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81 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Juan Clímaco

81 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN JUAN CLÍMACO

AUDIENCIA GENERAL DEL 11 DE FEBRERO DE 2009

SAN JUAN CLÍMACO

La “Escala del paraíso” de san Juan Clímaco

Queridos hermanos y hermanas:

Después de veinte catequesis dedicadas al apóstol san Pablo, quiero retomar hoy la presentación de los grandes escritores de la Iglesia de Oriente y Occidente en la Edad Media. Y propongo la figura de san Juan, llamado Clímaco, transliteración latina del término griego klímakos, que significa de la escala (klímax). Se trata del título de su obra principal, en la que describe la ascensión de la vida humana hacia Dios. Nació hacia el año 575; así pues, su vida se desarrolló en los años en que Bizancio, capital del Imperio romano de Oriente, sufrió la mayor crisis de su historia. De repente cambió el marco geográfico del Imperio y el torrente de las invasiones bárbaras hizo que se desplomaran todas sus estructuras. Sólo quedó la estructura de la Iglesia, que en esos tiempos difíciles continuó su acción misionera, humana y sociocultural, especialmente a través de la red de los monasterios, en los que actuaban grandes personalidades religiosas, como san Juan Clímaco.

Entre las montañas del Sinaí, donde Moisés se encontró con Dios y Elías oyó su voz, san Juan vivió y narró sus experiencias espirituales. Se han conservado noticias sobre él en una breve Vida (PG 88, 596-608), escrita por el monje Daniel de Raithu: a los dieciséis años, Juan, monje en el monte Sinaí, se hizo discípulo del abad Martirio, un “anciano”, es decir, un “sabio”. Cuando tenía alrededor de veinte años, eligió vivir como eremita en una gruta al pie de un monte, en la localidad de Tola, a ocho kilómetros del actual monasterio de Santa Catalina. La soledad no le impidió encontrarse con personas deseosas de recibir dirección espiritual, ni visitar algunos monasterios cerca de Alejandría. De hecho, su retiro eremítico, lejos de ser una huida del mundo y de la realidad humana, lo impulsó a un amor ardiente a los demás (Vida 5) y a Dios (Vida 7).

Después de cuarenta años de vida eremítica vivida en el amor a Dios y al prójimo, durante los cuales lloró, oró, luchó contra los demonios, fue nombrado abad (egúmeno) del gran monasterio del monte Sinaí. Así volvió a la vida cenobítica, en el monasterio. Pero algunos años antes de su muerte, sintiendo la nostalgia de la vida eremítica, pasó a su hermano, monje en el mismo monasterio, el gobierno de la comunidad. Murió después del año 650. La vida de san Juan se desarrolla entre dos montes, el Sinaí y el Tabor, y verdaderamente se puede decir que de él irradió la luz que vio Moisés en el Sinaí y que contemplaron los tres apóstoles en el Tabor.

Como he dicho, se hizo famoso por su obra la Escala (klímax), llamada en Occidente Escala del Paraíso (PG 88, 632-1164). Compuesta por las insistentes peticiones del abad del cercano monasterio de Raithu, en el Sinaí, la Escala es un tratado completo de vida espiritual, en el que san Juan describe el camino del monje desde la renuncia al mundo hasta la perfección del amor. Es un camino que —según este libro— se desarrolla a través de treinta peldaños, cada uno de los cuales está unido al siguiente. El camino se puede sintetizar en tres fases sucesivas: la primera consiste en la ruptura con el mundo con el fin de volver al estado de infancia evangélica. Lo esencial, por tanto, no es la ruptura, sino el nexo con lo que Jesús dijo, o sea, volver a la verdadera infancia en sentido espiritual, llegar a ser como niños.

San Juan comenta: “Un buen fundamento es el formado por tres bases y tres columnas: inocencia, ayuno y castidad. Todos los recién nacidos en Cristo (cf. 1 Co 3, 1) deben comenzar por estas cosas, tomando ejemplo de los recién nacidos físicamente” (1, 20; 636). Apartarse voluntariamente de las personas y los lugares queridos permite al alma entrar en comunión más profunda con Dios. Esta renuncia desemboca en la obediencia, un camino que lleva a la humildad a través de las humillaciones —que no faltarán nunca— por parte de los hermanos. San Juan comenta: “Dichoso aquel que ha mortificado su propia voluntad hasta el final y que ha confiado el cuidado de su persona a su maestro en el Señor, pues será colocado a la derecha del Crucificado” (4, 37; 704).

La segunda fase del camino es el combate espiritual contra las pasiones. Cada peldaño de la escala está unido a una pasión principal, que se define y diagnostica, indicando además la terapia y proponiendo la virtud correspondiente. El conjunto de estos peldaños constituye sin duda el más importante tratado de estrategia espiritual que poseemos. Sin embargo, la lucha contra las pasiones tiene un carácter positivo —no se ve como algo negativo— gracias a la imagen del “fuego” del Espíritu Santo: “Todos aquellos que emprenden esta hermosa lucha (cf. 1 Tm 6, 12), dura y ardua, (…), deben saber que han venido a arrojarse a un fuego, si verdaderamente desean que el fuego inmaterial habite en ellos” (1, 18; 636). El fuego del Espíritu Santo, que es el fuego del amor y de la verdad. Sólo la fuerza del Espíritu Santo garantiza la victoria. Pero, según san Juan Clímaco, es importante tomar conciencia de que las pasiones no son malas en sí mismas; lo llegan a ser por el mal uso que hace de ellas la libertad del hombre. Si se las purifica, las pasiones abren al hombre el camino hacia Dios con energías unificadas por la ascética y la gracia y, “si han recibido del Creador un orden y un principio (…), el límite de la virtud no tiene fin” (26/2, 37; 1068).

La última fase del camino es la perfección cristiana, que se desarrolla en los últimos siete peldaños de la Escala. Estos son los estadios más altos de la vida espiritual; los pueden alcanzar los “hesicastas”, los solitarios, los que han llegado a la quietud y a la paz interior; pero esos estadios también son accesibles a los cenobitas más fervorosos. San Juan, siguiendo a los padres del desierto, de los tres primeros —sencillez, humildad y discernimiento— considera más importante el último, es decir, la capacidad de discernir. Todo comportamiento debe someterse al discernimiento, pues todo depende de las motivaciones profundas, que es necesario explorar. Aquí se entra en lo profundo de la persona y se trata de despertar en el eremita, en el cristiano, la sensibilidad espiritual y el “sentido del corazón”, dones de Dios: “Como guía y regla de todo, después de Dios, debemos seguir nuestra conciencia” (26/1, 5; 1013). De esta forma se llega a la paz del alma, la hesychia, gracias a la cual el alma puede asomarse al abismo de los misterios divinos.

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El estado de quietud, de paz interior, prepara al “hesicasta” a la oración, que en san Juan es doble: la “oración corporal” y la “oración del corazón”. La primera es propia de quien necesita la ayuda de posturas del cuerpo: tender las manos, emitir gemidos, golpearse el pecho, etc. (15, 26; 900); la segunda es espontánea, porque es efecto del despertar de la sensibilidad espiritual, don de Dios a quien se dedica a la oración corporal. En san Juan toma el nombre de “oración de Jesús” (Iesoû euché), y está constituida únicamente por la invocación del nombre de Jesús, una invocación continua como la respiración: “El recuerdo de Jesús se debe fundir con tu respiración; entonces descubrirás la utilidad de lahesychia“, de la paz interior (27/2, 26; 1112). Al final, la oración se hace algo muy sencillo: la palabra “Jesús” se funde sencillamente con nuestra respiración.

El último peldaño de la escala (30), lleno de la “sobria embriaguez del Espíritu” se dedica a la suprema “trinidad de las virtudes”: la fe, la esperanza y sobre todo la caridad. San Juan también habla de la caridad como eros (amor humano), figura de la unión matrimonial del alma con Dios. Y elige una vez más la imagen del fuego para expresar el ardor, la luz, la purificación del amor a Dios. La fuerza del amor humano puede volver a ser orientada hacia Dios, como sobre un olivo silvestre puede injertarse un olivo bueno (cf. Rm 11, 24) (15, 66; 893).

San Juan está convencido de que una experiencia intensa de este eros hace avanzar al alma más que la dura lucha contra las pasiones, porque es grande su poder. Por tanto, en nuestro camino prevalece lo positivo. Pero la caridad se ve también en relación estrecha con la esperanza: “La fuerza de la caridad es la esperanza: gracias a ella esperamos la recompensa de la caridad. (…) La esperanza es la puerta de la caridad. (…) La ausencia de la esperanza anula la caridad: a ella están vinculadas nuestras fatigas; por ella nos sostenemos en nuestros problemas; y gracias a ella nos envuelve la misericordia de Dios” (30, 16; 1157). La conclusión de la Escala contiene la síntesis de la obra con palabras que el autor pone en boca de Dios mismo: “Que esta escala te enseñe la disposición espiritual de las virtudes. Yo estoy en la cima de esta escala, como dijo aquel gran iniciado mío (san Pablo): “Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1 Co 13, 13)” (30, 18; 1160).

En este punto, se impone una última pregunta: la Escala, obra escrita por un monje eremita que vivió hace mil cuatrocientos años, ¿puede decirnos algo a los hombres de hoy? El itinerario existencial de un hombre que vivió siempre en el monte Sinaí en un tiempo tan lejano, ¿puede ser de actualidad para nosotros? En un primer momento, parecería que la respuesta debiera ser “no”, porque san Juan Clímaco está muy lejos de nosotros. Pero, si observamos un poco más de cerca, vemos que aquella vida monástica sólo es un gran símbolo de la vida bautismal, de la vida del cristiano. Muestra, por decirlo así, con letra grande lo que nosotros escribimos cada día con letra pequeña. Se trata de un símbolo profético que revela lo que es la vida del bautizado, en comunión con Cristo, con su muerte y su resurrección.

Para mí es particularmente importante el hecho de que el vértice de la “escala”, los últimos peldaños, sean al mismo tiempo las virtudes fundamentales, iniciales, las más sencillas: la fe, la esperanza y la caridad. Esas virtudes no sólo son accesibles a los héroes morales, sino que son don de Dios para todos los bautizados: en ellas crece también nuestra vida. El inicio es también el final, el punto de partida es también el punto de llegada: todo el camino va hacia una realización cada vez más radical de la fe, la esperanza y la caridad. En estas virtudes está presente la ascensión. Fundamentalmente es la fe, porque esta virtud implica que yo renuncie a mi arrogancia, a mi pensamiento, a la pretensión de juzgar sólo por mí mismo, sin confiar en los demás.

Este camino hacia la humildad, hacia la infancia espiritual, es necesario: hace falta superar la actitud de arrogancia que lleva a decir: en mi tiempo, en el siglo XXI, yo sé mucho más de lo que sabían los que vivían entonces. Al contrario, es preciso confiar solamente en la Sagrada Escritura, en la Palabra del Señor, asomarse con humildad al horizonte de la fe, para entrar así en la enorme vastedad del mundo universal, del mundo de Dios. De esta forma crece nuestra alma, y crece la sensibilidad del corazón hacia Dios.

Con razón dice san Juan Clímaco que sólo la esperanza nos capacita para vivir la caridad; la esperanza, por la que trascendemos las cosas de cada día; no esperamos el éxito en nuestros días terrenos, sino que esperamos al final la revelación de Dios mismo. Sólo en esta extensión de nuestra alma, en esta autotrascendencia, nuestra vida se engrandece y podemos soportar los cansancios y las desilusiones de cada día; sólo así podemos ser buenos con los demás sin esperar recompensa. Sólo con Dios, la gran esperanza a la que tiendo, puedo dar cada día los pequeños pasos de mi vida, aprendiendo así la caridad. En la caridad se esconde el misterio de la oración, del conocimiento personal de Jesús: una oración sencilla, que tiende sólo a tocar el corazón del Maestro divino. Así se abre el propio corazón, se aprende de él su misma bondad, su amor.

Por tanto, usemos esta “escala” de la fe, de la esperanza y de la caridad; así llegaremos a la verdadera vida.

80 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Beda el Venerable

80 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN BEDA EL VENERABLE

AUDIENCIA GENERAL DEL 18 DE FEBRERO DE 2009

SAN BEDA EL VENERABLE

Queridos hermanos y hermanas:

El santo del que hablaremos hoy se llama Beda y nació en el nordeste de Inglaterra, exactamente en Northumbria, entre los años 672 y 673. Él mismo cuenta que sus parientes, a la edad de siete años, lo encomendaron al abad del cercano monasterio benedictino para que fuera educado: “En este monasterio —recuerda— desde entonces viví siempre, dedicándome intensamente al estudio de la Sagrada Escritura y, mientras observaba la disciplina de la Regla y la tarea diaria de cantar en la capilla, para mí siempre fue dulce aprender, enseñar o escribir” (Historia ecclesiastica gentis Anglorum, v, 24).

De hecho, san Beda llegó a ser uno de los eruditos más insignes de la alta Edad Media, pues pudo acceder a los muchos manuscritos preciosos que le traían sus abades al volver de sus frecuentes viajes al continente y a Roma. La enseñanza y la fama de sus escritos le granjearon muchas amistades con las principales personalidades de su tiempo, que lo animaban a proseguir en su trabajo, del que tantos se beneficiaban. A pesar de enfermar, no dejó de trabajar, conservando siempre una alegría interior que se expresaba en la oración y en el canto. Concluyó su obra más importante, la Historia ecclesiastica gentis Anglorum con esta invocación: “Te ruego, oh buen Jesús, que benévolamente me has permitido acceder a las dulces palabras de tu sabiduría, concédeme, benigno, llegar un día hasta ti, fuente de toda sabiduría, y estar siempre ante tu rostro”. La muerte le llegó el 26 de mayo del año 735: era el día de la Ascensión.

Las Sagradas Escrituras son la fuente constante de la reflexión teológica de san Beda. A partir de un cuidadoso estudio crítico del texto (nos ha llegado una copia del monumental Codex Amiatinus de la Vulgata, en el que trabajó san Beda), comenta la Biblia, leyéndola en clave cristológica, es decir, reúne dos cosas: por una parte, escucha lo que dice exactamente el texto —quiere realmente escuchar, comprender el texto mismo—; y, por otra, está convencido de que la clave para entender la Sagrada Escritura como única Palabra de Dios es Cristo y, con Cristo, a su luz, se entiende el Antiguo y el Nuevo Testamento como “una” Sagrada Escritura. Las circunstancias del Antiguo y del Nuevo Testamento están unidas, son camino hacia Cristo, aunque estén expresadas con signos e instituciones diversas (lo que él llama concordia sacramentorum).

Por ejemplo, la tienda de la alianza que Moisés levantó en el desierto y el primer y segundo templo de Jerusalén son imágenes de la Iglesia, nuevo templo edificado sobre Cristo y los Apóstoles con piedras vivas, unidas por la caridad del Espíritu. Y del mismo modo que a la construcción del antiguo templo contribuyeron también los pueblos paganos, poniendo a disposición materiales preciosos y la experiencia técnica de sus maestros de obras, así a la edificación de la Iglesia contribuyen apóstoles y maestros procedentes no sólo de las antiguas estirpes judía, griega y latina, sino también de los nuevos pueblos, entre los cuales san Beda se complace en nombrar a los celtas irlandeses y los anglosajones. San Beda ve crecer la universalidad de la Iglesia, que no se limita a una cultura determinada, sino que se compone de todas las culturas del mundo, que deben abrirse a Cristo y encontrar en él su punto de llegada.

Otro tema recurrente en san Beda es la historia de la Iglesia. Tras haberse interesado por la época descrita en los Hechos de los Apóstoles,repasa la historia de los Padres y de los concilios, convencido de que la obra del Espíritu Santo continúa en la historia. En las Chronica Maiora, san Beda traza una cronología que se convertirá en la base del Calendario universal “ab incarnatione Domini“. Por entonces se calculaba el tiempo desde la fundación de la ciudad de Roma. San Beda, viendo que el verdadero punto de referencia, el centro de la historia es el nacimiento de Cristo, nos dio este calendario que interpreta la historia partiendo de la encarnación del Señor. Registra los primeros seis concilios ecuménicos y su desarrollo, presentando fielmente la doctrina cristológica, mariológica y soteriológica, y denunciando las herejías monofisita, monotelita, iconoclasta y neo-pelagiana. Por último, escribió con rigor documental y pericia literaria la ya mencionada Historia eclesiástica de los pueblos ingleses, por la que se le ha reconocido como “el padre de la historiografía inglesa”.

Las características de la Iglesia que san Beda puso de manifiesto son: a) la catolicidad como fidelidad a la tradición y al mismo tiempo apertura al desarrollo histórico, y como búsqueda de la unidad en la multiplicidad, en la diversidad de la historia y de las culturas, según las directrices que el Papa san Gregorio Magno había dado al apóstol de Inglaterra san Agustín de Canterbury; b) la apostolicidad y la romanidad: a este respecto, considera de primordial importancia convencer a todas las Iglesias irlandesas celtas y de los pictos a celebrar unitariamente la Pascua según el calendario romano. El Cómputo que él elaboró científicamente para establecer la fecha exacta de la celebración pascual, y por tanto de todo el ciclo del año litúrgico, se ha convertido en el texto de referencia para toda la Iglesia católica.

San Beda fue también un insigne maestro de teología litúrgica. En las homilías sobre los evangelios dominicales y festivos desarrolló una verdadera mistagogia, educando a los fieles a celebrar gozosamente los misterios de la fe y a reproducirlos coherentemente en la vida, en espera de su plena manifestación al regreso de Cristo, cuando, con nuestros cuerpos glorificados, seremos admitidos en la procesión de las ofrendas en la liturgia eterna de Dios en el cielo. Siguiendo el “realismo” de las catequesis de san Cirilo, san Ambrosio y san Agustín, san Beda enseña que los sacramentos de la iniciación cristiana convierten a cada fiel “no sólo en cristiano sino en Cristo”, pues cada vez que un alma fiel acoge y custodia con amor la Palabra de Dios, imitando a María, concibe y engendra nuevamente a Cristo. Y cada vez que un grupo de neófitos recibe los sacramentos pascuales, la Iglesia se “auto-engendra”, o con una expresión aún más audaz, la Iglesia se convierte en “madre de Dios”, participando en la generación de sus hijos, por obra del Espíritu Santo.

Gracias a esta forma suya de hacer teología, mezclando Biblia, liturgia e historia, san Beda tiene un mensaje actual para los distintos “estados de vida”: a) a los estudiosos (doctores ac doctrices) les recuerda dos tareas esenciales: escrutar las maravillas de la Palabra de Dios para presentarlas de forma atractiva a los fieles; y exponer las verdades dogmáticas evitando las complicaciones heréticas y ciñéndose a la “sencillez católica”, con la actitud de los pequeños y humildes, a quienes Dios se complace en revelar los misterios del Reino; b) los pastores, por su parte, deben dar prioridad a la predicación, no sólo mediante el lenguaje verbal o hagiográfico, sino también valorando los iconos, las procesiones y las peregrinaciones. A estos san Beda les recomienda el uso de la lengua popular, como hace él mismo, explicando en northumbro el “Padre nuestro” y el “Credo”, y prosiguiendo hasta el último día de su vida el comentario en lengua popular al Evangelio de san Juan; c) a las personas consagradas, que se dedican al Oficio divino, viviendo la alegría de la comunión fraterna y progresando en la vida espiritual mediante la ascesis y la contemplación, san Beda les recomienda cuidar el apostolado —nadie tiene el Evangelio sólo para sí mismo, sino que debe sentirlo como un don también para los demás-, sea colaborando con los obispos en las actividades pastorales de diverso tipo en favor de las jóvenes comunidades cristianas, sea estando disponibles para la misión evangelizadora entre los paganos, fuera del propio país, como “peregrini pro amore Dei“.

San Beda, situándose en esta perspectiva, en el comentario al Cantar de los Cantares, presenta a la Sinagoga y a la Iglesia como colaboradoras en la difusión de la Palabra de Dios. Cristo Esposo quiere una Iglesia solícita, “bronceada por las fatigas de la evangelización” —aludiendo claramente a las palabras del Cantar de los Cantares (1, 5), donde la esposa dice: “Nigra sum sed formosa” (“Soy negra, pero hermosa”)—, dedicada a labrar otros campos o viñas y establecer entre las nuevas poblaciones “no una tienda sino una morada estable”, es decir, a insertar el Evangelio en el tejido social y en las instituciones culturales.

Desde esta perspectiva, el santo doctor exhorta a los fieles laicos a participar asiduamente en la instrucción religiosa, imitando a aquellas “insaciables multitudes evangélicas, que no dejaban a los apóstoles tiempo ni siquiera para tomar un bocado”. Les enseña a orar continuamente, “reproduciendo en la vida lo que celebran en la liturgia”, ofreciendo todos sus actos como sacrificio espiritual en unión con Cristo. A los padres de familia les explica que también ellos, en su pequeño ámbito doméstico, pueden ejercer “el oficio sacerdotal de pastores y guías”, formando cristianamente a sus hijos, y afirma que conoce a muchos fieles —hombres y mujeres, casados o célibes— “capaces de una conducta irreprensible que, si se les acompaña oportunamente, podrían acercarse diariamente a la comunión eucarística” (Epist. ad Ecgberctum, ed. Plummer, p. 419).

La fama de santidad y sabiduría de que san Beda gozó ya en vida le llevó a recibir el título de “venerable”. Así lo llamó también el Papa Sergio i, cuando, en el año 701, escribió a su abad pidiendo que lo hiciera venir temporalmente a Roma para consultarle cuestiones de interés universal. Después de su muerte, sus escritos se difundieron ampliamente en su patria y en el continente europeo. El gran misionero de Alemania, el obispo san Bonifacio († 754), pidió en muchas ocasiones al arzobispo de York y al abad de Wearmouth que hicieran transcribir algunas de sus obras y se las mandaran para que también él y sus compañeros pudieran gozar de la luz espiritual que emanaban.

Un siglo más tarde, Notkero Galbulo, abad de San Gallo († 912), reconociendo la extraordinaria influencia de san Beda, lo comparó con un nuevo sol que Dios había hecho surgir no desde Oriente, sino desde Occidente, para iluminar al mundo. Dejando aparte el énfasis retórico, es un hecho que, con sus obras, san Beda contribuyó eficazmente a la construcción de una Europa cristiana, en la que los diversos pueblos y culturas se amalgamaron entre sí, confiriéndole una fisonomía unitaria, inspirada en la fe cristiana.

Oremos para que también hoy haya personalidades de la categoría de san Beda, para mantener unido a todo el continente; oremos para que todos nosotros estemos dispuestos a redescubrir nuestras raíces comunes, para ser constructores de una Europa profundamente humana y auténticamente cristiana.

79 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Bonifacio

79 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN BONIFACIO

AUDIENCIA GENERAL DEL 11 DE MARZO DE 2009

SAN BONIFACIO

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy vamos a reflexionar sobre un gran misionero del siglo VIII, que difundió el cristianismo en Europa central, precisamente también en mi patria: san Bonifacio, que ha pasado a la historia como “el apóstol de los germanos”. Poseemos muchas noticias sobre su vida gracias a la diligencia de sus biógrafos: nació en una familia anglosajona en Wessex alrededor del año 675 y fue bautizado con el nombre de Winfrido. Entró muy joven en un monasterio, atraído por el ideal monástico. Poseyendo notables capacidades intelectuales, parecía encaminado a una tranquila y brillante carrera de estudioso: fue profesor de gramática latina, escribió algunos tratados y compuso también varias poesías en latín.

Ordenado sacerdote cuando tenía cerca de treinta años, se sintió llamado al apostolado entre los paganos del continente. Gran Bretaña, su tierra, evangelizada apenas cien años antes por los benedictinos encabezados por san Agustín, mostraba una fe tan sólida y una caridad tan ardiente que enviaba misioneros a Europa central para anunciar allí el Evangelio. En el año 716, Winfrido, con algunos compañeros, se dirigió a Frisia (la actual Holanda), pero se encontró con la oposición del jefe local y el intento de evangelización fracasó. Volvió a su patria, pero no se desalentó: dos años después vino a Roma para hablar con el Papa Gregorio II y recibir directrices. El Papa, según el relato de un biógrafo, lo acogió “con el rostro sonriente y con la mirada llena de dulzura”, y en los días siguientes mantuvo con él “coloquios importantes” (Willibaldo, Vita S. Bonifatii, ed. Levison, pp. 13-14) y, al final, tras haberle impuesto el nuevo nombre de Bonifacio, con cartas oficiales le encomendó la misión de predicar el Evangelio entre los pueblos de Alemania.

Confortado y sostenido por el apoyo del Papa, san Bonifacio se dedicó a la predicación del Evangelio en aquellas regiones, luchando contra los cultos paganos y reforzando las bases de la moralidad humana y cristiana. Con gran sentido del deber escribió en una de sus cartas: “Estamos firmes en la lucha en el día del Señor, porque han llegado días de aflicción y miseria… No somos perros mudos, ni observadores taciturnos, ni mercenarios que huyen ante los lobos. En cambio, somos pastores diligentes que velan por el rebaño de Cristo, que anuncian a las personas importantes y a las comunes, a los ricos y a los pobres, la voluntad de Dios… a tiempo y a destiempo” (Epistulae, 3, 352. 354: mgh).

Con su actividad incansable, con sus dotes organizadoras y con su carácter dúctil y amable, a pesar de su firmeza, san Bonifacio obtuvo grandes resultados. El Papa entonces “declaró que quería imponerle la dignidad episcopal, para que así pudiera corregir con mayor determinación y devolver al camino de la verdad a los equivocados, se sintiera apoyado por la mayor autoridad de la dignidad apostólica y fuera tanto más aceptado por todos en el oficio de la predicación cuanto más parecía que por este motivo había sido ordenado por el prelado apostólico” (Otloho, Vita S. Bonifatii, ed. Levison, lib. I, p. 127).

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Fue el mismo Sumo Pontífice quien consagró “obispo regional” —es decir, para toda Alemania— a san Bonifacio, el cual retomó sus fatigas apostólicas en los territorios que se le confiaron y extendió su acción también a la Iglesia de la Galia: con gran prudencia restauró la disciplina eclesiástica, convocó varios sínodos para garantizar la autoridad de los sagrados cánones y reforzó la necesaria comunión con el Romano Pontífice: esta era una de sus principales preocupaciones. También los sucesores del Papa Gregorio II lo tuvieron en gran aprecio: Gregorio III lo nombró arzobispo de todas las tribus germánicas, le envió el palio y le dio facultad para organizar la jerarquía eclesiástica en aquellas regiones (cf. Epist.28: S. Bonifatii Epistulae, ed. Tangl, Berolini 1916); el Papa Zacarías lo confirmó en su cargo y alabó su labor (cf. Epist. 51, 57, 58, 60, 68, 77, 80, 86, 87, 89: op. cit.); el Papa Esteban III, recién elegido, recibió de él una carta en la que le expresaba su adhesión filial (cf. Epist.108: op. cit.).

El gran obispo, además de esta labor de evangelización y organización de la Iglesia mediante la fundación de diócesis y la celebración de sínodos, favoreció la fundación de varios monasterios, masculinos y femeninos, a fin de que fueran un faro para irradiar la fe y la cultura humana y cristiana en el territorio. De los cenobios benedictinos de su patria había llamado a monjes y monjas, que le prestaron una ayuda eficacísima y valiosa en la tarea de anunciar el Evangelio y de difundir las ciencias humanas y las artes entre las poblaciones.

En efecto, con razón consideraba que el trabajo por el Evangelio debía ser también trabajo en favor de una verdadera cultura humana. Sobre todo el monasterio de Fulda —fundado hacia el año 743— fue el corazón y el centro de irradiación de la espiritualidad y de la cultura religiosa: allí los monjes, en la oración, en el trabajo y en la penitencia, se esforzaban por tender a la santidad, se formaban en el estudio de las disciplinas sagradas y profanas, y se preparaban para el anuncio del Evangelio, para ser misioneros. Así pues, por mérito de san Bonifacio, de sus monjes y de sus monjas —también las mujeres desempeñaron un papel muy importante en esta obra de evangelización— floreció asimismo la cultura humana que es inseparable de la fe y que revela su belleza.

San Bonifacio mismo nos ha dejado obras intelectuales significativas. Ante todo, su abundante epistolario, donde las cartas pastorales se alternan con las cartas oficiales y las de carácter privado, que revelan hechos sociales y sobre todo su rico temperamento humano y su profunda fe. También compuso un tratado de Ars grammatica, en el que explicaba las declinaciones, los verbos y la sintaxis del latín, pero que para él era también un instrumento para difundir la fe y la cultura. Además, le atribuyen una Ars metrica, es decir, una introducción a cómo hacer poesía, varias composiciones poéticas y, por último, una colección de 15 sermones.

Aunque ya era de edad avanzada —tenía alrededor de 80 años— se preparó para una nueva misión evangelizadora: con cerca de cincuenta monjes volvió a Frisia, donde había comenzado su obra. Casi como presagio de su muerte inminente, aludiendo al viaje de la vida, escribió al obispo Lullo, su discípulo y sucesor en la sede de Maguncia: “Deseo llevar a término el propósito de este viaje; de ningún modo puedo renunciar al deseo de partir. Está cerca el día de mi fin y se aproxima el tiempo de mi muerte; abandonando los despojos mortales, subiré al premio eterno. Pero tú, hijo queridísimo, exhorta sin cesar al pueblo a salir del laberinto del error, lleva a término la edificación de la basílica de Fulda, ya comenzada, y en ella sepulta mi cuerpo envejecido por largos años de vida” (Willibaldo, Vita S. Bonifatii, ed. cit., p. 46).

El 5 de junio del año 754, al comenzar la celebración de la misa en Dokkum (actualmente, en el norte de Holanda), fue asaltado por una banda de paganos. Avanzando con frente serena, «prohibió a los suyos que combatieran diciendo: “Cesad, hijos, de combatir, abandonad la guerra, porque el testimonio de la Escritura nos advierte que no devolvamos mal por mal, sino bien por mal. Este es el día deseado hace tiempo; ha llegado el tiempo de nuestro fin. ¡Ánimo en el Señor!”» (ib., pp. 49-50). Fueron sus últimas palabras antes de caer bajo los golpes de sus agresores. Los restos mortales del obispo mártir fueron llevados al monasterio de Fulda, donde recibieron digna sepultura. Ya uno de sus primeros biógrafos dio este juicio sobre él: “El santo obispo Bonifacio puede llamarse padre de todos los habitantes de Alemania, porque fue el primero en engendrarlos para Cristo con la palabra de su santa predicación, los confirmó con el ejemplo y, por último, dio la vida por ellos, y no puede haber caridad mayor que esta” (Otloho, Vita S. Bonifatii, ed. cit., lib. I, p. 158).

A distancia de siglos, ¿qué mensaje podemos recoger de la enseñanza y de la prodigiosa actividad de este gran misionero y mártir? Una primera evidencia se impone a quien se acerca a san Bonifacio: la centralidad de la Palabra de Dios, vivida e interpretada en la fe de la Iglesia, Palabra que él vivió, predicó, testimonió hasta el don supremo de sí mismo en el martirio. Era tan ardiente su celo por la Palabra de Dios que sentía la urgencia y el deber de llevarla a los demás, incluso con riesgo personal suyo. En ella apoyaba la fe a cuya difusión se había comprometido solemnemente en el momento de su consagración episcopal: “Profeso íntegramente la pureza de la santa fe católica y con la ayuda de Dios quiero permanecer en la unidad de esta fe, en la que sin duda alguna está toda la salvación de los cristianos” (Epist. 12, en S. Bonifatii Epistolae, ed. cit., p. 29).

La segunda evidencia, muy importante, que emerge de la vida de san Bonifacio es su fiel comunión con la Sede apostólica, que era un punto firme y central de su trabajo misionero; siempre conservó esta comunión como norma de su misión y la dejó casi como su testamento. En una carta al Papa Zacarías afirma: “Yo no dejo nunca de invitar y de someter a la obediencia de la Sede apostólica a aquellos que quieren permanecer en la fe católica y en la unidad de la Iglesia romana, y a todos aquellos que en esta misión Dios me da como oyentes y discípulos” (Epist. 50: en ib. p. 81). Fruto de este empeño fue el firme espíritu de cohesión en torno al Sucesor de Pedro que san Bonifacio transmitió a las Iglesias en su territorio de misión, uniendo a Inglaterra, Alemania y Francia con Roma, y contribuyendo así de modo decisivo a poner las raíces cristianas de Europa que habrían de producir frutos fecundos en los siglos sucesivos.

San Bonifacio merece nuestra atención también por una tercera característica: promovió el encuentro entre la cultura romano-cristiana y la cultura germánica. En efecto, sabía que humanizar y evangelizar la cultura era parte integrante de su misión de obispo. Transmitiendo el antiguo patrimonio de valores cristianos, implantó en las poblaciones germánicas un nuevo estilo de vida más humano, gracias al cual se respetaban mejor los derechos inalienables de la persona. Como auténtico hijo de san Benito, supo unir oración y trabajo (manual e intelectual), pluma y arado.

El valiente testimonio de san Bonifacio es una invitación para todos a acoger en nuestra vida la Palabra de Dios como punto de referencia esencial, a amar apasionadamente a la Iglesia, a sentirnos corresponsables de su futuro, a buscar la unidad en torno al Sucesor de Pedro. Al mismo tiempo, nos recuerda que el cristianismo, favoreciendo la difusión de la cultura, promueve el progreso del hombre. A nosotros nos corresponde ahora estar a la altura de un patrimonio tan prestigioso y hacerlo fructificar para bien de las futuras generaciones.

Me impresiona siempre su celo ardiente por el Evangelio: a los cuarenta años abandonó una vida monástica tranquila y fructífera, una vida de monje y profesor, para anunciar el Evangelio a los sencillos, a los bárbaros; a los ochenta años, una vez más, fue a una zona donde preveía su martirio. Comparando su fe ardiente, su celo por el Evangelio, con nuestra fe a menudo tan tibia y burocrática, vemos qué debemos hacer y cómo renovar nuestra fe, para dar como don a nuestro tiempo la perla preciosa del Evangelio.

75 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Ambrosio Auperto

75 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: AMBROSIO AUPERTO

AUDIENCIA GENERAL DEL 22 DE ABRIL DE 2009

AMBROSIO AUPERTO

Queridos hermanos y hermanas: 

La Iglesia vive en las personas, y quien quiere conocer a la Iglesia, comprender su misterio, debe considerar a las personas que han vivido y viven su mensaje, su misterio. Por ello, desde hace mucho tiempo, en las catequesis de los miércoles hablo de personas de las que podemos aprender lo que es la Iglesia. Comenzamos con los Apóstoles y los Padres de la Iglesia, y poco a poco hemos llegado hasta el siglo VIII, el período de Carlomagno. Hoy voy a hablar de Ambrosio Auperto, un autor más bien desconocido; en efecto, sus obras fueron atribuidas, en gran parte, a otros personajes más conocidos, desde san Ambrosio de Milán hasta san Ildefonso, para no hablar de las que los monjes de Montecassino creyeron que debían atribuir a la pluma de un abad suyo del mismo nombre, que vivió casi un siglo más tarde. Prescindiendo de alguna breve alusión autobiográfica insertada en su gran comentario al Apocalipsis, tenemos pocas noticias ciertas sobre su vida. Sin embargo, la atenta lectura de las obras cuya paternidad la crítica ha ido reconociendo poco a poco, permite descubrir en su enseñanza un tesoro teológico y espiritual valioso también para nuestro tiempo.

Ambrosio Auperto, nacido en Provenza de una familia distinguida, según su tardío biógrafo Juan fue a la corte del rey franco Pipino el Breve donde, además del cargo de oficial, desarrolló de alguna forma también el de preceptor del futuro emperador Carlomagno. Probablemente en el séquito del Papa Esteban ii, que entre los años 753-754 acudió a la corte franca, Auperto llegó a Italia y visitó la famosa abadía benedictina de San Vicente, en las fuentes del Volturno, en el ducado de Benevento. Esa abadía, fundada a inicios de aquel siglo por los tres hermanos beneventanos Paldón, Tatón y Tasón, era conocida como oasis de cultura clásica y cristiana. Poco después de su visita, Ambrosio Auperto decidió abrazar la vida religiosa y entró en aquel monasterio, donde pudo formarse de modo adecuado, sobre todo en el campo de la teología y la espiritualidad, según la tradición de los Padres.

Hacia el año 761 fue ordenado sacerdote y el 4 de octubre del año 777 fue elegido abad con el apoyo de los monjes francos, mientras que le eran contrarios los longobardos, favorables al longobardo Potón. La tensión, de trasfondo nacionalista, no se calmó en los meses sucesivos, con la consecuencia de que al año siguiente, el 778, Auperto pensó en dimitir y marcharse con algunos monjes francos a Spoleto, donde podía contar con la protección de Carlomagno. A pesar de ello, las disensiones en el monasterio de San Vicente no cesaron, y algunos años después, cuando a la muerte del abad que sucedió a Auperto fue elegido precisamente Potón (año 782), el conflicto volvió a encenderse y se llegó a la denuncia del nuevo abad ante Carlomagno. Este remitió a los contendientes al tribunal del Pontífice, el cual los convocó a Roma. Llamó también como testigo a Auperto que, sin embargo, durante el viaje murió repentinamente, quizá asesinado, el 30 de enero del año 784.

Ambrosio Auperto fue monje y abad en una época marcada por fuertes tensiones políticas, que repercutían también en la vida interna de los monasterios. De ello se hace eco frecuentemente y con preocupación en sus escritos. Por ejemplo, denuncia la contradicción entre la espléndida apariencia externa de los monasterios y la tibieza de los monjes:  seguramente esta crítica se dirigía también a su propia abadía. Para ella escribió la Vida de los tres fundadores, con la clara intención de ofrecer a la nueva generación de monjes un punto de referencia con el cual confrontarse.

Una finalidad semejante tenía también el pequeño tratado ascético Conflictus vitiorum et virtutum (“Conflicto entre los vicios y las virtudes”), que obtuvo gran éxito en la Edad Media y se publicó en 1473 en Utrecht bajo el nombre de san Gregorio Magno y un año después en Estrasburgo bajo el nombre de san Agustín. En él Ambrosio Auperto pretendía enseñar a los monjes de modo concreto cómo afrontar el combate espiritual día a día. De modo significativo, no aplica la afirmación de 2 Tm 3,12:  “Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús, sufrirán persecuciones”, a la persecución externa, sino al asalto que el cristiano debe sufrir en su interior por parte de las fuerzas del mal. Se presentan en una especie de disputa 24 parejas de combatientes:  cada vicio trata de embaucar al alma con razonamientos sutiles, mientras que la virtud respectiva rebate esas insinuaciones utilizando sobre todo palabras de la Escritura.

En este tratado sobre el conflicto entre vicios y virtudes, Auperto contrapone a la cupiditas (la codicia) el contemptus mundi (el desprecio del mundo), que se convierte en una figura importante en la espiritualidad de los monjes. Este desprecio del mundo no es un desprecio de la creación, de la belleza y de la bondad de la creación y del Creador, sino un desprecio de la falsa visión del mundo que nos presenta e insinúa precisamente la codicia. Esta nos insinúa que el “tener” sería el sumo valor de nuestro ser, de nuestro vivir en el mundo, para parecer importantes. Así falsifica la creación del mundo y destruye el mundo.

Auperto observa también que el afán de ganancias de los ricos y los poderosos de la sociedad de su tiempo existe también en el interior de las almas de los monjes; por ello, escribió un tratado titulado De cupiditate, en el que, con el apóstol san Pablo, denuncia desde el inicio la codicia como la raíz de todos los males. Escribe:  “Desde el suelo de la tierra diversas espinas agudas brotan de varias raíces; en el corazón del hombre, en cambio, los piquetes de todos los vicios proceden de una única raíz, la codicia” (De cupiditate 1:  CCCM 27 b, p. 963). Este relieve revela toda su actualidad a la luz de la presente crisis económica mundial. Vemos que precisamente de esta raíz de la codicia ha nacido esta crisis. Ambrosio imagina la objeción que los ricos y los poderosos podrían aducir diciendo:  nosotros no somos monjes; para nosotros no valen ciertas exigencias ascéticas. Y responde:  “Es verdad lo que decís, pero también para vosotros vale el camino angosto y estrecho, según la manera de vuestro estado de vida y en la medida de vuestras fuerzas, porque el Señor sólo propuso dos puertas y dos caminos (es decir, la puerta estrecha y la ancha, el camino angosto y el cómodo); no indicó una tercera puerta o un tercer camino” (l.c., p. 978).

Ve claramente que los estilos de vida son muy distintos. Pero también para el hombre de este mundo, también para el rico vale el deber de combatir contra la codicia, contra el afán de poseer, de aparecer, contra el falso concepto de libertad como facultad de disponer de todo según el propio arbitrio. También el rico debe encontrar el auténtico camino de la verdad, del amor y, así, de la vida recta. Por eso, Auperto, como prudente pastor de almas, al final de su predicación penitencial, sabe decir una palabra de consuelo:  “No he hablado contra los codiciosos, sino contra la codicia, no contra la naturaleza, sino contra el vicio” (l.c., p. 981).

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La obra más importante de Ambrosio Auperto es seguramente su comentario en diez libros al Apocalipsis, que constituye, después de siglos, el primer comentario amplio en el mundo latino al último libro de la Sagrada Escritura. Esta obra fue fruto de un trabajo de muchos años, llevado a cabo en dos etapas entre los años 758 y 767, por tanto antes de su elección como abad. En el prólogo indica con precisión sus fuentes, lo cual no era normal en absoluto en la Edad Media. A través de su fuente quizás más significativa, el comentario del obispo Primasio Adrumetano, redactado hacia la mitad del siglo VI, Auperto entra en contacto con la interpretación del Apocalipsis que había dejado el africano Ticonio, el cual vivió una generación antes de san Agustín. No era católico:  pertenecía a la Iglesia cismática donatista; sin embargo, era un gran teólogo. En este comentario vio reflejado, sobre todo en el Apocalipsis, el misterio de la Iglesia.

Ticonio había llegado a la convicción de que la Iglesia era un cuerpo compuesto de dos partes:  una, dice él, pertenece a Cristo; pero la otra parte de la Iglesia pertenece al diablo. San Agustín leyó este comentario y lo aprovechó, pero subrayó fuertemente que la Iglesia está en las manos de Cristo, sigue siendo su Cuerpo, formando con él un solo sujeto, partícipe de la mediación de la gracia. Por eso, subraya que la Iglesia nunca puede separarse de Jesucristo.

En su lectura del Apocalipsis, semejante a la de Ticonio, Auperto no se interesa tanto de la segunda venida de Cristo al final de los tiempos, cuanto de las consecuencias que se derivan para la Iglesia del presente de su primera venida, la encarnación en el seno de la Virgen María. Y nos dice unas palabras muy importantes:  en realidad Cristo “debe nacer, morir y resucitar cada día en nosotros, que somos su Cuerpo” (In Apoc. III: CCCM 27, p. 205). En el contexto de la dimensión mística propia de todo cristiano, él contempla a María como modelo de la Iglesia, modelo para todos nosotros, porque también en nosotros y entre nosotros debe nacer Cristo. Siguiendo a los Padres que veían en la “mujer vestida de sol” deAp 12,1 la imagen de la Iglesia, Auperto argumenta:  “La bienaventurada y piadosa Virgen…. diariamente da a luz nuevos pueblos, con los cuales se forma el Cuerpo general del Mediador. Por tanto, no debe sorprender que ella, en cuyo bendito seno la Iglesia misma mereció ser unida a su Cabeza, represente la imagen de la Iglesia”.

En este sentido Auperto considera que la Virgen María desempeña un papel decisivo en la obra de la Redención (cf. también sus homilías In purificatione s. Mariae In adsumptione s. Mariae). Su gran veneración y su profundo amor a la Madre de Dios le inspiran a veces formulaciones que de alguna forma anticipan las de san Bernardo y de la mística franciscana, pero sin desviarse hacia formas discutibles de sentimentalismo, porque él no separa nunca a María del misterio de la Iglesia. Por eso, con razón, Ambrosio Auperto es considerado el primer gran mariólogo de Occidente.

Él cree que la piedad -que, según él, debe liberar al alma del apego a los placeres terrenos y transitorios- debe ir unida al profundo estudio de las ciencias sagradas, sobre todo la meditación de las Sagradas Escrituras, que define “cielo profundo, abismo insondable” (In Apoc. IX). En la hermosa oración con la que concluye su comentario al Apocalipsis, subrayando la prioridad que en toda búsqueda teológica de la verdad corresponde al amor, se dirige a Dios con estas palabras:  “Cuando te escrutamos intelectualmente, no te descubrimos como eres verdaderamente; en cambio, cuando te amamos, te alcanzamos”.

Hoy podemos constatar que Ambrosio Auperto vivió en un tiempo de fuerte manipulación política de la Iglesia, en la que el nacionalismo y el tribalismo habían desfigurado el rostro de la Iglesia. Pero él, en medio de todas esas dificultades, que experimentamos también nosotros, supo descubrir el verdadero rostro de la Iglesia en María, en los santos. De este modo, supo entender lo que significa ser católico, ser cristiano, vivir de la Palabra de Dios, entrar en este abismo y así vivir el misterio de la Madre de Dios:  dar vida de nuevo a la Palabra de Dios, ofrecer a la Palabra de Dios la propia carne en el tiempo presente. Y con todo su conocimiento teológico, con toda la profundidad de su ciencia, Auperto supo comprender que con la simple investigación teológica no se puede conocer a Dios tal como es en realidad. Sólo el amor lo alcanza. Escuchemos este mensaje y oremos al Señor para que nos ayude a vivir el misterio de la Iglesia hoy, en nuestro tiempo.

74 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Germán de Constantinopla

74 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN GERMÁN DE CONSTANTINOPLA

AUDIENCIA GENERAL DEL 29 DE ABRIL DE 2009

SAN GERMÁN DE CONSTANTINOPLA

Queridos hermanos y hermanas: 

El patriarca san Germán de Constantinopla, del que quiero hablar hoy, no pertenece a las figuras más representativas del mundo cristiano oriental de lengua griega y, sin embargo, su nombre aparece con cierta solemnidad en la lista de los grandes defensores de las imágenes sagradas, redactada en el segundo concilio de Nicea, séptimo ecuménico (787). La Iglesia griega celebra su fiesta en la liturgia del 12 de mayo. San Germán desempeñó un papel significativo en la compleja historia de la lucha por las imágenes, durante la llamada crisis iconoclasta: supo resistir muy bien a las presiones de un emperador iconoclasta, es decir, adversario de las imágenes, como fue León III.

Durante el patriarcado de san Germán (715-730), la capital del imperio bizantino, Constantinopla, sufrió un peligrosísimo asedio por parte de los sarracenos. En aquella ocasión (717-718) se organizó una solemne procesión en la ciudad con la ostensión de la imagen de la Madre de Dios, la Theotokos, y de la reliquia de la santa cruz, para invocar de lo alto la defensa de la ciudad. De hecho, Constantinopla fue librada del asedio. Los adversarios decidieron desistir para siempre de la idea de establecer su capital en la ciudad símbolo del Imperio cristiano y el agradecimiento por la ayuda divina fue muy grande en el pueblo.

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El patriarca san Germán, tras aquel acontecimiento, se convenció de que la intervención de Dios debía considerarse una aprobación evidente de la piedad mostrada por el pueblo hacia las santas imágenes. En cambio, fue de parecer completamente distinto el emperador León III, que precisamente ese año (717) fue entronizado como emperador indiscutido en la capital, en la que reinó hasta el año 741. Después de la liberación de Constantinopla y de una nueva serie de victorias, el emperador cristiano comenzó a manifestar cada vez más abiertamente la convicción de que la consolidación del Imperio debía comenzar precisamente por una reforma de las manifestaciones de la fe, con particular referencia al riesgo de idolatría al que, a su parecer, el pueblo estaba expuesto a causa del culto excesivo a las imágenes.

De nada valió que el patriarca san Germán recordara la tradición de la Iglesia y la eficacia efectiva de algunas imágenes, que eran reconocidas unánimemente como “milagrosas”. El emperador se mantuvo siempre inamovible en la aplicación de su proyecto restaurador, que preveía la eliminación de las imágenes. Y cuando el 7 de enero del año 730, en una reunión pública, tomó abiertamente postura contra el culto a las imágenes, san Germán no quiso en absoluto plegarse a la voluntad del emperador en cuestiones que él consideraba decisivas para la fe ortodoxa, a la cual según él pertenecía precisamente el culto, el amor a las imágenes. Como consecuencia de eso, san Germán se vio forzado a dimitir como patriarca, auto-condenándose al exilio en un monasterio donde murió olvidado por todos. Su nombre volvió a aparecer precisamente en el segundo concilio de Nicea (787), cuando los padres ortodoxos decidieron a favor de las imágenes, reconociendo los méritos de san Germán.

El patriarca san Germán cuidaba con esmero las celebraciones litúrgicas y, durante cierto tiempo, fue considerado también el instaurador de la fiesta del Akátistos. Como es sabido, el Akátistos es un antiguo y famoso himno compuesto en ámbito bizantino y dedicado a la Theotokos, la Madre de Dios. A pesar de que desde el punto de vista teológico no se puede calificar a san Germán como un gran pensador, algunas de sus obras tuvieron cierta resonancia sobre todo por ciertas intuiciones suyas sobre la mariología.

De él se han conservado varias homilías de tema mariano, y algunas de ellas han marcado profundamente la piedad de enteras generaciones de fieles, tanto en Oriente como en Occidente. Sus espléndidas Homilías sobre la Presentación de María en el templo son testimonios aún vivos de la tradición no escrita de las Iglesias cristianas. Generaciones de monjas, de monjes y de miembros de numerosísimos institutos de vida consagrada siguen encontrando aún hoy en esos textos tesoros preciosísimos de espiritualidad.

Siguen suscitando admiración algunos textos mariológicos de san Germán que forman parte de las homilías pronunciadas In SS. Deiparae dormitionem, festividad correspondiente a nuestra fiesta de la Asunción. Entre estos textos el Papa Pío XII utilizó uno que engarzó como una perla en la constitución apostólica Munificentissimus Deus (1950), con la que declaró dogma de fe la Asunción de María. El Papa Pío XII citó este texto en esa constitución, presentándolo como uno de los argumentos en favor de la fe permanente de la Iglesia en la Asunción corporal de María al cielo.

San Germán escribe: “¿Podía suceder, santísima Madre de Dios, que el cielo y la tierra se sintieran honrados por tu presencia, y tú, con tu partida, dejaras a los hombres privados de tu protección? No. Es imposible pensar eso. De hecho, como cuando estabas en el mundo no te sentías extraña a las realidades del cielo, así tampoco después de haber emigrado de este mundo te has sentido alejada de la posibilidad de comunicar en espíritu con los hombres. (…) No has abandonado a aquellos a los que has garantizado la salvación, pues (…) tu espíritu vive eternamente, y tu carne no sufrió la corrupción del sepulcro. Tú, oh Madre, estás cerca de todos y a todos proteges y, aunque nuestros ojos no puedan verte, con todo sabemos, oh santísima, que tú vives en medio de todos nosotros y que te haces presente de las formas más diversas… Tú (María), como está escrito, apareces en belleza, y tu cuerpo virginal es todo santo, todo casto, todo casa de Dios, de forma que, también por esto, es preciso que sea inmune de resolverse en polvo. Es inmutable, pues lo que en él era humano fue asumido hasta convertirse en incorruptible; y debe permanecer vivo y gloriosísimo, incólume y dotado de la plenitud de la vida. De hecho era imposible que quedara encerrada en el sepulcro de los muertos aquella que se había convertido en vaso de Dios y templo vivo de la santísima divinidad del Unigénito. Por otra parte, nosotros creemos con certeza que tú sigues caminando con nosotros” (PG 98, col. 344 B 346 B, passim).

Se ha dicho que para los bizantinos el decoro de la forma retórica en la predicación, y más aún en los himnos o composiciones poéticas que llaman troparios, es tan importante en la celebración litúrgica como la belleza del edificio sagrado en el que esta tiene lugar. Según esa tradición, el patriarca san Germán es uno de los que han contribuido en mayor medida a tener viva esta convicción, es decir, que la belleza de la palabra, del lenguaje, debe coincidir con la belleza del edificio y de la música.

Para concluir, quiero citar las palabras inspiradas con las que san Germán califica a la Iglesia al inicio de esta pequeña obra de arte: “La Iglesia es templo de Dios, espacio sagrado, casa de oración, convocación de pueblo, cuerpo de Cristo. (…) Es el cielo en la tierra, donde Dios trascendente habita como en su casa y pasea por ella, pero es también imagen realizada (antitypos) de la crucifixión, de la tumba y de la resurrección. (…) La Iglesia es la casa de Dios en la que se celebra el sacrificio místico vivificante y, al mismo tiempo, la parte más íntima del santuario y gruta santa. Dentro de ella se encuentran el sepulcro y la mesa, alimentos para el alma y garantías de vida. En ella se encuentran, por último, las verdaderas perlas preciosas que son los dogmas divinos de la enseñanza impartida directamente por el Señor a sus discípulos” (PG 98, col. 384B385A).

Al final queda la pregunta: ¿qué nos dice hoy este santo, bastante distante de nosotros cronológica y también culturalmente? Creo que fundamentalmente tres cosas. La primera: en cierto modo Dios es visible en el mundo, en la Iglesia, y debemos aprender a percibirlo. Dios ha creado al hombre a su imagen, pero esta imagen ha sido cubierta de la gran suciedad del pecado, a consecuencia de la cual casi ya no se veía a Dios en ella. Así el Hijo de Dios se hizo verdadero hombre, imagen perfecta de Dios; así en Cristo podemos contemplar también el rostro de Dios y aprender a ser verdaderos hombres, verdaderas imágenes de Dios. Cristo nos invita a imitarlo, a ser semejantes a él, para que en cada hombre se refleje de nuevo el rostro de Dios, la imagen de Dios.

A decir verdad, en el Decálogo Dios había prohibido hacer imágenes de él, pero esto fue por las tentaciones de idolatría a las que el creyente podía estar expuesto en un contexto de paganismo. Sin embargo, desde que Dios se hizo visible en Cristo mediante la encarnación, es legítimo reproducir el rostro de Cristo. Las imágenes santas nos enseñan a ver a Dios en la figuración del rostro de Cristo. Por consiguiente, después de la encarnación del Hijo de Dios resulta posible ver a Dios en las imágenes de Cristo y también en el rostro de los santos, en el rostro de todos los hombres en los que resplandece la santidad de Dios.

La segunda es la belleza y la dignidad de la liturgia. Celebrar la liturgia conscientes de la presencia de Dios, con la dignidad y la belleza que permite ver en cierto modo su esplendor, es tarea de todo cristiano formado en su fe.

La tercera es amar a la Iglesia. Precisamente a propósito de la Iglesia, los hombres tendemos a ver sobre todo sus pecados, lo negativo; pero, con la ayuda de la fe, que nos hace capaces de ver de forma auténtica, podemos también redescubrir en ella, hoy y siempre, la belleza divina. Dios se hace presente en la Iglesia; se nos ofrece en la sagrada Eucaristía y permanece presente para la adoración. En la Iglesia Dios habla con nosotros, en la Iglesia “Dios pasea con nosotros”, como dice san Germán. En la Iglesia recibimos el perdón de Dios y aprendemos a perdonar.

Pidamos a Dios que nos enseñe a ver en la Iglesia su presencia, su belleza, a ver su presencia en el mundo, y que nos ayude a reflejar también nosotros su luz.

73 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Juan Damasceno

73 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN JUAN DAMASCENO

AUDIENCIA GENERAL DEL 6 DE MAYO DE 2009

SAN JUAN DAMASCENO

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero hablar de san Juan Damasceno, un personaje destacado en la historia de la teología bizantina, un gran doctor en la historia de la Iglesia universal. Es, sobre todo, un testigo ocular del paso de la cultura griega y siriaca, compartida por la parte oriental del Imperio bizantino, a la cultura del islam, que se abrió espacio con sus conquistas militares en el territorio reconocido habitualmente como Oriente Medio o Próximo. Juan, nacido en una familia cristiana rica, aún joven asumió el cargo —quizá ocupado también por su padre— de responsable económico del califato. Sin embargo, muy pronto, insatisfecho de la vida de la corte, escogió la vocación monástica, entrando en el monasterio de San Sabas, situado cerca de Jerusalén. Era alrededor del año 700. Sin alejarse nunca del monasterio, se dedicó con todas sus fuerzas a la ascesis y a la actividad literaria, aunque no desdeñó la actividad pastoral, de la que dan testimonio sobre todo sus numerosas Homilías. Su memoria litúrgica se celebra el 4 de diciembre. El Papa León XIII lo proclamó doctor de la Iglesia universal en 1890.

En Oriente se recuerdan de él sobre todo los tres Discursos contra quienes calumnian las imágenes santas, que fueron condenados, después de su muerte, por el concilio iconoclasta de Hieria (754). Sin embargo, estos discursos fueron también el motivo principal de su rehabilitación y canonización por parte de los Padres ortodoxos convocados al segundo concilio de Nicea (787), séptimo ecuménico. En estos textos se pueden encontrar los primeros intentos teológicos importantes de legitimación de la veneración de las imágenes sagradas, uniéndolas al misterio de la encarnación del Hijo de Dios en el seno de la Virgen María.

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San Juan Damasceno fue, además, uno de los primeros en distinguir, en el culto público y privado de los cristianos, entre la adoración (latreia) y la veneración (proskynesis): la primera sólo puede dirigirse a Dios, sumamente espiritual; la segunda, en cambio, puede utilizar una imagen para dirigirse a aquel que es representado en esa imagen. Obviamente, el santo no puede en ningún caso ser identificado con la materia de la que está compuesta la imagen. Esta distinción se reveló en seguida muy importante para responder de modo cristiano a aquellos que pretendían como universal y perenne la observancia de la severa prohibición del Antiguo Testamento de utilizar las imágenes en el culto. Esta era la gran discusión también en el mundo islámico, que acepta esta tradición judía de la exclusión total de imágenes en el culto. En cambio los cristianos, en este contexto, han discutido sobre el problema y han encontrado la justificación para la veneración de las imágenes.

San Juan Damasceno escribe: “En otros tiempos Dios no había sido representado nunca en una imagen, al ser incorpóreo y no tener rostro. Pero dado que ahora Dios ha sido visto en la carne y ha vivido entre los hombres, yo represento lo que es visible en Dios. Yo no venero la materia, sino al creador de la materia, que se hizo materia por mí y se dignó habitar en la materia y realizar mi salvación a través de la materia. Por ello, nunca cesaré de venerar la materia a través de la cual me ha llegado la salvación. Pero de ningún modo la venero como si fuera Dios. ¿Cómo podría ser Dios aquello que ha recibido la existencia a partir del no ser? (…) Yo venero y respeto también todo el resto de la materia que me ha procurado la salvación, en cuanto que está llena de energías y de gracias santas. ¿No es materia el madero de la cruz tres veces bendita? (…) ¿Y no son materia la tinta y el libro santísimo de los Evangelios? ¿No es materia el altar salvífico que nos proporciona el pan de vida? (…) Y antes que nada, ¿no son materia la carne y la sangre de mi Señor? O se debe suprimir el carácter sagrado de todo esto, o se debe conceder a la tradición de la Iglesia la veneración de las imágenes de Dios y la de los amigos de Dios que son santificados por el nombre que llevan, y que por esta razón habita en ellos la gracia del Espíritu Santo. Por tanto, no se ofenda a la materia, la cual no es despreciable, porque nada de lo que Dios ha hecho es despreciable” (Contra imaginum calumniatores, I, 16, ed. Kotter, pp. 89-90).

Vemos que, a causa de la encarnación, la materia aparece como divinizada, es considerada morada de Dios. Se trata de una nueva visión del mundo y de las realidades materiales. Dios se ha hecho carne y la carne se ha convertido realmente en morada de Dios, cuya gloria resplandece en el rostro humano de Cristo. Por consiguiente, las invitaciones del Doctor oriental siguen siendo de gran actualidad, teniendo en cuenta la grandísima dignidad que la materia recibió en la Encarnación, pues por la fe pudo convertirse en signo y sacramento eficaz del encuentro del hombre con Dios.

Así pues, san Juan Damasceno es testigo privilegiado del culto de las imágenes, que ha sido uno de los aspectos característicos de la teología y de la espiritualidad oriental hasta hoy. Sin embargo, es una forma de culto que pertenece simplemente a la fe cristiana, a la fe en el Dios que se hizo carne y se hizo visible. La doctrina de san Juan Damasceno se inserta así en la tradición de la Iglesia universal, cuya doctrina sacramental prevé que elementos materiales tomados de la naturaleza puedan ser instrumentos de la gracia en virtud de la invocación (epíclesis) del Espíritu Santo, acompañada por la confesión de la fe verdadera.

En unión con estas ideas de fondo san Juan Damasceno pone también la veneración de las reliquias de los santos, basándose en la convicción de que los santos cristianos, al haber sido hechos partícipes de la resurrección de Cristo, no pueden ser considerados simplemente “muertos”. Enumerando, por ejemplo, aquellos cuyas reliquias o imágenes son dignas de veneración, san Juan precisa en su tercer discurso en defensa de las imágenes: “Ante todo (veneramos) a aquellos en quienes ha habitado Dios, el único santo, que mora en los santos (cf. Is 57, 15), como la santa Madre de Dios y todos los santos. Estos son los que, en la medida de lo posible, se han hecho semejantes a Dios con su voluntad y por la inhabitación y la ayuda de Dios, son llamados realmente dioses (cf. Sal 82, 6), no por naturaleza, sino por contingencia, como el hierro al rojo vivo es llamado fuego, no por naturaleza sino por contingencia y por participación del fuego. De hecho dice: “Seréis santos, porque yo soy santo” (Lv19, 2)” (III, 33, col. 1352A).

Por eso, después de una serie de referencias de este tipo, san Juan Damasceno, podía deducir serenamente: “Dios, que es bueno y superior a toda bondad, no se contentó con la contemplación de sí mismo, sino que quiso que hubiera seres beneficiados por él que pudieran llegar a ser partícipes de su bondad; por ello, creó de la nada todas las cosas, visibles e invisibles, incluido el hombre, realidad visible e invisible. Y lo creó pensándolo y realizándolo como un ser capaz de pensamiento (ennoema ergon) enriquecido por la palabra (logo[i] sympleroumenon) y orientado hacia el espíritu (pneumati teleioumenon)” (II, 2: PG 94, col. 865A). Y para aclarar aún más su pensamiento, añade: “Es necesario asombrarse (thaumazein) de todas las obras de la providencia (tes pronoias erga), alabarlas todas y aceptarlas todas, superando la tentación de señalar en ellas aspectos que a muchos parecen injustos o inicuos (adika); admitiendo, en cambio, que el proyecto de Dios (pronoia) va más allá de la capacidad de conocer y comprender (agnoston kai akatalepton) del hombre, mientras que, por el contrario, sólo él conoce nuestros pensamientos, nuestras acciones e incluso nuestro futuro” (II, 29: PG 94, col. 964C). Por lo demás, ya Platón decía que toda filosofía comienza con el asombro: también nuestra fe comienza con el asombro ante la creación, ante la belleza de Dios que se hace visible.

El optimismo de la contemplación natural (physikè theoria), de ver en la creación visible lo bueno, lo bello y lo verdadero, este optimismo cristiano no es un optimismo ingenuo: tiene en cuenta la herida infligida a la naturaleza humana por una libertad de elección querida por Dios y utilizada mal por el hombre, con todas las consecuencias de disonancia generalizada que han derivado de ella. De ahí la exigencia, percibida claramente por el teólogo de Damasco, de que la naturaleza en la que se refleja la bondad y la belleza de Dios, heridas por nuestra culpa, “fuese reforzada y renovada” por la venida del Hijo de Dios en la carne, después de que de muchas formas y en diversas ocasiones Dios mismo hubiera intentado demostrar que había creado al hombre no sólo para que tuviera el “ser”, sino también el “bienestar” (cf. La fede ortodossa, II, 1: PG 94, col. 981).

Con asombro apasionado san Juan explica: “Era necesario que la naturaleza fuese reforzada y renovada, y que se indicara y enseñara concretamente el camino de la virtud (didachthenai aretes hodòn), que aleja de la corrupción y lleva a la vida eterna. (…) Así apareció en el horizonte de la historia el gran mar del amor de Dios por el hombre (philanthropias pelagos)”. Es una hermosa afirmación. Vemos, por una parte, la belleza de la creación; y, por otra, la destrucción causada por la culpa humana. Pero vemos en el Hijo de Dios, que desciende para renovar la naturaleza, el mar del amor de Dios por el hombre. San Juan Damasceno prosigue: “Él mismo, el Creador y Señor, luchó por su criatura trasmitiéndole con el ejemplo su enseñanza. (…) Así, el Hijo de Dios, aun subsistiendo en la forma de Dios, descendió de los cielos y bajó (…) hasta sus siervos (…), realizando la cosa más nueva de todas, la única cosa verdaderamente nueva bajo el sol, a través de la cual se manifestó de hecho el poder infinito de Dios” (III, 1: PG 94, col. 981C984B).

Podemos imaginar el consuelo y la alegría que difundían en el corazón de los fieles estas palabras llenas de imágenes tan fascinantes. También nosotros las escuchamos hoy, compartiendo los mismos sentimientos de los cristianos de entonces: Dios quiere morar en nosotros, quiere renovar la naturaleza también a través de nuestra conversión, quiere hacernos partícipes de su divinidad. Que el Señor nos ayude a hacer que estas palabras sean sustancia de nuestra vida.

71 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Teodoro El Estudita

71 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN TEODORO EL ESTUDITA

AUDIENCIA GENERAL DEL 27 DE MAYO DE 2009

SAN TEODORO ESTUDITA

Queridos hermanos y hermanas: 

El santo del que voy a hablar hoy, san Teodoro el Estudita, nos hace remontarnos al centro del período medieval bizantino, un período más bien turbulento desde el punto de vista religioso y político. San Teodoro nació en el año 759 en una familia noble y piadosa: su madre, Teoctista, y uno de sus tíos, Platón, abad del monasterio de Sakkudion, en Bitinia, son venerados como santos. Fue precisamente su tío quien lo orientó hacia la vida monástica, que abrazó a la edad de 22 años. Fue ordenado sacerdote por el patriarca Tarasio, pero después rompió la comunión con él por la debilidad que mostró en el caso del matrimonio adúltero del emperador Constantino VI. La consecuencia fue el destierro de san Teodoro a Tesalónica, en el año 796. La reconciliación con la autoridad imperial se produjo en el año sucesivo bajo la emperatriz Irene, cuya benevolencia impulsó a san Teodoro y su tío Platón a trasladarse al monasterio urbano de Studios, junto con la mayor parte de la comunidad de los monjes de Sakkudion, para evitar las incursiones de los sarracenos. Así comenzó la importante “reforma estudita”.

La vida personal de san Teodoro, sin embargo, siguió siendo muy agitada. Con su acostumbrada energía, se convirtió en jefe de la resistencia contra la iconoclasia de León V el Armenio, que se opuso nuevamente a la existencia de imágenes e iconos en la Iglesia. La procesión de iconos organizada por los monjes de Studios desencadenó la reacción de la policía. Entre los años 815 y 821, san Teodoro fue flagelado, encarcelado y desterrado a varios lugares de Asia Menor. Al final pudo regresar a Constantinopla, pero no a su monasterio. Entonces se estableció con sus monjes en la otra parte del Bósforo. Al parecer, murió en Prinkipo el 11 de noviembre del año 826, día en el que lo recuerda el calendario bizantino.

En la historia de la Iglesia san Teodoro se distinguió por ser uno de los grandes reformadores de la vida monástica y también como defensor de las imágenes sagradas durante la segunda fase de la iconoclasia, junto al patriarca de Constantinopla, san Nicéforo. San Teodoro había comprendido que la cuestión de la veneración de los iconos afectaba a la verdad misma de la Encarnación. En sus tres libros Antirretikoi(Refutaciones), san Teodoro compara las relaciones eternas en el seno de la Trinidad, en donde la existencia de cada Persona divina no destruye la unidad, con las relaciones entre las dos naturalezas en Cristo, que no comprometen en él la única Persona del Logos. Y argumenta: abolir la veneración del icono de Cristo significaría cancelar su misma obra redentora, pues, al asumir la naturaleza humana, la Palabra eterna invisible se hizo visible en la carne humana y así santificó todo el cosmos visible. Los iconos, santificados por la bendición litúrgica y por las oraciones de los fieles, nos unen con la Persona de Cristo, con sus santos y, a través de ellos, con el Padre celestial, y testimonian la entrada de la realidad divina en nuestro cosmos visible y material.

San Teodoro Estudita krouillong sacrilega comunion en la mano

San Teodoro y sus monjes, testigos de valentía en el tiempo de las persecuciones iconoclastas, están inseparablemente unidos a la reforma de la vida cenobítica en el mundo bizantino. Su importancia se impone incluso por una circunstancia exterior: el número. Mientras los monasterios de la época tenían al máximo treinta o cuarenta monjes, por la Vida de Teodoro sabemos que los monjes estuditas eran más de mil. San Teodoro mismo nos informa que en su monasterio había unos trescientos monjes; por tanto, se ve el entusiasmo de la fe que nació en el contexto de este hombre realmente informado y formado por la fe misma.

Ahora bien, más que el número, influyó sobre todo el nuevo espíritu que imprimió el fundador a la vida cenobítica. En sus escritos insiste en la urgencia de un regreso consciente a la enseñanza de los Padres, especialmente de san Basilio, primer legislador de la vida monástica, y de san Doroteo de Gaza, famoso padre espiritual del desierto palestino. La contribución característica de san Teodoro consiste en su insistencia en la necesidad del orden y de la sumisión por parte de los monjes. Durante las persecuciones, estos se habían dispersado, acostumbrándose a vivir cada uno según su propio criterio. Cuando se pudo restablecer la vida común, resultó necesario esforzarse a fondo para hacer que el monasterio volviera a constituir una auténtica comunidad orgánica, una verdadera familia o, como dice él, un verdadero “Cuerpo de Cristo”. En esa comunidad se realiza concretamente la realidad de la Iglesia en su conjunto.

Otra convicción de fondo de san Teodoro era que, con respecto a los seglares, los monjes asumen el compromiso de observar los deberes cristianos con mayor rigor e intensidad. Por eso pronuncian una profesión especial, que pertenece a los hagiasmata (consagraciones), y es casi un “nuevo bautismo”, del que es símbolo la toma de hábito. A diferencia de los seglares, es característico de los monjes el compromiso de pobreza, castidad y obediencia.

Dirigiéndose a los monjes, san Teodoro habla de manera concreta, en ocasiones casi pintoresca, de la pobreza, pero en el seguimiento de Cristo la pobreza es desde los inicios un elemento esencial del monaquismo e indica también un camino para todos nosotros. La renuncia a la propiedad privada, estar desprendido de las cosas materiales, así como la sobriedad y la sencillez, sólo valen de forma radical para los monjes, pero el espíritu de esta renuncia es igual para todos.

No debemos depender de la propiedad material; debemos aprender la renuncia, la sencillez, la austeridad y la sobriedad. Sólo así puede crecer una sociedad solidaria y se puede superar el gran problema de la pobreza de este mundo. Por tanto, en este sentido, el signo radical de los monjes pobres también indica fundamentalmente un camino para todos nosotros. Cuando explica las tentaciones contra la castidad, san Teodoro no oculta sus propias experiencias y demuestra el camino de lucha interior para lograr el dominio de sí mismos y así el respeto del propio cuerpo y del cuerpo del otro como templo de Dios.

Pero las principales renuncias para él son las que exige la obediencia, pues cada uno de los monjes tiene su manera de vivir, y la integración en la gran comunidad de trescientos monjes implica realmente una nueva forma de vida, que él califica como el “martirio de la sumisión”. También en esto los monjes dan un ejemplo de cuán necesaria es la obediencia para nosotros mismos, pues tras el pecado original el hombre tiende a hacer su propia voluntad: el primer principio es la vida del mundo, y todo los demás queda sometido a la propia voluntad. Pero de este modo, si cada quien sólo se sigue a sí mismo, el tejido social no puede funcionar.

Sólo aprendiendo a integrarse en la libertad común, compartiendo y sometiéndose a ella, aprendiendo la legalidad, es decir, la sumisión y la obediencia a las reglas del bien común y de la vida común, puede sanar un sociedad, así como el yo mismo de la soberbia que quiere ocupar el centro del mundo. De este modo san Teodoro ayuda con aguda introspección a sus monjes, y en definitiva también a nosotros, a comprender la verdadera vida, a resistir a la tentación de poner la propia voluntad como regla suprema de vida y a conservar la verdadera identidad personal -que es siempre una identidad junto con los demás-, así como la paz del corazón.

Para san Teodoro el Estudita, junto a la obediencia y la humildad, una virtud importante es la philergia, es decir, el amor al trabajo, en el que ve un criterio para comprobar la calidad de la devoción personal: quien es fervoroso en los compromisos materiales, quien trabaja con asiduidad -argumenta-, lo es también en los espirituales. Por eso, no admite que bajo el pretexto de la oración y de la contemplación, el monje se dispense del trabajo, incluido el trabajo manual, que en realidad, según él y según toda la tradición monástica, es un medio para encontrar a Dios. San Teodoro no tiene miedo de hablar del trabajo como del “sacrificio del monje”, de su “liturgia”, incluso de una especie de misa por la que la vida monástica se convierte en vida angélica. Y precisamente así el mundo del trabajo se debe humanizar y el hombre, a través del trabajo, se hace más hombre, más cercano a Dios. Merece la pena destacar una consecuencia de esta singular concepción: precisamente por ser fruto de una forma de “liturgia”, el dinero que se obtiene del trabajo común no debe servir para la comodidad de los monjes, sino que debe destinarse a ayudar a los pobres. Así todos podemos ver la necesidad de que el fruto del trabajo es un bien para todos.

Obviamente, el trabajo de los “estuditas” no era sólo manual: tuvieron gran importancia en el desarrollo religioso-cultural de la civilización bizantina como calígrafos, pintores, poetas, educadores de los jóvenes, maestros de escuelas y bibliotecarios.

Aunque llevó a cabo una vastísima actividad exterior, san Teodoro no se dejaba distraer de lo que consideraba íntimamente vinculado a su función de superior: ser el padre espiritual de sus monjes. Conocía el influjo decisivo que habían tenido en su vida tanto su buena madre como su santo tío, Platón, al que da el significativo título de “padre”. Por ello, impartía a los monjes dirección espiritual. Cada día, refiere el biógrafo, tras la oración de la tarde, se ponía ante el iconostasio para escuchar a todos. También aconsejaba espiritualmente a muchas personas que no eran del monasterio. Su Testamento espiritual y sus Cartas subrayan su carácter abierto y afectuoso, y muestran cómo de su paternidad surgieron verdaderas amistades espirituales en el ámbito monástico y fuera de él.

La Regla, conocida con el nombre de Hypotyposis, codificada poco después de la muerte de san Teodoro, fue adoptada, con alguna modificación, en el Monte Athos, cuando en el año 962 san Atanasio Athonita fundó allí la Gran Lavra, y en la Rus’ de Kiev, cuando al inicio del segundo milenio san Teodosio la introdujo en la Lavra de las Grutas. La Regla, comprendida en su significado genuino, es sumamente actual. Existen hoy numerosas corrientes que amenazan la unidad de la fe común y llevan hacia una especie de peligroso individualismo espiritual y de soberbia espiritual. Es necesario esforzarse por defender y hacer que crezca la perfecta unidad del Cuerpo de Cristo, en la que pueden estar en armonía la paz del orden y las relaciones personales sinceras en el Espíritu.

Quizá conviene, al final, retomar algunos de los elementos principales de la doctrina espiritual de san Teodoro. Amor al Señor encarnado y a su visibilidad en la liturgia y en los iconos. Fidelidad al bautismo y esfuerzo por vivir en la comunión del Cuerpo de Cristo, entendida también como comunión de los cristianos entre sí. Espíritu de pobreza, de sobriedad, de renuncia; castidad, dominio de sí, humildad y obediencia contra la primacía de la propia voluntad, que destruye el tejido social y la paz de las almas. Amor al trabajo material y espiritual. Amistad espiritual nacida en la purificación de la propia conciencia, de la propia alma, de la propia vida. Tratemos deseguir estas enseñanzas, que realmente nos muestran el camino de la verdadera vida.

70 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Monje Rabano Mauro

70 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: MONJE RABANO MAURO

AUDIENCIA GENERAL DEL 3 DE JUNIO DE 2009

SAN RABANO MAURO

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy voy a hablar de un personaje del Occidente latino verdaderamente extraordinario: el monje Rabano Mauro. Junto a hombres como san Isidoro de Sevilla, san Beda el Venerable y san Ambrosio Auperto, de los que ya he hablado en catequesis precedentes, durante los siglos de la alta Edad Media supo mantener el contacto con la gran cultura de los antiguos sabios y de los Padres cristianos.

Rabano Mauro, recordado con frecuencia como “praeceptor Germaniae“, tuvo una fecundidad extraordinaria. Con su capacidad de trabajo totalmente excepcional fue quizá el que más contribuyó a mantener viva la cultura teológica, exegética y espiritual a la que recurrirían los siglos sucesivos. A él hacen referencia grandes personajes pertenecientes al mundo de los monjes, como san Pedro Damián, san Pedro el Venerable y san Bernardo de Claraval, así como un número cada vez mayor de “clerici” del clero secular, que en los siglos XII y XIII promovieron uno de los florecimientos más hermosos y fecundos del pensamiento humano.

Rabano nació en Maguncia, alrededor del año 780; al entrar, muy joven, en el monasterio se le añadió el nombre de Mauro, precisamente en referencia al joven Mauro que, según el Libro segundo de los diálogos de san Gregorio Magno, siendo niño, lo habían entregado sus padres, nobles romanos, al abad Benito de Nursia. El ingreso precoz de Rabano como “puer oblatus” en el mundo monástico benedictino, y los frutos que obtuvo para su crecimiento humano, cultural y espiritual, abrieron posibilidades interesantísimas no sólo para la vida de los monjes y de la Iglesia, sino también para toda la sociedad de su tiempo, tradicionalmente llamada “carolingia”.

Hablando de ellos, o quizá de sí mismo, Rabano Mauro escribe: “Hay algunos que han tenido la suerte de haber sido introducidos en el conocimiento de las Escrituras desde su más tierna infancia (“a cunabulis suis”) y se han alimentado tan bien de la comida que les ha ofrecido la santa Iglesia que pueden ser promovidos, con la educación adecuada, a las más altas órdenes sagradas” (PL 107, col 419 BC).

san rabano mauro krouillong sacrilega comunion en la mano

La extraordinaria cultura por la que se distinguía Rabano Mauro llamó muy pronto la atención de los grandes de su tiempo. Se convirtió en consejero de príncipes. Se esforzó por garantizar la unidad del Imperio y, en un nivel cultural más amplio, a quien le preguntaba nunca negó una respuesta ponderada, que se inspiraba preferentemente en la Biblia y en los textos de los santos Padres. A pesar de que fue elegido primero abad del famoso monasterio de Fulda y después arzobispo de su ciudad natal, Maguncia, prosiguió sus estudios, demostrando con el ejemplo de su vida que se puede estar al mismo tiempo a disposición de los demás, sin privarse por ello de un tiempo oportuno de reflexión, estudio y meditación.

Así, Rabano Mauro fue exegeta, filósofo, poeta, pastor y hombre de Dios. Las diócesis de Fulda, Maguncia, Limburgo y Breslavia lo veneran como santo o beato. Sus obras ocupan seis volúmenes de la Patrología Latina de Migne. Probablemente fue él quien compuso uno de los himnos más bellos y conocidos de la Iglesia latina, el “Veni Creator Spiritus“, síntesis extraordinaria de pneumatología cristiana. El primer compromiso teológico de Rabano se expresó, de hecho, en forma de poesía y tuvo como tema el misterio de la santa cruz, en una obra titulada “De laudibus sanctae crucis“, concebida para presentar no sólo contenidos conceptuales, sino también estímulos más exquisitamente artísticos, utilizando tanto la forma poética como la forma pictórica dentro del mismo códice manuscrito.

Por ejemplo, proponiendo iconográficamente entre las líneas de su escrito la imagen de Cristo crucificado, escribe: “Esta es la imagen del Salvador que, con la posición de sus miembros, hace sagrada para nosotros la salubérrima, dulcísima y amadísima forma de la cruz, para que creyendo en su nombre y obedeciendo sus mandamientos podamos obtener la vida eterna gracias a su Pasión. Por eso, cada vez que elevamos la mirada a la cruz, recordamos a Aquel que sufrió por nosotros para arrancarnos del poder de las tinieblas, aceptando la muerte para hacernos herederos de la vida eterna” (Lib. 1, Fig. 1:PL 107 col 151 C).

Este método de combinar todas las artes, la inteligencia, el corazón y los sentidos, que procedía de Oriente, sería desarrollado ampliamente en Occidente, consiguiendo metas inalcanzables en los códices miniados de la Biblia y en otras obras de fe y de arte, que florecieron en Europa hasta la invención de la imprenta e incluso después. En todo caso, demuestra que Rabano Mauro tenía una conciencia extraordinaria de la necesidad de involucrar en la experiencia de fe no sólo la mente y el corazón, sino también los sentidos a través de los otros aspectos del gusto estético y de la sensibilidad humana que llevan al hombre a disfrutar de la verdad con todo su ser, “espíritu, alma y cuerpo”.

Esto es importante: la fe no es sólo pensamiento, sino que implica a todo el ser. Dado que Dios se hizo hombre en carne y hueso, y entró en el mundo sensible, nosotros tenemos que tratar de encontrar a Dios con todas las dimensiones de nuestro ser. Así, la realidad de Dios, a través de la fe, penetra en nuestro ser y lo transforma. Por eso, Rabano Mauro concentró su atención sobre todo en la liturgia, como síntesis de todas las dimensiones de nuestra percepción de la realidad. Esta intuición de Rabano Mauro lo hace extraordinariamente actual.

Son famosos también sus “Carmina“, propuestos para ser utilizados sobre todo en las celebraciones litúrgicas. De hecho, es lógico el interés de Rabano por la liturgia, teniendo en cuenta que era ante todo un monje. Sin embargo, no se dedicó al arte de la poesía como fin en sí misma, sino que utilizó el arte y cualquier otro tipo de conocimiento para profundizar en la Palabra de Dios. Por ello, con gran empeño y rigor trató de introducir a sus contemporáneos, sobre todo a los ministros (obispos, presbíteros y diáconos), en la comprensión del significado profundamente teológico y espiritual de todos los elementos de la celebración litúrgica.

Así, trató de comprender y presentar a los demás los significados teológicos escondidos en los ritos, recurriendo a la Biblia y a la tradición de los Padres. Por honradez y para dar mayor peso a sus explicaciones, no dudaba en citar las fuentes patrísticas a las que debía su saber. Se servía de ellas con libertad y discernimiento atento, continuando el desarrollo del pensamiento patrístico. Por ejemplo, al final de su “Epistola prima” dirigida a un corepíscopo de la diócesis de Maguncia, después de responder a las peticiones de aclaración sobre el comportamiento que se debe tener en el ejercicio de la responsabilidad pastoral, prosigue:”Te hemos escrito todo esto tal como lo hemos deducido de las Sagradas Escrituras y de los cánones de los Padres. Ahora bien, tú, santísimo hombre, toma tus decisiones como mejor te parezca, caso por caso, tratando de moderar tu evaluación de tal manera que se garantice en todo la discreción, pues esta es la madre de todas las virtudes” (Epistulae, I: PL 112, col. 1510 C). Así se ve la continuidad de la fe cristiana, que tiene sus inicios en la Palabra de Dios, la cual siempre está viva, se desarrolla y se expresa de nuevas maneras, siempre en coherencia con toda la construcción, con todo el edificio de la fe.

Dado que la Palabra de Dios es parte integrante de la celebración litúrgica, Rabano Mauro se dedicó a ella con el máximo empeño durante toda su vida. Redactó explicaciones exegéticas apropiadas casi para todos los libros bíblicos del Antiguo y del Nuevo Testamento, con una finalidad claramente pastoral, que justificaba con palabras como estas:”He escrito esto (…) sintetizando explicaciones y propuestas de otros muchos para prestar un servicio al pobre lector que no puede tener a su disposición muchos libros, pero también para ayudar a quienes en muchos temas no logran profundizar en la comprensión de los significados descubiertos por los Padres” (Commentariorum in Matthaeum praefatio: PL 107, col. 727 D). De hecho, al comentar los textos bíblicos recurría ampliamente a los Padres antiguos, con predilección especial por san Jerónimo, san Ambrosio, san Agustín y san Gregorio Magno.

Su notable sensibilidad pastoral lo llevó después a afrontar uno de los problemas que más preocupaban a los fieles y a los ministros sagrados de su tiempo: el de la Penitencia. Compiló “Penitenciarios” —así los llamaba— en los que, según la sensibilidad de la época, se enumeraban los pecados y las penas correspondientes, utilizando en la medida de lo posible motivaciones tomadas de la Biblia, de las decisiones de los concilios, y de las Decretales de los Papas. De esos textos se sirvieron también los “carolingios” en su intento de reforma de la Iglesia y de la sociedad. Esta misma finalidad pastoral tenían obras como “De disciplina ecclesiastica” y “De institutione clericorum” en los que, recurriendo sobre todo a san Agustín, Rabano explicaba a personas sencillas y al clero de su diócesis los elementos fundamentales de la fe cristiana: eran una especie de pequeños catecismos.

Concluyo la presentación de este gran “hombre de Iglesia” citando algunas palabras suyas en las que se refleja su convicción de fondo: “Quien descuida la contemplación (“qui vacare Deo negligit“), se priva de la visión de la luz de Dios; quien se deja llevar de modo indiscreto por las preocupaciones y permite que sus pensamientos se vean arrollados por el tumulto de las cosas del mundo, se condena a la imposibilidad absoluta de penetrar en los secretos del Dios invisible” (Lib. I: PL 112, col. 1263 A).

Creo que Rabano Mauro nos dirige hoy estas palabras: en el trabajo, con sus ritmos frenéticos, y en los tiempos de vacaciones, debemos reservar momentos para Dios. Abrirle nuestra vida dirigiéndole un pensamiento, una reflexión, una breve oración; y, sobre todo, no debemos olvidar el domingo como el día del Señor, el día de la liturgia, para percibir en la belleza de nuestras iglesias, de la música sacra y de la Palabra de Dios, la belleza misma de Dios, dejándolo entrar en nuestro ser. Sólo así nuestra vida se hace grande, se hace vida de verdad.

69 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: Juan Escoto Eriúgena

69 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: JUAN ESCOTO ERIÚGENA

AUDIENCIA GENERAL DEL 10 DE JUNIO DE 2009

JUAN ESCOTO ERIÚGENA

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy voy a hablar de un pensador notable del Occidente cristiano: Juan Escoto Eriúgena, cuyos orígenes sin embargo son oscuros. Ciertamente, procedía de Irlanda, donde nació a inicios del siglo IX, pero no sabemos cuándo salió de su isla, atravesando el canal de la Mancha, para entrar a formar parte plenamente del mundo cultural que estaba renaciendo en torno a los carolingios y, de modo particular, en torno a Carlos el Calvo, en la Francia del siglo IX. Del mismo modo que no se conoce la fecha exacta de su nacimiento, también ignoramos el año de su muerte que, según los estudiosos, debería haber acaecido alrededor del año 870.

Juan Escoto Eriúgena tenía una cultura patrística, tanto griega como latina, de primera mano: conocía directamente los escritos de los Padres latinos y griegos. Conocía bien, entre otras, las obras de san Agustín, san Ambrosio, san Gregorio Magno, grandes Padres del Occidente cristiano, pero también conocía a fondo el pensamiento de Orígenes, san Gregorio de Nisa, san Juan Crisóstomo y los demás Padres cristianos de Oriente no menos grandes. Era un hombre excepcional, que dominaba en ese tiempo la lengua griega. Prestó atención muy especial a san Máximo el Confesor y, sobre todo, a Dionisio el Areopagita. Bajo este seudónimo se oculta un escritor eclesiástico del siglo V, de Siria, pero Juan Escoto Eriúgena, como todos en la Edad Media, estaba convencido de que este autor se identificaba con un discípulo directo de san Pablo, del que se habla en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 17, 34).

Escoto Eriúgena, convencido de esta apostolicidad de los escritos de Dionisio, lo definió “autor divino” por excelencia. Por eso, los escritos de Dionisio fueron una fuente eminente de su pensamiento. Juan Escoto tradujo al latín sus obras. Los grandes teólogos medievales, como san Buenaventura, conocieron las obras de Dionisio a través de esta traducción. Se dedicó durante toda su vida a profundizar y desarrollar su pensamiento, bebiendo en esos escritos, hasta el punto de que aún hoy alguna vez resulta difícil distinguir dónde se halla el pensamiento de Escoto Eriúgena y dónde en cambio no hace más que volver a presentar el pensamiento del Pseudo Dionisio.

En verdad, el trabajo teológico de Juan Escoto no tuvo mucha suerte. No sólo el final de la era carolingia hizo que se olvidaran sus obras, sino que, además, una censura por parte de la autoridad eclesiástica ensombreció su figura. En realidad, Juan Escoto representa un platonismo radical, que a veces parece acercarse a una visión panteísta, aunque su intención personal subjetiva fue siempre ortodoxa.

De Juan Escoto Eriúgena se conservan varias obras, entre las cuales merece la pena recordar, en particular, el tratado “Sobre la división de la naturaleza” y las “Exposiciones sobre la jerarquía celeste de san Dionisio“. En ellas desarrolla reflexiones teológicas y espirituales estimulantes, que podrían sugerir interesantes puntos de profundización incluso para los teólogos contemporáneos. Me refiero, por ejemplo, a lo que escribe sobre el deber de realizar un discernimiento adecuado sobre lo que se presenta como auctoritas vera, o sobre el compromiso de seguir buscando la verdad hasta que se alcance una experiencia de ella en la adoración silenciosa de Dios.

juan escoto eriugena krouillong sacrilega comunion en la mano

Nuestro autor dice: “Salus nostra ex fide inchoat“, “Nuestra salvación comienza con la fe”. Es decir, no podemos hablar de Dios partiendo de nuestras propias ocurrencias, sino de lo que dice Dios de sí mismo en las Sagradas Escrituras. Sin embargo, dado que Dios sólo dice la verdad, Escoto Eriúgena está convencido de que la autoridad y la razón nunca pueden oponerse; está convencido de que la verdadera religión y la verdadera filosofía coinciden.

Desde esta perspectiva escribe: “Cualquier tipo de autoridad que no sea confirmada por una verdadera razón debería considerarse débil… Porque no existe verdadera autoridad si no es la que coincide con la verdad descubierta en virtud de la razón, aunque se tratara de una autoridad recomendada y transmitida para utilidad de las futuras generaciones por los Santos Padres” (I, PL 122, col. 513 bc). Por consiguiente, advierte: “Ninguna autoridad te debe atemorizar o distraer de lo que te hace comprender la persuasión obtenida gracias a una recta contemplación racional. En efecto, la autoridad auténtica no contradice nunca la recta razón, ni esta puede contradecir una verdadera autoridad. Ambas proceden sin duda alguna de la misma fuente, que es la sabiduría divina” (I,PL 122, col. 511 b). Aquí vemos una valiente afirmación del valor de la razón, fundada en la certeza de que la verdadera autoridad es razonable, porque Dios es la razón creadora.

Según Escoto Eriúgena, también a la Escritura es necesario acercarse utilizando el mismo criterio de discernimiento, pues la Escritura —sostiene el teólogo irlandés, presentando una reflexión ya presente en san Juan Crisóstomo—, aunque procede de Dios, no sería necesaria si el hombre no hubiera pecado. Por tanto, se debería deducir que Dios nos dio la Escritura con una finalidad pedagógica y por condescendencia, para que el hombre pudiera recordar todo lo que había sido grabado en su corazón desde el momento de su creación “a imagen y semejanza de Dios” (Gn 1, 26) y que la caída original le había hecho olvidar.

Juan Escoto escribe en las Expositiones: “No es que el hombre haya sido creado para la Escritura, de la cual no hubiera tenido necesidad si no hubiera pecado, sino que, más bien, es la Escritura, tejida de doctrina y de símbolos, la que ha sido dada para el hombre. Gracias a ella nuestra naturaleza racional puede ser introducida en los secretos de la auténtica y pura contemplación de Dios” (II, PL 122, col. 146 c). La palabra de la Sagrada Escritura purifica nuestra razón un poco ciega y nos ayuda a volver al recuerdo de lo que nosotros, como imagen de Dios, llevamos en nuestro corazón, lamentablemente herido por el pecado.

De aquí derivan algunas consecuencias hermenéuticas, sobre el modo de interpretar la Escritura, que pueden indicar también hoy el camino real para una lectura correcta de la Sagrada Escritura. Se trata de descubrir el sentido oculto en el texto sagrado y esto supone un ejercicio interior particular, gracias al cual la razón se abre al camino seguro que lleva a la verdad. Ese ejercicio consiste en cultivar una disponibilidad constante a la conversión. Para llegar a comprender en profundidad el texto es necesario progresar simultáneamente en la conversión del corazón y en el análisis conceptual de la página bíblica, sea de carácter cósmico, histórico o doctrinal. Porque sólo se puede llegar a una comprensión exacta gracias a la constante purificación tanto del ojo del corazón como del ojo de la mente.

Este camino arduo, exigente y entusiasmante, hecho de continuas conquistas y relativizaciones del saber humano, lleva a la criatura inteligente hasta el umbral del Misterio divino, donde todas las nociones muestran su debilidad e incapacidad, y por eso, con la sencilla fuerza libre y dulce de la verdad, obligan a ir continuamente más allá de todo lo conseguido. Así, el reconocimiento adorante y silencioso del Misterio, que desemboca en la comunión unificadora, se revela como el único camino de una relación con la verdad que sea a la vez la más íntima posible y la más escrupulosamente respetuosa de la alteridad.

Juan Escoto, utilizando también aquí un vocabulario arraigado en la tradición cristiana de lengua griega, llamó a esta experiencia, a la que tendemos, “theosis” o divinización, con afirmaciones tan atrevidas que en algunos suscitaron sospechas de panteísmo heterodoxo. Por lo demás, se experimenta una fuerte emoción al leer textos como el siguiente, donde, recurriendo a la antigua metáfora de la fusión del hierro, escribe: “Por tanto, del mismo modo que todo el hierro candente se licúa hasta el punto de que parece haber sólo fuego, pero siguen siendo distintas las sustancias de uno y otro, así se debe aceptar que, después del fin de este mundo, toda la naturaleza, tanto la corpórea como la incorpórea, sólo manifiesta a Dios, aunque permanezca íntegra de tal modo que a Dios se le pueda com-prender aunque siga siendo in-comprensible y la criatura misma sea transformada, con maravilla inefable, en Dios” (V, PL 122, col. 451 b).

En realidad, todo el pensamiento teológico de Juan Escoto es la demostración más evidente del intento de expresar lo comprensible del Dios incomprensible, fundándose únicamente en el misterio del Verbo encarnado en Jesús de Nazaret. Las numerosas metáforas que utiliza para indicar esta realidad inefable demuestran que es consciente de que los términos con que hablamos de estas cosas son absolutamente inadecuados. Sin embargo, queda el encanto y el clima de auténtica experiencia mística que de vez en cuando se puede palpar en sus textos. Baste citar, como confirmación, una página del De divisione naturae que toca a fondo incluso el corazón de nosotros, los creyentes del siglo XXI: “No se debe desear otra cosa —escribe— sino la alegría de la verdad, que es Cristo, ni evitar otra cosa sino el estar alejados de él, pues esto se debería considerar como causa única de tristeza total y eterna. Si me quitas a Cristo, no me quedará ningún bien, y nada me asustará como estar lejos de él. El mayor tormento de una criatura racional es estar privado de él o lejos de él” (V, PL 122, col. 989 a). Son palabras que podemos hacer nuestras, transformándolas en oración a Aquel que constituye también el anhelo de nuestro corazón.

68 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Cirilo y San Metodio

68 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN CIRILO Y SAN METODIO

AUDIENCIA GENERAL DEL 17 DE JUNIO DE 2009

CIRILO Y METODIO

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero hablar de san Cirilo y san Metodio, hermanos en la sangre y en la fe, llamados apóstoles de los eslavos. San Cirilo nació en Tesalónica; era el más joven de los siete hijos de León, magistrado imperial en los años 826-827. De niño aprendió la lengua eslava. A los catorce años fue enviado a Constantinopla para educarse y fue compañero del joven emperador Miguel III. En aquellos años fue introducido en las diferentes materias universitarias, entre ellas la dialéctica, teniendo como maestro a Focio. Después de rechazar un matrimonio brillante, decidió recibir las órdenes sagradas y se convirtió en “bibliotecario” en el patriarcado. Más tarde, deseando retirarse a la soledad, se escondió en un monasterio, pero pronto fue descubierto y le encomendaron la enseñanza de las ciencias sagradas y profanas, tarea que desempeñó tan bien que se ganó el apelativo de “filósofo”.

Mientras tanto, su hermano Miguel (nacido en torno al año 815), tras una carrera administrativa en Macedonia, hacia el año 850 abandonó el mundo para retirarse a la vida monástica en el monte Olimpo, en Bitinia, donde recibió el nombre de Metodio (el nombre monástico debía comenzar por la misma letra del de bautismo) y se convirtió en egúmeno (abad) del monasterio de Polychron.

También san Cirilo, atraído por el ejemplo de su hermano, decidió dejar la enseñanza para dedicarse a meditar y rezar en el monte Olimpo. Ahora bien, algunos años más tarde (en torno al 861), el gobierno imperial le encargó una misión entre los cázaros del mar de Azov, que pidieron que se les enviara un literato que supiera discutir con los judíos y los sarracenos. San Cirilo, acompañado por su hermano san Metodio, vivió largo tiempo en Crimea, donde aprendió el hebreo. Allí buscó también el cuerpo del Papa Clemente I, que había sido desterrado a ese lugar. Encontró su tumba y, cuando emprendió el regreso, juntamente con su hermano, llevó las preciosas reliquias. Al llegar a Constantinopla, los dos hermanos fueron enviados a Moravia por el emperador Miguel III, a quien el príncipe de Moravia, Ratislao, había hecho una petición precisa: “Nuestro pueblo —le había dicho—, desde que renunció al paganismo, observa la ley cristiana; pero no tenemos un maestro capaz de explicarnos la verdadera fe en nuestro idioma”. La misión tuvo muy pronto un éxito insólito. Al traducir la liturgia a la lengua eslava, los dos hermanos se ganaron una gran simpatía entre el pueblo.

Esto, sin embargo, suscitó la hostilidad contra ellos por parte del clero franco, que había llegado precedentemente a Moravia y consideraba el territorio como perteneciente a su propia jurisdicción eclesial. Para justificarse, en el año 867 los dos hermanos viajaron a Roma. Durante el viaje se detuvieron en Venecia, donde tuvo lugar una acalorada discusión con los que defendían la así llamada “herejía trilingüe”: estos consideraban que había sólo tres idiomas en los que se podía alabar lícitamente a Dios: hebreo, griego y latín.

Obviamente los dos hermanos se opusieron a esto con fuerza. En Roma, san Cirilo y san Metodio fueron recibidos por el Papa Adriano II, que les salió al encuentro en procesión para acoger dignamente las reliquias de san Clemente. El Papa también había comprendido la gran importancia de su excepcional misión. De hecho, desde la mitad del primer milenio los eslavos se habían asentado en gran número en los territorios situados entre las dos partes del Imperio romano, la oriental y la occidental, que experimentaban tensiones entre sí. El Papa intuyó que los pueblos eslavos podían desempeñar el papel de puente, contribuyendo así a conservar la unión entre los cristianos de ambas partes del Imperio. Por eso, no dudó en aprobar la misión de los dos hermanos en la Gran Moravia, acogiendo y aprobando el uso de la lengua eslava en la liturgia. Los libros eslavos fueron colocados en el altar de Santa María de Phatmé (Santa María la Mayor) y se celebró la liturgia en lengua eslava en las basílicas de San Pedro, San Andrés y San Pablo.

Por desgracia, en Roma san Cirilo enfermó gravemente. Al sentir que se acercaba su muerte, quiso consagrarse totalmente a Dios como monje en uno de los monasterios griegos de la ciudad (probablemente en Santa Práxedes) y tomó el nombre monástico de Cirilo (su nombre de bautismo era Constantino). Luego pidió con insistencia a su hermano Metodio, que mientras tanto había sido consagrado obispo, que no abandonara la misión en Moravia y regresara a aquellas poblaciones. Y dirigió a Dios esta invocación: “Señor, Dios mío…, escucha mi oración y conserva fiel a ti el rebaño que me habías encomendado… Líbralos de la herejía de las tres lenguas, reúnelos a todos en la unidad, y haz que el pueblo que has elegido viva concorde en la auténtica fe y en la recta confesión”. Fallecióel14defebrero del año 869.

cirilo monje metodio obispo krouillong sacrilega comunion en la mano

Fiel al compromiso asumido con su hermano, al año siguiente, 870, san Metodio regresó a Moravia y a Panonia (hoy Hungría), donde afrontó nuevamente la violenta animadversión de los misioneros francos, que lo encarcelaron. No se desalentó y cuando, en el año 873, fue liberado se dedicó activamente a la organización de la Iglesia, cuidando la formación de un grupo de discípulos. Gracias a estos discípulos se superó la crisis que se había desencadenado tras la muerte de san Metodio, que tuvo lugar el 6 de abril del año 885: algunos de estos discípulos, perseguidos y encarcelados, fueron vendidos como esclavos y llevados a Venecia, donde fueron rescatados por un funcionario de Constantinopla, quien les permitió regresar a los países de los eslavos balcánicos. Acogidos en Bulgaria, pudieron continuar la misión comenzada por san Metodio, difundiendo el Evangelio en la “tierra de la Rus'”. Así, Dios, en su misteriosa providencia, se servía de la persecución para salvar la obra de los santos hermanos. De ella queda también la documentación literaria. Basta pensar en obras como el Evangeliario (perícopas litúrgicas del Nuevo Testamento), el Salterio, varios textos litúrgicos en lengua eslava, en los que trabajaron los dos hermanos. Tras la muerte de san Cirilo, se debe a san Metodio y a sus discípulos, entre otras cosas, la traducción de toda la Sagrada Escritura, el Nomocanon y el Libro de los Padres.

Resumiendo brevemente el perfil espiritual de los dos hermanos, hay que constatar ante todo la pasión con la que san Cirilo se acercó a los escritos de san Gregorio Nacianceno, aprendiendo de él el valor del idioma en la transmisión de la Revelación. San Gregorio había expresado el deseo de que Cristo hablara a través de él: “Soy servidor del Verbo, por eso me pongo al servicio de la Palabra”. Queriendo imitar a san Gregorio en este servicio, san Cirilo pidió a Cristo que hablara en eslavo por medio de él. Introduce su obra de traducción con la invocación solemne: “Escuchad, eslavos todos, escuchad la Palabra que procede de Dios, la Palabra que alimenta las almas, la Palabra que lleva al conocimiento de Dios”.

En realidad, ya algunos años antes de que el príncipe de Moravia pidiera al emperador Miguel iii el envío de misioneros a su tierra, parece que san Cirilo y su hermano san Metodio, rodeados por un grupo de discípulos, estaban trabajando en el proyecto de recoger los dogmas cristianos en libros escritos en lengua eslava. Entonces se constató con claridad la necesidad de contar con nuevos signos gráficos, que fueran más adecuados a la lengua hablada: nació así el alfabeto glagolítico que, modificado posteriormente, fue designado con el nombre de “cirílico” en honor a su inspirador. Fue un hecho decisivo para el desarrollo de la civilización eslava en general. San Cirilo y san Metodio estaban convencidos de que los diferentes pueblos no podían considerar que habían recibido plenamente la Revelación hasta que no la hubieran escuchado en su propio idioma y leído en los caracteres propios de su alfabeto.

A san Metodio corresponde el mérito de haber permitido que la obra emprendida por su hermano no quedara bruscamente interrumpida. Mientras san Cirilo, el “filósofo”, tendía a la contemplación, él se inclinaba más bien a la vida activa. Gracias a ello pudo poner los cimientos de la sucesiva afirmación de lo que podríamos llamar la “idea cirilo-metodiana”, que acompañó en los diferentes períodos históricos a los pueblos eslavos, favoreciendo su desarrollo cultural, nacional y religioso. Lo reconoció ya el Papa Pío XI con la carta apostólica Quod sanctum Cyrillum, en la que definía a los dos hermanos: “hijos de Oriente, bizantinos de patria, griegos de origen, romanos por su misión, eslavos por los frutos apostólicos” (AAS 19 [1927] 93-96). Después, el papel histórico que desempeñaron fue proclamado oficialmente por el Papa Juan Pablo II, que, con la carta apostólica Egregiae virtutis virilos declaró copatronos de Europa junto con san Benito (AAS 73 [1981] 258-262).

En efecto, san Cirilo y san Metodio constituyen un ejemplo clásico de lo que hoy se indica con el término “inculturación”: cada pueblo debe hacer que penetre en su propia cultura el mensaje revelado y expresar la verdad salvífica con su lenguaje propio. Esto supone un trabajo de “traducción” muy arduo, pues exige encontrar términos adecuados para volver a proponer, sin traicionarla, la riqueza de la Palabra revelada. En este sentido, los dos santos hermanos han dejado un testimonio muy significativo, que la Iglesia sigue mirando también hoy para inspirarse y orientarse.

64 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Juan María Vianney

64 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN JUAN MARÍA VIANNEY – EL SANTO CURA DE ARS

AUDIENCIA GENERAL DEL 5 DE AGOSTO DE 2009

SAN JUAN MARIA VIANNEY – EL SANTO CURA DE ARS

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis de hoy quiero recorrer de nuevo la vida del santo cura de Ars subrayando algunos de sus rasgos, que pueden servir de ejemplo también para los sacerdotes de nuestra época, ciertamente diferente de aquella en la que él vivió, pero en varios aspectos marcada por los mismos desafíos humanos y espirituales fundamentales. Precisamente ayer se cumplieron 150 años de su nacimiento para el cielo: a las dos de la mañana del 4 de agosto de 1859 san Juan Bautista María Vianney, terminado el curso de su existencia terrena, fue al encuentro del Padre celestial para recibir en herencia el reino preparado desde la creación del mundo para los que siguen fielmente sus enseñanzas (cf. Mt 25, 34). ¡Qué gran fiesta debió de haber en el paraíso al llegar un pastor tan celoso! ¡Qué acogida debe de haberle reservado la multitud de los hijos reconciliados con el Padre gracias a su obra de párroco y confesor! He querido tomar este aniversario como punto de partida para la convocatoria del Año sacerdotal que, como es sabido, tiene por tema: “Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote”. De la santidad depende la credibilidad del testimonio y, en definitiva, la eficacia misma de la misión de todo sacerdote.

Juan María Vianney nació en la pequeña aldea de Dardilly el 8 de mayo de 1786, en el seno de una familia campesina, pobre en bienes materiales, pero rica en humanidad y fe. Bautizado, de acuerdo con una buena costumbre de esa época, el mismo día de su nacimiento, consagró los años de su niñez y de su adolescencia a trabajar en el campo y a apacentar animales, hasta el punto de que, a los diecisiete años, aún era analfabeto. No obstante, se sabía de memoria las oraciones que le había enseñado su piadosa madre y se alimentaba del sentido religioso que se respiraba en su casa.

Los biógrafos refieren que, desde los primeros años de su juventud, trató de conformarse a la voluntad de Dios incluso en las ocupaciones más humildes. Albergaba en su corazón el deseo de ser sacerdote, pero no le resultó fácil realizarlo. Llegó a la ordenación presbiteral después de no pocas vicisitudes e incomprensiones, gracias a la ayuda de prudentes sacerdotes, que no se detuvieron a considerar sus límites humanos, sino que supieron mirar más allá, intuyendo el horizonte de santidad que se perfilaba en aquel joven realmente singular. Así, el 23 de junio de 1815, fue ordenado diácono y, el 13 de agosto siguiente, sacerdote. Por fin, a la edad de 29 años, después de numerosas incertidumbres, no pocos fracasos y muchas lágrimas, pudo subir al altar del Señor y realizar el sueño de su vida.

El santo cura de Ars manifestó siempre una altísima consideración del don recibido. Afirmaba: “¡Oh, qué cosa tan grande es el sacerdocio! No se comprenderá bien más que en el cielo… Si se entendiera en la tierra, se moriría, no de susto, sino de amor” (Abbé Monnin, Esprit du Curé d’Ars, p. 113). Además, de niño había confiado a su madre: “Si fuera sacerdote, querría conquistar muchas almas” (Abbé Monnin, Procès de l’ordinaire, p. 1064). Y así sucedió. En el servicio pastoral, tan sencillo como extraordinariamente fecundo, este anónimo párroco de una aldea perdida del sur de Francia logró identificarse tanto con su ministerio que se convirtió, también de un modo visible y reconocible universalmente, en alter Christus, imagen del buen Pastor que, a diferencia del mercenario, da la vida por sus ovejas (cf. Jn 10, 11). A ejemplo del buen Pastor, dio su vida en los decenios de su servicio sacerdotal. Su existencia fue una catequesis viviente, que cobraba una eficacia muy particular cuando la gente lo veía celebrar la misa, detenerse en adoración ante el sagrario o pasar muchas horas en el confesonario.

El centro de toda su vida era, por consiguiente, la Eucaristía, que celebraba y adoraba con devoción y respeto. Otra característica fundamental de esta extraordinaria figura sacerdotal era el ministerio asiduo de las confesiones. En la práctica del sacramento de la Penitencia reconocía el cumplimiento lógico y natural del apostolado sacerdotal, en obediencia al mandato de Cristo: “A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 23).

Así pues, san Juan María Vianney se distinguió como óptimo e incansable confesor y maestro espiritual. Pasando, “con un solo movimiento interior, del altar al confesonario”, donde transcurría gran parte de la jornada, intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus feligreses redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la Presencia eucarística (cf. Carta a los sacerdotes para el Año sacerdotal).

Los métodos pastorales de san Juan María Vianney podrían parecer poco adecuados en las actuales condiciones sociales y culturales. De hecho, ¿cómo podría imitarlo un sacerdote hoy, en un mundo tan cambiado? Es verdad que los tiempos cambian y que muchos carismas son típicos de la persona y, por tanto, irrepetibles; sin embargo, hay un estilo de vida y un anhelo de fondo que todos estamos llamados a cultivar. Mirándolo bien, lo que hizo santo al cura de Ars fue su humilde fidelidad a la misión a la que Dios lo había llamado; fue su constante abandono, lleno de confianza, en manos de la divina Providencia.

san juan maria vianney santo cura de ars krouillong sacrilega comunion en la mano

Logró tocar el corazón de la gente no gracias a sus dotes humanas, ni basándose exclusivamente en un esfuerzo de voluntad, por loable que fuera; conquistó las almas, incluso las más refractarias, comunicándoles lo que vivía íntimamente, es decir, su amistad con Cristo. Estaba “enamorado” de Cristo, y el verdadero secreto de su éxito pastoral fue el amor que sentía por el Misterio eucarístico anunciado, celebrado y vivido, que se transformó en amor por la grey de Cristo, los cristianos, y por todas las personas que buscan a Dios.

Su testimonio nos recuerda, queridos hermanos y hermanas, que para todo bautizado, y con mayor razón para el sacerdote, la Eucaristía “no es simplemente un acontecimiento con dos protagonistas, un diálogo entre Dios y yo. La Comunión eucarística tiende a una transformación total de la propia vida. Con fuerza abre de par en par todo el yo del hombre y crea un nuevo nosotros” (Joseph Ratzinger, La Comunione nella Chiesa, p. 80).

Así pues, lejos de reducir la figura de san Juan María Vianney a un ejemplo, aunque sea admirable, de la espiritualidad católica del siglo XIX, es necesario, al contrario, percibir la fuerza profética, de suma actualidad, que distingue su personalidad humana y sacerdotal. En la Francia posrevolucionaria que experimentaba una especie de “dictadura del racionalismo” orientada a borrar la presencia misma de los sacerdotes y de la Iglesia en la sociedad, él vivió primero -en los años de su juventud- una heroica clandestinidad recorriendo kilómetros durante la noche para participar en la santa misa. Luego, ya como sacerdote, se caracterizó por una singular y fecunda creatividad pastoral, capaz de mostrar que el racionalismo, entonces dominante, en realidad no podía satisfacer las auténticas necesidades del hombre y, por lo tanto, en definitiva no se podía vivir.

Queridos hermanos y hermanas, a los 150 años de la muerte del santo cura de Ars, los desafíos de la sociedad actual no son menos arduos; al contrario, tal vez resultan todavía más complejos. Si entonces existía la “dictadura del racionalismo”, en la época actual reina en muchos ambientes una especie de “dictadura del relativismo”. Ambas parecen respuestas inadecuadas a la justa exigencia del hombre de usar plenamente su propia razón como elemento distintivo y constitutivo de la propia identidad. El racionalismo fue inadecuado porque no tuvo en cuenta las limitaciones humanas y pretendió poner la sola razón como medida de todas las cosas, transformándola en una diosa; el relativismo contemporáneo mortifica la razón, porque de hecho llega a afirmar que el ser humano no puede conocer nada con certeza más allá del campo científico positivo. Sin embargo, hoy, como entonces, el hombre “que mendiga significado y realización” busca continuamente respuestas exhaustivas a los interrogantes de fondo que no deja de plantearse.

Tenían muy presente esta “sed de verdad”, que arde en el corazón de todo hombre, los padres del concilio ecuménico Vaticano ii cuando afirmaron que corresponde a los sacerdotes, “como educadores en la fe”, formar “una auténtica comunidad cristiana” capaz de preparar “a todos los hombres el camino hacia Cristo” y ejercer “una auténtica maternidad” respecto a ellos, indicando o allanando a los no creyentes “el camino hacia Cristo y su Iglesia”, y siendo para los fieles “estímulo, alimento y fortaleza para el combate espiritual” (cf.Presbyterorum ordinis, 6).

La enseñanza que al respecto sigue transmitiéndonos el santo cura de Ars es que en la raíz de ese compromiso pastoral el sacerdote debe poner una íntima unión personal con Cristo, que es preciso cultivar y acrecentar día tras día. Sólo enamorado de Cristo, el sacerdote podrá enseñar a todos esta unión, esta amistad íntima con el divino Maestro; podrá tocar el corazón de las personas y abrirlo al amor misericordioso del Señor. Sólo así, por tanto, podrá infundir entusiasmo y vitalidad espiritual a las comunidades que el Señor le confía.

Oremos para que, por intercesión de san Juan María Vianney, Dios conceda a su Iglesia el don de santos sacerdotes, y para que aumente en los fieles el deseo de sostener y colaborar con su ministerio. Encomendemos esta intención a María, a la que precisamente hoy invocamos como Virgen de las Nieves.

62 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Juan Eudes y la formación del Clero

62 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN JUAN EUDES Y LA FORMACIÓN DEL CLERO

AUDIENCIA GENERAL DEL 19 DE AGOSTO DE 2009

SAN JUAN EUDES Y LA FORMACIÓN DEL CLERO

Queridos hermanos y hermanas:

Se celebra hoy la memoria litúrgica de san Juan Eudes, apóstol incansable de la devoción a los Sagrados Corazones de Jesús y María, quien vivió en Francia en el siglo XVII, un siglo marcado por fenómenos religiosos contrapuestos y también por graves problemas políticos. Es el tiempo de la guerra de los Treinta Años, que devastó no sólo gran parte de Europa central, sino también las almas. Mientras se difundía el desprecio hacia la fe cristiana por parte de algunas corrientes de pensamiento entonces dominantes, el Espíritu Santo suscitaba una renovación espiritual llena de fervor, con personalidades de alto nivel como De Bérulle, san Vicente de Paúl, san Luis María Grignon de Montfort y san Juan Eudes. Esta gran “escuela francesa” de santidad tuvo también entre sus frutos a san Juan María Vianney. Por un designio misterioso de la Providencia, mi venerado predecesor Pío xi proclamó santos al mismo tiempo, el 31 de mayo de 1925, a Juan Eudes y al cura de Ars, ofreciendo a la Iglesia y a todo el mundo dos ejemplos extraordinarios de santidad sacerdotal.

En el contexto del Año sacerdotal, quiero subrayar el celo apostólico de san Juan Eudes, dirigido especialmente a la formación del clero diocesano. Los santos son la verdadera interpretación de la Sagrada Escritura. Los santos han verificado, en la experiencia de la vida, la verdad del Evangelio; así nos introducen en el conocimiento y en la comprensión del Evangelio. El concilio de Trento, en 1563, había emanado normas para la erección de los seminarios diocesanos y para la formación de los sacerdotes, pues el Concilio era consciente de que toda la crisis de la reforma estaba condicionada también por una formación insuficiente de los sacerdotes, que no estaban preparados para el sacerdocio de modo adecuado, intelectual y espiritualmente, en el corazón y en el alma.

Esto sucedía en 1563; pero, dado que la aplicación y la realización de las normas se dilataban, tanto en Alemania como en Francia, san Juan Eudes vio las consecuencias de esta carencia. Movido por la clara conciencia de la gran necesidad de ayuda espiritual que experimentaban las almas precisamente a causa de la falta de preparación de gran parte del clero, el santo, que era párroco, instituyó una congregación dedicada de manera específica a la formación de los sacerdotes. En la ciudad universitaria de Caen, fundó su primer seminario, experiencia sumamente apreciada, que muy pronto se extendió a otras diócesis.

san juan eudes presbitero krouillong sacrilega comunion en la mano

El camino de santidad que recorrió y propuso a sus discípulos tenía como fundamento una sólida confianza en el amor que Dios reveló a la humanidad en el Corazón sacerdotal de Cristo y en el Corazón maternal de María. En aquel tiempo de crueldad, de pérdida de interioridad, se dirigió al corazón para comunicar al corazón una palabra de los Salmos muy bien interpretada por san Agustín. Quería hacer volver a las personas, a los hombres, y sobre todo a los futuros sacerdotes, al corazón, mostrando el Corazón sacerdotal de Cristo y el Corazón maternal de María. Todo sacerdote debe ser testigo y apóstol de este amor del Corazón de Cristo y de María.

También hoy se experimenta la necesidad de que los sacerdotes den testimonio de la misericordia infinita de Dios con una vida totalmente “conquistada” por Cristo, y aprendan esto desde los años de su formación en los seminarios. El Papa Juan Pablo II, después del Sínodo de 1990, publicó la exhortación apostólica Pastores dabo vobisen la que retoma y actualiza las normas del concilio de Trento y subraya sobre todo la necesaria continuidad entre el momento inicial y el permanente de la formación; para él, como para nosotros, es un verdadero punto de partida para una auténtica reforma de la vida y del apostolado de los sacerdotes, e igualmente es el punto fundamental para que la “nueva evangelización” no sea sólo un eslogan atractivo, sino que se traduzca en realidad.

Los cimientos puestos en la formación del seminario constituyen el insustituible “humus spirituale” en el que se puede “aprender a Cristo”, dejándose configurar progresivamente a él, único Sumo Sacerdote y Buen Pastor. Por lo tanto, el tiempo del seminario se debe ver como la actualización del momento en el que el Señor Jesús, después de llamar a los Apóstoles y antes de enviarlos a predicar, les pide que estén con él (cf.Mc 3, 14). Cuando san Marcos narra la vocación de los doce Apóstoles, nos dice que Jesús tenía un doble objetivo:  el primero era que estuvieran con él; y el segundo, enviarlos a predicar. Pero yendo siempre con él, realmente anuncian a Cristo y llevan la realidad del Evangelio al mundo.

En este Año sacerdotal os invito a rezar, queridos hermanos y hermanas, por los sacerdotes y por quienes se preparan a recibir el don extraordinario del sacerdocio ministerial. Concluyo dirigiendo a todos la exhortación de san Juan Eudes, que dice así a los sacerdotes:  “Entregaos a Jesús para entrar en la inmensidad de su gran Corazón, que contiene el Corazón de su santa Madre y de todos los santos, y para perderos en este abismo de amor, de caridad, de misericordia, de humildad, de pureza, de paciencia, de sumisión y de santidad” (Coeur admirable, III, 2).

Con este espíritu, cantemos ahora juntos el Padre nuestro en latín:

60 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Odón, Abad de Cluny

60 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN ODÓN, ABAD DE CLUNY

AUDIENCIA GENERAL DEL 2 DE SEPTIEMBRE DE 2009

SAN ODÓN DE CLUNY

Queridos hermanos y hermanas:

Tras una larga pausa, quiero reanudar la presentación de los grandes escritores de la Iglesia de Oriente y de Occidente de la época medieval, porque, como en un espejo, en sus vidas y en sus escritos vemos lo que significa ser cristianos. Os propongo hoy la figura luminosa de san Odón, abad de Cluny: se sitúa en el medievo monástico que vio la sorprendente difusión en Europa de la vida y de la espiritualidad inspiradas en la Regla de san Benito. Se produjo durante aquellos siglos una prodigiosa aparición y multiplicación de claustros que, ramificándose en el continente, difundieron en él ampliamente el espíritu y la sensibilidad cristianas. San Odón nos conduce, en particular, a un monasterio, Cluny, que durante la edad media fue uno de los más ilustres y famosos, y todavía hoy revela a través de sus ruinas majestuosas las huellas de un pasado glorioso por la entrega intensa a la ascesis, al estudio y, de modo especial, al culto divino, rodeado de dignidad y belleza.

Odón fue el segundo abad de Cluny. Había nacido hacia el 880, en los confines entre Maine y Turena, en Francia. Su padre lo consagró al santo obispo Martín de Tours, a cuya sombra benéfica y en cuya memoria Odón pasó toda su vida, concluyéndola al final cerca de su tumba. La elección de la consagración religiosa estuvo en él precedida por la experiencia de un momento de gracia especial, del que él mismo habló a otro monje, Juan el Italiano, que después fue su biógrafo. Odón era aún adolescente, de unos dieciséis años de edad, cuando, en una vigilia de Navidad, sintió cómo le salía espontáneamente de los labios esta oración a la Virgen: “Señora mía, Madre de misericordia, que en esta noche diste a luz al Salvador, ora por mí. Que tu parto glorioso y singular sea, oh piadosísima, mi refugio” (Vita sancti Odonis, I, 9: PL 133, 747). El apelativo “Madre de misericordia”, con el que el joven Odón invocó entonces a la Virgen, será la forma que elegirá para dirigirse siempre a María, llamándola también “única esperanza del mundo… gracias a la cual se nos han abierto las puertas del paraíso” (In veneratione S. Mariae MagdalenaePL 133, 721). En aquel tiempo empezó a profundizar en la Regla de san Benito y a observar algunas de sus indicaciones, “llevando, sin ser monje todavía, el yugo ligero de los monjes” (ib., I, 14: PL 133, 50). En uno de sus sermones Odón se refirió a san Benito como “faro que brilla en la tenebrosa etapa de esta vida” (De sancto Benedicto abbate: PL 133, 725), y lo calificó como “maestro de disciplina espiritual” (ib.: PL 133, 727). Con afecto destacó que la piedad cristiana “con más viva dulzura hace memoria” de él, consciente de que Dios lo ha elevado “entre los sumos y elegidos Padres de la santa Iglesia” (ib.: PL 133, 722).

Fascinado por el ideal benedictino, Odón dejó Tours y entró como monje en la abadía benedictina de Baume, para pasar después a la de Cluny, de la que se convirtió en abad en el año 927. Desde ese centro de vida espiritual pudo ejercer una amplia influencia en los monasterios del continente. De su guía y de su reforma se beneficiaron también en Italia distintos cenobios, entre ellos el de San Pablo extramuros. Odón visitó Roma más de una vez, llegando también a Subiaco, Montecassino y Salerno. Fue precisamente en Roma donde, en el verano del año 942, cayó enfermo. Sintiéndose próximo a la muerte, quiso volver a toda costa junto a su san Martín, en Tours, donde murió durante el octavario del santo, el 18 de noviembre del 942. Su biógrafo, al subrayar en Odón la “virtud de la paciencia”, ofrece un largo elenco de otras virtudes suyas, como el menosprecio del mundo, el celo por las almas, el compromiso por la paz de las Iglesias. Grandes aspiraciones del abad Odón eran la concordia entre reyes y príncipes, la observancia de los mandamientos, la atención a los pobres, la enmienda de los jóvenes, el respeto a las personas ancianas (cf.Vita sancti Odonis, I, 17: PL 133, 49). Amaba la celdita en la que residía, “alejado de los ojos de todos, preocupado por agradar sólo a Dios”(ib., I, 14: PL 133, 49). No dejaba, sin embargo, de ejercitar también, como “fuente sobreabundante”, el ministerio de la palabra y del ejemplo, “llorando este mundo como inmensamente mísero” (ib., I, 17: PL 133, 51). En un solo monje, comenta su biógrafo, se hallaban reunidas las distintas virtudes existentes de forma dispersa en los otros monasterios: “Jesús, en su bondad, tomando en los diversos jardines de los monjes, formaba en un pequeño lugar un paraíso, para regar desde su fuente los corazones de los fieles” (ib., I, 14: PL 133, 49).

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En un pasaje de un sermón en honor de María Magdalena, el abad de Cluny nos revela cómo concebía la vida monástica: “María que, sentada a los pies del Señor, con espíritu atento escuchaba su palabra, es el símbolo de la dulzura de la vida contemplativa, cuyo sabor, cuanto más se gusta, tanto más induce al alma a desasirse de las cosas visibles y de los tumultos de las preocupaciones del mundo” (In ven. S. Mariae Magd., PL133, 717). Es una concepción que Odón confirma y desarrolla en otros escritos suyos, de los que se trasluce su amor por la interioridad, una visión del mundo como realidad frágil y precaria de la que hay que desarraigarse, una inclinación constante al desprendimiento de las cosas consideradas como fuente de inquietud, una aguda sensibilidad por la presencia del mal en las diferentes categorías de hombres, una íntima aspiración escatológica. Esta visión del mundo puede parecer bastante alejada de la nuestra, y sin embargo la de Odón es una concepción que, viendo la fragilidad del mundo, valora la vida interior abierta al otro, al amor por el prójimo, y precisamente así transforma la existencia y abre el mundo a la luz de Dios.

Merece particular mención la “devoción” al Cuerpo y a la Sangre de Cristo que Odón, frente a una difundida negligencia, que él deplora vivamente, cultivó siempre con convicción. En efecto, estaba firmemente convencido de la presencia real, bajo las especies eucarísticas, del Cuerpo y de la Sangre del Señor, en virtud de la conversión “sustancial” del pan y del vino. Escribía: “Dios, el Creador de todo, tomó el pan, diciendo que era su Cuerpo y que lo habría ofrecido por el mundo, y distribuyó el vino, llamándolo su Sangre”; ahora bien, “es ley de naturaleza que tenga lugar la transformación según el mandato del Creador”, y por tanto, he aquí que “inmediatamente la naturaleza cambia su condición habitual: sin tardar el pan se convierte en carne, y el vino se convierte en sangre”; a la orden del Señor “la sustancia se transforma” (Odonis Abb. Cluniac. occupatio, ed. A. Swoboda, Lipsia 1900, p. 121). Desgraciadamente, anota nuestro abad, este “sacrosanto misterio del Cuerpo del Señor, en el que consiste toda la salvación del mundo” (Collationes, XXVIII: PL 133, 572), es celebrado con negligencia. “Los sacerdotes —advierte— que acceden al altar indignamente, manchan el pan, es decir, el Cuerpo de Cristo” (ib.: PL 133, 572-573). Sólo el que está unido espiritualmente a Cristo puede participar dignamente de su Cuerpo eucarístico: en caso contrario, comer su carne y beber su sangre no le sería de beneficio, sino de condena” (cf.ib., XXX, PL 133, 575). Todo esto nos invita a creer con nueva fuerza y profundidad la verdad de la presencia del Señor. La presencia del Creador entre nosotros, que se entrega en nuestras manos y nos transforma como transforma el pan y el vino, transforma así el mundo.

San Odón ha sido un verdadero guía espiritual tanto para los monjes como para los fieles de su tiempo. Ante el “gran número de vicios” difundidos en la sociedad, el remedio que él proponía con decisión era el de un cambio radical de vida, fundado en la humildad, la austeridad, el desapego de las cosas efímeras y la adhesión a las eternas (cf. Collationes, XXX, PL 133, 613). A pesar del realismo de su diagnóstico sobre la situación de su tiempo, Odón no se rinde al pesimismo: “No decimos esto —precisa— para precipitar en la desesperación los que quieran convertirse. La misericordia divina está siempre disponible; ella espera la hora de nuestra conversión” (ib.: PL 133, 563). Y exclama: “¡Oh inefables entrañas de la piedad divina! Dios persigue las culpas y sin embargo protege a los pecadores” (ib.: PL 133, 592). Sostenido por esta convicción, el abad de Cluny amaba detenerse en la contemplación de la misericordia de Cristo, el Salvador que él calificaba sugestivamente como “amante de los hombres”: “amator hominum Christus” (ib., LIII: PL 133, 637). Jesús tomó sobre sí los flagelos que nos correspondían a nosotros —observa— para salvar así a la criatura que es obra suya y a la que ama (cf. ib.: PL 133, 638).

Aparece aquí un rasgo del santo abad a primera vista casi escondido bajo el rigor de su austeridad de reformador: la profunda bondad de su alma. Era austero, pero sobre todo era bueno, un hombre de una gran bondad, una bondad que proviene del contacto con la bondad divina. Odón, como nos dicen sus contemporáneos, difundía a su alrededor la alegría de la que rebosaba. Su biógrafo atestigua que no había oído nunca salir de boca de hombre “tanta dulzura de palabra” (ib., I 17: PL 133, 31). Acostumbraba, recuerda su biógrafo, invitar a cantar a los niños que encontraba por el camino para después hacerles algún pequeño regalo, y añade: “Sus palabras estaban llenas de gozo…, su hilaridad infundía en nuestro corazón una íntima alegría” (ib., II, 5: PL 133, 63). De esta forma el vigoroso y al mismo tiempo amable abad medieval, apasionado por la reforma, con acción incisiva alimentaba en los monjes, como también en los fieles laicos de su tiempo, el propósito de progresar con paso diligente por el camino de la perfección cristiana.

Esperamos que su bondad, la alegría que nace de la fe, unidas a la austeridad y a la oposición a los vicios del mundo, toquen también nuestro corazón, a fin de que también nosotros podamos hallar la fuente de la alegría que brota de la bondad de Dios.

59 de 131 – Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI: San Pedro Damián

59 de 131 – CATEQUESIS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI: SAN PEDRO DAMIÁN

AUDIENCIA GENERAL DEL 9 DE SEPTIEMBRE DE 2009

SAN PEDRO DAMIÁN

Queridos hermanos y hermanas:

Durante las catequesis de estos miércoles estoy tratando sobre algunas grandes figuras de la vida de la Iglesia desde sus orígenes. Hoy quiero hablar de una de las personalidades más significativas del siglo xi, san Pedro Damián, monje, amante de la soledad y, al mismo tiempo, intrépido hombre de Iglesia, comprometido en primera persona en la obra de reforma puesta en marcha por los Papas de aquel tiempo. Nació en Ravena en el año 1007 de familia noble, pero pobre. Al quedarse huérfano de ambos progenitores, vivió una infancia llena de dificultades y sufrimientos, a pesar de que su hermana Rosalinda se esforzó por hacerle de madre, y su hermano mayor, Damián, lo adoptó como hijo. Precisamente por eso se llamará después Pedro Damián. La formación se le impartió primero en Faenza y luego en Parma, donde, ya a los 25 años, lo encontramos comprometido en la enseñanza.

Junto a una buena competencia en el campo del derecho, adquirió una pericia refinada en el arte de la redacción —elars scribendi— y, gracias a su conocimiento de los grandes clásicos latinos, se convirtió en “uno de los mejores latinistas de su tiempo, uno de los más grandes escritores del medioevo latino” (J. Leclercq, Pierre Damien, ermite et homme d’Église,Roma 1960, p. 172).

Se distinguió en los géneros literarios más diversos: cartas, sermones, hagiografías, oraciones, poemas, epigramas. Su sensibilidad por la belleza lo llevaba a la contemplación poética del mundo. Pedro Damián concebía el universo como una inagotable “parábola” y un espacio lleno de símbolos, a partir de los cuales es posible interpretar la vida interior y la realidad divina y sobrenatural. Desde esta perspectiva, en torno al año 1034, la contemplación de lo absoluto de Dios lo impulsó a alejarse progresivamente del mundo y de sus realidades efímeras, para retirarse al monasterio de Fonte Avellana, fundado sólo pocas décadas antes, pero ya famoso por su austeridad. Para edificación de los monjes, escribió la Vida del fundador, san Romualdo de Ravena, y al mismo tiempo se esforzó por profundizar en su espiritualidad, exponiendo su ideal del monaquismo eremítico.

Hay que subrayar inmediatamente un detalle: el eremitorio de Fonte Avellana estaba dedicado a la Santa Cruz, y la cruz será el misterio cristiano que más fascinó a Pedro Damián. “No ama a Cristo quien no ama la cruz de Cristo”, afirma (Sermo XVIII, 11, p. 117) y se define a sí mismo: “Petrus crucis Christi servorum famulus“, “Pedro servidor de los servidores de la cruz de Cristo” (Ep. 9, 1). A la cruz Pedro Damián dirige oraciones bellísimas, en las que revela una visión de este misterio que tiene dimensiones cósmicas, porque abraza toda la historia de la salvación: “Oh bendita cruz —exclama—, te veneran, te predican y te honran la fe de los patriarcas, los vaticinios de los profetas, el senado juzgador de los Apóstoles, el ejército victorioso de los mártires y las multitudes de todos los santos” (Sermo XLVIII, 14, p. 304). Queridos hermanos y hermanas, que el ejemplo de Pedro Damián nos impulse también a nosotros a mirar siempre a la cruz como al acto supremo de amor de Dios hacia el hombre, que nos ha dado la salvación.

Para el desarrollo de la vida eremítica este gran monje escribió una Regla, en la que subraya fuertemente el “rigor del eremitorio”: en el silencio del claustro el monje está llamado a llevar una vida de oración, diurna y nocturna, con ayunos prolongados y austeros; debe ejercitarse en una generosa caridad fraterna y en una obediencia al prior siempre pronta y disponible. En el estudio y en la meditación cotidiana de la Sagrada Escritura Pedro Damián descubre los significados místicos de la Palabra de Dios, encontrando en ella alimento para su vida espiritual. En este sentido llama a la celda del eremitorio “locutorio donde Dios conversa con los hombres”.

san pedro damian krouillong comunion en la mano

La vida eremítica es para él la cumbre de la vida cristiana, está “en el vértice de los estados de vida”, porque el monje, ya libre de las ataduras del mundo y de su propio yo, recibe “las arras del Espíritu Santo y su alma se une feliz al Esposo celestial” (Ep. 18, 17; cf. Ep. 28, 43 ss). Esto es importante también hoy para nosotros, aunque no seamos monjes: saber guardar silencio en nosotros para escuchar la voz de Dios, buscar, por decir así, un “locutorio” donde Dios hable con nosotros: Aprender la Palabra de Dios en la oración y en la meditación es la senda de la vida.

San Pedro Damián, que fundamentalmente fue un hombre de oración, de meditación, de contemplación, fue también un fino teólogo: su reflexión sobre distintos temas doctrinales lo llevó a conclusiones importantes para la vida. Así, por ejemplo, expone con claridad y vivacidad la doctrina trinitaria utilizando ya, con la guía de textos bíblicos y patrísticos, los tres términos fundamentales, que después han sido determinantes también para la filosofía de Occidente, processio, relatio persona (cf. Opusc. XXXVIII: PL CXLV, 633-642; y Opusc. II y III: ib., 41 ss y 58 ss). Sin embargo, dado que el análisis teológico del misterio lo lleva a contemplar la vida íntima de Dios y el diálogo de amor inefable entre las tres divinas Personas, saca de él conclusiones ascéticas para la vida en comunidad e incluso para las relaciones entre cristianos latinos y griegos, divididos en este tema.

También la meditación sobre la figura de Cristo tiene reflejos prácticos significativos, al estar toda la Escritura centrada en él. El mismo “pueblo de los judíos —anota san Pedro Damián—, a través de las páginas de la Sagrada Escritura, en cierto modo ha llevado a Cristo sobre sus hombros” (Sermo XLVI, 15). Cristo, por tanto —añade—, debe estar en el centro de la vida del monje: “A Cristo se le debe oír en nuestra lengua, a Cristo se le debe ver en nuestra vida, se le debe percibir en nuestro corazón” (Sermo VIII, 5). La íntima unión con Cristo no sólo implica a los monjes, sino a todos los bautizados. Aquí encontramos una fuerte invitación, también para nosotros, a no dejarnos absorber totalmente por las actividades, por los problemas y por las preocupaciones de cada día, olvidándonos de que Jesús debe estar verdaderamente en el centro de nuestra vida.

La comunión con Cristo crea unidad de amor entre los cristianos. En la carta 28, que es un tratado genial de eclesiología, Pedro Damián desarrolla una profunda teología de la Iglesia como comunión. “La Iglesia de Cristo —escribe— está unida por el vínculo de la caridad hasta el punto de que, como es una en muchos miembros, también está toda entera místicamente en cada miembro; de forma que toda la Iglesia universal se llama justamente única Esposa de Cristo en singular, y cada alma elegida, por el misterio sacramental, se considera plenamente Iglesia”. Esto es importante: no sólo que toda la Iglesia universal está unida, sino que en cada uno de nosotros debería estar presente la Iglesia en su totalidad. Así el servicio del individuo se convierte en “expresión de la universalidad” (Ep. 28, 9-23).

Con todo, la imagen ideal de la “santa Iglesia” ilustrada por Pedro Damián no corresponde —lo sabía bien— a la realidad de su tiempo. Por esto no temió denunciar la corrupción que existía en los monasterios y entre el clero, sobre todo debido a la praxis según la cual las autoridades laicas conferían la investidura de los cargos eclesiásticos: muchos obispos y abades se comportaban como gobernadores de sus propios súbditos más que como pastores de almas, y a veces su vida moral dejaba mucho que desear. Por eso, con gran dolor y tristeza, en 1057 Pedro Damián dejó el monasterio y aceptó, aunque con renuencia, el nombramiento de cardenal obispo de Ostia, entrando así plenamente en colaboración con los Papas en la difícil empresa de la reforma de la Iglesia. Vio que no era suficiente contemplar y tuvo que renunciar a la belleza de la contemplación para contribuir a la obra de renovación de la Iglesia. Renunció así a la belleza del eremitorio y con valor emprendió numerosos viajes y misiones.

Por su amor a la vida monástica, diez años después, en 1067, obtuvo permiso para volver a Fonte Avellana, renunciando a la diócesis de Ostia. Pero la anhelada tranquilidad duró poco: ya dos años después fue enviado a Frankfurt con el intento de evitar el divorcio de Enrique IV de su mujer Berta; y de nuevo dos años después, en 1071, fue a Montecassino para la consagración de la iglesia de la abadía, y a principios de 1072 se dirigió a Ravena para restablecer la paz con el arzobispo local, que había apoyado al antipapa, provocando el interdicto sobre la ciudad. Durante el viaje de regreso a su eremitorio, una repentina enfermedad lo obligó a detenerse en Faenza, en el monasterio benedictino de Santa Maria Vecchia fuori porta, y allí murió en la noche entre el 22 y el 23 de febrero de 1072.

Queridos hermanos y hermanas, es una gran gracia que en la vida de la Iglesia el Señor haya suscitado una personalidad tan exuberante, rica y compleja, como la de san Pedro Damián, y no se encuentran con frecuencia obras de teología y de espiritualidad tan agudas y vivas como las del eremita de Fonte Avellana. Fue monje a fondo, con formas de austeridad que hoy podrían parecernos incluso excesivas, pero así hizo de la vida monástica un testimonio elocuente del primado de Dios y una llamada a todos a caminar hacia la santidad, libres de toda componenda con el mal. Se consumió, con lúcida coherencia y gran severidad, por la reforma de la Iglesia de su tiempo. Consagró todas sus energías espirituales y físicas a Cristo y a la Iglesia, permaneciendo siempre, como le gustaba definirse, “Petrus ultimus monachorum servus“, “Pedro, último siervo de los monjes”.

La comunión en la mano no tiene nada que ver con la Iglesia Primitiva, es de origen Calvinista

monseñor athansius schneider krouillong comunion en la mano es sacrilegio 3

«La comunión en la mano no tiene nada que ver con la Iglesia primitiva, es de origen calvinista»

Athanasius Schneider, experto en Patrística y obispo auxiliar en Kazajistán, explicó en una emisora de Radio María cómo se comulgaba entonces.

Athanasius Schneider.

«Es recomedable que los fieles comulguen en la boca y de rodillas», dice el cardenal Cañizares.

Athanasius Schneider tiene 50 años, es ucraniano y desde 2006 ha ejercido como obispo auxiliar en dos diócesis de Kazajistán, una ex república soviética con un 26% de población cristiana, mayoritariamente ortodoxa pero con una pujante comunidad católica.

Recientemente, monseñor Schneider, que es experto en Patrística e Iglesia primitiva, explicó en la emisora de Radio María en el sur del Tirol las diferencias entre la forma de comulgar en la Iglesia primitiva y la actual práctica de la comunión en la mano.

Según afirmó, esta costumbre es “completamente nueva” tras el Concilio Vaticano II y no hunde sus raíces en los tiempos de los primeros cristianos, como se ha sostenido con frecuencia.

En la Iglesia primitiva había que purificar las manos antes y después del rito, y la mano estaba cubierta con un corporal, de donde se tomaba la forma directamente con la lengua: “Era más una comunión en la boca que en la mano”, afirmó Schneider. De hecho, tras consumir la Sagrada Hostia el fiel debía recoger de la mano con la lengua cualquier mínima partícula consagrada. Un diácono supervisaba esta operación.

Jamás se tocaba con los dedos: “El gesto de la comunión en la mano tal como lo conocemos hoy era completamente desconocido” entre los primeros cristianos. monseñor athansius schneider krouillong comunion en la mano es sacrilegio 2

Origen calvinista

Aun así, se abandonó aquel rito por la administración directa del sacerdote en la boca, un cambio que tuvo lugar “instintiva y pacíficamente” en toda la Iglesia. A partir del siglo V, en Oriente, y en Occidente un poco después. El Papa San Gregorio Magno en el siglo VII ya lo hacía así, y los sínodos franceses y españoles de los siglos VIII y IX sancionaban a quien tocase la Sagrada Forma.

Según monseñor Schneider, la práctica que hoy conocemos de la comunión en la mano nació en el siglo XVII entre los calvinistas, que no creían en la presencia real de Jesucristo en la eucaristía. “Ni Lutero”, que sí creía en ella aunque no en la transustanciación, “lo habría hecho”, dijo el obispo kazajo: “De hecho, hasta hace relativamente poco los luteranos comulgaban de rodillas y en la boca, y todavía hoy algunos lo hacen así en los países escandinavos”.

Juan Calvino krouillong comunion en la mano es sacrilegio

Fuente: ReL

Que Dios bendiga a todos los que diariamente luchan contra la sacrílega comunión en la mano y les conceda a todos, por la intercesión de Nuestra Señora de Fátima, las Gracias que necesiten.

Karla Rouillon Gallangos

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