Invierno

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Me gusta el sabor a café que tiene tu aliento en invierno. Me gusta tu mirada poseída por deseos, proyecciones, anhelos. Me gustan tus momentos improvisados, tus momentos equivocados. Me gusta tu certeza, tu creencia absoluta, tu fe, tus miedos, pero, sobre todo, tu inocencia. Me gusta tu instinto, tu magia, tu delicada conexión con el absurdo; es decir, tu locura. Me gustan tus melodías, tus labios entrecerrados y la fragilidad con que ellos deliran. Me gusta la poesía que ejercen tus ojos, la sutileza con la que juntas la naturaleza de la vida, la frustración de la tristeza y las ansias de felicidad.

Me fascinan tus tiempos, tus espontáneas luchas con el pasado, tus resignaciones adquiridas en el presente y la pureza con la que ves el futuro. Me fascina tu alegría, tu falsa alegría, tu triste alegría. Me fascina tu modo de sentir, las maneras sublimes que hallas para vivir. Me fascina la soledad que eliges, tu única compañera de exploración en las madrugadas. Me fascina tu experiencia, lo que hiciste, lo que dejaste de hacer. Me fascinan tus intranquilidades, las emociones que te perturban, las tentaciones que te consumen. Me fascina tu silencio, tu rabia, tu tensión, tu melancolía, tu destreza heroica ante los malos días.

 

 

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Los soñados

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Yo he sido feliz casi todos los días de mi vida, al menos durante un ratito, incluso en las circunstancias más adversas.

Roberto Bolaño

Acompañar la lectura con Shiver de Coldplay

De pronto, sintieron el instante previo a la felicidad. Ahí estaban, sentados en el piso siguiendo el compás de Shiver con la cabeza, porque nada mejor que Coldplay para expiar los errores del pasado. Las cosas no habían sido fáciles para ninguno, pero ahí estaban. Sus ojos seduciendo el placer del tiempo, sus labios tentando la locura de vivir. La tranquilidad de su respiro en el hombro indicado a las 6 de la tarde en un otoño como este. La lluvia que repentinamente se va refugiando en la ventana y que ambos observan con la misma magia de cuando se conocieron. Sus miedos insertos en la nostalgia de relaciones pasadas, y las lágrimas que ya el tiempo supo secar. Quizá porque alguien los esperaba, alguien con la misma resistencia al dolor, con el cigarrillo a medias y el abrazo de quien te conoce toda la vida.

La tristeza que los besa, porque así es esto. Sentarse y tratar de ser diferente, aparentar la alegría que el mundo ya ha despojado. Buscar estar al lado del otro. Buscar estar con alguien para ser diferente, para hablar de la resignación acumulada, del odio, del amor. Hablar de la ironía de los tiempos pasados, de los besos y las palabras juramentadas. Ser parte de la pena del otro, adaptarse a las huellas de él, explorar las intranquilidades de ella. Ambos esperando a que pase esta temporada, que el olvido sea una actitud automática cuando Lima se vuelve gris. Que los cafés y los cigarrillos acompañen los vanos deseos de autodestrucción.

Y dentro de ese momento, ambos se miran, se reconocen dentro del espacio que la vida les ha asignado. Ambos mirándose, esperándose. Recordando el futuro, planeando el pasado. Típica estrategia para reírse del tiempo, para recordar los lugares a los que fueron sin excusas, lo que se pudieron decir, lo que no se dijeron. Las risas, las penas, las sensaciones de otoño. Todo acoplándose al momento en el que uno espera algo que desconoce: la felicidad.

Los sueños de quien anhela, las líneas del escritor a medianoche. La intensidad del silencio por la madrugada y la soledad de las lágrimas frente al vacío. Y, dentro de esa necesidad del otro, se hallaron.  Se miraron a los ojos por unos segundos, los más infinitos, para luego abrazarse con la sutileza que la canción les otorga. Temblaron, sollozaron y así se quedaron. Esperando la felicidad.

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Una mañana de música

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A veces, y solo por tiempos determinados, pierdo el estado de la cotidianidad. Voy experimentando con mis sensaciones hasta irrumpir negligentemente en mi estabilidad.

Desde hace unos días hago lo mismo: me despierto con una posición distinta a la que tuve cuando me acosté; parpadeo reconociendo mi entorno; camino directo a la sala y enciendo el minicomponente. Cada día, un álbum nuevo. Empecé con New Order; luego, The Smiths; después, INXS; y, finalmente, Keane. No hallaba razón alguna para automatizarme así. Lo peor es que me gustaba. Yacer en la sala estático como si fuese un mueble más; pensar, no pensar; creer, no creer; solo imaginar un mundo intermedio entre la música y mi realidad. Abrir ese espacio paralelo que bordea mis oídos.

Cerrar los ojos y mover los labios, seguir la canción que ha recorrido miles de bocas tratando de hallar un refugio dentro de la memoria. Así percibí todas esas mañanas: la danza de las palabras, un cuerpo inhibido y la sensación del inconciente.

Aquí un tema de Keane

http://www.youtube.com/watch?v=QypdrBPE4jM

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Otra vez la vería

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Otra vez la vería. Las converse gastadas, el cabello ondulado, el pantalón caído y con una sonrisa que nunca había visto. Reconocería el contacto espontáneo de la luz con su cabello castaño; la autenticidad que solo la naturaleza origina en algunos afortunados. Hay en ella la belleza de lo propio. Una conversación con ella es como un movimiento de reggae que explora ligeramente los sentidos. Solo de verla uno siente que se independiza de cualquier estado propuesto por la realidad. Sus palabras confrontan cualquier emoción. Otra vez la volvería a ver.

La sensación del recuerdo que es instantánea al cruce de una mirada solo puede ser superada con la suma de las nostalgias naufragando del vino. Le propondría recordar, porque solo así ambos nos daríamos la oportunidad de reconocernos. Y, si la situación lo propicia, cantaríamos. Hay una grieta en mi corazón, un planeta con desilusión… Luego nos reiríamos de todo y de nada. Aparentaríamos ser perfectos imperfectos, y solo por eso tendríamos la insolencia de querernos de nuevo. No la idea romántica del amor como un I love you , sino la que nosotros mismos habíamos creado: la del “Te recuerdo”. Porque no hay mejor forma de querer a alguien que recordarla.

La vería tan gentil y diferente a los demás. Verla transitar entre esas personas intrusas en la imagen sería un magnífico Jackson Pollock. Ella ahorraría fuerza en abrazarme y, en vez de ello, la invertiría en decirme en qué he cambiado. Me contagiaría de su imprudencia, de sí misma. Quizá porque casi la quise. Digo casi, porque quererla hubiese sido algo extraordinario que solo un aventurero hubiera podido lograr. Creo que por eso restringimos la expansión de nuestros sentimientos. En aquel momento, lo mejor era solo intercambiar experiencias, hablar de nuestros escritores favoritos, criticar ciertas películas, y beber hasta actuar enloquecidos por Lima. La Lima que ha sido muy perturbada por nuestras frustraciones, insolencias del hecho de vivir en este país.

La voy viendo a lo lejos. Se encuentra a tantos metros de mí que solo su cabello la distinguiría de muchas chicas que vienen riendo por algún comentario banal. Siento sus pasos y su figura confundirse con el tiempo; le pertenecemos al tiempo, después de todo. Avanzo sorteando la mirada de personas que nunca había visto y que, muy posiblemente, jamás volvería a ver. Esa misteriosa idea de que existen personajes secundarios en nuestro filme autobiográfico. Y, de pronto, las cosas se vuelven parte de un azar o un destino ya fijado. Cualquier teoría respondería al instante en que dos cuerpos que han abundado en pasos y escenarios se topen por primera vez. Cada rumbo se va interceptando con el otro hasta compartir el mismo camino. Otra vez la vería, lo sé. Las converse rojas con los pasadores desatados, el cabello ondulado revoloteado, el pantalón verde caído y… ¡Qué extraña sonrisa tiene esa chica que viene!

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(des)Haciendo el amor

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El amor es algo demasiado maravilloso para que uno pueda andar preocupándose por el destino de dos personas que no hicieron más que tenerlo, de manera inexplicable.
El pozo, Juan Carlos Onetti.

Lo habíamos hecho.
Su cuerpo se transfiguraba con las desordenadas sábanas blancas. Miraba profundamente al vacío, lo observaba delicadamente perdiendo el escenario y accediendo a la confusión. Abrazaba la almohada como incorporándola a su pecho, adentrándola a una zona muy íntima. La miraba abrazándola y la abrazaba mirándola. Minutos antes, ambos transitábamos con los ojos el techo del cuarto, lo indagábamos perdidos en su pureza, en el vacío que deja el acto. Ahora lo único que nos unía era el silencio. Nuestros cuerpos agitados encontraron reposo en acelerados respiros. Su tiempo ya era mi tiempo. Sentí entonces la madrugada de mi infancia cuando pude amanecerme por primera vez y ver teñirse el cielo en tonos efímeros; sentí el rescoldo del humo de los cigarrillos vacilando en la atmósfera, jugando a recorrer lo puro. Ambos permanecíamos con los vestigios del trance. Las ropas desperdigadas en el piso y el piso desperdigado en el cuarto en penumbra. Todo se confundía. Una vez más besé sus labios, sus pasados, sus recuerdos. Por momentos compartimos ese vacío temporal. Tan íntimo era el momento que en esa breve aventura compartimos hasta nuestros odios. Voces del deseo se perdían entre las ventanas y las repisas. Era un ritual que nos deshacía.

Por momentos perdíamos las miradas y abordábamos cada quien a su mundo ligero. Me gustaban esos momentos en los que idealizábamos la idea de placer por separado hasta concordar en un instante casi astral en el que todo se alinea y perdíamos el control de nuestro espacio. Y lo que le da sentido a ese momento es la banalidad de la mirada estática como reconociéndonos en aquel café de Miraflores donde ya la conversación era netamente visual. Sentí su respiro acelerado bordeando mi rostro. Sentí, también, su calma alojada en las sábanas que la cubrían. Después de todo, regresamos a las ropas. Nos dimos cuenta entonces que el amor era demasiado complejo para nosotros, porque no comprendimos en qué momento lo hicimos. Sin embargo, lo habíamos hecho.

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Bella sutileza

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http://www.youtube.com/watch?v=eePRkP1HMYQ

Nadie nos enseñó. Nadie nos dijo que las cosas más bellas estarían en las cosas más sutiles. Sin embargo, fuimos asociando belleza a cosas banales, mientras que otros pocos solo encontramos detalles. Nadie nos dijo que hay gente superflua aquí y allá. Cuando unos destacaban imágenes estéticas, nosotros nos fumábamos un cigarrillo y hablábamos de lo idiotas que eran. Porque aprender es una sutileza muy bella. Aprender a darnos el tiempo de conversar. Nadie nos dijo que fuésemos así, que pensásemos así, que actuáramos así. Nos miraban como parias que se echaban a oír indie en cualquier lugar mientras nuestras camisas a cuadros y las converse rotas nos daban vida. Nadie lo entendería,porque aun cuando se tomaron un tiempo para vernos todo rústicos celebrando a Arguedas y entonando canciones psicodélicas nos creyeron locos. Nos vieron desordenados y pensativos, como si esperaran que nos adaptemos a esto, a sus cotidianidades, a fijarse en chicas hermosas, en tener lo mejor de la tecnología, en presumir del dinero, etc.cuando nosotros solo queríamos, creo yo, disfrutar. Y así la pasamos bien, admirando sutilmente a nuestros queridos extraños. No sé por qué.
Quizá porque hay bellezas muy sutiles, tan sutiles como pasajeras.

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Frustrario de Camile

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Lunes 6 de febrero

Este no es un diario, es un frustrario. Debo de estar jodidísima para tomarme el tiempo de escribir, no soy buena para ello; en cambio, Alonso sí lo hace. Alonso escribe de la putamadre, pero a veces son bien emos sus cuentos. Hace unos días me prestó un libro de Cortázar, y el detalle está en que me dijo que lo lea en algún Café, sino no habría chiste. En efecto, me tomé el tiempo de leerla y al día siguiente quise viajar a París. Cortázar era un loco de mierda, pero confieso que me gustaría vomitar conejitos.

Viernes 10 de febrero

Cuando me siento mierda, Alonso me recomiendo algún poemario. A veces me dice que las palabras son lo único bello que existe, pues nunca mueren. Cuando lo conocí no hablábamos de literatura ni de pinturas ni de obras de teatro; sin embargo, cuando puedo ojeo El Dominical para abrir la conversación con él. Es raro haber conocido a un chico como él; por lo general, los chicos no me invitaban a cafés miraflorinos ni me explicaban poemas vanguardistas ni me detallaban con el dedo las características de las pinturas surrealistas. Creo que conocer a Alonso ha sido conocer más al mundo.

Jueves 16 de febrero

¿Te parezco bonita? Le pregunté a Alonso por la mañana, y él me miró de la cabeza a los pies. Luego, me miró fijamente con sus ojos marrones y me dijo: “Todos lo somos a diario, pero son las personas las que nos hacen ser más hermosos, más humanos”.

Martes 28 de febrero

Mis padres están locos por divorciarse, pero he llegado a creer que con esta noche pudieron haberse divorciado treinta veces. Ya me cansé de recoger las sábanas del mueble todos los días.

Miércoles 15 de marzo

Alonso se sobreexcita cada vez que estrena una película de Woody Allen y llega emocionadísimo a mi casa o me llama para invitarme a verla: “Camile, Camile, no sabes, no sabes”. Y por supuesto que sé. Ha visto Annie Hall como diez veces y un día me la prestó, desde aquel momento he tratado de verme todas las películas de él. Claro, cómo olvidar que hicimos una Woodytoon con pura cocacolita y canchita para microondas en mi sala, fue un cague de risa porque mi mamá se nos unió cuando veíamos Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo* (*y nunca se atrevió a preguntar). Alonso se excita cuando ve a Allen, creo que le gusta más que yo.

Jueves 30 de marzo

Me jode que Alonso sea tan impuntual. Hoy me hizo esperar media hora en el Parque Kennedy, luego fuimos a la bajada Balta y fumamos unos Luckys en el pastito. Estábamos cantando algunas canciones de Calamaro hasta que unos serenazgos vinieron y nos cancelaron el concierto. Caminamos por el malecón con los últimos cigarrillos y creí que toda realidad no me pertenecía precisamente, sino que era una realidad ´planteada, planeada.

Jueves 20 de abril

Por la mañana puse el disco de Coldplay mientras limpiaba mi cuarto. He descubierto que la música es una anestesia eficaz para tanta mierda existencial. Alonso me contó una anécdota que le pasó un día: “Después de ver discos en Phantom (de Miraflores) se me dio por caminar sin rumbo por esas callecitas arboladas y con esta neblina miraflorina. Encendí mi mp3 con mis doscientas canciones bien rockeras y me di cuenta de algo: sabes que una canción es buena cuando puedes escucharla y dejar que ella te conduzca por rumbos indeterminados. De pronto, aparecí en Javier Prado con una canción de The Clash”
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Morir adrede

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Tardé mucho en darme cuenta que estaba muerto. Los aromas no son los mismos, se distorsionan y saben ligeramente a momentos que uno nunca quiere olvidar. De pronto, sentí angustia, una fina sensación girando en mi pecho como si los sentimientos recorrieran mis órganos como Teseo en el laberinto. Sentía una parálisis que me limitaba a ver rostros que me acompañaron muchos días de otoño, como si en cada rostro hubiese una historia filmada por mí. Ahora solo habría detenimiento, besos sin besos, miradas sin miradas, y la ausencia absoluta de lo vivido. Ya no podría soñar, ya lo soñado era una realidad. Los colores se fueron difuminando y el ambiente se fue tornando nublado como si los lentes se hubiesen empañado. Lentamente fui trasgrediendo umbrales inubicables, porque no quería irme. Quería levantarme y recorrer descalzo la casa de San Isidro. Quería sentir mis lágrimas o el intenso impulso de querer llorar. Nunca terminé mi rumbo, solo fui retrocediendo hasta renacer de a poquitos. Fui sintiendo el abrazo del silencio. Usted no comprendería lo que es estar así. Me conformaría con dejar de sentir, pero ya no hay remedio. Ya sus ojos distinguen el sueño perpetuo y yo lo veo dormir serenamente. Lo veo y está tan callado, tan sereno, tan amable con el mundo. Lo acompaño en su destino, en los sortilegios que anochecen su visión. Duerme y siento envidia de no tener tanta sutileza con la vida como él, tantos goces invisibles y pasiones soñolientas. Ya no le podría oír hablar de política, de diferenciar a populistas con oradores eruditos. No se le oiría. No le oiría quejarse de la vida. Su sonrisa se desfiguraría hasta menguarse, convertirse en el reflejo lánguido de la ironía. Allí se va transfigurando aletargadamente hasta sonreírle al tiempo. De pronto solo pude ver eso que se ve cuando se muere: a mí mismo caminando.

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Dichos de Alonso y Annie (I)

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Alonso y Annie se detuvieron unos segundos en la calle. Se quedaron estáticos mientras la gente pasaba.
– ¿Lo notas? Todos tienen un rumbo, pero en realidad no lo tienen. – dice Annie.
– ¿Por qué? – dice Alonso.
– Porque todos se dirigen a algún lado, pero no saben lo que les depara en ese transcurso o en aquel lugar; por lo tanto, su rumbo es indefinido.

Annie se mira al espejo, se pasa la mano por la cabellera, se roza el rostro, se lleva el dedo índice al ojo y dice: “Creo que estoy empezando a dejar de ser yo”.

“Ayer tuve un sueño pésimo” dice Alonso. “¿Qué soñaste?” le pregunta Annie. “Soñé que despertaba” dijo Alonso. Sigue leyendo

El bolero de Rubén

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A mi abuelo.
Rubén vivía solo en ese viejo solar del Jirón Camaná. La radio encendida solo esparcía los boleros y pasillos que solía oír en sus años. Allí su rostro cansino solo percibía los cigarrillos en esa mesa pálida, vacía y adolorida por los años. Se pasaba las mañanas haciendo crucigramas mientras oía sus boleros ecuatorianos, sus melodías que lo trasladaban a sus viejos años en esa casita de Huaraz y la barba canosa acechando su rostro. Sus hijos estaban en el extranjero y su mujer descansando infinitamente. Y esos regalos hermosos que ellos le dieron se fueron deslizando por la memoria y siendo usurpados por el Alzheimer. Esos sus años, sus ojos, sus paisajes andinos que fueron trasladándose a un pasado, a un recurso breve.

Rubén se paseaba descalzo por ese cuartito que se fue añejando con sutileza, con siluetas en el marco de la puerta, con rostros riendo en la mesa de la cocina al beber el café, con manos aterciopeladas acariciando cabellos como el de Jimena o el de Basilio. Y así se fue quedando solo. Así quedó la vieja idea de amor, quedó tan vacía, tan sola junto a algunos libros viejos que solo eran posadero de polvo. Ni las fragancias envueltas en ambientes como el cuarto de alfondo, tan solo le acariciaban los fantasmas de los buenos tiempos, los sencillos aromas bienhechores de la felicidad. ¿Qué es la felicidad? se preguntó Rubén desde su balcón donde percibía autos blancos y amarillos atiborrándose en el jirón. Quería inventar métodos retrospectivos para frágilmente rozar el rostro de Magdalena, de compartir copas de vino con Marianito y Guevara en el Queirolo. Ya no hay cura, pensó. Ya no hay remedio alguno, pensó sollozando.

Hay tiempos extraños y difíciles para gente con fe como Rubén. La Biblia en el mueble opaco y desgastado y resignado; el café esperando los labios arrugados de Rubencito que ya camina sin apuro, cuyos pasos se van perdiendo en el tiempo; la radio siempre encendida con sus pasillos y el recuerdo de los caminos toscos de su Huaraz. ¡Oh, mi Huaraz!, exclamó. ¿Magdalena?¡Tráeme mi sombrero, por favor! Y solo el viento limeño ondula su camisa beige. Rubén recuesta su cabeza en el mueble y va perdiendo fuerza hasta cerrar los ojos.

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