80 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Cromacio de Aquileya

80 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN CROMACIO DE AQUILEYA

AUDIENCIA GENERAL DEL 5 DE DICIEMBRE DE 2007

San Cromacio de Aquileya

Queridos hermanos y hermanas: 

En las últimas dos catequesis hicimos una excursión por las Iglesias de Oriente de lengua semítica, meditando sobre Afraates el persa y san Efrén el sirio; hoy volvemos al mundo latino, al norte del Imperio romano, con san Cromacio de Aquileya. Este obispo desempeñó su ministerio en la antigua Iglesia de Aquileya, ferviente centro de vida cristiana situado en la décima región del Imperio romano, Venetia et Histria.

En el año 388, cuando san Cromacio subió a la cátedra episcopal de la ciudad, la comunidad cristiana local tenía ya una gloriosa historia de fidelidad al Evangelio. Entre mediados del siglo III y los primeros años del IV, las persecuciones de Decio, Valeriano y Diocleciano habían cosechado gran número de mártires. Además, la Iglesia de Aquileya había tenido que afrontar, al igual que las demás Iglesias de la época, la amenaza de la herejía arriana. El mismo san Atanasio, heraldo de la ortodoxia de Nicea, a quien los arrianos expulsaron al destierro, encontró refugio durante algún tiempo en Aquileya. Bajo la guía de sus obispos, la comunidad cristiana resistió a las insidias de la herejía y reforzó su adhesión a la fe católica.

En septiembre del año 381 Aquileya fue sede de un sínodo, en el que se reunieron unos 35 obispos de las costas de África, del valle del Ródano y de toda la décima región. El sínodo pretendía acabar con los últimos residuos de arrianismo en Occidente. En el concilio participó también el presbítero Cromacio, como perito del obispo de Aquileya, Valeriano (370/1-387/8). Los años en torno al sínodo del año 381 representan la “edad de oro” de la comunidad de Aquileya. San Jerónimo, que había nacido en Dalmacia, y Rufino de Concordia hablan con nostalgia de su permanencia en Aquileya (370-373), en aquella especie de cenáculo teológico que san Jerónimo no duda en definir tamquam chorus beatorum, “como un coro de bienaventurados” (CrónicaPL XXVII, 697-698). En ese cenáculo, que en ciertos aspectos recuerda las experiencias comunitarias guiadas por san Eusebio de Vercelli y san Agustín, se formaron las personalidades más notables de las Iglesias del alto Adriático.

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Pero san Cromacio, ya en su familia, había aprendido a conocer y a amar a Cristo. Nos habla de ello, con palabras llenas de admiración, el mismo san Jerónimo, que compara a la madre de san Cromacio con la profetisa Ana, a sus dos hermanas con las vírgenes prudentes de la parábola evangélica, y a san Cromacio mismo y a su hermano Eusebio con el joven Samuel (cf. Ep VII: PL XXII, 341). San Jerónimo escribe también:  “El beato Cromacio y el santo Eusebio eran hermanos tanto por el vínculo de sangre como por la identidad de los ideales” (Ep VIII:  PL XXII, 342).

San Cromacio nació en Aquileya hacia el año 345. Fue ordenado diácono y después presbítero; por último, fue elegido pastor de aquella Iglesia (año 388). Tras recibir la consagración episcopal de manos del obispo san Ambrosio, se dedicó con valentía y energía a una ingente tarea por la extensión del territorio encomendado a su solicitud pastoral. En efecto, la jurisdicción eclesiástica de Aquileya se extendía desde los territorios actuales de Suiza, Baviera, Austria y Eslovenia, hasta Hungría.

Un episodio de la vida de san Juan Crisóstomo nos permite hacernos una idea de cuán conocido y estimado era san Cromacio en la Iglesia de su tiempo. Cuando el obispo de Constantinopla fue desterrado de su sede, escribió tres cartas a quienes consideraba los obispos más importantes de Occidente, para obtener su apoyo ante los emperadores:  una carta la escribió al Obispo de Roma; la segunda, al Obispo de Milán; y la tercera, al obispo de Aquileya, es decir, a san Cromacio (Ep CLV:  PG LII, 702). También para él eran tiempos difíciles a causa de la precaria situación política. Con toda probabilidad san Cromacio murió en el exilio, en Grado, mientras trataba de escapar de los saqueos de los bárbaros, en el mismo año 407 en el que también falleció san Juan Crisóstomo.

Por prestigio e importancia, Aquileya era la cuarta ciudad de la península italiana, y la novena del Imperio romano; también por este motivo llamaba la atención de los godos y de los hunos. Además de causar graves lutos y destrucción, las invasiones de estos pueblos pusieron en peligro la transmisión de las obras de los Padres conservadas en la biblioteca episcopal, rica en códices. También los escritos de san Cromacio se dispersaron y con frecuencia fueron atribuidos a otros autores: a san Juan Crisóstomo (en parte, a causa de que los dos nombres comenzaban igual:  “Chromatius” y “Chrysostomus“); o a san Ambrosio y a san Agustín; e incluso a san Jerónimo, a quien san Cromacio había ayudado mucho en la revisión del texto y en la traducción latina de la Biblia. El redescubrimiento de gran parte de la obra de san Cromacio se debe a afortunadas vicisitudes, que sólo en los años recientes han permitido reconstruir un corpus de escritos bastante consistente:  más de cuarenta sermones, de los cuales una decena en fragmentos, además de unos sesenta tratados de comentario al Evangelio de san Mateo.

San Cromacio fue un sabio maestro y celoso pastor. Su primer y principal compromiso fue el de ponerse a la escucha de la Palabra para poder convertirse en su heraldo:  en su enseñanza siempre toma como punto de partida la palabra de Dios y a ella regresa siempre. Entre sus temas preferidos se encuentran, ante todo, el misterio de la Trinidad, que contempla en su revelación a través de la historia de la salvación; luego, el del Espíritu Santo:  san Cromacio recuerda constantemente a los fieles la presencia y la acción de la tercera Persona de la santísima Trinidad en la vida de la Iglesia. Pero el santo obispo afronta con particular insistencia el misterio de Cristo. El Verbo encarnado es verdadero Dios y verdadero hombre:  ha asumido integralmente la humanidad para entregarle como don su propia divinidad. Estas verdades, repetidas con insistencia, en parte en clave antiarriana, llevarían, unos cincuenta años después, a la definición del concilio de Calcedonia.

Al subrayar intensamente la naturaleza humana de Cristo, san Cromacio se siente impulsado a hablar de la Virgen María. Su doctrina mariológica es tersa y precisa. Le debemos algunas descripciones sugerentes de la Virgen santísima:  María es la “virgen evangélica capaz de acoger a Dios”; es la “oveja inmaculada e inviolada” que engendró al “cordero cubierto de púrpura” (cf.Sermo XXIII, 3:  Scrittori dell’area santambrosiana 3/1, p. 134).

El Obispo de Aquileya pone a menudo a la Virgen en relación con la Iglesia:  ambas son “vírgenes” y “madres”. La eclesiología de san Cromacio se desarrolla sobre todo en el comentario a san Mateo. He aquí algunos de sus conceptos más frecuentes:  la Iglesia es única, nació de la sangre de Cristo; es un vestido precioso tejido por el Espíritu Santo; la Iglesia está donde se anuncia que Cristo nació de la Virgen, donde florece la fraternidad y la concordia. Una imagen que gustaba particularmente a san Cromacio es la de la barca en el mar durante la tempestad —y, como hemos visto, vivió en una época de tempestades—:  “No cabe duda”, afirma el santo obispo, “que esta barca representa a la Iglesia” (cf. Tract. XLII, 5:  Scrittori dell’area santambrosiana 3/2, p. 260).

Como celoso pastor, san Cromacio sabe hablar a su gente con un lenguaje fresco, colorido e incisivo. Aunque conoce perfectamente el estilo latino clásico, prefiere recurrir al lenguaje popular, rico en imágenes fácilmente comprensibles. Así, por ejemplo, tomando pie del mar, compara la pesca natural de peces que, sacados a la orilla, mueren, con la predicación evangélica, gracias a la cual los hombres son salvados de las aguas enfangadas de la muerte, e introducidos en la verdadera vida (cf. Tract. XVI, 3:  Scrittori dell’area santambrosiana 3/2, p. 106). Desde la perspectiva del buen pastor, en un período borrascoso como el suyo, azotado por los saqueos de los bárbaros, sabe ponerse siempre al lado de los fieles para confortarlos y para infundirles confianza en Dios, que nunca abandona a sus hijos.

Por último, como conclusión de estas reflexiones, recogemos una exhortación de san Cromacio que sigue siendo válida hoy:  «Invoquemos al Señor con todo el corazón y con toda la fe —recomienda el Obispo de Aquileya en un Sermón—; pidámosle que nos libre de toda incursión de los enemigos, de todo temor de los adversarios. Que no tenga en cuenta nuestros méritos, sino su misericordia, él que en el pasado se dignó librar también a los hijos de Israel no por sus méritos, sino por su misericordia. Que nos proteja con su acostumbrado amor misericordioso, y que realice en nosotros lo que dijo el santo Moisés a los hijos de Israel:  “El Señor combatirá en vuestra defensa y vosotros estaréis en silencio”. Es él quien combate y es él quien obtiene la victoria. (…) Y para que se digne hacerlo, debemos orar lo más posible. Él mismo dice por labios del profeta:  “Invócame en el día de la tribulación; yo te libraré y tú me glorificarás”» (Sermo XVI, 4:  Scrittori dell’area santambrosiana 3/1, pp. 100-102).

Así, precisamente al inicio del tiempo de Adviento, san Cromacio nos recuerda que el Adviento es tiempo de oración, en el que es necesario entrar en contacto con Dios. Dios nos conoce, me conoce, conoce a cada uno, me ama, no me abandona. Sigamos adelante con esta confianza en el tiempo litúrgico recién iniciado.

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79 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Paulino de Nola

79 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN PAULINO DE NOLA

AUDIENCIA GENERAL DEL 12 DE DICIEMBRE DE 2007

San Paulino de Nola

Queridos hermanos y hermanas:

El Padre de la Iglesia en el que centramos nuestra atención hoy es san Paulino de Nola. Contemporáneo de san Agustín, con quien estuvo unido por una profunda amistad, san Paulino ejerció su ministerio en Campania, en Nola, donde fue monje y luego presbítero y obispo. Ahora bien, era originario de Aquitania, en el sur de Francia, y precisamente de Burdeos, donde nació en el seno de una familia de la alta sociedad. Allí recibió una fina educación literaria, teniendo por maestro al poeta Ausonio. Se alejó de su tierra en una primera ocasión para seguir su precoz carrera política: siendo joven, llegó a ser gobernador de Campania. En este cargo público destacó por su sabiduría y mansedumbre. Fue durante este período cuando la gracia hizo germinar en su corazón la semilla de la conversión. Lo que lo impulsó a ello fue la fe sencilla e intensa con la que el pueblo veneraba la tumba de un santo, el mártir Félix, en el santuario de la actual Cimitile. Como responsable de la administración pública, san Paulino se interesó por este santuario e hizo construir un hospicio para los pobres y una carretera para hacer más fácil el acceso de los numerosos peregrinos.

Mientras se dedicaba a construir la ciudad terrena, descubría el camino hacia la ciudad celestial. El encuentro con Cristo fue el punto de llegada después de un camino arduo, lleno de pruebas. Algunas circunstancias dolorosas, comenzando por la pérdida del favor de la autoridad política, le hicieron experimentar la caducidad de las cosas. Tras llegar a la fe, escribió: “El hombre sin Cristo es polvo y sombra” (Poesía X, 289). Tratando de iluminar el sentido de la existencia, se trasladó a Milán para aprender de san Ambrosio. Después completó la formación cristiana en su tierra natal, donde recibió el bautismo de manos del obispo Delfino, de Burdeos. En su camino de fe se sitúa también el matrimonio. Se casó con Teresa, una mujer noble de Barcelona, con la que tuvo un hijo. Hubiera seguido siendo un buen laico cristiano, si la muerte del niño a los pocos días no lo hubiera sacudido interiormente, mostrándole que Dios tenía otro plan para su vida. Se sintió llamado a entregarse a Cristo en una rigurosa vida ascética.

Totalmente de acuerdo con su esposa Teresa, vendió sus bienes para ayudar a los pobres; ambos dejaron Aquitania y se fueron a vivir a Nola, junto a la basílica del protector san Félix, en casta fraternidad, según una forma de vida a la que se unieron también otros. El ritmo comunitario era típicamente monástico, pero san Paulino, que había sido ordenado presbítero en Barcelona, ejercía también el ministerio sacerdotal en favor de los peregrinos. Esto le granjeó la simpatía y la confianza de la comunidad cristiana que, al morir el obispo, hacia el año 409, lo eligió a él como sucesor en la cátedra de Nola.

Su actividad pastoral se intensificó, caracterizándose por una solicitud especial en favor de los pobres. Dejó la imagen de un auténtico pastor de la caridad, como lo describió san Gregorio Magno en el capítulo III de sus Diálogos, en el que presenta a san Paulino en el heroico gesto de ofrecerse como prisionero en lugar del hijo de una viuda. Desde el punto de vista histórico, se discute la veracidad del episodio, pero queda la figura de un obispo de gran corazón, que supo estar junto a su pueblo en las tristes contingencias de las invasiones bárbaras.

La conversión de san Paulino impresionó a sus contemporáneos. Su maestro Ausonio, poeta pagano, se sintió “traicionado”, y le dirigió palabras duras, reprochándole el “desprecio”, considerado irrazonable, de los bienes materiales, y la renuncia a su vocación literaria. San Paulino replicó que su generosidad con los pobres no significaba desprecio de los bienes terrenales, sino una valorización para el fin más elevado: la caridad.

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Por lo que se refiere a sus vocación literaria, san Paulino no había renunciado a su talento poético, que seguiría cultivando, sino a las fórmulas poéticas inspiradas en la mitología y en los ideales paganos. Una nueva estética regía ya su sensibilidad: era la belleza del Dios encarnado, crucificado y resucitado, de quien ahora se había convertido en trovador. En realidad, no había renunciado a la poesía, sino que ahora buscaba su inspiración en el Evangelio, como dice en este verso: “Para mí el único arte es la fe; y Cristo, mi poesía” (“At nobis ars una fides, et musica Christus“: Poesía XX, 32).

Sus poesías son cantos de fe y de amor, en los que la historia diaria de los pequeños y grandes acontecimientos se ve como historia de salvación, como historia de Dios con nosotros. Muchas de estas composiciones, las así llamadas “Poesías de Navidad”, están relacionadas con la fiesta anual del mártir san Félix, a quien había escogido como patrono celestial. Recordando a san Félix, quería glorificar a Cristo mismo, convencido de que la intercesión del santo le había alcanzado la gracia de la conversión: “Por tu luz, con gozo, he amado a Cristo” (Poesía XXI, 373). Expresó este mismo concepto ampliando el espacio del santuario con una nueva basílica, que mandó decorar de manera que las pinturas, ilustradas con oportunas explicaciones, se convirtieran para los peregrinos en una catequesis visual. En una poesía, dedicada a otro gran catequista, san Niceto de Remesiana, mientras lo acompañaba en una visita a sus basílicas, explicaba así su proyecto: “Ahora quiero que contemples la larga serie de pinturas de las paredes de los pórticos… Nos ha parecido útil representar con la pintura temas sagrados en toda la casa de san Félix, con la esperanza de que, al ver estas imágenes, la figura dibujada suscite el interés de las mentes asombradas de los campesinos” (Poesía XXVII, vv. 511.580-583). Todavía hoy se pueden admirar los vestigios de esas obras, que convierten al santo de Nola en una de las figuras de referencia de la arqueología cristiana.

En el cenobio de Cimitile la vida transcurría en pobreza y en oración, totalmente sumergida en la lectio divina. La Escritura leída, meditada y asimilada, era la luz a través de la cual el santo de Nola escrutaba su alma en su búsqueda de la perfección. A quienes se sorprendían por su decisión de abandonar los bienes materiales, les recordaba que ese gesto, en realidad, no representaba una plena conversión: “Abandonar o vender los bienes temporales que se poseen en este mundo no significa la culminación, sino sólo el inicio de la carrera en el estadio; no es, por así decir, la meta, sino sólo la salida. El atleta no gana cuando se despoja de la ropa, pues deja los vestidos para comenzar a luchar. Sólo recibe la corona de vencedor después de haber combatido como se debe” (cf. Carta XXIV, 7 a Sulpicio Severo).

Además de la ascesis y la palabra de Dios, la caridad: en la comunidad monástica los pobres se sentían en su casa. San Paulino no se limitaba a darles limosna: los acogía como si fueran Cristo mismo. Les había reservado un sector del monasterio; al obrar así, no tenía la impresión de dar, sino de recibir, en el intercambio de dones entre la acogida brindada y la gratitud hecha oración de aquellos a quienes ayudaba. A los pobres los llamaba sus “dueños” (cf. Carta XIII, 11 a Pammaquio) y, constatando que se alojaban en el piso inferior, solía decir que su oración constituía el fundamento de su casa (cf. Poesía XXI, 393-394).

San Paulino no escribió tratados de teología, pero sus poesías y su denso epistolario están llenos de una teología vivida, penetrada por la palabra de Dios, escrutada constantemente como luz para la vida. En particular, destaca en ella el sentido de la Iglesia como misterio de unidad. Vivía la comunión sobre todo a través de una profunda experiencia de la amistad espiritual. En este sentido, san Paulino fue un verdadero maestro, haciendo de su vida una encrucijada de espíritus elegidos: san Martín de Tours, san Jerónimo, san Ambrosio, san Agustín, Delfín de Burdeos, Niceto de Remesiana, Vitricio de Ruán, Rufino de Aquileya, Pammaquio, Sulpicio Severo y muchos más, unos más conocidos y otros menos.

En este clima surgieron las intensas páginas que dirigió a san Agustín. Independientemente del contenido de cada una de esas cartas, impresiona el entusiasmo con el que el santo de Nola canta la amistad misma, como manifestación del único cuerpo de Cristo animado por el Espíritu Santo. He aquí un significativo pasaje de los inicios de la correspondencia entre los dos amigos: “No es de sorprender que, a pesar de la lejanía, estemos unidos y de que sin habernos conocido nos conocemos, pues somos miembros de un solo cuerpo, tenemos una sola cabeza, hemos quedado inundados por una única gracia, vivimos de un solo pan, avanzamos por el mismo camino y vivimos en la misma casa” (Carta 6, 2).

Como puede verse, se trata de una bellísima descripción de lo que significa ser cristianos, ser cuerpo de Cristo, vivir en la comunión de la Iglesia. La teología de nuestro tiempo ha encontrado precisamente en el concepto de comunión la clave para enfocar el misterio de la Iglesia. El testimonio de san Paulino de Nola nos ayuda a experimentar la Iglesia tal como nos la presenta el concilio Vaticano II: como sacramento de la íntima unión con Dios y, así, de la unidad de todos nosotros, y por último de todo el género humano (cf. Lumen gentium, 1). Desde esta perspectiva os deseo a todos un feliz tiempo de Adviento.

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78 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El misterio de la Navidad

78 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL MISTERIO DE LA NAVIDAD

AUDIENCIA GENERAL DEL 19 DE DICIEMBRE DE 2007

El misterio de la Navidad

Queridos hermanos y hermanas: 

En estos días, a medida que nos acercamos a la gran fiesta de Navidad, la liturgia nos invita a intensificar nuestra preparación, poniéndonos a disposición muchos textos bíblicos del Antiguo y del Nuevo Testamento, que nos estimulan a comprender cada vez mejor el sentido y el valor de esta celebración anual.

La Navidad, por una parte, nos hace conmemorar el prodigio increíble del nacimiento del Hijo unigénito de Dios de la Virgen María en la cueva de Belén; y, por otra, nos exhorta también a esperar, velando y orando, a nuestro Redentor, que en el último día “vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos”.

Quizá hoy también nosotros, los creyentes, esperamos realmente al Juez; ahora bien, todos esperamos justicia. Vemos tantas injusticias en el mundo, en nuestro pequeño mundo, en casa, en el barrio, así como en el gran mundo de los Estados, de las sociedades. Y esperamos que se haga justicia. La justicia es un concepto abstracto:  se hace justicia. Nosotros esperamos que venga concretamente quien puede hacer justicia. En este sentido, oramos:  “Ven, Señor Jesucristo, como Juez. Ven a tu manera”.

El Señor sabe cómo entrar en el mundo y crear justicia. Pedimos que el Señor, el Juez, nos responda; que realmente cree justicia en el mundo. Esperamos justicia, pero no puede ser sólo expresión de una exigencia con respecto a los demás. Esperar justicia en el sentido cristiano significa sobre todo que nosotros mismos comenzamos a vivir ante los ojos del Juez, según los criterios del Juez; que comenzamos a vivir en su presencia, realizando la justicia en nuestra vida. Así, realizando la justicia, poniéndonos en presencia del Juez, esperamos la justicia en la realidad.

Este es el sentido del Adviento, de la vigilancia. La vigilancia del Adviento quiere decir vivir ante los ojos del Juez, preparándonos así nosotros mismos y preparando al mundo para la justicia. Por tanto, de esta manera, viviendo ante los ojos del Dios-Juez, podemos preparar al mundo para la venida de su Hijo, disponer el corazón para acoger “al Señor que viene”.

El Niño, a quien hace unos dos mil años adoraron los pastores en una cueva en la noche de Belén, no se cansa de visitarnos en la vida cotidiana, mientras como peregrinos nos encaminamos hacia el Reino. En su espera, el creyente se hace intérprete de las esperanzas de toda la humanidad; la humanidad anhela la justicia; así, aunque frecuentemente de una manera inconsciente, espera a Dios, espera la salvación que sólo Dios puede darnos. Para nosotros, los cristianos, esta espera se caracteriza por la oración asidua, como se muestra en la serie particularmente sugestiva de invocaciones que se nos proponen durante estos días de la Novena de Navidad tanto en el aleluya de la misa, como en la antífona antes del cántico del Magnificat en las Vísperas.

Cada una de las invocaciones, que imploran la venida de la Sabiduría, del Sol de justicia, del Dios-con-nosotros, contiene una oración dirigida al Esperado de los pueblos para que apresure su venida. Ahora bien, invocar el don del nacimiento del Salvador prometido significa también comprometerse para preparar el camino, para predisponer una digna morada no sólo en el ambiente en torno a nosotros, sino sobre todo en nuestra alma.

Natividad del Señor Murillo krouillong comunion en la mano sacrilegio

Dejándonos guiar por el evangelista san Juan, tratemos por tanto de dirigir en estos días nuestro pensamiento y nuestro corazón al Verbo eterno, al Logos, a la Palabra que se hizo carne y de cuya plenitud hemos recibido gracia sobre gracia (cf. Jn 1, 14.16). Esta fe en el Logos Creador, en la Palabra que creó el mundo, en Aquel que vino como un Niño, esta fe y su gran esperanza, por desgracia, hoy parecen alejadas de la realidad de la vida de cada día, pública o privada. Parece que esta verdad es demasiado grande. Nosotros mismos nos arreglamos según nuestras posibilidades, al menos eso es lo que parece. Pero así el mundo resulta cada vez más caótico e incluso violento:  lo comprobamos cada día. Y la luz de Dios, la luz de la Verdad, se apaga. La vida se vuelve oscura y sin brújula.

¡Qué importante es, por tanto, ser realmente creyentes! Como creyentes, reafirmemos con fuerza, con nuestra vida, el misterio de salvación que trae consigo la celebración de la Navidad de Cristo. En Belén se manifestó al mundo la Luz que ilumina nuestra vida; se nos reveló el Camino que nos lleva a la plenitud de nuestra humanidad. Si no se reconoce que Dios se hizo hombre, ¿qué sentido tiene festejar la Navidad? La celebración se vacía. Ante todo nosotros, los cristianos, debemos reafirmar con profunda y sentida convicción la verdad del Nacimiento de Cristo para testimoniar delante de todos la conciencia de un don inaudito que es riqueza no sólo para nosotros, sino para todos. De aquí brota el deber de la evangelización, que es precisamente comunicar esteeu-angelion, esta “buena nueva”. Es lo que ha recordado recientemente el documento de la Congregación para la doctrina de la fe titulado: “Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización“, que quiero presentar a vuestra reflexión y profundización personal y comunitaria.

Queridos amigos, en esta preparación inmediata a la Navidad, la oración de la Iglesia se hace más intensa, para que se realicen las esperanzas de paz, de salvación, de justicia, de las que el mundo tiene necesidad urgente. Pidamos a Dios que la violencia sea vencida con la fuerza del amor, que los enfrentamientos cedan el paso a la reconciliación, que la prepotencia se transforme en deseo de perdón, de justicia y de paz. Que los deseos de bondad y de amor que nos intercambiamos en estos días lleguen a todos los ambientes de nuestra vida cotidiana. Que la paz esté en nuestros corazones, para que se abran a la acción de la gracia de Dios. Que la paz reine en las familias, para que pasen la Navidad unidas ante el belén y el árbol lleno de luces. Que el mensaje de solidaridad y de acogida que brota de la Navidad contribuya a crear una sensibilidad más profunda ante las antiguas y nuevas formas de pobreza, ante el bien común, en el que todos estamos llamados a participar. Que todos los miembros de la comunidad familiar, en especial los niños, los ancianos, las personas más débiles, puedan sentir el calor de esta fiesta, y que se dilate después durante todos los días del año.

Que la Navidad sea para todos la fiesta de la paz y de la alegría:  alegría por el nacimiento del Salvador, Príncipe de la paz. Como los pastores, apresuremos ya desde ahora nuestro paso hacia Belén. Así, en el corazón de la Nochebuena también nosotros podremos contemplar al “Niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre”, junto con María y José (Lc 2, 12.16).

Pidamos al Señor que abra nuestra alma para que podamos entrar en el misterio de su Nacimiento. María, que donó su seno virginal al Verbo de Dios, que lo contempló niño entre sus brazos maternos, y que sigue ofreciéndolo a todos como Redentor del mundo, nos ayude a hacer de la próxima Navidad una ocasión de crecimiento en el conocimiento  y en el amor de Cristo. Este es el deseo que expreso con afecto a todos vosotros, que estáis aquí presentes, a vuestras familias y a vuestros seres queridos.

¡Feliz Navidad a todos!

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77 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Cristo, primogénito de toda criatura, primogénito de entre los muertos (Colosenses)

77 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: CRISTO, PRIMOGÉNITO DE TODA CRIATURA, PRIMOGÉNITO DE ENTRE LOS MUERTOS

AUDIENCIA GENERAL DEL 4 DE ENERO DE 2006

Cristo, primogénito de toda criatura, primogénito de entre los muertos

Queridos hermanos y hermanas: 

1. En esta primera audiencia general del nuevo año vamos a meditar el célebre himno cristológico que se encuentra en la carta a los Colosenses:  es casi el solemne pórtico de entrada de este rico escrito paulino, y es también un pórtico de entrada de este año. El himno propuesto a nuestra reflexión, es introducido con una amplia fórmula de acción de gracias (cf. vv. 3. 12-14), que nos ayuda a crear el clima espiritual para vivir bien estos primeros días del año 2006, así como nuestro camino a lo largo de todo el año nuevo (cf. vv. 15-20).

La alabanza del Apóstol, al igual que la nuestra, se eleva a “Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo” (v. 3), fuente de la salvación, que se describe primero de forma negativa como “liberación del dominio de las tinieblas” (v. 13), es decir, como “redención y perdón de los pecados” (v. 14), y luego de forma positiva como “participación en la herencia del pueblo santo en la luz” (v. 12) y como ingreso en “el reino de su Hijo querido” (v. 13).

2. En este punto comienza el grande y denso himno, que tiene como centro a Cristo, del cual se exaltan el primado y la obra tanto en la creación como en la historia de la redención (cf. vv. 15-20). Así pues, son dos los movimientos del canto. En el primero se presenta a Cristo como “primogénito de toda criatura” (v. 15). En efecto, él es la “imagen de Dios invisible”, y esta expresión encierra toda la carga que tiene el “icono” en la cultura de Oriente:  más que la semejanza, se subraya la intimidad profunda con el sujeto representado.

Cristo vuelve a proponer en medio de nosotros de modo visible al “Dios invisible” —en él vemos el rostro de Dios— a través de la naturaleza común que los une. Por esta altísima dignidad suya, Cristo  “es  anterior  a todo”, no sólo por ser eterno, sino también y sobre todo con su obra creadora y providente:  “Por medio de él fueron creadas todas las cosas:  celestes y terrestres, visibles e invisibles (…). Todo se mantiene en él” (vv. 16-17). Más aún, todas las cosas fueron creadas también “por él y para él” (v. 16).

Así san Pablo nos indica una verdad muy importante:  la historia tiene una meta, una dirección. La historia va hacia la humanidad unida en Cristo, va hacia el hombre perfecto, hacia el humanismo perfecto. Con otras palabras, san Pablo nos dice:  sí, hay progreso en la historia. Si queremos, hay una evolución de la historia. Progreso es todo lo que nos acerca a Cristo y así nos acerca a la humanidad unida, al verdadero humanismo. Estas indicaciones implican también un imperativo para nosotros:  trabajar por el progreso, que queremos todos. Podemos hacerlo trabajando por el acercamiento de los hombres a Cristo; podemos hacerlo configurándonos personalmente con Cristo, yendo así en la línea del verdadero progreso.

Cristo Resucitado Peter Paul Rubens krouillong comunion en la mano sacrilegio

Cristo Resucitado – Peter Paul Rubens

3. El segundo movimiento del himno (cf. Col 1, 18-20) está dominado por la figura de Cristo salvador dentro de la historia de la salvación. Su obra se revela ante todo al ser “la cabeza del cuerpo, de la Iglesia” (v. 18):  este es el horizonte salvífico privilegiado en el que se manifiestan en plenitud la liberación y la redención, la comunión vital que existe entre la cabeza y los miembros del cuerpo, es decir, entre Cristo y los cristianos. La mirada del Apóstol se dirige hasta la última meta hacia la que, como hemos dicho, converge la historia:  Cristo es el “primogénito de entre los muertos” (v. 18), es aquel que abre las puertas a la vida eterna, arrancándonos del límite de la muerte y del mal.

En efecto, este es el pleroma, la “plenitud” de vida y de gracia que reside en Cristo mismo, que a nosotros se nos dona y comunica (cf. v. 19). Con esta presencia vital, que nos hace partícipes de la divinidad, somos transformados interiormente, reconciliados, pacificados:  esta es una armonía de todo el ser redimido, en el que Dios será “todo en todos” (1 Co 15, 28). Y vivir como cristianos significa dejarse transformar interiormente hacia la forma de Cristo. Así se realiza la reconciliación, la pacificación.

4. A este grandioso misterio de la Redención le dedicamos ahora una mirada contemplativa y lo hacemos con las palabras de san Proclo de Constantinopla, que murió en el año 446. En su primera homilía sobre la Madre de Dios, María, presenta el misterio de la Redención como consecuencia de la Encarnación.

En efecto —dice san Proclo—, Dios se hizo hombre para salvarnos y así arrancarnos del poder de las tinieblas, a fin de llevarnos al reino de su Hijo querido, como recuerda este himno de la carta a los Colosenses. “El que nos ha redimido no es un simple hombre —comenta san Proclo—, pues todo el género humano era esclavo del pecado; pero tampoco era un Dios sin naturaleza humana, pues tenía un cuerpo. Si no se hubiera revestido de mí, no me habría salvado. Al encarnarse en el seno de la Virgen, se vistió de condenado. Allí se produjo el admirable intercambio:  dio el espíritu y tomó la carne” (8:  Testi mariani del primo millennio, I, Roma 1988, p. 561).

Por consiguiente, estamos ante la obra de Dios, que ha realizado la Redención precisamente por ser también hombre. Es el Hijo de Dios, salvador, pero a la vez es también nuestro hermano, y con esta cercanía nos comunica el don divino. Es realmente el Dios con nosotros. Amén.

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76 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Oración del Rey por la victoria y la paz (Salmo 143)

76 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: ORACIÓN DEL REY POR LA VICTORIA Y LA PAZ

AUDIENCIA GENERAL DEL 11 DE ENERO DE 2006

Oración del Rey por la victoria y la paz

1. Nuestro itinerario en el Salterio usado por la liturgia de las Vísperas llega ahora a un himno regio, el salmo 143, cuya primera parte se acaba de proclamar: en efecto, la liturgia propone este canto subdividiéndolo en dos momentos.

La primera parte (cf. vv. 1-8) manifiesta, de modo neto, la característica literaria de esta composición: el salmista recurre a citas de otros textos sálmicos, articulándolos en un nuevo proyecto de canto y de oración.

Precisamente porque este salmo es de época sucesiva, es fácil pensar que el rey exaltado no tiene ya los rasgos del soberano davídico, pues la realeza judía había acabado con el exilio de Babilonia en el siglo VI a.C., sino que representa la figura luminosa y gloriosa del Mesías, cuya victoria ya no es un acontecimiento bélico-político, sino una intervención de liberación contra el mal. No se habla del “mesías” —término hebreo para referirse al “consagrado”, como era el soberano—, sino del “Mesías” por excelencia, que en la relectura cristiana tiene el rostro de Jesucristo, “hijo de David, hijo de Abraham” (Mt 1, 1).

2. El himno comienza con una bendición, es decir, con una exclamación de alabanza dirigida al Señor, celebrado con una pequeña letanía de títulos salvíficos: es la roca segura y estable, es la gracia amorosa, es el alcázar protegido, el refugio defensivo, la liberación, el escudo que mantiene alejado todo asalto del mal (cf. Sal 143, 1-2). También se utiliza la imagen marcial de Dios que adiestra a los fieles para la lucha a fin de que sepan afrontar las hostilidades del ambiente, las fuerzas oscuras del mundo.

Ante el Señor omnipotente el orante, pese a su dignidad regia, se siente débil y frágil. Hace, entonces, una profesión de humildad, que se formula, como decíamos, con las palabras de los salmos 8 y 38. En efecto, siente que es “un soplo”, como una sombra que pasa, débil e inconsistente, inmerso en el flujo del tiempo que transcurre, marcado por el límite propio de la criatura (cf. Sal 143, 4).

3. Entonces surge la pregunta: ¿por qué Dios se interesa y preocupa de esta criatura tan miserable y caduca? A este interrogante (cf. v. 3) responde la grandiosa irrupción divina, llamada “teofanía”, a la que acompaña un cortejo de elementos cósmicos y acontecimientos históricos, orientados a celebrar la trascendencia del Rey supremo del ser, del universo y de la historia.

Los montes echan humo en erupciones volcánicas (cf. v. 5), los rayos son como saetas que desbaratan a los malvados (cf. v. 6), las “aguas caudalosas” del océano son símbolo del caos, del cual, sin embargo, es librado el rey por obra de la misma mano divina (cf. v. 7). En el fondo están los impíos, que dicen “falsedades” y “juran en falso” (cf. vv. 7-8), una representación concreta, según el estilo semítico, de la idolatría, de la perversión moral, del mal que realmente se opone a Dios y a sus fieles.

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4. Ahora, para nuestra meditación, consideraremos inicialmente la profesión de humildad que el salmista realiza y acudiremos a las palabras de Orígenes, cuyo comentario a este texto ha llegado a nosotros en la versión latina de san Jerónimo. “El salmista habla de la fragilidad del cuerpo y de la condición humana” porque “por lo que se refiere a la condición humana, el hombre no es nada.
“Vanidad de vanidades, todo es vanidad”, dijo el Eclesiastés”. Pero vuelve entonces la pregunta, marcada por el asombro y la gratitud: “”Señor, ¿qué es el hombre para que te fijes en él?”… Es gran felicidad para el hombre conocer a su Creador. En esto nos diferenciamos de las fieras y de los demás animales, porque sabemos que tenemos nuestro Creador, mientras que ellos no lo saben”.

Vale la pena meditar un poco estas palabras de Orígenes, que ve la diferencia fundamental entre el hombre y los demás animales en el hecho de que el hombre es capaz de conocer a Dios, su Creador; de que el hombre es capaz de la verdad, capaz de un conocimiento que se transforma en relación, en amistad. En nuestro tiempo, es importante que no nos olvidemos de Dios, junto con los demás conocimientos que hemos adquirido mientras tanto, y que son muchos. Pero resultan todos problemáticos, a veces peligrosos, si falta el conocimiento fundamental que da sentido y orientación a todo: el conocimiento de Dios creador.

Volvamos a Orígenes, que dice: “No podrás salvar esta miseria que es el hombre, si tú mismo no la tomas sobre ti. “Señor, inclina tu cielo y desciende”. Tu oveja perdida no podrá curarse si no la cargas sobre tus hombros… Estas palabras se dirigen al Hijo: “Señor, inclina tu cielo y desciende”… Has descendido, has abajado el cielo y has extendido tu mano desde lo alto, y te has dignado tomar sobre ti la carne del hombre, y muchos han creído en ti” (Orígenes Jerónimo, 74 omelie sul libro dei Salmi, Milán 1993, pp. 512-515).

Para nosotros, los cristianos, Dios ya no es, como en la filosofía anterior al cristianismo, una hipótesis, sino una realidad, porque Dios “ha inclinado su cielo y ha descendido”. El cielo es él mismo y ha descendido en medio de nosotros. Con razón, Orígenes ve en la parábola de la oveja perdida, a la que el pastor toma sobre sus hombros, la parábola de la Encarnación de Dios. Sí, en la Encarnación él descendió y tomó sobre sus hombros nuestra carne, a nosotros mismos. Así, el conocimiento de Dios se ha hecho realidad, se ha hecho amistad, comunión. Demos gracias al Señor porque “ha inclinado su cielo y ha descendido”, ha tomado sobre sus hombros nuestra carne y nos lleva por los caminos de nuestra vida.

El salmo, que partió de nuestro descubrimiento de que somos débiles y estamos lejos del esplendor divino, al final llega a esta gran sorpresa de la acción divina: a nuestro lado está el Dios-Emmanuel, que para los cristianos tiene el rostro amoroso de Jesucristo, Dios hecho hombre, hecho uno de nosotros.

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75 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: “Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”

75 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: DONDE DOS O TRES SE REÚNEN EN MI NOMBRE, ALLÍ ESTOY YO EN MEDIO DE ELLOS

AUDIENCIA GENERAL DEL 18 DE ENERO DE 2006

“Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”

“Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos” (Mt 18, 19). Esta solemne afirmación de Jesús a sus discípulos sostiene también nuestra oración. Hoy comienza la tradicional “Semana de oración por la unidad de los cristianos”, cita importante para reflexionar sobre el drama de la división de la comunidad cristiana y pedir juntos a Jesús mismo “que todos sean uno, para que el mundo crea” (Jn 17, 21). Lo hacemos hoy también nosotros, aquí, en sintonía con una gran multitud en el mundo. En efecto, la oración “por la unión de todos” implica en formas, tiempos y modos diversos a los católicos, a los ortodoxos y a los protestantes, unidos por la fe en Jesucristo, único Señor y Salvador.

La oración por la unidad forma parte del núcleo central que el concilio Vaticano II llama “el alma de todo el movimiento ecuménico” (Unitatis redintegratio, 8), núcleo que incluye precisamente las oraciones públicas y privadas, la conversión del corazón y la santidad de vida. Esta convicción nos lleva al centro del problema ecuménico, que es la obediencia al Evangelio para hacer la voluntad de Dios, con su ayuda, necesaria y eficaz. El Concilio lo señaló explícitamente a los fieles al declarar:  “Cuanto más estrecha sea su —nuestra— comunión con el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo, más íntima y fácilmente podrán aumentar la fraternidad mutua” (ib., 7).

Los elementos que, a pesar de la división permanente, unen aún a los cristianos permiten elevar una oración común a Dios. Esta comunión en Cristo sostiene todo el movimiento ecuménico e indica la finalidad misma de la búsqueda de la unidad de todos los cristianos en la Iglesia de Dios. Eso distingue el movimiento ecuménico de cualquier otra iniciativa de diálogo y de relaciones con otras religiones e ideologías. También en esto fue precisa la enseñanza del decreto sobre el ecumenismo del concilio Vaticano II:  “Participan en este movimiento de unidad, llamado ecuménico, los que invocan al Dios Trino y confiesan a Jesús como Señor y Salvador” (ib., 1).

Las oraciones comunes que se realizan  en  el  mundo entero, especialmente en este período o en torno a Pentecostés, expresan, además, la voluntad de  compromiso común por el restablecimiento  de la comunión plena de todos los cristianos. “Estas oraciones en común  son  un medio sumamente eficaz para pedir la gracia de la unidad” (ib., 8). Con esta afirmación, el concilio Vaticano II interpreta fundamentalmente lo que dice Jesús a sus discípulos, asegurándoles que si dos se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo al Padre que está en los cielos, él se lo concederá “porque” donde dos o tres se reúnen en su nombre él está en medio de ellos.

Después de la resurrección les asegura también que estará siempre con ellos “todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). La  presencia  de Jesús en la comunidad de los discípulos y en nuestra oración es lo que garantiza su eficacia, hasta el punto de prometer:  “Todo lo que atéis en la tierra quedará atado  en  el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo” (Mt 18, 18).

Pero no nos limitemos a pedir. También podemos dar gracias al Señor por la  nueva  situación que, con gran esfuerzo, se ha creado en las relaciones ecuménicas entre los cristianos, con una renovada fraternidad, por los fuertes vínculos de solidaridad que se han establecido, por el crecimiento de la comunión y por las convergencias alcanzadas —ciertamente de modo desigual— entre los diversos diálogos. Hay muchos motivos para dar gracias. Y aunque queda mucho por esperar y por hacer, no olvidemos que Dios nos ha dado mucho en el camino hacia la unión. Por eso, le agradecemos esos dones. El futuro está ante nosotros. El Santo Padre Juan Pablo II, de feliz memoria, que tanto hizo y sufrió por la cuestión ecuménica, nos enseñó oportunamente que “reconocer lo que Dios ya ha concedido es condición que nos predispone a recibir aquellos dones aún indispensables para llevar a término la obra ecuménica de la unidad” (Ut unum sint, 41). Por tanto, hermanos y hermanas, sigamos orando para que seamos conscientes de que la santa causa del restablecimiento de la unidad de los cristianos supera nuestras pobres fuerzas humanas y que, en último término, la unidad es don de Dios.

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En este sentido y con esos sentimientos, el miércoles próximo, 25 de enero, fiesta de la Conversión del Apóstol de los gentiles, siguiendo las huellas del Papa Juan Pablo II, acudiré a la basílica de San Pablo extramuros para orar con los hermanos ortodoxos y protestantes:  orar para dar gracias por todo lo que el Señor nos ha concedido; orar para que el Señor nos guíe en el camino hacia la unidad.

Además, ese mismo día, el 25 de enero, se publicará por fin mi primera encíclica, cuyo título ya es conocido:  “Deus caritas est”, “Dios es amor”. El tema no es directamente ecuménico, pero el marco y el telón de fondo son ecuménicos, porque Dios y nuestro amor son la condición de la unidad de los cristianos. Son la condición de la paz en el mundo.

En esta encíclica quiero mostrar el concepto de amor en sus diversas dimensiones. Hoy, en la terminología que se conoce, “amor” aparece a menudo muy lejano de lo que piensa un cristiano al hablar de caridad. Por mi parte, quiero mostrar que se trata de un único movimiento con varias dimensiones. El “eros”, don del amor entre un hombre y una mujer, viene de la misma fuente, la bondad del Creador, así como la posibilidad de un amor que renuncia a sí mismo en favor del otro. El “eros” se transforma en “agape” en la medida en que los dos se aman realmente y uno ya no se busca a sí mismo, su alegría, su placer, sino que busca sobre todo el bien del otro. Y así este amor, que es “eros”, se transforma en caridad, en un camino de purificación, de profundización. A partir de la propia familia se abre hacia la familia más grande:  hacia la familia de la sociedad, hacia la familia de la Iglesia, hacia la familia del mundo.

También trato de demostrar que el acto personalísimo que nos viene de Dios es un único acto de amor. Este acto debe expresarse también como acto eclesial, organizativo. Si realmente es verdad que la Iglesia es expresión del amor de Dios, del amor que Dios tiene por su criatura humana, debe ser también verdad que el acto fundamental de la fe que crea y une a la Iglesia y nos da la esperanza de la vida eterna y de la presencia de Dios en el mundo, engendra un acto eclesial. En la práctica, la Iglesia, también como Iglesia, como comunidad, de modo institucional, debe amar. Y esta “caritas” no es pura organización, como otras organizaciones filantrópicas, sino expresión necesaria del acto más profundo del amor personal con que Dios nos ha creado, suscitando en nuestro corazón el impulso hacia el amor, reflejo del Dios Amor, que nos hace a su imagen.

La preparación y traducción del texto ha requerido bastante tiempo. Ahora me parece un don de la Providencia el hecho de que el texto se publique precisamente en el día en que oraremos por la unidad de los cristianos. Espero que ilumine y ayude a nuestra vida cristiana.

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74 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Oración del Rey (Salmo 143)

74 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: ORACIÓN DEL REY (SALMO 143)

AUDIENCIA GENERAL DEL 25 DE ENERO DE 2006

Oración del Rey

Queridos hermanos y hermanas:

1. Concluye hoy la Semana de oración por la unidad de los cristianos, durante la cual hemos reflexionado en la necesidad de pedir constantemente al Señor el gran don de la unidad plena entre todos los discípulos de Cristo. En efecto, la oración contribuye de modo esencial a hacer más sincero y fructífero el compromiso ecuménico común de las Iglesias y comunidades eclesiales.
En este encuentro queremos reanudar la meditación sobre el salmo 143, que la liturgia de las Vísperas nos propone en dos momentos distintos  (cf. vv. 1-8 y vv. 9-15). Tiene el tono de un himno; y también en este segundo movimiento del salmo entra en escena la figura del “Ungido”, es decir, del “Consagrado” por excelencia, Jesús, que atrae a todos hacia sí para hacer de todos “uno” (cf. Jn 17, 11. 21). Con razón, la escena que dominará el canto estará marcada por la prosperidad y la paz, los símbolos típicos de la era mesiánica.

2. Por esto, el cántico se define como “nuevo”, término que en el lenguaje bíblico no indica tanto la novedad exterior de las palabras, cuanto la plenitud última que sella la esperanza (cf. v. 9). Así pues, se canta la meta de la historia, en la que por fin callará la voz del mal, que el salmista describe como “falsedades” y “jurar en falso”, expresiones que aluden a la idolatría (cf. v. 11).

Pero después de este aspecto negativo se presenta, con un espacio mucho mayor, la dimensión positiva, la del nuevo mundo feliz que está a punto de llegar. Esta es la verdadera shalom, es decir, la “paz” mesiánica, un horizonte luminoso que se articula en una sucesión de escenas de vida social:  también para nosotros pueden convertirse en auspicio de la creación de una sociedad más justa.

3. En primer lugar está la familia (cf. v. 12), que se basa en la vitalidad de la generación. Los hijos, esperanza del futuro, se comparan a árboles robustos; las hijas se presentan como columnas sólidas que sostienen el edificio de la casa, semejantes a las de un templo. De la familia se pasa a la vida económica, al campo con sus frutos conservados en silos, con las praderas llenas de rebaños que pacen, con los bueyes que avanzan en los campos fértiles (cf. vv. 13-14).

La mirada pasa luego a la ciudad, es decir, a toda la comunidad civil, que por fin goza del don valioso de la paz y de la tranquilidad pública. En efecto, desaparecen para siempre las “brechas” que los invasores abren en las murallas de las plazas durante los asaltos; acaban las “incursiones”, que implican saqueos y deportaciones, y, por último, ya no se escucha el “gemido” de los desesperados, de los heridos, de las víctimas, de los huérfanos, triste legado de las guerras (cf. v. 14).

benedicto XVI castel gandolfo enciclicas oraciones exhortaciones apostolicas krouillong sacrilega comunion en la mano 84. Este retrato de un mundo diverso, pero posible, se encomienda a la obra del Mesías y también a la de su pueblo. Todos juntos, bajo la guía del Mesías Cristo, debemos trabajar por este proyecto de armonía y paz, cesando la acción destructora del odio, de la violencia, de la guerra. Sin embargo, hay que hacer una opción, poniéndose de parte del Dios del amor y de la justicia.

Por esto el Salmo concluye con las palabras:  “Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor”. Dios es el bien de los bienes, la condición de todos los demás bienes. Sólo un pueblo que conoce a Dios y defiende los valores espirituales y morales puede realmente ir hacia una paz profunda y convertirse también en una fuerza de paz para el mundo, para los demás pueblos. Y, por tanto, puede entonar con el salmista el “cántico nuevo”, lleno de confianza y esperanza. Viene espontáneamente a la mente la referencia a la nueva alianza, a la novedad misma que es Cristo y su Evangelio.

Es lo que nos recuerda san Agustín. Leyendo este salmo, interpreta también las palabras:  “tocaré para ti el arpa de diez cuerdas”. El arpa de diez cuerdas es para él la ley compendiada en los diez mandamientos. Pero debemos encontrar la clave correcta de estas diez cuerdas, de estos diez mandamientos. Y, como dice san Agustín, estas diez cuerdas, los diez mandamientos, sólo resuenan bien si vibran con la caridad del corazón. La caridad es la plenitud de la ley. Quien vive los mandamientos como dimensión de la única caridad, canta realmente el “cántico nuevo”. La caridad que nos une a los sentimientos de Cristo es el verdadero “cántico nuevo” del “hombre nuevo”, capaz de crear también un “mundo nuevo”. Este salmo nos invita a cantar “con el arpa de diez cuerdas” con corazón nuevo, a cantar con los sentimientos de Cristo, a vivir los diez mandamientos en la dimensión del amor, contribuyendo así a la paz y a la armonía del mundo (cf. Esposizioni sui salmi, 143, 16:  Nuova Biblioteca Agostiniana, XXVIII, Roma 1977, p. 677).

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73 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Himno a la grandeza y bondad de Dios (Salmo 144)

73 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: HIMNO A LA GRANDEZA Y BONDAD DE DIOS (SALMO 144)

AUDIENCIA GENERAL DEL 1 DE FEBRERO DE 2006

Himno a la grandeza y bondad de Dios

Queridos hermanos y hermanas:

1. Acabamos de orar con la plegaria del salmo 144, una gozosa alabanza al Señor que es ensalzado como soberano amoroso y tierno, preocupado por todas sus criaturas. La liturgia nos propone este himno en dos momentos distintos, que corresponden también a los dos movimientos poéticos y espirituales del mismo salmo. Ahora reflexionaremos en la primera parte, que corresponde a los versículos 1-13.

Este salmo es un canto elevado al Señor, al que se invoca y describe como “rey” (cf. Sal 144, 1), una representación divina que aparece con frecuencia en otros salmos (cf. Sal 46; 92; 95; y 98). Más aún, el centro espiritual de nuestro canto está constituido precisamente por una celebración intensa y apasionada de la realeza divina. En ella se repite cuatro veces —como para indicar los cuatro puntos cardinales del ser y de la historia— la palabra hebrea malkut, “reino” (cf. Sal 144, 11-13).

Sabemos que este simbolismo regio, que será central también en la predicación de Cristo, es la expresión del proyecto salvífico de Dios, el cual no es indiferente ante la historia humana; al contrario, con respecto a ella tiene el deseo de realizar con nosotros y por nosotros un proyecto de armonía y paz. Para llevar a cabo este plan se convoca también a la humanidad entera, a fin de que cumpla la voluntad salvífica divina, una voluntad que se extiende a todos los “hombres”, a “todas las generaciones” y a “todos los siglos”. Una acción universal, que arranca el mal del mundo y establece en él la “gloria” del Señor, es decir, su presencia personal eficaz y trascendente.

2. Hacia este corazón del Salmo, situado precisamente en el centro de la composición, se dirige la alabanza orante del salmista, que se hace portavoz de todos los fieles y quisiera ser hoy el portavoz de todos nosotros. En efecto, la oración bíblica más elevada es la celebración de las obras de salvación que revelan el amor del Señor con respecto a sus criaturas. En este salmo  se  sigue exaltando “el nombre” divino, es decir, su persona (cf. vv. 1-2), que se manifiesta en su actuación histórica:  en concreto se habla de “obras”, “hazañas”, “maravillas”, “fuerza”, “grandeza”, “justicia”,  “paciencia”,  “misericordia”,  “gracia”, “bondad” y “ternura”.

Es una especie de oración, en forma de letanía, que proclama la intervención de Dios en la historia humana  para  llevar a toda la realidad creada a una plenitud salvífica. Nosotros no estamos a merced de fuerzas oscuras, ni vivimos de forma solitaria nuestra libertad, sino que dependemos de la acción del Señor, poderoso y amoroso, que tiene para nosotros un plan, un “reino” por instaurar (cf. v. 11).

benedicto XVI castel gandolfo enciclicas oraciones exhortaciones apostolicas krouillong sacrilega comunion en la mano sacrilegio3. Este “reino” no consiste en poder y dominio, triunfo y opresión, como por desgracia sucede a menudo en los reinos terrenos, sino que es la sede de una manifestación de piedad, de ternura, de bondad, de gracia, de justicia, como se reafirma en repetidas ocasiones a lo largo de los versículos que contienen la alabanza.

La síntesis de este retrato divino se halla en el versículo 8:  el Señor es “lento a la cólera y rico en piedad”. Estas palabras evocan la presentación que hizo Dios de sí mismo en el Sinaí, cuando dijo:  “El Señor, el Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad” (Ex 34, 6). Aquí tenemos una preparación de la profesión de fe en Dios que hace el apóstol san Juan, cuando nos dice sencillamente que es Amor:  “Deus caritas est” (1 Jn 4, 8. 16).

4. Además de reflexionar en estas hermosas palabras, que nos muestran a un Dios “lento a la cólera y rico en piedad”, siempre dispuesto a perdonar y ayudar, centramos también nuestra atención en el siguiente versículo, un texto hermosísimo:  “el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas” (v. 9). Se trata de palabras que conviene meditar, palabras de consuelo, con las que el Señor nos da una certeza para nuestra vida.

A este propósito, san Pedro Crisólogo (380 ca. 450 ca.) en el Segundo discurso sobre el ayuno:  “”Son grandes las obras del Señor”. Pero esta grandeza que vemos en la grandeza de la creación, este poder es superado por la grandeza de la misericordia. En efecto, el profeta dijo:  “Son grandes las obras de Dios”; y en otro pasaje añade:  “Su misericordia es superior a todas sus obras”. La misericordia, hermanos, llena el cielo y llena la tierra. (…) Precisamente por eso, la grande, generosa y única misericordia de Cristo, que reservó cualquier juicio para el último día, asignó todo el tiempo del hombre a la tregua de la penitencia. (…) Precisamente por eso, confía plenamente en la misericordia el profeta que no confiaba en su propia justicia:  “Misericordia, Dios mío —dice— por tu bondad” (Sal 50, 3)” (42, 4-5:  Discursos 1-62 bis, Scrittori dell area santambrosiana, 1, Milán-Roma 1996, pp. 299. 301).

Así decimos también nosotros al Señor:  “Misericordia, Dios mío, por tu bondad”.

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72 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Tu reino es un reino eterno (Salmo 144, 14-21)

72 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: TU REINO ES UN REINO ETERNO (SALMO 144, 14-21)

AUDIENCIA GENERAL DEL 8 DE FEBRERO DE 2006

Tu reino es un reino eterno

1. Siguiendo la liturgia, que lo divide en dos partes, volvemos a reflexionar sobre el salmo 144, un canto admirable en honor del Señor, rey amoroso y solícito con sus criaturas. Ahora queremos meditar en la segunda sección de este salmo:  son los versículos 14-21, que recogen el tema fundamental del primer movimiento del himno.

Allí se exaltaban la piedad, la ternura, la fidelidad y la bondad divina, que se extienden a la humanidad entera, implicando a todas las criaturas. Ahora el salmista centra su atención en el amor que el Señor siente, en particular, por los pobres y los débiles. La realeza divina no es lejana y altanera, como a veces puede suceder en el ejercicio del poder humano. Dios expresa su realeza mostrando su solicitud por las criaturas más frágiles e indefensas.

2. En efecto, Dios es ante todo un Padre que “sostiene a los que van a caer” y levanta a los que ya habían caído en el polvo de la humillación (cf. v. 14). En consecuencia, los seres vivos se dirigen al Señor casi como mendigos hambrientos y él, como padre solícito, les da el alimento que necesitan para vivir (cf. v. 15).

En este punto aflora a los labios del orante la profesión de fe en las dos cualidades divinas por excelencia:  la justicia y la santidad. “El Señor es justo en todos sus caminos, es santo en todas sus acciones” (v. 17). En hebreo se usan dos adjetivos típicos para ilustrar la alianza establecida entre Dios y su pueblo:  saddiq y hasid. Expresan la justicia que quiere salvar y librar del mal, y la fidelidad, que es signo de la grandeza amorosa del Señor.

3. El salmista se pone de parte de los beneficiados, a los que define con diversas expresiones; son términos que constituyen, en la práctica, una representación del verdadero creyente. Este “invoca” al Señor con una oración confiada, lo “busca” en la vida “sinceramente” (cf. v. 1), “teme” a su Dios, respetando su voluntad y obedeciendo su palabra (cf. v. 19), pero sobre todo lo “ama”, con la seguridad de que será acogido bajo el manto de su protección y de su intimidad (cf. v. 20).

Así, el salmista concluye el himno de la misma forma en que lo había comenzado:  invitando a alabar y bendecir al Señor y su “nombre”, es decir, su persona viva y santa, que actúa y salva en el mundo y en la historia; más aún, invitando a todas las criaturas marcadas por el don de la vida a asociarse a la alabanza orante del fiel:  “Todo viviente bendiga su santo nombre, por siempre jamás” (v. 21).
Es una especie de canto perenne que se debe elevar desde la tierra hasta el cielo; es la celebración comunitaria del amor universal de Dios, fuente de paz, alegría y salvación.

benedicto XVI castel gandolfo enciclicas oraciones exhortaciones apostolicas krouillong sacrilega comunion en la mano aparecida4. Para concluir nuestra reflexión, volvamos al consolador versículo que dice:  “Cerca está el Señor de los que lo invocan, de los que lo invocan sinceramente” (v. 18). Esta frase, en especial, la utilizaba con frecuencia Barsanufio de Gaza, un asceta que murió hacia mediados del siglo VI, al que buscaban los monjes, los eclesiásticos y los laicos por la sabiduría de su discernimiento.

Así, por  ejemplo, a un  discípulo que le expresaba el deseo “de buscar las causas de las diversas tentaciones que lo habían asaltado”, Barsanufio le respondió:  “Hermano Juan, no temas para nada las tentaciones que han surgido contra ti para probarte, porque el Señor no permitirá que caigas en ellas. Por eso, cuando te venga una de esas tentaciones, no te esfuerces por averiguar de qué se trata; lo que debes hacer es invocar el nombre de Jesús:  “Jesús ayúdame” y él te escuchará porque “cerca  está  el  Señor  de los que lo invocan”. No te desalientes; al contrario, corre con fuerza y llegarás a la meta, en nuestro Señor Jesucristo” (Barsanufio y Juan de Gaza, Epistolario, 39:  Colección de Textos Patrísticos, XCIII, Roma 1991, p. 109).

Y estas palabras de ese antiguo Padre valen también para nosotros. En nuestras dificultades, problemas y tentaciones, no debemos simplemente hacer una reflexión teórica —¿de dónde vienen?—; debemos reaccionar de forma positiva:  invocar al Señor, mantener el contacto vivo con el Señor. Más aún, debemos invocar el nombre de Jesús:  “Jesús, ayúdame”. Y estemos seguros de que él nos escucha, porque está cerca de los que lo buscan. No nos desanimemos; si corremos con fuerza, como dice este Padre, también nosotros llegaremos a la meta de nuestra vida, Jesús, nuestro Señor.

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71 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: “Magníficat” Cántico de la santísima Virgen María

71 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: MAGNIFICAT, CÁNTICO DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

AUDIENCIA GENERAL DEL 15 DE FEBRERO DE 2006

La audiencia general del miércoles 15 de febrero se celebró en dos momentos sucesivos:  el primero en la basílica de San Pedro y el segundo en la sala Pablo VI.  En el templo vaticano se habían congregado seis mil estudiantes italianos, y una gran peregrinación (mil ochocientos fieles), organizada por la familia religiosa de “Frères de Saint-Jean”.

En la basílica de San Pedro 

Saludo con afecto a todos los queridos estudiantes procedentes de varias partes de Italia. En particular, saludo a los alumnos y profesores de las Escuelas de Ostia Lido, del instituto del Sagrado Corazón de Caserta y del instituto Santa Dorotea de Roma.

Queridos amigos, como sabéis, recientemente se publicó mi primera encíclica, titulada Deus caritas est, en la que recuerdo que el amor de Dios es la fuente y el motivo de nuestra verdadera alegría. Invito a cada uno a comprender y acoger cada vez más este Amor, que cambia la vida y os hace testigos creíbles del Evangelio. Así llegaréis a ser auténticos amigos de Jesús y fieles apóstoles suyos.

Sobre todo a las personas más débiles y necesitadas debemos hacerles sentir la ternura del Corazón de Dios; no olvidéis que cada uno de nosotros, al difundir la caridad divina, contribuye a construir un mundo más justo y solidario.

Me complace saludar esta mañana a los miembros y amigos de la Congregación Saint-Jean, con ocasión de su trigésimo aniversario, acompañados por los priores generales y por el padre Marie-Dominique Philippe. Que vuestra peregrinación sea un tiempo de renovación, esforzándoos por analizar lo que habéis vivido, a fin de sacar las enseñanzas y realizar un discernimiento cada vez más profundo de las vocaciones que se presentan y de las misiones que debéis realizar, colaborando confiadamente con los pastores de las Iglesias locales. Que el señor os haga crecer en santidad, con la ayuda de María y del discípulo amado.

* * *

En la sala Pablo VI

“Magníficat” Cántico de la santísima Virgen María

Queridos hermanos y hermanas:

1. Hemos llegado ya al final del largo itinerario que comenzó, hace exactamente cinco años, en la primavera del año 2001, mi amado predecesor el inolvidable Papa Juan Pablo II. Este gran Papa quiso recorrer en sus catequesis toda la secuencia de los salmos y los cánticos que constituyen el entramado fundamental de oración de la liturgia de las Laudes y las Vísperas.

Al terminar la peregrinación por esos textos, que ha sido como un viaje al jardín florido de la alabanza, la invocación, la oración y la contemplación, hoy reflexionaremos sobre el Cántico con el que se concluye idealmente toda celebración de las Vísperas:  elMagníficat (cf. Lc 1, 46-55).
Es un canto que revela con acierto la espiritualidad de los anawim bíblicos, es decir, de los fieles que se reconocían “pobres” no sólo por su alejamiento de cualquier tipo de idolatría de la riqueza y del poder, sino también por la profunda humildad de su corazón, rechazando la tentación del orgullo, abierto a la irrupción de la gracia divina salvadora. En efecto, todo el Magníficat, que acabamos de escuchar cantado por el coro de la Capilla Sixtina, está marcado por esta “humildad”, en griego tapeinosis, que indica una situación de humildad y pobreza concreta.

2. El primer movimiento del cántico mariano (cf. Lc 1, 46-50) es una especie de voz solista que se eleva hacia el cielo para llegar hasta el Señor. Escuchamos precisamente la voz de la Virgen que habla así de su Salvador, que ha hecho obras grandes en su alma y en su cuerpo. En efecto, conviene notar que el cántico está compuesto en primera persona:  “Mi alma… Mi espíritu… Mi Salvador… Me felicitarán… Ha hecho obras grandes por mí…”. Así pues, el alma de la oración es la celebración de la gracia divina, que ha irrumpido en el corazón y en la existencia de María, convirtiéndola en la Madre del Señor.

La estructura íntima de su canto orante es, por consiguiente, la alabanza, la acción de gracias, la alegría, fruto de la gratitud. Pero este testimonio personal no es solitario e intimista, puramente individualista, porque la Virgen Madre es consciente de que tiene una misión que desempeñar en favor de la humanidad y de que su historia personal se inserta en la historia de la salvación. Así puede decir:  “Su misericordia llega a sus fieles de generación en generación” (v. 50). Con esta alabanza al Señor, la Virgen se hace portavoz de todas las criaturas redimidas, que, en su “fiat” y así en la figura de Jesús nacido de la Virgen, encuentran la misericordia de Dios.

3. En este punto se desarrolla el segundo movimiento poético y espiritual del Magníficat (cf. vv. 51-55). Tiene una índole más coral, como si a la voz de María se uniera la de la comunidad de los fieles que celebran las sorprendentes elecciones de Dios. En el original griego, el evangelio de san Lucas tiene siete verbos en aoristo, que indican otras tantas acciones que el Señor realiza de modo permanente en la historia:  “Hace proezas…; dispersa a los soberbios…; derriba del trono a los poderosos…; enaltece a los humildes…; a los hambrientos los colma de bienes…; a los ricos los despide vacíos…; auxilia a Israel”.

En estas siete acciones divinas es evidente el “estilo” en el que el Señor de la historia inspira su comportamiento:  se pone de parte de los últimos. Su proyecto a menudo está oculto bajo el terreno opaco de las vicisitudes humanas, en las que triunfan “los soberbios, los poderosos y los ricos”. Con todo, está previsto que su fuerza secreta se revele al final, para mostrar quiénes son los verdaderos predilectos de Dios:  “Los que le temen”, fieles a su palabra, “los humildes, los que tienen hambre, Israel su siervo”, es decir, la comunidad del pueblo de Dios que, como María, está formada por los que son “pobres”, puros y sencillos de corazón. Se trata del “pequeño rebaño”, invitado a no temer, porque al Padre le ha complacido darle su reino (cf. Lc 12, 32). Así, este cántico nos invita a unirnos a este pequeño rebaño, a ser realmente miembros del pueblo de Dios con pureza y sencillez de corazón, con amor a Dios.

Magnificat Cantico de la Virgen Mari Maulbertsch krouillong comunion en la mano sacrilegio4. Acojamos ahora la invitación que nos dirige san Ambrosio en su comentario al texto del Magníficat. Dice este gran doctor de la Iglesia:  “Cada uno debe tener el alma de María para proclamar la grandeza del Señor, cada uno debe tener el espíritu de María para alegrarse en Dios. Aunque, según la carne, sólo hay una madre de Cristo, según la fe todas las almas engendran a Cristo, pues cada una acoge en sí al Verbo de Dios… El alma de María proclama la grandeza del Señor, y su espíritu se alegra en Dios, porque, consagrada con el alma y el espíritu al Padre y al Hijo, adora con devoto afecto a un solo Dios, del que todo proviene, y a un solo Señor, en virtud del cual existen todas las cosas” (Esposizione del Vangelo secondo Luca, 2, 26-27:  SAEMO, XI, Milán-Roma 1978, p. 169).

En este estupendo comentario de san Ambrosio sobre el Magníficat siempre me impresionan de modo especial las sorprendentes palabras:  “Aunque, según la carne, sólo hay una madre de Cristo, según la fe todas las almas engendran a Cristo, pues cada una acoge en sí al Verbo de Dios”. Así el santo doctor, interpretando las palabras de la Virgen misma, nos invita a hacer que el Señor encuentre una morada en nuestra alma y en nuestra vida. No sólo debemos llevarlo en nuestro corazón; también debemos llevarlo al mundo, de forma que también nosotros podamos engendrar a Cristo para nuestros tiempos. Pidamos al Señor que nos ayude a alabarlo con el espíritu y el alma de María, y a llevar de nuevo a Cristo a nuestro mundo.

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70 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: La Cátedra de San Pedro don de Cristo a su Iglesia

70 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: LA CÁTEDRA DE SAN PEDRO DON DE CRISTO A SU IGLESIA

AUDIENCIA GENERAL DEL 22 DE FEBRERO DE 2006

La audiencia general del miércoles 22 de febrero se celebró en dos momentos sucesivos:  el primero en la basílica de San Pedro y el segundo en la sala Pablo VI

En la Basílica de San Pedro

Queridos amigos, deseo dar una cordial bienvenida a todos los presentes en esta basílica, cuyo ábside hoy está adornado e iluminado con ocasión de la fiesta de la Cátedra del apóstol Pedro. En particular, os saludo a vosotros, queridos estudiantes y profesores del colegio San Francisco de Lodi, que conmemoráis el cuarto centenario de vuestra escuela, fundada por los padres barnabitas; así como a vosotros, queridos alumnos y profesores del instituto María Inmaculada de Roma.

La fiesta de hoy, que nos invita a mirar a la Cátedra de san Pedro, nos estimula a alimentar la vida personal y comunitaria con la fe fundada en el testimonio de san Pedro y de los demás Apóstoles. Si imitáis su ejemplo, también vosotros, queridos amigos, podréis ser testigos de Cristo en la Iglesia y en el mundo.

* * *

En la sala Pablo VI

La Cátedra de San Pedro don de Cristo a su Iglesia

Queridos hermanos y hermanas: 

La liturgia latina celebra hoy la fiesta de la Cátedra de San Pedro. Se trata de una tradición muy antigua, atestiguada en Roma desde el siglo IV, con la que se da gracias a Dios por la misión encomendada al apóstol san Pedro y a sus sucesores. La “cátedra”, literalmente, es la sede fija del obispo, puesta en la iglesia madre de una diócesis, que por eso se llama “catedral”, y es el símbolo de la autoridad del obispo, y en particular de su “magisterio”, es decir, de la enseñanza evangélica que, en cuanto sucesor de los Apóstoles, está llamado a conservar y transmitir a la comunidad cristiana. Cuando el obispo toma posesión de la Iglesia particular que le ha sido encomendada, llevando la mitra y el báculo pastoral, se sienta en la cátedra. Desde esa sede guiará, como maestro y pastor, el camino de los fieles en la fe, en la esperanza y en la caridad.

¿Cuál fue, por tanto, la “cátedra” de san Pedro? Elegido por Cristo como “roca” sobre la cual edificar la Iglesia (cf. Mt 16, 18), comenzó su ministerio en Jerusalén, después de la Ascensión del Señor y de Pentecostés. La primera “sede” de la Iglesia fue el Cenáculo, y es probable que en esa sala, donde también María, la Madre de Jesús, oró juntamente con los discípulos, a Simón Pedro le tuvieran reservado un puesto especial.

Sucesivamente, la sede de Pedro fue Antioquía, ciudad situada a orillas del río Oronte, en Siria (hoy en Turquía), en aquellos tiempos tercera metrópoli del imperio romano, después de Roma y Alejandría en Egipto. De esa ciudad, evangelizada por san Bernabé y san Pablo, donde “por primera vez, los discípulos recibieron el nombre de cristianos” (Hch 11, 26), por tanto, donde nació el nombre de cristianos para nosotros, san Pedro fue el primer obispo, hasta el punto de que el Martirologio romano, antes de la reforma del calendario, preveía también una celebración específica de la Cátedra de San Pedro en Antioquía.

Desde allí la Providencia llevó a Pedro a Roma. Por tanto, tenemos el camino desde Jerusalén, Iglesia naciente, hasta Antioquía, primer centro de la Iglesia procedente de los paganos, y todavía unida con la Iglesia proveniente de los judíos. Luego Pedro se dirigió a Roma, centro del Imperio, símbolo del “Orbis” —la “Urbs” que expresa el “Orbis”, la tierra—, donde concluyó con el martirio su vida al servicio del Evangelio. Por eso, la sede de Roma, que había recibido el mayor honor, recogió también el oficio encomendado por Cristo a Pedro de estar al servicio de todas las Iglesias particulares para la edificación y la unidad de todo el pueblo de Dios.

Así, la sede de Roma, después de estas emigraciones de san Pedro, fue reconocida como la del sucesor de Pedro, y la “cátedra” de su obispo representó la del Apóstol encargado por Cristo de apacentar a todo su rebaño. Lo atestiguan los más antiguos Padres de la Iglesia, como por ejemplo san Ireneo, obispo de Lyon, pero que venía de Asia menor, el cual, en su tratado Contra las herejías, describe la Iglesia de Roma como “la más grande, más antigua y más conocida por todos, que la fundaron y establecieron los más gloriosos apóstoles Pedro y Pablo”; y añade:  “Con esta Iglesia, a causa de su origen más excelente, debe necesariamente estar de acuerdo toda la Iglesia, es decir, los fieles de todas partes” (III, 3, 2-3). A su vez, un poco más tarde, Tertuliano afirma:  “¡Cuán feliz es esta Iglesia de Roma! Fueron los Apóstoles mismos quienes derramaron en ella, juntamente con su sangre, toda la doctrina” (La prescripción de los herejes, 36). Por tanto, la cátedra del Obispo de Roma representa no sólo su servicio a la comunidad romana, sino también su misión de guía de todo el pueblo de Dios.

Celebrar la “Cátedra” de san Pedro, como hacemos nosotros, significa, por consiguiente, atribuirle un fuerte significado espiritual y reconocer que es un signo privilegiado del amor de Dios, Pastor bueno y eterno, que quiere congregar a toda su Iglesia y guiarla por el camino de la salvación.

Entre los numerosos testimonios de los santos Padres, me complace recordar el de san Jerónimo, tomado de una de sus cartas, escrita al Obispo de Roma, particularmente interesante porque hace referencia explícita precisamente a la “cátedra” de Pedro, presentándola como fuente segura de verdad y de paz. Escribe así san Jerónimo:  “He decidido consultar la cátedra de Pedro, donde se encuentra la fe que la boca de un Apóstol exaltó; vengo ahora a pedir un alimento para mi alma donde un tiempo fui revestido de Cristo. Yo no sigo un primado diferente del de Cristo; por eso, me pongo en comunión con tu beatitud, es decir, con la cátedra de Pedro. Sé que sobre esta piedra está edificada la Iglesia” (Cartas I, 15, 1-2).

san pedro apostol krouillong comunion en la mano sacrilegio 2
Queridos hermanos y hermanas, en el ábside de la basílica de San Pedro, como sabéis, se encuentra el monumento a la Cátedra del Apóstol, obra madura de Bernini, realizada en forma de gran trono de bronce, sostenido por las estatuas de cuatro doctores de la Iglesia, dos de Occidente, san Agustín y san Ambrosio, y dos de Oriente, san Juan Crisóstomo y san Atanasio. Os invito a deteneros ante esta obra tan sugestiva, que hoy se puede admirar decorada con muchas velas, para orar en particular por el ministerio que Dios me ha encomendado.

Elevando la mirada hacia la vidriera de alabastro que se encuentra exactamente sobre la Cátedra, invocad al Espíritu Santo para que sostenga siempre con su luz y su fuerza mi servicio diario a toda la Iglesia. Por esto, como por vuestra devota atención, os doy las gracias de corazón.

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69 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: La Cuaresma, itinerario de reflexión y oración intensa

69 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: LA CUARESMA, ITINERARIO DE REFLEXIÓN Y ORACIÓN INTENSA

AUDIENCIA GENERAL DEL 1 DE MARZO DE 2006

La Cuaresma, itinerario de reflexión y oración intensa

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, con la liturgia del miércoles de Ceniza, iniciamos el itinerario cuaresmal de cuarenta días, que nos llevará al Triduo pascual, memoria de la pasión, muerte y resurrección del Señor, centro del misterio de nuestra salvación. Este es un tiempo favorable, en el que la Iglesia invita a los cristianos a tomar una conciencia más viva de la obra redentora de Cristo y a vivir con más profundidad su bautismo. En efecto, en este tiempo litúrgico el pueblo de Dios, desde los primeros tiempos, se alimenta con la abundancia de la palabra de Dios, para fortalecerse en la fe, recorriendo toda la historia de la creación y de la redención.

Con su duración de cuarenta días, la Cuaresma encierra una indudable fuerza evocadora. En efecto, alude a algunos de los acontecimientos que marcaron la vida y la historia del antiguo Israel, volviendo a proponer, también a nosotros, su valor paradigmático:  pensemos, por ejemplo, en los cuarenta días del diluvio universal, que concluyeron con el pacto de alianza establecido por Dios con Noé, y así con la humanidad, y en los cuarenta días de permanencia de Moisés en el monte Sinaí, tras los cuales tuvo lugar el don de las tablas de la Ley. El tiempo de Cuaresma quiere invitarnos sobre todo a revivir con Jesús los cuarenta días que pasó en el desierto, orando y ayunando, antes de emprender su misión pública.

También nosotros hoy iniciamos un camino de reflexión y oración con todos los cristianos del mundo para dirigirnos espiritualmente hacia el Calvario, meditando los misterios centrales de la fe. Así nos prepararemos para experimentar, después del misterio de la cruz, la alegría de la Pascua de resurrección.

En todas las comunidades parroquiales se realiza hoy un gesto austero y simbólico:  la imposición de la ceniza; este rito va acompañado de dos fórmulas muy densas de significado, que constituyen una apremiante llamada a reconocerse pecadores y a volver a Dios.

La primera fórmula reza:  “Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás” (cf. Jn 3, 19). Estas palabras, tomadas del libro del Génesis, evocan la condición humana, marcada por la caducidad y el límite, y quieren impulsarnos a volver a poner nuestra esperanza únicamente en Dios.

La segunda fórmula remite a las palabras que pronunció Jesús al inicio de su ministerio itinerante:  “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15). Es una invitación a poner como fundamento de la renovación personal y comunitaria la adhesión firme y confiada al Evangelio. La vida del cristiano es una vida de fe, fundada en la palabra de Dios y alimentada por ella. En las pruebas de la vida y en todas las tentaciones, el secreto de la victoria radica en escuchar la Palabra de verdad y rechazar con decisión la mentira y el mal.

Este es el programa verdadero, central, del tiempo de Cuaresma:  escuchar la Palabra de verdad; vivir, hablar y hacer la verdad; evitar la mentira, que envenena a la humanidad y es la puerta de todos los males.

Por tanto, urge volver a escuchar, en estos cuarenta días, el Evangelio, la palabra del Señor, palabra de verdad, para que en todos los cristianos, en cada uno de nosotros, se refuerce la conciencia de la verdad que nos ha sido concedida, para que la vivamos y demos testimonio de ella. La Cuaresma nos impulsa a dejar que la palabra de Dios penetre en nuestra vida para conocer así la verdad fundamental:  quiénes somos, de dónde venimos, a dónde debemos ir, cuál es el camino que hemos de seguir en la vida. De este modo, el tiempo de Cuaresma nos ofrece un itinerario ascético y litúrgico que, a la vez que nos ayuda a abrir los ojos a nuestra debilidad, nos estimula a abrir el corazón al amor misericordioso de Cristo.

cuaresma krouillong comunion en la mano sacrilegioEl camino cuaresmal, al acercarnos a Dios, nos permite mirar de un modo nuevo a nuestros hermanos y sus necesidades. Quien comienza a ver a Dios, a ver el rostro de Cristo, ve de una forma diferente también a los hermanos, descubre a los hermanos, su bien, su mal, sus necesidades.
Por esto, la Cuaresma, como escucha de la verdad, es un tiempo favorable para convertirse al amor, porque la verdad profunda, la verdad de Dios, es al mismo tiempo amor. Al convertirnos a la verdad de Dios, necesariamente debemos convertirnos al amor, un amor que sepa hacer propia la actitud de compasión y misericordia del Señor, como quise recordar en el Mensaje para la Cuaresma, que tiene por tema las palabras evangélicas:  “Jesús, al ver a la multitud, se compadeció de ella” (Mt 9, 36).

La Iglesia, consciente de su misión en el mundo, no cesa de proclamar el amor misericordioso de Cristo, que sigue dirigiendo su mirada conmovida hacia los hombres y los pueblos de todos los tiempos.

“Ante los terribles desafíos de la pobreza de gran parte de la humanidad —escribí en el citado Mensaje cuaresmal—, la indiferencia y el encerrarse en el propio egoísmo están en un contraste intolerable con la “mirada” de Cristo. El ayuno y la limosna, que, junto con la oración, la Iglesia propone de modo especial en el período de Cuaresma, son una ocasión propicia para configurarnos con esa misma “mirada”” (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de febrero de 2006, p. 4), con la mirada de Cristo, y vernos a nosotros mismos, ver a la humanidad, a los demás, con esta misma mirada. Con este espíritu entremos en el clima austero y orante de la Cuaresma, que es precisamente un clima de amor a los hermanos.

Que sean días de reflexión e intensa oración, en los que nos dejemos guiar por la palabra de Dios, que la liturgia nos propone abundantemente. Que la Cuaresma sea, además, un tiempo de ayuno, de penitencia y de vigilancia sobre nosotros mismos, convencidos de que la lucha contra el pecado no termina nunca, pues la tentación es una realidad de cada día, y la fragilidad y el engaño son experiencias de todos.

Por último, que la Cuaresma, a través de la limosna, haciendo el bien a los demás, sea ocasión de compartir sinceramente con los hermanos los dones recibidos y de mostrarnos solícitos a las necesidades de los más pobres y abandonados.

Que en este itinerario penitencial nos acompañe María, la Madre del Redentor, que es maestra de escucha y de fiel adhesión a Dios. Que la Virgen santísima nos ayude a llegar, purificados y renovados en la mente y en el espíritu, a celebrar el gran misterio de la Pascua de Cristo. Con estos sentimientos, deseo a todos una buena y fructífera Cuaresma.

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68 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: La voluntad de Jesús sobre la Iglesia y la elección de los Doce

68 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: LA VOLUNTAD DE JESÚS SOBRE LA IGLESIA Y LA ELECCIÓN DE LOS DOCE

AUDIENCIA GENERAL DEL 15 DE MARZO DE 2006

La voluntad de Jesús sobre la Iglesia y la elección de los Doce

Queridos hermanos y hermanas:

Después de las catequesis sobre los salmos y los cánticos de Laudes y Vísperas, quisiera dedicar los próximos encuentros del miércoles al misterio de la relación entre Cristo y la Iglesia, considerándolo a partir de la experiencia de los Apóstoles, a la luz de la misión que se les encomendó. La Iglesia se constituyó sobre el fundamento de los Apóstoles como comunidad de fe, esperanza y caridad. A través de los Apóstoles, nos remontamos a Jesús mismo.

La Iglesia comenzó a constituirse cuando algunos pescadores de Galilea encontraron a Jesús y se dejaron conquistar por su mirada, su voz y su invitación cordial y fuerte: “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres” (Mc 1, 17; Mt 4, 19). Al inicio del tercer milenio, mi amado predecesor Juan Pablo II propuso a la Iglesia la contemplación del rostro de Cristo (cf. Novo millennio ineunte, 16 ss).

Siguiendo en la misma dirección, en las catequesis que comienzo hoy quisiera mostrar precisamente cómo la luz de ese Rostro se refleja en el rostro de la Iglesia (cf. Lumen gentium, 1), a pesar de los límites y las sombras de nuestra humanidad frágil y pecadora. Después de María, reflejo puro de la luz de Cristo, son los Apóstoles, con su palabra y su testimonio, quienes nos transmiten la verdad de Cristo. Sin embargo, su misión no está aislada, sino que se sitúa dentro de un misterio de comunión, que implica a todo el pueblo de Dios y se realiza por etapas, desde la antigua hasta la nueva Alianza.

A este propósito, hay que decir que se tergiversa del todo el mensaje de Jesús si se lo separa del contexto de la fe y de la esperanza del pueblo elegido: como el Bautista, su precursor inmediato, Jesús se dirige ante todo a Israel (cf. Mt 15, 24), para “reunirlo” en el tiempo escatológico que llega con él. Al igual que la predicación de Juan, también la de Jesús es al mismo tiempo llamada de gracia y signo de contradicción y de juicio para todo el pueblo de Dios. Por tanto, desde el primer momento de su actividad salvífica, Jesús de Nazaret tiende a congregar al pueblo de Dios.

Aunque su predicación es siempre una exhortación a la conversión personal, en realidad él tiende continuamente a la constitución del pueblo de Dios, que ha venido a reunir, purificar y salvar. Por eso, resulta unilateral y carente de fundamento la interpretación individualista, propuesta por la teología liberal, del anuncio que Cristo hace del Reino. En el año 1900, el gran teólogo liberal Adolf von Harnack la resume así en sus lecciones sobre La esencia del cristianismo: “El reino de Dios viene, porque viene a cada uno de los hombres, tiene acceso a su alma, y ellos lo acogen. Ciertamente, el reino de Dios es el señorío de Dios, pero es el señorío del Dios santo en cada corazón” (Tercera lección, p. 100 s). En realidad, este individualismo de la teología liberal es una acentuación típicamente moderna: desde la perspectiva de la tradición bíblica y en el horizonte del judaísmo, en el que se sitúa la obra de Jesús aunque con toda su novedad, resulta evidente que toda la misión del Hijo encarnado tiene una finalidad comunitaria: él ha venido precisamente para unir a la humanidad dispersa, ha venido para congregar, para unir al pueblo de Dios.

doce apostoles discipulos de jesus krouillong comunion en la mano sacrilegioUn signo evidente de la intención del Nazareno de reunir a la comunidad de la Alianza, para manifestar en ella el cumplimiento de las promesas hechas a los Padres, que hablan siempre de convocación, unificación, unidad, es la institución de los Doce. Hemos escuchado el Evangelio sobre esta institución de los Doce. Leo una vez más su parte central: “Subió al monte y llamó a los que él quiso, y vinieron donde él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios. Instituyó a los Doce…” (Mc 3, 13-16; cf. Mt 10, 1-4; Lc 6, 12-16). En el lugar de la revelación, “el monte”, Jesús, con una iniciativa que manifiesta absoluta conciencia y determinación, constituye a los Doce para que sean con él testigos y anunciadores del acontecimiento del reino de Dios.

Sobre la historicidad de esta llamada no existen dudas, no sólo en virtud de la antigüedad y de la multiplicidad de los testimonios, sino también por el simple motivo de que allí aparece el nombre de Judas, el apóstol traidor, a pesar de las dificultades que esta presencia podía crear a la comunidad naciente. El número Doce, que remite evidentemente a las doce tribus de Israel, ya revela el significado de acción profético-simbólica implícito en la nueva iniciativa de refundar el pueblo santo.
Superado desde hacía tiempo el sistema de las doce tribus, la esperanza de Israel anhelaba su reconstitución como signo de la llegada del tiempo escatológico (pensemos en la conclusión del libro de Ezequiel: 37, 15-19; 39, 23-29; 40-48). Al elegir a los Doce, para introducirlos en una comunión de vida consigo y hacerles partícipes de su misión de anunciar el Reino con palabras y obras (cf. Mc 6, 7-13; Mt 10, 5-8; Lc 9, 1-6; 6, 13), Jesús quiere manifestar que ha llegado el tiempo definitivo en el que se constituye de nuevo el pueblo de Dios, el pueblo de las doce tribus, que se transforma ahora en un pueblo universal, su Iglesia.

Con su misma existencia los Doce —procedentes de diferentes orígenes— son un llamamiento a todo Israel para que se convierta y se deje reunir en la nueva Alianza, cumplimiento pleno y perfecto de la antigua. El hecho de haberles encomendado en la última Cena, antes de su Pasión, la misión de celebrar su memorial, muestra cómo Jesús quería transmitir a toda la comunidad en la persona de sus jefes el mandato de ser, en la historia, signo e instrumento de la reunión escatológica iniciada en él. En cierto sentido podemos decir que precisamente la última Cena es el acto de la fundación de la Iglesia, porque él se da a sí mismo y crea así una nueva comunidad, una comunidad unida en la comunión con él mismo.

Desde esta perspectiva, se comprende que el Resucitado les confiera —con la efusión del Espíritu— el poder de perdonar los pecados (cf. Jn 20, 23). Los doce Apóstoles son así el signo más evidente de la voluntad de Jesús respecto a la existencia y la misión de su Iglesia, la garantía de que entre Cristo y la Iglesia no existe ninguna contraposición: son inseparables, a pesar de los pecados de los hombres que componen la Iglesia. Por tanto, es del todo incompatible con la intención de Cristo un eslogan que estuvo de moda hace algunos años: “Jesús sí, Iglesia no”. Este Jesús individualista elegido es un Jesús de fantasía. No podemos tener a Jesús prescindiendo de la realidad que él ha creado y en la cual se comunica.

Entre el Hijo de Dios encarnado y su Iglesia existe una profunda, inseparable y misteriosa continuidad, en virtud de la cual Cristo está presente hoy en su pueblo. Es siempre contemporáneo nuestro, es siempre contemporáneo en la Iglesia construida sobre el fundamento de los Apóstoles, está vivo en la sucesión de los Apóstoles. Y esta presencia suya en la comunidad, en la que él mismo se da siempre a nosotros, es motivo de nuestra alegría. Sí, Cristo está con nosotros, el Reino de Dios viene.

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67 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Los Apóstoles testigos y enviados de Cristo

67 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: LOS APÓSTOLES TESTIGOS Y ENVIADOS DE CRISTO

AUDIENCIA GENERAL DEL 22 DE MARZO DE 2006

Los Apóstoles testigos y enviados de Cristo

Queridos hermanos y hermanas:

La carta a los Efesios nos presenta a la Iglesia como un edificio construido “sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo” (Ef 2, 20). En el Apocalipsis, el papel de los Apóstoles, y más específicamente de los Doce, se aclara en la perspectiva escatológica de la Jerusalén celestial, presentada como una ciudad cuyas murallas “se asientan sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce Apóstoles del Cordero” (Ap 21, 14). Los Evangelios concuerdan al referir que la llamada de los Apóstoles marcó los primeros pasos del ministerio de Jesús, después del bautismo recibido del Bautista en las aguas del Jordán.

Según el relato de san Marcos (cf. Mc 1, 16-20) y san Mateo (cf. Mt 4, 18-22), el escenario de la llamada de los primeros Apóstoles es el lago de Galilea. Jesús acaba de comenzar la predicación del reino de Dios, cuando su mirada se fija en dos pares de hermanos:  Simón y Andrés, Santiago y Juan. Son pescadores, dedicados a su trabajo diario. Echan las redes, las arreglan. Pero los espera otra pesca. Jesús los llama con decisión y ellos lo siguen con prontitud:  de ahora en adelante serán “pescadores de hombres” (Mc 1, 17; Mt 4, 19).

San Lucas, aunque sigue la misma tradición, tiene un relato más elaborado (cf. Lc 5, 1-11). Muestra el camino de fe de los primeros discípulos, precisando que la invitación al seguimiento les llega después de haber escuchado la primera predicación de Jesús y de haber asistido a los primeros signos prodigiosos realizados por él. En particular, la pesca milagrosa constituye el contexto inmediato y brinda el símbolo de la misión de pescadores de hombres, encomendada a ellos. El destino de estos “llamados”, de ahora en adelante, estará íntimamente unido al de Jesús. El apóstol es un enviado, pero, ante todo, es un “experto” de Jesús.

El evangelista san Juan pone de relieve precisamente este aspecto desde el primer encuentro de Jesús con sus futuros Apóstoles. Aquí el escenario es diverso. El encuentro tiene lugar en las riberas del Jordán. La presencia de los futuros discípulos, que como Jesús habían venido de Galilea para vivir la experiencia del bautismo administrado por Juan, arroja luz sobre su mundo espiritual.

Eran hombres que esperaban el reino de Dios, deseosos de conocer al Mesías, cuya venida se anunciaba como inminente. Les basta la indicación de Juan Bautista, que señala a Jesús como el Cordero de Dios (cf. Jn 1, 36), para que surja en ellos el deseo de un encuentro personal con el Maestro. Las palabras del diálogo de Jesús con los primeros dos futuros Apóstoles son muy expresivas. A la pregunta:  “¿Qué buscáis?”; ellos contestan con otra pregunta:  “Rabbí —que quiere decir “Maestro”—, ¿dónde vives?”. La respuesta de Jesús es una invitación:  “Venid y lo veréis” (cf. Jn 1, 38-39). Venid para que podáis ver.

La aventura de los Apóstoles comienza así, como un encuentro de personas que se abren recíprocamente. Para los discípulos comienza un conocimiento directo del Maestro. Ven dónde vive y empiezan a conocerlo. En efecto, no deberán ser anunciadores de una idea, sino testigos de una persona. Antes de ser enviados a evangelizar, deberán “estar” con Jesús (cf. Mc 3, 14), entablando con él una relación personal. Sobre esta base, la evangelización no será más que un anuncio de lo que se ha experimentado y una invitación a entrar en el misterio de la comunión con Cristo (cf. 1 Jn 1, 3).

¿A quién serán enviados los Apóstoles? En el evangelio, Jesús parece limitar su misión sólo a Israel:  “No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt 15, 24). De modo análogo, parece circunscribir la misión encomendada a los Doce:  “A estos Doce envió Jesús, después de darles estas instrucciones:  “No toméis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel”” (Mt 10, 5-6).
Cierta crítica moderna de inspiración racionalista había visto en estas expresiones la falta de una conciencia universalista del Nazareno. En realidad, se deben comprender a la luz de su relación especial con Israel, comunidad de la Alianza, en la continuidad de la historia de la salvación.

Según la espera mesiánica, las promesas divinas, dirigidas inmediatamente a Israel, se cumplirían cuando Dios mismo, a través de su Elegido, reuniría a su pueblo como hace un pastor con su rebaño:  “Yo vendré a salvar a mis ovejas para que no estén más expuestas al pillaje (…). Yo suscitaré para ponérselo al frente un solo pastor que las apacentará, mi siervo David:  él las apacentará y será su pastor. Yo, el Señor, seré su Dios, y mi siervo David será príncipe en medio de ellos” (Ez 34, 22-24).

Jesús es el pastor escatológico, que reúne a  las ovejas perdidas de la casa de Israel y va en busca de ellas, porque las conoce y las ama (cf. Lc 15, 4-7 y Mt 18, 12-14; cf. también la figura del buen pastor en Jn 10, 11 ss). A través de esta “reunión” el reino de Dios se anuncia a todas las naciones:  “Manifestaré yo mi gloria entre las naciones, y todas las naciones verán el juicio que voy a ejecutar y la mano que pondré sobre ellos” (Ez 39, 21). Y Jesús sigue precisamente esta línea profética. El primer paso es la “reunión” del pueblo de Israel, para que así todas las naciones llamadas a congregarse en la comunión con el Señor puedan ver y creer.

el sembrador krouillong comunion en la mano sacrilegioDe este modo, los Doce, elegidos para participar en la misma misión de Jesús, cooperan con el Pastor de los últimos tiempos, yendo ante todo también ellos a las ovejas perdidas de la casa de Israel, es decir, dirigiéndose al pueblo de la promesa, cuya reunión es el signo de salvación para todos los pueblos, el inicio de la universalización de la Alianza.

Lejos de contradecir la apertura universalista de la acción mesiánica del Nazareno, la limitación inicial a Israel de su misión y de la de los Doce se transforma así en el signo profético más eficaz. Después de la pasión y la resurrección de Cristo, ese signo quedará esclarecido:  el carácter universal de la misión de los Apóstoles se hará explícito. Cristo enviará a los Apóstoles “a todo el mundo” (Mc 16, 15), a “todas las naciones” (Mt 28, 19; Lc 24, 47), “hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8).

Y esta misión continúa. Continúa siempre el mandato del Señor de congregar a los pueblos en la unidad de su amor. Esta es nuestra esperanza y este es también nuestro mandato:  contribuir a esta universalidad, a esta verdadera unidad en la riqueza de las culturas, en comunión con nuestro verdadero Señor Jesucristo.

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66 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El don de la comunión

66 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL DON DE LA COMUNIÓN

AUDIENCIA GENERAL DEL 29 DE MARZO DE 2006

El don de la comunión

Queridos hermanos y hermanas:

A través del ministerio apostólico, la Iglesia, comunidad congregada por el Hijo de Dios encarnado, vivirá en la sucesión de los tiempos edificando y alimentando la comunión en Cristo y en el Espíritu, a la que todos están llamados y en la que pueden experimentar la salvación donada por el Padre. En efecto, como dice el Papa san Clemente, tercer Sucesor de Pedro, al final del siglo I, los Doce se esforzaron por constituirse sucesores (cf. 1 Clem 42, 4), para que la misión que les había sido encomendada continuara después de su muerte. Así, a lo largo de los siglos la Iglesia, orgánicamente estructurada bajo la guía de los pastores legítimos, ha seguido viviendo en el mundo como misterio de comunión, en el que se refleja de alguna manera la misma comunión trinitaria, el misterio de Dios mismo.

El apóstol san Pablo alude ya a este supremo manantial trinitario, cuando desea a sus cristianos:  “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros” (2 Co 13, 13). Estas palabras, que probablemente constituyen un eco del culto de la Iglesia naciente, ponen de relieve que el don gratuito del amor del Padre en Jesucristo se realiza y se expresa en la comunión llevada a cabo por el Espíritu Santo. Esta interpretación, basada en el estrecho paralelismo que establece el texto entre los tres genitivos (“la gracia de nuestro Señor Jesucristo… el amor de Dios… y la comunión del Espíritu Santo”), presenta la “comunión” como don específico del Espíritu, fruto del amor donado por Dios Padre y de la gracia ofrecida por nuestro Señor Jesucristo.

Por lo demás, el contexto inmediato, caracterizado por la insistencia en la comunión fraterna, nos orienta a ver en la koinonía del Espíritu Santo no sólo la “participación” en la vida divina casi individualmente, cada uno para sí mismo, sino también, como es lógico, la “comunión” entre los creyentes que el Espíritu mismo suscita como su artífice y agente principal (cf. Flp 2, 1).

Se podría afirmar que la gracia, el amor y la comunión, referidos respectivamente a Cristo, al Padre y al Espíritu Santo, son diversos aspectos de la única acción divina para nuestra salvación, acción que crea la Iglesia y hace de la Iglesia -como dijo san Cipriano en el siglo III- “un pueblo congregado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (De Orat. Dom., 23:  PL 4, 536, citado en Lumen gentium, 4).

La idea de la comunión como participación en la vida trinitaria está iluminada con particular intensidad en el evangelio de san Juan, donde la comunión de amor que une al Hijo con el Padre y con los hombres es, al mismo tiempo, el modelo y el manantial de la comunión fraterna, que debe unir a los discípulos entre sí:  “Amaos los unos a los otros, como yo os he amado” (Jn 15, 12; cf. 13, 34). “Que sean uno como nosotros somos uno” (Jn 17, 21. 22). Así pues, comunión de los hombres con el Dios Trinitario y comunión de los hombres entre sí.

En el tiempo de la peregrinación terrena, el discípulo, mediante la comunión con el Hijo, ya puede participar de la vida divina de él y del Padre. “Nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Jn 1, 3). Esta vida de comunión con Dios y entre nosotros es la finalidad propia del anuncio del Evangelio, la finalidad de la conversión al cristianismo:  “Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros” (1 Jn 1, 3).

Por tanto, esta doble comunión, con Dios y entre nosotros, es inseparable. Donde se destruye la comunión con Dios, que es comunión con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, se destruye también la raíz y el manantial de la comunión entre nosotros. Y donde no se vive la comunión entre nosotros, tampoco es viva y verdadera la comunión con el Dios Trinitario, como hemos escuchado.

Ahora damos un paso más. La comunión, fruto del Espíritu Santo, se alimenta con el Pan eucarístico (cf. 1 Co 10, 16-17) y se manifiesta en las relaciones fraternas, en una especie de anticipación del mundo futuro. En la Eucaristía Jesús nos alimenta, nos une a sí mismo, al Padre, al Espíritu Santo y entre nosotros, y esta red de unidad que abraza al mundo es una anticipación del mundo futuro en nuestro tiempo.

benedicto XVI castel gandolfo enciclicas oraciones exhortaciones apostolicas krouillong sacrilega comunion en la mano 6Precisamente así, por ser anticipación del mundo futuro, la comunión es un don también con consecuencias muy reales; nos hace salir de nuestra soledad, nos impide encerrarnos en nosotros mismos y nos hace partícipes del amor que nos une a Dios y entre nosotros. Es fácil comprender cuán grande es este don:  basta pensar en las fragmentaciones y en los conflictos que enturbian las relaciones entre personas, grupos y pueblos enteros. Y si no existe el don de la unidad en el Espíritu Santo, la fragmentación de la humanidad es inevitable.

La “comunión” es realmente la buena nueva, el remedio que nos ha dado el Señor contra la soledad, que hoy amenaza a todos; es el don precioso que nos hace sentirnos acogidos y amados en Dios, en la unidad de su pueblo congregado en nombre de la Trinidad; es la luz que hace brillar a la Iglesia como estandarte enarbolado entre los pueblos:  “Si decimos que estamos en comunión con él, y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos la verdad. Pero si caminamos en la luz, como él mismo está en la luz, estamos en comunión unos con otros” (1 Jn 1, 6-7). Así, a pesar de todas las fragilidades humanas que pertenecen a su fisonomía histórica, la Iglesia se manifiesta como una maravillosa creación de amor, hecha para que Cristo esté cerca de todos los hombres y mujeres que quieran de verdad encontrarse con él, hasta el final de los tiempos.

Y en la Iglesia el Señor permanece con nosotros, siempre contemporáneo. La Escritura no es algo del pasado. El Señor no habla en pasado, sino que habla en presente, habla hoy con nosotros, nos da luz, nos muestra el camino de la vida, nos da comunión, y así nos prepara y nos abre a la paz.

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65 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El Servicio a la Comunión

65 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL SERVICIO A LA COMUNIÓN

AUDIENCIA GENERAL DEL 5 DE ABRIL DE 2006

El servicio a la comunión

Queridos hermanos y hermanas:

En la nueva serie de catequesis, que comenzamos hace pocas semanas, queremos considerar los orígenes de la Iglesia, para entender el plan originario de Jesús, y comprender así lo esencial de la Iglesia, que permanece aunque vayan cambiando los tiempos. Queremos entender también el porqué de nuestro ser en la Iglesia y cómo debemos esforzarnos por vivirlo al inicio de un nuevo milenio cristiano.

Considerando la Iglesia naciente, podemos descubrir dos aspectos en ella:  el primero lo pone de relieve san Ireneo de Lyon, mártir y gran teólogo de finales del siglo II, el primero que elaboró una teología de algún modo sistemática. San Ireneo escribe:  “Donde está la Iglesia, está también el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, está la Iglesia y toda gracia, pues el Espíritu es verdad” (Adversus haereses, III, 24, 1:  PG 7, 966). Así pues, hay un vínculo íntimo entre el Espíritu Santo y la Iglesia. El Espíritu Santo construye la Iglesia y le dona la verdad; como dice san Pablo, derrama el amor en el corazón de los creyentes (cf.Rm 5, 5).

Pero hay también un segundo aspecto. Este vínculo íntimo con el Espíritu no anula nuestra humanidad con toda su debilidad; así, la comunidad de los discípulos desde el inicio experimenta no sólo la alegría del Espíritu Santo, la gracia de la verdad y del amor, sino también la prueba, constituida sobre todo por los contrastes en lo que atañe a las verdades de fe, con las consiguientes laceraciones de la comunión.

Del mismo modo que la comunión del amor existe desde el inicio y existirá hasta el final (cf. 1 Jn 1, 1 ss), así por desgracia desde el inicio existe también la división. No debe sorprendernos que exista la división también hoy:  “Salieron de entre nosotros —dice la primera carta de san Juan—; pero no eran de los nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros. Pero sucedió así para poner de manifiesto que no todos son de los nuestros” (1 Jn 2, 19).

Así pues, en las vicisitudes del mundo y también en las debilidades de la Iglesia, siempre existe el peligro de perder la fe y, por tanto, también de perder el amor y la fraternidad. Por consiguiente, quien cree en la Iglesia del amor y quiere vivir en ella tiene el deber preciso de reconocer también este peligro y aceptar que no es posible la comunión con quien se ha alejado de la doctrina de la salvación (cf. 2 Jn 9-11).

La primera carta de san Juan muestra bien que la Iglesia naciente era plenamente consciente de estas posibles tensiones en la experiencia de la comunión:  en el Nuevo Testamento ninguna voz se alzó con mayor fuerza para poner de relieve la realidad y el deber del amor fraterno entre los cristianos, pero esa misma voz se dirige con drástica severidad a los adversarios, que fueron miembros de la comunidad y ahora ya no lo son.

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La Iglesia del amor es también la Iglesia de la verdad, entendida ante todo como fidelidad al Evangelio encomendado por el Señor Jesús a los suyos. La fraternidad cristiana nace del hecho de haber sido constituidos hijos del mismo Padre por el Espíritu de la verdad:  “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios” (Rm 8, 14). Pero la familia de los hijos de Dios, para vivir en la unidad y en la paz, necesita alguien que la conserve en la verdad y la guíe con discernimiento sabio y autorizado:  es lo que está llamado a hacer el ministerio de los Apóstoles.

Aquí llegamos a un punto importante. La Iglesia es totalmente del Espíritu, pero tiene una estructura, la sucesión apostólica, a la que compete la responsabilidad de garantizar la permanencia de la Iglesia en la verdad donada por Cristo, de la que deriva también la capacidad del amor.

El primer sumario de los Hechos de los Apóstoles expresa con gran eficacia la convergencia de estos valores en la vida de la Iglesia naciente:  “Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión (koinonìa), a la fracción del pan y a las oraciones” (Hch 2, 42). La comunión nace de la fe suscitada por la predicación apostólica, se alimenta con el partir el pan y la oración, y se manifiesta en la caridad fraterna y en el servicio. Estamos ante la descripción de la comunión de la Iglesia naciente con la riqueza de su dinamismo interior y sus expresiones visibles:  el don de la comunión es custodiado y promovido de modo especial por el ministerio apostólico, que a su vez es don para toda la comunidad.

Los Apóstoles y sus sucesores son, por consiguiente, los custodios y los testigos autorizados del depósito de la verdad entregado a la Iglesia, como son también los ministros de la caridad; estos dos aspectos van juntos. Siempre deben ser conscientes de que estos dos servicios son inseparables, pues en realidad es uno solo:  verdad y caridad, reveladas y donadas por el Señor Jesús.

En ese sentido, su servicio es ante todo un servicio de amor:  la caridad que deben vivir y promover es inseparable de la verdad que custodian y transmiten. La verdad y el amor son dos caras del mismo don, que viene de Dios y, gracias al ministerio apostólico, es custodiado en la Iglesia y llega a nosotros hasta la actualidad. También a través del servicio de los Apóstoles y de sus sucesores, nos llega el amor de Dios Trinidad para comunicarnos la verdad que nos hace libres (cf. Jn 8, 32).

Todo esto que vemos en la Iglesia naciente nos impulsa a orar por los sucesores de los Apóstoles, por todos los obispos y por los Sucesores de Pedro, para que juntos sean realmente custodios de la verdad y de la caridad; para que sean, en este sentido, realmente apóstoles de Cristo, a fin de que su luz, la luz de la verdad y de la caridad, no se apague nunca en la Iglesia y en el mundo.

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64 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: El Triduo Pascual

64 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: EL TRIDUO PASCUAL

AUDIENCIA GENERAL DEL 12 DE ABRIL DE 2006

El Triduo Pascual

Queridos hermanos y hermanas: 

Mañana comienza el Triduo pascual, que es el fulcro de todo el Año litúrgico. Con la ayuda de los ritos sagrados del Jueves santo, del Viernes santo y de la solemne Vigilia pascual, reviviremos el misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Son días que pueden volver a suscitar en nosotros un deseo más vivo de adherirnos a Cristo y de seguirlo generosamente, conscientes de que él nos ha amado hasta dar su vida por nosotros.

En efecto, los acontecimientos que nos vuelve a proponer el Triduo santo no son sino la manifestación sublime de este amor de Dios al hombre. Por consiguiente, dispongámonos a celebrar el Triduo pascual acogiendo la exhortación de san Agustín:  “Ahora considera atentamente los tres días santos de la crucifixión, la sepultura y la resurrección del Señor. De estos tres misterios realizamos en la vida presente aquello de lo que es símbolo la cruz, mientras que por medio de la fe y de la esperanza realizamos aquello de lo que es símbolo la sepultura y la resurrección” (Epistola 55, 14, 24).

El Triduo pascual comienza mañana, Jueves santo, con la misa vespertina “In cena Domini“, aunque por la mañana normalmente se tiene otra significativa celebración litúrgica, la misa Crismal, durante la cual todos los presbíteros de cada diócesis, congregados en torno al obispo, renuevan sus promesas sacerdotales y participan en la bendición de los óleos de los catecúmenos, de los enfermos y del Crisma; eso lo haremos mañana por la mañana también aquí, en San Pedro.

Además de la institución del sacerdocio, en este día santo se conmemora la ofrenda total que Cristo hizo de sí mismo a la humanidad en el sacramento de la Eucaristía. En la misma noche en que fue entregado, como recuerda la sagrada Escritura, nos dejó el “mandamiento nuevo” -“mandatum novum“- del amor fraterno realizando el conmovedor gesto del lavatorio de los pies, que recuerda el humilde servicio de los esclavos.

Este día singular, que evoca grandes misterios, concluye con la Adoración eucarística, en recuerdo de la agonía del Señor en el huerto de Getsemaní. Como narra el evangelio, Jesús, embargado de tristeza y angustia, pidió a sus discípulos que velaran con él permaneciendo en oración:  “Quedaos aquí y velad conmigo” (Mt 26, 38), pero los discípulos se durmieron.

También hoy el Señor nos dice a nosotros:  “Quedaos aquí y velad conmigo”. Y también nosotros, discípulos de hoy, a menudo dormimos. Esa fue para Jesús la hora del abandono y de la soledad, a la que siguió, en el corazón de la noche, el prendimiento y el inicio del doloroso camino hacia el Calvario.

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El Viernes santo, centrado en el misterio de la Pasión, es un día de ayuno y penitencia, totalmente orientado a la contemplación de Cristo en la cruz. En las iglesias se proclama el relato de la Pasión y resuenan las palabras del profeta Zacarías:  “Mirarán al que traspasaron” (Jn 19, 37). Y durante el Viernes santo también nosotros queremos fijar nuestra mirada en el corazón traspasado del Redentor, en el que, como escribe san Pablo, “están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” (Col 2, 3), más aún, en el que “reside corporalmente toda la plenitud de la divinidad” (Col 2, 9).

Por eso el Apóstol puede afirmar con decisión que no quiere saber “nada más que a Jesucristo, y este crucificado” (1 Co 2, 2). Es verdad:  la cruz revela “la anchura y la longitud, la altura y la profundidad” -las dimensiones cósmicas, este es su sentido- de un amor que supera todo conocimiento -el amor va más allá de todo cuanto se conoce- y nos llena “hasta la total plenitud de Dios” (cf. Ef 3, 18-19).

En el misterio del Crucificado “se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo:  esto es amor en su forma más radical” (Deus caritas est, 12). La cruz de Cristo, escribe en el siglo V el Papa san León Magno, “es fuente de todas las bendiciones y causa de todas las gracias” (Discurso 8 sobre la pasión del Señor, 6-8:  PL 54, 340-342).

En el Sábado santo la Iglesia, uniéndose espiritualmente a María, permanece en oración junto al sepulcro, donde el cuerpo del Hijo de Dios yace inerte como en una condición de descanso después de la obra creadora  de la Redención, realizada con su muerte (cf. Hb 4, 1-13). Ya entrada la noche comenzará la solemne Vigilia pascual, durante la cual en cada Iglesia el canto gozoso delGloria y del Aleluya pascual se elevará del corazón de los nuevos bautizados y de toda la comunidad cristiana, feliz porque Cristo ha resucitado y ha vencido a la muerte.

Queridos hermanos y hermanas, para una fructuosa celebración de la Pascua, la Iglesia pide a los fieles que se acerquen durante estos días al sacramento de la Penitencia, que es una especie de muerte y resurrección para cada uno de nosotros. En la antigua comunidad cristiana, el Jueves santo se tenía el rito de la Reconciliación de los penitentes, presidido por el obispo. Desde luego, las condiciones históricas han cambiado, pero prepararse para la Pascua con una buena confesión sigue siendo algo que conviene valorizar al máximo, porque nos ofrece la posibilidad de volver a comenzar nuestra vida y tener realmente un nuevo inicio en la alegría del Resucitado y en la comunión del perdón que él nos ha dado.

Conscientes de que somos pecadores, pero confiando en la misericordia divina, dejémonos reconciliar por Cristo para gustar más intensamente la alegría que él nos comunica con su resurrección. El perdón que nos da Cristo en el sacramento de la Penitencia es fuente de paz interior y exterior, y nos hace apóstoles de paz en un mundo donde por desgracia continúan las divisiones, los sufrimientos y los dramas de la injusticia, el odio, la violencia y la incapacidad de reconciliarse para volver a comenzar nuevamente con un perdón sincero.

Sin embargo, sabemos que el mal no tiene la última palabra, porque quien vence es Cristo crucificado y resucitado, y su triunfo se manifiesta con la fuerza del amor misericordioso. Su resurrección nos da esta certeza:  a pesar de toda la oscuridad que existe en el mundo, el mal no tiene la última palabra. Sostenidos por esta certeza, podremos comprometernos con más valentía y entusiasmo para que nazca un mundo más justo.

Formulo de corazón este augurio para todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, deseándoos que os preparéis con fe y devoción para las ya próximas fiestas pascuales. Os acompañe María santísima, que, después de haber seguido a su Hijo divino en la hora de la pasión y de la cruz, compartió el gozo de su resurrección.

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63 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: A un año de la elección

63 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: A UN AÑO DE LA ELECCIÓN

AUDIENCIA GENERAL DEL 19 DE ABRIL DE 2006

Que Dios me conceda ser pastor manso y firme de su Iglesia

Queridos hermanos y hermanas:

Al inicio de esta audiencia general, que tiene lugar en  el  clima gozoso de la Pascua, juntamente con vosotros quisiera dar gracias al Señor, que, después de haberme  llamado  hace  exactamente un año a servir a la  Iglesia  como Sucesor del apóstol Pedro —¡Gracias por vuestra alegría! ¡Gracias por vuestras aclamaciones!—, no deja de acompañarme con su indispensable ayuda.

¡Qué rápido pasa el tiempo! Ya ha transcurrido un año desde que, de un modo para mí absolutamente inesperado y sorprendente, los cardenales reunidos en cónclave  decidieron elegir a mi pobre persona para suceder  al amado siervo de Dios el gran Papa Juan Pablo II.

Recuerdo con emoción el primer impacto que tuve, desde el balcón central de la basílica, inmediatamente después de mi elección, con los fieles reunidos en esta misma plaza. Se me ha quedado grabado en la mente y en el corazón ese encuentro, al que han seguido muchos otros, que me han permitido experimentar la gran verdad de lo que dije durante la solemne concelebración con la que inicié solemnemente el ejercicio del ministerio petrino:  “Soy consciente de que no estoy solo.
No tengo que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría llevar yo solo”. Y cada vez me convenzo más de que por mí mismo no podría cumplir esta tarea, esta misión. Pero siento también que vosotros me ayudáis a cumplirla. Así estoy en una gran comunión y juntos podemos llevar adelante la misión del Señor.

Cuento con el insustituible apoyo de la celestial protección de Dios y de los santos, y me conforta vuestra cercanía, queridos amigos, que me otorgáis el don de vuestra indulgencia y vuestro amor.
¡Gracias, de corazón, a todos los que de diversas maneras me acompañan de cerca o me siguen de lejos espiritualmente con su afecto y su oración. A cada uno le pido que siga sosteniéndome, pidiendo a Dios que me conceda ser pastor manso y firme de su Iglesia.

Narra el evangelista san Juan que Jesús, precisamente después de su resurrección, llamó a Pedro a encargarse de su rebaño (cf.Jn 21, 15. 23). ¿Quién hubiera podido imaginar humanamente entonces el desarrollo que lograría en el transcurso de los siglos aquel pequeño grupo de discípulos del Señor? San Pedro y los Apóstoles, y después sus sucesores, primero en Jerusalén y luego hasta los últimos confines de la tierra, difundieron con valentía el mensaje evangélico, cuyo núcleo fundamental e imprescindible es el Misterio pascual:  la pasión, la muerte y la resurrección de Cristo.

La Iglesia celebra en Pascua este misterio, prolongando su alegre resonancia en los días sucesivos; canta el aleluya por el triunfo de Cristo sobre el mal y la muerte.

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“La celebración de la Pascua según una fecha del calendario —afirma el Papa san León Magno— nos recuerda la fiesta eterna que supera todo tiempo humano”. “La Pascua actual —prosigue- es la sombra de la Pascua futura. Por eso, la celebramos para pasar de una fiesta anual a una fiesta que será eterna”.

La alegría de estos días se extiende a todo el Año litúrgico y se renueva de modo especial el domingo, día dedicado al recuerdo de la resurrección del Señor. En él, que es como la “pequeña Pascua” de cada semana, la asamblea litúrgica reunida para la santa misa proclama en el Credo que Jesús resucitó el tercer día, añadiendo que esperamos “la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”. Así se indica que el acontecimiento de la muerte y resurrección de Jesús constituye el centro de nuestra fe y sobre este anuncio se funda y crece la Iglesia.

San Agustín recuerda, de modo incisivo:  “Consideremos, amadísimos hermanos, la resurrección de Cristo. En  efecto, como su pasión significaba nuestra vida vieja,  así su resurrección es sacramento de vida nueva. (…) Has  creído, has sido bautizado:  la vida vieja ha muerto en la cruz y ha sido sepultada en el bautismo. Ha sido sepultada la vida vieja, en la que has vivido; ahora tienes una vida nueva. Vive bien; vive de forma que, cuando mueras, no mueras” (Sermón Guelferb. 9, 3).

Las narraciones evangélicas, que refieren las apariciones del Resucitado, concluyen por lo general con la invitación a superar cualquier incertidumbre, a confrontar el acontecimiento con las Escrituras, a anunciar que Jesús, más allá de la muerte, es el eterno viviente, fuente de vida nueva para todos los que creen. Así acontece, por ejemplo, en el caso de María Magdalena (cf. Jn20, 11-18), que descubre el sepulcro abierto y vacío, e inmediatamente teme que se hayan llevado el cuerpo del Señor. El Señor entonces la llama por su nombre y en ese momento se produce en ella un cambio profundo:  el desconsuelo y la desorientación se transforman en alegría y entusiasmo. Con prontitud va donde los Apóstoles y les anuncia:  “He visto al Señor” (Jn 20, 18).

Es un hecho que quien se encuentra con Jesús resucitado queda transformado en su interior. No se puede “ver” al Resucitado sin “creer” en él. Pidámosle que nos llame a cada uno por nuestro nombre y nos convierta, abriéndonos a la “visión” de la fe.

La fe nace del encuentro personal con Cristo resucitado y se transforma en impulso de valentía y libertad que nos lleva a proclamar al mundo:  Jesús ha resucitado y vive para siempre. Esta es la misión de los discípulos del Señor de todas las épocas y también de nuestro tiempo:  “Si habéis resucitado con Cristo —exhorta san Pablo—, buscad las cosas de arriba (…). Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra” (Col 3, 1-2). Esto no quiere decir desentenderse de los compromisos de cada día, desinteresarse de las realidades terrenas; más bien, significa impregnar todas nuestras actividades humanas con una dimensión sobrenatural, significa convertirse en gozosos heraldos y testigos de la resurrección de Cristo, que vive para siempre (cf. Jn 20, 25;Lc 24, 33-34).

Queridos hermanos y hermanas, en la Pascua de su Hijo unigénito Dios se revela plenamente a sí mismo y revela su fuerza victoriosa sobre las fuerzas de la muerte, la fuerza del Amor trinitario.

La santísima Virgen María, que se asoció íntimamente a la pasión, muerte y resurrección de su Hijo, y al pie de la cruz se convirtió en Madre de todos los creyentes, nos ayude a comprender este misterio de amor que cambia los corazones y nos haga gustar plenamente la alegría pascual, para poder comunicarla luego, a nuestra vez, a los hombres y mujeres del tercer milenio.

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62 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: La Tradición, comunión en el tiempo

62 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: LA TRADICIÓN, COMUNIÓN EN EL TIEMPO

AUDIENCIA GENERAL DEL 26 DE ABRIL DE 2006

La Tradición, comunión en el tiempo

Queridos hermanos y hermanas: 

¡Gracias por vuestro afecto!

En la nueva serie de catequesis, que comenzamos hace poco tiempo, tratamos de entender el designio originario de la Iglesia como la ha querido el Señor, para comprender así mejor también nuestra situación, nuestra vida cristiana, en la gran comunión de la Iglesia. Hasta ahora hemos comprendido que la comunión eclesial es suscitada y sostenida por el Espíritu Santo, conservada y promovida por el ministerio apostólico. Y esta comunión, que llamamos Iglesia, no sólo se extiende a todos los creyentes de un momento histórico determinado, sino que abarca también todos los tiempos y a todas las generaciones.

Por consiguiente, tenemos una doble universalidad:  la universalidad sincrónica —estamos unidos con los creyentes en todas las partes del mundo— y también una universalidad diacrónica, es decir:  todos los tiempos nos pertenecen; también los creyentes del pasado y los creyentes del futuro forman con nosotros una única gran comunión. El Espíritu Santo es el garante de la presencia activa del misterio en la historia, el que asegura su realización a lo largo de los siglos. Gracias al Paráclito, la experiencia del Resucitado que hizo la comunidad apostólica en los orígenes de la Iglesia, las generaciones sucesivas podrán vivirla siempre en cuanto transmitida y actualizada en la fe, en el culto y en la comunión del pueblo de Dios, peregrino en el tiempo.

Así nosotros, ahora, en el tiempo pascual, vivimos el encuentro con el Resucitado no sólo como algo del pasado, sino en la comunión presente de la fe, de la liturgia, de la vida de la Iglesia. La Tradición apostólica de la Iglesia consiste en esta transmisión de los bienes de la salvación, que hace de la comunidad cristiana la actualización permanente, con la fuerza del Espíritu, de la comunión originaria. La Tradición se llama así porque surgió del testimonio de los Apóstoles y de la comunidad de los discípulos en el tiempo de los orígenes, fue recogida por inspiración del Espíritu Santo en los escritos del Nuevo Testamento y en la vida sacramental, en la vida de la fe, y a ella —a esta Tradición, que es toda la realidad siempre actual del don de Jesús— la Iglesia hace referencia continuamente como a su fundamento y a su norma a través de la sucesión ininterrumpida del ministerio apostólico.

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Jesús, en su vida histórica, limitó su misión a la casa de Israel, pero dio a entender que el don no sólo estaba destinado al pueblo de Israel, sino también a todo el mundo y a todos los tiempos. Luego, el Resucitado encomendó explícitamente a los Apóstoles (cf.Lc 6, 13) la tarea de hacer discípulos a todas las naciones, garantizando su presencia y su ayuda hasta el final de los tiempos (cf.Mt 28, 19 s).

Por lo demás, el universalismo de la salvación requiere que el memorial de la Pascua se celebre sin interrupción en la historia  hasta  la  vuelta gloriosa de Cristo (cf. 1 Co 11, 26). ¿Quién actualizará la presencia salvífica del Señor Jesús mediante el ministerio de los Apóstoles —jefes del Israel escatológico (cf. Mt 19, 28)— y a través de toda la vida del pueblo de la nueva alianza? La respuesta es clara:  el Espíritu Santo.

Los Hechos de los Apóstoles, en continuidad con el plan del evangelio de san Lucas, presentan de forma viva la compenetración entre el Espíritu, los enviados de Cristo y la comunidad por ellos reunida. Gracias a la acción del Paráclito, los Apóstoles y sus sucesores pueden realizar en el tiempo la misión recibida del Resucitado:  “Vosotros sois testigos de estas cosas. Voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre” (Lc 24, 48 s). “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8). Y esta promesa, al inicio increíble, se realizó ya en tiempo de los Apóstoles:  “Nosotros somos testigos de estas cosas, y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que le obedecen” (Hch 5, 32).

Por consiguiente, es el Espíritu mismo quien, mediante la imposición de las manos y la oración de los Apóstoles, consagra y envía a los nuevos misioneros del Evangelio (cf., por ejemplo, Hch 13, 3 s y 1 Tm 4, 14). Es interesante constatar que, mientras en algunos pasajes se dice que san Pablo designa a los presbíteros en las Iglesias (cf. Hch 14, 23), en otros lugares se afirma que es el Espíritu Santo quien constituye a los pastores de la grey (cf. Hch 20, 28).

Así, la acción del Espíritu y la de Pablo se compenetran profundamente. En la hora de las decisiones solemnes para la vida de la Iglesia, el Espíritu está presente para guiarla. Esta presencia-guía del Espíritu Santo se percibe de modo especial en el concilio de Jerusalén, en cuyas palabras conclusivas destaca la afirmación:  “Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros…” (Hch 15, 28); la Iglesia crece y camina “en el temor del Señor, llena de la consolación del Espíritu Santo” (Hch 9, 31).

Esta permanente actualización de la presencia activa de nuestro Señor Jesucristo en su pueblo, obrada por el Espíritu Santo y expresada en la Iglesia a través del ministerio apostólico y la comunión fraterna, es lo que en sentido teológico se entiende con el término Tradición:  no es la simple transmisión material de lo que fue donado al inicio a los Apóstoles, sino la presencia eficaz del Señor Jesús, crucificado y resucitado, que acompaña y guía mediante el Espíritu Santo a la comunidad reunida por él.

La Tradición es la comunión de los fieles en torno a los legítimos pastores a lo largo de la historia, una comunión que el Espíritu Santo alimenta asegurando el vínculo entre la experiencia de la fe apostólica, vivida en la comunidad originaria de los discípulos, y la experiencia actual de Cristo en su Iglesia. En otras palabras, la Tradición es la continuidad orgánica de la Iglesia, templo santo de Dios Padre, edificado sobre el cimiento de los Apóstoles y mantenido en pie por la piedra angular, Cristo, mediante la acción vivificante del Espíritu Santo:  “Así pues, ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu” (Ef 2, 19-22).

Gracias a la Tradición, garantizada por el ministerio de los Apóstoles y de sus sucesores, el agua de la vida que brotó del costado de Cristo y su sangre saludable llegan a las mujeres y a los hombres de todos los tiempos. Así, la Tradición es la presencia permanente del Salvador que viene para encontrarse con nosotros, para redimirnos y santificarnos en el Espíritu mediante el ministerio de su Iglesia, para gloria del Padre.

Así pues, concluyendo y resumiendo, podemos decir que la Tradición no es transmisión de cosas o de palabras, una colección de cosas muertas. La Tradición es el río vivo que se remonta a los orígenes, el río vivo en el que los orígenes están siempre presentes. El gran río que nos lleva al puerto de la eternidad. Y al ser así, en este río vivo se realiza siempre de nuevo la palabra del Señor que hemos escuchado al inicio de labios del lector:  “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).

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61 de 121 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: La Tradición Apostólica

61 DE 121 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: LA TRADICIÓN APOSTÓLICA

AUDIENCIA GENERAL DEL 3 DE MAYO DE 2006

La Tradición Apostólica

Queridos hermanos y hermanas: 

En esta catequesis queremos comprender un poco lo que es la Iglesia. La última vez meditamos sobre el tema de la Tradición apostólica. Vimos que no es una colección de cosas, de palabras, como una caja de cosas muertas. La Tradición es el río de la vida nueva, que viene desde los orígenes, desde Cristo, hasta nosotros, y nos inserta en la historia de Dios con la humanidad. Este tema de la Tradición es tan importante que quisiera seguir reflexionando un poco más sobre él. En efecto, es de gran trascendencia para la vida de la Iglesia.

El concilio Vaticano II destacó, al respecto, que la Tradición es apostólica ante todo en sus orígenes:  “Dios, con suma benignidad, quiso que lo que había revelado para salvación de todos los pueblos se conservara por siempre íntegro y fuera transmitido a todas las edades. Por  eso  Cristo nuestro Señor, plenitud de la revelación (cf. 2 Co 1, 20 y 3,16 4,6), mandó a los Apóstoles predicar  a todos los hombres el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta,  comunicándoles así los bienes divinos” (Dei Verbum, 7).

El Concilio prosigue afirmando que ese mandato lo cumplieron con fidelidad los Apóstoles, los cuales “con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó” (ib.). Con los Apóstoles, añade el Concilio, colaboraron también “otros de su generación, que pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo” (ib.).

Los Apóstoles, jefes del Israel escatológico, que eran doce como las tribus del pueblo elegido, prosiguen la “recolección” iniciada por el Señor, y lo hacen ante todo transmitiendo fielmente el don recibido, la buena nueva del reino que vino a los hombres en Jesucristo. Su número no sólo expresa la continuidad con la santa raíz, el Israel de las doce tribus, sino también el destino universal de su ministerio, que llevaría la salvación hasta los últimos confines de la tierra. Se puede deducir del valor simbólico que tienen los números en el mundo semítico:  doce es resultado de multiplicar tres, número perfecto, por cuatro, número que remite a los cuatro puntos cardinales y, por consiguiente, al mundo entero.

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La comunidad que nace del anuncio evangélico se reconoce convocada por la palabra de los primeros que vivieron la experiencia del Señor y fueron enviados por él. Sabe que puede contar con la guía de los Doce, así como con la de los que ellos van asociando progresivamente como sucesores en el ministerio de la Palabra y en el servicio a la comunión. Por consiguiente, la comunidad se siente comprometida a transmitir a otros la “alegre noticia” de la presencia actual del Señor y de su misterio pascual, operante en el Espíritu.

Eso se pone claramente de manifiesto en algunos pasajes de las cartas de san Pablo:  “Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí” (1 Co 15, 3). Y esto es importante. Como sabemos, san Pablo, llamado originariamente por Cristo con una vocación personal, es un verdadero Apóstol y, a pesar de ello, también para él cuenta fundamentalmente la fidelidad a lo que había recibido. No quería “inventar” un nuevo cristianismo, por llamarlo así, “paulino”. Por eso, insiste:  “Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí”. Transmitió el don inicial que viene del Señor y es la verdad que salva. Luego, hacia el final de su vida, escribe a Timoteo:  “Conserva el buen depósito mediante el Espíritu Santo que habita en nosotros” (2 Tm 1, 14).

También lo muestra con eficacia este antiguo testimonio de la fe cristiana, escrito por Tertuliano alrededor del año 200:  “(Los Apóstoles) al principio afirmaron la fe en Jesucristo y establecieron Iglesias en Judea e inmediatamente después, esparcidos por el mundo, anunciaron la misma doctrina y una misma fe a las naciones; y luego fundaron Iglesias en cada ciudad. De estas tomaron las demás Iglesias la ramificación de su fe y las semillas de la doctrina, y la siguen tomando precisamente para ser Iglesias. De esta manera, también ellas se consideran apostólicas como descendientes de las Iglesias de los Apóstoles” (De praescriptione haereticorum, 20:  PL 2, 32).

El concilio Vaticano II comenta:  “Lo que los Apóstoles transmitieron comprende todo lo necesario para una vida santa y para una fe creciente del pueblo de Dios; así la Iglesia con su enseñanza, su vida y su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree” (Dei Verbum, 8). La Iglesia transmite todo lo que es y lo que cree; lo transmite con el culto, con la vida y con la enseñanza. Así pues, la Tradición es el Evangelio vivo, anunciado por los Apóstoles en su integridad, según la plenitud de su experiencia única e irrepetible:  por obra de ellos la fe se comunica a los demás, hasta nosotros, hasta el fin del mundo.

Por consiguiente, la Tradición es la historia del Espíritu que actúa en la historia de la Iglesia a través de la mediación de los Apóstoles y de sus sucesores, en fiel continuidad con la experiencia de los orígenes. Es lo que precisa el Papa san Clemente Romano hacia finales del siglo I:  “Los Apóstoles —escribe— nos predicaron el Evangelio enviados por nuestro Señor Jesucristo; Jesucristo fue enviado por Dios. En resumen, Cristo viene de Dios, y los Apóstoles de Cristo:  una y otra cosa, por tanto, sucedieron ordenadamente por voluntad de Dios. (…) También nuestros Apóstoles tuvieron conocimiento, por inspiración de nuestro Señor Jesucristo, que se disputaría  sobre  la  dignidad episcopal. Por esta causa, pues,  previendo perfectamente el porvenir, establecieron  a los elegidos y les dieron la orden de que, al morir ellos, otros que fueran varones probados les sucedieran en el ministerio” (Ad Corinthios I, 42. 44:  PG 1, 292. 296).

Esta cadena del servicio prosigue hasta hoy, y proseguirá hasta el fin del mundo. En efecto, el mandato que dio Jesús a los Apóstoles fue transmitido por ellos a sus sucesores. Más allá de la experiencia del contacto personal con Cristo, experiencia única e irrepetible, los Apóstoles transmitieron a sus sucesores el envío solemne al mundo que recibieron del Maestro.

La palabra Apóstol viene precisamente del verbo griego apostéllein, que quiere decir enviar. El envío apostólico —como muestra el texto de Mt 28, 19s— implica un servicio pastoral (“haced discípulos a todas las naciones…”), litúrgico (“bautizándolas…”) y profético (“enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado”), garantizado por la presencia del Señor hasta la consumación del tiempo (“he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”).

Así, aunque de manera diversa a la de los Apóstoles, también nosotros tenemos una verdadera experiencia personal de la presencia del Señor resucitado. A través del ministerio apostólico Cristo mismo llega así a quienes son llamados a la fe. La distancia de los siglos se supera y el Resucitado se presenta vivo y operante para nosotros, en el hoy de la Iglesia y del mundo. Esta es nuestra gran alegría. En el río vivo de la Tradición Cristo no está distante dos mil años, sino que está realmente presente entre nosotros y nos da la Verdad, nos da la luz que nos permite vivir y encontrar el camino hacia el futuro.

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