Con ocasión de los 500 años de la Reforma Protestante, empezamos una serie de artículos sobre el Protestantismo. He aquí el primero de ellos sobre la vida del fundador de la secta protestante, Martín Lutero.
En 2017 se celebran 500 años de la publicación del monje agustino, Martín Lutero, en una iglesia de Wittember, acerca de 95 tesis, que en particular, condenan la práctica de las indulgencias enseñadas por la Iglesia así como algunos otros puntos referentes a la fe, como lo es el Purgatorio.
Este acto público se consideró como el principio de lo que llamamos, comúnmente pero erróneamente, la “Reforma”, ya que en realidad se trata de una revolución, de una destrucción de la verdadera fe, de una apostasía y de una rebelión en contra de Dios y de Nuestro Señor. Desde 1517, en realidad, y a pesar de las peripecias que seguirían, Martín Lutero rompió su relación con la Iglesia de Cristo, y no siguió más que su propia, equivocada y diabólica visión.
Sin embargo, Martín Lutero fue en otro tiempo un monje piadoso y diligente. Nació en 1483 en una buena familia cristiana, Martín fue atraído desde muy joven a la religión, a la relación con Dios, y más tarde a la teología. Aunque su padre deseaba que fuera jurista, él decidió hacerse monje agustino, entrando a aquella orden en 1505. Ordenado como sacerdote en 1507 (ya con un diploma en filosofía), obtiene el doctorado en teología en 1512. A partir de este momento, su vida sería la de un maestro y predicador.
Lutero recibió una formación bastante aprofundizada, y desde luego estuvo influenciado intelectualmente por la lectura de varios grandes autores como Aristóteles, Guillermo de Ockham o Gabriel Biel. Mas, está claro que Lutero recibía esas influencias según su propio temperamento, el cual era muy firme, como lo mostrará en su subsecuente carrera. Es, entonces, poco probable que el contacto con estos autores haya sido realmente una determinante en su evolución.
En realidad, debido a un acercamiento hacia sí mismo basado sobre su vida interior personal y su experiencia espiritual íntima, Lutero va a edificar un nuevo sistema religioso, el cual no tendrá más nada qué ver con la enseñanza de la Iglesia ni con la verdad del cristianismo.
Lutero estaba dotado de un temperamento fuerte y apasionado, aquel que hace a los hombres grandes cuando éstos aceptan someterlo al servicio de la verdad y del bien. Pero el corolario de un temperamento tal, son, evidentemente, las grandes tentaciones. Lutero era objeto de esas tentaciones; sin duda en lo que concierne a las tentaciones contra la castidad, atraído por el buen comer, propenso a la cólera, al espíritu de independencia y con inclinación al orgullo. Cuando uno enfrenta estas tentaciones y con la gracia de Cristo se las supera, no solamente no nos hacen caer, sino que el combate contra ellas hace ganar méritos, y el poder de la pasión controlada da energía al hombre. Es en esto último en lo que Hegel fundamenta su frase: “Nada grande se hace sin pasión”.
Así, Lutero fue asaltado por esas tentaciones, aunque las rechazara. Él querría, como San Pedro en la Transfiguración, ya haber alcanzado la vida celestial; estar ya “revestido de Cristo”, encontrarse desde ahora en un estado de rectitud perfecta que no pertenecía a esta vida terrestre, salvo en particulares excepciones. Cierta obsesión de salvación lo invadía, más exactamente la obsesión de la certeza de su propia salvación: y esto porque las tentaciones seguían acosándolo, creando en él un sentimiento de culpabilidad. Terminó de alguna manera por desesperar de la vida cristiana, de la eficacia de la gracia y de los medios ordinarios para recibirla y conservarla (oraciones, sacramentos, ayunos, etc.).
En 1515, como parte de su formación, comenzó a comentar las epístolas de San Pablo, especialmente la primera de ellas según el orden de la Biblia: la epístola a los romanos; de inmensa riqueza, de increíble fulgor, pero también de una fuerte dificultad de comprensión. A partir de lo que él creyó entender en este texto, únicamente según su propio sentido y sin referirse a la tradición eclesiástica, en función de su problema interior (“¿Puedo ser salvado mientras aún sienta tentaciones?”), Martín Lutero elaboró una nueva teología cristiana que, desde ese momento, fue radicalmente incompatible con la de la Iglesia Católica, a pesar de que la ruptura exterior pública tomaría cierto tiempo.
Según la doctrina católica, en efecto, gracias a los méritos de Cristo, el hombre que acepte la Revelación divina por la fe y que, movido por la esperanza de la salvación divina, quiera arrepentirse de sus pecados y convertirse a Dios, obtiene por la gracia que sus pecados le son removidos, su alma regenerada y santificada. De manera que se convierte, según las palabras de San Pedro, “partícipe de la naturaleza divina” (2P 1,4). El cristiano que vive de la caridad, es entonces, tal como seguido lo asegura San Pablo, un “santo”, porque fue purificado, transformado, santificado interiormente y convertido realmente en el amigo de Dios por un parecido efectivo y estable. Y, siendo amigo de Dios, hace automáticamente las obras de Dios; las buenas obras de virtud, las cuales le hacen merecedor, por la gracia de Cristo dentro de él, de la salvación y del Paraíso.
Lutero rechaza esta verdad. Para él, según lo que siente psicológicamente, el hecho de haber abrazado la fe y la vida cristiana no limpia el pecado del alma (en realidad, se trata de la tentación, la cual no es pecado si no consentimos en ella). Para Lutero, el cristiano es pecador y enemigo de Dios en todo momento y su alma permanece totalmente corrompida. Pero, como Cristo alcanzó por el sacrificio de la cruz la salvación de los hombres, si por la “fe” (la cual, según Lutero, consiste en una confianza en esa salvación conseguida por Cristo), yo creo firmemente en que estoy salvo, entonces el manto de méritos de Cristo recubre las manchas de mi alma, y el Padre, viendo este manto sobre mí (gracias a la “fe-confianza”), me acepta en el Paraíso. Las buenas obras entonces no tienen ningún poder de mérito, ya que el hombre es un pecador interior de manera permanente, sino que simplemente animan al cristiano a perseverar en la “fe-confianza”.
Este es el corazón de esto a lo que Lutero llama “la verdad del Evangelio”. A partir de aquí, naturalmente, se deriva todo su sistema. Y, en primer lugar, el replanteamiento de la Iglesia institucional; la cual no es divina, en primer lugar, porque pretende que el hombre puede salvarse debido a las buenas obras, cuando según él, como lo vio al vivir su experiencia decepcionante en el monasterio, estas buenas obras son incapaces de remover el pecado (que en realidad, insisto, se trata de la tentación y que no es pecado si no se consiente en ella); y en segundo lugar porque abandona según él la “verdad del Evangelio”; es decir, la salvación simplemente por tener la “fe-confianza”.
Por circularidad, este rechazo de la Iglesia justifica el método luterano, a quien se le podría reprochar de inventar, según su propio espíritu, un nuevo Evangelio, lo que es la definición del hereje. Pero ya que la misma Iglesia había traicionado la “verdad del Evangelio”, era lógico y necesario que Lutero, por medio de un “examen libre” de la Escritura, recobrara esta verdad y la transmitiera al pueblo de Dios extraviado por una jerarquía ilegítima. “A menos de que se me convenza de mi error por medio de un acta de la Escritura o por razones evidentes – puesto que yo no creo ni en el papa ni en los concilios ya que está más que claro que a menudo están equivocados o son contradictorios – estoy atado a los textos de la Escritura que he citado, y mi conciencia está cautiva por la Palabra de Dios; no puedo ni quiero retractarme de nada” (declaración de 1521 en la Dieta de Worms precedida por Carlos V).
Ya que el alma del cristiano no es transformada por la gracia, los sacramentos no hacen nada realmente en ella, y por lo tanto el adagio clásico: “Los sacramentos operan según lo que simbolizan” pierde todo sentido. Así, los sacramentos se limitan en significar la “fe-confianza” y de reforzarla. Y por lo tanto, no deben ser conservados sino los sacramentos que producen este efecto psicológico.
Por la misma razón, la misa, renovación incruenta del sacrificio de Cristo, que aplica en nosotros a diario los méritos, pierde todo significado. Sólo va a ser conservada una evocación de la Cena, para hacernos recordar del único sacrificio de Cristo sobre la cruz y reavivar nuestra fe-confianza en su redención.
No obstante, Lutero no se conforma con el cambio de la misa. Padre emancipado, monje infiel a sus votos, desarrolló un odio verdaderamente patológico hacia el santo sacrificio. Sus palabras referentes a este tema son aterradoras, y terminaron por hacer pensar que estaba poseído por el demonio: “La misa- declaró en 1521 – es la más grande y horrible de las abominaciones papistas; la cola del dragón del Apocalipsis; ha vertido impurezas sobre la Iglesia y basura sin igual”. Y fue más allá en 1524: “Sí, lo digo: todas las casas de prostitución, que Dios ha condenado severamente, todos los homicidios, muertes, robos y adulterios son menos dañinos que la abominación de la misa papista”. Y con mucha lucidez concluía: “Si la misa cae, el papado se derrumba”.
Puesto que la Iglesia como institución (lo que Lutero llama con desprecio: “el papado”) ya no existe como una prolongación de Cristo, el creyente (debido a la fe-confianza) se encuentra solo delante de Dios. Está iluminado exteriormente por la Biblia (que debe de leer, evidentemente, de manera personal, y de aquí la necesidad de Biblias en lengua vernácula) e interiormente por el Espíritu Santo que le permite discernir en la Biblia lo que conviene a su vida cristiana. Como justamente lo escribe Boileau: “Todo protestante es Papa cuando tiene una Biblia en la mano”.
Y ya que Lutero abolió la «jerarquía» –esto es, el «poder sagrado»– de la Iglesia, sus sucesores pondrán gradualmente en tela de juicio los demás poderes humanos: el protestantismo es de esencia revolucionaria. Por otra parte, al quedar cada quien remitido a su propia interioridad, sin mediación eclesial, era lógico separar radicalmente la vida religiosa de la vida política mediante la laicización. Por eso no es de extrañar que, en el establecimiento de la República laica en Francia, en la instauración de la escuela sin Dios, en el ascenso del anticlericalismo y en la realización de la separación radical de Iglesia y Estado, muchos de los promotores hayan sido protestantes, de los cuales el primero es Ferdinand Buisson, el mayor colaborador de Jules Ferry.
Las buenas obras, y sobre todo los votos monásticos, son inútiles y engañosos. Lutero se volvió laico, y en 1525 se casó con una antigua monja, Catalina de Bora, y tuvieron seis hijos. De una manera general, lo esencial para Lutero no es evitar el pecado, ni combatir las tentaciones (como él lo había hecho en su etapa católica, pero pensaba erróneamente que había fallado), puesto que de todos modos el hombre sigue siendo interiormente un pecador. Lo que cuenta es aferrarse al manto de los méritos de Cristo para cubrirse en él y escapar así, a pesar de seguir siendo enemigo de Dios, de la ira divina, ya que Dios ve en nosotros los méritos de su amado Hijo. Este es el sentido de la máxima que Lutero escribe a su amigo y biógrafo Felipe Melanchton, en su carta del 1 de agosto de 1521: «Pecca fortiter, sed fortius crede» (peca fuertemente, pero cree más fuertemente aún).
La Iglesia católica era para él «la gran prostituta de Babilonia», a la que había que atacar y aniquilar por todos los medios. Para ello Lutero multiplicó los panfletos groseros, y sus discípulos destruirían sistemáticamente todos los monumentos católicos, torturarían y asesinarían a obispos, sacerdotes, religiosos y numerosísimos fieles, sin tener en cuenta todas las guerras atroces que desencadenaron.
Cuanto Martín Lutero moría, el 18 de febrero de 1546, Europa estaba a sangre y fuego, por su culpa, y siguió así por largos años. Millones de almas apostataron de la fe católica y abandonaron el camino de salvación en razón de sus falsas doctrinas y de sus ejemplos perniciosos.
Y aunque la Iglesia, en los años siguientes, mostrase una magnífica renovación gracias a una pléyade de santos y al gran movimiento reformador cuyo símbolo es el concilio de Trento; por mucho que lograse atraer numerosos pueblos a la fe gracias a un espléndido trabajo misionero; aun así, por desgracia, naciones enteras, enceguecidas, adoptarían los errores y mentiras del antiguo monje agustino, y no volverían a la verdad salvífica.
Lutero fue así el gran enemigo de la gracia de Cristo, misma a la que pretendía honrar. Lo que nos diferencia a él es mucho más importante que lo que podríamos tener en común. Por este motivo, ningún católico consciente de lo que debe a Cristo y a la Iglesia, no podrá jamás alabar u honrar a Lutero.
Padre Grégoire Celier, FSSPX.
Fuente: FSSPX Distrito de México
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