La maestra Mafalda

Confesémoslo: todos los que pasamos en nuestra pubertad por el ritualístico Servicio Revolucionario Obligatorio, convertimos a Mafalda en la mejor forjadora de nuestro espíritu contestatario. Obviamente, no lo decíamos abiertamente, pues en nuestros Círculos de Estudios Políticos, lo correcto era señalar que nuestra rebeldía se nutría de Marx, Lenin, Mao, o mínimamente, Harnecker, aunque nunca pasábamos de las primeras veinte páginas de esas aburridas lecturas (con excepción de la periodista chilena que era más panfletaria). Con Mafalda ocurría lo contrario: nos identificábamos automáticamente con su discurso antisistema, denunciando la injusticia y desigualdad reinante a favor de los más necesitados. Todo eso, desde su posición clasemediera, como nosotros.

Yo descubrí a Mafalda, durante mis estudios secundarios en la Gran Unidad Pedro A. Labarthe, una de las cunas del poderoso gremio profesoral peruano. Era de lectura obligatoria si es que queríamos demostrar que ya no éramos primariosos; es decir, niños pegados a los chistes o revistas que hicieron de Batman, Superman o Linterna Verde, nuestros héroes. Para empezar, Mafalda no era una revista, era un libro; no había colorcitos, sino todo en blanco y negro; y más que contarnos historias, Mafalda nos hacía reflexionar. Por eso no era de lectura fácil. Es más, para entenderla había que adentrarse tempranamente al conocimiento y lenguaje adulto: ONU, Guerra de Vietnam, feminismo, Fidel Castro, comunismo, democracia, etc.

Ya en la universidad, con todo el background o enseñanzas de Mafalda, estábamos mejor preparados para ingresar al mundillo político contestatario, rebelde de la que todo estudiante universitario de mi generación tenía que ufanarse. Pues, eran los tiempos en que se era de izquierda o derecha, muy a tono con los grandes acontecimientos sociohistóricos que inspiraban el discurso mafaldista; es decir, fin del colonialismo, la revuelta francesa, el hipismo, feminismo, etc. Todo ese escenario externo, en nuestro país lo sazonábamos con nuestra propia experiencia: una nueva dictadura militar disfrazada de revolucionaria, la reforma agraria, industrial y demás ilusiones y demagogias. Era pues, el escenario perfecto para hacer de Mafalda no sólo nuestra maestra, sino también nuestro ícono.

Como sabemos, Mafalda es en realidad, la cabecilla de una pandilla de adorables personajes que representan todos los ángulos del mundo que la hacían renegar y, consiguientemente, quería cambiar: la angurria y materialismo de Manolito; la frivolidad e insignificancia de Susanita; el egocentrismo de Miguelito o la timidez y pereza de Felipe, con quien yo más me identificaba en esos años, por su odio al colegio, su fanatismo por The Beatles y su cobardía para enamorar, o por lo menos acercarse, a quien le gustaba.

En realidad, estando en la universidad, Mafalda dejó de existir. Mejor dicho, su creador, Joaquín Salvador Lavado, (Quino), decidió dejar de hacer esa tira para explorar otros temas de la realidad contemporánea, igual de punzantes, críticos y mezclados con humor ácido, que siguieron alimentando nuestro espíritu rebelde. Creo que eso hizo que de mafaldistas, pasáramos a ser quinoistas, con la esperanza que en algún momento su creador la resucitara.

¿Cuándo llegaría ese momento?, es la pregunta que le hicimos a Quino en un taller al que asistí durante una Feria Internacional de Libro que se realizaba en Buenos Aires. Esa pregunta vino después de contarle las huellas que Mafalda dejó en nuestras vidas. Obviamente, Quino sólo atinaba a escucharnos. Todos le contábamos la misma historia, las que, con toda seguridad, escuchó en todo el mundo, de todos los que crecieron con su más celebrada creación. Esa tarde, el maestro terminó la reunión sin respondernos cuándo resucitaría a Mafalda. ¿Por qué hacerlo?, Ella vive; siempre tuvo su propia vida, dijo. Quino tuvo razón, Mafalda es inmortal, como él.

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