesión, y permaneció en la ciudad de Nacianzo.

Hacia el año 379, san Gregorio fue llamado a Constantinopla, la capital, para dirigir a la pequeña comunidad católica, fiel al concilio de Nicea y a la fe trinitaria. En cambio, la mayoría había aceptado el arrianismo, que era “políticamente correcto” y considerado políticamente útil por los emperadores.

De esta forma, san Gregorio se encontró en una situación de minoría, rodeado de hostilidad. En la iglesita de la Anástasispronunció cinco Discursos teológicos (Orationes 27-31: SC 250, 70-343) precisamente para defender y hacer en cierto modo inteligible la fe trinitaria. Esos discursos son célebres por la seguridad de la doctrina y la habilidad del razonamiento, que realmente hace comprender que esta es la lógica divina. También la brillantez de la forma los hace muy atractivos hoy.

San Gregorio Nacianceno krouillong comunion en la mano sacrilegio 2

Por estos discursos san Gregorio recibió el apelativo de “teólogo”. Así es llamado en la Iglesia ortodoxa: el “teólogo”. Para él la teología no es una reflexión puramente humana, y mucho menos sólo fruto de complicadas especulaciones, sino que deriva de una vida de oración y de santidad, de un diálogo constante con Dios. Precisamente así pone de manifiesto a nuestra razón la realidad de Dios, el misterio trinitario. En el silencio contemplativo, lleno de asombro ante las maravillas del misterio revelado, el alma acoge la belleza y la gloria divinas.

Mientras participaba en el segundo concilio ecuménico, el año 381, san Gregorio fue elegido obispo de Constantinopla y asumió la presidencia del Concilio. Pero inmediatamente se desencadenó una fuerte oposición contra él; la situación se hizo insostenible. Para un alma tan sensible estas enemistades eran insoportables. Se repitió lo que san Gregorio había lamentado ya anteriormente con palabras llenas de dolor: “Nosotros, que tanto amábamos a Dios y a Cristo, hemos dividido a Cristo. Hemos mentido los unos a los otros por causa de la Verdad; hemos alimentado sentimientos de odio por causa del Amor; nos hemos dividido unos de otros” (Oratio 6, 3: SC 405, 128).

Así, en un clima de tensión, san Gregorio dimitió. En la catedral, abarrotada, pronunció un discurso de despedida muy emotivo y lleno de dignidad (cf. Oratio 42: SC 384, 48-114). Su emotiva intervención concluyó con estas palabras: “Adiós, gran ciudad, amada por Cristo… Hijos míos, os suplico, conservad el depósito [de la fe] que se os ha confiado (cf. 1 Tm 6, 20); recordad mis sufrimientos (cf. Col 4, 18). Que la gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con todos vosotros” (cf. Oratio 42, 27: SC 384, 112-114).

Volvió a Nacianzo y durante cerca de dos años se dedicó al cuidado pastoral de aquella comunidad cristiana. Luego se retiró definitivamente a la soledad en la cercana Arianzo, su tierra natal, consagrándose al estudio y a la vida ascética. Durante este período compuso la mayor parte de su obra poética, sobre todo autobiográfica: el De vita sua, un repaso en versos de su camino humano y espiritual, un camino ejemplar de un cristiano que sufre, de un hombre de gran interioridad en un mundo lleno de conflictos. Es un hombre que nos hace sentir la primacía de Dios y por eso también nos habla a nosotros, a nuestro mundo: sin Dios el hombre pierde su grandeza; sin Dios no hay auténtico humanismo.

Por eso, escuchemos esta voz y tratemos de conocer también nosotros el rostro de Dios. En una de sus poesías escribió, dirigiéndose a Dios: “Sé benigno, tú, que estás más allá de todo” (Carmina [dogmatica] 1, 1, 29: PG 37, 508). Y en el año 390 Dios acogió entre sus brazos a este siervo fiel, que con aguda inteligencia lo había defendido en sus escritos, y que con tanto amor le había cantado en sus poesías.

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95 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Gregorio Nacianceno (2)

95 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN GREGORIO NACIANCENO (2)

AUDIENCIA GENERAL DEL 22 DE AGOSTO DE 2007

San Gregorio Nacianceno (2)

Queridos hermanos y hermanas:

En los retratos de los grandes Padres y doctores de la Iglesia que estoy presentando en estas catequesis, la última vez hablé de san Gregorio Nacianceno, obispo del siglo IV, y hoy quisiera seguir completando el retrato de este gran maestro. Hoy trataremos de recoger algunas de sus enseñanzas.

Reflexionando sobre la misión que Dios le había confiado, san Gregorio Nacianceno concluía: “He sido creado para ascender hasta Dios con mis acciones” (Oratio 14, 6 de pauperum amore: PG 35, 865). De hecho, puso al servicio de Dios y de la Iglesia su talento de escritor y orador. Escribió numerosos discursos, homilías y panegíricos, muchas cartas y obras poéticas (casi 18.000 versos): una actividad verdaderamente prodigiosa. Había comprendido que esta era la misión que Dios le había confiado: “Siervo de la Palabra, desempeño el ministerio de la Palabra. Ojalá que nunca descuide este bien. Yo aprecio esta vocación, me complace y me da más alegría que todo lo demás” (Oratio 6, 5: SC 405, 134; cf. también Oratio 4, 10).

San Gregorio Nacianceno era un hombre manso, y en su vida siempre trató de promover la paz en la Iglesia de su tiempo, desgarrada por discordias y herejías. Con audacia evangélica se esforzó por superar su timidez para proclamar la verdad de la fe. Sentía profundamente el anhelo de acercarse a Dios, de unirse a él. Lo expresa él mismo en una poesía, en la que escribe: “Entre las grandes corrientes del mar de la vida, agitado en todas partes por vientos impetuosos (…), sólo quería una cosa, una sola riqueza, consuelo y olvido del cansancio: la luz de la santísima Trinidad” (Carmina [histórica] 2, 1, 15: PG 37, 1250 ss).

San Gregorio hizo resplandecer la luz de la Trinidad, defendiendo la fe proclamada en el concilio de Nicea: un solo Dios en tres Personas iguales y distintas —Padre, Hijo y Espíritu Santo—, “triple luz que se une en un único esplendor” (Himno vespertino:Carmina [histórica] 2, 1, 32: PG 37, 512). De este modo, san Gregorio, siguiendo a san Pablo (cf. 1 Co 8, 6), afirma: “Para nosotros hay un Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas; un Señor, Jesucristo, por medio del cual han sido hechas todas las cosas; y un Espíritu Santo, en el que están todas las cosas” (Oratio 39, 12: SC 358, 172).

San Gregorio Nacianceno krouillong comunion en la mano sacrilegio

San Gregorio destacó con fuerza la plena humanidad de Cristo: para redimir al hombre en su totalidad de cuerpo, alma y espíritu, Cristo asumió todos los componentes de la naturaleza humana; de lo contrario, el hombre no hubiera sido salvado. Contra la herejía de Apolinar, el cual aseguraba que Jesucristo no había asumido un alma racional, san Gregorio afronta el problema a la luz del misterio de la salvación: “Lo que no ha sido asumido no ha sido curado” (Ep. 101, 32: SC 208, 50), y si Cristo no hubiera tenido “intelecto racional, ¿cómo habría podido ser hombre?” (Ep. 101, 34: SC 208, 50). Precisamente nuestro intelecto, nuestra razón, tenía y tiene necesidad de la relación, del encuentro con Dios en Cristo. Al hacerse hombre, Cristo nos dio la posibilidad de llegar a ser como él. El Nacianceno exhorta: “Tratemos de ser como Cristo, pues también Cristo se hizo como nosotros: tratemos de ser dioses por medio de él, pues él mismo se hizo hombre por nosotros. Cargó con lo peor, para darnos lo mejor” (Oratio 1, 5: SC 247, 78).

María, que dio la naturaleza humana a Cristo, es verdadera Madre de Dios (Theotokos: cf. Ep. 101, 16: SC 208, 42), y con miras a su elevadísima misión fue “purificada anticipadamente” (Oratio 38, 13: SC 358, 132; es como un lejano preludio del dogma de la Inmaculada Concepción). Propone a María como modelo para los cristianos, sobre todo para las vírgenes, y como auxiliadora a la que hay que invocar en las necesidades (cf. Oratio 24, 11: SC 282, 60-64).
San Gregorio nos recuerda que, como personas humanas, tenemos que ser solidarios los unos con los otros. Escribe: “”Nosotros formamos un solo cuerpo en Cristo” (cf. Rm 12, 5), ricos y pobres, esclavos y libres, sanos y enfermos; y una sola es la cabeza de la que todo deriva: Jesucristo. Y como sucede con los miembros de un solo cuerpo, cada uno debe ocuparse de los demás, y todos de todos”. Luego, refiriéndose a los enfermos y a las personas que atraviesan dificultades, concluye: “Esta es la única salvación para nuestra carne y nuestra alma: la caridad para con ellos” (Oratio 14, 8 de pauperum amore: PG 35, 868 ab).

San Gregorio subraya que el hombre debe imitar la bondad y el amor de Dios y, por tanto, recomienda: “Si gozas de salud y eres rico, alivia la necesidad de quien está enfermo y es pobre; si no has caído, ayuda a quien ha caído y vive en el sufrimiento; si estás alegre, consuela a quien está triste; si eres afortunado, ayuda a quien ha sido mordido por la desventura. Demuestra a Dios tu agradecimiento por ser uno de los que pueden hacer el bien, y no de los que necesitan ayuda… No seas rico sólo en bienes, sino en piedad; no sólo en oro, sino también en virtud, o mejor, sólo en esta. Supera la fama de tu prójimo teniendo más bondad que todos; conviértete en Dios para el desventurado, imitando la misericordia de Dios” (Oratio 14, 26 de pauperum amore: PG 35, 892 bc).

San Gregorio nos enseña, ante todo, la importancia y la necesidad de la oración. Afirma que “es necesario acordarse de Dios con más frecuencia de la que se respira” (Oratio 27, 4: PG 250, 78), porque la oración es el encuentro de la sed de Dios con nuestra sed. Dios tiene sed de que tengamos sed de él (cf. Oratio 40, 27: SC 358, 260). En la oración debemos dirigir nuestro corazón a Dios para entregarnos a él como ofrenda que ha de ser purificada y transformada. En la oración lo vemos todo a la luz de Cristo, nos quitamos nuestras máscaras y nos sumergimos en la verdad y en la escucha de Dios, alimentando el fuego del amor.

En una poesía, que al mismo tiempo es meditación sobre el sentido de la vida e invocación implícita de Dios, san Gregorio escribe: “Alma mía, tienes una tarea, una gran tarea, si quieres. Escruta seriamente tu interior, tu ser, tu destino, de dónde vienes y a dónde vas; trata de saber si es vida la que vives o si hay algo más. Alma mía, tienes una tarea; por tanto, purifica tu vida: por favor, ten en cuenta a Dios y sus misterios; investiga qué había antes de este universo, y qué es el universo para ti, de dónde procede y cuál será su destino. Esta es tu tarea, alma mía; por tanto, purifica tu vida” (Carmina [historica] 2, 1, 78: PG 37, 1425-1426).

El santo obispo pide continuamente ayuda a Cristo para elevarse y reanudar el camino: “Me ha decepcionado, Cristo mío, mi exagerada presunción: de las alturas he caído muy bajo. Pero, vuelve a levantarme ahora, pues veo que me engañé a mí mismo; si vuelvo a confiar demasiado en mí mismo, volveré a caer inmediatamente, y la caída será fatal” (Carmina [historica] 2, 1, 67: PG37, 1408).

San Gregorio, por tanto, sintió necesidad de acercarse a Dios para superar el cansancio de su propio yo. Experimentó el impulso del alma, la vivacidad de un espíritu sensible y la inestabilidad de la felicidad efímera. Para él, en el drama de una vida sobre la que pesaba la conciencia de su debilidad y de su miseria, siempre fue más fuerte la experiencia del amor de Dios.

Tienes una tarea, alma —nos dice san Gregorio también a nosotros—, la tarea de encontrar la verdadera luz, de encontrar la verdadera altura de tu vida. Y tu vida consiste en encontrarte con Dios, que tiene sed de nuestra sed.

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94 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Gregorio de Nisa (1)

94 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN GREGORIO DE NISA (1)

AUDIENCIA GENERAL DEL 29 DE AGOSTO DE 2007

San Gregorio de Nisa (1)

Queridos hermanos y hermanas:

En las últimas catequesis he hablado de dos grandes doctores de la Iglesia del siglo IV, san Basilio y san Gregorio Nacianceno, obispo en Capadocia, en la actual Turquía. Hoy hablaremos de un tercero, el hermano de san Basilio, san Gregorio de Nisa, hombre de carácter meditativo, con gran capacidad de reflexión y una inteligencia despierta, abierta a la cultura de su tiempo. Fue un pensador original y profundo en la historia del cristianismo.

Nació alrededor del año 335. De su formación cristiana se encargaron especialmente su hermano san Basilio —definido por él “padre y maestro” (Ep. 13, 4:  SC 363, 198)— y su hermana santa Macrina. En sus estudios profundizó particularmente en la filosofía y la retórica. En un primer momento se dedicó a la enseñanza y se casó. Después, como su hermano y su hermana, se consagró totalmente a la vida ascética. Más tarde fue elegido obispo de Nisa, y se convirtió en pastor celoso, conquistando la estima de la comunidad. Acusado de malversaciones económicas por sus adversarios herejes, tuvo que abandonar por algún tiempo su sede episcopal, pero luego regresó triunfalmente (cf. Ep. 6:  SC 363, 164-170) y prosiguió la lucha por defender la auténtica fe.

Sobre todo tras la muerte de san Basilio, como recogiendo su herencia espiritual, cooperó en el triunfo de la ortodoxia. Participó en varios sínodos; trató de resolver los enfrentamientos entre las Iglesias; participó en la reorganización eclesiástica y, como “columna de la ortodoxia”, fue uno de los protagonistas del concilio de Constantinopla del año 381, que definió la divinidad del Espíritu Santo. Desempeñó varios encargos oficiales de parte del emperador Teodosio, pronunció importantes homilías y discursos fúnebres, y compuso varias obras teológicas. En el año 394 volvió a participar en un sínodo que se celebró en Constantinopla. Se desconoce la fecha de su muerte.

San Gregorio de Nisa krouillong comunion en la mano sacrilegio

San Gregorio manifiesta con claridad la finalidad de sus estudios, el objetivo supremo al que orienta su trabajo teológico: no dedicar la vida a cosas banales, sino encontrar la luz que permita discernir lo que es verdaderamente útil (cf. In Ecclesiasten hom.1:  SC 416, 106-146). Encontró en el cristianismo este bien supremo, gracias al cual es posible “la imitación de la naturaleza divina” (De professione christiana PG 46, 244 C). Con su aguda inteligencia y sus amplios conocimientos filosóficos y teológicos, defendió la fe cristiana contra los herejes que negaban la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo (como Eunomio y los macedonianos) o ponían en duda la perfecta humanidad de Cristo (como Apolinar). Comentó la sagrada Escritura, reflexionando especialmente en la creación del hombre. La creación era para él un tema central. Veía en la criatura un reflejo del Creador y en ella encontraba el camino hacia Dios.

Pero también escribió un importante libro sobre la vida de Moisés, a quien presenta como hombre en camino hacia Dios:  esta ascensión hacia el monte Sinaí se convierte para él en una imagen de nuestra ascensión en la vida humana hacia la verdadera vida, hacia el encuentro con Dios. Interpretó también la oración del Señor, el Padrenuestro, y las Bienaventuranzas.

En su “Gran discurso catequístico” (Oratio catechetica magna), expuso las líneas fundamentales de la teología, no para elaborar una teología académica cerrada en sí misma, sino para ofrecer a los catequistas un sistema de referencia para sus explicaciones, como una especie de marco en el que se mueve después la interpretación pedagógica de la fe.

San Gregorio, además, es insigne por su doctrina espiritual. Su teología no era una reflexión académica, sino la manifestación de una vida espiritual, de una vida de fe vivida. Como gran “padre de la mística” trazó en varios tratados —como el De professione christiana y el De perfectione christiana— el camino que los cristianos deben emprender para alcanzar la verdadera vida, la perfección.

Exaltó la virginidad consagrada (De virginitate), y propuso como modelo insigne la vida de su hermana santa Macrina, que fue para él siempre una guía, un ejemplo (cf. Vita Macrinae). Pronunció varios discursos y homilías, y escribió numerosas cartas. Comentando la creación del hombre, san Gregorio subraya que Dios, “el mejor de los artistas, forja nuestra naturaleza de manera que sea capaz del ejercicio de la realeza. Mediante la superioridad del alma, y por medio de la misma conformación del cuerpo, Dios hace que el hombre sea realmente idóneo para desempeñar el poder regio” (De hominis opificio 4:  PG 44, 136 B).

Pero constatamos que el hombre, en la red de los pecados, con frecuencia abusa de la creación y no ejerce una verdadera realeza. Por eso, para desempeñar una verdadera responsabilidad con respecto a las criaturas, tiene que ser penetrado por Dios y vivir en su luz. En efecto, el hombre es un reflejo de la belleza original que es Dios:  “Todo lo que creó Dios era óptimo”, escribe el santo obispo. Y añade:  “Lo testimonia el relato de la creación (cf. Gn 1, 31). Entre las cosas óptimas también se encontraba el hombre, dotado de una belleza muy superior a la de todas las cosas bellas. ¿Qué otra cosa podía ser tan bella como quien era semejante a la belleza pura e incorruptible? (…) Al ser reflejo e imagen de la vida eterna, era realmente bello, es más, bellísimo, con el signo radiante de la vida en su rostro” (Homilia in Canticum 12:  PG 44, 1020 C).

El hombre fue honrado por Dios y situado por encima de toda criatura:  “El cielo no fue hecho a imagen de Dios, ni la luna, ni el sol, ni la belleza de las estrellas, ni nada de lo que aparece en la creación. Sólo tú (alma humana) has sido hecha a imagen de la naturaleza que supera toda inteligencia, semejanza de la belleza incorruptible, huella de la verdadera divinidad, receptáculo de vida bienaventurada, imagen de la verdadera luz, al contemplar la cual te conviertes en lo que él es, pues por medio del rayo reflejado que proviene de tu pureza tú imitas a quien brilla en ti. Nada de lo que existe es tan grande que pueda ser comparado a tu grandeza” (Homilia in Canticum 2:  PG 44, 805 D). Meditemos en este elogio del hombre. Veamos también cómo el hombre se ha degradado por el pecado. Y tratemos de volver a la grandeza originaria:  el hombre sólo alcanza su verdadera grandeza si Dios está presente.

Por tanto, el hombre reconoce dentro de sí el reflejo de la luz divina:  purificando su corazón, vuelve a ser, como al inicio, una imagen límpida de Dios, Belleza ejemplar (cf. Oratio catechetica 6:  SC 453, 174). De este modo, el hombre, al purificarse, puede ver a Dios, como los puros de corazón (cf. Mt 5, 8):  “Si con un estilo de vida diligente y atento lavas las fealdades que se han depositado en tu corazón, resplandecerá en ti la belleza divina. (…) Contemplándote a ti mismo, verás en ti a aquel que anhela tu corazón y serás feliz” (De beatitudinibus, 6:  PG 44, 1272 AB). Por consiguiente, hay que lavar las fealdades que se han depositado en nuestro corazón y volver a encontrar en nosotros mismos la luz de Dios.

Así pues, el hombre tiene como fin la contemplación de Dios. Sólo en ella podrá encontrar su satisfacción. Para anticipar en cierto modo este objetivo ya en esta vida, debe avanzar incesantemente hacia una vida espiritual, una vida en diálogo con Dios. En otras palabras —y esta es la lección más importante que nos deja san Gregorio de Nisa— la plena realización del hombre consiste en la santidad, en una vida vivida en el encuentro con Dios, que así resulta luminosa también para los demás, también para el mundo.

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93 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Gregorio de Nisa (2)

93 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN GREGORIO DE NISA (2)

AUDIENCIA GENERAL DEL 5 DE SEPTIEMBRE DE 2007

San Gregorio de Nisa (2)

Queridos hermanos y hermanas:

Os propongo algunos aspectos de la doctrina de san Gregorio de Nisa, de quien ya hablamos el miércoles pasado. Ante todo, san Gregorio de Nisa manifiesta una concepción muy elevada de la dignidad del hombre. El fin del hombre, dice el santo obispo, es hacerse semejante a Dios, y este fin lo alcanza sobre todo a través del amor, del conocimiento y de la práctica de las virtudes, “rayos luminosos que brotan de la naturaleza divina” (De beatitudinibus 6: PG 44, 1272 c), en un movimiento perpetuo de adhesión al bien, como el corredor que avanza hacia adelante.

San Gregorio utiliza, a este respecto, una imagen eficaz, que ya se encontraba presente en la carta de san Pablo a los Filipenses:épekteinómenos (Flp 3, 13), es decir, “tendiendo” hacia lo que es más grande, hacia la verdad y el amor. Esta expresión icástica indica una realidad profunda: la perfección que queremos alcanzar no es algo que se conquista para siempre; la perfección es estar en camino, es una continua disponibilidad para seguir adelante, pues nunca se alcanza la plena semejanza con Dios; siempre estamos en camino (cf. Homilia in Canticum 12: PG 44, 1025 d). La historia de cada alma es un amor colmado sin cesar y, al mismo tiempo, abierto a nuevos horizontes, pues Dios dilata continuamente las posibilidades del alma para hacerla capaz de bienes siempre mayores. Dios mismo, que ha sembrado en nosotros semillas de bien y del que brota toda iniciativa de santidad, “modela el bloque. (…) Limando y puliendo nuestro espíritu forma en nosotros a Cristo” (In Psalmos 2, 11: PG 44, 544 b).

San Gregorio aclara: “El llegar a ser semejantes a Dios no es obra nuestra, ni resultado de una potencia humana, es obra de la generosidad de Dios, que desde su origen ofreció a nuestra naturaleza la gracia de la semejanza con él” (De virginitate 12, 2: SC119, 408-410). Por tanto, para el alma “no se trata de conocer algo de Dios, sino de tener a Dios en sí misma” (De beatitudinibus6: PG 44, 1269 c). De hecho, san Gregorio observa agudamente: “La divinidad es pureza, es liberación de las pasiones y remoción de todo mal: si todo esto está en ti, Dios está realmente en ti” (ib.: PG 44, 1272 c).

Cuando tenemos a Dios en nosotros, cuando el hombre ama a Dios, por la reciprocidad propia de la ley del amor, quiere lo que Dios mismo quiere (cf. Homilia in Canticum 9: PG 44, 956 ac), y, por tanto, coopera con Dios para modelar en sí mismo la imagen divina, de manera que “nuestro nacimiento espiritual es el resultado de una opción libre, y en cierto sentido nosotros somos los padres de nosotros mismos, creándonos como nosotros mismos queremos ser y formándonos por nuestra voluntad según el modelo que escogemos” (Vita Moysis 2, 3: SC 1 bis, 108).

Para ascender hacia Dios el hombre debe purificarse: “El camino que lleva la naturaleza humana al cielo no es sino el alejamiento de los males de este mundo. (…) Hacerse semejante a Dios significa llegar a ser justo, santo y bueno. (…) Por tanto, si, según el Eclesiastés (Qo 5, 1), “Dios está en el cielo” y si, según el profeta (Sal 72, 28), vosotros “estáis con Dios”, se sigue necesariamente que debéis estar donde se encuentra Dios, pues estáis unidos a él. Dado que él os ha ordenado que, cuando oréis, llaméis a Dios Padre, os dice que os asemejéis a vuestro Padre celestial, con una vida digna de Dios, como el Señor nos ordena con más claridad en otra ocasión, cuando dice: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48)” (De oratione dominica 2: PG 44, 1145 ac).

En este camino de ascenso espiritual, Cristo es el modelo y el maestro, que nos permite ver la bella imagen de Dios (cf. De perfectione christiana: PG 46, 272 a). Cada uno de nosotros, contemplándolo a él, se convierte en “el pintor de su propia vida”; su voluntad es la que realiza el trabajo, y las virtudes son como las pinturas de las que se sirve (ib.: PG 46, 272 b). Por tanto, si el hombre es considerado digno del nombre de Cristo, ¿cómo debe comportarse? San Gregorio responde así: “(debe) examinar siempre interiormente sus pensamientos, sus palabras y sus acciones, para ver si están dirigidos a Cristo o si se alejan de él” (ib.:PG 46, 284 c). Y este punto es importante por el valor que da a la palabra cristiano. El cristiano lleva el nombre de Cristo y, por eso, debe asemejarse a él también en la vida. Los cristianos, por el bautismo, asumimos una gran responsabilidad.

San Gregorio de Nisa krouillong comunion en la mano sacrilegio 2

Ahora bien, Cristo, recuerda san Gregorio, está presente también en los pobres; por consiguiente, nunca se les debe despreciar: “No desprecies a quienes están postrados, como si por eso no valieran nada. Considera quiénes son y descubrirás cuál es su dignidad: representan a la persona del Salvador. Y así es, pues el Señor, en su bondad, les prestó su misma persona para que, a través de ella, tengan compasión los que son duros de corazón y enemigos de los pobres” (De pauperibus amandis: PG 46, 460 bc).

San Gregorio, como decíamos, habla de una ascensión: ascensión a Dios en la oración a través de la pureza de corazón; pero esa ascensión a Dios se realiza también mediante el amor al prójimo. El amor es la escalera que lleva a Dios. Por eso el santo obispo exhorta vivamente a sus oyentes: “Sé generoso con estos hermanos, víctimas de la desventura. Da al hambriento lo que le quitas a tu estómago” (ib.: PG 46, 457 c).

Con mucha claridad san Gregorio recuerda que todos dependemos de Dios, y por ello exclama: “No penséis que todo es vuestro. Debe haber también una parte para los pobres, los amigos de Dios. De hecho, todo procede de Dios, Padre universal, y nosotros somos hermanos, pertenecemos a un mismo linaje” (ib.: PG 46, 465 b). Así pues, insiste san Gregorio, el cristiano debe examinarse: “¿De qué te sirve el ayuno y la abstinencia si después con tu maldad haces daño a tu hermano? ¿Qué ganas, ante Dios, por el hecho de no comer de lo tuyo, si después, actuando injustamente, arrancas de las manos del pobre lo que es suyo?” (ib.: PG 46, 456 a).

Concluyamos estas catequesis sobre los tres grandes Padres de Capadocia recordando una vez más el aspecto importante de la doctrina espiritual de san Gregorio de Nisa: la oración. Para avanzar por el camino hacia la perfección y acoger en sí a Dios, llevando en sí al Espíritu de Dios, el amor de Dios, el hombre debe dirigirse con confianza a él en la oración: “A través de la oración logramos estar con Dios. Pero, quien está con Dios está lejos del enemigo. La oración es apoyo y defensa de la castidad, freno de la ira, represión y dominio de la soberbia. La oración es custodia de la virginidad, protección de la fidelidad en el matrimonio, esperanza para quienes velan, abundancia de frutos para los agricultores, seguridad para los navegantes” (De oratione dominica 1: PG 44, 1124 a-b).

El cristiano reza inspirándose siempre en la oración del Señor: “Por tanto, si queremos pedir que descienda sobre nosotros el reino de Dios, se lo pedimos con la potencia de la Palabra: que yo sea alejado de la corrupción, que sea liberado de la muerte y de las cadenas del error; que la muerte nunca reine sobre mí, que no tenga nunca poder sobre nosotros la tiranía del mal, que no me domine el adversario ni me haga su prisionero por el pecado, sino que venga a mí tu reino para que se alejen de mí, o mejor todavía, se anulen las pasiones que ahora me dominan y subyugan” (ib. 3: PG 44, 1156 d-1157 a).

Terminada su vida terrena, el cristiano podrá dirigirse así con serenidad a Dios. Al hablar de esto, san Gregorio piensa en la muerte de su hermana santa Macrina y escribe que ella, en el momento de la muerte, rezaba a Dios con estas palabras: “Tú, que tienes en la tierra el poder de perdonar los pecados, perdóname para que pueda tener descanso (cf. Sal 38, 14), y para que llegue a tu presencia sin mancha, en el momento en el que sea despojada de mi cuerpo (cf. Col 2, 11), de manera que mi espíritu, santo e inmaculado (cf. Ef 5, 27) sea acogido en tus manos, “como incienso ante ti” (Sal 140, 2)” (Vita Macrinae 24: SC 178, 224). Esta enseñanza de san Gregorio es válida siempre: no sólo debemos hablar de Dios, sino también llevar a Dios en nosotros mismos. Lo hacemos con el compromiso de la oración y amando a todos nuestros hermanos.

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92 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Viaje Apostólico a Austria

92 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: VIAJE APOSTÓLICO A AUSTRIA

AUDIENCIA GENERAL DEL 12 DE SEPTIEMBRE DE 2007

Viaje Apostólico a Austria

Queridos hermanos y hermanas:

Quiero reflexionar hoy sobre la visita pastoral que tuve la alegría de realizar en días pasados a Austria, país que me es particularmente familiar, tanto porque confina con mi tierra natal como por los numerosos contactos que siempre he tenido con él. El motivo específico de esta visita fue el 850° aniversario del santuario de Mariazell, el más importante de Austria, predilecto también de los fieles húngaros y muy visitado por peregrinos de otras naciones vecinas.

Por tanto, fue ante todo una peregrinación que tuvo como lema “Mirar a Cristo”:  ir al encuentro de María que nos muestra a Jesús. Doy las gracias de corazón al cardenal Schönborn, arzobispo de Viena, y a todo el Episcopado del país por el gran empeño con que prepararon mi visita. Expreso mi agradecimiento al Gobierno austríaco y a todas las autoridades civiles y militares que prestaron su valiosa colaboración; en particular, agradezco al señor presidente federal la cordialidad con que me acogió y acompañó en los diversos momentos de la visita.

La primera etapa fue la Mariensäule, histórica columna en la que está colocada la Virgen Inmaculada:  allí tuve un encuentro con miles de jóvenes y comencé mi peregrinación. Después me dirigí a la Judenplatz para rendir homenaje al monumento que recuerda la Shoah.

Teniendo en cuenta la historia de Austria y de sus estrechas relaciones con la Santa Sede, así como la importancia de Viena en la política internacional, el programa de este viaje pastoral comprendió los encuentros con el presidente de la República y con el Cuerpo diplomático. Se trata de oportunidades valiosas en las que el Sucesor de Pedro tiene la posibilidad de exhortar a los responsables de las naciones a que promuevan siempre la causa de la paz y del auténtico desarrollo económico y social.

Refiriéndome en particular a Europa, renové mi aliento a proseguir el actual proceso de unificación sobre la base de los valores inspirados en el patrimonio cristiano común. Por lo demás, Mariazell es uno de los símbolos del encuentro de los pueblos europeos en torno a la fe cristiana. ¿Cómo olvidar que Europa es portadora de una tradición de pensamiento en la que van unidos fe, razón y sentimiento? Ilustres filósofos, incluso independientemente de la fe, han reconocido el papel central del cristianismo para preservar la conciencia moderna de derivas nihilistas o fundamentalistas. El encuentro con las autoridades políticas y diplomáticas en Viena fue, por tanto, muy propicio para insertar mi viaje apostólico en el contexto actual del continente europeo.

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La peregrinación, propiamente, la realicé en la jornada del sábado 8 de septiembre, fiesta de la Natividad de María, a la que está dedicado el santuario de Mariazell. Este santuario tuvo su origen en el año 1157, cuando un monje benedictino de la cercana abadía de San Lambrecht, enviado a predicar en ese lugar, experimentó la prodigiosa ayuda de María, de quien llevaba una pequeña estatua de madera. La celda (“zell“) en la que el monje puso la estatuilla se convirtió después en meta de peregrinaciones y, en el correr de dos siglos, se construyó un importante santuario, donde todavía hoy se venera a la Virgen de las Gracias, llamada “Magna Mater Austriae“.

A mí me ha producido una gran alegría regresar como Sucesor de Pedro a ese lugar santo y tan apreciado por los pueblos del centro y del este de Europa. Allí admiré la ejemplar valentía de miles y miles de peregrinos que, a pesar de la lluvia y el frío, quisieron estar presentes con gran alegría y fe en esta celebración, en la que ilustré el tema central de mi visita:  “Mirar a Cristo”, tema que los obispos de Austria habían profundizado sabiamente en el camino de preparación, que duró nueve meses. Pero sólo al llegar al santuario comprendimos plenamente el sentido de este lema:  mirar a Cristo. Ante nosotros se encontraban la estatua de la Virgen, que con una mano indica a Jesús Niño y, en lo alto, encima del altar de la basílica, el crucifijo. Allí nuestra peregrinación alcanzó su meta:  contemplamos el rostro de Dios en ese Niño en brazos de la Madre y en ese Hombre con los brazos abiertos. Mirar a Jesús con los ojos de María significa encontrar al Dios Amor, que por nosotros se hizo hombre y murió en la cruz.

Al final de la misa en Mariazell conferí el “mandato” a los componentes de los consejos pastorales parroquiales, que se acaban de renovar en toda Austria. Con ese elocuente gesto eclesial puse bajo la protección de María la gran “red” de las parroquias al servicio de la comunión y de la misión. En el santuario viví, después, momentos de gozosa fraternidad con los obispos del país y la comunidad benedictina. Me encontré con los sacerdotes, los religiosos, los diáconos y los seminaristas, y con ellos celebré las Vísperas. Unidos espiritualmente a María, alabamos al Señor por la humilde entrega de tantos hombres y mujeres que se encomiendan a su misericordia y se consagran al servicio de Dios. Estas personas, a pesar de sus limitaciones humanas, más aún, precisamente en la sencillez y en la humildad de su humanidad, se esfuerzan por ofrecer a todos un reflejo de la bondad y de la belleza de Dios, siguiendo a Jesús por el camino de la pobreza, la castidad y la obediencia, tres votos que se deben comprender en su auténtico significado cristológico, no individualista, sino relacional y eclesial.

En la mañana del domingo celebré la solemne eucaristía en la catedral de San Esteban, en Viena. En la homilía, quise profundizar de manera particular en el significado y el valor del domingo, en apoyo del movimiento “Alianza en defensa del domingo libre”. También forman parte de este movimiento personas y grupos no cristianos. Como creyentes, obviamente, tenemos motivaciones profundas para vivir el día del Señor, tal como la Iglesia nos ha enseñado. “Sine dominico non possumus!“:  sin el Señor y sin su Día no podemos vivir, declararon los mártires de Abitina (actual Túnez) en el año 304. Tampoco nosotros, cristianos del siglo XXI, podemos vivir sin el domingo:  un día que da sentido al trabajo y al descanso, actualiza el significado de la creación y de la redención, y expresa el valor de la libertad y del servicio al prójimo. Todo esto es el domingo; mucho más que un precepto. Si las poblaciones herederas de una antigua civilización cristiana abandonan este significado y dejan que el domingo se reduzca a un fin de semana o a un tiempo para dedicarse a intereses mundanos y comerciales, quiere decir que han  decidido  renunciar  a su propia cultura.

No lejos de Viena se encuentra la abadía de Heiligenkreuz, de la Santa Cruz. Para mí fue una gran alegría visitar esa floreciente comunidad de monjes cistercienses, que existe sin interrupción desde hace 874 años. Aneja a la abadía se encuentra la Escuela superior de filosofía y teología, que desde hace poco tiempo ha recibido el título de “pontificia”. Al dirigirme en particular a los monjes, recordé la gran enseñanza de san Benito sobre el Oficio divino, subrayando el valor de la oración como servicio de alabanza y adoración debido a Dios por su infinita belleza y bondad. No debe anteponerse nada a este servicio sagrado, dice la Regla benedictina (43, 3), de manera que toda la vida, con sus tiempos de trabajo y de descanso, se recapitule en la liturgia y se oriente a Dios. Tampoco puede quedar separado de la vida espiritual y de la oración el estudio teológico, como afirmó con fuerza el propio san Bernardo de Claraval, padre de la Orden del Císter. La presencia de la Academia de teología junto a la abadía testimonia esta unión entre fe y razón, entre corazón y mente.

El último encuentro de mi viaje fue el que celebré con el mundo del voluntariado. Quise manifestar así mi aprecio a las numerosas personas, de diversas edades, que se comprometen gratuitamente al servicio del prójimo, tanto en la comunidad eclesial como en la civil. El voluntariado no consiste sólo en “hacer”:  es ante todo una manera de ser, que brota del corazón, de una actitud de agradecimiento por la vida, y lleva a “restituir” y compartir con el prójimo los dones recibidos. Desde esta perspectiva, quise alentar nuevamente la cultura del voluntariado. La acción del voluntario no se debe ver como una intervención para “tapar agujeros” del Estado o de las instituciones públicas, sino más bien como una presencia complementaria y siempre necesaria para mantener viva la atención por los últimos y promover un estilo personalizado en la asistencia. Por tanto, no hay nadie que no pueda participar en el voluntariado:  incluso la persona más pobre y desfavorecida tiene seguramente mucho que compartir con los demás, aportando su contribución para construir la civilización del amor.

Para concluir, renuevo mi acción de gracias al Señor por esta visita-peregrinación a Austria. La meta central fue, una vez más, un santuario mariano, en torno al cual se pudo vivir una intensa experiencia eclesial, como una semana antes había sucedido en Loreto con los jóvenes italianos. Además, en Viena y en Mariazell se pudo ver, en particular, la realidad viva, fiel y variada de la Iglesia católica presente en gran número en las citas previstas. Fue una presencia gozosa y atrayente de una Iglesia que, como María, está llamada a “mirar a Cristo” siempre para poderlo mostrar y ofrecer a todos; una Iglesia maestra y testigo de un “sí” generoso a la vida en todas sus dimensiones; una Iglesia que actualiza su tradición de dos mil años al servicio de un futuro de paz y de auténtico progreso social para toda la familia humana.

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91 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Juan Crisóstomo (1) 

91 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN JUAN CRISÓSTOMO (1)

AUDIENCIA GENERAL DEL 19 DE SEPTIEMBRE DE 2007

San Juan Crisóstomo (1)

Queridos hermanos y hermanas:

Este año se cumple el decimosexto centenario de la muerte de san Juan Crisóstomo (407-2007). Podría decirse que Juan de Antioquía, llamado Crisóstomo, o sea, “boca de oro” por su elocuencia, sigue vivo hoy, entre otras razones, por sus obras. Un copista anónimo dejó escrito que estas “atraviesan todo el orbe como rayos fulminantes”. Sus escritos nos permiten también a nosotros, como a los fieles de su tiempo, que en varias ocasiones se vieron privados de él a causa de sus destierros, vivir con sus libros, a pesar de su ausencia. Es lo que él mismo sugería en una carta desde el destierro (cf. A Olimpia, Carta 8, 45).

Nacido en torno al año 349 en Antioquía de Siria (actualmente Antakya, en el sur de Turquía), desempeñó allí su ministerio presbiteral durante cerca de once años, hasta el año 397, cuando, nombrado obispo de Constantinopla, ejerció en la capital del Imperio el ministerio episcopal antes de los dos destierros, que se sucedieron a breve distancia uno del otro, entre los años 403 y 407. Hoy nos limitamos a considerar los años antioquenos de san Juan Crisóstomo.

San Juan Crisostomo krouillong comunion en la mano sacrilegio 5

Huérfano de padre en tierna edad, vivió con su madre, Antusa, que le transmitió una exquisita sensibilidad humana y una profunda fe cristiana. Después de los estudios primarios y superiores, coronados por los cursos de filosofía y de retórica, tuvo como maestro a Libanio, pagano, el más célebre retórico de su tiempo. En su escuela, san Juan se convirtió en el mayor orador de la antigüedad griega tardía.

Bautizado en el año 368 y formado en la vida eclesiástica por el obispo Melecio, fue por él instituido lector en el año 371. Este hecho marcó la entrada oficial de Crisóstomo en la carrera eclesiástica. Del año 367 al 372, frecuentó el Asceterio, una especie de seminario de Antioquía, junto a un grupo de jóvenes, algunos de los cuales fueron después obispos, bajo la guía del famoso exegeta Diodoro de Tarso, que encaminó a san Juan a la exégesis histórico-literal, característica de la tradición antioquena.

Después se retiró durante cuatro años entre los eremitas del cercano monte Silpio. Prosiguió aquel retiro otros dos años, durante los cuales vivió solo en una caverna bajo la guía de un “anciano”. En ese período se dedicó totalmente a meditar “las leyes de Cristo”, los evangelios y especialmente las cartas de Pablo. Al enfermarse y ante la imposibilidad de curarse por sí mismo, tuvo que regresar a la comunidad cristiana de Antioquía (cf. Palladio, Vida 5). El Señor —explica el biógrafo— intervino con la enfermedad en el momento preciso para permitir a Juan seguir su verdadera vocación.

En efecto, escribirá él mismo que, ante la alternativa de elegir entre las vicisitudes del gobierno de la Iglesia y la tranquilidad de la vida monástica, preferiría mil veces el servicio pastoral (cf. Sobre el sacerdocio, 6, 7): precisamente a este servicio se sentía llamado san Juan Crisóstomo. Y aquí se realiza el giro decisivo de la historia de su vocación:  pastor de almas a tiempo completo. La intimidad con la palabra de Dios, cultivada durante los años de la vida eremítica, había madurado en él la urgencia irresistible de predicar el Evangelio, de dar a los demás lo que él había recibido en los años de meditación. El ideal misionero lo impulsó así, alma de fuego, a la solicitud pastoral.

Entre los años 378 y 379 regresó a la ciudad. Diácono en el 381 y presbítero en el 386, se convirtió en un célebre predicador en las iglesias de su ciudad. Pronunció homilías contra los arrianos, seguidas de las conmemorativas de los mártires antioquenos y de otras sobre las principales festividades litúrgicas:  se trata de una gran enseñanza de la fe en Cristo, también a la luz de sus santos. El año 387 fue el “año heroico” de san Juan Crisóstomo, el de la llamada “rebelión de las estatuas”. El pueblo derribó las estatuas imperiales como protesta contra el aumento de los impuestos. En aquellos días de Cuaresma y de angustia a causa de los inminentes castigos por parte del emperador, pronunció sus veintidós vibrantes Homilías sobre las estatuas, orientadas a la penitencia y a la conversión. Siguió un período de serena solicitud pastoral (387-397).

San Juan Crisóstomo es uno de los Padres más prolíficos: de él nos han llegado 17 tratados, más de 700 homilías auténticas, los comentarios a san Mateo y a san Pablo (cartas a los Romanos, a los Corintios, a los Efesios y a los Hebreos) y 241 cartas. No fue un teólogo especulativo. Sin embargo, transmitió la doctrina tradicional y segura de la Iglesia en una época de controversias teológicas suscitadas sobre todo por el arrianismo, es decir, por la negación de la divinidad de Cristo.

Por tanto, es un testigo fiable del desarrollo dogmático alcanzado por la Iglesia en los siglos IV y V. Su teología es exquisitamente pastoral; en ella es constante la preocupación de la coherencia entre el pensamiento expresado por la palabra y la vivencia existencial. Este es, en particular, el hilo conductor de las espléndidas catequesis con las que preparaba a los catecúmenos para recibir el bautismo. Poco antes de su muerte, escribió que el valor del hombre está en el “conocimiento exacto de la verdadera doctrina y en la rectitud de la vida” (Carta desde el destierro). Las dos cosas, conocimiento de la verdad y rectitud de vida, van juntas:  el conocimiento debe traducirse en vida. Todas sus intervenciones se orientaron siempre a desarrollar en los fieles el ejercicio de la inteligencia, de la verdadera razón, para comprender y poner en práctica las exigencias morales y espirituales de la fe.

San Juan Crisóstomo se preocupa de acompañar con sus escritos el desarrollo integral de la persona, en sus dimensiones física, intelectual y religiosa. Compara las diversas etapas del crecimiento a otros tantos mares de un inmenso océano: “El primero de estos mares es la infancia” (Homilía 81, 5 sobre el evangelio de san Mateo). En efecto “precisamente en esta primera edad se manifiestan las inclinaciones al vicio y a la virtud”. Por  eso, la ley de Dios debe imprimirse desde el principio en el alma “como  en una tablilla de cera” (Homilía 3, 1 sobre el evangelio de san Juan):  de hecho esta es la edad más importante. Debemos tener presente cuán fundamental es que en esta primera etapa de la vida entren realmente en el hombre las grandes orientaciones que dan la perspectiva correcta a la existencia. Por ello, san Juan Crisóstomo recomienda:  “Desde la más tierna edad proporcionad a los niños armas espirituales y enseñadles a persignarse la frente con la mano” (Homilía  12, 7 sobre  la primera carta a los Corintios).

Vienen luego la adolescencia y la juventud: “A la infancia le sigue el mar de la adolescencia, donde los vientos soplan con fuerza…, porque en nosotros crece… la concupiscencia” (Homilía 81, 5 sobre el evangelio de san Mateo). Por último, llegan el noviazgo y el matrimonio:  “A la juventud le sucede la edad de la persona madura, en la que sobrevienen los compromisos de familia:  es el tiempo de buscar esposa” (ib.). Recuerda los fines del matrimonio, enriqueciéndolos —mediante la alusión a la virtud de la templanza— con una rica trama de relaciones personalizadas. Los esposos bien preparados cortan así el camino al divorcio:  todo se desarrolla con  alegría y se puede educar a los hijos en la virtud. Cuando nace el primer hijo, este es “como un puente; los tres se convierten en una sola carne, dado que el hijo une las dos partes” (Homilía 12, 5 sobre la carta a los Colosenses) y los tres constituyen “una familia, pequeña Iglesia” (Homilía 20, 6 sobre la carta a los Efesios).

La predicación de san Juan Crisóstomo se desarrollaba habitualmente durante la liturgia, “lugar” en el que la comunidad se construye con la Palabra y la Eucaristía. Aquí la asamblea reunida expresa la única Iglesia (Homilía 8, 7 sobre la carta a los Romanos); en todo lugar la misma palabra se dirige a todos (Homilía 24, 2 sobre la Primera Carta a los Corintios) y la comunión eucarística se convierte en signo eficaz de unidad (Homilía 32, 7 sobre el evangelio de san Mateo).

Su proyecto pastoral se insertaba en la vida de la Iglesia, en la que los fieles laicos con el bautismo asumen el oficio sacerdotal, real y profético. Al fiel laico dice:  “También a ti el bautismo te hace rey, sacerdote y profeta” (Homilía 3, 5 sobre la segunda carta a los Corintios). De aquí brota el deber fundamental de la misión, porque cada uno en alguna medida es responsable de la salvación de los demás:  “Este es el principio de nuestra vida social…:  no interesarnos sólo por nosotros mismos” (Homilía 9, 2sobre el Génesis). Todo se desarrolla entre dos polos:  la gran Iglesia y la “pequeña Iglesia”, la familia, en relación recíproca.

Como podéis ver, queridos hermanos y hermanas, esta lección de san Juan Crisóstomo sobre la presencia auténticamente cristiana de los fieles laicos en la familia y en la sociedad, es hoy más actual que nunca. Roguemos al Señor para que nos haga dóciles a las enseñanzas de este gran maestro de la fe.

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90 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Juan Crisóstomo (2)

90 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN JUAN CRISÓSTOMO (2)

AUDIENCIA GENERAL DEL 26 DE SEPTIEMBRE DE 2007

San Juan Crisóstomo (2)

Queridos hermanos y hermanas:

Continuamos hoy nuestra reflexión sobre san Juan Crisóstomo. Después del período pasado en Antioquía, en el año 397, fue nombrado obispo de Constantinopla, la capital del Imperio romano de Oriente. Desde el inicio, san Juan proyectó la reforma de su Iglesia; la austeridad del palacio episcopal debía servir de ejemplo para todos: clero, viudas, monjes, personas de la corte y ricos. Por desgracia no pocos de ellos, afectados por sus juicios, se alejaron de él.

Por su solicitud en favor de los pobres, san Juan fue llamado también “el limosnero”. Como administrador atento logró crear instituciones caritativas muy apreciadas. Su espíritu emprendedor en los diferentes campos hizo que algunos lo vieran como un peligroso rival. Sin embargo, como verdadero pastor, trataba a todos de manera cordial y paterna. En particular, siempre tenía gestos de ternura con respecto a la mujer y dedicaba una atención especial al matrimonio y a la familia. Invitaba a los fieles a participar en la vida litúrgica, que hizo espléndida y atractiva con creatividad genial.

A pesar de su corazón bondadoso, no tuvo una vida tranquila. Pastor de la capital del Imperio, a menudo se vio envuelto en cuestiones e intrigas políticas por sus continuas relaciones con las autoridades y las instituciones civiles. En el ámbito eclesiástico, dado que en el año 401 había depuesto en Asia a seis obispos indignamente elegidos, fue acusado de rebasar los límites de su jurisdicción, por lo que se convirtió en diana de acusaciones fáciles.

Otro pretexto de ataques contra él fue la presencia de algunos monjes egipcios, excomulgados por el patriarca Teófilo de Alejandría, que se refugiaron en Constantinopla. Después se creó una fuerte polémica causada por las críticas de san Juan Crisóstomo a la emperatriz Eudoxia y a sus cortesanas, que reaccionaron desacreditándolo e insultándolo.

De este modo, fue depuesto en el sínodo organizado por el mismo patriarca Teófilo, en el año 403, y condenado a un primer destierro breve. Tras regresar, la hostilidad que se suscitó contra él a causa de su protesta contra las fiestas en honor de la emperatriz, que san Juan consideraba fiestas paganas y lujosas, así como la expulsión de los presbíteros encargados de los bautismos en la Vigilia pascual del año 404, marcaron el inicio de la persecución contra san Juan Crisóstomo y sus seguidores, llamados “juanistas”.

Entonces, san Juan denunció los hechos en una carta al obispo de Roma, Inocencio I. Pero ya era demasiado tarde. En el año 406 fue desterrado nuevamente, esta vez a Cucusa, en Armenia. El Papa estaba convencido de su inocencia, pero no tenía el poder para ayudarle. No se pudo celebrar un concilio, promovido por Roma, para lograr la pacificación entre las dos partes del Imperio y entre sus Iglesias. El duro viaje de Cucusa a Pitionte, destino al que nunca llegó, debía impedir las visitas de los fieles y quebrantar la resistencia del obispo exhausto: la condena al destierro fue una auténtica condena a muerte.

Son conmovedoras las numerosas cartas que escribió san Juan desde el destierro, en las que manifiesta sus preocupaciones pastorales con sentimientos de participación y de dolor por las persecuciones contra los suyos. La marcha hacia la muerte se detuvo en Comana, provincia del Ponto. Allí san Juan, moribundo, fue llevado a la capilla del mártir san Basilisco, donde entregó su alma a Dios y fue sepultado, como mártir junto al mártir (Paladio, Vida 119). Era el 14 de septiembre del año 407, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Su rehabilitación tuvo lugar en el año 438 con Teodosio II. Los restos del santo obispo, sepultados en la iglesia de los Apóstoles, en Constantinopla, fueron trasladados en el año 1204 a Roma, a la primitiva basílica constantiniana, y descansan ahora en la capilla del Coro de los canónigos de la basílica de San Pedro.

El 24 de agosto de 2004, el Papa Juan Pablo II entregó una parte importante de sus reliquias al patriarca Bartolomé I de Constantinopla. La memoria litúrgica del santo se celebra el 13 de septiembre. El beato Juan XXIII lo proclamó patrono del concilio Vaticano II.

San Juan Crisostomo krouillong comunion en la mano sacrilegio 2

De san Juan Crisóstomo se dijo que, cuando se sentó en el trono de la nueva Roma, es decir, de Constantinopla, Dios manifestó en él a un segundo Pablo, un doctor del universo. En realidad, en san Juan Crisóstomo hay una unidad esencial de pensamiento y de acción tanto en Antioquía como en Constantinopla. Sólo cambian el papel y las situaciones.

Al meditar en las ocho obras realizadas por Dios en la secuencia de los seis días, en el comentario del Génesis, san Juan Crisóstomo quiere hacer que los fieles se remonten de la creación al Creador: “Es de gran ayuda —dice— saber qué es la criatura y qué es el Creador”. Nos muestra la belleza de la creación y el reflejo de Dios en su creación, que se convierte de este modo en una especie de “escalera” para ascender a Dios, para conocerlo.

Pero a este primer paso le sigue un segundo: este Dios creador es también el Dios de la condescendencia (synkatabasis). Nosotros somos débiles para “ascender”, nuestros ojos son débiles. Así, Dios se convierte en el Dios de la condescendencia, que envía al hombre, caído y extranjero, una carta, la sagrada Escritura. De este modo, la creación y la Escritura se completan. A la luz de la Escritura, de la carta que Dios nos ha dado, podemos descifrar la creación. A Dios le llama “Padre tierno” (philostorgios) (ib.), médico de las almas (Homilía 40, 3 sobre el Génesis), madre (ib.) y amigo afectuoso (Sobre la Providencia 8, 11-12).

Pero a este segundo paso —el primero era la creación como “escalera” hacia Dios; y el segundo, la condescendencia de Dios a través de la carta que nos ha dado, la sagrada Escritura— se añade un tercer paso: Dios no sólo nos transmite una carta; en definitiva, él mismo baja, se encarna, se hace realmente “Dios con nosotros”, nuestro hermano hasta la muerte en la cruz.

Y tras estos tres pasos —Dios que se hace visible en la creación, Dios nos envía una carta, y Dios desciende y se convierte en uno de nosotros— se agrega al final un cuarto paso: en la vida y la acción del cristiano, el principio vital y dinámico es el Espíritu Santo (Pneuma), que transforma la realidad del mundo. Dios entra en nuestra existencia misma a través del Espíritu Santo y nos transforma desde dentro de nuestro corazón.

Con este telón de fondo, precisamente en Constantinopla, san Juan, al comentar los Hechos de los Apóstoles, propone el modelo de la Iglesia primitiva (cf. Hch 4, 32-37) como modelo para la sociedad, desarrollando una “utopía” social (una especie de “ciudad ideal”). En efecto, se trataba de dar un alma y un rostro cristiano a la ciudad. En otras palabras, san Juan Crisóstomo comprendió que no basta con dar limosna o ayudar a los pobres de vez en cuando, sino que es necesario crear una nueva estructura, un nuevo modelo de sociedad; un modelo basado en la perspectiva del Nuevo Testamento. Es la nueva sociedad que se revela en la Iglesia naciente.

Por tanto, san Juan Crisóstomo se convierte de este modo en uno de los grandes padres de la doctrina social de la Iglesia: la vieja idea de la polis griega se debe sustituir por una nueva idea de ciudad inspirada en la fe cristiana. San Juan Crisóstomo defendía, como san Pablo (cf. 1 Co 8, 11), el primado de cada cristiano, de la persona en cuanto tal, incluso del esclavo y del pobre. Su proyecto corrige así la tradicional visión griega de la polis, de la ciudad, en la que amplios sectores de la población quedaban excluidos de los derechos de ciudadanía, mientras que en la ciudad cristiana todos son hermanos y hermanas con los mismos derechos.

El primado de la persona también es consecuencia del hecho de que, partiendo realmente de ella, se construye la ciudad, mientras que en la polis griega la patria se ponía por encima del individuo, el cual quedaba totalmente subordinado a la ciudad en su conjunto. De este modo, con san Juan Crisóstomo comienza la visión de una sociedad construida a partir de la conciencia cristiana. Y nos dice que nuestra polis es otra, “nuestra patria está en los cielos” (Flp 3, 20) y en esta patria nuestra, incluso en esta tierra, todos somos iguales, hermanos y hermanas, y nos obliga a la solidaridad.

Al final de su vida, desde el destierro en las fronteras de Armenia, “el lugar más desierto del mundo”, san Juan, enlazando con su primera predicación del año 386, retomó un tema muy importante para él: Dios tiene un plan para la humanidad, un plan “inefable e incomprensible”, pero seguramente guiado por él con amor (cf. Sobre la Providencia 2, 6). Esta es nuestra certeza. Aunque no podamos descifrar los detalles de la historia personal y colectiva, sabemos que el plan de Dios se inspira siempre en su amor.

Así, a pesar de sus sufrimientos, san Juan Crisóstomo reafirmó el descubrimiento de que Dios nos ama a cada uno con un amor infinito y por eso quiere la salvación de todos. Por su parte, el santo obispo cooperó a esta salvación con generosidad, sin escatimar esfuerzos, durante toda su vida. De hecho, consideraba como fin último de su existencia la gloria de Dios que, ya moribundo, dejó como último testamento: “¡Gloria a Dios por todo!” (Paladio, Vida 11).

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89 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Cirilo de Alejandría

89 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA

AUDIENCIA GENERAL DEL 3 DE OCTUBRE DE 2007

San Cirilo de Alejandría

Queridos hermanos y hermanas:

También hoy, continuando nuestro camino siguiendo las huellas de los Padres de la Iglesia, nos encontramos con una gran figura:  san Cirilo de Alejandría. Vinculado a la controversia cristológica que llevó al concilio de Éfeso del año 431 y último representante de relieve de la tradición alejandrina, san Cirilo fue definido más tarde en el Oriente griego como “custodio de la exactitud” —que quiere decir custodio de la verdadera fe— e incluso como “sello de los Padres”. Estas antiguas expresiones manifiestan muy bien un dato que, de hecho, es característico de Cirilo, es decir, la constante referencia del obispo de Alejandría a los autores eclesiásticos precedentes (entre éstos sobre todo a Atanasio) con el objetivo de mostrar la continuidad de la propia teología con la tradición. Se insertó voluntaria y explícitamente en la tradición de la Iglesia, en la que reconocía la garantía de continuidad con los Apóstoles y con Cristo mismo.

Venerado como santo tanto en Oriente como en Occidente, en 1882 san Cirilo fue proclamado doctor de la Iglesia por el Papa León XIII, quien al mismo tiempo atribuyó el mismo título a otro importante representante de la patrística griega:  san Cirilo de Jerusalén. Se revelaron así la atención y el amor por las tradiciones cristianas orientales de aquel Papa, que después proclamó también doctor de la Iglesia a san Juan Damasceno, mostrando así que tanto la tradición oriental como la occidental expresan la doctrina de la única Iglesia de Cristo.

Nos han llegado muy pocas noticias sobre la vida de san Cirilo antes de su elección a la importante sede de Alejandría. Cirilo, sobrino de Teófilo, que desde el año 385 rigió como obispo, con mano firme y prestigio, la diócesis de Alejandría, nació probablemente en esa misma metrópoli egipcia entre el año 370 y el 380. Pronto se encaminó hacia la vida eclesiástica y recibió una buena educación, tanto cultural como teológica. En el año 403 se encontraba en Constantinopla siguiendo a su poderoso tío y allí participó en el Sínodo conocido con el nombre de la Encina, que depuso al obispo de la ciudad, Juan (después conocido como Crisóstomo), registrando así el triunfo de la sede de Alejandría sobre su rival tradicional, Constantinopla, donde residía el emperador. Tras la muerte de su tío Teófilo, Cirilo, que aún era joven, fue elegido en el año 412 obispo de la influyente Iglesia de Alejandría, gobernándola con gran firmeza durante treinta y dos años, tratando siempre de afirmar el primado en todo el Oriente, fortalecido asimismo por los vínculos tradicionales con Roma.

Dos o tres años después, en el 417 ó 418, el obispo de Alejandría dio pruebas de realismo al recomponer la ruptura de la comunión con Constantinopla, que persistía ya desde el año 406 tras la deposición de san Juan Crisóstomo. Pero el antiguo contraste con la sede de Constantinopla volvió a encenderse diez años después, cuando en el año 428 fue elegido obispo Nestorio, un prestigioso y severo monje de formación antioquena. El nuevo obispo de Constantinopla suscitó pronto oposiciones, pues en su predicación prefería para María el título de “Madre de Cristo” (Christotokos), en lugar del de “Madre de Dios” (Theotokos), ya entonces muy querido por la devoción popular.

El motivo de esta decisión del obispo Nestorio era su adhesión a la cristología de la tradición antioquena que, para salvaguardar la importancia de la humanidad de Cristo, acababa afirmando su separación de la divinidad. De este modo no era ya verdadera la unión entre Dios y el hombre en Cristo y, por tanto, ya no se podía hablar de “Madre de Dios”.

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La reacción de Cirilo —entonces máximo exponente de la cristología de Alejandría, que subrayaba con fuerza la unidad de la persona de Cristo— fue casi inmediata y se desplegó con todos los medios ya a partir del año 429, enviando también algunas cartas al mismo Nestorio. En la segunda misiva (PG 77, 44-49) que le envió Cirilo, en febrero del 430, leemos una clara afirmación del deber de los pastores de preservar la fe del pueblo de Dios. Este era su criterio, por lo demás válido también para hoy:  la fe del pueblo de Dios es expresión de la tradición, es garantía de la sana doctrina. Escribe estas líneas a Nestorio:  “Es necesario exponer al pueblo la enseñanza y la interpretación de la fe de la manera más irreprensible y recordar que quien escandaliza aunque sea a uno solo de los pequeños que creen en Cristo padecerá un castigo intolerable”.

En la misma carta a Nestorio —misiva que más tarde, en el año 451, sería aprobada por el concilio de Calcedonia, cuarto concilio ecuménico—, Cirilo describe con claridad su fe cristológica:  “Siendo distintas las naturalezas que se unieron en esta unidad verdadera, de ambas resultó un solo Cristo, un solo Hijo:  no en el sentido de que la diversidad de las naturalezas quedara eliminada por esta unión, sino que la divinidad y la humanidad completaron para nosotros al único Señor Jesucristo e Hijo con su inefable e inexpresable conjunción en la unidad”.

Y esto es importante:  realmente la verdadera humanidad y la verdadera divinidad se unen en una sola Persona, nuestro Señor Jesucristo. Por ello, sigue diciendo el obispo de Alejandría, “profesamos un solo Cristo y Señor, no en el sentido de que adoramos al hombre junto con el Logos, para no insinuar la idea de la separación diciendo “junto”, sino en el sentido de que adoramos a uno solo y al mismo, pues su cuerpo no es algo ajeno al Logos, con el que está sentado a la diestra del Padre. No están sentados a su lado dos hijos, sino uno solo unido con la propia carne”.

Muy pronto el obispo de Alejandría, gracias a agudas alianzas, logró que Nestorio fuera condenado repetidamente:  por parte de la sede romana con una serie de doce anatematismos redactados por él mismo y, finalmente, por el concilio de Éfeso, en el año 431, el tercer concilio ecuménico. La asamblea, que se desarrolló con vicisitudes tumultuosas, concluyó con el primer gran triunfo de la devoción a María y con el exilio del obispo de Constantinopla que no quería reconocer a la Virgen el título de “Madre de Dios”, a causa de una cristología equivocada, que ponía división en el mismo Cristo. Ahora bien, después de haber prevalecido de este modo sobre el rival y su doctrina, san Cirilo supo alcanzar ya en el año 433 una fórmula teológica de compromiso y de reconciliación con los de Antioquía. Y esto también es significativo:  por una parte se da la claridad de la doctrina de la fe, pero, por otra, la intensa búsqueda de la unidad y de la reconciliación. En los años siguientes se dedicó con todos los medios a defender y aclarar su posición teológica hasta la muerte, acaecida el 27 de junio del año 444.

Los escritos de san Cirilo —verdaderamente muy numerosos y difundidos ampliamente incluso en diferentes traducciones latinas y orientales ya durante su vida, prueba de su éxito inmediato—, son de importancia primaria para la historia del cristianismo. Son importantes sus comentarios a muchos libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, entre los que destaca todo el Pentateuco, Isaías, los Salmos y los evangelios de san Juan y de san Lucas. Son de gran importancia también sus muchas obras doctrinales, en las que aparece continuamente la defensa de la fe trinitaria contra las tesis arrianas y contra las de Nestorio. La base de la enseñanza de san Cirilo es la tradición eclesiástica y, en particular, como he mencionado, los escritos de san Atanasio, su gran predecesor en la sede de Alejandría. Entre los otros escritos de san Cirilo hay que recordar finalmente los libros Contra Juliano, última gran respuesta a las polémicas anticristianas, dictada por el obispo de Alejandría probablemente en los últimos años de su vida para replicar a la obra Contra los galileos, compuesta muchos años antes, en el año 363, por el emperador que fue llamado el Apóstata por haber abandonado el cristianismo en el que había sido educado.

La fe cristiana es ante todo encuentro con Jesús, “una Persona que da un nuevo horizonte a la vida” (Deus caritas est, 1). San Cirilo de Alejandría fue un incansable y firme testigo de Jesucristo, Verbo de Dios encarnado, subrayando sobre todo la unidad, como repite en el año 433, en la primera carta (PG 77, 228-237) al obispo Sucenso:  “Uno solo es el Hijo, uno solo el Señor Jesucristo, ya sea antes de la encarnación ya después de la encarnación. En efecto, no era un Hijo el Logos nacido de Dios Padre, y otro el nacido de la santísima Virgen; sino que creemos que precisamente Aquel que existe antes de los tiempos nació también según la carne de una mujer”. Esta afirmación, más allá de su significado doctrinal, muestra que la fe en Jesús Logos nacido del Padre está también muy arraigada en la historia, pues, como afirma san Cirilo, este mismo Jesús entró en el tiempo al nacer de María, la Theotokos, y estará siempre con nosotros, según su promesa. Y esto es importante:  Dios es eterno, nació de una mujer y sigue con nosotros cada día. En esta confianza vivimos, en esta confianza encontramos el camino de nuestra vida.

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